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La cosa literaria*

A coisa literária

The literary thing

Pierre Macherey**

Traducción del francés: Gisela Daza Navarrete***


* Conferencia presentada en el coloquio organizado en Lyon (Francia), entre 14 y el 16 de mayo de 2003, por el Centre National de la Recherche Scientifique, CNRS, sobre el tema “La producción inmaterial”.

** Doctor en Letras de la Université de París I. Profesor emérito de la Universidad de Lille III, Lille (Francia). E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.

*** Psicóloga, Magíster en Psicología Social de la Universidad de París VIII y especializada en traducción de la Universidad del Rosario.


Resumen

Este artículo desarrolla una genealogía de la expresión “la cosa literaria”. Pone en cuestión la polisemia propia de la literatura, tanto desde el exterior como desde su interioridad. Su trazado muestra cómo la expresión “la cosa literaria” encierra un dilema, compuesto a la vez de dos problemas: “la cosa” es la sustancia entendida como las producciones de significados portados por la literatura y, simultáneamente, es el conjunto de condiciones materiales, históricas y sociales ligadas con su producción. Concluye que la literatura produce la cosa al mismo tiempo que la cosa produce la literatura.

Palabras clave: “la cosa literaria”, literatura, sociología, genealogía, prácticas, creación.

Resumo

O artigo desenvolve uma genealogia da expressão “a coisa literária”. Questiona a polissemia da literatura tanto desde o exterior, quanto desde a sua interioridade. O seu delineamento demonstra como a expressão “a coisa literária” encerra um dilema formado por dois problemas: “a coisa” é a substância entendida como a produção de significados que a literatura carrega consigo e, simultaneamente, é o conjunto de condicionamentos materiais, históricos e sociais relacionados com a sua produção. Conclui afirmando que a literatura produz a coisa e que, ao mesmo tempo, a coisa produz a literatura.

Palavras chave: “a coisa literária”, literatura, sociologia, genealogia, práticas, criação.

Abstract

This article develops a genealogy of the expression “the literary thing”. It questions the polysemy of literature, both from the outside and from within. It outlines how the expression “the literary thing” presents a dilemma, composed of the following two problems: “the thing” is the substance understood as the production of meanings carried by the literature and, simultaneously, is the set of material conditions, historical and social, connected with its production. The conclusion is that the literature produces the thing at the same time as the thing produces the literature.

Key words: “the literary thing”, literature, sociology, genealogy, practices, creation.


La expresión “la cosa literaria”, aunque privada del honor de figurar en el gran diccionario Le Robert, y, sin duda, formada a partir del prestigioso modelo de “la cosa pública” (res publica), es hoy usual. No sin algo de ironía se la presenta eventualmente entrecomillada para adornar su significado con una aureola de misterio, en consonancia con la semántica imprecisa de la palabra “cosa”, quizá para resaltar la incongruencia. Recientemente la expresión ha sido utilizada para titular una de esas obras que los libreros catalogan bajo la rúbrica “cómics”, obra ricamente ilustrada, que presenta una sátira más bien cruel de las costumbres actuales de la raza literaria (Delhomme, 2002), en la que las imágenes evocan el impacto sentido por un Lucien de Rubempré cuando, al llegar a París, descubría la realidad de esta misma “cosa literaria”, perdiendo con ello gran parte de sus ilusiones.

Sería interesante reconstituir la historia completa de esta fórmula de la que presento aquí solo algunos de los hitos significativos: titula uno de los últimos textos escritos en plena guerra por Rémy de Gourmont, en un momento en el que no es obvio interesarse por la “cosa”, recogido en 1916 en un libro publicado bajo el título Dans la tourmente: en 1929 la expresión es retomada por Bernard Grasset como título de una obra que concentra las enseñanzas de su experiencia como editor, y en la que trata a “la cosa” como un profesional enterado de sus incumbencias y trasfondos ocultos: en 1933, Paul Valéry responde a una encuesta sobre “la cosa literaria y la cosa práctica” (Valéry, 1957: 1148-1150) a lasque interpreta como una interrogación sobre las relaciones de la literatura, llevada al plano de las puras ideas, y de la política, llevada al plano de la acción.

A través de esos pocos sucesos se esboza la polisemia constitutiva del empleo de esta fórmula, que señala lo que, en la literatura, no es obvio, lo que es problemático. En este sentido, hablar de la cosa literaria es plantear la cuestión de la literatura, es decir, cuestionarla también, someterla a una interrogación que proviene simultáneamente del exterior y de su propio fondo, dualidad susceptible de tomar la forma de una antinomia que, en última instancia, aparece como lo que bien podría constituir lo esencial de la cuestión.

