Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Cristo Rafael Figueroa Sánchez *
* Profesor universitario de literatura hispanoamericana, narrativa colombiana y barroco y neobarroco literario en Hispanoamérica. Director de la Maestría en Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana. Director del Programa de Humanidades de la Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
La obra literaria e intelectual de Germán Espinosa (Cartagena, 1938) desde 1954 hasta 2003 –lírica, narrativa, ensayística, de biógrafo y de traductor–, constituye un referente de la cultura colombiana contemporánea; ámbito que ha colmado desde niño, a partir de su doble herencia familiar; de una parte la pasión por las letras proveniente del abuelo paterno, campesino oriundo de las sabanas del antiguo Departamento de Bolívar, con inquietudes intelectuales y empeñado en educar a su hijos en universidades norteamericanas; de otra, la vena artística, especialmente musical proveniente de la sangre materna. Se explica así la íntima relación entre el pensador y el creador, que en el caso de Germán Espinosa potencia por igual la experiencia de vida y la experiencia de escritura. Por eso, los significados de su obra se producen en un complejo tejido de formas, imágenes y representaciones, gestadas entre lo local y lo universal, la historia y la ficción, el sueño y la vigilia, lo individual y lo colectivo, la intuición poética y la reflexión filosófica, en fin, entre lo uno y lo diverso. Acaso como escritura representativa, su obra no sea más que la condición ilimitada del concepto que trata de ampliar las fronteras del significante colombiano.
Acceder a este universo poético implica reconocer el valor de una vida entregada a relocalizar y potenciar la cultura a través del proceso, unas veces fundante y otras indagador de la palabra, capaz de propiciar espacios alternativos y de desatar imaginarios sociales, estéticos, políticos o psíquicos. Todos ellos a su vez permiten percibir procesos irresueltos, enunciar imaginariamente la historia o preguntarle a la realidad si es lo que debe ser. La producción de Germán Espinosa conforma un sistema de significaciones, que no sólo ha encontrado eco en espacios académicos, sino que se proyecta cada vez en ámbitos de recepción extranjeros –traducción al francés y al italiano de Los cortejos del diablo (1970), al francés y al coreano de El signo del pez (1987), y también al francés de La tejedora de coronas (1982), seleccionada además por la UNESCO en 1991 dentro de las obras representativas de la humanidad–; se comprueba así el carácter cada vez más universal de un cartagenero que usualmente escribe desde Bogotá.
Fue el suyo un comienzo tempranero dentro de las letras nacionales; de la mano, primero de los poetas del Siglo de Oro español y de los novelistas románticos a quienes conoce en la biblioteca de la abuela materna antes de viajar a Bogotá, y luego, de los poetas simbolistas y postsimbolistas franceses, a quienes lee en 1955 en Cartagena, después de su expulsión del Colegio del Rosario. Los viajes al interior del país, Antioquia, Tolima, Bogotá y el Gran Caldas lo acerca a las expresiones culturales y a costumbres populares propias de estas regiones; y los oficios de redactor político para United Press International (1959–1964) van ensanchando su horizonte y afinando su percepción de la realidad; sin olvidar su pertenencia a Cartagena, donde siempre regresa para recuperarse, se radica definitivamente en Bogotá desde 1957. Poco a poco se aventura por los caminos de la ficción construyendo mundos posibles y otorgándole múltiples funciones a la literatura: “Una no: muchas. Es catarsis. Es conjuro, exorcismo. Denuncia. Alarido. Diván de Freud. Liberación por el humor. Por la exasperación. Arraigo en la tierra. Fuga. Ilusión. Realidad. Sueño. Odio. Amor. Todo. Nada”. (Espinosa en Jaramillo, 2000: 23). En su caso particular, se privilegia siempre la dimensión estética de la literatura concebida como mediación autobiográfica, social e histórica, por eso afirma que ella “es lo contrario del repentismo. Toda espontaneidad es literariamente aborrecible. El escritor debe parecer espontáneo, no serlo” (Espinosa en Montes, 2000:29).
