Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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José Fernando Serrano Amaya**
* Parte de la reflexión que sustenta este artículo se hizo en una visita exploratoria al Social Sciences Research Centre de la Universidad de South Bank en Londres, durante diciembre de 2001 y enero de 2002, gracias a un apoyo del Programa para el Fortalecimiento de la Investigación entre Colombia y la Gran Bretaña, realizado por Colciencias y The British Council.
** Antropólogo, coordinador de la Línea de Investigación en Jóvenes y Culturas Juveniles del Departamento de Investigaciones, Universidad Central. Email: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
La pregunta por la “singularidad de lo juvenil”–aquello que permitiría por una parte diferenciar la “juventud” de otras formas de subjetividad y por otra definir lo específico de tal condición–, es uno de los ejes fundamentales en torno a los cuales gira el trabajo de la Línea que sobre Jóvenes y Culturas Juveniles tiene la Universidad Central. Desde allí hemos desarrollado una serie de investigaciones y propuestas conceptuales en constante cuestionamiento que motivan la escritura de este texto. El autor explora la validez conceptual de la noción de “juventud” para dar cuenta de las experiencias de vida de las y los jóvenes y su particularidad en el entorno social mediante un análisis de los discursos que las ciencias sociales han hecho sobre ellos y de las tecnologías para la producción de sujetos desarrolladas en la modernidad.
To inquire about “juvenile singularity”–what makes “youthful” different from other forms of subjectivity and what specifies it-, has been one of the research axis in the Youth Studies Area in the Universidad Central. From this point of view we have been developing several researches and theoretical proposals which are the base for this article. The author explores the conceptual validity of the notion of “youthfulness” to talk about young people´s lives and their particularity in society, studying the social sciences discourse about them and the technologies used in modernity to produce social subjects.
Eran los primeros días de clase de 1983. El desorden habitual luego de entrar al salón se volvía preocupación al darnos cuenta que los profesores no entraban a los salones; algo debía pasar pues todos se reunían en el patio. Al rato el Coordinador de Disciplina pasó por cada uno de los salones de segundo de bachillerato para que volviéramos a formar; los rumores empezaron a circular entre las filas separadas de niños y niñas. Sin ninguna explicación se nos hizo salir al salón comunal, mientras las niñas se quedaban en el patio; otra vez los chistes volvieron, esta vez incrementados por la idea de salir del colegio mientras las niñas se quedaban allí. En el salón los profesores de nuestro grado, junto con el vicerrector y el cura del colegio, nos esperaban: ninguna de las profesoras estaba. Aun más alborotados por la extraña situación de estar sólo hombres juntos, nos fuimos acomodando en las sillas mientras el profesor de biología alistaba unas diapositivas. Con un tono que ahora recuerdo bastante solemne pero que en ese momento me pareció normalmente aburrido, uno de los profesores señaló el motivo de la inusual situación: ya era hora de que nos hiciéramos conscientes de lo que iba a empezar a pasar en nuestros cuerpos y como debíamos afrontar el momento más importante de nuestras vidas. Los rumores se volvieron risas, exclamaciones pícaras, chistes pesados a medida que las diapositivas tomadas de algún libro de comportamiento y salud iban desfilando por la pared. Hormonas, caracteres sexuales secundarios, reproducción, fueron las palabras que anunciaron lo inevitable: nos estábamos haciendo adolescentes –otra palabra nueva, por cierto–. Sin duda lo que nos iba a pasar debía ser muy grave para demandar tanta atención y llevar a que cada profesor pasara a explicarnos algo: otras formas de higiene, otros modos de relacionarnos con las niñas, situaciones que debíamos evitar y un cuerpo al que había que proteger como el “templo del alma”. Terminada la sesión volvimos al colegio, preguntándonos qué les dirían a las niñas y siempre nos quedamos con la duda, pues su silencio fue tan solemne como el tono de nuestro profesor. Sólo recuerdo que los recreos no volvieron a ser iguales.
