Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Javier Pineda*
Andrés Hernández**
* Economista y Doctor en Estudios de Género y Desarrollo de la Universidad de Durham, UK. Profesor del Centro Interdisciplinario de Estudios Regionales CIDER, Universidad de los Andes, Bogotá. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
** Politólogo y Doctor en Ciencias Políticas con énfasis en Filosofía Moral, Jurídica y Política de la Universidad de Barcelona. Profesor del Centro Interdisciplinario de Estudios Regionales CIDER, Universidad de los Andes, Bogotá. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Este artículo plantea los retos sociales y culturales de una política de equidad de género desde el punto de vista de los hombres. Señala que el propósito de los acuerdos por la equidad constituye un reto complejo de asumir, toda vez que implica avanzar en un proceso de transformación cultural e institucional. Apoyado en el pensamiento feminista y en los estudios sobre masculinidades, el artículo aboga por construir un nuevo ideal de ciudadanía basado en el rescate de valores y virtudes de la cultura femenina que han permanecido ocultos en lo público y que han sido denigrados en el mundo de los hombres.
Palabras clave: equidad de género, masculinidades, ciudadanía, acuerdo por la equidad, género y políticas públicas.
O artigo expõe os desafios sociais e culturais de uma política de eqüidade de gênero desde o ponto de vista dos homens. Indica que o propósito dos acordos pela eqüidade constitui um desafio nada fácil de assumir, uma vez que implica avançar em um processo de transformação cultural e institucional. Com base no pensamento feminista e nos estudos sobre masculinidades o texto defende a construção de um novo ideal de cidadania baseado no resgate de valores e virtudes da cultura feminina que permaneceram ocultos no público e que foram denegridos para o mundo dos homens.
Palavras-chaves: eqüidade de gênero, masculinidades, cidadania, acordo pela eqüidade, gênero e políticas públicas.
This article states the social and cultural challenges that a gender equity policy from the men’s point of view must face. It points out that the purpose of the agreements for equity constitutes a challenge that is not easy to take on, because it implies to move forward in a process of cultural and institutional transformation. Based on the feminist thinking and the masculinities studies, this text advocates for the construction of a new ideal of citizenship based on the rescue of values and virtues of the feminine culture that have been hidden in the public, and that have been denigrated for the men’s world.
Key words: gender equity, masculinities, citizenship, equity agreement, gender and public policies.
El 14 de octubre de 2003 en un acto de generoso apoyo, un amplio grupo de hombres y mujeres representantes de las distintas ramas del poder público, firmaron en Colombia el Acuerdo Nacional por la Equidad entre Mujeres y Hombres1. Este acuerdo busca responder a los compromisos internacionales firmados por el Estado colombiano (Metas del Milenio, entre otros), al mandato constitucional y llevar a cabo las propuestas de equidad del Plan Nacional de Desarrollo del gobierno del presidente Alvaro Uribe Vélez (2002-2006). Dicho acuerdo se ha concretado en la definición de 23 agendas sectoriales con los diferentes ministerios, que aspiran a afectar el diseño de las políticas públicas desde una perspectiva transversal de género. Después de dos años de firmado aún no se cuenta con una evaluación de los resultados del acuerdo y sus agendas. El presente ensayo no pretende evaluar el acuerdo sino realizar algunas consideraciones iniciales sobre los retos que se presentan a los hombres.
El acuerdo parte del supuesto de la existencia efectiva de desigualdades y se basa en el reconocimiento de que en la sociedad colombiana existe en términos generales un desequilibrio en las condiciones materiales y sociales de hombres y mujeres, donde los primeros acceden en forma mayoritaria y privilegiada a recursos, servicios y espacios de decisión y poder. Frente a estas desigualdades se plantean varios retos y acciones políticas, a saber: potenciar, con el apoyo del Gobierno Nacional, la rama legislativa y la rama judicial, el “papel de las mujeres mediante su participación, en condiciones de igualdad, en todas las esferas de la sociedad civil”; consolidar “una política de Estado para la Equidad de Género”, asignar metas presupuestales “especificas y cuantificables para el corto, mediano y largo plazo”, y cumplir las líneas estratégicas de la política nacional “mujeres constructoras de paz y desarrollo” (Presidencia de la República, 2003: 3-4), entre otras. Un hecho particular de esta renovada propuesta de búsqueda de igualdad desde los ámbitos gubernamentales, no es solo que se trata de “otro pronunciamiento oficial más” en favor de la equidad de género, entre los muchos que se han dado en la última década en medio de la persistencia de múltiples formas de desigualdad de género y violencia contra la mujer, sino el que dicho acuerdo sea firmado por un alto número de congresistas, jueces, funcionarios y representantes gremiales hombres. Se trata de un acuerdo que compromete, entonces, tanto a las mujeres como a los hombres de todas las ramas del poder público. El acuerdo dice además que aspira a “la transformación cultural e institucional del país” (p. 1). Pareciera, pensando en términos optimistas, que se estuviera colocando en forma implícita en la agenda pública la propuesta de transformar las masculinidades predominantes en la sociedad colombiana, y que se quisiera dar ejemplo con el propio comportamiento de los funcionarios hombres firmantes del acuerdo. Es este hecho particular el que nos despierta algunas preguntas que no pretendemos responder, pero que orientan nuestras reflexiones en este ensayo: ¿cuáles son los desafíos y retos de una política pública que, como la señalada, asuma la transformación cultural e institucional del país?, ¿implica esto como uno de sus temas centrales la transformación de los modelos de masculinidad? ¿Estamos los hombres dispuestos a cambiar las costumbres que nos privilegian y nos brindan mayores posibilidades de acceso a la actividad política, a los mejores cargos dentro del Estado y al control y apropiación del trabajo doméstico de las mujeres? ¿Incluyen estos cambios nuestra transformación por nosotros mismos? ¿Cuáles serían o son nuestras motivaciones políticas para semejante giro histórico? ¿Realmente está el gobierno interesado en impulsar una transformación cultural que termine por cambiar las identidades masculinas?
