Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
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Bogotá, Colombia
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Santiago Mutis Durán*
* Escritor, crítico de arte, autor de diversos libros y director de las revistas: Desde el Jardín de Freud, Palimpsesto (Universidad Nacional de Colombia) y Conversaciones desde La Soledad (Arte-Ensayo-Poesía-Ciudad y Política). E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
El presente ensayo es una interpretación de la obra del artista conceptual Bernardo Salcedo –recientemente fallecido– como supuesto miembro colombiano de un nuevo periodo internacional iconoclasta.
Palabras clave: Bernardo Salcedo, iconoclasta, Jörgersen, blanco, poesía, ceguera.
O presente ensaio é uma interpretação da obra do artista conceitual Bernardo Salcedo –recentemente falecido– como suposto membro colombiano de um novo período internacional iconoclasta.
Palavras-chaves: Bernardo Salcedo, iconoclasta, Jörgersen, alvo, poesia, cegueira.
This essay is an interpretation of the works of conceptual artist Bernardo Salcedo –who recently died– as the socalled Colombian member of a new international iconoclastic period.
Key words: Bernardo Salcedo, iconoclastic, Jörgersen, white, poetry, blindness.
Recorriendo las instalaciones de uno de los salones nacionales de artistas colombianos con Juan Antonio Roda –que proclamaban no tener curaduría alguna–, Roda refunfuñó: “para ver arte contemporáneo hay que saber albañilería, carpintería, electricidad, soldadura, mecánica…”; es decir, todo lo que no saben los artistas, arte noble alguna de ellas, como toda artesanía, una de las maneras más antiguas de la meditación. Para Roda, gran artesano y superior artista, la renuncia a la Forma que hace el nuevo arte era simplemente negación del Arte. Él partía, para sus grabados o para su más sofisticado arte abstracto, del oficio, de la mentada artesanía, que en palabras de don Casimiro Eiger es algo más importante de lo que hoy se la considera: “Hay una nobleza infinita en el trabajo manual del hombre, aunque esté dedicado sólo a humildes finalidades. El trabajo de hilar, de tejer, de trenzar en primitivos e imperfectos telares permite entrever la misión sagrada propia del artista y, por ende, de cada hombre sobre la Tierra”. Precisamente por esto, y sobre todo por lo de “sagrada”, es que los curadores invisibles de los salones nacionales resolvieron calladamente eliminar la pintura, el dibujo, el grabado, la escultura… de dichos salones, y colgar a alguno de ellos como “invitado especial”, disimulando así su intervención, no sólo arbitraria sino francamente abusiva y solapadamente dictatorial. ¡Salones oficiales, al fin y al cabo!
Pero este mundo de pintores excluidos –para poder afirmar así que la pintura ha muerto– también tuvo sus propias dificultades de aceptación y comprensión, no sólo por sus muchos descuidos, simplezas, hermetismos y vacuidades, sino porque toda generación, según parece, debe imponer sus puntos de vista negando los ya afianzados. El arte es un “constante parricidio”, decía Marta Traba, y a veces una desleal carnicería. Pero no todo el “arte contemporáneo” prescinde de la estética, ni de la Cultura –que asigna valores–, ni tampoco de lo ritual. Sin embargo, la pintura como tabú –No tocar–, y también como algo sagrado –las cosas de los muertos– ha tenido que enfrentarse a algo nuevo, pues, aceptemos, ha llegado la época de la profanación, y esta admite el reciclaje, la apropiación, el saqueo, la negación… Por lo general, la “crítica” –en este caso– ha dejado de serlo para convertirse en acompañante de este nuevo arte, celebrando su novedad y renunciado a ser verdadera crítica, muchas veces convertida en simple adulación o apología, lo cual es paradójico; es decir, la “crítica”, convertida en su complemento, es la voz de un arte que no siempre habla por sí solo ni siempre se puede comprender, a pesar de haber exteriorizado su contenido y de pretender obsoleto el arte “tradicional”. Como quien dice, la “crítica” forma parte del fenómeno, sobre todo por su falta de claridad y de gozo, por su lenguaje prestado o en ciernes, y por sus muchas generalidades. Digamos, pues, que el arte contemporáneo se divide, principalmente, en dos: el bueno y el malo (lo cual es inaceptable para sus “críticos”, que consideran que ya no hay ni bueno ni malo en arte). El “malo”, no es malo por ser incapaz de decir algo que comprometa siquiera a su “creador”, sino por participar de una especie de orgía destructora, a tono con el mundo moderno, en donde todo lo que tenga éxito comercial es adoptado por la “cultura”, sinónimo de mercado, así se trate de una manía, un vicio, una estupidez o una perversión: “hay gustos para todo”, dice la gente (resignada), y todos los gustos crean y necesitan mercancías. Las masas son un negocio (bruto). Y es el gobierno el que financia y promociona esta nueva “cultura”. Las ya viejas bravatas de Bernardo Salcedo para ser aceptado, hoy no tendrían lugar, sólo recibiría becas y premios, algunos de ellos merecidos.
Cuando Bernardo Salcedo instala sus árboles de bronce en la populosa esquina de la Biblioteca Luis Ángel Arango (1997), frente a pinturas de Corot, Toulouse-Lautrec, Rouault, Figari, Lam, Tamayo… y frente a esculturas de Maillol, Henry Moore, Calder o Antony Caro, en territorios del Banco de la República, desafina, no sólo con el arte de sus vecinos, sino también con los árboles, pues los suyos nada tienen de árboles, ni tampoco de concepto ni de crítica, tan necesaria en una Colombia que devora sus bosques al ritmo de la langosta, como le corresponde a un país en vías de desarrollo –o en vías de desaparición–, puesto a la venta para entrar al progreso, que en nosotros es puro arribismo. Si la naturaleza no es cultura (Salcedo llama su obra “Bosque cultural”, es decir domesticado), sí lo es el trato que le damos y lo que de ella aprendemos, y cómo usamos lo que de ella conocemos; de manera que lo nuestro debería llamarse, mejor, antropofagia cultural, si esto no fuera una contradicción en los términos. Salcedo denunció el arte abstracto que lo antecedió, pero no porque creyera –como la generación de Pedro Nel Gómez– que ocultaba al Hombre (en lo cual nos hemos vuelto hoy muy refinados), sino porque no veía en él más que diseño; precisamente lo que son, y de lo que extrañamente carecen, sus árboles del Banco de la República: una escultura insípida –de tamaño escultórico– y de enorme insignificancia. ¿Acaso una ironía, involuntaria? Un bosque decorativo en nuestro “Miedo Ambiente”, como dice el poeta Juan Manuel Roca, pues, no nos engañemos, “la muerte ha de ser que no haya más árboles” (Armonía Somers).
En el seco divertimento de las clasificaciones, Bernardo Salcedo sería un neonadaista (“No hay verdad, sino la vida absurda que mueve sus orejas de asno”, Gonzalo Arango, 1965), al menos en una clasificación casera para su primera etapa, que duró diez años. También podríamos hacerlo caber en la frase que esgrimieron los surrealistas intentando defender y poetizar el azar: “El encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección”.
Su caja “Lo que Dante nunca supo (Beatriz amaba el control de la natalidad)” (1966) está compuesta por una docena de huevos dentro del cajón de una vieja “cámara fotográfica” –¡de 1,20 metros de alto!– pintada de blanco en 7 de sus 8 caras, con tres o cuatro muñoncitos infantiles. Su punto de vista –o el de la vieja “cámara”– apunta hacia un horizonte negro –¿la pintura?– de donde nos vienen estos huevos estériles, que él convierte en obra, o en apuesta visionaria (o pronóstico), sobre la explosión demográfica (sobrepoblación) o la muerte de la pintura. (Para no comentar esto de la muerte de la pintura, digamos sólo que hay quienes, en semejante caso, preferiríamos decir que “el Arte se ha quedado momentáneamente sin artistas”). Salcedo, un arquitecto sin don ninguno para la pintura ni para el dibujo, y tal vez tampoco para la escultura, tiene soluciones formales para sus ideas, ¡imaginación!, a veces corrosiva, otras poética, algunas banal.
Eduardo Ramírez Villamizar le parecía apenas un diseñador; Calor Rojas, “simple figura de papel… de falsos procederes estéticos”; Carlos Granada, “el más oscuro exponente de la mediocridad plástica”; Manuel Hernández, “sutilmente asociado al elenco reptil”; Santiago Cárdenas, “títere pusilánime”; Obregón, “…se acabó…”; Botero, “como primitivista es haitiano, como pintor es mexicano y como escritor es La alegría de leer”; Beatriz González “se dedicó a la teoría del arte… está buscando en la cultura formas para desarrollar su venta creativa”; Luis Caballero, “está haciendo cosas muy malas en dibujo… Qué tal que regrese a sus proyectos de Capilla Sixtina. Eso es retórica”; Roda, “nos aburre con una serie de óleos trasnochados y almibarados”, y Negret –siguiendo su esfuerzo de reducidor de cabezas, y de espíritus–, sería probablemente un origamista de salón, “y cree que es un escultor”; pero él se queja de los rechazos, de las discriminaciones y, principalmente, de que le obstaculicen la entrada a los museos, donde él quiere ocupar el lugar de los pintores y de los escultores, y ganarse su público. Extrañamente, Salcedo hace concursar su Caja de Dante en un premio de pintura, y promueve un escándalo –manía que convertirá en método, y en apoyo publicitario– al ver que no todos lo celebran, y a quienes se lo niegan (“¿por qué quiere Salcedo un premio de pintura?”) los amenaza en la prensa con demandarlos. Finalmente, Salcedo es premiado como pintor. De manera que con esta primera Caja de Dante, Salcedo representa su propia encrucijada: ¿por dónde comenzar? Por la propia muerte, respondería tal vez Salcedo, valientemente. Le ha decretado arbitrariamente la muerte a la pintura, para nacer como artista. Y ahora, el pintor premiado desafía: “no soy profesional ni soy un artista”.
Pero cuando debe hacer la lista de los grandes artistas colombianos, dice: “Botero, Obregón, Salcedo”. Ha “destruido” a la generación anterior y se pone a la cabeza de la propia, donde hay mejores artistas que él: Pablo Solano, Antonio Grass, Augusto Rendón, Darío Jiménez, Feliza Burztyn, Beatriz González, Pedro Alcántara, María Tereza Negreiros, Miguel Ángel Rojas, Nirma Zárate, Leonel Góngora, Luis Caballero, Judith Márquez, Luciano Jaramillo, Alicia Tafur, Augusto Rivera, Antonio Samudio, Manuel Camargo, Juan Cárdenas, Félix Ángel, Fernell Franco, Alicia Viteri, Óscar Jaramillo… Entre tantos y tan buenos, Salcedo es el raro, como también Feliza, pero ella no pretendía sino trabajar, y murió temprano. Además, Salcedo ama a Marta Traba, a quien respalda desde su columna periodística en medio de las feroces polémicas en torno a los salones de artistas, y lo hace con un seudónimo de dibujos animados: El Doctor Trueno.