La pregunta por la “singularidad de lo juvenil1”–aquello que permitiría por una parte diferenciar la “juventud” de otras formas de subjetividad y por otra definir lo específico de tal condición, dicho de otro modo, lo que hace “jóvenes” a los jóvenes y “juveniles” a las culturas juveniles– es uno de los ejes fundamentales en torno a los cuales gira el trabajo de la Línea que sobre Jóvenes y Culturas Juveniles tiene la Universidad Central. Desde allí hemos desarrollado una serie de investigaciones y propuestas conceptuales en constante cuestionamiento que motivan la escritura de este texto. Cuestión que no nos es exclusiva, pues la vemos con frecuencia, aunque de otros modos, en los discursos que permean los medios masivos, en el pánico moral que ronda muchas de las acciones emprendidas desde el llamado mundo adulto, en el creciente interés de la investigación nacional sobre el tema, en las aún tímidas políticas públicas al respecto. Inquietud que se fragmenta y difracta al momento de acercarse a las vivencias de los sujetos mismos, al indagar por quienes están interesados en conocer “tan curiosos personajes”2, al observar las implicaciones sociales de construir conocimiento sobre sujetos sociales particulares. Por eso la pregunta no busca tan sólo responderse sino movilizar formas de vernos unos a otros, cuestionar los lugares desde los cuales nos nombramos unos a otros, desestabilizar posiciones en apariencia fijas mas no por ello menos frágiles. Sea este el terreno por el cual se mueve este artículo.
“Ser joven” , nombrarse o ser nombrado como tal es un acto discursivo con implicaciones muy complejas pues supone modos de organizar las biografías individuales, pautas de interacción y de socialización, estilos de vida, tipos de distribución de los recursos materiales y simbólicos con los cuales las sociedades se organizan y determinan la circulación del poder que las sustenta, entre otros aspectos.
Intentando hacer una lectura transversal, no cronológica, a los discursos que en torno a esta pregunta se han creado, en particular a los inscritos en las ciencias que se reclaman dedicadas a ello –las llamadas antropología y sociología de la juventud junto con la psicología del desarrollo–, con miras a problematizar la forma en que se representa lo juvenil, propongo dos modos de lectura a las tendencias que se han dado al momento de dar cuenta de tal particularidad; se trata sin duda de una lectura parcial que no pretende dar cuenta de todos los autores sino señalar pistas en un terreno aún nebuloso en nuestro contexto académico y político.
En la primera tendencia, la juventud se sitúa a manera de un momento vital transitorio, orientado al futuro, en desarrollo, que antecede a y se completa en el mundo adulto; siendo el mundo adulto el punto de llegada de tal tránsito, es allí donde finalmente tiene sentido la juventud. Por esto, denomino a este modo de mirar “lo mismo”. En la segunda tendencia, lo específico juvenil se vuelve “lo otro”, aquello que, también siendo enunciado desde el mundo adulto, se ve diferente a él, extraño, espectacular o curioso; un lugar de Otredad marcado por su condición excéntrica, en cuanto a que no se parece a lo adulto ni corresponde a lo que se esperaría de él.
En ambos casos, sin embargo, el discurso de estos conocimientos expertos –no sólo los científicos sino también los que construyen las industrias publicitarias y del espectáculo, los de la moral y la educación familiar, entre otros– en lo juvenil, está altamente marcado por el mundo adulto que por efecto o defecto se convierte en la lógica desde la cual se bosqueja la diferencia o la similitud que se encuentra en el joven; lógica a la que algunos hemos denominado “adultocentrismo”, pues opera desde un esquema “centro-periferia” para definir a los sujetos, siendo la periferia aquello que no encaja con el modelo de ser adulto. Esta primera parte del texto se dedica a ampliar las anteriores afirmaciones.
