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Los hermanos Fernando y Jorge Latorre: una breve historia del surgimiento del rock nacional*

Fernando e Jorge Latorre irmãos: uma breve história do surgimento do rock nacional

Fernando and Jorge Latorre brothers: a short history of the emergence of national rock

Rafael Serrano**


* El texto se deriva de la investigación que durante años el autor ha venido construyendo alrededor de la historia del rock en Bogotá, y particularmente del material que compone su tesis de maestría en el Iesco. Horas de conversaciones con Jorge Latorre han sido registradas también por el autor, así como segmentos de visiones propias como protagonista del fenómeno a comienzos de los años noventa en Bogotá.

** Comunicador social, periodista y escritor, con estudios en música. Magíster en Investigación en Problemas Sociales Contemporáneos del Iesco-Universidad Central. Actualmente es realizador radial de la franja Músicas del Mundo y de la franja de jazz de la emisora de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá (98.5 FM), y colaborador del espacio radial Jazzófilos en Javeriana Estéreo en Bogotá (91.9 FM). Catedrático de la Facultad de Artes de la Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá (Colombia). E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla. .


Resumen

La historia del rock en Bogotá es ahora un capítulo trascendente para entender algunos aspectos de los llamados años prodigiosos de la contracultura, creada desde la invención de la guitarra eléctrica, hace más de cincuenta años. en Bogotá, este pasaje incluye la presencia de músicos destacados como los hermanos Jorge y Fernando Latorre, con inusuales relatos de la llegada, de contrabando y a lomo de mula, de los primeros equipos de amplificación.

Palabras clave: rock, Bogotá, jóvenes, hermanos Latorre, Los speakers, génesis de Colombia.

Resumo

A história do rock em Bogotá é agora um capítulo transcendente para entender alguns aspectos dos chamados anos prodigiosos da contracultura, criada desde a invenção da guitarra elétrica, há mais de 50 anos. em Bogotá, está passagem inclui a presença de músicos de destaque como os irmãos Jorge e Fernando Latorre, com relatos incomuns da chegada, através de contrabando e no lombo de mula, dos primeiros aparelhos de amplificação.

Palavras-chave: rock, Bogotá, jovens, irmãos Latorre, os speakers, gênesis de Colômbia.

Abstract

The history of rock in Bogotá is currently a significant period to understand some aspects of the so called prodigious years of counterculture, created since the invention of the electric guitar, more than fifty years ago. This period includes the records of some outstanding musicians like the brothers Jorge and Fernando Latorre, seasoned with remarkable tales about the arrival, smuggled and on a mule, of the first amplification devices.

Key words: rock, Bogotá, youths, Latorre brothers, the speakers, génesis of Colombia.


La historia del rock en Bogotá no es una excepción a ese sino fatídico, y es, por demás, la más bella de todas, pues comenzó a lomo de mula, como un contrabando de sueños que cruzó la frontera colombo-venezolana a la altura de ese lugar referenciado para buenas y malas cosas, denominado San Antonio del Táchira.

En adelante, sería una secuencia de eventos que a finales de la primera década del 2000, despertaría intereses y nostalgias, y como en una suerte de arca de la alianza, sus contenidos suscitarían inquietudes que alcanzan un paroxismo advenedizo, quizá, y un cierto tufillo a raro descubrimiento, en un ambiente en el que sucumbe dulcemente el menos nostálgico, y que discurre entre discos y carátulas que de vez en cuando se hallan en tenderetes del mercado de pulgas, y que se subastan en Europa y Estados Unidos a precios atractivos e importantes, pues también esta época coincide con un trasnochado gusto por las grabaciones denominadas de garaje, ahora que el surco y el acetato vuelven a cobrar vigencia.

Algunos han creído que se trata de una revelación ese extraño caso de archivo que llaman historia del rock bogotano, pues esfuerzos aislados han recuperado grabaciones de anaqueles empolvados en las viejas casas disqueras, y los han vuelto a pinchar en tocadiscos y tornamesas de la época o no, a 78 revoluciones por minuto.

Para una labor que de por sí tiene un sesgo de ímpetu histórico y algo de vertiginosa nostalgia, de un baúl que pudo destinarse al olvido sempiterno, han regresado cintas de carrete abierto, para ser transferidas al formato digital de nuestros días, justo en el momento en que también estas plataformas tambalean y están a punto de caer y con éstas, una industria que tantos años fue del todo sólida: la industria de la grabación, que del formato de vinilo pasó al disco compacto, y que hoy parece condenada a desaparecer por el inasible y libre mercado de las descargas y los formatos en MP3.

Si no se tienen reparos frente a formatos como éste (o reparos contra esa plataforma y lo que supone la pérdida de fidelidad, de ritualidad y de emoción) ya hay al menos un par de páginas independientes en la red que dejan descargar estos bocetos sonoros, estos dibujos del tiempo cuando el rock —casi cincuenta años atrás— cobraba forma y vigencia en nuestro medio, y que muchos jóvenes del siglo XXI buscan como aguja en un pajar1.