“El objeto invade, crece, se impone… las cosas nimias atacan… el concepto tradicional de la belleza, deciden que la sorpresa debe remplazar a la emoción y la burla al drama. Todas las formas de la ironía dan a esos objetos extraídos de su funcionalidad un nuevo sentido… El mundo del absurdo se perfila tan netamente, tantas veces se repite que dos más dos pueden ser cinco, que al fin deponemos las armas racionales y aceptamos las nuevas reglas de juego” (Marta Traba).
1965: Un bebé enmaletado; dos manitas que salen de una caja de cubiertos, un flith para matar insectos y más manitas, una que sostiene el insecticida y otra la maleta: “La valija de Lola”.
l966: Más bebés blanqueados, más manitas, vivas pero muertas: “Instantáneas de la creación”.
1968: “Virgen de Bojayá”, donde no hay ninguna Virgen pero sí, entre un montón de piernas volando, una cabecita de bebé con dos boquitas, dos naricitas, una mano saliéndole de la cara, un brazo en lugar de oreja… y sin un ojo. Algo muy “original” –dice Marta Traba–, de un gran “rigor”, con el que anuncia “su programa estético”, y de una extraordinaria “claridad técnica”. Sin duda. “Se eleva en el conjunto de artistas de la década”, dice ahora el crítico e historiador de arte Francisco Gil Tovar, o como dirá tardíamente Darío Jaramillo, de toda su obra: “una obra clara, reflexiva y representativa del mundo” (Banco de la República, 2001).
Mientras tanto, el Doctor Trueno truena en la prensa –con toda razón– contra las políticas culturales del Estado, los concursos y los jueces, al mismo tiempo que habla de la necesidad de “una política proyectiva didáctica”, de “la razón y la sensibilidad”, del “amor a la vida”, y del arte: “el lenguaje más bello e impactante que haya inventado el hombre”. Como diría cualquiera, el Doctor Trueno no era una perita en dulce.
En 1969, otra caja suya muestra las piernitas del Niño Dios saliendo por una “chimenea” con puertitas, inmaculadamente blanca: “Huída a Egipto”.
Este maniquí-niño utilizado por Salcedo, el Niño Dios puesto en el diván, diseñado por Le Corbusier, ha sido asociado por el propio Salcedo a simpáticas anécdotas del artista-niño, cuando “jugaba” en la iglesia, durante la misa, en el pesebre, manipulando esta criatura de yeso con poleas e instrumentos que aún sigue usando, apelotonando signos de imposible lectura, o de múltiples especulaciones, todas falsas y todas verdaderas, pues la obra no se decide por ninguna, a pesar de su “claridad técnica” y de su resuelto “programa estético”. Un nudo hecho de objetos, de pedazos; una cuna atroz, un nido para el caos, impenetrable en su mezcla de fragmentos, de pedazos industriales –y como tales, inexpresivos– con “fragmentos” del divino criaturo, de cuya utilización no podemos entender sino el humor del título: “Retrato en 16 mm”. Igual podría haber bautizado “Hostia” a una tuerca, o “Tuerca” a una hostia, y contar que cuando niño vio atornillar una iglesia para armar fabricada por Eiffel. Forma, Contenido y Propósito no siempre dan una obra de arte, puede también ser una burla, una agresión, una ocurrencia, una tontería. Somos todavía un país católico, o mágico, y un brazo del niño Dios, así sea de yeso o un muñeco –y nosotros muy racionales–, nos estremece, más aún si éste asoma en una moledora de carne. También Salcedo pudo hacer una instalación con la tal piernita –presa de un santo: una reliquia– asomando de un cáliz sobre un altar, o colgando de un gancho de carnicería (y denunciar nuestra realidad). Las palabras de Marta Traba son para mí nítidas, contundentes y tan oscuras como las mismas obras –blancas– de Salcedo. Menos aún entiendo las palabras de quien presenta su único libro, publicado por el Banco de la República: “la única opción que se acercó a una problemática trascendental para las revoluciones artísticas modernas”; o: Salcedo “mantiene la estructura organizativa del arte renacentista y su ideal expresivo”.
Todas estas prótesis que aprisionan al niño –y que como tal es todos los niños, y hasta la mismísima humanidad, y el propio Salcedo: “lo divino es la totalidad de lo humano”– son el cuerpo infantil manipulado, ¿martirizado?, desnudo, despedazado: un muslo, un vientre, un pie, una mano… entre otras manos y objetos extraños. Confesión a medias, y búsqueda de un lenguaje, de una expresión, de un significado, de una obra, lejos de lo que se tiene por arte, a través exclusivamente de los objetos, de lo ya hecho, de lo ajeno. Es el arte no logrado, el hombre no realizado, cuyo ABC inauguró Duchamp, para que con él se expresaran los que vendrían. El arte de observar, distinguir, escoger, relacionar, develar, otorgar significados utilizando objetos de la vida común, ajenos por completo al arte, pero no a la narración de los hechos. Hacer propias estas primeras letras de un arte que no lo es, y darle forma, marco, espacio y un significado personal, es indudablemente una ruptura, y una aventura. Lo cual no supera nada, mucho menos la pintura (o la escultura). El artista sin atributos debe valerse de otros medios, recoger su voz entre los escombros. Y esto es más que extraordinario. Pero lejos ya del valiente y oscuro inicio (Duchamp), podemos criticar cualquier balbuceo, sin asombrarnos tánto por la novedad y el descubrimiento, sino preguntándonos qué nos dice Salcedo con este nuevo lenguaje, que ya pronto cumplirá un siglo.
Se dice que los surrealistas fueron los primeros en hacer hablar a la pintura de algo diferente a pintura; no lo creo, ni tampoco me parece tan grande el mérito; ni creo que su no-pintura pueda siempre decirnos más de lo que nos dice un cuadro de Wyeth o de Hopper, o que un pequeño óleo de Vermeer, para no compararlos con la bestia humana que hizo lo que hizo en Altamira (aunque Magritte, con su pintura elemental o no-pintura, haya logrado hacer flotar en el aire una idea, liberada de valores plásticos, más no de la imagen). Salcedo creía que estaba acabando con la pintura. Si tal cosa fuera posible, ella se acabaría sola. Sin el diseño aprendido de la arquitectura (que reemplaza los valores de la plástica) Salcedo no habría podido darle forma, contención, expresión, contenido, a la oscura voz que lo empujaba a recoger muñecos, a conservar maletas, a no poder contenerse ante la mano de una santa tallada en madera y decidirse a “cortársela” para ensamblarla en su obra en proceso. Todos tenemos esos impulsos, pocos se dedican a oírlos, menos aún logran decir lo que oyen, y casi ninguno logra interesarnos con lo que encuentran. Lenguaje y verdad, sí, pero el lenguaje también sirve para mentir. El lenguaje es aprendido, la verdad es nuestra.
Este largo periodo de Salcedo lo resume la inteligentísima, bien informada, culta, vehemente y buena prosista Marta Traba –a quien no sé por qué nunca nombran como parte de la generación de Mito– con sólo dos palabras: “desmembramiento caprichoso”, pero no dice más al respecto; al mismo tiempo menciona el “absurdo –como un elogio– y habla del humor más fino”, lo cual me parece otra ironía, como la de Frida Kahlo al titular su cuadro del asesinato –masacre– de una mujer, cien veces apuñaleada por su sanguinario amante, “Unos cuantos piquetitos”. Como Salcedo no renuncia a “la sensación estética” –más bien la busca desesperadamente–, y como, sin duda, su obra está dotada de energía –cualidad, digamos, del objeto artístico–, nosotros recibimos o somos víctimas de su “estímulo estético”; es decir: estamos en pleno derecho de interpretar y hasta de juzgar su obra, tanto formalmente como en su contenido, si hemos de creer que el artista es dueño y señor de sus medios (o que contrata buenos artesanos que cumplen sus deseos); y por tanto, el tal “estímulo estético” –cosa buscada por el artista–, por definición es cosa nuestra. De manera que su monólogo, convertido en diálogo, puede crear complicidad, reconocimiento y franco rechazo. “Quien expone se expone”, dice el viejo adagio, “y nos expone”, hay que agregar; así que la respuesta a su obra no sólo es un derecho moral sino también un deber, si es que nos tomamos en serio. Él mismo lo propone: “todavía valoran la plástica por su importancia visual y por su importancia formal y no por la esencia misma del arte” (1970). Lo paradójico es que buena parte de su trabajo tiene sólo un valor formal, plástico, pues es su solución formal lo que la valida como obra. Y la paradoja continúa, pues, por ejemplo, por su acumulación de objetos, formalmente lo llaman barroco, pero carece del gozo y la exaltación de la vida propios del Barroco. De manera que si la crítica insiste en su análisis formal, en la manera de estructurar y construir, en su manera de abrir y cerrar espacios “arquitectónicos”, es porque claudica ante su poética, lo cual es insólito en un artista que se pretenderá conceptual. ¿Un arte conceptual sin concepto? ¿“La poesía se quedó sin poetas”?
La Caja de Dante, como todas sus otras cajas, es una nítida propuesta artística: diseño riguroso, escueto, contundente, rígido, a veces sepulcral, que se abre como una metafísica flor de madera para mostrarnos en el centro su contenido, totalmente diferente, abigarrado y hermético, al que nos atrae como a insectos. Todo lo ha cubierto de blanco para aislarlo de la realidad, para darle unidad de obra, para mostrarnos su novedoso escenario como un lenguaje puro y poderoso, que aún no sabe hablar, frío como un bisturí. Un nuevo espacio, para el delirio; un nuevo lenguaje, para el absurdo, a los que no puede conjurar. Si bien ha logrado un espacio estrictamente delimitado, un marco pulcro y racional, en él exhibe “algo” que no lo es. Esto es lo inquietante: logro formal y novedoso –razón por la cual le disputa el espacio y el público a los pintores–; contenido independiente (de la forma), oculto y poco inocente –por lo que él llama al espectador “mirón”–, y título con otro propósito. Tres voces separadas, que no siempre hacen coro.
