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Martín Hopenhayn*


* Es autor de diversos libros sobre crítica de la modernidad y paradigmas del desarrollo, y trabaja como investigador en desarrollo social de la CEPAL en Santiago, Chile.


Resumen

La dispersión posmoderna ha alcanzado a los intelectuales latinoamericanos y afecta sus modos de inserción en la sociedad y el Estado. El intelectual prototípico de antaño que escudriñaba el movimiento de la historia para dictaminar sus grandes orientaciones hacia el futuro, ahora se disgrega en una multiplicidad de roles y funciones que no es posible subsumir en un denominador común. El vínculo entre el trabajo del intelectual y el cambio societal se difumina, y los intelectuales quedan dispersos entre quienes perseveran en la academia, los medios de comunicación, la industria editorial, la asesoría de empresas, las ONG o los cargos de gobiernos. Entre unos y otros se miran con desconfianza, se ironizan y descalifican, tal como pretendo graficarlo en los textos entre paréntesis que he intercalado en el presente artículo. Crece la división entre ellos en medio de una coexistencia sin convivencia de sensibilidades y lógicas múltiples. Este amplio mapa de las interpelaciones recíprocas da una idea de la profusa red de inserciones posibles del intelectual en la sociedad.

Abstract

Latin American intellectuals have been reached by a postmodern dispersion and affected in the ways they interact within society and the State. The traditional intellectual used to examine into the movement of history to dictamine great directions towards the future. Now he/she is “dispersed” in a multiplicity of roles and functions that are not possible to “cluster” in a common denominator. The link between intellectual’s work and social change vanishes, and now intellectuals are dispersed in many fields: academies, mass media, NGO’s, and publishing, advisory, or governmental offices. Intellectuals distrust, ironize and disqualify each other, as I will try to show with the quotations I have inserted in my article. Intellectuals are in the middle of a multiple logics and sensitivities coexistence, as the division among them increases. This wider map of reciprocal interpellations gives an idea of the several ways in which intellectuals can interact directly within the society.


Como quiero mostrar en el texto que sigue, la dispersión posmoderna ha alcanzado a los intelectuales latinoamericanos y afecta sus modos de inserción en la sociedad y el Estado. El intelectual prototípico de antaño, que desde las universidades y centros de investigación escudriñaba el movimiento de la historia para dictaminar sus grandes orientaciones hacia el futuro, ahora se disgrega en una multiplicidad de roles y funciones que no es posible subsumir en un denominador común. El vínculo entre el trabajo del intelectual y el cambio societal se difumina, y los intelectuales quedan divididos entre quienes perseveran en la academia, quienes se incorporan a los medios de comunicación, quienes asesoran empresas o quienes ocupan altos cargos de gobierno. Entre unos y otros se miran con desconfianza, se ironizan y descalifican, tal como pretendo graficarlo en los textos entre paréntesis que he intercalado en las páginas que siguen. Crece la división entre ellos en medio de una coexistencia sin convivencia de sensibilidades y lógicas múltiples. Los académicos miran con desconfianza a los ensayistas, los intelectuales críticos a los intelectuales mediáticos, los intelectuales de ONG a los de la política, los intelectuales apocalípticos a los asesores corporativos. El amplio mapa de las interpelaciones recíprocas da una idea de la profusa red de inserciones posibles del intelectual en la sociedad.