El acceso, por tanto, a esos registros seminales de 1963 no es del todo una dificultad para acercar el objeto de estudio que acaso nadie disputa en Colombia: el surgimiento del rock y su posterior desarrollo hasta asentarse (y acomodarse) en festivales de gran convocatoria, menos ocasiones para bares o bodegas o en retrospectiva, cuando la escena rockera local recibe mensualmente los multitudinarios conciertos con bandas extranjeras que fueron leyenda al menos veinte años atrás, y que llegan al país como un eco sordo de lo que resbala sin remedio en un acantilado.

Algunos periodistas han puesto a sonar en la radio otra vez esas baladas contrahechas (apenas reconocibles) y esas cancioncillas sicodélicas que recuerdan un tiempo pisoteado por gobiernos iracundos y una sociedad conservadora y pacata vestida de paño inglés importado por poetas que bautizaron a Bogotá como una "Apenas Suramericana" (y no la Atenas del Sur que muchos querían), visitada a paso de burro con haces de leña y un campesino arriero de la Sabana.

Contar la historia del rock bogotano se volvió un asunto apenas urgente de historiadores jóvenes con alguna supuesta clara conexión (o algún vestigio que recogen entre anécdota y epifanía); como sea, un vestigio, una pista, una revelación sincera que apunta a desvelar parte del secreto de lo juvenil y de la música que lo acompaña: profusa, deliberada y, preferiblemente… rock.

"El rock (en Colombia) nació en la sala de mi casa"

Durante los primeros años de la década del sesenta (antes de 1963) se estuvieron reuniendo varios muy jovencitos amigos en alguno de los barrios del norte bogotano, en torno a un viejo acordeón perteneciente al padre de los hermanos Latorre, presentes en el incipiente grupo, y alrededor también de un par de discos llegados del otro lado del mar, con las caras sonrientes de The Beatles en contrapicado, asomados desde la baranda interior de un edificio.

Jorge y Fernando Latorre habían recibido clases de acordeón de forma indirecta, cuando escondidos detrás de una puerta, escuchaban al instructor en música que su padre había contratado para lecciones de ese instrumento, y que infructuosamente no habían llegado a mejor fin que ilusionar la cabeza de ambos con ideas musicales sencillas, que luego habrían de repercutir en su interés por el rock, y por tocar un instrumento musical de su predilección.

Las clases especialmente rindieron fruto en el mayor de los hermanos, Fernando, quien en breve tiempo sorprendería a la familia tocando algunas tonadas básicas, ayudado por su padre para mover el aparatoso fuelle del instrumento, sobre una banca de altura similar a la del pequeño niño.

Desde entonces, esa sería parte de la entretención familiar que acostumbraba a preparar sainetes en un improvisado teatrino decorado con cortinas, y que serviría para recibir visitas de parientes y de amigos, asunto que alimentaría el interés de los hermanos en asuntos artísticos.

En su primera adolescencia, Fernando y Jorge Latorre se juntaron con amigos y compañeros coetáneos, procedentes del vecindario y del colegio, para conformar un primer capítulo de aquello que, sin saberlo, sería el ensayo original de una de las primeras bandas de rock en Colombia, y, justamente, la pionera y precursora del fenómeno en Bogotá: Los Dinámicos.

De hecho, Fernando Latorre recuerda con absoluta claridad ese pasaje, y cómo, siendo compañeros del Colegio Hispanoamericano Conde Ansurez en Bogotá, mientras cursaban el tercer grado de secundaria y gozaba Fernando Latorre de alguna popularidad por ser intérprete del acordeón, no sólo dentro del núcleo familiar sino también en la escena estudiantil del mencionado plantel, se conoció con el primo de su compañero de colegio Alfredo Besoza, quien resultó ser el emblemático Humberto Monroy, quien con el paso del tiempo ha llegado a ser, por sí solo, un ícono del rock en Colombia.

Monroy estaba muy involucrado en la música, pues cantaba y tocaba bien la guitarra, y se conocía la movida del rock mexicano a partir de revistas y por intermedio de la radio local que había empezado a programar música de Enrique Guzmán, de los Teen Tops y de Los Locos del Ritmo. Con dificultad, se consiguieron de ese modo las referencias iniciales que también involucraron estilos en el modo de vestir de los beats norteamericanos, las formas curvilíneas y atractivas de las guitarras eléctricas de la época o las alusiones icónicas de agrupaciones y figuras como John Mayall, The Animals o el cuarteto de Liverpool, máxima influencia en los jóvenes capitalinos, que pocos años más tarde posarían en actitud mimética, para la lente de diversos fotógrafos como Jorge Silva, quien, a su vez, pondría a los rockeros criollos en medio del humo de la Estación de la Sabana en Bogotá, al estilo de la bruma londinense.

De ese modo singular, Humberto Monroy se convertiría eventualmente no sólo en el líder y cabeza visible de la agrupación Los Speakers, la cual cumplió a cabalidad, sin saberlo, el sueño de cualquier agrupación de este y otros estilos, que por supuesto es llegar no sólo a una primera producción musical, sino a varias posteriores, y que en este caso completó la nada despreciable cantidad de seis discos: The Speakers (1965), La casa del sol naciente (1965), Tuercas, tornillos y alicates (1966), Los ángeles (1967), The Speakers (1967) o En el maravilloso mundo de Ingeson (1968), esta última una obra maestra de la psicodelia criolla en ciernes, acorde con tiempos de cambio y posiciones novedosas de actitud y desencanto.