Desde niño su padre, periodista y poeta, le hace aprender versos y poemas; sin embargo más tarde le reprocha su dedicación exclusiva a la literatura, señalándole que sólo debía asumirla como hobby; a estas presiones se suman las recriminaciones de la madre, quien al final de su vida todavía le censuraba el haberse dedicado a lo que consideraba una profesión “vergonzosa”. Quizás estas actitudes paternas explican su decisión inquebrantable por la literatura. En la poesía de Germán Espinosa, desde Letanías del crepúsculo (1954) hasta el Libro de conjuros (1991), el poema, muchas veces de índole narrativa o condensado en imágenes, intensifica motivos que luego se imbrican con los relatos; las estructuras métricas heredadas del Modernismo van dando paso a la reactualización de formas (romances, sonetos, canciones, madrigales o coplas), se abren al verso libre o se arriesgan a la prosa lírica. Desde estos ámbitos, el autor fortalecido con experiencias vitales y culturales, enuncia líricamente la realidad conformando una geografía poética nutrida de referencias locales y universales.
Al comienzo de su trayectoria lírica, Espinosa poetiza y recrea relatos mitológicos, exhorta la tristeza o sacraliza la melancolía, en un intento por rescatar instantes y memorias perdidos; luego, en Canciones interludiales (1954-1960), homenajea autores y textos definitivos para su sensibilidad: Rimbaud, Darío y especialmente De Greiff, a quien conoció de cerca en el célebre café El Automático de Bogotá; inicia así el diálogo intercultural con tradiciones y estéticas de distinta procedencia. La interiorización del mundo consigue un peculiar timbre emotivo en Claridad subterránea (1955- 1979), poemario en el cual se asume la angustia como generadora de temporalidades, la soledad como espacio privilegiado de libertad y la muerte como el otro rostro de la vida. Mientras Espinosa atenúa la retórica modernista sin abandonar la alusión erudita, se cuestiona el papel del poeta y de la poesía, para encontrar que la materia prima de ésta la constituyen la infancia, la evocación, las lecturas interiorizadas y los sueños.
Coplas, retintines y regodeos de Juan, el mediocre (1974) se creó en momentos de penuria económica y espiritual; en este caso se decidió por un tono burlesco pariente directo de la tradición de la copla española; el personaje homónimo encarna la mediocridad y la incapacidad para actuar, al tiempo que posee una notable espontaneidad creadora. Por su parte, el yo lírico de Reinvención del amor (1965-1984) crea y eterniza a la amada a través de la poesía, que llena de erotismo, promesas o renuncias, se centra en la exaltación del cuerpo como espacio propicio para inventar la sexualidad y el amor, o como posibilidad de consuelo. En el cruce de caminos de Diario del circunnavegante (1971-1979), la búsqueda simultánea de la infancia y de Cartagena es fallida porque ambas escapan a través de imágenes inasibles o por el impacto que en el poeta provoca la visión de Europa
El Libro de conjuros (1974-1990) parece sintetizar las actitudes que definen la lírica espinosiana; se concibe el viento como metáfora de los inevitables vaivenes de la vida, permitiéndole al poeta asumir sus contingencias y sus recuerdos, pues para Espinosa “hay desde luego, recuerdos gratificantes, tal vez porque los hemos elaborado con los años, pero suele ser más gratificante el olvido (…), pero creo que una de las razones por las cuales los escritores escribimos, es para desembarazarnos de los recuerdos –bueno o malos–, para conjurarlos, porque los recuerdos a su modo esclavizan” (Giraldo, 2000: 102). Después de conjurar el mar, los crepúsculos, los sueños, la naturaleza o la casa de la infancia, se opta por vivir; por eso, ante la angustia del tiempo, la conciencia despierta constituye el verdadero nacimiento del hombre a la madurez vital, la posesión plena del cuerpo, aunque anticipe la muerte, posibilita el enfrentamiento de la ausencia o de la nada; y la fe en la poesía genera una nueva dimensión, en la cual el hombre puede significarse ante sí y ante los demás.
Los relatos de Germán Espinosa comportan una visión englobante a partir de una percepción sincrónica de la realidad. En tal proceso el autor dilata y contrae el estatuto del género centrándose en una búsqueda constante de significación por medio de motivos cercanos o lejanos, localizados en contextos conocidos, desconocidos, ficticios, históricos, regionales o legendarios, a través de formalizaciones que mezclan el relato convencional, el cuento artefacto, el minicuento y formas mixtas como la novelle y el relato de largo aliento. La amplitud temática de esta cuentística, se conecta con la literatura fantástica, con la denominada literatura de ciencia ficción y en su elaboración confluyen “una escritura tradicional (…) con una visión totalmente moderna de la composición del texto literario” (Valencia Solanilla, 1985:72). Dicha confluencia se realiza por la voluntad de expresar una idea a través de la enunciación de una anécdota, por el papel paratextual y a la vez intratextual que cumplen los epígrafes y por una recurrente visión paradojal de la existencia. En todos los casos, las estrategias narrativas, los datos escondidos y los procesos de enunciación se aglutinan para interesar al lector y conducirlo casi siempre a una revelación, que unas veces lo sorprende, otras le crea dudas inquietantes o lo sumerge en la incertidumbre.
