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La persistencia del subalterno

A persistência do subordinado

The persistence of the subordinate

John Beverley**


* Texto leído, a manera de ponencia, en el panel Canto del cisne de los estudios culturales, organizado por Abril Trigo, LASA, 2001, Washington DC. Se presentó en la mesa que abordó el tema El fin de los estudios culturales; de allí su tono de conversación, polémico y circunstancial. Puesto que no se trata propiamente de un ensayo con suficiente elaboración, avanza sólo parcialmente en las diferencias entre los estudios subalternos, los estudios culturales, poscoloniales y la crítica cultural; así, por ejemplo, algunos argumentos relacionados con el alcance del subalternismo frente a los estudios poscoloniales apenas se esbozan. No obstante introduce una discusión que resulta fundamental para el tema monográfico de la revista.

** Profesor y jefe del Departamento de Lenguas y Literaturas Hispánicas en la Universidad de Pittsburgh (EEUU). Fue uno de los fundadores del grupo de Estudios Subalternos Latinoamericano, y, con Ileana Rodríguez, su coordinador por muchos años. Sus libros recientes incluyen Against Literature (1992); La voz del otro: testimonio, subalternidad, y verdad narrativa (1993, 2da. edición 2002); The Postmodernism Debate in Latin American (1995); y Subalternity and Representation (1999–una traducción al español está en preparación). Acaba de editar una antología de escritos de intelectuales y artistas cubanos, From Cuba (Desde Cuba), que está por salir como número especial de la Revista Frontera 2.


Resumen

Este trabajo es el texto literal de una ponencia presentada en un panel sobre los estudios culturales latinoamericanos en el congreso de LASA en 2001 en Washington DC. Representa la posición desarrollada en el trabajo colectivo del llamado Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericano, desde nuestra fundación en 1992 hasta la disolución del grupo en 2001, que sirve como pretexto introductorio para la ponencia. Los otros participantes en el panel eran Walter Mignolo, representando los estudios poscoloniales, Néstor García Canclini y John Kraniauskas, representando los estudios culturales, y Nelly Richard representando la llamada crítica cultural. El trabajo dialoga y debate con cada una de estas posiciones respectivamente desde el punto de vista específico de los estudios subalternos. Concluye con un llamado a una crítica del saber académico en sí.

Abstract

This paper is the text of a presentation at a panel discussion of Latin American Cultural Studies at the 2001 LASA convention in Washington DC. It represents the position developed in the collective work of the so-called Latin American Subaltern Studies group from 1992 to 2001, when the Group disbanded–an event the paper announces and that serves as its pretext. The other panelists were Walter Mignolo, representing postcolonial studies, Nestor Garcia Canclini and John Kraniauskas representing cultural studies, and Nelly Richard representing cultural critique. The paper dialogues and debates with each of these positions in turn from the point of view of the proposal of subaltern studies. It concludes with a call for a critique of academic knowledge as such.


Entre las famosas categorías (negación, ambigüedad, territorialidad, etc.) que asigna Ranajit Guha al poder de gestión de sujetos subalternos en Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India, se podría añadir la de la persistencia. El subalterno persiste. Persiste aún más allá de la muerte.

Hace unas semanas murió después de una larga lucha contra el cáncer uno de mis colegas más íntimos, el distinguido historiador de las luchas sociales en Colombia, Michael Jiménez. La noche antes de su entierro tuve el siguiente sueño: estaba, como solía estar frecuentemente con Michael, en un comité doctoral. Me dirijo a mis colegas, diciendo algo así como “lo que esta disertación demuestra es que la teoría de la dependencia ya no tiene relevancia, que hemos superado esa teoría”. Michael me mira y responde que no está de acuerdo. “Bueno, Michael”, contesto, “quizás exagero, quizás todavía tiene sentido parcialmente”. “Sí, parcialmente”, dice Michael.

Me consoló este sueño porque indicaba que Michael seguía vivo dentro de mi cabeza como un interlocutor dispuesto a corregir mi tendencia al sectarismo. Michael era una especie de católico marxista o marxista católico, dependiendo del punto de vista de uno, y su genio político era su capacidad de crear comunidad, de contener y reconciliar a la vez “contradicciones en el seno del pueblo”. Espero que esté cumpliendo esa función hoy, porque Michael me hace recordar que, al fin y al cabo, a pesar de nuestras diferencias y debates hay algo que compartimos.