(Un intelectual crítico describe a un intelectual mediático: “No quiero parecer grave en mis juicios; pero cada vez que lo veo en televisión me da la impresión que ha privilegiado de tal modo el acto comunicativo por sobre la sustancia, que incluso él mismo termina convencido de que la realidad es bastante simple. Ha sacrificado la profundidad en aras de la anchura, y ha sustituido el desarrollo del conocimiento por su traducción al público masivo. Pero inevitablemente se aplica aquí lo de ‘traductor- traidor’. ¿Pensará él lo mismo? Se le atribuye una función loable, a saber, ilustrar al público general, tejer un puente entre la sensibilidad de masas y la reflexión de los intelectuales. A veces logra, lo admito, adecuar ciertas citas de filósofos como rúbrica en sus comentarios sobre contingencia. Pero siempre queda la sensación de que lo hace como si se tratase de una jugada en un tablero, y que el tablero fuese su propia imagen como intelectual frente a la sociedad. Siempre parece tan razonable, y su elocuencia es capaz de desplegarse en lapsos cada vez más cortos. Ha comprimido el tiempo de la reflexión crítica en el tiempo de una opinión frente a las cámaras. Y así, casi sin darse cuenta, da opiniones sobre todo. Porque se lo consulta acerca de todo, incluso de aquello que probablemente él jamás ha investigado o pensado. Y es tal su hábito de responder, que siempre tiene alguna respuesta frente a cualquier pregunta, y siempre la presenta como si fuese el resultado de una reflexión previa. Y como el hábito hace al monje, él termina creyendo que sabe de todo, cuando en realidad opina de todo, que no es lo mismo.”)

Más que crisis de espacios hay sobredosis de lugares para el intelectual. La proliferación de medios escritos, audiovisuales y cada vez más los medios en red; la multiplicación de universidades en muchos de los países latinoamericanos debido al incremento de la demanda de los egresados de educación media; la expansión brutal de población letrada con suficiente educación formal como para consumir los mensajes y disquisiciones que los intelectuales lanzan desde distintos espacios de emisión; la metástasis incontenible de conferencias, seminarios, mesas redondas, cumbres y foros donde muchos intelectuales son convocados a pronunciarse; la diversificación de espacios de la sociedad civil, desde ONG hasta grupos de discusión, donde se invita a los intelectuales a socializar sus puntos de vista: todo esto nos habla de un tiempo presente en que los espacios para ejercer de intelectual frente a otros, lejos de constreñirse, crecen desde todo punto de vista: reticularmente, rizomáticamente, por arriba, por el costado y entremedio.

Cierto: todo este vendaval de micrófonos que la sociedad de la información -o la sociedad mediática- le provee al intelectual, no pone en duda su opción para comunicar opiniones ilustradas sobre los más variados temas. Pero así y todo, campea entre muchos intelectuales la sensación de que algo ha cambiado respecto de otro tiempo histórico que vagamente asociamos a los auspiciosos años cincuenta, los gloriosos años sesenta y los combativos años setenta del siglo que acaba de pasar. Ahora la inteligencia crítica está, se dice, tan bien vista que hasta constituye un insumo para incrementar competitividad y utilidades en las empresas. En otras palabras, la fluidez y plasticidad del capital ha llegado a tal extremo, que hasta las críticas más duras al sistema pueden ser recicladas como parte del valor intelectual agregado de los productos en los mercados abiertos al mundo. La sociedad de la información y la mentada “convergencia” hacen del intelectual crítico un fenómeno rentable siempre que se lo recontextualice en formato mediático o como un icono de la inteligencia. Y desde allí este nuevo comunicador ilustrado mira con cierto desdén al bicho de rigor académico que probablemente fue.

(Un intelectual mediático describe a un intelectual de la academia: “¿Cómo puede todavía concebir el saber como un campo de auto referencia que se reproduce a espaldas de la comunicación general y del espacio público? Es cosa de verlo: sigue convencido de que el saber se preserva y cultiva en los rituales del claustro, en un lenguaje no contaminado por el habla cotidiana; y acude parsimoniosamente al ‘templo’ del conocimiento para hacerse allí un nicho donde habla en difícil y, con suerte, escribe en difícil. La palidez del encierro se le ve en la cara y en el lenguaje. Pasa más tiempo en cuidarse de no incurrir en errores de interpretación de los textos, que en comunicar ideas propias. Juega el juego de las discusiones eruditas y las citas sesudas y confunde el juego con el mundo. Como si el mundo no hubiese cambiado y estuviese desde siempre definido por una relación de hostilidad mutua entre la sensibilidad común y la reflexión teórica. Hasta la voz y los gestos terminan impostados de tanto cuidar lo que dice y proteger su feudo. ¿Olvida, acaso, que Sócrates hacía filosofía en el mercado y tenía al ‘vulgo’ como interlocutor? Hoy ese mercado son los medios de comunicación -¿dónde más podría conversar Sócrates en las postrimerías del siglo XX?-. Se actualiza en su especialidad, pero no en las prácticas para difundir lo que en ella cosecha. Esta contradicción no le preocupa sino todo lo contrario: cree que de este modo preserva un tesoro que al menor contacto con el aire de la ciudad se contamina.”)