A primera vista, hablar de “la cosa literaria” es una profanación. ¿No se corre acaso el riesgo de hacer de la literatura una cosa, o una “alguna cosa”, exponiéndola al fúnebre ritual de la reificación que la despoja de su ser profundo, de lo que irreemplazablemente constituye su identidad personal presente? Alphonse Daudet tuvo por lo menos el rasgo de genialidad que le permitió encontrar este título de novela: Le petit chose (El pequeño cosa).Este, en un atajo sorprendente, indica la capacidad captadora propia de una institución colectiva como la escuela para hundir en el anonimato lo que interpela a sus sujetos al decirles: “Eh!, tú! el pequeño cosa!”, y a la literatura convertida en una disciplina por enseñar, o, como se dice, en una “materia”, lista para ser en sí misma transformada en instrumento de inculcación, en mercancía. Bien podría no ser más que esta cosa divertida, en verdad cada vez menos consumible, que le destinamos a las pequeñas cosas para anclarlas en su destino común de cosas para educar o para disciplinar, incluso para ocupar o para distraer, a golpes o al costo de cosas literarias puestas en el rango de los productos de lujo rebajados.

Formulemos esta dificultad en términos más abstractos: hablar de la cosa literaria sería plantear la cuestión, aparentemente inteligente, de saber lo que es la literatura como cosa, es decir, interrogarla sobre su esencia o su quiddidad, renunciando con ello, para apropiársela mejor, a aprehenderla en su ser, que no es del todo reductible a su esencia. Analizándolo, esto podría ser como tomar la sombra por la presa y desviarse de la realidad efectiva y plena de lo que está en cuestión en la búsqueda emprendida, para sustituirle un sucedáneo, una apreciación superficial de su realidad reputada, valer por ella totalmente, mientras es, de hecho, el producto de su desaparición, de su negación.

Por haber pasado al rango de cosa y, más precisamente, de la cosa que es, con sus contornos exactamente definidos en los que, conforme a sus señas de identidad, está encerrada, la literatura parece privada de su vibración más íntima, de lo que en ella nos conmueve y nos interesa verdaderamente: metamorfoseada en objeto de consumo y de enseñanza, evaluada en términos de eficacia o de prestigio, es como si ya no tuviese su propia vida y como si ya no pudiese ser incorporada a los impulsos de nuestra existencia, que es la que provoca los ciclos de sus transformaciones. Una teoría literaria, que se contentase con responder a la cuestión de saber qué clase de cosa puede “ser” la literatura, aboliría de golpe el placer de leer, que es por lo cual la literatura es algo más que una simple cosa: una realidad efectivamente viviente y emocionante, una libre presencia en movimiento y no un simulacro fijo, perfilado con miras a tal o cual uso definido por reglas de conformidad.

Esta sospecha es legítima. Sin embargo, no debe hacernos olvidar que, ateniéndose estrictamente a las palabras, la referencia de lo que en la literatura sería cosa o del orden de la cosa, y que conduce a verla como “cosa literaria”, puede interpretarse de manera completamente distinta. Presentar a la literatura como cosa es adornarla del velo de indecisión ligado a ese término y, al mismo tiempo, hundirla en la vaguedad ilimitada en la que se funden las realidades sagradas, aquellas que precisamente solo se presentan veladas, y a cuyo misterio innombrado e innombrable uno se acerca trémulo. “No saben que les traemos la peste”, declaraba Freud a Jung cuando llevaban hasta las fronteras del Nuevo Mundo lo que Lacan llama “la cosa freudiana”, esta horrible cosa, “the thing”, de la que la revelación suspendida engendra espanto y temblor.

¿La cosa, no es, en primer lugar, la cosa en sí incognoscible de Kant o la cosa misma, die Sache selbst, de la que habla Hegel, esas cosas de las que la innegable realidad solo se ofrece, e, incluso, solo se impone, sobre un fondo de reserva y de ignorancia, lo que parece destinarlas electivamente al silencio y hacerlas definitivamente incalificables? No habiendo más que decir, hablar de la cosa literaria, esa cosa extraña, ese traste imposible que uno no sabe muy bien cómo enseñar, pero del que uno no puede tampoco deshacerse, sería quizá el mejor medio de evocar el revés del decorado, inaccesible por las vías directas, y de reubicar “la cosa” en un espacio en el que adquiere volumen y, por tanto, un espesor, es decir, una capacidad para horadar los relieves que la tiran hacia arriba y hacia abajo, y para proyectar sombras que la hacen existir delante y detrás de sí. Esto sería reproducir el procedimiento característico de las teologías negativas que, en retracción de lo que se da inmediatamente a ver y a tocar, descubren la presencia de una ausencia que es también ausencia de una presencia ofrecida y distante, cercana y lejana, hurtada mediante una experiencia interior practicada en su radicalidad sobre un fondo de desgarro y de sacrificio. Bataille y Blanchot, lo sabemos, no vieron “la cosa” de otra manera.

Es claro, entonces, que hablar de la literatura como cosa, y como cosa de pleno derecho, es decir, igual a ninguna otra, es, de golpe, reconocerle una especificidad, incluso una autonomía, bien sea codificada en función de criterios materiales del tipo de los que rigen cualquier actividad social, o santificada en referencia a ideales intemporales, es decir, es insertarla en el mundo, en el lugar que le corresponde, al lado de las otras cosas de que el mundo está constituido, o, incluso, que poniéndose a la reserva respecto de este, ella ocupara misteriosamente ciertas márgenes inaccesibles por las vías ordinarias.

