Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Patricia Ravelo Blancas**
Héctor Domínguez Ruvalcaba***
* Este trabajo forma parte de una investigación titulada “Protesta social y acciones colectivas en torno de la violencia sexual en Ciudad Juárez”, auspiciada por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) y financiada por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT).
** Investigadora del Centro de Investigaciones y de Estudios Superiores en Antropología Social, profesora visitante de las universidades de Texas, en El Paso, y Pedagógica Nacional, Unidad Juárez. Doctora en Sociología de la Universidad Nacional Autónoma de México, especialista en Estudios de la Mujer de El Colegio de México. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
*** Profesor investigador de la Universidad de Texas en Austin. Doctor en literatura hispánica en la Universidad de Colorado, máster en Literatura Hispanoamericana de la Universidad Estatal de Nuevo México y Licenciado en Letras Españolas de la Universidad Veracruzana. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Para los autores de este artículo, el miedo y el goce son los dos ejes teóricos más importantes para comprender las interrelaciones entre política y cultura cotidiana que detonan la violencia en Ciudad Juárez, México. El objetivo es reflexionar el cuerpo como espacio político bajo tres principios conceptuales articuladores: la política del miedo, la sociedad del goce y la colectividad concebida como víctima, cuya estructura de privilegios se establece mediante el criterio del derecho al luto.
Palabras clave: sistema político del miedo, goce, violencia contra las mujeres, masculinidad, cuerpo, crimen organizado y justicia.
Para os autores deste artigo, o medo e o gozo são os dois eixos teóricos mais importantes para compreender as interrelações entre política e cultura cotidiana que detonam a violência na Ciudad Juárez, México. O objetivo é refletir o corpo como espaço político sob três princípios conceituais articuladores: a política do medo, a sociedade do gozo e a coletividade concebida como vítima, cuja estrutura de privilégios se estabelece mediante o critério do direito ao luto.
Palavras-chaves: sistema político do medo, gozo, violência contra as mulheres, masculinidade, corpo, crime organizado y justiça.
For the authors of this article, fear and enjoyment are the two most important theoretical axes to understand the intersection between politics and daily life culture, which triggers violence in Ciudad Juárez, México. The objective is to reflect on the body articulated as a political space by three central concepts: the politics of fear, the society of enjoyment, and the community conceived as victim, whose structure of privileges is based on the criterion of the right to mourning.
Key words: political system of fear, enjoyment, violence against women, masculinity, body, organized crime and justice.
Partamos de una afirmación, acaso temeraria, pero útil para andar en casa: en México el sistema de procuración de justicia no existe, si nos remitimos a la clásica definición de Platón que identifica la justicia con la felicidad, cuando afirma que “sólo el justo es feliz y el injusto desgraciado” (Citado por Kelsen, 1991: 9-10). Pero, como señala Kelsen (1991), un orden justo no puede existir cuando la felicidad del uno entra en conflicto con la felicidad del otro. En México no hay un sistema de justicia en estos términos, lo que existe es una legislación, un presupuesto y una serie prolija de gestos en los cuales nadie parece creer1. Las estructuras de control social están más bien regidas por un sistema de poderes a la vez autónomos e interdependientes, como los sistemas culturales (por ejemplo, el patriarcado) y los sistemas económicos (como el capitalista). Tal atomización propicia la cancelación de las garantías ciudadanas y produce un desmantelamiento de la ciudadanía en relación con gran parte de sus derechos civiles. En su lugar se establecen formas de control de cuerpos caracterizadas por el binomio del goce y el miedo, atravesado por la dualidad masculino/femenino. No es exacto decir que la sociedad se divide entre gozadores y atemorizados, reproduciendo el esquematismo de la hipótesis represiva (Foucault, 1982). Más bien se trata de comprender la constitución de los cuerpos (sexuados) del mundo globalizado como el resultado de la integración de estos dos factores. Es decir, los cuerpos son articulados, entre otros aspectos, a partir de sus temores, sus goces y sus prejuicios, en un orden simbólico donde las asignaciones de género aluden a la producción y reproducción de símbolos represores, discriminatorios y excluyentes tanto entre gozadores/ as como entre atemorizados/as2. En ese sentido, las políticas sexuales propuestas por el feminismo desde los setenta y ochenta sugieren reformulaciones que reinvindican el