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Sendero Luminoso en la encrucijada política del Perú

Sendero Luminoso na encruzilhada política do Peru

Sendero Luminoso at the political crossroads of Peru

Heraclio Bonilla*


* Profesor Asociado de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá. Doctorado en la especialidad de Historia Económica por la Universidad de París y doctorado en Antropología por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima). Profesor visitante en las principales universidades de América Latina, Europa y los Estados Unidos. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.


Resumen

Este artículo está destinado al examen de las peculiaridades de la violencia en el Perú mediante el análisis de la experiencia de Sendero Luminoso. En función de ese objetivo, el trabajo contiene tres partes. En la primera se coloca la violencia de los ochenta en una perspectiva histórica que la hace comprensible. En la segunda, se describe y se analiza el ascenso y el ocaso de Sendero. En la tercera, a manera de conclusión, se exploran las alternativas políticas del Perú actual y el lugar de la subversión armada.

Palabras clave: Perú, Sendero Luminoso, violencia, años ochenta, conflicto armado.

Resumo

Este artigo examina as peculiaridades da violência no Peru através da análise da experiência do movimento guerrilheiro Shining Path. O artigo está dividido em três partes: no primeiro, a violência dos anos oitenta é apresentada numa perspectiva que a torna compreensível. No segundo, descreve-se o surgimento e a queda do Caminho Luminoso. No terceiro, como conclusão, são exploradas as alternativas políticas atuais e o lugar da subversão armada no Peru.

Palavras-chave: Peru, Sendero Luminoso, violência, os anos oitenta, conflito armado.

Abstract

This article examines the peculiarities of violence in Peru through the analysis of the experience of the guerrilla movement Shining Path. The article is divided in three parts: In the first one the eighties violence is presented in a perspective that makes it comprehensible. In the second one the rising and falling of Shining Path is described. In the third one, as a conclusion, the current political alternatives and the place of armed subversion in Peru are explored.

Keywords: Peru, Sendero Luminoso, violence, eighties, armed conflict.


En la última semana de agosto de 2003 la prensa extranjera y la peruana dieron cuenta del término del trabajo y de la entrega de sus resultados a las principales autoridades peruanas por parte de la Comisión de la Verdad, constituida hace un par de años por el gobierno de transición presidido por Valentín Paniagua. Los integrantes de esta Comisión recibieron el encargo de averiguar las causas y las consecuencias de la trágica experiencia vivida por el Perú en las tres décadas finales del siglo XX, particularmente aquella caracterizada por el enfrentamiento entre las fuerzas del orden y la subversión encabezadas por Sendero Luminoso (SL) y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA). La prensa resalta que las tres conclusiones más importantes aluden a la responsabilidad de las fuerzas armadas y de los subversivos, en una proporción mayor por parte de los últimos; a que las víctimas fueron mayormente campesinos indios procedentes de los departamentos más marginados del sur del Perú como Ayacucho, Huancavelica, y Apurímac; y que fueron 69.280 los muertos como consecuencia de esta violencia. Salvo la evaluación del número de las víctimas, que triplica los estimados que en su momento se hicieron, las otras conclusiones no ofrecen mayores sorpresas a quienes desde los ochenta se interesaron por el fenómeno de Sendero Luminoso. Lo anterior en modo alguno significa que se cuente con una explicación convincente de este grupo y de sus acciones, pese a la existencia de una densa y desigual literatura que incluso creó en el Perú una especialidad académica: la Senderología

Es imposible dar cuenta de cada una de las dimensiones implicadas en el fenómeno de Sendero en tan pocas páginas. El lector interesado podrá consultar la literatura especializada, de manera que aquí se intenta, de modo muy breve, colocar esa experiencia en un contexto histórico más amplio, subrayar las características de Sendero y de sus acciones, y sugerir algunas reflexiones sobre los escenarios de la política peruana en el corto plazo.