Una propuesta de transformación cultural preocupada por corregir las desigualdades que aún discriminan a las mujeres, encierra al menos tres desafíos, que en su orden se trataran en este artículo: el primero, transformar las valoraciones que discriminan contra lo femenino en los hombres; el segundo, establecer como prioridad de las políticas públicas y de las instituciones estatales la modificación de las actitudes, las cualidades y los comportamientos de hombres y mujeres, tomando conciencia de que hay un estilo ignorado de hacer las cosas que debe ser valorado y contemplado. Como señala en forma acertada Victoria Camps, de la misma forma que durante mucho tiempo se ha pretendido que las mujeres adopten valores que se consideran masculinos, ahora llegó la hora del movimiento inverso: aprender de la vida de las mujeres y de la familia aquello que tiene de positivo (Camps, 1998: 18). No se trata de algo así como “generalizar la moral del esclavo” sino de reconocer que “hay otras formas de mirar el mundo”, “hay otras formas de actuar” que proceden de otros espacios; estas formas cuando se ejercen en forma autónoma dan sentido a la vida, dignifican, son compatibles con la autorrealización, enriquecen la vida emocional y por ende son compatibles con las exigencias de autonomía y autogobierno de las mujeres. Sólo en la medida en que estas formas sean practicadas también por los hombres en el ámbito privado, y sean acogidas por la sociedad en el ámbito público, se podrá avanzar en la meta de abandonar los mitos y prejuicios de la masculinidad hegemónica y superar la dicotomía masculino-femenino (factores que son determinantes para mantener las desigualdades entre hombres y mujeres). El tercer desafío es el de no abandonar las políticas dirigidas a corregir las desigualdades que aún discriminan, sino al contrario, realizar esfuerzos para evitar que estas políticas sigan siendo proyectos marginales propios de pocas instituciones o de ministerios débiles en los estados democráticos. La causa de las mujeres no debe seguir siendo un asunto únicamente de las mujeres, por ello, como señala Camps, el reto pendiente es conquistar el “interés común por el feminismo”, “universalizar la causa feminista”. Por ello, hay que llamar la atención sobre los diferentes obstáculos que se presentan a la hora de convertir el problema de las mujeres en un “problema de interés común” (Camps, 1998: 22). A continuación describimos los tres desafíos que deben ser considerados si realmente se quiere impulsar una transformación cultural que ayude a modificar las desigualdades estructurales de género, y que deben servir para reflexionar en torno a los reales alcances del Acuerdo Nacional por la Equidad entre Mujeres y Hombres
Un primer desafío de un plan de igualdad de oportunidades no tiene que ver, entonces, exclusivamente con brindarle a las mujeres mayores oportunidades para su desarrollo, sino también con hacer posible que se transforme un aspecto arraigado profundamente en la cultura de nuestras sociedades: las valoraciones que discriminan contra lo femenino en los hombres y, por esta vía, reducir los costos y efectos negativos que se producen en la sociedad por seguir asumiendo las conductas de la masculinidad tradicional. Un reto que debe asumirse en nuestras sociedades, es entonces, el de disociar la masculinidad del dominio, la agresión, la rudeza, el control, la indiferencia ante el dolor, la no expresión de los afectos. En nuestras sociedades, virtudes o cualidades como la modestia, la ternura, la pasividad, la cooperación, la abnegación, la sensibilidad, suelen identificarse como valores que corresponden a la cultura femenina y no es bien visto por la sociedad que estas sean adoptadas por los hombres a los que les corresponden las virtudes fuertes. Las actitudes y los valores que realmente cuentan en las sociedades competitivas son la inteligencia, la virilidad, la valentía, la agresividad, la competitividad y la dureza. Estas actitudes han generado costos elevados para los hombres; por ejemplo, han tenido como consecuencia una serie de problemas derivados del estilo de vida que se exige a los hombres: infecciones de transmisión sexual, accidentes de tráfico, muertes por violencia, infartos, dificultad para expresar sentimientos, alcoholismo, drogodependencia, entre otros.