Lo que tengo que decir está signado por el luto, no sólo por la muerte de Michael, sino porque en vez de tomar directamente el tema asignado por los organizadores de este panel, “El canto del cisne de los estudios culturales”, voy a hablar de algo para mí más concreto, que es la muerte de un proyecto que nació en estrecha relación con estudios culturales: el Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos. Fue en el congreso de LASA en Atlanta en 1994 que el Grupo se presentó públicamente por primera vez; quizás sea justo entonces emplear esta ocasión para confirmar lo que muchos de ustedes ya saben: la disolución formal del grupo después de un largo esfuerzo de más de dos años para encontrar una manera de sobrevivir. Paradójicamente, esa disolución coincide con la generalización de la problemática de lo subalterno en el discurso académico, (rara es la ponencia o ensayo en estos días que no invoque el concepto en algún momento), y con una oleada de nuevos libros por miembros o compañeros de ruta del grupo, incluyendo dos colecciones editadas por Ileana Rodríguez, que son la representación más amplia hasta hoy de nuestro trabajo colectivo, el “Latin American Subaltern Studies Reader” y “Convergencia de tiempos”.1

Una muerte nos enfrenta con la tarea de reafirmar, si podemos, por qué seguimos viviendo y haciendo lo que hacemos. Me gustaría emplear el tiempo que me queda, entonces, para marcar la relación entre lo que yo entendía como la intervención de estudios subalternos y los proyectos afines –pero también distintos– representados por los otros participantes en esta mesa: es decir, estudios culturales (Néstor García Canclini), la crítica cultural (Nelly Richard), y ese campo que nace estrechamente relacionado con estudios subalternos pero que está en proceso de diferenciarse como un nuevo proyecto en curso: estudios poscoloniales (Walter Mignolo). La posición del quinto miembro del panel, John Kraniauskas, si la entiendo bien, en cierto sentido cruza todas estas posiciones. Quiero referirme sobre todo, porque esa era la razón de ser de estos proyectos, a lo que Stuart Hall ha llamado en una frase harto conocida “el ‘aspecto político’ de los estudios culturales”.

Según el concepto de Hall, lo que nuclea estos proyectos no es exactamente una clara delimitación epistemológica o de campo disciplinario, sino principalmente una voluntad o quizás un voluntarismo político. Cuando formamos el Grupo en 1992, concebimos a nuestro proyecto como suplemento de uno más amplio para crear el campo de estudios culturales latinoamericanos.2

Lo que compartíamos con estudios culturales era la noción de un desplazamiento de autoridad cultural de la esfera de la alta cultura (“high culture”) -representada para nosotros por el canon de las literaturas nacionales- hacia un sujeto popular heterogéneo y multifacético. Nuestro impulso fue identificar ese sujeto con lo que entendíamos por el concepto de lo subalterno. Pero García Canclini y otros involucrados en la articulación del paradigma de estudios culturales veían a la dicotomía subalterno/hegemónico como anacrónica, debido a su dependencia en la dicotomía modernidad/tradición, sobrepasada por la urbanización y los efectos culturales de la globalización económica y comunicacional en América Latina. Para García Canclini, como se sabe, la dinámica de las culturas populares consiste en la hibridez más que en la subalternidad. Nosotros, por contraste, queríamos señalar que una dinámica de subalternidad -de negación subalterna, binaria- subyacía aun en los procesos de hibridización o transculturación. Nuestro enfoque tenía una dimensión histórica importante, pero en una dirección genealógica. No veíamos lo subalterno como algo esencialmente relacionado con la colonia, lo tradicional o lo pre-moderno, es decir, como un problema exclusivamente historiográfico o antropológico (de campesinos, pueblos indígenas, cimarrones, etc.), sino también como un concepto para designar el nuevo sujeto que emergía en los intersticios de la globalización, algo parecido a lo que Michael Hardt y Antonio Negri entienden por la “multitud” en su libro, Imperio.3 Comenzamos a darnos cuenta de que para pensar el presente quizás estudios subalternos era una alternativa más que un suplemento a estudios culturales, y con una lógica identitaria parecida a la lógica binaria que forma la dicotomía subalterno/dominante, nos polarizamos con estudios culturales, y viceversa. Recuerdo el momento exacto en que esto ocurrió: fue en nuestra segunda reunión en Ohio State University en 1994, en el medio oeste norteamericano, después de una presentación por George Yúdice, a quien habíamos invitado a dialogar con el Grupo. Fuimos a almorzar y después del almuerzo era evidente por ambas partes, es decir por la de Yúdice, y la del Grupo, que estábamos no sólo en proyectos diferentes sino en cierto sentido competitivos.4

