Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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María Cristina Laverde Toscano*
* Socióloga. Directora del Departamento de Investigaciones de la Universidad Central y de su revista Nómadas. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Una mirada al panorama histórico del arte en Colombia muestra cómo en la primera mitad del siglo XX se encuentran los rudimentos de la que será una nueva época para la plástica colombiana; es decir, aquí se anidan los gérmenes de sus profundas transformaciones. Hacia mediados de los años veinte irrumpe con fuerza el Muralismo mexicano, movimiento artístico –y político– liderado por José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros y a la sombra de él se forma buena parte de los artistas que irrumpen en el panorama nacional durante las primeras décadas de la centuria anterior. Sin embargo y a pesar del reconocimiento indiscutible otorgado al movimiento muralista en el arte del continente, se hacen necesarias algunas reflexiones encaminadas a cuestionar la visión que de este momento histórico auspician algunos críticos y que no hace justicia al proceso artístico colombiano en tanto desconoce ciertos márgenes de autonomía en su transcurrir. En el país, sus pintores se acercan el Muralismo en razón del curso de sus procesos creativos y no por la seducción de novedosas apuestas políticas materializadas en perspectivas que podrían no corresponder al camino de nuestra plástica ni a las condiciones por las que atraviesa Colombia en el paso de aquellas décadas.
Veamos. En primer lugar, es cierto que la pintura y la escultura en Colombia hasta 1930 se ven atrapadas en ese academicismo que privilegia entre sus metas la “perfección del oficio” para la cual nuestros artistas se formaban en las más prestigiosas academias de Europa. Desde los cánones de una técnica rigurosa, emergen importantes paisajistas ocupados de agrestes montañas, de valles, ríos y mares representados minuciosamente; pintores que recorren la geografía nacional hasta llegar a la Sabana de Bogotá, narrada al detalle por algunos de estos maestros. Se va forjando un arte empeñado en mostrar y describir fielmente la “realidad”. Una realidad que, desde otra perspectiva, se ancla en los parámetros de una sociedad pacata y tradicional, gobernada bajo los designios de la hegemonía conservadora ocupada de preservar con ahínco su carácter provinciano y su estructura jerárquica; es la dirigencia de entonces, responsable de la Constitución de la Regeneración cuyos mandatos consagran una única y excluyente condición para los colombianos: católicos, blancos, hispanoparlantes; sociedad monolítica que, además, será regida por el dominio absoluto de los varones.
Con este panorama, el arte que se produce en el país viene orientado desde y para la estética de la clase en el poder, dueña de los recursos y de los destinos de la patria: retratos, bodegones y paisajes privilegian los personajes, las escenografías y los modos de vida inherentes a la dirigencia que, de esta manera, desfila por los lienzos de Epifanio Garay (1849-1903); de Gómez Campuzano (1893-1981); de Francisco Antonio Cano (1865-1935), entre muchos otros. “Se nos da así la idea entonces de personajes puestos en escena, aislados, dentro del contorno total de la corriente de la vida. No es necesario el gran gesto o alarde, se trata apenas de la serena magnificación de lo cotidiano, como corresponde a una clase no formada por nobles orgullosos de sus títulos y prerrogativas pero sí a una clase dominante que quiere exhibir esa dignidad y esa hidalguía que corresponde a la ‘limpieza de la sangre’”1.