El escenario peruano en la última década del milenio pasado era muy nuevo, muy extraño y, ciertamente, inédito cuando se observa en perspectiva el curso anterior de su experiencia nacional. Resulta importante dar cuenta de algunos de los componentes de ese escenario si se quiere reemplazar la anécdota por una explicación profunda de los dilemas y de la tragedia que envolvieron a gran parte de la población peruana. En términos económicos, para empezar por lo más obvio y reconocible, Perú y Haití comparten el penoso privilegio de tener las poblaciones más miserables del hemisferio, situación irreversible en el mediano plazo. Otra dimensión de ese nuevo escenario se halla en la situación de los partidos políticos. Estos aparecen en Perú a principios de la década de 1870 con el establecimiento del Partido Civil, el cual traduce políticamente los intereses de una plutocracia asociada a la explotación del guano de las islas; desde entonces se han diversificado tanto en número como en significación. Cronológicamente, los de mayor presencia fueron y todavía algunos son el Partido Aprista (1924), el Partido Comunista (1928), Acción Popular (1956), el Partido Popular Cristiano (1966), una escisión conservadora de la Democracia Cristiana. A éstos habría que agregar Perú Posible, del actual presidente Alejandro Toledo, y las agrupaciones ad-hoc lideradas a comienzos de los noventa por Mario Vargas Llosa (Libertad) y Alberto Fujimori (Cambio 90). En la mejor tradición latinoamericana, estos partidos reproducen de manera fiel la cultura política de la región, en el sentido de que son pequeños círculos de notables congregados en torno a un caudillo y en cuya dirección las bases, si es que existen, no tienen mecanismo alguno de expresión. Esta profunda crisis moral y política fue utilizada en 1968 por un grupo de funcionarios civiles del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas (GRFA), para proponer la extraña tesis del no partido, y a la que también aludió Fujimori bajo la acusación de partidocracia como pretexto para violentar la vida constitucional del país el 5 de abril de 1992.

A la situación anterior deben añadirse los cambios en el orden simbólico provocados por las medidas que tomó en su primera fase el GRFA de 1968. El sistema colonial en el Perú sacralizó la desigualdad y la injusticia. La naturaleza religiosa de ese orden, la posibilidad de dar satisfacción sólo de manera segmentada a las demandas más urgentes de fracciones de las clases populares, y la inexistencia de canales institucionales en la mediación del conflicto, crearon en este contexto una paradoja muy significativa: la apariencia de una sociedad pacífica y tranquila, resignada a su suerte, pero que en el fondo, y este era su reverso, anidaba furias y explosiones que estallaban en circunstancias propicias con una extremada fuerza. El sociólogo francés Francois Bourricaud (1970) documentó en su clásico libro sobre el Perú su perplejidad frente a la violencia que revestían las huelgas de los mineros del Cerro de Pasco; poco más tarde, su colega Henri Favre (1972) discutía los correlatos psicológicos de la interiorización de esta frustración expresados en fiestas y prácticas autodestructivas de los campesinos indios.

Los fundamentos de esta estructura sufrieron profundos cambios en el curso de la segunda mitad del siglo XX, particularmente en el contexto de las movilizaciones campesinas de la década de los sesenta, cuando sus protagonistas, además de reivindicar su derecho a las tierras expropiadas, comenzaron a cuestionar la legitimidad del orden gamonal. En vastas regiones del in- terior peruano este proceso culminó con un golpe contundente cuando la reforma agraria de Velasco produjo en 1969 el desalojo de segmentos importantes de la clase dominante, quienes desde el vértice de las sociedades regionales articularon social y moralmente tal ordenamiento en este siglo. No son pocos los casos documentados de expresión de tristezas y lamentos de los campesinos indios frente a la expulsión de sus patrones, así como la nostalgia de las capas más antiguas del proletariado minero ante la expulsión de los “gringos” de la dirección de las compañías norteamericanas que explotaban el cobre en la sierra central (Bonilla, 1970).