Desde esta perspectiva, habría que preguntarles a quienes firmaron y a quienes implementarán el Acuerdo por la Equidad sobre las virtudes, las actitudes y las conductas que se buscan promover con las políticas públicas e intervenciones estatales. Lo anterior llama la atención sobre lo complejo de la misión en la que se han empeñado los firmantes del Acuerdo, dado que una de sus tareas debería ser modificar las valoraciones que discriminan contra lo femenino en los hombres. Como no encontramos, en los documentos del gobierno alguna alusión al tema, presentamos algunos aportes en esta dirección que se han venido dando en la literatura académica.
El elemento teórico que permite fracturar la relación de los hombres con el poder y abrir la posibilidad de su participación en una agenda por la igualdad, se encuentra en los desarrollos conceptuales de los estudios sobre masculinidad (Connell, 1995; Clare, 2000). Estos han permitido jerarquizar las relaciones de poder entre los hombres y la construcción de identidades a partir de dichos referentes jerárquicos que imponen costos a muchos y que se configuran en relación con lo femenino. Este desarrollo hace compleja la estructuración del patriarcado, como categoría limitada, y desestabiliza la relación unívoca de lo femenino con la mujer y lo masculino con el hombre.
El estudio de las identidades masculinas ha mostrado las distintas formas como se valora y discrimina contra lo femenino en los hombres, aspecto que ha sido ampliamente mostrado por los estudios sobre la discriminación homosexual2, pero también por los estudios sobre la construcción de la identidad heterosexual. Los análisis coinciden en los grandes costos que asumimos los hombres en el proceso a través del cual nos hacemos hombres. Las pruebas más importantes de la hombría están relacionadas con reprimir las expresiones consideradas femeninas, acción que necesita ser repetida en cada momento vital, de tal forma que, a diferencia de la mujer, el ser hombre se constituye en algo que debe demostrarse de manera constante. Ser hombre se asocia con el trabajo duro, con el rol de proveedor económico y ser sexualmente activo, pero también con una facultad que debe probarse con frecuencia en sus relaciones con las mujeres y con otros hombres: el derecho de hacer uso de la violencia. Contra la mujer si esta no cumple con las normas implícitas de lo que de ella se espera, y con otros hombres a partir de relaciones de competencia, poder y agresión3.
Si observamos en Colombia cuáles son las principales causas de muerte de los hombres, estas se encuentran asociadas con las características de lo que la literatura ha denominado la masculinidad hegemónica o la forma predominante de ser hombre en una cultura específica. Los hombres morimos principalmente por la próstata, el corazón y la violencia, es decir, morimos por cumplir con un formato de ser hombres que no sólo le produce un alto costo a la sociedad, sino también un costo que pagamos nosotros mismos por considerarnos disponibles en todo momento a poner a prueba nuestra virilidad, a reproducir los mandatos sociales que imponen la competencia a cambio de la solidaridad y a hacer uso de la violencia como mecanismo para la resolución de nuestros conflictos. Esto ha significado que los hombres vivamos cerca de siete años menos que las mujeres4.
En la vida personal y cotidiana, los hombres tenemos hoy varias opciones, siendo la menos probable la reproducción de la familia patriarcal como la conocimos de nuestros abuelos y padres. Para los hombres la solución más viable es renegociar el contrato de la familia hacia relaciones más equitativas y democráticas. No obstante, en Colombia, como en América Latina, continúan siendo altos los índices de separación, al igual que la jefatura femenina y los hogares monoparentales, en forma paralela con el conflicto y la violencia intrafamiliar. Las principales víctimas de esta situación son los niños y las niñas. Muchos, desde distintos fundamentalismos proponen la preservación del modelo familiar tradicional sobre una división del trabajo y unas relaciones asimétricas de poder que ya no son posibles con el deterioro del salario, el desempleo masculino y las mujeres en la escena pública.
Este marco conceptual permite ir más allá de la simple culpabilización, para entender cómo las sociedades actúan en la vida de todos y predisponen a los hombres al uso de la discriminación y la violencia. Las experiencias contradictorias del poder en los hombres (Kaufman, 1994: 142-63) señalan el hecho de que en nosotros convive el poder y el no-poder, la inseguridad y el miedo, y que esta doble experiencia produce resistencia y violencia. En los hombres está el poder y la decisión de desaprender muchas de las prácticas y costumbres cotidianas, lo que permitiría aflorar aquello reprimido desde la niñez y facilitar un reconocimiento de la mujer como interlocutora válida, pero a su vez haría posible reducir los enormes costos y sufrimientos que nosotros mismos pagamos.