En contraste con semejantes apreciaciones me tocó ver hace poco un reciente libro de bastante éxito editorial, escrito por un conservador norteamericano, en que se acusa a los intelectuales de haber caído en la frivolidad mediática, el dilentatismo y el oportunismo («piensan a la izquierda, viven a la derecha», reza la más lapidaria de las críticas). Como para lamentarlo. Y si bien a veces comparto esta desazón respecto de cómo se han limado las aristas del intelectual crítico, lo hago desde una trinchera muy distinta que quisiera exponer a continuación. Y quisiera, también advertirle al lector que yo mismo me sorprendo a ratos reconocido en algunas de estas críticas.

En primer lugar, creo que el protagonismo de los intelectuales en el cambio social y en la reserva crítica de la sociedad se esfumó, o bien se redujo sensiblemente, o bien se nota menos. Sobre esto quisiera plantear las siguientes consideraciones: por un lado, hay hoy una cierta crisis del iluminismo en virtud del cual la imagen del intelectual, como individuo rebosante de luces, capaz de descubrir la razón en la historia y proponer su prolongación hacia el futuro, aparece como un anacronismo o un efecto de megalomanía. Este intelectual, llámese crítico u orgánico, que no sólo acompañaba el destino de los pueblos sino que además se pretendía vanguardia ilustrada del mismo rumbo a una emancipación festejada de antemano pero nunca del todo clara, resulta ya poco creíble. Sea porque la historia mostró que no tiene razón intrínseca ni camina hacia ninguna redención colectiva, sea porque la fuerza de las armas y del mercado se reveló mucho más aplastante que la de las ideas (sobre todo las ideas críticas del capitalismo), sea porque faltó pueblo para sustentar los grandes cambios invocados por muchos intelectuales, sea porque la industria cultural, en su masividad y su lógica interna, acabó por trivializar todos los mensajes que circulan por sus venas, reduciendo los mitos del gran cambio social a fetiches de consumo de fin de semana. Sea porque la imagen del intelectual crítico quedó caricaturizada por un posmodernismo posideológico que convierte cualquier postura confrontacional en anacronismo de la guerra fría.

(Un intelectual posmoderno describe a un intelectual crítico: “¿Por qué insiste en ser el aguafiestas de la historia? Basta ya de melancolía: en esta modernidad sin muros y abierta a la aventura, no puede seguir creyendo que la tarea del intelectual es desenmascarar los artificios del poder y las maldades de la alienación. La locomotora de la historia lo relega al último vagón, y él sigue pensando que puede cambiar la dirección de los rieles para hacer girar el tren en 180 grados. ¿Hasta cuándo? Se quedó pegado en el sueño en que él hacía parte de una vanguardia capaz de trizar el poder y recomponerlo según sus obsesiones decimonónicas de socialismo libertario o humanismo compasivo. Cree interpretar a Marx poniendo sus saberes al servicio de la transformación del mundo, pero no se da cuenta de que el mundo se transformó pese a él, y que lo que cabe ahora es partir de este cambio, embarcarse en las nuevas rutas de la libertad, que incluyen la libertad económica pero que también desafían a una mayor secularización de valores. Insiste en la queja, en la denuncia de los abusos de una globalización a la que atribuye el signo del demonio. ¿Pero no se da cuenta que la globalización es el único camino para bailar en la fiesta de las culturas híbridas, jugar el juego de los mensajes que se cruzan por todos lados, deslocalizar la propia identidad y liberarnos, precisamente, del peso de la historia?”)