En esa época, estudios culturales aparecía como un proyecto estratégico de recomposición de las ciencias humanas; esa era por lo menos la visión del campo que Yúdice presentó a la reunión de Ohio State. Estudios culturales produciría una versión nueva del famoso intelectual específico de Foucault, capaz de mediar en su trabajo entre la institución académica, el Estado, las ONG, las corporaciones multinacionales, las fundaciones, los productores culturales, la sociedad civil nacional e internacional, y los nuevos sujetos sociales producidos por la desterritorialización económica y cultural. Pero esta meta -necesaria y loable dentro de una lógica de asegurar nuevas formas de gobernabilidad- también nos pareció hasta cierto punto una tergiversación de la inspiración original de estudios culturales, porque desplazaba el poder de gestión “agency” del sujeto popular-heterogéneo representado por estudios culturales a estudios culturales como tal, es decir de nuevo al estamento intelectual. Para usar una conocida metáfora de Gayatri Spivak, lo que comenzó como “portrait” -representación en el sentido de “hablar de” se convirtió en “proxy”- representación en el sentido de “hablar por” y lo que apareció como algo que interrumpe o excede la lógica del capital y del estado moderno -la proliferación de heterogeneidades culturales más allá de los límites de la “ciudad letrada” y la cultura pedagógica hegemónica- de nuevo se vuelve un problema de la razón del Estado y de la colaboración de la institución académica con esa razón.

Algo similar, me parece, ocurre con estudios poscoloniales. Si uno juzga por los congresos, los debates, los libros y antologías, quién está consiguiendo becas de las fundaciones, etc., parece evidente que el proyecto de estudios poscoloniales está en plena ascendencia. Ahora bien, como se sabe, el campo poscolonial nace en una estrecha vinculación con estudios subalternos: no es fácil decir dónde comienza uno y dónde termina el otro. Pero la coincidencia de los campos no es exacta. Walter Mignolo también estuvo en esa reunión de Ohio State. A diferencia de George Yúdice decidió afiliarse al Grupo, pero con una estipulación clara que ha insistido en repetir después: aunque su proyecto coincidía con el proyecto del grupo, y hasta cierto punto dependía de él, ese proyecto no era el suyo. Para él se trataba más bien de proyectos que se tocaban a veces y otras se separaban.

No quiero hacer una división innecesariamente tajante entre estudios subalternos y estudios poscoloniales. Comparto un proyecto editorial con una destacada representante de la crítica poscolonial en el latinoamericanismo, Sara Castro- Klaren. Pero de la misma forma en que Mignolo quiso indicar su integración diferencial al Grupo, quizás podría intentar una aclaración desde el otro lado: es decir, ¿cuáles son los puntos de posible discrepancia entre el proyecto subalternista y estudios poscoloniales? No es sólo, como se podría pensar a primera vista, una cuestión de marxismo y nomarxismo, porque hay marxistas y no-marxistas por ambos lados de la división. Pero quizás sí tiene algo que ver con la cuestión de voluntad política, para recordar el concepto de Hall.