El relato, además de la fuente primaria consultada directamente para este artículo (Jorge Latorre), lo hace también el blog Los Inmigrantes.

A principios de los sesenta, la familia (Latorre) quien vivía en el barrio El Recuerdo, se muda al barrio Pasadena en la ciudad de Bogotá. Ahí en 1961, Fernando Latorre cursa tercero de bachillerato […]. En ese lugar conoció a Alfredo Besoza, compañero del nuevo colegio. En ese tiempo Fernando tocaba el acordeón y Alfredo tocaba los tambores en la banda de guerra del colegio. Un día éste le comentó a Fernando que tenía un primo que cantaba y tocaba la guitarra. Le presentó entonces a Humberto Monroy. Una tarde los tres amigos se reunieron en la casa de Fernando. Alfredo llevó un bombo, un redoblante y unos platillos de la banda de guerra, Humberto invitó a Argemiro Parra, un amigo de él que tocaba muy bien la guitarra, y así nacieron Los Dinámicos a mediados de 1961. Con permiso de la mamá los ensayos se hacían en la casa de Fernando, Jorge Latorre — hermano de Fernando— acompañaba y colaboraba al grupo con el trasteo de los instrumentos en sus presentaciones. Al principio, Los Dinámicos tocaban en fiestas que se hacían los sábados por la tarde en la casa de Fernando para los amigos y vecinos. En 1962, el grupo participó en un concurso musical de aficionados que tenía Radio Continental, del cual resultan vencedores. Al año siguiente conocen a Carlos Pinzón, quien los invitó a la inauguración del almacén APAM en Bogotá, aquella presentación que hizo Los Dinámicos se transmitió en vivo por la radio 1.020. Al igual que otras agrupaciones latinoamericanas no tenían composiciones originales. La música se basó en covers de grupos mexicanos como: Los Locos del Ritmo que a su vez hacían versiones de grupos norteamericanos. Lastimosamente no dejaron ninguna grabación registrada, ni siquiera casera pues en ese tiempo no se tenían esas facilidades. Aunque nunca tocaron música tropical, sí tocaron algunos boleros de Los Panchos en las serenatas para las novias. Finalmente con la llegada de Enrique Guzmán a Bogotá en 1964, Los Dinámicos se unen con "Los Electrónicos" de Luis Dueñas para formar: "The Speakers". Fernando pasaría a tocar la batería y Humberto el bajo. A ellos se unen Luis Dueñas (guitarra, teclados, coros), Oswaldo Hernández (guitarra, coros) y el multiinstrumentista español Rodrigo García (2011: s/p).

Esa formación logró aparecer, como relata Jorge Latorre2 (y lo corrobora la cita anterior), en reuniones, serenatas y "murgas" escolares, además de animar las reuniones de familia. Concentrados en lograr algo mucho más adecuado y quizá profesional, movidos justamente por un legítimo amor por esa música que sonaba de vez en cuando en la radio o en el tocadiscos de mamá, Los Dinámicos se convirtieron pronto en Los Speakers, a quienes se les puede ver en carátulas de discos que se volvieron objeto de culto, y que se confunden entre memoria y ficción, pero que se reconocen como los primeros peldaños de una endeble escalera que nunca llega a un cielo total. Esa tambaleante escalera al cielo del rock nacional.

De vándalos en el Chapinero nocturno de los sesenta

Humberto Monroy y los hermanos Latorre estaban prendados del motorcito beatlómano que inundaba la época y que ellos mismos ayudarían a hacer correr con mayores revoluciones. Resueltos a tener una banda rockera igual a la de sus ídolos de Londres, los futuros Speakers decidieron tomar los referentes icónicos que venían en afiches y carátulas de discos para que un improvisado luthier (en realidad, un ebanista) les fabricara bajo y guitarras idénticas a las que aparecían en esos impresos, y así también recurrieron a un electricista que solucionara el tema de los micrófonos de dichos instrumentos.

El también improvisado pero creativo técnico, les explicó cómo funcionaba el sistema para captar la vibración de onda de las cuerdas metálicas, y con ello planteó la necesidad de tener pequeños imanes que sólo se habrían de conseguir en las bocinas de los teléfonos públicos.

De ese modo, los muchachos se dieron a la tarea de salir tarde en la noche para recorrer varias calles del barrio Chapinero, saqueando los urgentes imanes que sacarían por primera vez del ostracismo a las primeras notas del rock colombiano, a una escena que también se construiría de manera artesanal.

Entre tanto, cada uno había hecho otros pequeños sacrificios como la venta de una nutrida y bien cuidada colección de cómics de los personajes predilectos de la época, como Tarzán y Periquita. Recuerda Jorge Latorre que entre ellos se los prestaban con vigilancia del dueño, tomados de su bolsa plástica original, y manipulados con una pequeña pinza depilatoria.

Los cómics se fueron vendiendo más bien rápido frente al Teatro Colombia (actual teatro municipal Jorge Eliécer Gaitán), y los recursos irían a parar al fondo común para importar los amplificadores requeridos de la marca Fender, modelo Deluxe. Otra parte del recurso vino de la casa de empeño y del dinero que produjo una máquina de coser marca Singer, que la madre de los Latorre (Mary de Latorre) autorizó sacar de la casa, en pro del sueño roquero de sus hijos.