Por otro lado, el contenido del cambio social bajó su perfil desde el altar de la revolución socialista al sitio bastante más modesto y desencantado del crecimiento económico, la competitividad externa, la difusión de la sociedad de la información, un toque de equidad y una agenda de progreso social que pasó de bien mayor a mal menor. En este contexto el rol que se le pudo atribuir al intelectual en décadas anteriores obviamente mutó en el mapa político y en el imaginario de nuestros países. Desde hace un tiempo, en lugar del intelectual orgánico de partidos de izquierda o de prensas de la resistencia, encontramos una tribu floreciente -y aún más narcisista que muchos intelectuales de la vieja guardia- de economistas, operadores, cientistas sociales, expertos en programas sociales, encuestas e investigaciones de mercados, todos técnicos antes que ilustrados. En este nuevo club de reintegrados al statu quo, algunos partieron como intelectuales para devenir analistas «simbólicos» (de lo que sea), y otros se hicieron expertos y ahora no saben sumar dos más dos cuando los sacan de su ámbito de especialidad. Los mejores surfistas y mayores rentistas hoy multiplican los magros ingresos que percibían como académicos en sus nuevos despachos de asesores corporativos. Todo lo cual genera urticaria entre quienes se mantienen en el claustro de la academia.

(Un sociólogo de la academia describe a un intelectual que está haciendo plata como asesor de imagen corporativa: “¿Hasta dónde puede extenderse el campo de aplicación de las ciencias sociales? El caso que aquí describo ilustra sobre este dudoso matrimonio entre el ámbito de la investigación social y el de la publicidad. Una cosa es hacerse rico escribiendo un libro, otra maquillando la imagen de un candidato o de una empresa. El tema en juego no es, claro está, el del ejercicio de la profesión, sino el de la buena conciencia del intelectual. Podrá argumentar que la sociología ha muerto, lo que pongo en duda. O que los intelectuales deben empaparse en la contingencia, tomar la iniciativa y ubicarse en los nichos del mercado. Pero a mí me huele a pacto mefistofélico. Al final, su trabajo se reduce a cálculo económico y cálculo político. No hay otro fundamento para su práctica que su rentabilidad. Podrá movilizar la batería metodológica que aprendió cuando era investigador social: encuestas, focus group, manejo de la opinión pública. Pero sólo lo hace para competir en un juego que es propio de la publicidad: dar en el clavo no es plantear una hipótesis de discusión ni verificarla, sino tener una idea que venda o una estrategia que triunfe. Despojado de racionalidad sustantiva, modela un discurso ad hoc para hacer pasar su razón instrumental por visión de futuro. Como el negociante calvinista, poco a poco el dinero que genera se le va convirtiendo en la evidencia de su buena práctica. Al extremo que cree, o quiere creer, que su éxito mundano es la nueva vara que consagra un nuevo matrimonio entre la virtud y el saber. Poco le importa a quién promueve, con quién teje alianzas, e incluso contra quién asesora. Y cuanto más remodela sus fastuosas oficinas y cambia el “look” para mejorar su carta de presentación frente al cliente, más crujen en sus tumbas los huesos de Comte, Weber y Durkheim.)

Nuevas figuras de la intelligentzia han abandonado sus pulsiones utopizantes, sus ideas de izquierda, su crítica acalorada a la alienación y la opresión capitalistas, y su incansable batalla contra la frivolidad de la vida burguesa. Recrean hoy la relación entre ciencia y poder mediante una red profusa de asesorías en ministerios y en candidaturas políticas, dirección de programas sociales focalizados, políticas de regulación o desregulación de mercados, nuevas publicaciones para mercados cautivos, y dirección de institutos de renovación ideológica (con claro giro hacia el centro o la derecha), por nombrar algunos frentes. Pasaron, en suma, del ideal del intelectual crítico o el intelectual orgánico al realismo del experto funcional. Otros, también reciclados, ejercen con buenos réditos la seducción del comentarista ameno, entendiendo que la posmodernidad valora más esta seducción que las densas argumentaciones de los filósofos o cientistas sociales sistemáticos. Sus libros son licuados con apreciaciones de sentido común que amplían el mercado de lectores. Con esta comunicabilidad en mano, asumen el rol de buenos conversadores en los palacios virtuales donde son bien retribuidos por los nuevos mecenas. Estos nuevos mecenas son ejecutivos de empresas en busca de un barniz de ilustración, revistas de tarjetas de créditos que quieren tener un «look» de amplio espectro, clubes exclusivos que pagan por charlas exóticas, fundaciones de financistas que aprecian el refinamiento de la inteligencia. Estos espacios no están habitados ni transitados por intelectuales del cambio, sino por agentes que aportan su valor intelectual con pinceladas impresionistas, más bien ensayísticas, en un sistema que todo lo absorbe, lo fecunda y lo liquida con dinero.