Lo que los poscolonialistas entienden por la colonialidad del poder como un principio epistémico de organización de poblaciones y territorialidades que todavía persiste en la modernidad (o, en su aseveración más radical, que es la precondición de la modernidad) es, indudablemente, una de las formas principales de lo que entendemos por subalternidad. Sin embargo, es una de las formas, no la única. Esto es en parte porque la problemática de lo subalterno no se limita exclusivamente a lo poscolonial (ni tampoco puede ser articulado siempre por la idea de colonialismo interno). Aparece también claramente dentro de las sociedades (España, Francia, Portugal, Inglaterra, Rusia, Estados Unidos, etc.) que son formadoras de la colonialidad del poder. Precisar la naturaleza de la colonialidad del poder como epísteme que todavía rige nuestras concepciones de sujeto, territorialidad, cultura, saber, ciencia, etc., es una tarea de terapia epistemológica y política necesaria, imprescindible sobre todo para una nueva elaboración de la izquierda (imprescindible porque nace en parte de los errores de la izquierda). Pero, como en el caso paralelo de la deconstrucción, no hay una política específica que corresponda a estudios poscoloniales; más bien, como estudios culturales, puede prestarse a varias, no siempre conmensurables, formas de articulación política (o “antipolítica”).5

Para decir esto de otra manera, sabemos que para y desde la crítica poscolonial es fácil teorizar el zapatismo, especialmente por su fuerte base indígena y su rechazo de un modelo desarrollista y transculturador de la Nación (es más, a veces uno tiene la sensación de que el zapatismo funciona como el correlativo objetivo - para usar el concepto de T.S. Eliot- del discurso poscolonial latinoamericanista); pero no es tan fácil celebrar o teorizar un movimiento como las FARC en Colombia, por ejemplo. Por contraste, me parece que la perspectiva del subalternismo -siempre anclada en la cuestión de la desigualdad, no importa su naturaleza o punto de origen- tiene a la vez un alcance más amplio que estudios poscoloniales y corrige su tendencia a limitarse a una cuestión de guerra de paradigmas disciplinarios (y también su tendencia a veces a “esencializar” el sujeto indígena en una especie de neo-costumbrismo).

Queda entonces la idea de la llamada crítica cultural representada aquí por Nelly Richard y hasta cierto punto por John Kraniauskas. La postura de la crítica cultural se acerca a lo que queríamos hacer en estudios subalternos precisamente por su combatividad política explícita. Hago referencia al persistente y riguroso desenmascaramiento hecho por Nelly Richard de mitos culturales en las condiciones tanto de la dictadura militar, como ahora de la democracia restringida en Chile. Asociado con la crítica cultural (aunque a veces también critique de esa misma crítica) es la movilización de la deconstrucción para repensar el latinoamericanismo que hacen Alberto Moreiras y otros pensadores afines. La otra variante de la crítica cultural, siguiendo más o menos el modelo de Adorno y la “crítica negativa” de la Escuela de Frankfurt, sería la de Beatriz Sarlo en Argentina, Luis Britto García en Venezuela, o, mutatis mutandis, Roberto Schwarz en Brasil; es decir, la movilización de los valores estéticos, científicos y hermenéuticos creados por la gran cultura burguesa en contra de la vulgarización de esa misma cultura por el capitalismo en su fase tardía, posmoderna.

Ahora bien, estamos acostumbrados a oír el concepto de crítica cultural como la alternativa “políticamente correcta” a estudios culturales, y de hecho es desde la crítica cultural que algunas de las más duras interrogaciones del proyecto de estudios culturales han surgido (de una manera similar se habla de una supuesta “interculturalidad” latinoamericana, distinta de una “multiculturalidad”, sospechosa entre otras cosas, por ser un concepto de procedencia norteamericana). Pero hay algo más profundo en la distinción de crítica cultural y estudios culturales, creo. Para repetir, lo que estudios subalternos compartió en principio con estudios culturales era el desplazamiento de la autoridad hermenéutica del intelectual tradicional en todas sus formas, incluyendo el intelectual secularizado de la cultura humanística y científica de la modernidad burguesa (pero no sólo esa forma).6