placer erótico en vez de castigarlo (Vance, 1989; Millet, 1975). El sistema de dominación de esta estructura intrínseca caracteriza a las formas de control que Foucault denomina biopoder, en contraste con las sociedades disciplinarias. Según analizan Michael Hardt y Antonio Negri (2000: 22-25), son las formas internalizadas de control –que nosotros interpretamos como el influjo del miedo y el goce– las que regulan a la sociedad globalizada. Se trata de una normatividad generada en la zona donde las acciones físicas son también acciones simbólicas, en una especie de somatización de los signos. Concebir el cuerpo como una construcción simbólica nos lleva a despsicologizar los actos de violencia y comprenderlos entonces como manifestaciones políticas. En el caso de Ciudad Juárez, al igual que en las sociedades más afectadas por el proceso globalizador, el cuerpo se erige como espacio de lo político. Esto es, mientras las instituciones del Estado, los marcos legales y las voluntades democráticas existen como prédicas y ceremonias la mayoría de las veces, los procesos sociales se caracterizan por su corporeidad, la cual se expresa en el mercado de la ilegalidad y, en general, en los espacios públicos, a través de asignaciones genéricas y sexuales donde las acciones de gozar y atemorizar juegan un papel vinculante. Ese solo hecho obliga a incorporar políticas sociales capaces de enfrentar al sistema de redes de tráficos ilegales (de mujeres, drogas y armas, por mencionar algunos de los más conocidos en la frontera) que buscan generar y mantener una política del miedo y una cultura del terror, vinculadas con el goce y el placer. Nuestro uso de los conceptos de miedo y goce está delimitado por una interpretación política. Como sugiere Rotker (2002), el miedo es un sistema de control caracterizado por la inmovilización de las voluntades políticas y el silenciamiento de los discursos críticos que cunden en las diversas conductas cotidianas; el goce, de acuerdo con Zizek (1994), consiste en la práctica de la posesión de los cuerpos vulnerables por fuerzas que actúan por encima de los parámetros legales, morales o éticos, y que ostentan una posición de dominio.
Mannoni (1982) usa los términos trastorno afectivo y perturbación fisiológica para definir el miedo. Una paráfrasis de esta definición nos permite concebir el sistema político del miedo en términos de trastorno de las relaciones intersubjetivas y perturbación de la seguridad. Esto es, se trastornan las relaciones políticas y las posibilidades democráticas de constitución del Estado y del sujeto, y se perturban las garantías de perpetuación de la vida humana y la libertad. Para hablar de una política del miedo, entonces, hemos de referirnos tanto a las estrategias de inmovilización social como a las formas de coerción practicadas en nombre de la ley, pero en violación del derecho. La imagen del policía judicial viene al caso3: aparición todopoderosa en los centros nocturnos, con su gesto hosco e inquisidor, lejos de cumplir con las funciones que los reglamentos establecen –agente vestido de civil que investiga los delitos–, se goza en la ostentación de la “charola”, ese documento que lo autoriza para ejercer su voluntad sobre la ciudadanía. Para saber quién es policía judicial basta con observar la conducta servil de todos los parroquianos, trabajadoras sexuales, barmen, vigilantes, meseros y parqueros que se esmeran en sus atenciones ante este personaje. Más que un oficial que ejecuta la ley, él es la ley misma. “El Estado soy yo” del rey despótico por excelencia, se encarna en esta figura de patriarca absoluto que en sí mismo es la más lamentable evidencia de la miseria política de nuestro país: la casi inexistencia de la democracia. Para ellos no hay a quién temer, nadie más que otros judiciales y sus jefes podrían desarmarlos. Pero si ellos son el Estado, no son de ninguna manera el Estado de Derecho. Como en el absolutismo despótico, y en las más encarnizadas dictaduras, la vida, la libertad y la integridad de la población dependen de lo que el policía judicial, y otras corporaciones policíacas municipales, estatales y federales, consideren castigable o tolerable. Perseguirán a los enemigos políticos de sus jefes antes que a los asesinos. Cohibirán a las víctimas antes que esclarecer la identidad de los victimarios. Ahí donde se han manifestado la crítica y las voluntades colectivas, siempre han tenido los poderosos a su disposición a estos ejércitos sin uniforme dedicados al trabajo sucio. La historia de las represiones masivas, desapariciones de líderes y lideresas disidentes, el desarrollo de negocios multimillonarios como la explotación desmedida de los bosques, el contrabando, el tráfico de indocumentados, la trata de personas y el narcotráfico, han sido posibles gracias a la vigilancia, control y represión que estos hombres armados y desalmados ejercen4.