En 1964, una vez retirado de la United Press International, el profesor y crítico James Willis Robb de George Washington University lo estimula a publicar el primer libro de relatos, La noche de la trapa; éste sale a la luz en 1965, año en que también contrae matrimonio con la pintora Josefina Torres, compañera inseparable en las aventuras vital y literaria. Este primer libro de relatos incursiona en lo fantástico, la magia o el guiño cercano a la ciencia-ficción como categorías que permiten remover realidades para resituarlas en ámbitos amplios de la historia y de la cultura; desde entonces sobresale la preocupación por el proceso mismo de la escritura, la cual al nutrirse sistemáticamente del referente asombra e involucra al lector en la materia narrada. En Los doce infiernos (1976), al tiempo que atenúa la dimensión fantástica, el autor otorga significaciones a una serie de motivos que direccionan la mente y atrapan la sensibilidad: problemáticas raciales a través de disimuladas incomunicaciones de pareja, maldiciones ancestrales que emergen del inconsciente colectivo, sexualidades problemáticas que metaforizan conflictos sociales, culpas heredadas que ocasionan castigos degradantes e inmovilidades históricas que repiten círculos viciosos de horror y dolor. En todos los casos, los referentes transitan por la historia lejana y reciente de la cultura occidental, latinoamericana y colombiana.
Noticias de un convento frente al mar (1988), representa un momento de alto nivel expresivo dentro de la cuentística de Espinosa, asociado sin duda con la madurez de su lirismo y con la consolidación de su trayectoria novelística. Los relatos ponen a prueba los efectos de la dilatación y de la contracción narrativas para convertir la evocación en una forma de conocimiento capaz de reconstruir conflictos, cuya explicación no existe o no satisface del todo. A los motivos de carácter filosófico, histórico o esotérico que hemos señalado, se agregan ahora la presencia del erotismo como transgresión de órdenes y la carnavalización de las estructuras paradojales de la existencia. Dichos motivos se desarrollan a través de variados juegos intertextuales con epígrafes provenientes de diversas fuentes literarias que apelan directamente a la enciclopedia de un lector informado.
El naipe negro, también de 1988, desnuda la prosa con el objeto de profundizar la esfera psicológica sin dejar de lado la dimensión fantástica. A través de distintas formas narrativas –cuentos breves, relatos clásicos, versiones orales, testimonios elaborados, etc.–, las revelaciones ratifican y redondean preocupaciones anteriores: el hombre es una mera alusión e ilusión del universo; los dos poseen infinidad de dobles, las temporalidades humanas se cruzan enigmáticamente, es imposible contrariar el destino y escudriñar el pasado se convierte en una forma de reconocimiento crítico del presente. Romanza para murciélagos (1999), es una trilogía de relatos de largo aliento cercanos a la novelle que evidencia el gusto de Espinosa por vincular estructuras musicales y estructuras narrativas. Los motivos desencadenantes de la visión de mundo no sólo son de rancia estirpe literaria, sino que se sitúan en nuestra historia reciente: la hipnosis regresiva como forma de resistencia ante el destino inexorable (Una ficción perdurable); la imposibilidad de temporalizar leyendas políticas sostenidas con creces (Por amor a la momia), y la afirmación suprema de la propia voluntad para violentar la tradición y enfrentarse a lo desconocido (Romanza para murciélagos). La preocupación por los efectos posibles del proceso de escritura y el desplazamiento de los referentes a la época contemporánea, vinculan estos relatos con la más reciente producción novelística de Espinosa.