(Un intelectual-ensayista describe a un intelectual sistemático: “Francamente, lo admiro. ¡Qué paciencia! Me parece casi inverosímil poder centrar años de trabajo en la exégesis de Hegel, en la interpretación de un diálogo de Platón o en una traducción crítica de la obra de Simmel o Weber. Pero a la hora de opinar sobre la realidad nacional o latinoamericana, resulta tan tosco y poco interesante. En lo que a mí concierne, hace rato dejé ese prurito de rigor. La filosofía no puede seguir apolillándose en las lecturas críticas. Lo que hay que leer críticamente es la realidad y hablar desde las resonancias que esa realidad irradia en nuestras vidas. Volcarse a la calle, conversar, perder el tiempo con los amigos, sufrir las derrotas de otros en carne propia. ¡Y él se toma tan en serio! ¿Cómo perder tanto tiempo en estar al día en la bibliografía, en prevenir errores de interpretación y en construir una metodología exante para luego desarrollar un largo trabajo que muchas veces no termina nunca, y que en el camino se desgasta explicando las inconveniencias de otras metodologías? He visto, entre ellos, guerras a muerte por motivos que nadie más entendería: peleas porque uno confundió el concepto de simulacro con el de artificio, el de imaginario con el de fantasmático, el de crítica interna con deconstrucción, el de dialéctica con el de dinámica. Hay que ver cómo sudan y se descomponen cuando son malinterpretados o cuando deben confrontar interpretaciones que, a juicio de ellos, no tienen ningún fundamento en los textos. Hasta hablan con cierto tono engolado o flemático, aprendido de sus pares y reconocido como el tono más adecuado para expresar dudas sobre los comentarios de sus pares. Y esa división tajante que hacen entre lo superficial y lo profundo: ¡por favor, qué pedantería platónica, qué letanía frente al mundo de todos los días!”)

Por otra parte, me pregunto en qué medida la multiplicación de espacios implica mayores oportunidades para ejercer el rol de intelectual, o si bien el intelectual puede acceder a esos espacios por su condición de tal, pero abandona esa condición una vez que empieza a desempeñarse en esos mismos espacios. Me explico: entiendo que el intelectual es una persona ilustrada, que pasa buena parte de su tiempo consumiendo productos culturales diversos (con inclinación especial hacia los libros, aunque no exclusivamente) y otra buena parte de su tiempo informándose sobre la actualidad; y que a partir de este capital acumulado y actualizado emite opiniones y propone puntos de vista que otras personas, que no se definen necesariamente como intelectuales, consideran dignas de consideración. Trátese de espacios académicos, políticos, mediáticos o de comunicación menos institucionalizada, el intelectual tiene opiniones sobre la contingencia (política, social, cultural, estética, lo que sea) que convoca audiencia. Esta audiencia no se restringe a sus amigos, alumnos y colegas, sino que tiene algo de anónima. Vale decir, el intelectual no conoce a todos aquellos sobre los cuales puede ejercer influencia mediante sus opiniones.