Pensar lo específico juvenil como “lo mismo” resulta de una consideración de la juventud básicamente como un momento de paso o tránsito a la vida adulta, que se toma como el punto de llegada y patrón de referencia para tal definir condición. Esta perspectiva tiene algunos matices y modos de expresión diferentes, pero en el fondo se mantiene igual desde los primeros discursos de Rousseau en el “Emilio o la educación” hasta nuestros días. Entender la juventud como un momento de turbulencia, desorden, desconcierto, crisis de identidad, rito de paso hacia el mundo adulto o inicio de un cierto desarrollo psicológico que se supone completo en determinada edad, trae implícita la idea de la adultez como estabilidad, permanencia, plenitud, punto de llegada esperado; “no es sino una fase.. ya se le pasará” pareciera ser la frase que extendida en la sociología de sentido común pretende explicar así lo juvenil.
Sin duda es en los trabajos de G.S. Hall a inicios del siglo XX donde se hace más evidente tal idea y se sienta la partida de bautismo de la noción contemporánea de adolescencia, al momento de comparar los ciclos vitales con la evolución de las civilizaciones, y hacer de la adolescencia el equivalente de la barbarie (Lesko 2001; Martín Criado, 1998). Discurso construido en un momento en que la teoría de la evolución legitimaba bien los procesos coloniales de las potencias capitalistas del momento y que justificaba el control de un mundo –el centro colonial y el tutor adulto– sobre el otro, las colonias bárbaras y el adolescente turbulento.
No es casual entonces que los primeros discursos sobre la adolescencia a fines del siglo XIX e inicios del XX –en particular sobre su desarrollo psicológico y moral– se hagan en un momento en donde la proliferación de los sujetos corresponde a los cambios que el sistema de producción capitalista requiere y al desarrollo de una cierta idea de modernidad que sustentaba tal preocupación social (Lesko, 2001; Sawicki, 1991); las modificaciones en las formas de familia y las relaciones de género por efecto de la nueva mano de obra contratada en las fábricas, el aumento de la escolarización y el desarrollo de sus sistemas de gradación, las cruzadas morales sobre las clases populares consideradas “naturalmente” con tendencia a la perversión, son sólo algunas de estas expresiones de época que llevan al desarrollo de una serie de tecnologías particulares para la formación de sujetos –tecnologías de normalización3.
Al situar la crisis de la adolescencia en los cambios biológicos, y en particular con el desarrollo de la condición reproductiva y los caracteres sexuales secundarios de los cuerpos, la psicología del desarrollo naturaliza la condición juvenil, la deshistoriza y desculturaliza y diluye la condición de clase que sigue creando diferencias e inequidades en las formas de organización social. Esta lógica discursiva, de un tono universalizante y científico, contrasta con otros discursos incluso anteriores, como la idea de la juventud entendida a manera de “moratoria social” en el tránsito a la vida a adulta, desarrollada por el pensamiento de la Ilustración; esta noción, al menos por defecto, era clara en cuanto a la condición de clase: son sólo ciertos sujetos de las clases burguesas los que pueden darse el lujo de prolongar el ingreso a la vida productiva y mantenerse en un cierto estadio de ocio y preparación; definida como “moratoria social” la juventud es un privilegio de pocos, pero como concepto permite precisamente hacer evidente la condición de clase que marca la conformación de las subjetividades.
Algunas versiones contemporáneas de la lógica que vengo describiendo en este aparte intentan definir la juventud como un “plus vital” (Margulis y Urresti, 1998), una cierta “cuota adicional” que tendría la juventud y que nos llevaría a asociarla con el futuro y el porvenir; la verdad de las estadísticas es que en ciertos países –el nuestro en particular, donde la violencia es la principal causa de muerte en jóvenes–, ser joven no implica tal garantía de futuro y muy por el contrario, se convierte en el estigma que legitima las acciones de la llamada “limpieza social” que claro, saben bien de clases sociales.