Tendríamos quizá que disculparnos por reiterar lo que todo el mundo conoce, murmura y da por hecho: en México, el mercado informal, con todas sus variantes criminales y toda su red de influencias y chantajes, se ha convertido en un mal que no se podría extirpar sin hacer peligrar la frágil estabilidad económica. No hay caos ni incapacidad productiva, lo que existe es un negocio criminal, un terrorismo feminicida legible en las señas de misoginia dejadas en los cuerpos de las mujeres masacradas a lo largo de más de una década de asesinatos (Russell, 2004; Altolaguirre, 2004). El negocio del tráfico de drogas se ha vuelto indispensable para la existencia de varias comunidades, tanto las que habitan en los barrios pobres como en los residenciales. La economía fronteriza no sería posible sin el ahínco de los policías. Cuando una de las madres de una joven desaparecida en Ciudad Juárez, ante la falta de resultados en las investigaciones, recriminó: “¿por qué no trabajan los policías?”, la respuesta cínica de una secretaria fue: “le juro señora que trabajan demasiado, pero en su propio negocio”5. Nada lo ignoran, en todo estarán presentes, conocen con nombres y apodos a los maleantes de cada barrio, a los “guaruras”, a los capos, a los líderes comunitarios, a los profesionales de todas las ramas y a los políticos de todas las causas. Para la percepción de la ciudadanía es imposible que los policías desconozcan quiénes asesinan, quiénes violan, quiénes secuestran y quiénes le distribuyen los narcóticos a nuestra lozana y desnutrida juventud. Las escuelas, las discotecas y las fiestas raves o “afters” se han convertido en los sitios más prósperos para la venta de estupefacientes: lo denuncian los profesores de primaria, los vecinos de los picaderos6 y los propios jóvenes durante las redadas. Es visible en los baños de los clubes nocturnos, donde siempre estarán los agentes del orden trabajando arduamente.
El 28 de febrero de 2004, en The Dallas Morning News apareció un artículo que describe las acciones de una mafia de policías de Ciudad Juárez llamada “La Línea”, a la cual relacionan con el grupo “tres arbolitos”, que en los años noventa controlaba crímenes callejeros y narcotráfico al menudeo en los picaderos –de los cuales, según dicho artículo, existen alrededor de mil en esta ciudad–. “La Línea” transporta cocaína y mariguana a Estados Unidos (Corchado y Sandoval, 2004). Cada vez que un cargamento es introducido con éxito a ese país, estos policías, de acuerdo con los autores del reportaje, organizan orgías en las que violan y torturan mujeres secuestradas. Por lo menos en tres casos de mujeres desaparecidas y asesinadas en esta ciudad se han mostrado indicios de haber sido secuestradas por policías7.