Pero un nuevo elemento entrará a aumentar la tensión de este nuevo espacio, deslumbrado, neutro –de indudable poder–, donde acontecen cosas que tal vez nos atañen, donde se despedazan recuerdos, se materializan pesadillas, se disecciona el cuerpo, y que es una especie de nuevo y atroz nacimiento, paradójicamente sereno. Se trata de la introducción del cuerpo del “niño-dios”, ya mencionado, pero que ahora está de cuerpo entero en el nicho de esta inexpresiva flor geométrica –¡y carnívora!–; “escultura” que sólo se puede ver de frente. Esto crea una rara tensión entre la quietud del espacio, el suave movimiento del cuerpo –mutilado– y los sólidos objetos sin significado que lo obstaculizan. Aquí el abigarrado absurdo, el vacío, transforma este teatrino de silenciosa crueldad –sin culpa, sin miedo, sin emoción alguna– en una inesperada atracción por el vacío. ¿Cual es, pues, este nuevo elemento?: la caída. Y ya no vemos la “escultura” de frente, ha surgido un inesperado, insólito y nuevo punto de vista. Si hemos de creerle a Salcedo cuando dice que estos extraños elementos –o al menos algunos– son extraídos de sus entrañas, es decir de sus recuerdos infantiles, su obra da un giro (de 90 grados): ahora, es una “escultura” que sólo puede ser vista desde arriba… y se vuelve vértigo.
La figura, no sólo infantil sino religiosa, es un recuerdo colectivo: el pesebre. Para quienes duden de esta asociación, o de su “actualidad”, puedo darles un ejemplo: al grave fenómeno del calentamiento global que hoy amenaza a nuestra improvisada civilización, se le llama El Niño, no por ironía, sino porque el calentamiento del océano Pacífico y la corriente cálida que causa sucede en Navidad; por eso la gente lo llama El Niño. Luego esta “imagen” no es del todo arbitraria, sino que pertenece a la cálida corriente subterránea de nuestro inconsciente, sobre todo en quien se ha convertido al ateismo, como creo es el caso de Bernardo Salcedo. He ahí el diálogo que establece su monólogo.
La figura de El Niño, que Salcedo pone de pie como si avanzara hacia nosotros, y que titula burlonamente “Retrato en cámara lenta” –título que apaga todo lo suscitado “inconscientemente” con un propósito distinto, que oculta o desconoce–, ya no avanza, ni siquiera sigue de pie, porque nuestro inconsciente la ve acostada en una cuna, recién nacida en un pesebre, pero que esta vez tiene a sus espaldas un rectángulo negro, un sordo y profundo vacío, de manera que para nosotros el niño cae en un abismo, se aleja, se pierde, se hunde –en cámara lenta–, haciendo nacer en nosotros el vértigo. El vértigo de la memoria. Por eso dije antes que estas flores blancas de Salcedo son carnívoras. Y por esto su obra, de rotunda validez formal, no me parece siempre tan clara ni reflexiva.
No creo que en estas obras de El Niño, Salcedo plantee ningún problema religioso –es decir, humano– sino que más bien se enfrenta en ellas a una obsesión. Digamos que el alma es para Salcedo lo que hoy llaman “aparato psíquico”, y se interna en su laberinto, más o menos a oscuras, a pesar del blanco resplandor de la obra y de su unidad o solución formal, tan lograda como importante en sus posibilidades, pero abandonada a la mitad del camino. Abruptamente, Salcedo se ha detenido en el umbral de una revelación, personal, y la ha abandonado.
La conquista de estas obras es haberle dado expresión a la escisión entre razón y subjetividad, entre racionalidad e inconsciente, entre geometría y drama, entre espacio vacío y memoria, entre orden y orgía (o crisis), entre forma y vértigo. Digamos que estas obras son la representación de un lapsus, de un lapsus que cruza la cultura.
Salcedo termina este periodo –o lo culmina– con una obra en donde forma, color, contenido y texto apuntan en una misma dirección, en donde la caja y el color blanco –y el supuesto vértigo de la caída que es también nacimiento y viaje al “más allá”– al fin denuncian su simbología: la Muerte.
Se trata de El enmaletado (o El último viaje), “motivo” proporcionado abruptamente por la realidad: un hombre descuartizado es encontrado en un taxi dentro de una maleta (El Tiempo, 1975). La realidad colombiana supera entonces su exploración en la memoria, y para “contarla” le entrega todos sus hallazgos; así, la caja se convierte en maleta, la maleta en ataúd –“El viaje” (1975)– y el niño que caía o nacía, en adulto que ya ha terminado de caer, y yace, hecho trozos, viajando en el fondo de un baúl. Nacer es caer, como también vivir y morir, y todo esto lo hacemos hoy agobiados de objetos, que es en lo que al fin nos convertimos, o nos convierten, si pensamos que esta última caja trata de un asesinato, un asesinato ocasionado en la lucha por esos objetos, o por la suma de todos ellos: la demencial lucha por el dinero. Un amargo abandono de la infancia, y un logro plástico y conceptual. Forma y contenido, al fin, son uno solo. Salcedo ha fundido el nacimiento con la muerte.
Aunque el adulto se ha impuesto sobre el niño en la obra de Salcedo –siempre seremos un híbrido de madurez (aceptación de la muerte), búsqueda y recuerdos infantiles– la infancia le habla al hombre, tenuemente, como el viento, o en imágenes que trae el humo, o lo empuja con sus manos de sueño. La torpeza del adulto confunde al niño, pero algo queda; digamos, por ejemplo, el desasosiego.
Salcedo llama a todas sus obras del periodo anterior “cajas” porque guardan algo, pero son puertas o ventanas, muros, baúles, armarios, marcos, nichos, maletas, ataúdes, relicarios… todo lo que esconde algo, algo que nunca veremos plenamente.
En esta segunda vida de la obra de Salcedo, su majestad el objeto recobra su sentido, su humildad, su cuerpo. Esos objetos de la rutina, que él alejó del mundo pintándolos de blanco, despojándolos y creándoles otro ámbito, haciéndolos asépticos y extraños, y abandonándolos a su forma –con rastros humanos no exentos de sensualidad– o mostrándolos como estructuras, serán ahora elementales, conservarán su color, su suave poder de cosa vivida. Ya no más acumulación de objetos disociados, ahora Salcedo recoge uno solo, y conserva sus relaciones, porque es un objeto recordado. Salcedo cerrará las cajas –para poder contener el objeto–, las llamará “Cajas elementales”, y las convertirá en vitrinas, en donde aprisiona estos objetos- realidad, muchos de los cuales están realmente vivos –tierra, fríjoles, heno, arroz…–, o casi: piedras, arena… El trabajo artístico, y poético, consiste en que todos ellos son vistos a través de un vidrio opaco, empañado, que los envuelve en una niebla que todos reconocemos: la niebla de la memoria. De manera que la “caja elemental” con piedras que forman un breve horizonte, él la llama “Paseo al río”.
Estas nuevas cajas cerradas con vidrio velado, igualmente blancas para reclamar su aislamiento y posesión, parecieran iniciar un inventario del mundo –vivido–, un catálogo que todo lo clasifica: una peluca rubia (de mujer asesinada), una “Caja agraria” –seguramente con tierra estéril–, un par de tenis (dispuestos con gracia para no sugerir la muerte) o una dolorosa caja titulada “Minifundio” (1969), con un puñado de tierra oscura: “É de bom tamanho / Nem largo nem fundo / É a parte que te cabe / Deste latifúndio / Nao é cova grande / É cova medida / É a terra que querias / Ver dividida / É uma cova grande / Para teu pouco defunto / Mas estarás mais ancho / Que estavas no mundo…” (Joa Cabral de Melo Netto, “Funeral de um lavrador”, 1968).
La desconcertante sencillez formal de estas cajas, no exentas de sorpresa, donde todo aparece envuelto en la vaguedad y el silencio de la memoria, son bellamente mencionadas por María Iovino como “rincones personales”, de una “profunda simpleza”, donde los objetos pierden “maquillaje y ganan vida individual” y adquieren una “capacidad narrativa como testigos y partícipes”, porque más que cosas son “latencias”. El objeto como narración, inducida por el título. (Dice el escritor Álvaro Cunqueiro que los Celtas contaban los sucesos mostrando los objetos que daban testimonio de su veracidad). Lamentablemente, no siempre Salcedo “cuenta” cosas excepcionales, se distrae en el humor, en el comentario, o en una libra de arroz, a pesar de haber inventado una auténtica caja mágica, que poética –o políticamente– pudiera ser extraordinaria. Carente de título, y confiando la obra sólo al objeto que contiene (a casi todas las llama “caja elemental”, y eso es lo que son) Salcedo renuncia a la magia de la memoria, a la historia que nos hace diferenciar una piedra de todas las demás (aislándola no sólo del río, del campo, de las demás piedras, sino del tiempo… para que las cosas nos importen más). Si a un poco de polvo o cenizas él los llamara “Quevedo”, “Bosque”, “Reforma agraria”, “Gregorio Vásquez”, “Alianza para el Progreso”, “Lady Di”, “Cocó Chanel”, “La Gran Colombia”, “Palacio de Justicia”, “Revolución Industrial”, “Torres gemelas”, “Fosa común”, “Masacre”, “N. N.”, “El 5% de la tierra es quemado cada año”, o lo que sea, desataría la imaginación, encantaría el objeto, activaría el poder de su “invento” (como Dalí al encerrar un grito dentro de una botella; o Jörgersen al guardar un puñado de sal en una caja transparente y titularla “La mujer de Lot”; o Le Parc al guardar un relámpago en una esfera de vidrio; o Carmen Restrepo al encerrar en una vidriera un aguacero callejero, que cae sobre las sombras de unos transeúntes de sombrero; o esos juguetes como la Ola, conteniendo en un cubo de acrílico un denso aceite azul que se mece lento como el océano; o aquella burbuja navideña en donde vemos nevar –cuantas veces queramos– sobre un bosque de pinos y una casita de madera, que poníamos sobre la lámpara de la mesa de noche para verla alumbrar; o las obras recientes de Luis Fernando Peláez, que encierra en una caja brumosa el mes de Agosto; o un simple frasco con forma de hoja que guarda la fragancia del jazmín; o las cajas anónimas, como el buzón o las jaulas de pájaros), pero al declinar titularlas –o equivocarse al hacerlo– las enmudece, y así ya no vemos una realidad aprisionada sino un “frasco” empañado por el tiempo “donde mamá guardaba el café”. Salcedo renuncia a seguir buscando –al menos profundamente– y banaliza sus cajas, languidece el hallazgo, lo convierte en ingenio, en un arte premeditado, en una estrategia. Una semilla entre una caja debe llevar el nombre del árbol que nacerá de ella, no el nombre de “caja elemental”, haciendo así, nuevamente, énfasis en lo formal y descuidando el “contenido”, y descartando su propia relación con el objeto, que era precisamente lo que pretendía. ¿Rincones personales? Sólo algunos ¿Objetos sin maquillaje? ¿Capacidad narrativa? Si la política es una forma de la moral –o de la inmoralidad–, su “Minifundio” es una obra ética, y una denuncia, no una obra humorística, como piensan algunos críticos; en tal caso, sería una obra dolorosa: ¿qué otra cosa podría empañar la visión sino el dolor? El vaho con que Salcedo cubre los objetos, disputados al olvido, podría ser una metáfora de la memoria, su sentir –y el nuestro– sobre lo intangible de la realidad y la ilusión de poseer algo, de que todo es inalcanzable, la certeza de que “nada se puede conservar”, que somos criaturas en el tiempo, y el tiempo mismo.