Es así que mientras el electricista y el ebanista trabajaban en las réplicas de instrumentos Rickenbacker y Hofner, los muchachos enviaron un dinero a Londres para que a través de la frontera con Venezuela llegaran amplificadores por el paso de San Antonio del Táchira, a lomo de mula y en bella aventura de contrabando, como son los asuntos de este sueño irreverente.

Cuando Los Speakers estuvieron listos para enloquecer a las jovencitas en las discotecas de la ciudad como "La Bomba", o pasearse como estrellas locales sin mayores pretensiones en el barrio Chapinero, salieron a calles bogotanas como La Sesenta (denominada Calle de los Sesenta), que concentraba comercio hippie, y que en locales como Las Madres del Revólver o El Escarabajo Dorado proponía no sólo ventas, sino también intercambio y trueque de objetos usados, en conexión con el espíritu de moda. Los Speakers se fueron haciendo populares en medio de huidas y trotes provocados por radicales contra los de pelo largo y fans que acaso querían un mechón de los artistas en boga.

Muy atractivo fue el momento en que la empresa privada puso su mirada y su interés en el fenómeno incipiente, pero lleno de potencialidad, y se resolvió crear y promover las giras "Milo a Go Go" que llevaban a Los Speakers por varias ciudades del país, con lo cual se hizo necesaria la figura de un estratega que probara sonido o mantuviera a raya a los seguidores (e incluso se hizo urgente también la presencia de otra agrupación que hiciera las veces de telón, antes de la aparición de las estrellas principales), cargo múltiple al cual acudió presuroso Jorge Latorre, quien con gracia comenta que en últimas su hermano fue el primer acordeonista de rock (luego baterista también), y que en cambio a él le había correspondido ejercer como el primer "cargacables", un improvisado stage manager, y que con ello pronto pudo tener la oportunidad de mostrar también sus condiciones como músico.

Fernando Latorre no alcanzó a conocer del todo y con la cercanía suficiente, la etapa en que Humberto Monroy fue creciendo como músico y como líder dentro de Los Speakers, aún a la sombra del influyente Roberto Fiorilli, y menos cómo se reveló un roquero iluminado que escribía bien, traducía y adaptaba mejor, y que hacía grandes esfuerzos para adquirir de forma autodidacta, aquello que en materia musical le faltaba todavía.

Fernando Latorre recibió un ofrecimiento muy concreto para viajar inicialmente a Curazao, tocando en la agrupación de una cantante que por entonces habría de estar iniciando una sólida carrera, y es así que tomó el riesgo a expensas de una aventura que podía no conducir a un lugar seguro, y abandonó sus estudios de arquitectura para sumarse a esa tropa que terminó finalmente en Sudáfrica, donde el músico permaneció radicado durante veinte años.

En el lustro más reciente, finalizando esta primera década del siglo XXI, Latorre regresó a Colombia para integrar una agrupación denominada La Leyenda, que incluye a figuras de trascendencia como el guitarrista Ernie Becerra, el bajista Augusto Martelo y el cantante y guitarrista Miguel Durier.

Génesis de Colombia

Cuando el proyecto de Los Speakers concluyó al finalizar la producción y grabación del paradigmático álbum En el maravilloso mundo de Ingeson, el inquieto cantautor Humberto Monroy conformaría otros proyectos musicales similares, de algún modo, al extinto y exitoso grupo, que en adelante sería una leyenda y un punto obligado de referencia para coetáneos y también para entrantes generaciones, y propondría la ciertamente inusual sonoridad de Siglo Cero, un formato que incluyó a Edgar Restrepo Caro (hombre primordialmente de la radio y consumado gestor y difusor de la contracultura), junto con el poeta Sibius (Federico Taborda), el poeta de la paz, paradójicamente asesinado por paramilitares en agosto de 1989, y autor de libros como De saliva a saliba.

En la comuna hippie cercana al campo de los monjes benedictinos a las afueras de la ciudad, Humberto Monroy meditaría la posibilidad de continuar su labor musical, aunando elementos representativos del folclore y de lo latino, casi anticipándose al fenómeno de Carlos Santana, asunto que ya se había vislumbrado desde las tempranas grabaciones de Los Speakers, pues como lo afirma Jorge Latorre, se comentó cómo la versión de La bamba hecha por esta agrupación fue la primera registrada en castellano, antes de la reconocible y popular versión que ha circulado con frecuencia en la radio.

Génesis o Génesis de Colombia, como terminó llamándose ese formato iniciado por Humberto Monroy y secundado, entre otros, por el ya adelantado baterista Jorge Latorre en 1972, para distinguirse de la banda británica homónima integrada por Peter Gabriel y Phil Collins, emprendió un camino inusual y muy concentrado que le llevaría a sentar un precedente en el ámbito no sólo del género rock en Colombia, sino dentro de un territorio algo más amplio que compete a la música popular contemporánea, siendo en nuestros días, tanto o mejor como en el caso de Los Speakers, un ícono de la contracultura y un referente sugerido para generaciones que incansablemente han bebido de sus fuentes como inagotable y vital recurso de inspiración.