En la articulación de la crítica cultural -tanto en una forma deconstructivista como en la forma neo-frankfurtiana de Sarlo o deleuziana de Richard- se trata más bien de una defensa del rol del intelectual tradicional, porque sólo desde la perspectiva universalizadora de ese intelectual, de los “valores” (estéticos, epistemológicos, éticos, etc.) que elabora y representa, que se puede formular una perspectiva crítica sobre la lógica del mercado y de la ilusión de la ideología dominante. Tengo la impresión de que la crítica cultural ve su principal competidor como la crítica poscolonial más que estudios culturales ahora (sería una manera de entender las direcciones distintas que han tomado los proyectos de Mignolo y Alberto Moreiras en Duke, por ejemplo). Pero si miramos bien, quizás la crítica poscolonial, a pesar de su posición de desencanto con el modelo de la ilustración, comparte en alguna medida con la crítica cultural esta reterritorialización de la figura del intelectual, porque presupone que la actividad crítica del intelectual -y sobre todo el intelectual académico- es necesaria para revelar las complicidades y complicaciones de la colonialidad del poder. Es decir, como en el caso de estudios culturales, lo que comienza como una crítica de la hegemonía y la autoridad de la cultura dominante se convierte en la institucionalización del proyecto, en una especie de ideologema del intelectual -parecido a lo que Althusser entendía por “la filosofía espontánea de los científicos”- que reproduce paradójicamente algunos de los elementos de la relación entre saber y colonialidad.

Por contraste, sin dejar de ser un proyecto académico, lo que estudios subalternos comparte con la variante de la crítica cultural desarrollada sobre todo por Nelly Richard es un escepticismo radical en relación con la autoridad de la universidad y el saber académico. George Yúdice solía llamarnos “el grupo subalterno de estudios subalternos”, aludiendo a nuestra evidente deuda con el grupo asiático más famoso, con su serie editorial, su antología introducida por Said, sus múltiples libros, y sus puestos en universidades prestigiosas. Pero nuestros colegas bengalíes e hindúes también habrán experimentado lo que nos pasó: Estudios subalternos prosperaba paradójicamente cuando funcionaba al margen de la universidad, “off campus”.

No es que hubiéramos resistido como mártires de la fe la tentación de becas, el Ivy League, etcétera. No, ese manifiesto fundacional que ha atraído tanta atención crítica tuvo su origen como texto en una propuesta de beca para la Fundación Rockefeller rápidamente confeccionada entre tres o cuatro de nosotros en un fin de semana en 1992. Soñábamos con ser un Rockefeller Humanities Center para estudios subalternos en/sobre América Latina. El hecho fue, simplemente, que la Rockefeller nos rechazó. Ellos sabrán las razones por las que lo hicieron.

Pero fue este rechazo precisamente el que dio al grupo la identidad y el impulso que necesitaba. Creo que estudios culturales y estudios poscoloniales han tenido y están teniendo éxito como proyectos institucionales, como modelos de programas, institutos, antologías, centros de investigación. Sirven para hacer carrera, para reorientar programas y perspectivas disciplinarias. En general, están bien vistos por la administración. Como algunos de ustedes saben, por ejemplo, estudios poscoloniales está sirviendo como el paradigma teórico para una rearticulación ambiciosa del programa de humanidades en la sede de la Universidad Andina en Quito. Aunque indudablemente ha tenido una serie de “efectos” sobre el campo académico, estudios subalternos nunca tuvo o no pudo desarrollar esta posibilidad instrumental. En ese sentido, nunca fue realmente un proyecto de institucionalización, sino más bien algo como una ética de trabajo y de solidaridad, que en última instancia no podía superar la forma organizativa de un colectivo pequeño que se reunía informalmente de vez en cuando, lo que en los sesenta se llamaba aquí un “affinity group”. Dependía éticamente y políticamente de una especie de sospecha sistemática de la relación entre el trabajo intelectual académico y las condiciones de desigualdad que todavía imperan en nuestras sociedades.7

Lo que me gustaría que sobreviviera del Grupo es esta ética de sospecha sistemática. Todos nosotros estamos de una forma u otra conscientes de enfrentar una paradoja en lo que hacemos. Lo que comparten estudios subalternos, culturales y poscoloniales y, aunque de una forma diferencial, la crítica cultural, es un deseo de desjerarquización cultural. Este deseo nace evidentemente -o está vinculado con- un proyecto de izquierda anterior para instalar políticamente nuevas formas de hegemonía popular. Pero si aceptamos el principio de desjerarquización como meta, nos deja hoy en una situación en que lo que hacemos puede ser cómplice precisamente de lo que pretendemos resistir: la fuerza innovadora del mercado y de la ideología neoliberal. Es García Canclini quien ha pensado esta paradoja más lúcidamente sin encontrar, en mi opinión, una salida en su propia articulación estratégica de estudios culturales más allá de la consigna - válida pero limitada- de que “el consumo también sirve para pensar”. Creo que la tarea que nos enfrenta tiene que comenzar con el reconocimiento de que la globalización y la casi-universalización del mercado ha hecho mejor que nosotros este trabajo de desjerarquización cultural.