A pesar de esta situación, y en segundo lugar, el país no se detiene. Lejos de ello, con el trasfondo de un mundo convulsionado y en continuos cambios, el capitalismo evoluciona y las sociedades del llamado Tercer Mundo inician un particular proceso de industrialización. Hacia 1930, Colombia se aproxima al fin del largo mandato de los conservadores y al ascenso al poder de un gobierno liberal progresista; las ciudades avanzan mientras el campo retrocede; los movimientos sindicales se consolidan y agitan el horizonte nacional. Desde este escenario el arte colombiano inicia su tránsito hacia rutas desconocidas. Andrés de Santamaría (1860-1945); por supuesto, Pedro Nel Gómez (1899-1984); Miguel Díaz Vargas (1886-1956); Domingo Moreno Otero (1882- 1948), “…abren camino a la pintura de interés social que en corto tiempo habría de imponerse en nuestro medio… Su trabajo, no obstante, por su atención a los temas de índole social y por su ánimo nacionalista, es precursor de uno de los grandes cambios que habrían de iniciarse a mediados de los años treinta en la pintura colombiana”2. A su vez, Luis Alberto Acuña (1904- 1984), quien desde 1929 se encuentra de nuevo en Colombia luego de su experiencia formativa en España y Francia, “… sería el más articulado y coherente expositor del indigenismo pictórico en Colombia y el fundador del grupo Bachué –que, justamente, toma este nombre de una de las esculturas de Rómulo Rozo (1899-1964) dedicada a esta diosa Chibcha–, cuyos miembros buscaron ante todo la integración del arte del país con las condiciones específicas y particulares de su medio; …Más delante… sigue revaluando lo autóctono, especialmente a través de la representación de costumbres y las peculiaridades étnicas de los campesinos del país, a quienes interpreta exagerando con orgullo sus ojos rasgados, sus labios pronunciados y sus pómulos salientes”3.
De este modo, y en tercer lugar, el país y el proceso de su arte está preparado, es terreno fértil para el influjo del Muralismo mexicano como propuesta plástica pero también, en palabras de Rivero, por haberse “…convertido en símbolo de libertad”4; un símbolo forjado en el contenido social y político, el humanismo y el nacionalismo que promulga este movimiento, vanguardia de una tendencia decididamente empeñada en las obras de arte público. Por estas razones, resulta comprensible que la mayor parte de los artistas colombianos cercanos al Muralismo entre los años treinta y cuarenta, rechace otras influencias foráneas, se empeñe en la búsqueda de las raíces y de “lo propio” al tiempo que busca la convergencia de su trabajo artístico con una praxis social y política “comprometida” en la transformación de su sociedad. Son postulados nítidos del Muralismo, consonantes con el proceso seguido por el arte colombiano en este período de la historia nacional. Los Nuevos, como se llamaran los integrantes de este movimiento en el país, juegan además un papel fundamental en tanto “… se oponen… al primado monolítico de la academia criolla, con su sensibilidad aristocratizante y sus temas seleccionados…”5.
El marco brevemente expuesto permite adentrarse en los recodos de la vida y de la obra de este pintor bogotano nacido hace 79 años quien, sin ambages, se reconoce como un pintor marginal:
“Por el camino que ha tenido el arte y por vocación. El arte se volvió –hace ya mucho tiempo– mercancía destinada al consumo privado que, como tal, circula en un mercado de élites regulado las más de las veces, por una crítica no siempre comprometida con la calidad de la obra sino con intereses mercantiles. Para entrar a ese mercado, para incursionar en las ligas de los grandes o pequeños galeristas, hay que nacer en ese mundo, pertenecer a él, actuar conforme a sus estándares, pensar según sus códigos o tener alma de lagarto, y por completo carezco de ella. De esta manera, por vocación y por convicción, prefiero el encierro de mi casa y de mi taller y el diálogo con los míos y con los amigos que de verdad lo sean. Ahora bien, los compradores de la obra llegan y lo hacen por el valor que le atribuyen, por el conocimiento que van adquiriendo de ella”6.