Pero los policías no son un grupo homogéneo. Unos se van coludiendo en el negocio del narcotráfico, del tráfico de mujeres y de armas; otros van ascendiendo en las jerarquías de las mafías para ser desplazados por los sicarios más hábiles. Por eso una gran mayoría de ejecuciones son contra ex-policías o ex-agentes. Esas muertes se justifican en la sociedad juarense por estar ligadas al tráfico de drogas, lo que crea un sentimiento colectivo de castigo, parecido al juicio contra las mujeres asesinadas por la supuesta vida inmoral que llevaban (Monárrez, 2000: pp. 87-118). Durante el 2002 se registraron 39 casos de ejecuciones con 55 víctimas, entre las cuales se encontraban expolicías. La cifra es muy cercana a la del 2001 que fue de 43 ejecuciones, según indica un reporte de la Procuraduría de Justicia del Estado8. El reporte de homicidios directos señala que hasta noviembre del 2002 sumaban más de 269 las muertes masculinas directas, de las cuales 55 correspondían a ejecuciones de hombres, muchos de ellos ex-policías (Castro, 2002). Las ejecuciones de policías se incrementaron a mediados del 2001 y a principio del 2002, principalmente contra ex-agentes de la Dirección de Seguridad Pública Municipal y del desaparecido Grupo Frontac (grupo antidrogas de la Policía Municipal). Así han trascurrido los siguientes años, con ejecuciones de policías de diferentes corporaciones, hasta la escandalosa ejecución de un joven de la Agencia Estatal de Investigaciones, quien estaba adscrito al grupo nocturno y fue acribillado cuando salía de su trabajo: la Subprocuraduría de Justicia del Estado (Saucedo, 2005; Castro, 2005).
Tomando como arquetipo al policía que trabaja para el crimen organizado, se puede construir la sociedad del goce. Basados en las reflexiones psicológico-políticas de Zizek (1994: 201-205), podemos plantear que esta sociedad del goce se caracteriza por el establecimiento de un orden social basado en la dominación de los cuerpos. Se establece entonces un sistema de privilegios que consiste en gozar y desechar los cuerpos de otros. Más allá de la hipótesis de las cofradías criminales propuesta por Rita Segato (2004) y los periodistas del Dallas Morning News, nos interesa plantear que los acontecimientos violentos que día a día se suscitan en Ciudad Juárez (y otras ciudades fronterizas como Nuevo Laredo), pueden comprenderse como manifestaciones de una norma diseminada por todos los estratos sociales, es decir, que lo que hemos tipificado como narcotraficante-policía se ha convertido en un modelo de conducta para diversos individuos que practican el goce violento.
Según la “Encuesta especial sobre incidencia delictiva” (Instituto Municipal de Investigación y Planeación, 2000), el 82% de victimarios son hombres y 7.9% mujeres; 63% adultos y 20% menores. Estas cifras parecen apuntalar la noción esencialista de que el sexo masculino se inclina más a la perpetración de la violencia. Sin ánimo de abrir controversias que nos distraigan del plano de lo político, digamos deprisa que la masculinidad violenta se genera como un modelo de conducta, es decir, un modo deseable de ser que se ha promovido colectivamente. Por esta vía se le ha asignado a la masculinidad la facultad (y el deber) de ejercer violencia. Como construcción hegemónica de la masculinidad, ser hombre es ser violento. Gran número de los homicidios perpetrados suceden en el marco de la guerra del narcotráfico y el crimen organizado. Esta constante refuerza la idea de que la construcción de la masculinidad violenta se lleva a cabo dentro del marco de las relaciones de fuerzas económicas. Es importante, sin embargo, destacar que, además de los asesinatos anónimos de mujeres, en una cantidad significativa de crímenes el perpetrador ha sido identificado. Se trata de asesinatos y abusos cometidos en el ámbito doméstico contra esposas, hijos/as y ancianas. Aparentemente, estos ámbitos de violencia pertenecen a diferentes formas de relaciones. En un afán clasificatorio podemos distinguir los crímenes en los que el victimario ha sido identificado, de aquellos en los que el victimario permanece oculto; los crímenes que suceden en el marco de los conflictos del crimen organizado, de los que suceden en el plano doméstico; los que suceden en las reyertas de pandillas de los barrios, de los que denotan conflictos personales; los crímenes de odio, de los crímenes pasionales; etc. Sin embargo, si hemos de considerar que el ser perpetrador es el modelo cultural del hombre dominante que resuelve sus conflictos y frustraciones con amenazas, lesiones y muerte, podemos sostener que todos los crímenes obedecen a un modelo de dominación por la fuerza que se ha extendido socialmente.