Ahora bien: ¿es intelectual un asesor de imagen corporativa o un investigador de mercados para un producto nuevo, o es básicamente un experto cuyos servicios se compran a cambio de informes y propuestas a los que se les confieren utilidad práctica y validez técnica? ¿Es intelectual un asesor político que procesa encuestas de opinión para trazar plataformas electorales? Una cosa es ejercer de intelectual, otra es vender inteligencia. Creo que en tanto asesor o investigador ya no es un intelectual. Le falta la libertad del intelectual para elegir sus objetos de reflexión, la distancia respecto de sus interlocutores para mantener incólume su espíritu crítico, y el tiempo para poder actualizarse en temas que no necesariamente le reportan dinero por servicios prestados. ¿Y es un intelectual el profesor universitario que corre de un lado a otro para dictar sus veinte o veinticinco horas de clases a la semana, en distintas universidades que hacen su negocio con la explosiva demanda de estudiantes, sin opción para sentarse y disponer de un buen tiempo para leer, pensar, opinar, digerir, actualizarse? Y el cientista social que desde una ONG agita nuevos discursos o «vende la pomada» para captar los flujos de la cooperación de sus pares en el mundo industrializado, ¿qué libertad crítica y autonomía reflexiva puede ostentar en estas operaciones cotidianas? Y el intelectual contratado por ciertos medios de comunicación de masas, cuya propiedad, como sabemos, está cada vez más concentrada en grandes capitalistas nacionales y transnacionales, ¿cuánto podrá durar en su trabajo si dice de manera clara y libre lo que piensa? Y el intelectual que se reconvierte a la política pero ya no en el sentido de la Gran Política sino de la gestión o administración públicas: ¿guarda autonomía si su reflexión debe evaluarse contra resultados, impactos medidos en indicadores e incrementos en la eficiencia de instrumentos de política?

(Un intelectual de la Gran Política describe a un intelectual en la política de resultados: “¿A eso le llama ‘praxis transformadora’? Quien lo viera en la lucha contra la dictadura y el neoliberalismo, ahora defendiendo este último con eufemismos como la ‘entrada a la modernidad’ y la ‘oportunidad de las intervenciones’. Le queda de su propia historia cierta informalidad: sus ternos son de colores y sus corbatas un poco osadas. Entre amigos dice lo que piensa y ante el micrófono lo que resulta políticamente conveniente y las bondades de la nueva ingeniería social. Lo más radical que lee es a los nuevos pontífices de la gestión, que ya los leía hace una década cuando preparaba su desembarco de la ONG al puesto de gobierno. Su rebeldía le duró hasta que descubrió que tener un puesto de gobierno le hacía sentir bien, y hasta poderoso. ‘Hay que ser realistas’, me dice cada tanto para desembarazarse de cualquier examen de consistencia. Y aunque no lo diga, entiende ese realismo como tecnocracia, complacencia o a lo sumo como opción de introducir cambios mínimos en un orden estructuralmente injusto. De haberse visto como es hoy con sus ojos del pasado, habría dicho que su futuro sería el mejor ejemplo del viejo eslogan que celebramos en una película de Scola: hay que hacer que las cosas cambien un poco para que nada cambie demasiado. Ahora lee a Toffler, a Fernando Flores y a Negroponte como si allí encarnara hoy el viejo mito de la emancipación del sujeto. Entre las nuevas formas de administración, las tecnologías de la información y la iniciativa empresarial, encuentra una nueva utopía y se la cree, o hace como que se la cree”.)

Creo, además, que se ha diluido el encantamiento del intelectual como desenmascarador, vale decir, como el lúcido que devela la apariencia para exponer la verdad: porque ¿qué queda por develar, en una sociedad que peca por exceso más que por falta de transparencia? Hoy el problema no es de ocultamiento ideológico del poder. La información no falta, todos los mitos han sido develados y todos los discursos son rápidamente deconstruidos desde la audiencia, las encuestas, los entrevistadores mordaces, las publicaciones en revistas y diarios, y, a falta de otro, la Internet. Vivimos desde hace tiempo el ritual mediático del escándalo y la impugnación, y bajo su égida el desenmascaramiento deja de ser privilegio del intelectual y pasa a ser parte del ejercicio comunicativo en la vida cotidiana. El problema es otro, a saber, que a pesar de esta sobredosis de desenmascaramiento sigue operando la arbitrariedad de la corrupción pública, los privilegios privados, el poder descarado del capital financiero, la complicidad de los medios con las políticas privatistas, y la tremenda injusticia del patrón dominante de la globalización. La revelación de lo que se oculta no tiene un efecto liberador. Todo está desenmascarado, y sin embargo esto no repara lo negativo ni salva a las víctimas. La saga del intelectual que pretendía poner al desnudo el poder para propiciar su derrumbe quedó en calidad de coitus interruptus de la historia. Y hoy día el intelectual tiene espacios de interlocución como para regocijarse, pero ha perdido la tensión de su mensaje, vale decir, la expectativa de movilizar con su contenido denunciante a las masas o audiencias.