Los treinta y tres años de trayectoria novelística de Germán Espinosa se sustentan en el trabajo miniaturista del lenguaje, cuya factura barroca absorbe multitud de referentes culturales, se regodea en el detalle expresivo para enmarcar circunstancias psicológicas y sociales, amplía el espacio-tiempo y desborda la significación a través de complejos simbolismos que permiten la convivencia de opuestos, desnudan contradicciones y traen al presente significados reprimidos o expulsados de la conciencia colectiva. Usualmente se crea una tensión entre el momento histórico de Germán Espinosa y las recreaciones que hace del pasado como “condición necesaria para la consolidación de su memoria privada y pública” (Álvarez, 2000: 568); aun cuando su referente sea contemporáneo, sobresale la interacción historia- literatura a través de escamoteos que hace la escritura para ubicar al lector; por eso según Espinosa: “Toda novela exige, para ser convincente, una ubicación en el tiempo, pero esa ubicación es pronto transformada en mito. Cuando el tiempo histórico es muy acusado, la crítica suele hablar de novela histórica, pero se trata de una mera comodidad clasificatoria. Si el tiempo histórico no es devorado, la resultante dejará de ser novela” (Ángel, 2000: 59).
Desde 1967, durante una temporada en Cartagena, empieza a gestar una novela sobre la Inquisición; entre 1971-1972 viaja por Panamá, Ecuador, Perú, Chile y Argentina; en 1977 se desempeña como Cónsul General de Colombia en Nairobi y como delegado en la Conferencia de las Naciones Unidas, y en 1978 fue consejero de la embajada colombiana en Yugoslavia. Todas estas experiencias sumadas a su marcado interés por la historia criolla y la universal, explican que un grupo significativo de sus novelas: Los cortejos del diablo (1970), La tejedora de coronas (1982), El signo del pez (1987) y Sinfonía desde el Nuevo Mundo (1990) se elabore al confrontar distintos discursos históricos, el de la Colonia en las dos primeras, el de la Independencia en la tercera y el correspondiente a los orígenes del Cristianismo en la cuarta; las cuatro novelas relativizan dichos discursos a través de personajes indagadores cuyos cuestionamientos y preocupaciones cada vez menos localistas, son propios de una modernidad problematizada. En todos los casos se evidencia la ambigüedad de todo acontecimiento asumido como real, y a la vez, la posibilidad que tiene el discurso histórico de desmentirse a sí mismo; estas recreaciones del pasado conforman una propuesta, en la cual no sólo somos lo que somos y seremos, sino lo que somos y hemos sido, pues lo azaroso del futuro hace que la ruptura con la Historia sea una actitud irresponsable.
En 1970 se publica su primera novela, Los cortejos del diablo, simultáneamente lanzada en Caracas y Montevideo; el General Francisco Franco prohíbe su circulación en España y ciertos grupos la vetan en Colombia, quizás porque su referente lo constituye el oscuro papel de la Inquisición en la Cartagena de los siglos XVI y XVII. La ficcionalización de la historia que anima el tejido narrativo se produce gracias a un proceso de carnavalización en tanto estrategia estética que vierte y revierte símbolos, ironiza referencias y vuelve ambivalentes las acciones y los personajes; la novela desacraliza poderes e instituciones hasta lograr darle vida al tópico barroco del “mundo al revés”. Por eso, resultan intrascendentes las acciones de los personajes centrales y sumamente importantes las protagonizadas por las fuerzas anónimas, hasta el punto que los ostentosos símbolos del poder colonial y oficial, “nada pueden hacer frente al sortilegio de este nuevo mundo endemoniado” (González, 1992: 121).
Su novela más célebre, La tejedora de coronas (1982) se empezó a gestar en julio de 1969 cuando el hombre pisó por primera vez la luna, acontecimiento que generó la imagen germinal de la misma: ¿Cuál habría sido el destino de un joven que descubriera el planeta Uranos no en Europa, sino en Cartagena a finales del siglo XVII?; sin embargo, la figura de Federico Goltar fue sustituida por la de Genoveva Alcocer como indiana culta y rebelde, y a la vez como metáfora de una historia posible para América Latina. La novela parte de dos núcleos proliferantes que suceden en la Cartagena del siglo XVII: el asalto a la ciudad por el Barón de Pointis y el descubrimiento que de un planeta hace su joven amante, Federico Goltar. Genoveva narra su vida desde la perspectiva de sus casi cien años cuando está siendo juzgada por el tribunal de la Inquisición en su tierra natal. El discurso de Genoveva es la evocación y reconstrucción de una anciana y una especie de testamento de un acto de tradición oral, es también un diálogo de la protagonista consigo misma, con Bernabé, con los representantes del tribunal inquisitorio y con el lector, quien debe tejer los hilos de la filigrana narrativa. La vida de la narradora transcurre entre finales del siglo XVII y la mayor parte del siglo XVIII, presencia acontecimientos importantes, discute con los hombres más ilustres de la época, confronta corrientes filosóficas, políticas, artísticas y científicas, compendiando casi el saber de la Ilustración.