Slavoj Zizek observa que es el superego y no la ley escrita lo que cohesiona a la comunidad: “What ‘holds together’ a community most deeply is not so much identification with the Law that regulates the community’s ‘normal’ everyday circuit, but rather identification with specific form of transgression of the Law, of the Law’s suspension (in psychoanalytic terms, with a specific form of enjoyment)” [“lo que mantiene unida a una comunidad más profundamente no es la identificación con la ley que regula el circuito cotidiano de la comunidad, sino la identificación con formas específicas de transgresión de la ley, de la suspensión de la ley (en términos psicoanalíticos, con una forma específica de goce)”] (Zizek, 1993: 55, énfasis en el original).
Al establecerse la cohesión social con la transgresión de la ley, la transgresión se convierte en mandato social. Este es un aspecto dominante en algunos grupos sociales, ante todo en aquellos caracterizados por la ilegalidad y la violencia. El hombre violento se erige entonces como el gran transgresor de la ley civil que prohibe la violencia, y con ello se convierte en un héroe de la colectividad. Las condiciones de esta política del goce pueden esbozarse como sigue: a) existe un espacio de la ilegalidad que se articula fuera de los órdenes de lo público y de lo privado, es decir, fuera de los paradigmas en los cuales se funda el Estado moderno y los sistemas culturales, como el patriarcado. Esto es, la fuerza de seguridad pública trabaja contra el orden público, anulando con esto el principio que le da existencia, y el sujeto masculino, a quien el orden patriarcal ha responsabilizado, entre otras funciones, de la protección de la familia, se ha convertido en el autor principal del desmembramiento del ámbito privado tradicional. b) Tanto el crimen organizado como los llamados crímenes circunstanciales son prácticas de dominación donde los actos de venganza, traición y castigo se rigen por los principios del goce y del miedo. Esto es, no hay ley que regule las conductas, sino una lógica de la dominación de los cuerpos por la fuerza y la violencia sexualizada y generizada. c) Al desfigurarse el sistema de garantías ciudadanas –incluidos los derechos sexuales y de género– se instaura una sociedad que prescinde de las instituciones del Estado y que actúa bajo el imperativo del miedo.
Sin embargo, no se puede plantear que el Estado ha dejado de funcionar, sino que ha cambiado de papel en la estructura de poder. En gran parte, las instituciones oficiales han pasado de ser garantes de la ley a ser agencias de coerción en favor de los capitales transnacionales. Globalización y neoliberalismo han sido los términos más comunes para referirse a este orden económico-político. Se trata de una red de dominios más que de una hegemonía homogénea. Para plantearlo con mayor precisión, nos referimos a un sistema de consumo de cuerpos desde diversos frentes que resultan a todas luces des-legalizados: a) la industria maquiladora y su explotación de la mano de obra que viola en muchos casos las leyes laborales; b) el tráfico de indocumentados, en el cual se garantiza que ningún Estado reconozca la ciudadanía, y con ello, los derechos a la protección y representación legal e incluso estadística; c) el crimen organizado con todas sus variantes, cuyos nutridos capitales circulan libremente gracias a los mecanismos de lavado de dinero que involucran a gobiernos, empresas e instituciones financieras.
Las fuerzas policíacas, como lo analiza Marez (2004) al referirse a la guerra antidrogas iniciada en el régimen de Ronald Reagan, se financian a sí mismas logrando con ello una independencia económica y administrativa de los estados. Ya desde el escándalo Irán-Contras ha quedado al descubierto la íntima relación que existe entre las fuerzas represivas, el narcotráfico y el mercado de armas. Las prisiones se han sobrepoblado a partir de la guerra antidrogas al punto de no requerir más del financiamiento público. Se trata, en efecto, de un sistema penitenciario que ha llegado a ser privatizable. En diferentes visitas al Cereso de Ciudad Juárez9 hemos podido advertir un sistema económico integrado a las estrategias disciplinarias de la reclusión. Los internos viven un afán laboral en sus talleres mecánicos, de carpintería, maquiladoras de ropa, entre otras actividades visibles. El crimen organizado, según se refiere en la prensa, la literatura y el cine, tiene en las cárceles, muy a menudo, sus centros de operaciones.