Estos llamados a modificar las identidades masculinas remiten a una de las discusiones más importantes que los estudios de género y desarrollo (GAD) han iniciado recientemente después de dos décadas de trayectoria, que se relaciona con preguntarse si los hombres y sus relaciones como sujetos con identidades de género, tienen un lugar apropiado en la agenda GAD (Sweetman, 1997; Cornwall y White, 2000; Pineda 2003). Este nuevo foco de análisis trae consigo importantes retos para el pensamiento de género y desarrollo, dadas sus implicaciones teóricas, políticas y prácticas, y ha sido posible no sólo gracias a los desarrollos conceptuales de los estudios de género (Scott, 1986: 37-75.; Butler, 1990; Fraser, 1997), sino también a los acumulados teóricos y empíricos de los estudios sobre hombres y masculinidades (Hearn y Morgan, 1990: 1-17; Brod y Kaufman, 1994; Cornwall y Lindisfarne, 1994: 11- 47; Connell, 1995; Mac an Ghaill, 1996: 1-13).
Esta reciente incorporación de los hombres y las masculinidades en las preocupaciones sobre las políticas públicas, como sobre las prácticas y alcances de los programas de desarrollo y de las investigaciones asociadas con ellos, es un reflejo tanto de los reales cambios en los patrones y relaciones de género alrededor del mundo, como de una evolución en sí mismo del pensamiento GAD. Las principales reflexiones que han acompañado estos cambios se relacionan, en primer lugar, con el reconocimiento explícito de que los hombres también tienen identidades de género. Este reconocimiento ha partido de distinguir precisamente el género de los hombres como un aspecto de su identidad, superando los enfoques de algunos estudios y prácticas de grupos de hombres que se centraban en los hombres y sus subjetividades, e ignoraban el género como un aspecto que involucra relaciones de poder y de diferenciación social5. Esto supuso superar la identificación de género con mujer y centrarse en los aspectos relacionales y de poder que se desprenden de la conceptualización de género.
En segundo lugar, después de varias décadas de arduo trabajo de las organizaciones de mujeres se ha reconocido que continuar trabajando sólo con mujeres ha sobrecargado el trabajo de la mujer en los proyectos de desarrollo y en la política de equidad de género, dejando de lado en muchas ocasiones los incómodos temas asociados con la vida ‘privada’ y las relaciones entre hombres y mujeres (Sweetman, 1997). En tercer lugar, el concepto de patriarcado, como concepto surgido desde enfoques estructuralistas en las ciencias sociales, fue dominante en la conceptualización de género por mucho tiempo, lo cual, dado que hacía énfasis en la unidad de poder social y cultural que ejercen los hombres, no dio espacio para la diversidad y el examen de las contradicciones en los distintos grupos de hombres. La identificación de los hombres como patriarcas dejaba poco espacio para analizar sus costos y limitaciones en el orden patriarcal e impedía el reconocimiento del carácter múltiple y fragmentado de las identidades masculinas. Muchos de los trabajos que han sido escritos sobre hombres y por hombres, pueden ser vistos no sólo como una búsqueda propia de algunos, sino también como la evidencia de la escasez por mucho tiempo de un enfoque crítico en el pensamiento feminista, que evitó abordar directamente el tema de los hombres, dada la ausencia de marcos teóricos adecuados y de experiencias de trabajo comunes (Cornwall, 1997: 8-13). Como era de esperarse en un pensamiento que buscaba la unidad y emancipación de las mujeres, la falta de un enfoque crítico en la literatura feminista brindó muy poca guía e inspiración para los hombres, que en general eran caracterizados como patriarcas, y dejó muy poco espacio para aquellos que deseaban retar la supremacía masculina y adoptar por ellos mismos formas de masculinidad más emancipatorias y menos opresivas. En cuarto lugar, los enfoques de la mujer en el desarrollo (WID) y de género y desarrollo (GAD) plantearon sus argumentos con elementos esencialistas y constructivistas en sus luchas sociales y políticas, basados en una visión dualista de sexo y género, la cual está aún bastante extendida (Baden y Goetz, 1998: 8-13)6, y que ha impedido incorporar la dinámica de las masculinidades en las relaciones de género. Finalmente, existe cada vez un mayor reconocimiento de que el empoderamiento de la mujer debe ser complementado con cambios en las actitudes y comportamientos sociales e individuales de los hombres si se quiere que este empoderamiento sea sostenible (Rowlands, 1997; Sweetman, 1997; White, 1997: 14-22; Zapata-Martelo et al., 2002).