La expresión “la cosa literaria” sería entonces interesante, ante todo, por su ambivalencia y por la tensión de la que es reveladora, de la que no es posible hacer la economía cuando se aborda la cuestión de la literatura, la cual se presenta simultáneamente bajo esos dos aspectos opuestos, difíciles de desentrañar y de los que uno no sabe bien cuál es su lado oscuro o cuál su lado de luz. O bien, vemos la cosa literaria como una cosa a la que le definimos los límites inscribiéndola como un objeto bien definido en su propio lugar, del que se espera no se aleje jamás, lo que permite controlarla llevándola a sus límites que hacen de ella una bien poca cosa, o bien, la vemos ya no verdaderamente como “una” cosa, esa cosa cuya presencia viva queda prisionera de las mallas de la red que la atrapan y la retienen, sino absolutamente como cosa, la gran cosa cuya evocación despierta una sorpresa siempre nueva que empuja a buscar lo que en ella puede haber de extremo y de, finalmente, inasequible. Como el hombre de Descartes, ella es indisociablemente alma y cuerpo, animada por un doble movimiento que la jala hacia abajo y la aspira hacia arriba, sin nunca llevarla definitivamente en uno u otro sentido, sino llamada cada vez a renegociar su aporte instituyendo nuevos equilibrios.

Hablar de la cosa literaria sería entonces confrontarse con ese dilema, con el presentimiento de que quizá hay que renunciar a zanjarlo, y que lo que llamamos “literatura” es en realidad dos cosas a la vez, entre las que no hemos dejado de ir y venir y de dudar: “la cosa” es la sustancia cenagosa y eventualmente nauseabunda en la que toca chapotear para aprehenderla, pero es también la realidad dura y etérea que se sustrae a cualquier aprehensión y se repliega en su impenetrable misterio.

Volvamos sobre esta ambivalencia constitutiva de la cosa literaria y tomémosla esta vez por el bien particular de una discusión ejemplar. En un texto que ha sido ampliamente comentado, Proust reprocha a Sainte-Beuve no haber “comprendido lo que hay de particular en la inspiración y el trabajo literario y lo que lo diferencia, por completo, de las ocupaciones de los otros hombres” (Proust, 1954: 130). En resumen, Sainte-Beuve habría pasado de largo de lo que hace la realidad y la especificidad auténticas de la cosa literaria, que habría él, antaño, declarado adversario de toda “literatura industrial”, trivializado, diluido en las futilidades de lo cotidiano, o, más bien, del hebdomadario de los Lundis y de sus bellezas periodísticas sensibles a los cambios de humor del momento y, ante todo, ligadas a la necesidad de hacer la compra del día y de contar las entradas: de la cosa no habría así guardado sino los aspectos los más efímeros, los fútiles lados exteriores, aquellos que interesan a lo mundano de la conversación; por ello, aparece entonces la literatura abandonada a la crítica corrosiva del tiempo que pasa, es decir, del tiempo que perdemos y que jamás volveremos a encontrar. Sainte-Beuve, dice Proust, es “superficial”: ha tomado la apariencia en lugar de la cosa, que solo ha visto por la punta, la puntita de sus testimonios dados, nada más que cotilleos, que son lo esencial de lo que llamamos “actualidad”. Y, entonces, escribe:

Está bien claro que si todas las obras del siglo XIX hubiesen ardido, excepto los Lundis, y que fuese en los Lundis en donde debíamos hacernos una idea de la importancia de los escritores del siglo XIX, Stendhal nos parecería inferior a Charles de Bernard, a Vinet, a la señora de Verdelin, a Ramond, a Sénac de Meilhan, a Vicq d’Azyr, a cuantos otros, y, bastante indistintamente, a decir verdad, entre d’Alton Shée y Jacquemont (Proust, 1954:129).

Y si a Sainte-Beuve solo le hubiese faltado Stendhal, a quien ignoró porque solo vio a Beyle, conocido personal, podríamos, si acaso, perdonarle, pero sabemos que dejó de lado a Balzac, Nerval, Baudelaire, Flaubert, para no hablar de Hugo, que él conocía bastante por medio de Adèle, lo que dice mucho de quien quiso, en su momento, ser el gran conocedor, el experto infalible de las letras tomadas en vivo, en el momento mismo en que se hacían.

Después de este diagnóstico aparentemente sin apelación, nos inclinaríamos, sin embargo, a plantear la siguiente pregunta: ¿pero la cosa literaria es Balzac, más Stendhal, más Nerval, más Baudelaire, más Flaubert, más Hugo, todos esos “grandes” que Sainte-Beuve no supo distinguir, que sumergió en la masa de los pequeños que atrajeron su atención y su benevolencia de periodista y de quienes tuvo la debilidad de hacer brillar porque suministraron una materia cómoda a su trabajo de gacetillero que escucha detrás de las puertas de la literatura y no trae más que migajas?