El narcotráfico y el mercado de armas, tanto como los aparatos de vigilancia operan en un umbral que rebasa las instituciones democráticas, valiéndose, sin embargo, de su estructura para funcionar. La industria más lucrativa, sin duda, es ésta que combina un estado de terror con una amplia difusión del hedonismo. Según Marez (2004), el negocio del narcotráfico genera aproximadamente 400 billones de dólares al año, sin contar los beneficios directos e indirectos que reciben las industrias químicas, de armas, y las propias prisiones, entre otros renglones de la economía. De acuerdo con este mismo autor, las agencias más impunes de lavado de dinero son los bancos transnacionales.
Todos los esfuerzos por desmembrar esta red de poderes que tiende sus raíces por prácticamente todos los espacios imaginables y que establece un exceso de muerte en el escenario e imaginario colectivos, han resultado endebles ante el poderío de la política del goce y del miedo del orden transnacional. Mientras que los empeños de diveros sectores de la sociedad civil han probado tener una efectividad, aunque limitada, el Estado ha ido perdiendo su credibilidad y su capacidad de control. Las organizaciones o entidades colectivas que interactúan en la realidad fronteriza, ejecutan acciones muy focalizadas y por ende precarias como política de transformación del todo social. Hardt y Negri (2000) observan que los movimientos de resistencia posmodernos tienen poco alcance, son espontáneos y se caracterizan por su incomunicabilidad. Mientras para Gramsci (citado por Acanda, 2002) la politización de la sociedad civil persigue un proyecto de Estado, aquella que actúa en la frontera no deja claramente definida una política encaminada hacia cómo establecer un clima de seguridad y calidad de vida. A pesar de sus justos pronunciamientos, las organizaciones sociales se mantienen por una parte cooptadas por los diversos intereses que las sostienen y, por la otra, funcionan como agencias de programas emergentes para aliviar problemas particulares de los grupos marginales. Varias ONG actúan en la frontera desde hace poco más de diez años; algunas se han convertido en asociaciones civiles establecidas, con personal, despacho y financiamiento de distintas fuentes internacionales y/o nacionales (principalmente provenientes del gobierno), y otras han desaparecido del escenario político. Muchas se han autonombrado organizaciones de la sociedad civil y se han agrupado en torno a otras instancias como el Consejo Ciudadano, la Comisión para Erradicar y Prevenir la Violencia hacia las Mujeres, y la Mesa de Mujeres. En coordinación con otros grupos de artistas, intelectuales y académicos, se formó el movimiento Pacto por la Cultura, que junto con las instancias mencionadas fundaro nuna especie de coalición llamada Voces por las Mujeres. Por su parte, la Fundación del empresariado chihuahuense lleva cinco años propiciando encuentros entre organizaciones filantrópicas. En el mes de noviembre de 2005, esta fundación celebró el VI Encuentro de Organizaciones de la Sociedad Civil, titulado: Tejido social: responsabilidad de todas, el cual pretendía “detonar alianzas entre las participantes y las organizaciones de la sociedad civil” (allí, por cierto, se convocó a organizaciones norteamericanas) que buscan “una sociedad más generosa, participativa, eficaz y justa” (Sánchez, 2005).