Otro elemento novedoso es que la nueva lógica de redes hace que, al menos como práctica predominante, la opinión y el punto de vista sean cada vez más una construcción colectiva, en circunstancias en que la figura moderna del intelectual requería la clara diferencia entre éste y la masa. Las redes son porosas, horizontales, desjerarquizadas, y las opiniones se van sumando rizomáticamente para ir construyendo posiciones que operan como oleadas que van en una u otra dirección. No solidifican sino que se superponen como capas geológicas. No importa quién opina, ni quién agrega un matiz a una opinión que ya está en circulación. Esta nueva práctica es hiperdemocrática, con lo cual el intelectual crítico debiera sentirse complacido. Pero, por otra parte, nivela a tal punto los mensajes y los emisores que resulta casi irrelevante la autoría, o más bien amenaza con la muerte del autor. Son todos actores y todos autores al mismo tiempo. Todo pasa rápido, nadie se acuerda al día siguiente pero tampoco importa. El aura del intelectual como figura cuyas opiniones, por definición misma, tienen más peso y trascendencia, más resonancia y más audiencia, se difumina en estos flujos donde todos pueden agregar su parte en un discurso que nunca termina de hacerse y que siempre se está cambiando por otro nuevo.

En este concepto – y esta práctica- canalizados en flujos y redes, un nuevo fervor se insinúa entre académicos radicales, líderes de ONG, políticos alternativistas y grupos de base ilustrados, a saber: la posibilidad de construir algo así como una sociedad civil global (aunque el término de sociedad civil es muy equívoco aquí), compuesta por agentes transnacionalizados pero a la vez muy locales, hecha de millones de puntos de emisión de opiniones que se cruzan y agrupan discretamente, animada por la movilización virtual contra las tendencias hegemónicas de la globalización, prolífica en textos y reivindicaciones de tantos actores como entradas y salidas a la red puedan darse. Lejos del intelectual orgánico- partidista, el nuevo activista en la sociedad civil global no quiere agruparse en grandes unidades o partidos, y ejerce su resistencia manteniéndose en la multiplicidad reticular, porosa, rizomática de actores que concurren a oponerse enérgicamente a las formas dominantes de la racionalidad económica, política, financiera y a la estandarización cultural. Un gran frente hecho de miles de discursos críticos, complicididades contra los abusos y violaciones de derechos en todas partes del planeta. Una malla inextricable de solidaridades transnacionales donde intelectuales comprometidos en un punto del planeta apoyan las causas nobles y locales, periféricas y utópicas de grupos en el otro extremo del planeta. Un sistema asistemático de acciones discursivas que aportan de manera incierta y misteriosa, pero plenas de convicción, a la construcción de una nueva sensibilidad, un nuevo imaginario, una nueva ética global centrada en los derechos humanos, la diversidad cultural, la conciencia ecológica, las cosmovisiones holísticas, la economía solidaria, y otras tantas causas nobles que cualquiera puede consagrar con sólo introducirse a la red.

(Un intelectual de la red describe a un intelectual orgánico: Me resulta difícil creer que a estas alturas se piense que la reflexión intelectual pueda todavía someterse a la camisa de fuerza del proyecto partidario. La ilusión iluminista, de que el intelectual era capaz de descubrir la dirección correcta de la historia y luego encajar su descubrimiento en un programa político representado por una jerarquía partidaria, murió con las nuevas formas de acción, donde la democracia la da el sentido desjerarquizado de la red. Un intelectual orgánico, al viejo estilo, es una contradicción de estos tiempos. Más bien tenemos que invertir el llamado de Marx, y volver a preocuparnos por interpretar un mundo donde las coordenadas ya no son ni la razón de Estado ni la instauración del socialismo. Este intelectual obsesionado con traducir la lectura de la historia a líneas partidarias, o bien con barnizar estas líneas con la interpretación de las grandes contradicciones del momento, debiera aplicar lo que tanto invocó en tiempos pasados: la autocrítica. Es un daño a la autonomía reflexiva del intelecutal mantener todavía un cierto ideal de intelectual orgánico. La subordinación del pensamiento a los programas de partidos, o incluso a los programas de gobierno, perpetúa una confusión de esferas donde el pensamiento, en su carácter de abierto, se niega a sí mismo. No digo con esto que el intelectual no tenga un lugar en la política, sino que no puede definirse como intelectual a través y sólo a través de ella. En la medida en que persista en esta restricción, su reflexión sobre la cultura, la política y la sociedad estará sesgada desde la partida por el objetivo que pretende reforzar).