La década de los noventa en América Latina se caracteriza por la adopción generalizada de reformas constitucionales, leyes y políticas públicas orientadas a abordar los problemas de inequidad, a mejorar el estatus de la mujer y a reconocer la diversidad de culturas (Htun, 2003: 146). Estas transformaciones se caracterizan por su énfasis en la ampliación y expansión de derechos civiles y políticos específicos para las mujeres y en políticas sociales que en conjunto disminuyan las profundas desigualdades que las afectan. El referente de las reformas es avanzar en el contenido igualitario de la ciudadanía para las mujeres en sociedades con profundas desigualdades, mediante políticas de discriminación positiva, políticas de reconocimiento de las diferencias y políticas que den oportunidades especiales. Las políticas de discriminación positiva como las leyes de cuotas se conciben como medidas de carácter transitorio (mientras se corrige la situación de desequilibrio), que aspiran a eliminar barreras, a facilitar la participación política de las mujeres y su integración e influencia en el sistema democrático7. Las normas jurídicas adoptadas, como la legislación sobre violencia intrafamiliar, buscan convertir la violencia física contra las mujeres en delito, castigar dicho delito, limitar los comportamientos agresivos en el ámbito privado y por esta vía garantizar la integridad física y moral de las mujeres8. Las políticas específicas de apoyo y fomento de las organizaciones de mujeres aspiran a fortalecer las demandas de género, sus acciones colectivas y su impacto en las decisiones públicas. Las medidas económicas particulares como subsidios, políticas de generación de empleo y políticas de suministro de crédito buscan mejorar las condiciones sociales de las mujeres en el mercado laboral. Este conjunto de medidas se caracterizan por hacer énfasis, mediante políticas específicas, en la extensión y consolidación de los derechos civiles, políticos y sociales como condición necesaria para avanzar en la igualdad de oportunidades. El referente de las luchas feministas y de las políticas y reformas institucionales es el de avanzar en la dimensión igualitaria de la ciudadanía para las mujeres mediante el ejercicio real de sus derechos políticos y sociales nuevos y tradicionales. A pesar de los progresos jurídicos, políticos y sociales que se lograron como resultado de estas transformaciones, las desigualdades estructurales persisten. La igualdad conseguida es insuficiente como lo evidencian algunos aspectos: 1. las mujeres siguen siendo una minoría en los altos cargos gubernamentales y cuerpos de representación popular, a pesar de los crecientes avances de la última década. Persiste el déficit de representación femenina en la política y las cuestiones de género no han sido la prioridad para las mujeres que ocupan cargos de representación popular o cargos directivos9; 2. los distintos grupos de mujeres trabajadoras siguen teniendo bajo su responsabilidad las labores propias de la doble jornada. A pesar de los avances por aliviar el trabajo doméstico con el mejoramiento de los servicios públicos y la expansión de los hogares de bienestar y las guarderías privadas, las mujeres que han entrado al mercado laboral siguen asumiendo las cargas de la vida doméstica, el cuidado de los hijos, de los enfermos y de las personas de tercera edad, y continúan soportando las diversas tensiones que se derivan de la doble jornada10; 3. La violencia sexual sigue siendo una constante que afecta a las mujeres y que no mejora con los años. En Colombia la violencia doméstica constituye el tercer delito a pesar de los avances legislativos desarrollados a partir de 1996 y de los esfuerzos del Estado para prevenirla, atenderla y sancionarla. La Organización Mundial de la Salud (OMS) sostiene que según los datos y tendencias, una de cada cuatro mujeres puede ser víctima de violencia sexual por parte de su pareja en el curso de su vida11; 4. la incorporación de la mujer en el mercado laboral sigue siendo desigual y continúa presentando discriminaciones no solo en el momento de acceder a los cargos, sino en el momento de la asignación de salarios. Los índices de desempleo femenino doblan en algunos países y regiones los índices de desempleo masculino.
Estos hechos muestran, entonces, la persistencia de lo que algunas feministas llaman las desigualdades estructurales. A pesar de los avances y las transformaciones de las dos últimas décadas, la situación en América Latina en general, y de Colombia en particular, no es buena ni para las mujeres, ni para los hombres, ni para el conjunto de la sociedad. En este contexto, no solo se hacen necesarios los estudios académicos y los foros y encuentros nacionales e internacionales destinados a estudiar las causas que hacen que la situación de desigualdad se perpetúe a pesar de los progresos, sino que se requiere una ofensiva del Estado, de las ONG, de los movimientos de mujeres y de hombres y de los organismos internacionales en torno a estrategias nuevas que obliguen a reaccionar contra todo aquello que sea un impedimento para la igualdad y para el reconocimiento de las diferencias. Una estrategia urgente se requiere en el terreno de la transformación cultural y es la de construir un nuevo referente e ideal de ciudadanía masculina y femenina que enfatice en la necesidad de recuperar valores, virtudes y comportamientos tradicionalmente asignados al mundo de lo femenino. Con la incorporación de estos valores y virtudes se aspira a transformar las masculinidades hegemónicas que se resisten a los cambios y que son funcionales a la perpetuación de las desigualdades y las discriminaciones por razones de género. Esta estrategia brilla por su ausencia en el Acuerdo Nacional por la Equidad entre Mujeres y Hombres.