Son destacados más de media docena de álbumes como Átomo (1972), Génesis (1974), Yakta Mama (1975), Reuni-Om (1978), Paso de los Andes (1981), En un planeta lejano (1982) y Absolutamente normal (1987), y el sencillo de 1983 que se suele incluir como propio de esta misma secuencia discográfica, pero bajo el nombre de Maíz, un sencillo titulado Fuiste un tonto.

La participación del baterista Jorge Latorre en esta obra fue fundamental, pues, si bien no grabó con esta banda la totalidad de los álbumes, fue testigo de excepción en los procesos creativos de cada una de éstas muy afortunadas piezas discográficas, y finalmente resultó ser miembro activo en un número importante de éstas.

Se trata de un material que se debe apreciar como un legado de gran dimensión para un país que siempre olvida y que es víctima del carácter fragmentado de una realidad, y, como es propicio destacarlo, estuvo basado en las experiencias y andanzas de los propios músicos que como Jorge Latorre o Humberto Monroy, se sumergieron profundamente no sólo en el beat propio de la Calle de los Sesenta, y lo que traía en surcos de acetato el acento británico de las bandas que les ilustraron algunos caminos, sino que, principalmente, su intuición creativa se inclinó hacia el pálpito de los Andes colombianos.

Tampoco deja de ser notable el contacto que estos músicos tuvieron con las experiencias alucinogénicas propias de un par de décadas en las cuales una porción de la población mundial de jóvenes volvieron su mirada a experiencias incluso chamánicas, o a probar estados de conciencia alterados por el uso de sustancias que, según lo refieren los propios protagonistas, les acercaron a "otras dimensiones"; se diría, a otras miradas que marcaron fuertemente el uso, la comunión y el acercamiento relacional del sujeto con el mundo circundante.

La aventura —si se quiere personal e intimista, aunque fue un fenómeno colectivo— del uso de alucinógenos como método creativo, bien podría conectarse justo con el mencionado álbum En el maravilloso mundo de Ingeson (el último en la discografía de Los Speakers) que puede considerarse un manifiesto estético en el cual los artistas aprovecharon los recursos técnicos de grabación en estudio recién llegados al país, tales como efectos de reverberación, registro estéreo y paneos, o posibilidades de generar eco, para producir una pieza única en el rock colombiano, con carácter conceptual y experimental, que además planteaba muchas contenidos con bastante desenfado, entre éstos, la frase disonante: "Si la guerra es buen negocio ¿por qué no inviertes a tus hijos?".

Ese disco incluía más de un mensaje a la vez, pero todos evocando el despertar de los sentidos, conectándose quizá con esa idea mundialmente esparcida de "golpear en las puertas de la percepción" (procedente del libro Las bodas del cielo y el infierno; los famosos Proverbios del infierno del poeta William Blake), y en la contra-tapa del disco se adhirió una pequeña menta de dulce que acaso fuera la recreación de algún ácido, con lo cual abiertamente se retaba la percepción de los trasuntos juveniles y los métodos de creación poco ortodoxos, pero inmersos en una conciencia de época.

Con ello, hay que mencionar también de modo breve, las relaciones de comercio que entre las disqueras y los músicos evocan para ese largo periodo una actividad contraria a toda lógica comercial y, por ello, la narración de Jorge Latorre adereza el imaginario de un momento no sólo febril sino desinteresado, y alejado de las dinámicas de nuestro tiempo, cuando, para solucionar la falta de respaldo económico, el dueño de uno de los por cierto pocos estudios de grabación de los tempranos años setenta, aceptó de manos de Latorre, como prenda de pago para el registro y edición de uno de los discos relacionados anteriormente, la presencia juguetona de un perro de compañía de algún discreto pedigrí, que originalmente el baterista no había podido tener en casa. Eran tiempos en los cuales la palabra y el trueque bastaban.

El archivo Monroy, una obra por descubrir

Humberto Monroy fue para el rock local, aquello mismo que John Lennon fue para una generación anómala de jóvenes de los sesenta, es decir, un profeta, un pastor de abismos, un mesías de suburbio, un consejero locuaz con muy pocas palabras y una guitarra eléctrica. Se dice que innovó en el rock nacional, que electrificó un tiple, que le decían Humo y que cultivó la tierra, como decía en sus canciones.

La bella pieza titulada La casa del sol naciente (que dio nombre a uno de los álbumes de Los Speakers), tomada de una worksong del siglo XIX, y que había empezado a popularizar la agrupación inglesa The Animals, fue sólo uno de los primeros reveladores aportes que Monroy haría al rock nacional, y en la cual se demostró el gran talento que tenía para adaptaciones y versiones de temas.

Los primeros álbumes de Génesis también estuvieron llenos de versiones al castellano de temas de The Beatles adaptados por Humberto Monroy, impresos con la guía armónica al respaldo de las carátulas, y que si bien no alcanzaban un tono poético mayor, por la simpleza de la fuente original, con el tema citado y con el también clásico Cómo decirte cuánto te amo, original de Cat Stevens, el padre de los roqueros colombianos llevó una composición importante en el repertorio mundial, hasta el grado de himno generacional que pocas veces ha obtenido su verdadera relevancia.