Sin embargo, Salcedo ha dispuesto otro destino para estas cajas de olvido, de desapariciones –o de apariciones–, cajas en todo caso misteriosas, donde las cosas son y no son al mismo tiempo, caracol que murmura la palabra mar, donde las cosas pierden algo de su corporeidad para significar algo más de lo que son. Cajas mágicas que una vez han puesto a prueba su eficacia, Salcedo las utiliza de variadas maneras, como en el “Homenaje a Sharon Tate”, donde el velo –que anula el tacto– nos protege de la realidad, vemos el horror y no nos daña; o en “Paseo al río”, donde el velo es bruma:
La voz del río en la madrugada
era la bruma que ascendía
hasta la casa paterna
y empañaba los cristales de mi ventana.
Por un instante la vida
era silenciosa, secreta, íntima
y nos hablaba.
(Jörgersen)O,
… recuerdo el árbol
donde jugábamos envuelto en niebla
casi triste dentro de la ventana.
Yo lo veía desde mi cama,
ya despierto,
como si el sueño continuara.
(Jörgersen)
Esto de pararse frente al acantilado del tiempo y gritar contra la bruma el nombre de las cosas olvidadas, o lograr mostrarnos la manera en que suceden las evocaciones, o señalarnos aquello que estamos comenzando a olvidar, Salcedo lo hace con sólo empañar el vidrio de unas cajas… para acercarlas a nuestra intimidad, o para cubrir con ella los objetos del mundo. Parece simple, pero como dice una canción popular: “el pintar una paloma / se hace con facilidad / la única dificultad / está en pintarle pico y que coma”. O como dice Jörgersen: “La memoria, tan insistente y difusa, es una realidad sujeta a otras leyes: Ahora que he muerto / voy a contarles la vida”. Lástima que Salcedo no lo haya hecho.
Si el “estilo” –viejo problema del Arte– ha desaparecido individualmente, aún continúa existiendo como “estilo de una época”. Aunque simultáneamente en el arte conviven –como en todo– “tendencias” y concepciones no sólo distintas sino incluso opuestas, lo que al unísono hoy llaman exclusivamente “arte contemporáneo”, que descarta, por ejemplo, la pintura, podría tomarse como el estilo dominante, como un síntoma de esta época. Para el Arte, y para todo humanismo, “el sentido es el rostro del otro”, a lo cual ha renunciado el arte contemporáneo. De manera que sin rostro y sin sentido, este arte se disuelve en el fluir del tiempo, se funde con él, como una “realidad” más, que sólo momentáneamente se hace visible, momentos que se perderán en el tiempo, “como lágrimas en la lluvia”, según palabras –benévolas para nuestro caso– de uno de los personajes de la película Blade Runner. Esta supresión del otro, y del sentido del arte, es pues lo característico de esta “tendencia”, en la que se hunde Salcedo, y que es, para mí, aunque lo diga sólo como una intuición o una propuesta, la afirmación de una nueva época iconoclasta.
La crítica considera un hito del arte nacional, y de la obra de Salcedo, su instalación “Hectárea de heno” (1970): 500 bolsas de plástico llenas de heno, numeradas y amontonadas en el centro de un museo de arte moderno, sin ningún propósito estético –de eso se trata–.
Con franqueza, no entiendo el valor individual de esta obra, simple e insulsa. La crítica, entusiasmada, la defendió –y la defiende aún, y lo tendrá que seguir haciendo– como “concepto instalado” y como “nuestra” entrada a las tendencias internacionales del arte –de hecho es esta la primera instalación realizada en Colombia: sin duda, una audacia–.
Personalmente, significó para Salcedo el primer premio de la Bienal Iberoamericana de Artes de Coltejer en Medellín. (No creo que ningún premio sea “inocente”, ni tampoco ningún certamen: la sociedad exalta sólo sus propios valores, o los que quiere imponer).
Para mí, es una obra cegadora. La oculta violencia de sus primeras obras, que plantea su propia imposibilidad de realización, se convierte aquí, a pesar de su debilidad, en un antihumanismo consciente, que se propone como “programa de acción”, al mismo tiempo que declara suya “la impotencia moderna para hacer obra” (Jean Clair). La violencia de su pobreza, enceguece.
Este decidido abandono de cualquier imagen, y su carácter “internacional”, me hacen verlo como un auténtico iconoclasta, no sólo a él, sino al “espíritu” de la época.
Este movimiento histórico contra las imágenes –y que hoy es contra el Arte, por aquello de suprimir el sentido y el rostro del Hombre–, me explica la coherencia de críticos, artistas, medios e instituciones entregados a este nuevo fanatismo, que, como el viejo movimiento iconoclasta, es una lucha de poder.
Aunque la pérdida de documentos históricos ha hecho este episodio dúctil a las interpretaciones, citaré a algunos historiadores (tomados de la Historia del Imperio bizantino de A. A. Vasiliev), cuyos sucesos dejan ver, primero, su existencia y su honda gravedad, así como la importancia y el poder de la imagen; y después, y entre líneas, el porqué la asociación con el presente es interesante. Valga, pues, la digresión, que no lo es tanto:
El movimiento de los destructores de imágenes –cuyos terribles episodios de crueldad omitiré, salvo uno–, que históricamente tuvo emperadores y miles de seguidores por más de un siglo, buscó políticamente “la sumisión” (de mahometanos y judíos al Imperio bizantino), “facilitada por la eliminación de los iconos” (a los que aquellos eran hostiles). Una reforma “sostenida por lo mejor de la sociedad, la mayoría del alto clero y el ejército”, que “fracasó (cien años después) por la oposición” del pueblo, “de gente minúscula, de mujeres y de la multitud de los monjes”.
El emperador León III, “deseoso de ser único dueño y autócrata en todas las esferas, esperaba, proscribiendo el culto de las imágenes, liberar al pueblo de la fuerte influencia de la Iglesia, que empleaba el culto de las imágenes como poderoso medio de asegurarse la obediencia de los laicos. El ideal de León era reinar como señor absoluto sobre un pueblo unido en lo religioso”. Otro historiador ve en el iconoclasma (el movimiento como política de Estado, s. VIII) “una reforma puramente religiosa destinada a contener los progresos del paganismo renaciente bajo la forma del culto abusivo de las imágenes”. Otro piensa que fue una política de Estado “contra el creciente progreso de la propiedad territorial concentrada en manos de los monasterios”. Un historiador más, dice que “se puede afirmar positivamente que el número de iconoclastas antes del iconoclasma era considerable, así como que constituían una fuerza que la misma Iglesia tenía buenas razones para temer”. Y otro más: “el auge excesivo del monaquismo y el rápido crecimiento del número de monasterios chocaban con los intereses seculares del Imperio bizantino. Muchos jóvenes robustos abrazaron la vida religiosa y esa multitud de hombres que ingresaban en el claustro quitaban trabajadores a la agricultura, soldados al ejército, funcionarios a los servicios públicos. El monaquismo y los monasterios servían a menudo de refugio (para quienes) deseaban escapar a las obligaciones impuestas por el Estado”. Vasiliev dice: “Constantino V Cropónimo emprendió una resuelta política iconoclasta y en los últimos años de su reinado inauguró la persecución contra monasterios y monjes… E. Stein lo llama, no sin alguna exageración, el más audaz librepensador de toda la historia del Imperio romano de Oriente (…)”. En el decreto del concilio de 754 (se lee): Apoyándonos en las Santas Escrituras y en los Padres, declaramos unánimemente en nombre de la Santa Trinidad que será rechazada, apartada y expulsada con imprecaciones de la Santa Iglesia toda imagen de cualquier materia que fuere hecha por el arte maldito de los pintores.
Este “audaz librepensador”, en un rosario de sangre, de persecución, crimen y torturas, donde el arte ardió en una hoguera de años (mosaicos, iconos, frescos, monumentos, esculturas, manuscritos iluminados), persiguió –amparado en el decreto unánime del concilio– a “todo el que osara representar la imagen divina del Verbo con colores materiales… y los retratos de los santos con colores materiales que no tienen valor alguno, porque esta noción es falsa”; le pidió a la “masa del pueblo que jurase abandonar el culto de las imágenes”; “los monjes fueron obligados a vestir de seglares, y algunos, con violencia y amenazas, fueron constreñidos a casarse. Otros hubieron de desfilar en procesión por el hipódromo, cada uno con una mujer de la mano, entre las burlas e insultos de los espectadores”; “se abrió una verdadera cruzada contra los monjes, aquellos adoradores de tinieblas (las imágenes)”; “Los (monjes) que quieran obedecer al emperador… vístanse de blanco y elijan esposa inmediatamente; los que se nieguen serán… desterrados”; los “monasterios arrebatados a los monjes fueron transformados en cuarteles y arsenales”… pues el “grueso del ejército era favorable a la iconoclastia”; se secularizaron las grandes propiedades rurales monásticas y se redujo el número de monjes; se luchó “contra los elementos que, evadiéndose al dominio del Estado y manifestando una independencia casi completa, minaban en cierto modo las fuerzas vivas del Estado mismo y la potencia del Imperio”.
El “más audaz librepensador” –enemigo del más grande privilegio, el “privilegio de la mirada”–, vengándose de quien había abogado “por el restablecimiento del culto a las imágenes”, ordenó amarrarlo “de espaldas a un asno” y pasearlo por el Hipódromo; pero antes, el emperador “le hizo sacar los ojos”. Esta fue la primera Querella contra las Imágenes.