Pero la respuesta a este hecho, creo, no puede ser, como sugiere Sarlo, refugiarse en una reterritorialización de la figura del intelectual crítico, del campo estético y el canon, y de las disciplinas tradicionales contra la fuerza de la globalización. Esto sería una posición demasiado defensiva. Además, la crisis de la izquierda que coincide con la nueva hegemonía neoliberal o conduce a ella, no resultó en mi opinión, de la escasez de intelectuales o de la universidad (aunque no niego los problemas de la educación), sino precisamente de lo opuesto: su presencia excesiva en la formulación de modelos de gobernabilidad y desarrollo. Lo que la teoría neoliberal celebra es la posibilidad de una hetereogeneidad de actores sociales que permite la sociedad de mercado, un juego de diferencias no sujeto en principio a una dialéctica de amo y esclavo, porque cada uno procura maximizar su ventaja y minimizar su desventaja, sin obligar al otro que ceda sus intereses y sin atender necesariamente a la autoridad hermeneútica de intelectuales o estamentos culturales de izquierda o de derecha. Creo que este hecho explica en parte por qué el neoliberalismo a pesar de sus orígenes en una violencia contra-revolucionaria, ha llegado a ser una ideología hegemónica y no sólo dominante: es decir, una ideología en que personas de clases o grupos subalternos pueden ver también cierta posibilidad para sí mismos. Por contraste, en algunas de sus variantes más conocidas -pienso por ejemplo en el modelo voluntarista del “hombre nuevo” de la Revolución cubana- la izquierda ha presentado un ideal normativo, disciplinario, teleológico de como debía ser el sujeto democrático-popular latinoamericano. Si la meta de esa insistencia era producir una modernidad propiamente socialista -una modernidad superior, más avanzada que la modernidad burguesa- entonces tendríamos que reconocer que el proyecto de la izquierda congela o sustituye en cierto sentido el socialismo propiamente dicho por una dinámica de modernización nacionalista (como en el caso de Cuba o Nicaragua después de 1985), o simplemente pierde ante el capitalismo, que se revela como un sistema más capaz de producir la modernidad. Pero hay otro problema relacionado con éste: si para conseguir la hegemonía lo que es actualmente subalterno tiene que transformarse en algo parecido a lo que actualmente es hegemónico -es decir, la moderna cultura burguesa- entonces la clase dominante sigue ganando en cierto sentido aun en el caso de su derrota política. Esta paradoja define para mí la llamada crisis de comunismo en el siglo XX. La tarea de la izquierda -si todavía tiene sentido hablar en términos de izquierda y derecha (y creo que sí tiene sentido)- entonces sería reconquistar el espacio de desjeraquización cedido al mercado y al neoliberalismo. El problema de articulación ideológica que esto presupone es cómo fundir la desjerarquización, la apertura hacia la diferencia y nuevas formas de libertad y auto-desarrollo, con un sentimiento de la necesidad de desplazar al capitalismo y su institucionalidad. Si juzgamos que esto no es posible o deseable, entonces la única alternativa que nos queda es de hecho distintas formas de la llamada tercera vía; sin embargo, no es evidente que la tercera vía sea una alternativa estable en el contexto de las contradicciones del sistema mundial por venir.

Para ese propósito de reconquistar el espacio de la desjerarquización me parece más útil la postura de sospecha representada por estudios subalternos que la postura de estudios poscoloniales y culturales y de la crítica cultural. Esto es porque en la articulación de una intencionalidad política y cultural que nace propiamente de lo subalterno, la meta consiste siempre en que los últimos serán los primeros y los primeros los últimos, como dice el Evangelio. Estoy plenamente consciente de que esta aseveración, además de ser demagógica, deja una pregunta sin resolver: ¿Es que nuestra tarea como intelectuales consiste entonces simplemente en anunciar y celebrar nuestra auto-anulación colectiva? Más bien creo que debe y puede dar lugar a otra posibilidad, que sería algo como una crítica de la razón académica, pero una crítica hecha desde la academia y desde nuestra responsabilidad profesional y pedagógica en ella. Por naturaleza, esta posibilidad tendría que realizarse como aquello que en un lenguaje quizás no totalmente nostálgico se solía llamar una crítica/auto-crítica.