Con la bruma de los años, algunos han creído que esas canciones fueron creación original del propio Monroy, y otro sector ha tenido referencia en la versión también destacada que grabó la agrupación de pop Compañía Ilimitada a final de los años ochenta. Ambas versiones erradas se solazan en el imaginario apropiado por el cantautor, arreglista y traductor; por otro lado, en ese aparentemente sencillo ejercicio, empezaba a flotar una voz propia. La versión de La casa del sol naciente dice:

Hay una casa en ruina
en donde nace el sol
y que fue el fracaso de muchos
lo sé también fui yo
mi madre traficaba
vendió mi nuevo blue jean
mi padre fue un jugador
en la casa donde nace el sol
todo lo nuestro jugó
trató y luchó por ganar
el juego lo convirtió
en su esclavo
y así por siempre vivió.

Comadre di a tus hijos
no hacer lo que hice yo
gastar sus vidas jugando
en la casa donde nace el sol
el juego es maldito y acaba
con todo lo bueno de ti
por eso te pido que nunca visites
la casa donde nace el sol
hay una casa en ruina
en donde nace el Sol
y que fue el fracaso de muchos
lo sé también fui yo.

El aporte fundamental de Humberto Monroy estriba en el sereno ímpetu que tuvo para emprender proyectos musicales que también lo unieron a la poesía, la experimentación, la invitación al viaje e incluso la luthieria o construcción de instrumentos y la inclusión de algunos elementos atípicos en el formato de la clásica banda de rock, para proponer, de un lado, la electrificación del autóctono tiple colombiano usado para interpretar aires populares propios de la región andina del país como torbellinos y pasillos; y, de otro, para sumar flautas, cununos, quenas y zampoñas que indudablemente abrieron un intuitivo camino para que el rock se acercara a las músicas regionales que representan parte de una identidad y de un sentido de lo nacional.

En la obra colectiva que músicos como los hermanos Fernando y Jorge Latorre al lado de Humberto Monroy, Edgar Restrepo Caro, Edgardo Chávez, los hermanos Dueñas o el poeta Sibius empezaron a labrar durante aquella denominada década prodigiosa hasta entrados los años ochenta, en el paso de las dos grandes y paradigmáticas agrupaciones, Los Speakers y Génesis de Colombia, a pesar del trasteo y posterior remplazo de algunos de sus integrantes, visto en retrospectiva, se destaca la labor comprometida y poco interrumpida de los primeros años del rock colombiano en gestación, que incluso alcanza un nivel de concreción y permanencia.

La convicción en asuntos de trascendencia de los ahora viejos músicos del rock nacional era tal, que incluso Humberto Monroy ingresó religiosamente, como voluntario convencido y autoexiliado, a una casa de monjes en retiro en La Calera, a las afueras de Bogotá, pretendiendo un profundo olvido de toda dinámica social, como reacción ante la pérdida absoluta de credibilidad en los trasuntos de la sociedad de consumo.

Haciendo eco quizá de anteriores pero muy vigentes consignas que recrearon y alimentaron el espíritu epocal que rodeaba el ambiente de los jóvenes durante las décadas del sesenta y el setenta (el periódico Olvídate de un personaje llamado Manuel V recordaría esa actitud), Monroy buscaría en la soledad, el silencio y el aislamiento reclamado para sí, otra patria en la que arar la tierra. Esto hizo parte de una convicción suficientemente elocuente, más que la obra hasta ahora esparcida por el país.

El evento lo condujo a una profunda ascesis, a buscar la esencia de las cosas, las palabras y los sonidos, y fue así, despojado de todo afeite, de todo innecesario insumo, como aprovechó cucharas de palo y semillas para hacer una aproximación minimalista a la música que seguía surgiendo a borbotones de su alma. En algún momento se detuvo en la experiencia; continuaba ayudando en las labores propias del campo, y pensó: la obra de Dios es tan completa, que ya no hay nada que agregarle.

Claramente es ésta una actitud de contraste y choque, de convicción y a la vez de rechazo. Las experiencias musicales posteriores en generaciones subsiguientes, si bien bebieron de otras fuentes acaso consecuentes con las épocas correspondientes, se alejaron de la profunda comprensión de los ideales colectivos, y el carácter comprometido del rock se fue diluyendo o escasamente se tornó intermitente, con cada distante oportunidad que habría de grabar un disco. Luego de Génesis y de Humberto Monroy, vinieron otras experiencias igualmente vitales, pero con contenidos más digeribles y menos comprometidos.

Luna de miel en la quinta dimensión

Un capítulo imposible de pasar por alto en una pretendida, por breve que sea, historia del rock en Bogotá, debe pasar también por la experiencia ascética y de acordado retiro voluntario hacia la pradera cósmica en estados alterados de conciencia.

Una finca al oriente del departamento de Caldas, territorio denominado como "La Miel", cuidada por don Manuel, personaje pintoresco que Jorge Latorre describe con la lucidez de estar ante una escena tan fresca que parece haber sucedido unos pocos meses atrás, fue el escenario en el cual la comunidad hippie de la década de los sesenta fue a respirar un aire mejor y a hacer entrar los poros de la piel en contacto con las estrellas del universo.

Jorge Latorre pasó allí diferentes momentos en los cuales la vida se reveló con la plenitud de sus bondades, y aunque en ocasiones malos viajes revelaron también el camino oscuro susceptible de ser tomado por muchos, las experiencias psicotrópicas con hongos en ese lugar descrito como paradisíaco por quienes como Latorre pasaron tiempo allí, son sencillamente reveladoras e inquietantes.