Oramas hace parte de una familia cuyo padre muere cuando él era aún muy niño. Su madre se dedica a negocios que le permiten salir adelante con los hijos: vende finca raíz y abre un almacén de calzado en el marco de la Plaza de Bolívar. Esta Plaza, a juicio de nuestro Maestro, contribuyó a definir su posición política: allí llegaba al salir del colegio y era su refugio de fines de semana; allí presenció tantos mítines y discursos politiqueros que lo enfrentaron de bulto al drama del bipartidismo nacional. Desde entonces comprende que en los intereses del caudillismo conservador o liberal no tienen cabida las carencias y exclusiones de esas multitudes que, en este escenario e inexplicablemente para él, fervorosas aplauden las voces de sus jefes y ondean los colores emblemáticos de unos partidos ajenos a sus sufrimientos. Su hermano mayor, Luis Oramas, amigo de todas las horas y discípulo de Gonzalo Ariza (1912-1995), fue determinante en su vida; dejó la pintura por el derecho y, como melómano de tiempo completo, le enseñó el amor por la música. Además, Luis fue un hombre de izquierda. Regularmente recibe, entre muchos materiales del exterior, el periódico de las milicias republicanas españolas que hace leer del pequeño Fernando quien, por aquellos días, apenas asomaba a la adolescencia. Así va formando su pensamiento político y afianza su postura marxista con el anticomunismo de los hermanos cristianos en el colegio San Bernardo donde, desde la época escolar, empezó a dudar hasta de la existencia de Dios.
Oramas quería ser músico. Sentía que era su vocación pues desde muy temprano la música ha sido fundamental en su vida: Bach, Schumann, Schubert, Ravel, Manuel de Falla, hacen parte inseparable de sus rutinas: “Toda mi vida ha tenido un trasfondo musical. Todo para mí está envuelto en música y, de distintas maneras, ella está presente en los colores de mi pintura”.
A los 15 años se presenta al conservatorio y pierde el examen de audición que le hiciera Lucía Vásquez Carrizosa. Por esto decide, hacia 1941, matricularse en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional ubicada por esos años en el viejo Convento de Santa Clara, en el centro de Bogotá. Desde este momento, empieza a descubrir su mundo. Se encuentra con los mejores maestros, formados en renombradas academias de Italia, España y Francia. Ignacio Gómez Jaramillo (1910- 1970) quien en París se nutre de Cézanne, presente ya en la composición de sus obras con frecuencia divididas en distintos planos; un pintor que abre espacios para el arte moderno en el país porque, además, cuenta con la experiencia formativa del Muralismo mexicano lograda al amparo directo de Rivera, Orozco y Siqueiros. Igualmente, a más del afecto y el interés del Maestro Ariza, tan cercano a su familia, recibe de él lecciones que contribuyen a la definición del lenguaje particular de Oramas:
“Él logró parte de su formación en Japón y, como insistentemente lo señalaba, en ese país entendió los vínculos estrechos entre la cultura oriental y la cultura de nuestros antepasados precolombinos. De él aprendí a manejar la atmósfera que luego logré para mis cuadros. Ariza vio en mí un potencial y quizá de aquí vino su preocupación por mi trabajo. Realmente, él me condujo al paisaje”.
Fue discípulo también de Miguel Díaz Vargas, un médico artista que, “…a más de profesor de pintura, nos dictó anatomía y nos enseñaba el manejo de la figura humana”. Junto con Domingo Moreno Otero, trataban temáticas referidas a escenas típicas de la vida campesina, la cotidianidad de los sectores pobres, mercados de plaza, bodegones… Aquí también Oramas reconoce influencias temáticas particulares:
“Quizás mi gusto por los temas del mercado provenga de estos dos maestros quienes, de una plaza de mercado cercana a la Escuela de Bellas Artes, mandaban traer frutas, flores, canastos y ollas de barro para armar con pasión los bodegones que así nos enseñaban a pintar: con gran generosidad desplegaban sus destrezas técnicas, las formas de su composición, el color… Miguel Díaz siempre nos repetía: ‘pinten lo que les de la gana, pero pinten’. Mis profesores de estética transitaban desde la estética burguesa enseñada por Jorge Zalamea hasta aquella marxista defendida por Vidales”.
Luego de esta etapa inicial de formación y otorgada por la Juventud Comunista de Alemania, Oramas gana una beca de estudios que no puede aceptar por encontrarse recorriendo distintos países latinoamericanos. Desde su espíritu aventurero y desde sus urgencias políticas, en 1950 se marcha rumbo a Centroamérica en camino hacia México. Tenía la firme convicción de estudiar Muralismo y quería hacerlo en el taller de David Alfaro Siqueiros a quien conoce como conferencista en Bogotá, cuando denunciaba la política de López Mateos, presidente de su país en años posteriores.