Finalmente quiero proponer que pese a todos estos cambios el intelectual crítico sigue siendo necesario. Hoy más que nunca -y perdonen este último gesto de gravedad- el análisis denunciante de la realidad es imperativo moral en un mundo cada vez más signado por los contrastes sociales, la impunidad del poder financiero, la crudeza de las empresas transnacionales, los dobles estándares en el comercio internacional, la falta de ética en emporios mediáticos que tejen sus alianzas con el gran capital privado, el dominio aplastante de los intereses de Estados Unidos en el sistema mundial, la falta de solidaridad del Norte respecto del Sur (incluyendo a los europeos que siguen viendo a América Latina como un espacio para sacar partido), la crueldad de los mercados, la exclusión que crece junto con la opulencia. No es que esto no se sepa, y en esto el intelectual tal vez no aporte novedades ni ilumine espacios oscuros, como pretendía hacerlo en otros tiempos. Pero creo, a pesar de todo, que es trabajo del intelectual nombrar, insistir, machacar, denunciar hasta el cansancio, innovar en propuestas pero no renunciar a la indignación, y traducir esa indignación cada vez más generalizada en discursos que permitan nuclear, movilizar y resistir en masa. No desde las epopeyas de la revolución pero sí desde el rigor de la resistencia. No desde el púlpito sino desde el teclado de su computadora hasta las calles de Seattle o Barcelona o Praga o Porto Alegre. No como un iluminado sino como un indignado que logra, tal vez más que otros, ponerle un nombre inconfundible a la indignación. Allí debe renacer de sus distintas muertes aquí planteadas.

(Un intelectual crítico describe a un intelectual optimista: “¿Con qué base se le ocurre postular que la globalización abre oportunidades de autoafirmación cultural de los grupos oprimidos, crea nichos de inserción para el desarrollo local, promueve un imaginario político democrático a escala mundial? ¿De dónde sacó que la posmodernidad nos libera de la ‘tiranía de las ideologías’ y abre el campo para el desarrollo de las diferencias? ¿Por qué dice que la Internet es la promesa para que todos tengamos voz en el concierto global, y para que todos accedamos con oportunidades a la sociedad de la información? Donde él ve todas estas promesas, yo veo sólo amenazas. La globalización, combinada con la nueva revolución del conocimiento, no ha hecho más que agudizar contrastes sociales dentro y entre los países; dejar a dos tercios de la humanidad fuera de la carreta del progreso; dividir el mundo entre informatizados y desinformatizados; fragmentar social y culturalmente a las sociedades nacionales por efecto de la tan mentada posmodernidad o lo que yo simplemente llamo la crisis de proyectos colectivos; amenazar las identidades locales con la cultura Mac-mundo o Disney-mundo; y generar cada vez más reacciones xenofóbicas y fundamentalistas. A esto cabe sumar el cúmulo de desastres ecológicos y un futuro inquietante en términos de sobrepoblación y agotamiento de recursos naturales. Entonces vuelvo a preguntarme por las raíces de su optimismo. ¿No será que es tan duro el porvenir que reacciona negando? Colecciona, con entusiasmo genuino o simulado, argumentos y ejemplos para mostrar que las nuevas tecnologías pueden surtir un efecto democratizador y pluralista. Pero no tiene cómo contra-argumentar cuando le digo que precisamente esos efectos, acotados y reducidos como son, perpetúan una ilusión que nos hace aceptar un ordenamiento general arbitrario, una racionalización sistémica asfixiante, y una administración eficiente de las desigualdades”).


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