El desafío es, entonces, construir un nuevo ideal de ciudadanía basado en el rescate de valores y virtudes de la cultura femenina que han permanecido ocultos para el mundo de lo público y que han sido denigrados también en el mundo privado de los hombres. Se trata de valorar lo que se ha llamado la ética del cuidado, de la responsabilidad, de la empatía y preocupación por los otros, y de incluir una ética del cuidado de los hombres asociada a masculinidades emergentes. Son éstos valores y virtudes que han crecido en el ámbito de las relaciones familiares, de la vida privada y de la cultura femenina. Por esta vía se busca romper la dicotomía masculino- femenino que ha caracterizado la tradicional distinción entre lo público y lo privado defendida por el liberalismo y por los Estados democráticos modernos, e iniciar un camino inverso a la tradicional estrategia de adoptar los valores masculinos por parte de las mujeres como condición necesaria para superar esa dicotomía. El reto que deben afrontar las instituciones del Estado es el de impulsar políticas públicas, reglas de juego y estrategias de acción que no se centren exclusivamente en fomentar en hombres y mujeres valores como la competencia, la valentía, el individualismo, la agresividad, sino que fomenten valores como la modestia, la cooperación, la responsabilidad, el respeto y la consideración por el otro. Obtener resultados en esta vía es difícil en una sociedad de mercado que estimula el individualismo y los valores hegemónicos asociados con la masculinidad, pero puede apelarse a los incentivos formales y legales, a la regulación cultural y a la formación moral como contrapesos a la lógica del mercado.
Los estudios sobre masculinidades han identificado cuatro grandes campos temáticos que deben ser objeto de las acciones del Estado: el primero, es el de las identidades masculinas. Si se quiere avanzar en una ética del cuidado una tarea inevitable es construir nuevas identidades masculinas. En este campo es importante transformar los mitos, las creencias y los prejuicios de la masculinidad dominante: un primer mito es el que dice que la desigualdad entre hombres y mujeres es natural, no en relación con las diferencias biológicas, sino con las desigualdades en derechos, capacidades, roles y comportamientos. Es un prejuicio afirmar que la intuición, la emoción, la ternura, la modestia son valores que solo pueden cultivar las mujeres. Es prejuicio sostener que los hombres sólo colaboran en las labores domésticas, pero que no son los responsables del mundo reproductivo. Un dicho popular en Colombia da cuenta de esta creencia: “los hombres en la cocina huelen a rila de gallina”. Es importante reconocer que no existe ningún impedimento biológico para que los hombres se involucren en forma más activa en las tareas que requieren el funcionamiento del espacio privado. El informe de Masculinidades y Violencia Intrafamiliar presentado por el programa Haz Paz en julio de 2001, identificó otros mitos muy conocidos en nuestro medio, y que están presentes en la cultura latinoamericana, a saber: “los hombres son racionales y fuertes”, “los hombres no lloran”, “el hombre es el principal proveedor económico del hogar”, “el hombre infiel es un perro, mientras que la mujer infiel es una puta”, “todos los hombres son iguales: unos machistas”.
Un segundo campo de intervención es el de las prácticas y representaciones asociadas con la paternidad. En este terreno existen diversas prácticas de paternidad que permiten en algunos casos dar cuenta de cambios esperanzadores y que vienen modificando las relaciones de género. Al respecto los estudios de Hernán Henao muestran los cambios que se han producido en Colombia en los últimos años en las formas de ser padre. Hoy la figura paterna coincide con un hombre que desea y al que se le solicita relacionarse más con los miembros de la familia y disfrutar del ambiente hogareño (Henao, 1997). Un tercer campo son los llamados ámbitos de “homosocialidad masculina” que hacen referencia a los espacios públicos predominantemente ocupados por hombres, que se configuran en espacios simbólicos donde se construyen las identidades masculinas, como los bares, los estadios de fútbol, los gimnasios, los paseos colectivos, las pandillas juveniles, las barras bravas, etc. En estos espacios no hay lugar para la ética del cuidado, ni la ética de la responsabilidad, no hay lugar para valores que se asocian con la cultura femenina. Un último terreno por transformar es el del papel de los hombres en la salud de las mujeres y en sus decisiones reproductivas. En la actualidad queda mucho por recorrer para modificar el abuso y el hostigamiento sexual de los hombres en el hogar y en las parejas, para modificar las creencias masculinas sobre la sexualidad de las mujeres y la suya propia; los hombres siguen siendo un factor de riesgo que debe ser atendido.
En los cuatro campos mencionados los hechos muestran una situación inocultable y es la apabullante vigencia de la premisa del feminismo de los sesenta: “lo personal es político”, y por ello las leyes y las políticas públicas no se pueden detener en la puerta de la casa. Si se desea enfrentar los retos que cada campo plantea es preciso modificar las creencias, actitudes y comportamientos asociados con la masculinidad reinante en nuestra sociedad, los valores que pregona y las prácticas y relaciones que esconde.
Como señalamos en la introducción, el tercer desafío es el de no abandonar las políticas dirigidas a corregir las desigualdades que aún discriminan y evitar que estas políticas sigan siendo proyectos marginales, propios de pocas instituciones y de ministerios débiles en los estados democráticos, defendidos solo por las mujeres y por grupos minoritarios de hombres. Hoy más que nunca se necesita que el Estado, las instituciones gubernamentales, las políticas públicas y los partidos políticos de talante progresista sigan cuestionando los discursos aparentemente neutrales e imparciales frente a las diferentes concepciones de buena vida y se comprometan con la tarea de convertir el problema de las mujeres en un asunto de interés común12. Igualmente es imperioso rechazar la tesis liberal y conservadora de que en materia de género, el Estado no debe intervenir en la moral privada de las personas, y mostrar que la pretensión de distinguir del modo mas firme y tajante posible las esferas de lo público y lo privado, lo político y lo personal, implica reproducir las desigualdades de género y permanecer ciegos ante la mayoría de las crisis que amenazan a las sociedades avanzadas. Universalizar la causa feminista significa romper la dicotomía masculinofemenino, asumir que nuestras conductas personales tienen impactos públicos, rechazar la idea de que las desigualdades estructurales de género son una cuestión marginal y sectorial, luchar contra todas aquellas actitudes que continúan minimizando dichas discriminaciones, abandonar los mitos y estereotipos masculinos y vincular las causas feministas con otras causas sociales.