Citas

1 Ileana Rodríguez, ed. The latin American Subaltern Studies Reader (Durham: Duke University Press, 2001); y Convergencia de tiempos: Estudios subalternos/ contextos latinoamericanos (Amsterdam: Rodpi, 2001).

2 Así lo expresamos en nuestro manifiesto fundacional: “[T]he project of developing a Latin American Subaltern Studies Group such as the one we are proposing represents one aspect, albeit a crucial one, of the larger emergent field of Latin American Cultural Studies.” Latin American Subaltern Studies Group, “Founding Statement,” en J. Beverley, J. Oviedo, y M. Aronna, eds. The Postmodernism Debate in Latin America (Durham: Duke University Press, 1995), 141.

3 Michael Hardt and Antonio Negri, Empire (Cambridge: Harvard University Press, 2000).

4 Por su lado, Yúdice ha explicitado recientemente su sentido del diferendo entre estudios culturales y estudios subalternos en su presentación de la traducción del libro de García Canclini Consumidores y ciudadanos: George Yúdice, “Introduction,” in Néstor García Canclini, Consumers and Citizens (Minneapolis: University of Minnesota Press, 2000).

5 Comencé a darme cuenta de este problema cuando observé la incomodidad de ciertos colegas radicados en Venezuela, identificados con el poscolonialismo con Chávez. No quiero hacer una defensa de Chávez -las contradicciones y limitaciones de su proyecto son evidentes-, y uno de los objetivos de los estudios subalternos tanto como de la crítica poscolonial es precisamente crear las bases de un nuevo pensamiento latinoamericano capaz a la vez de revelar algunas de esas contradicciones y limitaciones y alentar un proyecto de democratización radical. Pero la incomodidad de mis amigos me pareció sintomática, en el sentido de que sería difícil hablar del problema de la subalternidad en un país como Venezuela sin hablar de Chávez y lo que representa política y culturalmente, es decir, sin entender la compleja historia de, a la vez, el entrelazamiento (en el símbolo de Bolívar, por ejemplo) y el profundo enfrentamiento antagónico entre el pensamiento de la elite criolla en todas sus variantes (ilustrado, conservador, liberal, desarrollista, social-demócrata, etc.) y el pensamiento plebeyo-popular, comenzando con el famoso y controversial caso de Boves, el caudillo popular anti-criollo y antiindependentista en el siglo XIX.

6 Haciendo una diferenciación con la idea del intelectual poscolonial en Edward Said y Roberto Fernández Retamar, expresamos en la declaración fundacional del Grupo:: “Where Said and Retamar envision in their manifestos a new type of intellectual as the protagonist of decolonization, the, admittedly paradoxical, intent of Subaltern Studies is precisely to displace the centrality of intellectuals and intellectual ‘culture’ in social history.” “Founding Statement,” 145, n. 6. Said y Retamar, claro está, se refieren a un nuevo tipo de intelectual secular, modernizador, pero el mismo principio de crítica de la función del intelectual tradicional permitiría distinguir también entre la perspectiva subalternista y el proyecto del fundamentalismo islámico representado por Bin Laden y su grupo como un proyecto, a la vez, de hegemonía elaborada desde una posición de autoridad intelectual y religiosa, y de articulación de una forma de capitalismo propiamente “islámica”, un proyecto parecido en este sentido a la ideología neoconfuciana de los “tigres” asiáticos (Esta nota es posterior, claro está, a la presentación de este texto en la conferencia de LASA, y responde a los eventos del 11 de septiembre que ocurrieron sólo días después).

7 En su discurso de apertura para una conferencia del Grupo que celebramos en Duke, Cathy Davidson, la decana de Humanidades, declaró que los estudios subalternos iban a servir como el modelo de las humanidades en Duke. La idea es alentadora, pero creo que se trata de un malentendido, ya que algo que podría servir como “modelo de las humanidades en Duke” por definición no podía ser subalterno. Al respecto ver mi trabajo “The Dilemma of Subaltern Studies at Duke,” Nepantla 1, 1 (2000), 33-44.


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