La idea de la juventud como un tránsito hacia la vida adulta, no sólo tiene el sentido “adultocéntrico” que he descrito antes, sino que implica además un modelo lineal y progresivo de definición de los sujetos y los cursos vitales que lleva consigo una cierta noción de tiempo, y particularmente del tiempo subjetivo. La creación de los grados escolares o la asociación entre determinados momentos del desarrollo psicológico y cierta edad como parte de las tecnologías de conocimiento del poder disciplinario, generan no sólo un modelo evolutivo sino un “tiempo panóptico” (Lesko, 2001) desde el cual vigilar los cursos vitales de los sujetos. De esta forma, la noción de juventud construida a lo largo del siglo XX, con sus referentes al futuro, la acumulación de experiencia para la vida adulta– y sus respectivas ideas de lo adecuado a cada momento vital–, aprisiona al sujeto en un ordenamiento temporal que lo mantiene en un “estar siendo pero aún no ser” (Lesko, 2001). Así, la juventud, como discurso social, resulta siendo una categoría de poder y control del mundo adulto expresada en un modo de ordenamiento y prescripción de las biografías sociales y personales que establece tanto sus contenidos como sus ritmos de cambio.
Un discurso paralelo al anterior en cuanto a dinámica de poder, pero con una lógica diferente es el que surge en torno a la cuestión de las culturas juveniles y su intento de definir lo juvenil desde una especificidad que se considera lo otro, lo diferente y que pareciera ser la que le da a los jóvenes y sus mundos un matiz propio. Ya en 1942 Parsons usó la idea de “cultura juvenil” para aludir a la especificidad que se forma por efecto de la prolongación de la vida escolar, tomando como base las vivencias de las clases medias norteamericanas y el entorno de las escuelas secundarias (Martín Criado, 1998). Posteriormente y hasta la actualidad, “cultura” o “subcultura juvenil” son términos usados con frecuencia para definir la especificidad juvenil en un intento por acercarse a sus vivencias y no abordarlas desde el ideal adulto señalado antes, pero con una gama tan diversa de contenidos como los hay en la noción misma de cultura, lo que hace de ellos un juego de relaciones bastante peligrosas y no siempre útiles para la comprensión de los fenómenos sociales.
Mirando algunas de las principales tendencias que se han dado en este abordaje, dicha lógica genera a su vez dos sub-lógicas más: una, apunta hacia una búsqueda tal de la particularidad juvenil y su autonomía que termina particularizándola y casi atomizándola en el escenario de lo social, y la otra, hace de esta misma peculiaridad atomizada el patrón de referencia para la juventud en general. Así, los primeros estudios sobre juventud en la sociología norteamericana, desarrollados desde los años treinta, recurren a la noción de “subcultura juvenil” para intentar describir expresiones de lo juvenil que parecieran desarrollarse en el seno del mundo adulto con sus propios lenguajes, modos de organización y desarrollo, un ejemplo de ello se encuentra en el clásico texto de Gordon (1947). En esta perspectiva, el que los sujetos de estudio fueran sectores sociales marginalizados por el desempleo y la vida urbana y asociados a la delincuencia y el pandillismo –como estudió la llamada Escuela de Chicago–, hizo que esa particularidad juvenil fuera vista como desviación, subordinación o como la creación de un mundo subterráneo y oculto.
Tanto los marcos conceptuales tratados allí como el desarrollo de metodologías que intentaban comprender a los sujetos desde sus categorías o formas cotidianas de vida, llevaron a que la noción de “subcultura” se fuera convirtiendo con el tiempo en una puerta de entrada a entender lo juvenil como un espacio de “producción cultural” (Cohen A., 1955) e incluso como un “estilo de vida” (Irwin J., 1970). El que esto se hiciera, sin embargo, en la lógica de las teorías estructural- funcionalistas mantenía un modelo comprensivo desde el cual integrar la diferencia que se encontraba en estos nuevos actores sociales; consumistas o desviados, pues finalmente todos estaban en la misma lógica de producción y organización social.