La “gran transformación” capitalista que las fuerzas armadas apuntalaron en 1968 fue en este sentido doblemente incompleta. En términos económicos dislocó la economía, en consonancia con su modelo “ni capitalista ni comunista” que terminó potenciando las deficiencias de cada uno, y en términos sociales no pudo llenar el vacío que había producido. Estaban así reunidas las condiciones para dar nacimiento a aquello que el antropólogo José Matos Mar (1984) calificaba como “desborde popular”. Las expresiones de este “desborde” –que en esencia no es sino una delicada metáfora para designar el impresionante caos social del Perú– son múltiples y atraviesan el conjunto de la cultura popular (el “achoramiento” y la música “chicha”), la religión (“Sarita Colonia” y las “vírgenes lloronas”), el lenguaje y los símbolos, la sustitución del orden y la civilidad, por el elocuente postulado del “sálvese quien pueda”, para no mencionar las prácticas políticas como las de Sendero Luminoso, que convirtieron al Perú de los ochenta en un centro de curiosidad mundial. Se puede discutir, ciertamente, si este llamado desborde traduce la creatividad peruana o, más bien, el límite alcanzado por la impotencia y la desesperación. Y es este el contexto en el que Sendero Luminoso aparece y acciona.

Sendero Luminoso (SL) fue el resultado de la escisión, en 1971, del Partido Comunista Bandera Roja, así como de su inicial anclaje regional e institucional: Ayacucho y la Universidad San Cristóbal de Huamanga. En la constitución de SL desempeñó un papel importante Abimael Guzmán Reynoso, “el presidente Gonzalo”, filósofo graduado en la Universidad San Agustín de Arequipa con una tesis sobre Kant, y un reducido grupo de profesores y estudiantes (Degregori, 1988). Movimiento de inspiración maoísta, fortalecido por la prolongada estadía de Guzmán en China, buscó su nativización resaltando algunos aspectos del pensamiento de José Carlos Mariátegui, para terminar convirtiendo en un primer momento al espacio universitario como su centro de acción. No era en ese sentido muy distinto a los otros grupos de izquierda radical, aunque sí lo era la frontal oposición de SL a las huelgas generales y a las “tomas de tierra”, es decir a las acciones de protesta popular en contra de las medidas del gobierno militar de la segunda fase.

Pero la hegemonía de Sendero en la universidad fue muy breve: en 1975 ésta se redujo a la Facultad de Educación, para abandonar la universidad un año más tarde a fin de enviar a sus cuadros a trabajos de proselitismo tanto en la región como en otros lugares del país, al tiempo que el núcleo dirigente continuaba con el proceso de construcción del partido. Que Ayacucho (“rincón de los muertos” en quechua) haya sido la cuna de SL no es, desde luego, una coincidencia. Se trata de una de las regiones más deprimidas del Perú, con una universidad reabierta desde 1959 que pronto se convirtió en un centro de atracción de estudiantes con raíces campesinas muy recientes y de difusión cultural muy avanzada; todo aquello en el marco de un aislamiento que intensificó la prédica ideológica. Pese a su reconocida parquedad en términos de pronunciamientos, la difusión en enero de 1988 de las bases de discusión del PCP en las páginas de El Diario, su principal vocero, permite conocer lo esencial de sus propuestas, así como las líneas directrices de su acción. Para Guzmán, “el Perú contemporáneo es una sociedad feudal y semicolonial en el cual se desenvuelve un capitalismo burocrático”, entendiéndose como tal “el capitalismo que genera el imperialismo en los países atrasados, atado a la feudalidad que es caduca y sometido al imperialismo que es la última fase del capitalismo” (El Diario, Lima 8 de enero de 1988).

La construcción de la república popular de nueva democracia no podía sino resultar de una violenta guerra revolucionaria conducida por el ejército guerrillero popular. Sus acciones estarían encaminadas a la conquista militar de bases, desde el campo a la ciudad, donde se establecerían “atravesando baños de sangre”, comités populares en el campo y movimientos revolucionarios de defensa del pueblo en las ciudades, a cargo de comisarios como concreciones del nuevo estado. El conjunto de comités populares constituye la base de apoyo, y el conjunto de bases de apoyo “es el collar que arma la república popular de nueva democracia”. Este proceso se encuadra dentro de una guerra prolongada, la cual comprende tres etapas:

(…) la primera es el período de la ofensiva estratégica del enemigo y la defensiva estratégica nuestra. La segunda será el período de la consolidación estratégica del enemigo y de nuestra preparación para la ofensiva. La tercera será el período de nuestra contraofensiva estratégica y de la retirada estratégica del enemigo (…) (Ibid).