No es pues nueva la lucha contra el “privilegio de la visión”, ni contra las artes, que erosionan las fuerzas vivas del Estado.
Al siglo veinte, que dio comienzo a una nueva cruzada contra la imagen, se le llama, irónicamente, “El siglo de la imagen”. Se podrían poner en boca de Salcedo, y de “su” época, unas palabras de Hermann Broch, contrariando su sentido original: “tras mi asco y mi cansancio se esconde una idea muy antigua y muy fundada”. Sin duda, Salcedo es un artista del siglo, de su “vida absurda”, que pasea en el hipódromo a sus pintores sin ojos, y “mueve sus orejas de asno”; y una obra “representativa del mundo”. Sí, cada época tiene –impone– su estilo. O como dijo el mismo Salcedo: “Los espejismos del desarrollo se vuelven realidad. Sin duda, es el fin del mundo. Menos mal”. La única diferencia entre el movimiento iconoclasta de ayer con el de hoy es que “el totalitarismo no se confía ya a las fallidas ideologías fuertes, sino a las gelatinosas ideologías débiles, promovidas por el poder de las comunicaciones” (Claudio Magris).
Los críticos que defienden a capa y espada el arte contemporáneo –dentro del cual hay también verdaderos artistas, incluso en Colombia– tienen como principal blanco de su desdén al arte representativo, tal vez el más lejano a sus entusiasmos y a sus “ideales” de expresión y comunicación, por ser éste no sólo el más vulnerable, sino porque representa la realidad. En su libro sobre La responsabilidad del artista, Jean Clair cita a Brice Parain, quien nos es útil para ver cuánto le debe el arte contemporánea a sus críticos: “Las dos funciones inferiores del lenguaje, presentes ya en el animal, son expresión y comunicación. Pero su función superior, que sólo el hombre ha desarrollado, es la representación, que permite distinguir entre error y verdad”. (Aclaremos: “Todo arte es abstracto, en mayor o menor grado”, Juan Friede; representar es, entonces, “presentar de nuevo”, no como copia –eso no es arte–, sino como realidad transgredida, transfigurada, trascendida, pues lleva un alma en sus venas).
Desprestigiados, ridiculizados y abandonados todos los cánones, quebrados los valores necesarios para pulsar una obra –aunque yo haya extremado en este ensayo todos los términos–, el público es una masa sin criterio a merced de los críticos, los museos, los curadores, la propaganda… promotores a ultranza del arte contemporáneo. Al fin y al cabo, el público está entrenado para consumir. “Comprar es vivir”, rezaba el eslogan de un centro comercial en Caracas. En el importante Diccionario anarquista de urgencia (Iván Darío Álvarez & Juan Manuel Roca, Bogotá 2007), se define a esta masa como “la materia prima con la que un político se gana el pan”. “Las masas aman la autoridad”.
La pedagogía iconoclasta abunda en ejemplos elocuentes, empezando por la “pedagogía” informal –más constante, intensa y eficaz que la otra–, como son la televisión, el y la internet, el cine (USA)… Pero vamos a un ejemplo concreto. En el plan de recuperación de la ciudad de Medellín, en el bello Parque de los Deseos frente a la Universidad de Antioquia, se levantó el magnífico Observatorio Astronómico, que resume en el primer piso el desarrollo de la humanidad –muy didácticamente– con una enorme escultura de plástico del feroz hombre de las cavernas –con un mazo en la mano–, saltando, el Observatorio, por encima de 40.000 años invisibles hasta llegar al hombre del espacio, un astronauta que suponemos escondido dentro de su blanco vestido contra la soledad y la intemperie del universo. Esta apología de la técnica –que no tenemos– se nos presenta como el culmen de la ciencia, del saber, de la evolución y la historia del hombre. En el segundo piso del hermoso edificio, se remata la enseñanza con una imponente serie de imágenes: en el centro, una diminuta pareja de enamorados, sobre la cual se levanta el mundo, el silencioso sistema solar, “nuestra” galaxia, el universo, el infinito, la oscuridad… Por debajo de la minúscula pareja de jóvenes, nos acercamos a su piel, sus células, átomos, neutrones, partículas de antimateria… y nuevamente llegamos a otro infinito, a otra oscuridad. Más sorprendente aún que estos dos infinitos que se tocan en nosotros (macro y microcosmos, observables sólo por la ciencia, de la cual carecemos) es el ocultamiento del Hombre, quien ha ¡desaparecido!, y por supuesto su rostro, el arte, la cultura, su historia. Todo esto se ha hecho insignificante, inexistente.
Dentro de esta pedagogía –“bombas de conocimiento”, ha dicho elocuentemente el alcalde–, Salcedo hace sus trabajos (“periodo textual”, dicen los críticos) con el lenguaje, sus “bodegones” infantiles, sus “frases de cajón” (adolescentes) y sus “planas” escolares: multiplicaciones, cuentas y operaciones, hechas en hojas de cuaderno, calificadas –con rojo y mala letra–, tareas escolares, tablas, frases repetidas (“no debo pasar la noche en blanco / no debo…”), sumas imposibles, recibos de caja, cifras inverosímiles (como la del sufragio universal, orgullo y sostén de la democracia: “Ganó Pastrana”, 1970), listas de mercado… en fin, todo lo que hemos de olvidar, y que él conserva, recorta, ordena geométricamente y expone… como pruebas de algo, de un aprendizaje, de una revelación… Rastros de nuestra vida, de todos y de nadie, vida anónima, civilización de polvo. En fin, nada, rutina. Y eso sería esta serie –donde nuestro desobediente artista, el artista conceptual, “piensa” como un diseñador– si Salcedo no hubiese hecho una plana con la manida frase, que se nos revela magistral, El tiempo es oro / El tiempo es oro / El tiempo es oro /… burlándose, desobedeciendo la ley que repite en la plana, negándose a cumplirla, despreciando el tiempo que para todos es oro, dinero, y que para él es sólo un poco de su vida, de su tiempo, invirtiendo esta tentación y esta condena del capitalismo, convirtiéndola en el oro del tiempo, como dice el poeta Ludwig Zeller. Si la frase fuese una tarea escolar –como afirma Salcedo– sería un ejercicio para hacer ricos. Pero el artista, al repetir cien veces El tiempo es oro, detiene el tiempo, lo convierte en circular, y en él hace girar una idea, sostenida por su propio cuerpo.
Salcedo rehúsa aquí deshumanizarse, vender su tiempo, y nos lo hace visible… nos lo regala, como un viejo artesano dilatando el tiempo rutinario, el tiempo cansado de las planas, que él nos quiere presentar como castigos escolares.
Es difícil creer que frases suyas como “El Papa tiene cojones / El Papa tiene…” sean verdaderos trabajos escolares y no chistes simplones del propio Salcedo con los que despedaza su obra como actitud (liberadora y seria). Su “obra” Ganó Pastrana (1970), ilegible para un guatemalteco o para un colombiano menor de 50 años –que no sabe qué significa esta suma de votos que hace, mal, Salcedo–, es lamentablemente perezosa: “Pastrana, nuevo presidente (dice la noticia en los periódicos) – Sospechas de fraude ensombrecen las elecciones – La diferencia Pastrana- Rojas no alcanzó los 64.000 votos – Ley seca, toque de queda, control radial” (El Tiempo, 1970). El presidente que sale declara el Estado de Sitio; ha dicho en público que “es necesario evitar el ascenso de Rojas” (Carlos Lleras Restrepo). Para ayudarle al nuevo presidente, Lleras impone “medidas de carácter represivo, incluidas las detenciones en Barranquilla, Medellín y Cali de los dirigentes de la Anapo firmantes de un comunicado en que manifiestan no reconocer triunfo distinto al del general Rojas… “La residencia de Rojas Pinilla fue cercada por la fuerza pública… impidiéndole al candidato la comunicación con sus seguidores” (El Tiempo). Pero nada de esto nos lo dice la “plana” de cifras de Salcedo. Tres años después, el presidente popular Salvador Allende es asesinado, y un año más tarde surge en Colombia “un producto contra los parásitos, los gusanos y la falta de memoria –M-19–” (El Tiempo, 1974), que resultó ser el Movimiento Insurgente 19 de Abril, M-19, que toma su nombre de dicho fraude electoral, y cuyo primer acto será una (des)instalación: hacer desaparecer de los museos, de la vida pública y de la historia –por un tiempo– la espada del Libertador Simón Bolívar.
Un momento crucial de la vida de un país, tratado por Salcedo con “humor”.
La palabra como obra, son sus pequeñas cajas de madera. Salcedo no se distrae en las solas palabras, sino que utiliza frases, “frases de cajón”, como “Bajó el costo de la vida” o “Moral administrativa”. Pudo también haber guardado en la caja, por ejemplo, los votos de Rojas Pinilla con los que ganó Pastrana, o documentos que aclararan el asunto, pero él, como el artista conceptual que quiere ser, convierte la frase de cajón en objeto, en vacío, pues es imposible guardar la “Moral administrativa” en una cajita (sobraría espacio). Es decir, su intención es sólo desmentir una afirmación, y darle forma –rotunda– de mentira. Claro, las frases están vacías de realidad, pero podrían llenarse de otra cosa, si las cajas pudieran abrirse. Pero él no quiere caer en el juego surrealista de la poesía. Aún no. Aquí prefirió hacer sólo un comentario, llevando, eso sí, el lenguaje, cierto lenguaje, al mundo del arte. ¡La falsedad como cosa digna de museo! Pienso que esta “obra”, Salcedo debió vendérsela, o donársela, al Museo Nacional de historia patria y no ponerla a rodar por las galerías.
En este trabajo con el lenguaje, Salcedo expone también, burlona y desganadamente, títulos de pinturas –no sabemos si de obras maestras o mediocres– de las que sólo exhibe su título, sin imagen alguna, en riguroso negro y letra despersonalizada, que él llama “Bodegones”: “Dos manzanas (Solas)”, “Un repollo (no hay más)”. El espectador, con una sonrisa, se las imagina, y se queda con la mirada vacía, apaga el deseo, y toda expectativa. ¿Qué diría ese espectador que se encontrara este mismo letrero en un mercado? Seguro que una frase de cajón como “Bajó el costo de la vida” ya no lo haría sonreír; como tampoco, “Veinte años no es nada”, si la frase está escrita en el muro de una prisión, entre grandes signos de interrogación. O como esos enormes edificios, a los que el constructor los ha llamado “El Nogal”, “El Bosque”… sin que ellos mismos se abismen en la terrible ironía. Con el afán de defender su “estética moderna” y de atacar a sus colegas del “arte convencional” (Cèzanne), Salcedo fue incapaz de renunciar a los museos, lo único que parece interesarle del espacio público, a los que pone a trabajar a su servicio: arte es todo lo que se expone en los museos: maquinitas de hacer arte. Y él se los toma (“Casa tomada”) ¿Falta de riesgo; debilidad de su arte conceptual? Creo que ambas cosas.