Tal vez es en los trabajos de la Escuela de Birmingham y su Centre for Contemporary Cultural Studies donde se hace más fructífera la asociación juventud/cultura, aunque en una lógica diferente a la del funcionalismo norteamericano, pues se recupera y reubica la importancia de la cuestión de clase en la constitución de lo juvenil; allí las culturas juveniles se entienden como un lugar para la resolución simbólica de las contradicciones de la época y como el resultado de los ajustes entre la escuela, la condición de clase, los mundos del trabajo y el ocio. A lo largo de sus investigaciones el grupo de autores que allí trabajaron fueron elaborando una noción aún más sólida de la cultura juvenil, en la cual ésta ofrecía la unidad y pertenencia que ya no daba la condición de clase y se convertía en su equivalente, en un mecanismo de comprensión similar al que contrapone la lucha generacional con la lucha de clases –siendo en este caso el mundo adulto el antagonista del mundo juvenil–.
A mi modo de ver, es en este lugar donde se daría el ejemplo más claro de las sub-lógicas que vengo describiendo, y en donde mediante una sutil inversión de sentido, la cultura juvenil se convierte en la clave para dar cuenta de lo juvenil como tal. En Subcultures. The meaning of the style publicado en 1979 por Hebdige, la especificidad de lo juvenil se expresa en las versiones espectaculares de los estilos y modos de consumo y producción de una serie de objetos culturales –vestuarios, lenguajes, simbologías– que conforman algunas culturas juveniles. Las contraculturas generadas a lo largo de los años sesenta y setenta serán entonces tomadas como una nueva metáfora del cambio social encabezado por los y las jóvenes del momento, metáfora revolucionaria, idealista, que como otras rápidamente es adaptada e integrada a la economía de mercado. Así el rock, las modas, las formas de agrupamiento juvenil –que en los noventas empezaremos a llamar “tribus urbanas” con su consecuente asociación a cierta noción antropológica tradicional y un tono de romanticismo cultural–, se volvieron en la academia, los medios y las políticas públicas el foco de atención que motiva investigaciones, discursos que desde el pánico intentan moralizar a los jóvenes y políticas públicas igualmente normalizantes y normativizantes; objetos culturales hábilmente mercantilizados y desarticulados de sus contextos y principios de origen y que han permitido hoy hacer de lo juvenil un modo de ser desprendido de los sujetos concretos mismos –la juvenilización de la cultura, que algunos señalan– y que implica una nueva distribución del poder simbólico que se esconde tras el “ser” joven4.
Si algo resulta evidente al hacer una lectura entre líneas a la creación moderna de la juventud– con el conocimiento experto que legitima tal construcción– es su condición de poder. Poder que enuncia la particularidad juvenil desde un modelo predeterminado de estadios, tiempos y momentos organizados en una coherencia lineal dirigida a la vida adulta y que hace de la juventud una de las diversas tecnologías desarrolladas en la modernidad capitalista para formar –mediante el control– sujetos de producción y consumo; no es nada casual que a las dos primeras oleadas de discursos a fines del XIX y durante la década de los treinta, asociadas a los movimientos de la mano de obra por la industrialización, siguiera en la posguerra una tercera oleada con el surgimiento de industrias de consumo y ocio juvenil particulares como el rock y las empresas culturales en general5. Es desde aquí, entonces, que se forma aquello que “hace” al joven “ser” lo que “es”, que lo visibiliza en ciertas circunstancias –la producción mercantilista de representaciones de lo juvenil, por ejemplo– y lo invisibiliza en otras–las políticas sociales que lo consideran “menor” o “población en riesgo”–; un “ser” que pareciera tomar autonomía en las llamadas culturas juveniles pero que se mantiene amarrado a las determinaciones hechas por los ritmos de la producción en los cursos vitales de los sujetos. Pero también, un “ser” que se convierte en modo de narrarse y diferenciarse de otros al convertirse en la pauta que permite marcar lo singular para nombrarse “joven” y que incluso puede llevar a la negociación de nuevas relaciones con el contexto social, como han mostrado diversas formas de organización juvenil que desde allí se reubican políticamente en el escenario de lo social.
En este sentido, quisiera proponer dos conceptos muy relacionado entre sí, para avanzar en la discusión sobre los procesos mediante los cuales se constituye la subjetividad juvenil: la construcción de la juventud y la producción de lo juvenil.