En este contexto, fue simbólicamente elocuente que las acciones públicas de SL comenzaran colgando perros en los postes de Lima, en clara alusión a su desprecio por la revisionista dirigencia china, así como por la quema de las ánforas en la plaza pública de Chuschi el 17 de enero de 1980, como un rechazo al proceso electoral en curso y en circunstancias en que la izquierda peruana legal se preparaba para participar. Esto fue el inicio de una vorágine que alcanzaría dimensiones alucinantes años más tarde, al avanzar SL en su “conquista de las bases”, “batiendo” el campo, para establecer “zonas liberadas”.

La expansión militar de SL durante 1980 y 1982 en las regiones de Ayacucho y Apurímac, en el sur peruano, fue rápida y contó con el respaldo de fracciones importantes de la población rural y urbana. Basta mencionar la multitud –casi 30.000 personas– que acompañó al féretro de Edith Lagos, una joven dirigente senderista muerta en combate el 3 de septiembre de 1982 (Gorriti, 1990: 381). Los testimonios y las escasas investigaciones permiten enumerar algunas de las razones del éxito inicial de esta expansión. La primera, y la más obvia, el olvido y la postración secular de aquellas regiones por parte del Estado. A estas razones de estructura debe añadirse la eficacia de las tácticas utilizadas por Sendero para captar la simpatía de los campesinos. Ronald Berg (1986-1987: 165-196) en el estudio de campo realizado en la comunidad de Pacucha, en Andahuaylas, entre agosto de 1981 y noviembre de 1982, encontró que SL había logrado captar la adhesión diferenciada de los campesinos, la cual se manifestaba ya sea en simpatía o en apoyo tanto pasivo como activo, al utilizar las tensiones nacidas de la reforma agraria y aplicar una “justicia campesina” que otorgaba satisfacción a los agravios frente a la incompetencia y la corrupción de los funcionarios locales. Pero también, de manera significativa, sus acciones le ganaban el inmediato respaldo de uno de los bandos en conflicto, al colocar un nuevo elemento en las ancestrales disputas inter o intracomunales.

Pero incluso en los años iniciales de la expansión de Sendero en estas regiones de Ayacucho y de Apurímac ni todos sus campesinos fueron captados, ni el reclutamiento estuvo exento de brutalidades. Por esta razón, un problema que aún se debate es saber si quienes se comprometieron de manera activa con SL en estas regiones eran auténticos campesinos. En un artículo pionero, Henri Favre (1984: 3-27) señalaba que en 1981 comunidades de zonas bajas como Huancasancos eran más susceptibles de adherirse a SL, en la medida en que sus campesinos eran los más desheredados. En cambio, comunidades de altura como Lucanamarca, mucho más indígenas, eran más propensas a reaccionar contra SL en respuesta a su estrategia de asfixiar los mercados locales, obligando a las comunidades a practicar una agricultura de autosubsistencia. Esta imposición cortaba a las comunidades de altura sus vínculos con el mercado, forzándolas a restablecer lazos de dependencia con las comunidades de abajo, de quienes se habían emancipado política y económicamente en el pasado reciente. De ahí que Favre concluya que las raíces de SL se encuentran en el sector masificado, inorgánico, y no integrado, y que su revuelta es la de los parias contra todas las clases de la sociedad.