Este desafío de mundialización o universalización del feminismo como lo llama Victoria Camps, presenta múltiples obstáculos que han enfrentado las políticas de igualdad de género en América Latina. Los más importantes son, entre otros, los siguientes: 1. la brecha existente entre el espíritu de las leyes y las políticas de género y su ejecución real. Las declaraciones constitucionales de equidad coexisten con discriminaciones presentes en las políticas públicas y en las conductas de los funcionarios públicos de todas las ramas del poder público, al tiempo que las políticas cuentan con escasos recursos y baja cobertura; 2. la participación de la mujer en el liderazgo no siempre es efectiva, y no siempre hay acuerdo en torno a las demandas de género. Las cuestiones de género no sólo no logran generar un acuerdo por parte de los hombres, sino que no logran generar consensos en las mujeres parlamentarias; se trata de cuestiones que implican romper con los imaginarios sociales que se tienen tanto de hombres como de mujeres en la sociedad. Para el caso de los hombres la igualdad y la transformación de las masculinidades hegemónicas constituye una amenaza no sólo a su propia identidad o a sus hábitos más arraigados, sino también al poder individual y colectivo, elemento central de las cuestiones de género; 3. la globalización no siempre está en favor de los discursos feministas. Los medios masivos de comunicación, la industria cinematográfica y los medios electrónicos que circulan a nivel global, si bien encuentran límites a su poder y son confrontados, son instituciones que descansan primordialmente en los contenidos y las miradas estéticas de las culturas hegemónicas. Por un lado, el mercado global de la pornografía, revitalizado ahora por las redes electrónicas del Internet, globaliza representaciones de subordinación generalmente de las mujeres, como objetos de sumisión sexual, servilismo y exhibición. Esta práctica política de discriminación, mantiene atadas las identidades de los hombres a su virilidad y desempeño sexual, socavando a su vez las posibilidades y diversidades de las expresiones eróticas varoniles. Lo sexual se configura globalmente como práctica de dominación. La media internacional crea igualmente, diseños estereotipados de programas televisivos que se multiplican e incorporan las creatividades locales dentro de la mediocridad de sus principios. Este es el caso de los reality shows, fenómeno mundial que al igual que los parámetros de la globalización, se guía por las señales del mercado: el rating. Empresarios, productores y anunciadores exhiben la privacidad estimulando la mirada morbosa de la audiencia. Los estereotipos que se usan en la selección de los personajes y las reglas del juego que se imponen, parecen sacados de los mercados internacionales de capital de corto plazo: alcanzar el éxito y la fama de manera rápida, pasando por encima de lealtades y reciprocidades; la frivolidad se impone.
El orden de género que predomina en nuestras sociedades presenta rasgos incuestionablemente patriarcales. Genera unos dividendos para grupos de hombres, que surgen de las condiciones de inserción en las economías nacionales e internacionales con brechas de ingresos cada vez más importantes en los niveles de mayor calificación y decisión, participación política asimétrica, estructura de propiedad desigual y sexualidad privilegiada. La globalización ha creado condiciones para la producción de masculinidades hegemónicas en una escala global y la producción de identidades híbridas en el nivel local con referencia a representaciones de la media internacional, formas éstas de dominación masculina que encarnan, organizan y legitimizan la dominación de los hombres. La concentración del poder económico y cultural en una escala sin precedentes, provee recursos para la dominación por parte de grupos particulares de hombres, con características étnicas, culturales y nacionales específicas.
Para finalizar, hemos querido en este artículo identificar tres desafíos que debe enfrentar cualquier política pública de equidad de género orientada hacia la transformación cultural e institucional, si no quiere convertirse en un discurso oficial más como corre el riesgo de serlo el acuerdo firmado por el conjunto de funcionarios de los tres poderes públicos en Colombia. Entendemos estos desafíos como éticos y políticos, y por tanto, no sólo pueden servir para orientar la política en forma normativa, sino que pueden aportar en la construcción pública de marcos valorativos desde los cuales evaluar las políticas y acciones gubernamentales. Creemos que es necesario, al menos en el ámbito del diálogo público, dejar constancia de la complejidad que encierra cualquier política o esfuerzo estatal centrado en la transformación cultural de la sociedad, es en esta dirección hacia donde apuntan nuestras reflexiones.