Durante varios meses viaja “al garete” por las Antillas, sin documentos ni dinero. Duerme en puertos y barcos y subsiste elaborando acuarelas de pequeño formato que vende a transeúntes y viajeros. En cualquier sitio al que llega entra en contacto con los intelectuales y los artistas del lugar y a través de ellos conoce la situación social y política de cada región. Así decide trasladarse a Guatemala –país que, por el proceso que recorre en ese momento, acoge a los latinoamericanos exiliados a causa de las dictaduras que en esta década se multiplican en el continente–; quiere apoyar la propuesta política de Jacobo Arbenz, un socialista acompañado de un selecto grupo de pensadores y activistas de izquierda procedentes de distintas latitudes. Durante este período incursiona en el grabado y gana dos premios otorgados por el gobierno de esa nación.
En la Casa de la Cultura de Guatemala, epicentro de la actividad política de los inmigrantes de América Latina, entra en contacto con el médico argentino Ernesto “Che” Guevara quien, luego de muchas conversaciones y reflexiones conjuntas, le invita a hacer parte del grupo que en 1953 daría el primer golpe al gobierno dictatorial de Batista en Cuba:
“No acepté, a pesar de mi fe profunda en ese proyecto liberador, porque no tengo alma de héroe. No me agrada el martirologio, ni el sacrificio, ni el suicidio. Soy cobarde y le tengo miedo a las armas. No me gusta la violencia ni las guerrillas de cualquier origen. Me aterra matar o que me maten. En síntesis, jamás he querido ser o hacerme pasar por mártir”.
Cuando Arbenz es derrocado, Oramas se desplaza clandestinamente hacia México donde vive, estudia y trabaja durante cerca de ocho años. A través de contactos con el partido comunista mexicano alcanza su sueño codiciado: ingresar al taller de David Alfaro Siqueiros como ayudante de algunos de sus murales. Allí, en la ejecución de grandes obras y como en las mejores épocas del arte universal, se formaban artistas procedentes de distintos lugares, fundamentalmente de la Unión Soviética y de América Latina. El mundo del arte se abre para Fernando Oramas en tanto empieza a conocer el Muralismo desde su entraña:
“Esto significó para mí más de lo que había soñado. Trabajar con Siqueiros fue todo un descubrimiento: por su posición, su militancia y su compromiso político, demostrado en diferentes frentes y en distintos momentos; él era, entre otros, miembro del partido comunista mexicano, organizador y líder sindical, escritor, autor del Manifiesto Muralista en donde expone la que, a su juicio, debía ser la ideología revolucionaria de los artistas… También, un descubrimiento maravilloso por la riqueza de su propuesta plástica”.plástica”.
Siqueiros, encarcelado y perseguido en razón de su ideología y de sus posiciones políticas, fue un revolucionario en la teoría y en la técnica de sus murales cuyas temáticas recogen las luchas de campesinos y obreros mexicanos. Incorporó en ellos el fotomontaje y diversos mecanismos ilusionistas, logrados a través de la distorsión, “… así como las múltiples perspectivas correctoras que tomarán en cuenta diferentes ángulos de visión para resaltar los contenidos ideológicos y aumentar el impacto del mensaje”7. Sus hallazgos en la técnica del mural lo llevaron, entre 1935 y 1936, a abrir un taller experimental en Nueva York del cual participó Jackson Pollock (1912-1956); en este espacio enseñó el manejo de novedosos materiales sintéticos e industriales –distintas lacas–, el fotomontaje antes aludido así como la técnica del goteo. Son, justamente, las técnicas y materiales que hoy usa el Maestro Fernando Oramas, aprendidas y recreadas a partir de esta experiencia formativa que lograra al trabajar, entre muchos otros, en los murales realizados por Siqueiros en la Ciudad Universitaria y en el antiguo edificio de la Aduana de Santo Domingo.