Un segundo grupo de novelas suele desplazar el referente al momento contemporáneo y aborda las temporalidades de Bogotá como propósito narrativo: La tragedia de Belinda Elsner (1991), Los ojos del basilisco (1992) y La lluvia en el rastrojo (1994). La ciudad capital de Colombia se percibe como emblema de una sociedad en crisis: sus orígenes oscuros y violentos, sus dinámicas sociales paranoides y desestabilizadoras, y sobre todo las tensiones internas que constituyen su modernidad fracturada. Este grupo de novelas son muestra del escritor en que se ha convertido Germán Espinosa: pasajero del mundo, lo cual le permite dar múltiples miradas interculturales; es su ir y venir entre Munich, Copenhague, Berlín, México, Guadalajara, París, Biarritz, Ginebra, Lima y Barcelona, sin dejar en la memoria a Bogotá y Cartagena, lo que le permite convertir al mundo en una gran aldea creada y recreada con la voz de la cultura y de la historia de América.
Las dos últimas novelas de Espinosa, La balada del pajarillo (2000) y Rubén Darío y la sacerdotisa de Amón (2003), lejanas de enunciar profecías desde el pasado irresuelto, recrean el espacio cultural hispanoamericano a lo largo del siglo XX, quizá como una forma de resistencia ante rezagos de eurocentrismos y frente a las pretensiones homogeneizantes de poderes globalizados. La primera no se vale de dispositivos paródicos, sino que se nutre de espacios urbanos metamorfoseados entre ciudades caribeñas como Cartagena o grandes urbes como Bogotá. Al recurrir al viejo truco de los manuscritos encontrados, Espinosa da paso a una primera persona bajo cuya enunciación se implica de diferentes maneras para insistir en asuntos que siempre le han obsesionado: función de la literatura en el individuo y en la sociedad, la burocratización del arte, el academicismo paralizante, la individualidad del artista, la potencia creadora de la fantasía, el acceso a lo desconocido y el carácter híbrido de la cultura criolla, entre otros. En Rubén Darío y la sacerdotisa de Amón ratifica estas preocupaciones renovando motivos de la novela negra, con lo cual no sólo homenajea a una de sus figuras poéticas predilectas, Rubén Darío, sino que vuelve a incursionar en el espiritismo y en saberes esotéricos para enfrentar la persistencia de la muerte, y a la vez para revalorar las cualidades vitales que hacen la diferencia de la cultura criolla frente a otras.
Finalmente, la labor ensayística de Germán Espinosa se desarrolla entre una argumentación coherente y una amplia cosmovisión, que no sólo se refiere a problemas literarios o estéticos, sino a cuestiones de Filosofía y praxis del lenguaje; a su vez su labor de cronista va más allá de consignar noticias o comentar eventos en un intento de reconstruir nuestra memoria colectiva, en relación con Derechos Humanos, populismo, intolerancias, guerras o saberes milenarios.
Los lectores contemporáneos de Espinosa podemos acceder a una amplia referencialidad en sus crónicas, a la amplitud espacio-temporal de su novelística, a la densidad conceptual de sus ensayos, a la tensión expresiva de su lírica o a la concentración episódica de sus relatos; en cualquier caso nos encontramos con una materia significante que se enuncia desde el compromiso irreductible de la escritura como forma de conocimiento y como vivencia privilegiada del papel del hombre dentro de la historia. De cierta manera pareciera como si desde el inicio del tiempo escritural del autor, la infancia redimida en el ocaso del mundo y superpuesta alrededor de lecturas ajenas, pero íntimas, leyera aquí y ahora, el Epitafio para mí mismo, de Germán Espinosa:
Fui una página de Rubén Darío
que me alegró en la infancia profunda.
Fui una aliteración de Verlaine.
Fui un autorretrato de Van Gogh
que es el más bello reproche que se me hizo.
Fui el rosa pálido de un crepúsculo
o el instante en que, al concluirla,
reinicié la lectura de Ulises.
Fui esa noche en tus brazos.
Fui la suma de mis instantes felices.
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