En cualquier caso, ni simpatías ni rechazos son irrevocables en un contexto de guerra abierta, sobre todo cuando la intervención directa del ejército hizo tambalear estos sentimientos. Los mismos casos de Huancasancos y de Lucanamarca en la provincia de Víctor Fajardo (Ayacucho), ilustran los métodos utilizados por SL para mantener esos apoyos o para sancionar las desafiliaciones. El 3 de abril de 1983 un centenar de senderistas ingresaron a esos pueblos y luego de “juicios populares” sumarios dieron muerte a 45 comuneros de Lucanamarca y a 35 de Huancasancos, hecho que marca el inicio de castigos ejemplares como método para obtener el reclutamiento o, cuando menos, la obediencia de los campesinos.

El 20 de diciembre de 1982 el presidente Fernando Belaúnde Terry, de Acción Popular, luego del asesinato del director de la filial de Ayacucho de la Casa de la Cultura del Perú, decidió finalmente autorizar la participación de las fuerzas armadas en la represión de SL y, por consiguiente, su ingreso a Ayacucho. Así aparece el segundo actor en el escenario de la violencia en el Perú, luego del regreso pactado a sus cuarteles en 1979. Las acciones de los militares estuvieron inspiradas en la doctrina de la “guerra interna”, es decir, la misma que fuera utilizada en el Cono Sur durante los largos años de dictadura de esos países, y con las consecuencias que son ampliamente conocidas. Por lo mismo, no fue una sorpresa para nadie la rutinaria proliferación de denuncias de violación de los derechos humanos. En la medida en que la mayor parte de las víctimas de estos abusos eran campesinos indios, y en virtud del conocido racismo que impregna la sociedad peruana, la opinión pública muy pronto se habituó a leer con indiferencia noticias sobre muertes y desapariciones. El Ministerio del Interior evaluó en su momento en 22 mil los muertos producidos en el marco de este enfrentamiento entre 1980 y 1992, mientras que los costos de los recursos materiales destruidos durante esa década ascendieron a 22 mil millones de dólares, monto equivalente al valor total de la deuda externa del Perú de esos años. La Comisión de la Verdad, como se señaló al comienzo, cifra en cambio el aniquilamiento en 69.280 muertos. Y es que en 1992 la violencia en el Perú no era sólo un fenómeno circunscrito a un villorio aislado de los Andes, sino que estuvo presente en casi todo el territorio nacional, y su evidencia más clara fue la multiplicación de las provincias declaradas en emergencia: de siete en 1982 a 60 a fines de 1990. Por otra parte, si el volumen de víctimas traduce el descalabro de una sociedad, pueden compararse esas cifras, 22 o 69 mil, con los 166 muertos producidos en el contexto de las movilizaciones campesinas desde 1958 hasta 1964. El único precedente conocido en los Andes sobre un desastre de esta magnitud lo constituyen las cien mil víctimas, entre realistas y rebeldes y sobre una población total de millón y medio, que ocasionó la rebelión de Túpac Amaru y los Katari en 1780 (Cornblit, 1970:1).

El conocimiento de la composición social de SL encuentra en el trabajo ya señalado de Favre una importante apoyatura inicial: SL halla su sustento en las fracciones más desarraigadas de la población peruana, tanto rural como urbana. Otra contribución importante a este conocimiento fue la de Denis Chávez de Paz (1989). Al analizar los expedientes de los inculpados por terrorismo encontró que su edad promedio era de 26 años; 16 % eran mujeres; solteros 70%, y migrantes 76.5%, de los cuales un 58% provenía de las provincias más pobres del país, y pese a que el 35.5% tenían educación universitaria, éstos eran pobres o muy pobres. Y es que un joven al terminar la educación secundaria sabe que sus oportunidades de ingreso a la educación superior son reducidas y, si ingresa, descubre que su título universitario carece de valor para obtener un empleo satisfactorio en el sector público o privado, y que él no tiene ningún lugar en el sistema. De ahí su propensión a enrolarse en la subversión: para destruir un sistema que no les sirve, o por la convicción de que la subversión es un canal de movilidad potencial.