Como siempre, una sola obra resume, recoge todo el esfuerzo, y lo hace valedero. En este caso, es su lección “Desaparición del escudo”, titulada también “Primera lección” (1970), obra de una sola –única– lectura, no sujeta a interpretaciones. El Escudo Nacional, en la Cartilla Nacho de Medellín, es presentado así: “Nuestro Escudo tiene la forma de un corazón, con tres franjas horizontales. Presenta una granada de oro y dos cuernos de la abundancia; un gorro frigio y un paisaje entre dos océanos. Rodean el Escudo cuatro banderas tricolores, dos a cada lado. Arriba, un cóndor lleva una corona de laurel con una cinta que dice ‘Libertad y Orden’”. En manos de Salcedo, cincuenta años después, el escudo de Colombia se muestra en blanco y negro, y ante nosotros va perdiendo, en cinco pasos, aquella parte del grabado que Salcedo tacha: No hay cóndores – No hay abundancia – No hay libertad – No hay canal – No hay escudo – no hay patria. Las frases se engullen la imagen. Una lección elemental para acabar con una mentira de cajón, resuelta con eficacia y concisión gráficas. Si no tenemos escudo ni patria, no tenemos cara: somos fantasmas en una cédula de ciudadanía. Pero, ¿por qué exponerla sólo en las galerías de arte? ¿Por qué no en una nueva cartilla de La alegría de leer, en la Casa Museo del 20 de Julio, en la plaza central, en La Quinta de Bolívar, o publicada en la prensa nacional, en afiches callejeros o repartirla en hojas volantes?
A pesar de la intrincada complejidad que le atribuye la crítica a esta obra, el mismo Salcedo la considera una “lección escolar”, una gráfica con texto –dos elementos opuestos de lectura unívoca–, un trabajo para des-educar la infancia, pero que extrañamente Salcedo exhibió en el sagrado recinto del Museo y no en las escuelas, en donde no sería una obra de arte sino el efectivo y didáctico desmantelamiento de un símbolo mentiroso, el Escudo Nacional; de donde se deduce que a Salcedo (“esta exposición tiene un carácter eminentemente didáctico”, B. S., 1971) no le interesa tanto la pedagogía –por lo menos no tanto como a su “maestro” Luis Camnitzer– como el Escudo mismo y su propio trabajo gráfico, no para hacer un nuevo símbolo, una nueva bandera que desenmascare nuestra realidad, pues su trabajo nos lo presenta como algo insoluble, abandonándonos en el vacío. En una reciente fotografía periodística de una mudanza forzada –una “instalación móvil”–, se ve alejarse un camioncito cargado con un trasteo que desde atrás parece el escudo nacional, en donde un flacucho y simpático perro hace de cóndor, tres colchones reemplazan las cuatro banderas, una estufa de gasolina ocupa el lugar de los dos cuernos de la abundancia, dos cachuchas sustituyen el gorro frígio, etc. Salcedo no quiere imponer una nueva realidad sobre aquella que desterró de la cordillera a una especie como el Cóndor, que llevaba al límite la capacidad de vuelo en todo el reino animal, para reemplazarlo por un avión de Avianca, que tampoco es nacional, no, Salcedo sólo quiere denunciar nuestra mentira y autoengaño. Ofender –con justa razón– es más importante para él que educar a los niños. Esta es la diferencia entre exponer en un museo de arte o en las escuelas. El propósito de Salcedo es, entonces, reeducar a los artistas en su nueva militancia gráfica, publicitaria y conceptual, para hacerlos dar el paso al “nuevo” arte. Tampoco le importa mucho la sobrevivencia del Cóndor. Como dice la estampilla nacional ilustrada con un ejemplar de esta especie, dibujado por el extraordinario Landazábal: “Fauna en extinción – Protejámosla”, como si la “extinción” fuera por causa de ella misma y no nuestra. Por esto creo que la obra de Salcedo es antipedagógica, no genera ningún aprendizaje (y de paso enseña que la obra de arte es eso): “seguimos enfocando en la producción de pequeñas obras que mueren en sí mismas, sobre una pared, sin conectarlas con una identidad colectiva” (Luis Camnitzer). No, no tenemos escudo, ni tenemos un símbolo de país, ni tampoco país, según parece. “Una sociedad se define no sólo por lo que produce –dice Edward Wilson– sino también por lo que destruye, y principalmente por lo que rehúsa destruir”.
Salcedo pudo haber sometido los símbolos patrios a esta prueba de la verdad, pues “Cuando un hombre miente (más aún cuando se trata del Estado), la mitad del mundo desaparece” (Merlín). Pero nuevamente se detuvo, y nos deja sólo un reflejo del desastre.
Más tarde, en otras hojas de cuadernos rayados de colegio, hará manchas de acuarela(¡!), como quien toma notas de un dictado, azul, café, terracota, y las ordenará como piezas de un rompecabezas para formar el mar, el cielo, una tormenta. Lo hará también sobre láminas de metal –¡como planas de un pintor!–, y burlándose de su debilidad las titulará “Acuarela a la lata”, para convertirlas en arte conceptual (sólo en el título). ¿Pero qué obra de arte no tiene concepto? Él quiere burlarse de esto –aunque lo hace en un material perdurable– y ocultar así la inquietud que siente, tal vez aún mayor que la nuestra. (Abandona).
aquí, las ideas son nómadas, no se quedan.
Bernardo Salcedo
“Después de una curiosa experiencia en Budapest (‘sin hablar español, ni inglés, ni francés’), donde sólo el humor negro del doctor López Michelsen pudo enviarlo como Encargado de Negocios, llega a la plenitud de su madurez artística con el ciclo de ‘Señales particulares’… la negación de la identidad” (Beatriz López, 1986). Sin duda, en muchas cosas Bernardo Salcedo es un irresponsable (no vamos a hablar del señor López), como también buena parte de sus críticos. El “espíritu inquisidor que lo ha movido a ser protagonista”, ha encandilado a muchos, escriban o no, incluso a él mismo, que en una autoentrevista se define como el autor de una “lúcida obra plástica”. Borges escribió una vez sobre “el arte de injuriar”, que indudablemente no es ningún arte, como tampoco el asesinato (“El crimen como una de las bellas artes”). Estas cosas causan desconcierto. A falta de criterio, bueno es el de todos, que repiten –mal– el de quienes tienen, al menos, protagonismo. El arte de reírse sin humor, para seguir con esta cadena de irresponsabilidades, no es más que sonreír –desolados– ante la repentina falta de realidad, de piso, como la gente que acude a la Casa de los Sustos: nos reímos como mecanismo de defensa. De manera que el “humor” de quitarles la cara a quienes ya la han perdido en el anonimato, perdidos además en unas viejas fotografías –como sacarle los ojos a un pájaro muerto, según cuenta Salcedo de uno de sus “juegos” infantiles–, pues no es propiamente humor, aunque así lo afirmen sus críticos, y aunque muchos espectadores se hayan reído en su exposición. Lo que sí da risa, es la descripción académica de algunas de estas obras: “A un cantante español, por ejemplo, Salcedo le devuelve su identidad cultural mediante un trozo de salchichón que le adhiere al rostro” ¿Quién puede recobrar su identidad –cultural– de semejante manera? La crítica, buscando validar lo que no entiende, cae en el ridículo. “A los graduados de un curso especializado de la Universidad de Harvard les enfatiza su visión profesional con unos pequeños bombillos (sic) que dan a sus identidades un carácter iluminado” (risas). O, “a una mujer elegante le resalta su aspiración de figurar finamente envuelta, cubriendo su cara con una piel de zorro”. ¡Ridículo! Lo que no menciona la crítica es que, por ejemplo, a esta última obra Salcedo la titula “Zorra” (con lo cual no sabemos si “resalta” o no su “identidad”, o simplemente se la impone, devolviéndola bruscamente al anonimato). Bastaría con que la hubiera llamado “Retrato de Dama… desconocida”; no somos tontos.
“La cultura impide abordar la contemporaneidad”, ha dicho Salcedo, irresponsable como tantas otras veces, aunque la frase es de doble filo. “El arte es vanidad”, “me encanta provocar”. ¿Vanidad? ¿Balthus, Lucien Freud, Doris Salcedo, por ejemplo? ¿Tal vez Duchamp, con su sexualidad encubierta? ¿Provocación? No, en Salcedo no hay sino “hago lo que me da la gana” (una carta blanca), o sea, lo que ha hecho el nuevo liberalismo, creando una época que ha desatado todas las pulsiones, incluyendo la injuria, el crimen, el egoísmo desaforado, la inmoralidad administrativa, la corrupción, la falta de escrúpulos y de ética… como ha sido siempre, sólo que ahora lo aplaudimos en los concursos de la televisión y en las revistas de éxito – convertidas hoy en un nuevo medio de “comunicación”–: “la gente está contenta cuando libera sus instintos”, dice Salcedo.