O bien, ¿no es, o, por lo menos, no es también esta literatura gris o menor la que hace la trama ordinaria y continua de la producción literaria, en la que hay un ruido de fondo bastante confuso que recubre el culto sonoro rendido a los héroes de letras, una vez reconocidos, según un proceso complejo que, sin duda, no es sólo asunto de periodismo? Por otra parte, ¿qué autoriza a esos reconocimientos a ratificarse como adquiridos definitivamente, lo que condenaría a mantener por siempre en la sombra a los olvidados, a los desconocidos, a los oscuros, ínfimos trabajadores al destajo, sin los que quizá no habría literatura? No es imposible pensar que los grandes de hoy pueden ser los pequeños de mañana y, recíprocamente, por lo menos en lo que concierne a algunos de ellos; y ese cambio total, si no es solo asunto de moda, puede provenir de la simple justicia hecha por la toma de distancia del tiempo que configura las reputaciones y somete a antiguas glorias a la prueba de atravesar el desierto, donde corren el riesgo de perderse para siempre, y opera la resurrección imprevista, insospechada, de los desconocidos que a veces habían cometido el error de estar en avance de su tiempo y se condenaban a no ser comprendidos por él.

Al escuchar a Proust, y solo escuchar lo que dice, la cosa literaria es el espíritu de la cosa, que la hace distinta de todas las demás, cuya radicalidad cristaliza en el raro y difícil acto creador, aquel que, habiéndosele sacrificado todo lo demás, da a entender, únicamente los domingos y los días feriados, algo que golpea, como de afuera, en la ventana y a la altura de lo cual hay que ponerse si se quiere retener el mensaje. Al seguir a Sainte-Beuve y a las voces ordinarias de la crítica que valora electivamente la mediocridad común, la cosa literaria es inseparable del trabajo efectuado a ras de tierra, de la verdad disparatada desgranada en el curso de los días laborales y, en última instancia, anónima, puesto que es hecha, ante todo, de un entrecruzamiento de trayectorias de las que cada una parece insignificante o interrumpida, pero donde el follaje nutre el humus, la tierra nutricia de donde debe salir el brote fecundo de la invención, el cual, de todas maneras, no puede haber surgido de la nada como de un evento milagroso. Por otra parte, por ello Sainte-Beuve se quiso atento no solo a los grandes maestros de la literatura, a quienes lo oponía quizá un sentimiento, o, más bien, un resentimiento de rivalidad y envidia insatisfecha, lo que en el fondo no nos importa, sino también a quienes él llamaba “los escritores que no piensan serlo […] que son autores por accidente” (1872: 30), y que, desde su punto de vista, no hacen menos parte de la vida de la literatura: Chateaubriand sí, pero no sin su “grupo”, es decir, con los Guinguené, los Fontanes, los Chênedollé, que hoy ya no leemos, mientras que, de una manera que quizás no es la que él mismo esperaba o habría deseado, aún leemos a Chateaubriand, pero sin la masa, hoy indistinta, sin la que no habría existido y sin la que no habría podido llevar su propio trabajo de escritor talentoso. Se actualiza así un aspecto escondido y no el menos importante de la cosa literaria: la trama compleja que se urde en el secreto oscuro de sus obras ignoradas. De un lado, se da a respirar bajo sus formas, las más concentradas, el aire enrarecido de las cumbres, y, del otro, se dispersan en la penumbra, que mezcla éxitos y fracasos, los productos frecuentemente irrisorios de una labor efectuada día tras día, en la ausencia de cualquier perspectiva claramente asignable, aparentemente sin continuidad.

Sin embargo, las dos opciones que todo parece llevar a chocar mutuamente son, sin duda, verdaderas. Entonces hay que tener juntos los dos extremos de la cadena y considerar la cosa literaria en sus altos y sus bajos, sus sublimes palacios y sus sórdidas chozas, sus trazos de luz y sus masas de sombra, sus calidades individualizadas y su ser colectivo, en el que se funden los rasgos notorios y las personalidades. Como lo sostiene el propio Sainte-Beuve, en el discurso de apertura de su curso dado en Lieja en 1848 sobre “Chateaubriand y su grupo literario”, “aunque aplicándose en caracterizar las producciones del espíritu como la expresión de un tiempo y de un orden social, no sabríamos dejar de asir lo que no es la vida pasajera, lo que es propio de la llama inmortal y sagrada, del talento mismo de la literatura” (1872: 23-24). “La expresión de un tiempo y de un orden social”, es decir, toda esta materia que es propia de la historia y de sus necesidades; “el talento mismo de la literatura”, esto es, el espíritu inmaterial que toma su impulso en esta historia y la atraviesa liberándose.

De nuevo aquí estamos obligados a hacernos cargo de una irreductible dualidad. La cosa literaria es como un Jano bifronte: una cara mira adelante, podríamos decir hacia un ideal, hacia la parte de la exigencia que conlleva la actividad planteada como literaria; otra, volteada hacia atrás, lleva la marca de las dificultades a las que la actividad en cuestión no puede sustraerse si quiere realizar, al menos en parte, esta exigencia. La “cosa literaria” es la difícil cohabitación de esos dos rostros que parecen excluirse y que, sin embargo, son inseparables. Todo el misterio de la “cosa” proviene, en última instancia, de su inseparabilidad y de su tensión.

En esas condiciones, ¿dónde tiene lugar la cosa literaria? En un “campo literario” objetivamente configurado a la manera de Bourdieu y en un “espacio literario” visionado a través de los ojos alucinados de Blanchot.