El capítulo que tiene que ver con el rock en Colombia, denota trascendencia en los ámbitos de lo juvenil y lo sociocultural, no sólo porque contienen archivos particulares y narraciones hasta el momento y en su mayoría orales, sino también por el intrigante asunto de aquello novedoso que circuló entre la comunidad hippie, y que por supuesto supone una revelación y, ante ello, una nueva postura. Un inédito lugar para preguntar y recrear aspectos de lo intangible, a partir de la experiencia psicotrópica.

Más allá de los registros discográficos y las secuencias de conciertos y apariciones en radio y televisión que Jorge Latorre guarda bien en su memoria, como evidencia de su destacado paso por los medios, el baterista, cantante, y recientemente actor y comediante, guarda juiciosamente impresos, entre recortes de prensa y volantes publicitarios, un corto pero asombroso archivo fotográfico y hemerográfico que sitúa la entrada suya y la de su hermano por entre las cámaras de la naciente televisión en vivo de los años sesenta y setenta, detrás de una muy joven y bella Gloria Valencia de Castaño (una de las primeras presentadoras de televisión en Colombia) o en recónditos escenarios de algún desaparecido teatro, como en una reveladora imagen del baterista que recrea su instrumento con elementos propios de las costas colombianas, como el cununo o el llamador, además de un bombo legüero propio de la región andina.

De lo mucho que hay guardado en su alma memoriosa, la estadía intermitente a orillas del río Pance en La Miel, al lado de esa especie de gurú llamado don Manuel, que acompañaría a Latorre y a muchos más de su generación hacia linderos mas allá de la cuarta dimensión, un recuerdo que destaca tiene que ver con el hallazgo de un diamante que ambos escondieron en el tronco hueco de un árbol, y otro más en el que todos los hongos del mágico recodo desaparecieron por un instante, porque al decir del campesino, que seguía siempre las largas caminatas de los hippies ansiosos venidos de diferentes partes del mundo a preparar la famosa "aguapanela cósmica": "Los hongos no se dejan ver de quienes ellos no quieren dejarse ver".

Jorge Latorre ha venido guardando apuntes de memoria, para una soñada novela que llevaría el nombre de ese capítulo absolutamente deslumbrante: "La Miel". Más que un lugar geográfico recóndito o un lugar de peregrinación mundial, La Miel fue una región del alma, un entrañable lugar donde los hippies de los sesenta y parte de los setenta, iban a meditar y a caminar desnudos, convocando musas y elementales que acaso dieran inspiración a sus obras en marcha.

Cansados, en la búsqueda frenética del hongo perdido y aturdidos por el quemante sol o la insaciable sed, solían sentarse a reposar a la sombra de algún frondoso árbol de ese mítico lugar y, de pronto, como de una revelación quimérica, la región se llenaba de hongos luminosos, plateados, creciendo de repente y simultáneamente de la boñiga esparcida por el ganado.

De allí saltaron, por asociación y analogía, los textos del poeta Sibius, las convicciones de Fernando y Jorge Latorre o las canciones de Humberto Monroy.

Caer mil veces y volverse a levantar: coda en primera persona

Treinta años después, frente al ordenador, recordaría la tarde en que mis padres me llevaron a conocer a Génesis de Colombia. Una tarde de sol, maíz pira y perros calientes en una feria de electrodomésticos, mientras ellos se entretenían con afiladores de cuchillos, rayadores de papá y vegetales, el sonido de guitarras eléctricas y los tambores étnicos de una agrupación de rock que se escuchaba a lo lejos, sedujo al niño que era yo a finales de los setenta, y terminó por encantarme por los años venideros.

Esa no es estrictamente la "génesis" de mi gusto por el rock y de cómo me he metido en este asunto de tratar de contar su historia en mi país, pero es seguramente una de las visiones más encantadoras de toda mi existencia, y quizá una de las dos definitivas experiencias que habrían de conducirme al intrincado y emocionante mundo de las agrupaciones y los instrumentos musicales.

A Humberto Monroy lo vería en algunas ocasiones en televisión, y una tarde de viernes frente a la entrada principal del centro comercial Unicentro, en 1985, mientras ambos intentábamos tomar un taxi, y como el que yo detuve sólo frenó unos metros más adelante, fue el músico calvo quien me lo arrebató sin miramientos.

Desde mediados de los años setenta, había escuchado la música de Los Speakers, combinada con la de The Beatles en la casa de la abuela materna, y aunque por obvias razones no tenía idea de lo que significaban para esa época la rebeldía expresada a través de formas de vestir, hablar y actuar, años más tarde sabría que aquella música que flotaba en la vieja casona de alquiler del barrio San José, al sur de Bogotá, estaba alentando las andadas de al menos dos de mis tíos, quienes hicieron el periplo por el concierto de Ancón, las comunas de hippies y las temporadas de amor libre y meditación en la Sierra Nevada o en el casi mítico pueblito pesquero de la Costa Atlántica colombiana, Taganga, otros de los centros cósmicos de inspiración suprema.

A Jorge Latorre lo conocería cantando La casa del sol naciente, acompañado por una guitarra acústica, sentados juntos dentro de una camioneta escolar, rumbo a un colegio campestre a las afueras de la ciudad, en donde coincidimos trabajando como docentes de primaria.