No creo que él vaya tan lejos, ni mucho menos tan bajo. Simplemente, Salcedo muda de ideas, es demasiado susceptible al medio, demasiado consciente, aunque afirme que “no le interesa ni la sociedad actual ni la pasada. Vivo contento… no quiero cambiar nada. Mi arte es para recrearme”. En esta serie de las fotografías viejas, comenzada en 1981 pero que va hasta 1995, Salcedo enmarca en negro retratos de hombres, mujeres, parejas y grupos –gente–, las cuales firma en blanco y bautiza: “Caradura”, “Mirada cortante”, “Vocalista”, “Señales particulares”… “Zorra”. A Salcedo le gustan los objetos: una cadena oxidada, como un oscuro intestino; un micrófono viejo, una máquina de hacer helados, una corneta, un instrumento médico… en fin, lo que esconden los baúles, los cuartos de san Alejo, los mercados de pulgas. A quién no. Pero él no construye con estos objetos –arrojados por la marea del tiempo como restos de un naufragio–, obras de arte, como sí lo hizo el surrealista Joseph Cornell –mencionado recurrentemente por los críticos al hablar de Salcedo– sino que se conforma con hacer un ensamblaje irreverente, que niega la obra de arte pero adopta su fachada. A alguno le “recuerda a Picasso”, a otro le parece uno de los “mejores humoristas de Colombia”, a otros a Duchamp. Cuando Duchamp monta una rueda de bicicleta sobre un taburete no es irreverente con el público, sino con la proximidad de la guerra: una reflexión, la cual “destruye su propia negación”. No hay gratuidad. “Duchamp exalta el gesto” (aunque él mismo dice: “Me gusta mirarla, lo mismo que me gusta ver las llamas en la chimenea”). Cuando usa un retrato, se disfraza de mujer o disfraza a La Gioconda de hombre (con un mensaje más o menos procaz). Él “no postula un valor nuevo” con sus objetos, hace “crítica activa” (Octavio Paz). Pero ¿qué crítica hay en las fotografías de Salcedo? Tal vez contra la mediocridad ambiental, contra el gusto (que “nace de la división de clases”, O. P.), y, claro, contra los pintores (“no creo de ninguna manera en la pintura”). ¿Decir que es malo lo malo, y reemplazarlo por algo igualmente cuestionable? “Sus arbitrarias nuevas realidades… constituyen a veces humoradas carentes de peso significativo”, sin embargo, Gil Tovar concluye “que (esto) coloca a (Salcedo) en uno de los puntales más firmes del arte moderno en Colombia” (1985).
Yo creería que en vez de un “continuador” de Duchamp, o una “alma gemela” de Picasso, Salcedo es con estas “fotografías intervenidas” un malicioso publicista, enamorado del “impacto”, el desconcierto, la eficacia… ¿Aunque no diga nada?
El “gusto rehúye el examen y el juicio”, pero los críticos prefieren pasar por alto el que Salcedo nos haga dudar de él (el gusto “es una noción epidérmica del arte”, O. P.), y celebran en cambio que se destruya “el examen y el juicio”, labor que ya han hecho, mejor que ellos, el mercado y sus medios de comunicación.
El desconcierto y la carencia de significación (anhelada, buscada y lograda; ¿o es tan sólo una invención de los críticos?) provienen de estar ocupando el lugar del cuadro, de la obra de arte, y no serlo. Esta es su contemporaneidad, y su gesto, que a veces él convierte en gesticulación. Todos los ready-made son de Duchamp (“operario de arte”). Todos son un plagio, todos le pertenecen, pues no tienen autor. Lo mismo pasa con los objetos carentes de sentido, los objetos neutros –vacíos de contenido–, y las estrategias para mantenerlos en “su” condición. Todos trabajan en el sentido contrario al arte, ocupan su lugar, y nos dejan con las manos vacías. La consecuencia es sencilla: quedamos a merced del mercado.
El arte colombiano contemporáneo de Salcedo, o un poco posterior, lo hace ver aparatoso, kitsch, vistoso como un muerto en mitad de la sala; me refiero, por ejemplo, a María Teresa Hincapié, a Óscar Muñoz, a Doris Salcedo o al pintor Germán Londoño, quienes tienen mucho “concepto” y lenguaje, pero han renunciado a la neutralidad, a la indiferencia moral, al sinsentido. No hacen las cosas por estar “contentos”, no son publicistas de nada, mucho menos de sí mismos. En “Señales particulares” todo es anónimo, menos él. Dice Julio Rocca B. (1981): “La patética identidad de unos personajes que se hicieron fotografíar precisamente para no perderla, en un momento de pasiva desesperación, es destruida, borrada por un acto de Salcedo y reemplazada (por) un objeto… brutalmente adherido al rostro”.
Víctimas del mercado, queremos ser enterrados en un BMW rojo, y matamos por un reloj o unos zapatos. Si en un museo de arte moderno exhibimos un gigantesco clip rosado (al que los críticos llamarían inmediatamente “escultura” –“llaman escultura a todo lo que no puede enrollarse”, B. S.– y la academia escribiría algunos tratados), nos maravillamos como ante un nuevo tótem –ante la importancia que le damos a algo in$ignificante–; si lo instalamos en la calle, será simplemente el “gracioso” aviso publicitario de un adminículo insignificante, que ha creado fortunas. De manera que el retrato del inventor del clip bien puede perder su rostro bajo un racimo de clips; al fin y al cabo el adminículo se convirtió en algo más importante que su “creador”, en su “identidad cultural”. Esto le daría algún sentido a las bolsas de aspiradora, salchichones, cepillos, espaguetis, tornillos, gorros de baño… que sobreponen su insignificancia a la de tantos y tantos inventores, vendedores y consumidores, tan patéticos como los innumerables objetos que hoy dicen valer tanto o más que la gente. Pero Salcedo afirma categóricamente: “no hay mensaje”. Yo creo que sí lo hay, y que en su tiempo libre se burla de su oficio de publicista y se saca el clavo usando sus medios. Al fin de cuentas es un “lenguaje” impactante y eficaz. Por eso un trozo de salchichón puede constituir la única señal particular de “alguien”, que para colmo no es único, sino todos, pues a todos “algo” nos cubre el rostro. Todo ciudadano es “EL desconocido”. ¿Es esta, pues, la confirmación de nuestra identidad… negada? “[Yo] no estoy enviando mensajes”. Yo sí lo creo, pero él ha hecho –y dicho– todo lo posible –casi tanto como los críticos– para confundirnos.
El artista nace, piensa Salcedo, y “si tiene cómo, se hace”. Pero con “los fundamentos académicos… la gente se olvida de sus inspiraciones profundas y se entrega…”. La “educación formal es una limitante para… los artistas porque no está hecha de manera tal que explore las posibilidades anímicas, sino… el adiestramiento en técnicas”. Si “el individuo… entra a la universidad a hacer la antítesis de lo que lo han guiado a hacer, puede llegar a ser artista”.
El artista está siempre en pugna con la sociedad, reconoce Salcedo. “Hay gente que se desespera en la soledad mientras que el artista aprovecha la soledad intensamente. La soledad es lo que más lo alimenta porque es el tiempo de la lectura interna. El silencio es el valor más importante del arte plástico… El artista es un ser retraído de por sí”. Aunque no le atraen “las teorías sobre la espiritualidad”, Salcedo comienza a reconocerla. “En ese sentido, el arte… ayuda mucho a la estabilidad emocional… porque ese hombre que trabaja en eso [como un artesano]… se reafirma, encuentra sus límites y, también, el límite de la materialidad”.
“El aislamiento –dice ahora Beatriz López, 1986– desintoxicó su espíritu, y su estilo adquirió nuevas formas”. Salcedo sigue hablando de los “planes estrafalarios y anacrónicos” con los que el Estado –la academia y los bancos– intervienen la cultura, y dice que le gustaría hacer, respecto a su obra, borrón y cuenta nueva. “El artista que individualmente deriva y trabaja su sustento de su trabajo y la tranquilidad emocional de sus logros también se está autogestando. No hay que esperar nada diferente al trabajo propio”.
Algo en su vida lo ha hecho madurar, sopesar sus palabras y su temperamento. Aunque estos son destellos –nuestras fronteras interiores son móviles– su obra cambia, se aparta de la obscenidad del mundo y en lugar de hacer “arte conceptual”, lleva los objetos a nuestra intimidad, y empieza a armar poemas con las manos: Recoge allí una vieja lámpara azul, allá unas reglas de arquitecto, rescata un recio tren de juguete, se hace a unas límpidas o torneadas piezas de madera y levanta con todo esto una “Ciudad nocturna”. Encuentra un “expresivo” y desnudo árbol de bronce, lo siembra sobre un rústico cepillo, los ensambla sobre un oscuro cajón de madera (cerrado), y crea un inquietante “Paisaje”. Guarda la música en una fina caja de roble, y la entreabre para nosotros. Construye un triángulo vacío con nobles materiales de colegio y pone a navegar en él –rumbo a la hipotenusa– un delicado velero de tres mástiles: “El viaje de Pitágoras”. Corta la estatuilla de una mujer desnuda con los brazos levantados de brillante bronce y la deja sobre el vidrio de la caja abierta en dos lados, para que veamos cómo desaparece en el agua que no vemos: “Inmersión”. Tiende en el suelo una especie de ventana negra en donde riega cientos de pulidas esferas de metal, que brillan en la Gran Noche, etc.
Trabaja con el vacío, el secreto, los colores, las formas, la geometría, los materiales, las texturas, el silencio, el equilibrio, los volúmenes, los objetos, las analogías, la intimidad… Dice el ensayista Jorge Eliécer Ruiz, hablando de un escritor colombiano: “la profunda y desconcertante diferencia que fijara Coleridge entre imaginación y fantasía. Para el poeta inglés la fantasía era una cualidad subalterna que propiciaba la creación de hechos nuevos. La imaginación, en cambio, es aquella virtud del espíritu que permite encontrar nuevas relaciones entre hechos ya establecidos. La primera, engendra los monstruos de la razón. La segunda preside la génesis de la poesía…”.
No sé si Salcedo aprobara del todo el que yo lo arranque de la novedad y de la irreverencia, que tanto le gustan, aunque ahora parece tener un alma más serena (y fértil). Pareciera que Salcedo, por primera vez, VE la música, la poesía, la voz del hombre, y también el cielo, los árboles, las montañas, los ríos, la noche, las tormentas, la lluvia, el mar… y rehúsa atormentarlos para extraerles su verdad. Salcedo quiere oponerse al desastre. Como Jörgersen, con una obra que consiste en una llama encendida en la oscuridad de una capilla campestre abandonada, a la que titula Orquídea: (“llama que alumbra en la noche que separa los reinos”, Maeterlinck).
“A los doce años lo mandaron a Santa Marta para que conociera el mar. Pero no pasó nada… ‘el mar es obvio’”, se dijo a sí mismo… “En el mar toda tensión se ahoga” (le contestó a Camilo Calderón, 1983). Pero Salcedo se retrae, se ha vuelto contemplativo, se abisma, y en lo que hace ahora no se ahoga la mirada, no se agota: “me dirijo a los que quieren ver”.