A primera vista, esas dos maneras de asignar su sitio a la cosa literaria son perfectamente antitéticas y excluyentes una en relación con la otra. La principal preocupación de Bourdieu ha sido la de recontextualizar y la de reterritorializar el trabajo del escritor, restituyéndole al interior de su campo la posición que le es realmente propia, posición a la que un vértigo estético tiende aristocráticamente a sustraer al hundir el punto de vista que lo condiciona en abstrusas consideraciones con las que disimula su verdadera naturaleza. Esta idealización es, por otra parte y desde una perspectiva práctica, el medio privilegiado al que generalmente recurre la actividad literaria para confirmar su legitimidad. Para Blanchot, por el contrario, el espacio literario es el lugar sin lugar, tierra de exilio y de perpetuo errar, donde nada llega, donde solo hay senderos que se bifurcan hacia el infinito, y caminos que no llevan a ninguna parte. Esto, si respetamos la particular naturaleza, prohíbe hacerse a una posición estable, admisible y reconocida definitivamente y evaluable en términos de éxito; más bien, se trata del abismo al que uno se lanza exponiéndose a la pérdida, bajo las formas extremas de la locura y de la muerte. Manifiestamente, esas dos maneras de situar la cosa literaria, que la llevan bien sea a un espacio, bien sea a un campo, parecen irreconciliables, se presentan como los términos de un dilema del que sería imposible sustraerse. Entre los dos, como se dice, hay que escoger su lado, e instalarse en el terreno seguro de la ciencia del que el sociólogo se reclama, o tomar distancia para evadirse del lado de las nubes de la metafísica, donde, en ausencia de toda gravedad, se instala el reino absoluto del poema. Sin embargo, vale la pena mirar desde más cerca para examinar si el problema está, en esos términos, bien planteado, y si la alternativa que ofrece es realmente indispensable.

Decididamente iconoclasta y llevada con la agresividad del pugilista que busca asestar el máximo número de golpes al adversario, la empresa de Bourdieu tiende, ante todo, a desmitificar la cosa literaria, sin banalizarla por tanto, pues, por el contrario, se propone conseguir de ella la originalidad, al exponerla a la prueba radical de adquirir su autonomía librándose en cuerpo y alma a los riesgos y a los estragos de la heteronimia. Al rehusarle a la literatura los privilegios de la autorreferencia, que ordinariamente se autoriza a sí misma para sustraerse a cualquier esfuerzo verdadero de explicación y para preservar su secreto que es, en última instancia, la condición de su “distinción”, le plantea así la cuestión: ¿podemos conocer el trabajo literario en lo que tiene de realmente específico? Más aún, ¿qué hay para conocer en este que sea algo cognoscible, susceptible de entrar en el orden de lo conocido y, por lo mismo, en el orden de lo real objetivo, determinable en función de referencias históricas precisas? Para responder a esta pregunta, según él, es necesario reanudar la relación factual entre ese trabajo y su medio, proceder entonces a su inmersión en la vida social de la que no ha sido sino artificialmente desprendido. Lo que caracteriza a esta sociología de la literatura iniciada por Bourdieu es que logra evitar una perspectiva reduccionista sobre la cosa que, ignorando sistemáticamente las mediaciones a través de las cuales se instituye como la cosa que es, tiende a abatirla mecánicamente sobre un determinismo social global de la que emergería directamente como su efecto o, como se dice, su “reflejo”. La inmersión de la literatura en la vida social pasa, en efecto, según Bourdieu, por la puesta en marcha, por la institución de un campo propio en el que se enfrentan, en posición de competencia, las diversas maneras posibles de apropiarse de la verdad de la cosa, de hacer la cosa, objetivándola bajo la forma de una obra reconocida, bajo una forma que eventualmente puede ser diferida, conformemente con la lógica propia de ese sistema. Esto constituye el aporte propio por el que Bourdieu no ha cesado de estimular el estudio de la literatura al proporcionarle un objeto nuevo, escasamente entrevisto antes que él, que permite comprender los particulares procedimientos con los que el escritor se integra, a su manera, exceptuándose, es decir, rivalizando a la vez con la especialidad de otros campos sociales, como el religioso o el político, y con los otros especialistas de su propio campo, a quienes les disputa el privilegio de representar, lo mejor posible, los valores definidos en su interior, donde pueden reivindicar un derecho exclusivo y absoluto adquirido en franca lid, en un clima de inseguridad que garantiza la movilidad y la plasticidad del campo.