1 El acuerdo fue firmado por los ministros y funcionarios directivos del Gobierno Nacional, por 46 senadores/as, 49 representantes a la Cámara, los presidentes de las altas cortes de la rama judicial, el Fiscal General de la Nación, el Defensor del Pueblo, tres rectores de universidades públicas y cinco presidentes de los gremios económicos más importantes del país.
2 Para sólo mencionar algunos entre muchos, véase los excelentes estudios de Lancaster (1992) y Prieur (1998).
3 Véase referencias anteriores sobre masculinidad y Batinder (1993). Para América Latina véase los trabajos de Fuller (2002) y Viveros, et al (2001).
4 Los costos de eliminar las prácticas, características o valores asociados con lo femenino no sólo se expresan en esta menor esperanza de vida. Los hombres que sobreviven, al llegar a viejos tienen que padecer no sólo la baja cobertura de las pensiones, sino ante todo el tremendo peso generado por la forma en que se aprendió y ejerció la identidad masculina. Los abuelos, a diferencia de las abuelas, presentan menor probabilidad de ser albergados en casa de uno de sus hijos para el cuidado de nietos y nietas. Ellas son más confiables, saben cocinar, consentir y dan menos problemas. Son los hombres abuelos los que constatan, al pasar de los años, los costos de no haber participado en igualdad de condiciones en la crianza y el cuidado de los hijos y las hijas, de no haber compartido el tiempo en el que se construye la cercanía, la confianza y la comunicación durante la niñez, en la cual se generan las capacidades humanas que mayor impacto van a tener en el desarrollo de las personas. Véase Varley y Blasco (2000: 115-138).
5 Se hace referencia aquí especialmente al enfoque mito-poético cuya referencia central se encuentra en la obra del poeta norteamericano Roberd Bly, y a la práctica que históricamente desarrollaron muchos grupos de hombres en los países anglosajones alrededor de sus subjetividades como padres, esposos o amantes. Ambos aportaron ampliamente a los estudios sobre las masculinidades, pero presentaron serias limitaciones conceptuales para responder a las preocupaciones de los movimientos feministas.
6 El argumento es básicamente que muchas de las ideas y luchas de las mujeres se construyen sobre la base de ser mujer (sexo) y no sobre la base de la construcción de sus feminidades y relaciones culturales, sociales y políticas que las coloca en desventaja (género). Banden y Goetz (1998) lo muestran con ocasión de las debilidades del enfoque de género para enfrentar las críticas de las corrientes conservadoras en la Conferencia de Beiging. Para Colombia, véase un caso de prácticas de organizaciones femeninas desde una posición esencialista en Pineda (2003).
7 En la década del noventa once países latinoamericanos adoptaron leyes de cuotas que exigieron la participación de las mujeres como candidatas en las elecciones presidenciales en un nivel ubicado entre el 20 y el 30%. En el caso específico de Colombia la ley de cuotas exigió que el 30% de los cargos públicos fueran asignados a las mujeres.
8 En la década de los noventa al menos 16 países en Latinoamérica promulgaron leyes sobre violencia intrafamiliar.
9 El promedio acumulado de participación de las mujeres en la Cámara y en el Senado en América Latina está en un 14%, con variaciones significativas entre países. Este promedio es menor que el 28,3% de España y que el de los países europeos con un 17,7%. En América Latina la representación de las mujeres entre alcaldes y gobernadores es muy baja en tanto la media regional no pasa del 6%, este promedio es comparable con los de Asia, y aunque es un poco más alto que el de África Subsahariana, está muy lejos del de los países nórdicos y de países como España (Htun, 2003: 134).
10 Algunas feministas afirman que esta doble jornada se asume con una mezcla de esperanza y mal humor: “Esperanza porque algo se ha conseguido y hay un horizonte por conquistar más al alcance de la mano. Mal humor, porque el día a día es muy duro y más bien hostil” (Camps, 1998: 14); otras sostienen que esta doble jornada y las cargas que exige ya no se ven por parte de las mujeres como incompatibles con las exigencias de identidad y autonomía. Muchas mujeres ven las tareas del hogar como labores que enriquecen su vida emocional, que cargan su existencia de una dimensión de sentido. De esta forma, el lugar preponderante de las mujeres en los papeles familiares se mantiene no solo por la inercia de los hábitos culturales y la resistencia de los hombres a sumir cargas semejantes, sino por la inevitable dimensión de sentido que estas labores le dan a la vida de las mujeres (Lipovetsky, 2001: 57).
11 2002 “Informe Mundial sobre la Violencia y la salud”, Organización Mundial de la Salud (OMS), Nueva York. La OMS define la violencia como el uso deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo.
12 El enfoque de género ha puesto en entredicho el carácter neutral de las instituciones, nacionales o internacionales, los mercados, las corporaciones y las entidades del Estado. La imparcialidad liberal de las instituciones ha sido destronada a partir del reconocimiento de sus prejuicios de género, como de los efectos diferenciados que las prácticas y políticas económicas y sociales causan en grupos de hombres y mujeres.
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