En adelante, el tejido se volvió complejo. Sus imbricaciones unieron a mi familia y mi experiencia personal con la historia pocas veces contada de un fenómeno local que era apenas el eco de una revuelta mundial. Las coincidencias se volvieron numerosas, las conexiones sorprendentes, los microrrelatos fantásticos y la urgencia de contarlo todo, una cierta angustia que aguijoneaba el cuerpo.

Por eso, desde mediados de los años noventa, he venido ordenando esas memorias, juntando pistas como si fueran guijarros de un extraño jeroglífico, haciendo entrevistas que acaso me respondan los porqués, los cómo y los cuándo que aprendí en la Escuela de Periodismo, pues los qué, los quién y el dónde han estado allí desde la cuna.

Otra de las visiones seductoras de mi búsqueda personal se relaciona con la visita que hicimos en la mitad de los setenta con mis padres a Taganga, la pequeña población de pescadores que ya mencioné, en busca de mi tío José, un sibarita rubio de ojos miel que había extraviado sus pasos en el tumulto de la gente entre los barrios, la agitada ciudad de nadaísmos y prosaicas rumbas de actores "colinos" y marihuanos reconocidos, para escapar, por fin, al irreductible clamor de las olas del Atlántico, golpeando la brisa y los bohíos, para por fin hacerse él mismo el profeta lejos de casa, el asceta exacerbado con ojos serenos que tallaba chalupitas a escala, el marinerito que arrojaba sus redes en la tarde, contra el rojo sol Caribe.

José era un dandi de barriada. Vestía con las piezas de corte y confección más elegantes de la época antes de entrar en el hippismo, y trabajaba como decorador de vitrinas para almacenes de discos Bolero y discos Bambuco. Cambiaba su ropa tres veces al día, almidonaba el cuello de sus camisas (tarea de sus hermanas), o ponía pequeñas varillas en los cuellos, como era usanza en los sesenta, para mantenerlos impecables y sólidos. A la llegada de los primeros conciertos de rock en el país, y con ello discotecas, drogas, acetatos, afiches, sicodelia y una mítica calle que reunía casi todo esto, José era ya un hippie consumado que seguía la doctrina de la "paz y el amor", que ya no dormía en su casa y que había cambiado el glamour por la ruana y las sandalias.

Nunca supimos mucho de él, más allá de pistas y llamadas anuales de navidad. De muchos modos me invade la inquietud de su paradero. Alguien creyó haberlo visto en Liverpool y otros en el humo de los puertos del Caribe colombiano. La tía que también se sumergió en el sueño de la Sierra Nevada y de los hippies de la Calle de los Sesenta, dice haberlo visto en sueños, murmurándole que él se había ido a navegar en otras estaciones, más allá de estas estepas.

La bruma recurrente en los guijarros que llevan a la ausencia, me hace sentir escalofríos. Me reconforta reunir piezas del naufragio y, por ello, estas notas van desde mi alma, a estos hacedores del sueño musical. Contadores de historias de otro tiempo, como Humberto Monroy o como los hermanos Fernando y Jorge Latorre, para quienes va, por supuesto, este homenaje.

Notas

1 Se sugiere consultar estos lugares en Internet, que incluso contienen material sonoro de archivo descargable: los blogs independientes Los Inmigrantes, disponible en: <http://inthewonderfulworldofingeson.blogspot.com/2011/07/los-speakers-antologia-de-los-speakers.html>, y En Busca del Tiempo Perdido, disponible en: <http://rockchilelatinoamerica.blogspot.com/2007/08/genesis-20-aos-colombia.html>.

2 Entrevista realizada para el presente artículo.


Referencias bibliográficas

  1. BLAKE, William, 1989, Blake poesía completa, Barcelona, 29.
  2. LANCELOT, Michel, 1969, Los hippies. Quiero ver a Dios de frente, Buenos Aires, Emecé.
  3. LOS Inmigrantes, 2011, "Los Dinámicos (1961-1964)", en: Los Inmigrantes, miércoles 2 de febrero, disponible en: <http://inthewonderfulworldofingeson.blogspot.com/2011/02/los-dinamicos-1961-1964.html>.
  4. PÉREZ, Umberto, 2007, Bogotá, epicentro del rock colombiano entre 1957 y 1975. Una manifestación social, cultural, nacional y juvenil, Bogotá, Alcaldía Mayor de Bogotá/Secretaría Distrital de Cultura, Recreación y Deporte.
  5. RACIONERO, José, 2002, Filosofías del "underground", México, Anagrama.
  6. REINA, Carlos, 2004, Cuando el rock iza su bandera en Colombia. Aproximaciones a los imaginarios de juventud a través de 40 años de rock. 1ª parte, Bogotá, s/e.
  7. ROMANOWSKI, Patricia, 1983, The Rolling Stones/Encyclopedia of Rock & Roll, Nueva York, Summit Books.
  8. SOUTHERN, Terry, 1995, Ah, la rica marihuana y otros sabores, Barcelona, Anagrama.
  9. VIAN, Boris, 1975, La hierba roja, Barcelona, Bruguera.
  10. VILLORO, Juan, 1986, Tiempo transcurrido. Crónicas imaginarias, México, Fondo de Cultura Económica.

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