Reconocido este aporte, quedan por reconocer los límites en los que se inscribe. Un campo es lo que da lugar a situaciones, es decir, a posiciones que se definen al oponerse dentro de un sistema de relaciones en permanente remodelación. Se avanza entonces la noción de “punto de vista” alrededor de la cual se articula todo el análisis de la literatura propuesto por Bourdieu. El “punto de vista” es comprendido como tomar lugar en un conjunto de correlaciones en lugar de afirmarse a sí únicamente, como si solo dependiera de una inspiración interior que no se puede reprimir, pero que es imposible tanto de canalizar como de localizar, y que se revela no ser más que un deseo piadoso, inserto en el desenvolvimiento de un ritual de encantamiento en el que las motivaciones son en realidad interesadas y por completo realistas. Ahora bien, ese punto de vista que es, ante todo, punto de vista en el campo en el que coexiste de manera tensa con otros puntos de vista, puesto que no vemos cómo podría definirse por sí mismo aisladamente, constituye el lugar a partir del cual se efectúa el trabajo del escritor, quien objetiva en su obra el derecho de posesión y, por las preferencias que manifiesta para hacerse notar, se abroga el lugar que ocupa en el campo. Vista desde este ángulo, ¿qué dice la obra en cuestión? Ante todo, anuncia la posición que el escritor, con mayor o menor fortuna, reivindica en su campo, donde constituye en cierto modo la marca, el símbolo, bajo la forma de un signo de pertenencia, a la manera de un lacre que garantiza el carácter original. Por ello, en última instancia, la verdad de la cosa literaria es lo que remite al modo propio de estructuración del campo, y queda entendido que este no tiene nada de estático o fijo, puesto que está en vía constante de reestructuración, y que cada nueva obra significativa lleva en sí el anuncio de una redistribución de las posiciones ocupadas por las potencias en conflicto y de una renegociación de las condiciones de resolución de su conflicto, redistribución y renegociación que, inevitablemente, engendran otras formas de conflicto, lo que da su materia propia a la historia del campo, jalonado por las querellas de generación, de escuela, de género, de estilo. La apuesta final de la cosa literaria es entonces la disputa: el proceso que permanentemente se hacen los escritores, especialistas y profesionales de la cosa, en el campo en que resuelven sus competencias a golpe de talento y de creatividad, puesto que la capacidad para inventar lo nuevo es la condición para hacerse un lugar y para conservar su espacio en el campo así constituido o en curso de constitución.

Vista bajo este ángulo, la sociología de la literatura se reduce finalmente a una sociología de los escritores, de sus habitus de grupo, y de los valores más o menos simbólicos a los que esos habitus están ligados: dentro de los límites que se da y que no cesa de poner en obra, el campo literario es ese terreno profano en donde, al término de un difícil proceso de confrontación, se celebra la consagración del escritor, su sacro. Esta manera de ver la cosa literaria conduce, en consecuencia, a dejarle la mejor parte al autor, incluso si este ha dejado de ser visto bajo el ángulo de su subjetividad creadora y es identificado como agente social de un tipo por completo particular, de una estrategia autoral que no se juega completamente en el plano de su conciencia y que, de todas maneras, supone un fondo colectivo que sobrepasa las propias expectativas, pero respecto del cual debe imperativamente definirse para tener alguna posibilidad de hacerse reconocer como autónomo. A propósito de Flaubert, Bourdieu habla del “trabajo por el que se crea él mismo, como creador” (1992: 138) y entendemos que, tal como se la representa, la actividad literaria está por completo tendida hacia esta producción del escritor, producción que supone el complejo procedimiento al término del cual llega a su identidad artística, que obtiene al aislar cierto número de escogencias en la red de posibles que, en un momento dado, constituye el campo literario en el que toma posición. Respecto de esa red de posibles, Bourdieu escribe, y esta frase condensa bastante bien el espíritu de toda su empresa, que “a la manera de una lengua, o de un instrumento musical, esta se ofrece a cada uno de los escritores como un universo infinito de posibilidades en estado potencial encerradas en un sistema finito de restricciones” (1992: 147). El escritor se distingue al cultivar selectivamente una de esas posibilidades, que hace pasar a lo real al incorporarla a la forma de su obra, y la cosa literaria no es nada distinto de esta búsqueda de la distinción, para la cual la realización de la obra es un medio privilegiado, pero de ninguna manera un fin en sí.

Sin embargo, al asignar como lugar a la cosa literaria, lo que él llama “el espacio literario”, Blanchot la libera del encierro al que la confina la clausura del campo de Bourdieu, y le abre la perspectiva del horizonte, lo que simultáneamente tiene como consecuencia la restitución a la obra de un rol preeminente y la desvalorización de la posición del autor, quien deja de ocupar el primer plano. Como Blanchot no deja de repetirlo, es el poema el que hace al poeta, y no a la inversa. Y acentuando los valores propios del poema, es decir, de la obra, el proceso seguido por Blanchot dota nuevamente a la cosa literaria de una consistencia de la que el ataque de la sociología la había privado en parte, y se hace de nuevo posible tomarla en serio por sí misma.