Y son las técnicas que en parte influyeron en la posición de vanguardia que llega a ocupar Pollock: “El estilo ‘gota y mancha’ como mejor se le conoce, le permitió ser considerado como el líder del expresionismo abstracto y el más importante artista innovador de su época… En lugar de utilizar el caballete tradicional, fijaba sus telas al suelo o a la pared, y sobre esta superficie rígida derramaba y dejaba gotear la pintura de un bote, y en lugar de pinceles, utilizaba ‹palos, llanas o cuchillos› (según sus propias palabras)… Calificada de pintura de ‘gestos’… para designarla se acuñó el término Action painting”8. El trabajo de este pintor norteamericano se asocia a la introducción del estilo de pintura que prescinde de los puntos de énfasis o de aquellos espacios que pueden ser identificables en un cuadro, abandonando la idea de composición tradicional, entendida como relación entre las partes. Son, insisto, formas de composición y de trabajo que, como se verá más adelante, asume cotidianamente Oramas con unas destreza y originalidad desconocidas en nuestro medio. La técnica que aún hoy rige su creación, lo reconoce siempre, la aprendió en los murales de Siqueiros y dentro de un proceso que posibilitó luego su propio lenguaje.
“México superó mis expectativas. Recibí la mejor formación en el arte del muralismo. Aprendí la técnica de la pintura al fresco y las técnicas de mi trabajo. Hice grabado y obtuve premios. Vendí mis cuadros. Participé en un movimiento contra las galerías, respaldado por el Ministro de Relaciones Exteriores de entonces –amante del arte– quien nos cedió un gran parque donde muchos pintábamos y vendíamos lo realizado.”
Fernando Oramas no conoció a Orozco y con Diego Rivera su único contacto fueron las clases de mural que éste dictaba y en las cuales, según nuestro Maestro, jamás hablaba de arte.
En 1962, cuando el gobierno mexicano de López Mateos endurece sus políticas frente a los inmigrantes, Oramas es deportado a Colombia. Al llegar, se en cuentracon un ambiente artístico para él desconocido y sabía ya que,
“…el Muralismo ha sido la forma más elevada de actividad pictórica a través de los siglos. Sabemos de la existencia de múltiples murales que recogen dogmas, creencias y expresiones bajo grandes formas plásticas… A través del mural el artista deja de ser intimista y se convierte en una especie de ‘hombre público’; la pintura deja de ser una actividad privada para trocarse en una labor pública y transformadora. Este fue el papel que cumplió el mural en México con Orozco, Rivera y Siqueiros”9.
Regresa a su patria y comprende que no habrá paredes para pintar los murales espléndidos para los cuales se formó; que al Estado no le interesa una política cultural que reconozca la historia y la pluralidad y diversidad del gran público; menos aún, le interesa o preocupa la presencia de lo popular. Considera que el arte que entonces se pondera, se promueve y se legitima, es un arte de calidad, sí; pero es un arte de elites.
Oramas reconoce que el panorama artístico en nuestro país había entrado en una etapa antes desconocida pero fundamental para el curso de la plástica nacional. Parte de la pintura y escultura que entonces se realiza, trasciende los límites rígidos de la figuración y desde distintos escenarios percibe la presencia de un arte nuevo que propone un cierto “feismo”, quizá como reacción a las demandas deperfección y belleza de la representación clásica. Entonces encuentra en el escenario nombres de incuestionable reconocimiento y valor como los de Obregón, el primero en romper amarras e iniciar el camino hacia la abstracción; Ramírez Villamizar y Negret con su novedosa geometría; Botero y sus sugestivas deformaciones; Roda y sus cuadros dramáticos y misteriosos; Feliza Bursztyn y la anarquía de sus propuestas. Son, entre algunos otros, los integrantes de la generación que, en palabras de Marta Traba, “se disponía a dar el salto al vacío” que habría de transformar el panorama artístico colombiano. No obstante, nuestro Maestro igualmente se interroga por la desaparición de otros que, a su juicio y a juicio de muchos, tenían ya ganado un lugar en la historia del arte colombiano como, y solo en vía de ejemplo, Gonzalo Ariza: ¿Qué había sucedido con él? ¿Qué había pasado con tantos otros del grupo Bachué o de Los Nuevos que ya ni hacían parte de las enciclopedias del arte nacional?