“De la capacidad de entrega de uno hacia otra persona, depende la capacidad de expresarse. Cuando esto falta el arte se vuelve pragmático; excesivamente racionalista. Cuando el artista no tiene capacidad de manifestar amor, se refugia en la razón, que es el mejor vehículo para aclimatarse a la muerte”. Salcedo ya no quiere aturdir, ya no responde con cinismo, ya no hace desplantes: se habla a sí mismo. Entonces dice la crítica: “Había una vez un Bernardo Salcedo que sorprendía con cada nueva exposición y con toda declaración irreverente que pronunciaba… tenían un sello original y hasta perverso… Pero a partir de los ‘Serruchos y nadadores’ empezó a bajar la guardia… Aún más, el salto a un tipo de escultura más tradicional… puso de presente el carácter eminentemente diseñístico (sic) que marca toda su producción… Lejos se encuentra Salcedo… de la mordacidad que lo impulsó y definió en los años 60 y 70” (J. Herrán Aguilar, 1989). Lo que no hiere no sirve, parece decir Herrán, no es posmoderno. “En Colombia el problema se ha limitado –escribe Luis Fernando Valencia, 1996– a señalar quiénes son modernos (y) quiénes son posmodernos”. La honestidad desconcierta, no está en el orden del día. La verdad no es rentable, como tampoco la inocencia: (El hombre nos miraba con altanera sospecha, lo cual no podía menos de causarnos gracia ya que el sitio se veía bien poco recomendable y los tratos que en las otras mesas se llevaban a cabo, entre gentes de las más variadas nacionalidades, tenían cara de todo menos de honestas. “Es que somos inocentes –comentó Obregón–. Inocentes en el sentido en que los rusos usan la palabra, o sea: desvelados servidores de la verdad. Y esta es la condición más sospechosa que hay para la gente. Por eso, aquí, somos gente de cuidado” (Alvar do Mattos).
Salcedo se interna en sí mismo, y desde allí elabora su “nueva” poética. Dice Epicuro: “Si rechazas (tus) sensaciones no tendrás siquiera (un) punto de referencia para juzgar”. Y Salcedo las escucha, las cultiva, las elabora. Como a tantos la poesía les parece capricho, y como tantos otros claudican ante su presencia, una parte de “su” crítica lo abandona. ¡Al fin!
Pero Salcedo está enfrentándose a todo. Los “vicios privados constituyen la virtud pública”. Los defectos de los hombres, en la humanidad depravada, pueden ser utilizados en ventaja de la sociedad civil, y se los puede hacer ocupar el lugar de la virtud moral –una moral inmoral–, al servicio de la prosperidad social –para “maximizar las ganancias”– (Deny-Robert Dufur). Se quiere ver a la libido liberada –es fuente de riqueza– no al servicio de un orden integrador.
Lo que quiere elogiar Herrán, y Salcedo no se presta para ello, es que la posmodernidad –el ultraliberalismo– brinda “la posibilidad de apartarse, en el conjunto de las conductas sociales, de todo principio moral o trascendental” (Dufur), para encaminar todas las actividades al mercado. Es decir: “El nuevo capitalismo está descubriendo e imponiendo una manera muchos menos… costosa de hacer fortuna: no ya continuar reforzando la dominación que producía sujetos sometidos, sino quebrar las instituciones que propagan la necesidad de que cada cual fuese garante del conjunto, para obtener individuos flexibles, precarios, movedizos, abiertos a todos los modos y variaciones del Mercado… De manera que, de ahora en adelante, toda institución que llegue a interponer sus referencias (políticas, trascendentales, morales…) entre los individuos y las mercancías, es inoportuna” (D-Robert Dufur).
Por eso, contravenir el desafuero promovido por el ultraliberalismo, su transgresión –que “le confiere a ese discurso un aroma libertario”–, es un acto heroico, que señala otro camino, ya que en la historia los senderos se bifurcan, aunque sólo uno de ellos triunfe: en este caso, la autopista (por donde circulan libremente las mercancías).
“Ya nadie quiere garantizar y asumir –dice Dufur– el encauzamiento de los sujetos hacia la función simbólica”. Y si los hay, es preciso sacrificarlos, pues entorpecen todo lo que sí es comerciable: “Todo lo que se relaciona con la esfera trascendental de los principios y de los ideales, es decir, el mundo de la autonomía del pensamiento y de la dignidad humana, resulta desacreditado… Además, constituyen una posibilidad de resistencia”, de resistencia a un mundo “feroz y obsceno”. Por eso Herrán añora al Salcedo “perverso”, y por eso ataca al Salcedo artista, que según él “baja la guardia”, se vuelve “tradicional”, en fin, al Salcedo que entra a los territorios del arte recogiendo un quehacer arduo, más de treinta años de trabajo, de búsquedas, experimentaciones, callejones sin salida, logros plásticos y confrontaciones, con sus contemporáneos, con la sociedad y consigo mismo. Mareas y lluvias inundarán sus cajas.
En 1979, Luis Camnitzer “exhibirá” en el canto de su mano, levantado contra las nubes del cielo, una lluvia de cristal como una “escultura”; Soto trae a Bogotá un aguacero de acrílico y lo instala en el Planetario (Museo de Arte Moderno)… y llueve dentro del bello edificio durante más de un mes seguido, con sus diez metros de altura: un bosque de agua en el que se internaban los niños, y salían sólo sus risas; en una vieja novela de Ray Bradbury, un padre lleva a su hijo de 7 años a la colina, para mostrarle el viento de octubre entre los árboles: pasaba como una ballena blanca en altamar.
Ver el paisaje sin codicia es doblemente anacrónico, una estúpida caída en el romanticismo. Y así nos va, amenazados por una naturaleza que hoy comienza a devolvernos nuestros errores.
Salcedo introduce aguaceros en vitrinas de madera, y la lluvia, esbelta, silenciosa, cae tras los cristales, sobre el mar, en grises diagonales de plata, en verticales brillantes, como esculturas. Una bellísima representación, en donde los objetos prestan sus cuerpos para evocar, y detener, una visión, ilustrando lo que Huidobro recogió de una tradición indígena: “Poeta, no cantes a la lluvia, haz llover”. Esta es su serie de marinas, entre cajas de madera, piedras, vitrinas, cajones, marcos, urnas… hechos con serruchos. Mares encrespados, con nadadores, solitarias lluvias, ritmos, lejanías, con cielos negros, grises, sin estrellas… que él llama “Mediterráneo”, “Mares”, “Ventana al mar”, “Mareas”… Lo que no tiene medida, lo inconmensurable, lo llevará a 49 x 37 x 14,5 cm.
Volteando la frase de Luis Camnitzer, podríamos decir que Salcedo ha hecho una elección estética, con consecuencias políticas. Obras que sobreviven “mucho más allá de la lectura”, lo cual las hace “inexplicables”. Eso es, en el fondo, lo único “capaz de expandir el conocimiento” (Camnitzer). Yo diría, de despertar, de volver a la sensibilidad, y desaclimatarnos de la muerte. Un destello de misterio, de credulidad (que tanto irrita a los “críticos” del posmodernismo).
Guillermo Wiedemann (1963) ordenó la basura con los viejos teoremas de la geometría, convirtiéndola en un asunto esencial, en una bella estructura que rescata la composición y las texturas salvándonos de su agresión, haciendo eco de un orden superior; Feliza Bursztyn levanta la chatarra convirtiéndola en un homenaje a Gandhi, o en una rosa de desechos, y Bernardo Salcedo convierte los serruchos en una visión del horizonte, en la inmensidad, en un universo vivo: donde otros ven –y fabrican– basura o desechos, el arte propone otro camino: el de no caer en la negligencia, en el gesto que daña, en la irresponsabilidad y en la falta de ética. Ante la agresión de la trivialidad y la imposición del libertinaje, y “el arte de reducir cabezas”, Salcedo restaura ahora el Arte de ver, de escuchar, de valorar, de sentir. Algo que hoy parece superfluo, porque es contrario a la degradación. Se trata, pues, del acceso a la “imaginación”: “atreverse a pensar”, en medio de la turbulencia, oponer un funcionamiento distinto al funcionamiento bárbaro de la gran maquinaria, y decidirse a creer que el mundo –y la vida– tal vez tengan algún sentido. Y lo interioriza. Salcedo trabaja sosteniendo un mundo simbólico que se está destruyendo. Ante la afrentosa banalidad, Jörgersen proclamaba “el efecto mariposa”: el batir de las alas de una bella criatura levanta una tormenta en las antípodas.
“¡Oh, miseria humana, a cuantas cosas te sometes por dinero!” (Leonardo Da Vinci).
Andrei Tarkovski consideraba su película “El sacrificio” como su testamento cinematográfico, no por ser su última obra o por haberla hecho estando enfermo de muerte, sino porque ella trata de “la ausencia en nuestra cultura de espacio para la existencia espiritual”, cuya privación, según él, amenaza a la sociedad. “Quise mostrar que un hombre puede renovar sus nexos con la vida al renovar sus compromisos consigo mismo…”. Claro, Tarkovski, que es un místico, ofrece para “recuperar la integridad” su propio sacrifico: “un hombre que se sacrifica por alguien”. Este profundizar en la existencia tal vez va mucho más allá de los propósitos de Salcedo, pero no en dirección contraria. Tarkovski comienza su película con un hombre que acompañado por su pequeño hijo riega todas las mañanas un árbol que han sembrado en tierra estéril. Pequeña acción con la que ellos “demuestran su libertad”, pues han comenzado a construirla. Este acto simbólico –ritual– está relacionado con la actitud de Salcedo en estas obras con las que sacrifica el orden de la tiranía material y propone otro. ¿A esto se refería su autodefinición como autor de “una lúcida obra plástica”? La poesía es clarividencia, lucidez, revelación y –a veces– conocimiento. En Tarkovski el sacrificio “es una parábola, quizá una visión en sí misma”, la “renuncia” a un orden sostenido en últimas por “el poder nuclear” y que usa la guerra como método de persuasión, renuncia a la que Tarkovski da comienzo con el cuidado del árbol, un cambio de actitud, un acto ético de responsabilidad. Si el primer “orden desemboca en la guerra”, el otro señala hacia “un futuro diferente”, funda una realidad (no hay que olvidar que el orden soviético atacó, censuró y finalmente destruyó a Tarkovski). A esto me refería al decir que por primera vez Salcedo actúa como un hombre crédulo, que se expone a cierta inocencia. “Aprender que los bienes más valiosos son los menos raros cuesta un largo aprendizaje”.
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Salcedo nunca tuvo conciencia de que su trabajo “era desordenado”, como dijo Camnitzer de su propia “obra”, al verla como “páginas sueltas de libros distintos”. Entonces Camnitzer se propuso “solucionar el problema”, una nueva obra que la ordenara, que le diera sentido, e hizo un diccionario de imágenes-idioma para leerla. Salcedo sigue teniendo una obra desordenada, y tal vez no haya manera de ver en ella una auténtica evolución. Pero, sin duda, estuvo en el umbral –como dice el crítico de arte Samuel Vásquez– de ese “vasto espacio de lo posible”.
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