Por supuesto, se puede deplorar el tono enfático, impregnado de religiosidad, del que se acompaña este tipo de declaración: “Es el poema el que hace al poeta”, tono que solo se puede tener a condición de seleccionar en el conjunto confuso que constituye la cosa literaria aquello que mantiene afinidades electivas con lo trágico de la vida, es decir, todo lo que resalta vertiginosamente la excepcional peligrosidad: Mallarmé con su golpe de dados, sus habitaciones desesperadamente vacías, sus naufragios nocturnos, pero expurgado de sus afectaciones de moda, de sus golpeteos de abanico y de sus destinos postales; Hölderlin, Rilke, Kafka, incluso Breton, pero no Heine, ni Gautier, ni Queneau con sus humores agridulces, sus modos de andar descuidados, sus abandonos calculados, sus astutos guiños. El espacio literario, confrontado permanentemente con los valores mortales de la angustia, solo se pliega a la única ley de lo sublime, y no tolera al respecto ningún descuido: y que no se vaya a hablar de la alegría de vivir, con sus vulgares tentaciones, sus trampas actuariales. El espacio literario se hace así prácticamente inaccesible, y se despliega por completo en un plano total de inmanencia, como siendo de ese mundo. Al ligar la cosa literaria a ese polo extremo de excelencia, al que no se acercan sino aquellos que han pagado por ello el fuerte precio de poner sus vidas en juego, se la somete a un principio de rarefacción que corta a vivo en el desorden de sus producciones espontáneas; solo retiene lo que es reputado como lo mejor, en un ambiente permanente de distribución de premios, la adorna con los más nobles disfraces, y reproduce a su manera, e, incluso, caricaturiza la competencia, descrita por Bourdieu, entre escritores ávidos de hacer carrera. Y, la suerte echada, la guerra habiendo sido declarada en la literatura, en ausencia de un posible consenso en lo que concierne a sus fines últimos, preferiremos seguir día tras día el desenvolvimiento en sus avances y retrocesos, desconfiando de los efectos de resonancia en los que la envuelve una propaganda que, con grandiosas declaraciones, ya sea que prediquen la victoria o que anuncien la catástrofe, vela y desnaturaliza la realidad de los hechos.

Osemos la palabra: Blanchot es fatigante, incluso, agotador, y, al límite, aplastante, características que, por otro lado, asume plenamente, puesto que nunca ha pretendido gustar o tranquilizar. Y, al mismo tiempo, es inabarcable, porque su afirmación del valor primordial de la obra es la condición por la que la lectura, con una dimensión esencialmente activa, no solo receptiva y, en consecuencia, pasiva, sea integrada a la realidad de la cosa literaria en lugar de constituir el acompañamiento accesorio y precario. Siguiendo a Bourdieu, que persigue de manera vindicativa y furiosa a aquellos que pretenden interpretar las obras de literatura sin tomarse la pena de reconstituir el “punto de vista” en que se situó su autor para producirlas, todos los efectos del significado que pueden ser normalmente reconocidos a la obra deben ser llevados a ese punto de vista del que ella es, como él dice, la “expresión”, estratégicamente concertada por el autor en función del plan de batalla que adopta, y empujado por motivaciones que, sin embargo, no controla completamente. Al ver las cosas bajo este ángulo, Bourdieu hace imposible comprender en qué la obra debe escapar, por una parte al menos, a su autor, con miras a ser verdaderamente leída y no solamente consultada a la manera de un documento, y poder de ser reinvestida por aquella otra perspectiva de su lector, puesto que a la lectura, a la cual niega cualquier derecho de libre iniciativa, le prescribe como única regla la de ser fiel al espíritu de la obra tal cual lo define una vez por todas el punto de vista factual del autor reubicado en las condiciones en que ha realmente obrado, rechazando cualquier otro acercamiento, puesto que constituiría una proyección recurrente que desnaturaliza a la realidad.

Opuestamente, Blanchot permite replantear el problema de la lectura en una nueva perspectiva, cuya radicalidad sorprende y provoca incontestablemente un efecto de choque. A propósito de la obra, Blanchot declara que es necesario “que ella sea y nada más” (1955: 29), de donde saca la consecuencia de que “la obra de arte no remite inmediatamente a alguien que la hubiese hecho” (Ibíd: 230), lo cual es una manera de recrear la tesis de Mallarmé: “impersonificado el volumen, en tanto que uno se separa como autor, no reclama aproximación de lector” (1945: 372). De antemano, esto da asueto a las teorías de la recepción y a sus “horizontes de espera”: la obra, megalitoerigido frente al abismo, cosa sin nombre, monumento deshabitado, virgen de toda dirección, no es un mensaje útil dirigido a un destinatario escogido, mensaje que llevaría consigo la llave de su desciframiento. Por ello, le corresponde al lector investirlo de su abusiva e intempestiva presencia y de comprometerse en ella en cuerpo y alma, a su costo y riesgo, bajo su completa responsabilidad, tratándola con brusquedad, pues es la única manera posible de hacerla salir de su profunda “reserva”: “el lector es aquel por quien la obra es dicha de nuevo, no redicha en una repetición re-asida, sino mantenida en su decisión de palabra nueva, inicial” (Ibíd. 236), lo que hace también la posibilidad de “decirla cada vez como nueva” (Ibíd.: 237). Y ahí se encuentra la verdad última de la cosa: su capacidad para hacerse reconocer “como nueva” en la figura de una literatura resueltamente primaria que el liquen acumulado por mil y una literaturas secundarias, incluso terciarias, o, por qué no, cuaternarias que la han recubierto, busca en vano hacer desaparecer vaciándola de su inalterable sustancia. Leer, lo que se llama leer, es encontrar, haciéndose uno mismo como su creador, el sabor primordial de la obra en su inalterable novedad, como si, surgida al instante de la nada, ella estuviese por reinventar completamente cada vez que uno viene a interesarse en ella. Y es por eso, como lo declara Borges en una entrevista, que “cada vez que un libro es leído o releído, algo le pasa” (Burgin, 1972: 38). La lectura tomada en ese sentido es del orden del acontecimiento.