Emerge así un cuestionamiento al papel de la crítica de arte liderada en este momento casi de manera exclusiva -a pesar de la presencia en este escenario de Casimiro Eiger y de Walter Engel- por Marta Traba quien, sin lugar a dudas, desempeñó un papel primordial en el proceso del arte en nuestro país; en el ordenamiento y la reflexión sobre sus etapas, movimientos y tendencias; en la ruptura de ciertos diques que aislaban la producción artística nacional de las propuestas impulsadas desde el llamado Primer Mundo. En la misma forma Traba, en defensa del “arte moderno” fundado en la “autonomía de la imaginación” y desde una cierta arrogancia pontifical, condena y excluye a buena parte de la tradición artística colombiana y, sin contemplaciones de cualquier orden, descalifica a quienes se alejaran de las perspectivas artísticas que en ese momento ella proclama y defiende como la vanguardia. ¿Cuántos artistas colombianos abandonaron su trabajo o se confinaron para siempre al rincón de sus talleres a causa de esta postura de la crítica? Aquí bien valdría la pena recordar los planteamientos que, entre muchos otros, hacen Rilke10 o, Sábato11 frente al papel de los críticos de arte en nuestras sociedades, a su “insoportable dialecto” y a la infalibilidad de la cual se revisten y le conceden unos artistas y un público arrodillados. A propósito de Fernando Oramas, luego de su participación en una exposición cuando recién llegaba de México –en donde, como en Guatemala, había sido objeto de distintos reconocimientos- Marta Traba lo sataniza, condenándolo a la exclusión de galeristas y medios de comunicación: “Mi pintura –escribió Traba en una importante revista- era un caso muy definido de cómo no se debía pintar”. Desde entonces, las puertas se cerraron para la circulación de su obra y ya no volvió a invitársele a los salones, galerías y publicaciones del país.
Hoy, por fortuna, el lenguaje de la crítica es controvertido desde el ámbito de la subjetividad en ella involucrada, del método utilizado, de los juicios de valor desplegados en su curso. A pesar de este avance, es imposible desconocer aquellas consecuencias negativas que tal crítica pudo tener en las rutas tomadas por ciertos movimientos artísticos o frente a la experiencia personal de algunos artistas. Ante esta realidad el Maestro Oramas señala que al final,
“… el compromiso de un artista debe ser consigo mismo y con la calidad y el rigor de su obra. Aspirar a un proceso creador subordinado a la crítica, vulnera la ética profesional y personal. Por eso he preferido marchar al margen de estas críticas, a mi juicio tan comprometida con unas perspectivas y unos artistas en particular”.
Para Fernando Oramas la pintura es su vida y a diario trabaja en ella, sin horario ni calendario aun cuando –señala– “…también cultivo la pereza”. Sus días transcurren en el taller que colinda con el jardín de su casa de Ciudad Montes; a ratos se recuesta en su hamaca a contemplar ese cielo que alimenta su espíritu y entonces “…me levanto reposado, tranquilo y con ganas de volver a miscuadros”. Según él, es más lo que mira que lo que pinta en tanto toma distancia de cada detalle, observa qué le falta o qué le sobra a cada una de las escenas cotidianas o imaginadas que lleva a sus lienzos, metales o maderas: les quita y les pone en el ritmo que sus pinturas lo exigen; soluciona un rincón, cambia un color que toma prestado de otro cuadro, introduce o hace crecer un árbol. Incluso transforma obras supuestamente concluidas cosa que, a su juicio, en realidad nunca sucede: “Jamás encuentro acabado alguno de mis cuadros”. Por eso evita mirarlos cuando están enmarcados: le atormentan pues invariablemente quisiera cambiar algo en ellos.