El orden neoliberal le impone a las organizaciones civiles el papel de administrar la dimensión más dolorosa de la sociedad. Como plantean Hardt y Negri (2000), la función de las ONG equivale a la de los franciscanos de la Conquista en la era de globalización. La violencia instaura un teatro del luto, un espectáculo del dolor en la esfera pública, un melodrama que implanta la lógica del sentimiento como un modo de hacer política. Se trata de actos públicos, declaraciones, rituales calendarizados con días para recordar, cuyo proyecto central es la escenificación del sufrimiento. Parte fundamental del discurso del miedo lo constituye la victimización. Ser víctima reúne un capital político codiciable en la gran industria de la imagen, los negocios de la politocracia y la academia. Diversos actores de la sociedad juarense, principalmente de sectores conservadores, cuya preocupación primordial es la imagen de la ciudad, no se manifiestan en contra del dolor, sino en contra del conocimiento que pudiera eliminar el dolor, es decir, en contra de quienes analizan la imagen tanto real como simbólica de la ciudad, “ponen el dedo en la llaga” y visibilizan las heridas que deja la violencia, como un conocimiento inevitable para el desarrollo de políticas públicas a este respecto. El Foro Permanente por Ciudad Juárez, Voces Contra la Violencia, organizó la Semana por Juárez en el D.F. del 17 al 21 de octubre del 2005. A este evento se trasladaron 58 participantes entre artistas, intelectuales y académicos, quienes permanecieron una semana desarrollando diversas actividades, como mesas redondas, obras de teatro, exhibición de videos, etc. Este evento, desde nuestro punto de vista, revela una contradicción básica: por una parte, se organiza “con el objetivo de refundar Juárez como una ciudad con un imaginario no violento” (Foro ciudadano por Juárez, 2005); por la otra, su programa está centrado en la problemática de la violencia e incluye la obra Antígona de Perla de la Rosa y el documental Preguntas sin respuestas. Los asesinatos y desapariciones de mujeres en Ciudad Juárez y Chihuahua, de Rafael Montero (2005), cuyas representaciones del dolor reiteran la imagen de una ciudad dominada por la impunidad y la violencia. Independientemente del valor estético que estas puestas en escena de la violencia contengan, el hecho de que el Foro promueva “un imaginario no violento” y a la vez presente estas obras que ofrecen una visión desesperanzadora de los feminicidios, no hace sino subrayar una contradicción que va a definir un proceso de cooptación de las acciones de resistencia contra la impunidad. Al perseguir objetivos más abstractos que concretos como “salvar a Ciudad Juárez de la imagen que los foráneos han promovido y recuperar los valores de la sociedad juarense” y a la vez incluir estas escenificaciones desesperanzadas, la representación de la violencia promovida por el Foro Permanente por Ciudad Juárez queda reducida al plano de un espectáculo que apuntala el discurso “tolerante y plural”, en el que hablar de la violencia es admisible, aunque no lo es poner en evidencia los factores políticos y socioeconómicos que consolidan la impunidad que la propicia.
La política pro-imagen de Juárez puede entenderse como una compulsión por evitar el conocimiento, es decir, evitar que se visibilice el sistema que produce la violencia. La ignorancia, dice Sedgwick (1990), cumple una función política en la medida que es instrumentalizada para fines políticos. En el caso de Ciudad Juárez encontramos que la ignorancia de los mecanismos que sistematizan la violencia es el principal factor de la política del miedo. La representación de la violencia como un fenómeno irresoluble perpetrado por sujetos desconocidos con motivaciones también desconocidas, conduce a una desmovilización política. La sociedad parece representarse como una víctima que no cuenta con los recursos para su liberación. El saberse representado como víctima es saberse inmovilizado por el miedo. Si el consenso social consiste en concebir a la víctima como modelo de ciudadanía, entonces es consensual actuar bajo las normas del miedo. El miedo se apuntala con el supuesto de que ninguna acción colectiva es eficaz para resolver el problema de la impunidad. Mientras la justicia se mantiene aplazada como un horizonte siempre inalcanzable, las instituciones de gobierno y las organizaciones civiles pactan programas de ayuda financiera, como los del Instituto Nacional de las Mujeres, para realizar investigaciones sobre Pobreza, Migración y Violencia, y los del Instituto de Desarrollo Social (INDESOL), para apoyar proyectos que beneficien a familias en condiciones de vulnerabilidad. La seguridad pública y los derechos a la administración de justicia ceden el paso al problema de la pobreza (Sedesol, Indesol) y los valores de la familia tradicional, que aparecen como prioritarios en las acciones políticas y proyectos promovidos por el gobierno del Estado, las empresas e incluso los proyectos educativos como el llamado Programa de Valores 2020. Se trata de una forma de patrimonialismo en favor de quienes han sido afectados por la violencia y un sistema de exclusión basado en la ideología juedeocristiana de la familia. Digamos de paso que las víctimas a quienes se les prueban actividades inmorales o delictivas no son beneficiarias del discurso del sufrimiento.