Ahora bien, la cosa literaria es también eso, al menos tendría que serlo, a pesar de lo que pueda objetar el análisis del sociólogo. Este último no dejará de acusar de arbitrarias las tesis que acaban de avanzarse: ¿si la cosa literaria es librada a una aprehensión indefinidamente abierta que, bajo el pretexto de preservar intacto el efecto de sorpresa por el cual es valorizado lo que hay de primordial en la obra, aleja la consideración de todo dato de hecho, en la que no ve sino una inútil presión, esto no la expone a recuperaciones abusivas promulgadas bajo la sola autoridad del derecho de decir impunemente cualquier cosa? A lo cual un verdadero lector, consciente de las necesidades de su tarea, responderá que una lectura libre, en sus vértigos extremos, es también la que conlleva la mayor y no la menor exigencia: solo se efectúa bajo alta vigilancia, sobre un fondo de entusiasmo y de preocupación y se rehúsa a cualquier facilidad, es a ese precio que conquista el tipo de legitimidad que le es propia.

Para concluir esta comunicación, que, va de suyo, no pretende decir la última palabra de la cosa, sino, por mucho, balbucear unas primeras palabras, propondremos unas muy breves consideraciones entorno a la noción deproducción literaria. Reflexionando y tomando distancia se será más sensible de lo que se había sido a la diversidad de significados de la que se carga esta expresión que evoca la producción de literatura. Al jugar sobre la dualidad de los valores del genitivo tomado en sus formas objetiva y subjetiva, la producción literaria es, sin duda, en primer lugar, lo que explica objetivamente cómo algo como la literatura puede o ha podido ser producto, lo cual implica que se tome en cuenta el conjunto de las condiciones materiales, históricas y sociales de esta producción. Pero es también, en segundo lugar, indisociablemente, lo que produce la literatura propiamente, es decir, el conjunto de efectos, de producciones y, sobre todo, de producciones de significado de las que, en tanto que tal, ella es potencialmente portadora, pero de la que no se deducen mecánicamente causas a las que deba reportar su producción en el primer sentido de la expresión. La cosa literaria no es solamente producida, sino que hay que decir también que ella produce, que es productiva, es decir, que ella tiene una fecundidad propia, inagotable, de la que es testimonio el ciclo interminable de sus reproducciones, ciclo del que ninguna explicación, ninguna exégesis, puede venir a poner punto final, pues, sin ello, esta no valdría, para nada, la pena. Por eso, hay que ejercitarse en descubrirla, como un terreno que preexiste a su exploración, y a inventarla, como un problema que debe ser cada vez replanteado con nuevos costos, sin seguros o garantías.

Volvemos entonces a la idea que ya habíamos avanzado precedentemente: la cosa literaria es esta realidad de varias caras, producción material e inmaterial, respecto de la cual hay que obligarse a abarcar el derecho y el revés aun si ello obliga algunas veces a hacer acrobacias contorsionistas. Perfecto oxímoron, poesía y prosa, finalmente plantea la misma interrogación que el thyrse de Petits poèmes en prose, de Baudelaire, del que reconoce que es tanto un “simple bastón” como un “emblema sacerdotal”, “línea recta y línea arabesca, intención y expresión, rigidez de la voluntad, sinuosidad del verbo, unidad de meta, variedad de medios, amalgama todopoderosa e indivisible del genio, ¿cuál analista tendría el detestable coraje de dividirlos y sepáralos?” (1954: 337). Podemos decir lo mismo de la cosa literaria.


Referencias bibliográficas

  1. BAUDELAIRE, Charles, 1954, “Le spleen de Paris, XXXII, ’le Thyrse’”, en: Oeuvres complètes, París, Le Dantec/Gallimard-Pléiade.
  2. BLANCHOT, Maurice, 1955, L’espace litteraire, París, Gallimard.
  3. BOURDIEU, Pierre, 1992, Les règles de l’art. Gènèse et structure du champ littéraire, París, Seuil.
  4. BURGIN, Richard, 1972, Conversations avec J.L. Borges, París, Gallimard.
  5. DELHOMME, Jean-Philippe, 2002, La chose littéraire, París, Denoël.
  6. MALLARMÉ, Stéphane, 1945, “Quant au livre”, en: Oeuvres complètes, París, Éd. Mondor-Aubry/Gallimard-Pléiade.
  7. PROUST, Marcel, 1954, Contre Sainte-Beuve, París, De Fallois/Gallimard-Folio.
  8. SAINTE-BEUVE, Charles-Agustin, 1872, Chateaubriand et son groupe litteraire sous l’Empire, París, Michel Lévy.
  9. VALÉRY, Paul, 1957, Oeuvres, t. I, París, Gallimard/Pléiade.

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