Para nuestro Maestro, el momento más importante de un cuadro es su inicio: le provoca el mayor de los placeres. Nada lo inspira más que un lienzo en blanco; lo obsesiona y, por lo general, se introduce directamente en él pues cada vez utiliza menos los bocetos. Quizá la destreza de hoy se lo permite. En la misma forma, el peor momento de su trabajo, lo que más esfuerzo le reclama, es terminar sus obras; se resiste a hacerlo y con frecuencia decide voltearlas y olvidarse de ellas por un tiempo.
Los temas de Oramas son recurrentes y sin distingo transitan en su proceso creador: paisajes –concebidos como un enfoque de la naturaleza–, bodegones, mercados de pueblo o de barrio pobre, “como aquellos que me gusta recorrer cuando salgo a caminar la ciudad”, y en los que confluyen humildes vendedores, frutas, verduras, perros hambrientos, mendigos, amas de casa, en un espacio que habla de la sociedad y del momento histórico particular en el que acontecen. Son escenas concebidas desde la figuración –dueña de particulares rasgos impresionistas–, desde el expresionismo o desde la abstracción. Temas atravesados por la cultura de lo popular a la cual el Maestro rinde homenaje: es su cotidianidad, sus viviendas, sus paisajes, sus gentes.
En la composición de sus obras algunas veces apela a la sección áurea aún cuando, como en todos los capítulos de su existencia, se rige más por el código del anarquista: “capítulo primero: haz siempre lo que te de la gana. Capítulo segundo: si no te da la gana, no acates el capítulo uno”. Lo que invariablemente sí acompaña su labor es la música de fondo que en cada nota contribuye a dar vida a sus cuadros.
Nuestro Maestro conoce las intimidades de la caricatura –que hacía para periódicos de izquierda en su juventud–, el grabado –por el que fue premiado varias veces en el exterior, como se reseñó–; el mural; y, desde el lienzo, la madera o el metal, utiliza el óleo y la piroxilina en una técnica novedosa y escasa que aprendió en los talleres de Siqueiros y que –conforme se planteó– trabajara luego Jackson Pollock. Piroxilina –pintura industrial usada, entre otros, para pintar carros–, tiner, vinilos, son los materiales que privilegia desde hace muchos años: por su resistencia –al agua, al tiempo y a la intemperie–, por su secado rápido, por su economía. Su manejo exige el uso de espátulas metálicas de distintos tamaños y calibres pues sólo ellas moldean pinturas tan duras como éstas, originariamente concebidas para la industria. Por la rapidez de su secado, demanda pericia extrema, velocidad y precisión en su manejo. De este modo posibilita “…la expresión directa… o la revelación del estado de ánimo del artista… pintura de ‘gestos’”, conocida como “Action painting” que, para Oramas, se acompasa con los ritmos del jazz. Pero también, como Siqueiros, usa la pistola de aire, el compresor, el aerógrafo, gracias a los cuales atomiza y difumina la pintura, logrando así volúmenes maravillosos. Igualmente, y conforme a los imperativos de cada cuadro, utiliza el óleo en ocasiones particulares: como técnica primera de un cuadro o como herramienta a través de la cual logra ciertos acabados y detalles para sus piroxilinas.
Con el paso del tiempo Fernando Oramas ha ido perdiendo la visión pero, desde hace varios años, decidió prescindir de los anteojos: en razón de sus múltiples descuidos aparecían siempre rotos y así es inútil adquirir unos nuevos. Por esto ya no puede leer. Sin embargo, el color de sus cuadros es cada día más intenso, más preciso, más bello. Su luminosidad –característica fundamental de su obra– se torna mágica en la danza de luces y sombras que dan profundidad a sus escenas cotidianas recreadas o a sus abstracciones imaginadas. De este modo, “el color que manejo es interior; está en mi cerebro. A veces no veo los colores, pero sé que están en mí, interiorizados. Es mi cabeza, no mi ojo, quien los mezcla, los prepara, los combina”, conforme a la naturaleza y a las exigencias de cada cuadro, mientras su mano diestra conduce la espátula que esparce un color en un lugar y, a la vez, toma el sobrante de pintura que, sin vacilaciones, lleva al espacio justo que en otro extremo la obra le reclama.