Como el sistema de procuración de justicia, las organizaciones de la sociedad civil se caracterizan por su precariedad y simulacro. Ambas poseen un presupuesto, una serie de rituales o “tareas” y un discurso público. Estas permiten visibilizar que en la era de la globalización el control de los cuerpos se ejerce desde instancias ajenas al Estado: por un lado, las fuerzas de coerción (policías y militares), aunque pertenecientes a la estructura del gobierno, son utilizadas como instrumentos de terror; por el otro, las organizaciones civiles cumplen con una función estratégica de contención al funcionar como agencias de servicios de beneficio social. Debido a que no hay capacidad de las instancias gubernamentales para proveer de los servicios que garanticen la seguridad y la reproducción social, se cancela la noción de sociedad civil conceptualizada en el pensamiento gramsciano. En su lugar se establece una sociedad del goce y del miedo. Por lo menos en el caso de Ciudad Juárez, esta reducción del Estado benefactor no implica la pauperización de la sociedad en términos económicos, sino su persistencia como sociedad económicamente próspera a pesar de la precariedad de los sistemas de seguridad pública, urbanización, acceso a la educación y la salud social. El goce de los derechos a la seguridad pública instaurados democráticamente se suplanta por el goce construido a partir de la suspensión de los derechos. Esta forma de dominación se constituye por una serie de conductas codificadas, aprendidas y divulgadas en la sociedad, más que como emergencia ciega de impulsos destructivos. Si no hubiese una sociedad que acepta, consolida y reproduce este sistema de goce y miedo, la violencia que tanto nos aqueja sería un problema fácil de extirpar. Perder el miedo a combatir el goce violento y promover una democracia orientada a garantizar un derecho igualitario de mujeres y hombres para acceder a los beneficios económicos y simbólicos de la sociedad, serían por lo tanto los dos ejes fundamentales para el diseño de políticas que reduzcan la violencia.
1 Tal es la conclusión a la que han llegado recientemente los empresarios juarenses como reacción a una serie de acontecimientos que han evidenciado la participación de la policía en actos delictivos (Notivisa, Noticiero del canal de Televisa local conducido por Mirna González y Alejandro Valente, Ciudad Juárez, 20 de octubre de 2005).
2 El orden simbólico es necesario para la organización social al igual que la represión. En efecto, desde la perspectiva lacaniana, todo lo que tiene sentido se ha incorporado al orden simbólico. Precisemos que en sociedades injustas y excluyentes, como la que nos ocupa, el orden simbólico constituye un principio de ordenamiento donde se privilegian la discriminación y el amedrentamiento.
3 Esto no quiere decir que sea el sistema policial el único dispositivo del miedo, en un estudio más amplio hablaríamos de la participación de los medios (Martín- Barbero, 2002: 19-35) y las estrategias coercitivas de la derecha (González, 1998), que intervienen en la vida social inmovilizando diversas políticas democratizadoras.
4 Para abundar sobre este tema, véanse los textos de González (2002), Washington (2005), Segato (2004) y Ravelo (2005).
5 Esta desatención de su papel como agente de seguridad pública para dedicarse a actividades ilegales, es nuestro punto de partida para señalar una alteración del orden público-privado que ha caracterizado al Estado moderno, que analizaremos más adelante.
6 Expendios de narcomenudeo.
7 Véase los casos de Silvia Arce, Verónica Rivera y Neyra Azucena Cervantes (Ronquillo, 1999). También véase los documentales Señorita Extraviada (2001) y La batalla de las cruces. Impunidad y violencia contra las mujeres (2005)
8 Aunque estas cifras no coinciden con las que manejan los medios de comunicación. No se contabilizan otras ejecuciones como la del caso de la paseña Deisy Ruedas y su primo, ya que este caso pasó a ser investigado por la Fiscalía de Homicidios de Mujeres. Tampoco se integran otros casos de ejecución turnados por el Grupo Zeus a la Fiscalía de Homicidios de la PJR, lo que provoca un subregistro en la information (Castro, 2002)
9 Estas visitas se llevaron a cabo en diferentes ocasiones durante el año 2003, como parte del proyecto de investigación “Protesta social y acciones colectivas en torno de la violencia sexual en Ciudad Juárez” arriba mencionado.
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