También en 1970 en el Alto Huallaga empezó a surgir una región relativamente próspera, a través del cultivo de la coca. La prosperidad de la zona estuvo estrechamente asociada a la expansión del consumo de cocaína en los Estados Unidos, y tuvo como resultado el incremento de las áreas sembradas, las cuales pasaron de 28 mil hectáreas en 1980 a 211,000 en 1988 (Tarazona-Sevillano, 1992: 149). Inicialmente, en esta región los actores principales eran los cultivadores, los narcotraficantes y la policía encargada de la represión; y las relaciones entre ellos eran de conflicto debido a la incompatibilidad de sus intereses. Estas tensiones fueron explotadas por SL que, luego de incursiones iniciales a principios de los ochenta, alcanzó una sólida presencia armada en 1985. La táctica seguida por SL para ganar el respaldo activo de productores y traficantes, en ausencia de una política coherente por parte del gobierno, era de una extrema simpleza. Bastaba con “proteger” a los productores de la vigilancia policiaca y de las extorsiones de los traficantes, y a los traficantes de las autoridades. Protección que ciertamente redituaba lucrativas ganancias por la naturaleza del negocio.

Subversión y contrasubversión fueron inicialmente las fuerzas cuyas acciones, al operar sobre un volcán, expandieron la violencia al conjunto de la sociedad peruana. Pero los resultados de esa violencia se retroalimentaron y terminaron produciendo un inmenso caos. Entre las diversas expresiones de esa violencia/consecuencia que deviene en violencia/escenario deben mencionarse los denominados “desplazados”, auténticos parias rurales que forman parte de guetos ubicados en el campo y en la ciudad, como consecuencia del éxodo que emprendieron para escapar de las acciones de SL o del ejército (Coral, 1986: 77-84). El número de estos desarraigados ha sido calculado en 200 mil (Kirk, 1991:42). Una situación similar ocurre con las rondas; porque ellas no sólo sirvieron para proteger campesinos y reparar agravios, sino que también fueron instrumentos del gobierno y de las fuerzas armadas en la lucha contra la subversión. Y si bien la entrega de armas puede ser útil para una legítima defensa, en el clima social y político del Perú de entonces fue imposible garantizar que esas rondas armadas, con su peculiar concepción de la justicia, no emprendieran un arreglo de cuentas con adversarios que tenían poco que ver con la subversión, sobre todo cuando contaron con dirigentes como el célebre Comandante Huayhuaco, un contrabandista y traficante convicto. Así se levanta otro escenario para que la guerra contra la subversión se convierta en una guerra campesina. O en una guerra civil y criminal, cuando desde el poder y con respaldo de la derecha, se organizan verdaderas bandas paramilitares, como el comando Rodrigo Franco –nombre de un líder aprista asesinado por SL– para colocar bombas o asesinar a dirigentes de la izquierda, o cuando el nombre de Sendero es usado como coartada en la ejecución de crímenes corrientes.

En la noche del 12 de septiembre de 1992 se cerró la primera parte de este drama cuando Abimael Guzmán y otros importantes miembros de la dirección de SL fueron apresados por la Dirección Nacional contra el Terrorismo (Dincote). Este hecho palió el auténtico golpe de estado cometido por Fujimori al disolver el Congreso y el Poder judicial cinco meses antes y fue usado para prolongar su gobierno hasta el 2000. Para el gobierno, para gran parte de la opinión pública, y para muchos analistas, el encarcelamiento de Guzmán y de su camarilla, así como la de Víctor Polay y otros dirigentes del MRTA, significaba el cierre definitivo de una década de oprobio, de sangre y de dolor. Que ese optimismo era prematuro lo dice y lo desmiente lo ocurrido en el Perú desde ese entonces. Estos últimos años demostraron de manera contundente que el gobierno que combatió a SL era igualmente capaz de cometer crímenes semejantes o mayores, mientras que la acción de varios grupos que reivindican el nombre de SL sugiere que esa manera demencial de practicar la política está lejos de desaparecer. Y es que más allá de la alucinación de quienes concibieron su nacimiento, la subversión, con prescindencia del nombre que adopte, seguirá contando con la adhesión de una población hundida en la miseria, y proclive a la prédica de algún iluminado y errático mesías.


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