La mayoría de sus cuadros son exteriores y aquellos más intimistas como los bodegones, aluden invariablemente al afuera: ventanas, luz solar indirecta, paisajes de fondo. Para Oramas luz y color son sinónimos por cuanto la luz le imprime al objeto un color que sólo se logra a través del manejo soberbio de los valores cromáticos involucrados en su pintura. Ahora bien, en ocasiones el color también se convierte en tema para este Maestro del arte: hay cuadros verdes, azules, ocres…
Conocer a fondo el transcurrir y la obra de Fernando Oramas conduce a una certeza: en su concepción de la vida está su opción por la marginalidad. Él, más que un hombre de izquierda –así haya militado en ella por convicción, así plantee hoy que en esta perspectiva política se anidaría el futuro promisorio de Colombia y de la humanidad- es un anarquista, un ser que ama profundamente la libertad: su libertad creadora, su autonomía, su capacidad de volar al infinito. Por eso no admitió amarras ni condicionamientos, ni se subordinó a los designios sagrados, a los dogmas de una crítica que arrasó con tantos artistas como él, con el legado de una tradición y de una parte de la historia del arte en nuestro país.
Hoy, Oramas siente que no equivocó su ruta: logró una obra sólida y madura a la cual se le va haciendo justicia. En este momento de su vida, esta obra y su familia son su más importante patrimonio: sus dos pequeños hijos amantes del violín y la flauta y, “Betty Bonilla mi compañera, una profesora de literatura en un colegio oficial, de quien recibo apoyo, estímulo, regaños, comprensión, reproches… Nos une mi pintura, la música y la literatura. Ella es ese ser que mucho busqué y que por fortuna encontré”. Igualmente, la amistad es para él uno de los sentimientos más nobles y entrañables; por ello cuenta con grandes amigos con quienes comparte alegrías y tristezas y esos festejos que en medio de muchos tragos y largas horas sabe disfrutar.
Para nuestro Maestro, el futuro del arte en Colombia, como lo fue su pasado y su presente, será grande a pesar de su preocupación por lo efímero y ligero de algunas de las propuestas actuales. Del mismo modo, considera que hoy la crítica de arte va entrando a un ámbito cercano a las perspectivas contemporáneas del pensamiento crítico. De esta manera, este territorio del arte se reestructura en la redefinición de un campo tan complejo y particular como el de la cultura. Estas nuevas rutas quizás impidan que la crítica se deje tentar por la censura satanizadora y se repitan entonces las condenas y exclusiones a artistas tan valiosos como Fernando Oramas.
1 Mario Rivero, Artistas plásticos en Colombia. Los de ayer y los de hoy, Bogotá Stamato Editores – Diners Club de Colombia, 1982, p.14.
2 Eduardo Serrano, “Cien años de arte en Colombia”, en: Álvaro Tirado Mejía (director científico), Nueva historia de Colombia. Literatura. Pensamiento. Artes, Tomo IV, Bogotá, Planeta, 1989, p.154
3 Ibíd, p.157.
4 Op. cit., p.18.
5 Ibíd, p.19.
6 Las intervenciones de Fernando Oramas citadas textualmente en este escrito corresponden a las entrevistas realizadas con el pintor por su autora.
7 Harold Osborne (dirección editorial), Guía del arte del siglo XX, Madrid, Alianza Editorial, 1990, p.745.
8 Ibíd, p.660.
9 María Cristina Laverde Toscano y Álvaro Rojas de la Espriella, Así hablan los artistas, Entrevista con Fernando Oramas, Bogotá, Universidad Central - Editora Guadalupe, 1986, p.106.
10 Rainer M. Rilke, Cartas a un joven poeta, Barcelona, Edicomunicación S.A., 1999.
11 Ernesto Sábato, El túnel, Colección Millenium, Madrid, Unidad Editorial S.A., 1999.
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