La construcción de la juventud podría entenderse como la variabilidad histórica y cultural de la juventud a la manera de ver de cierta corriente relativista que con base en un uso de los planteamientos constructivistas intenta ubicar en diversos contextos socioculturales la juventud como si ésta fuera un hecho dado que cada cultura define a su modo, pero que finalmente se da en todo lado; a mi modo de ver, entiendo por construcción de la juventud un cuestionamiento de la idea misma de “juventud” mediante la determinación del conjunto de discursos que forman la juventud como una condición particular asignada a los sujetos y que hacen “existir” al joven en el conjunto de formas de ordenamiento simbólico posible6. Esta construcción es sin duda un hecho histórico e historizable, como ya señalé anteriormente, en la medida en que es posible de ser datado y comprendido en momentos particulares de surgimiento, sobre todo cuando el centro del análisis es la aparición de las categorías que sustentan el discurso y que marcan los modos de definir los sujetos. Así, por efecto de la construcción moderna de la juventud que señalé antes, pareciera imposible pensarla hoy por fuera de las cuestiones del crecer –incluso en sus implicaciones corporales más explícitas– del tiempo lineal, de la “espontaneidad”, la alegría y la banalidad, de las promesas de futuro que románticamente –pero económicamente también–, mantienen a los sujetos considerados jóvenes en una posición social subordinada.
Construcción moderna que surgida inicialmente para la burguesía se extiende a los diferentes sectores sociales durante los últimos años del siglo XIX y termina modelando patrones estandarizados de sujeto dentro de un sistema de capital cada vez más extendido al interior de las sociedades y entre unas y otras. Modelo de sujeto ordenado también con una condición genérica particular: desde sus inicios y a todo lo largo del siglo XX los discursos sobre la juventud son principalmente discursos en torno a jóvenes hombres, en algunos casos de clase media, en otros de sectores marginados; juego doble, en la medida en que no sólo mira a los hombres sino que sirve para incorporar en ellos mismos cierta noción de masculinidad y de ahí la relación entre la modernidad y la aparición de formas de moldeamiento de tal condición genérica– los Boys Scouts, la educación física y los deportes–, como una expresión de ello.
La crítica feminista ha insistido con frecuencia en la invisibilización del papel de las mujeres jóvenes en las culturas juveniles, que sin duda resulta de las relaciones de género que allí se dan pero también de los modos en que dichas culturas han sido vistas por los propios investigadores; seguramente invisibilizamos a las jóvenes por lo que visibilizamos de las culturas juveniles (McRobbie, 2000). No sería suficiente sin embargo, pretender ampliar la agenda de investigación indagando por el papel de las jóvenes en las culturas juveniles, sino explorar las dinámicas más generales que permean la construcción y producción de lo juvenil, sin duda genéricas y generizadas y que son finalmente las que determinan los modos de surgimiento de unas y otros.
A mi modo de ver, discursos e investigación sobre la mujer joven sí se han dado pero no en los ámbitos tradicionalmente considerados por los investigadores en juventud, como son los de la salud sexual y reproductiva; en tales ámbitos, sin embargo, no es que se mire tampoco la condición genérica y cultural de las mujeres jóvenes, pues se las reduce a una cuestión reproductiva que hay que prevenir y/o postergar. Por otra parte, integrar la pregunta por el género no es sólo mirar la construcción y vivencia de lo masculino y lo femenino, sino las tensiones mismas del sistema de género y que llevan a la hipermasculinización e hiperfeminización así como a la desmasculinización y desfeminización de las y los jóvenes y sus expresiones culturales.
Las categorías que construyen a los sujetos son definitivas en la medida en que dan cuenta de los sistemas de representaciones que ordenan y clasifican las sociedades, por lo cual se hace necesario mirar no sólo el sujeto producto de la representación sino el sujeto que representa a otros –en las formas de conocer, por ejemplo–. Representar no es un reflejo simple de una supuesta realidad externa, ni una imposición voluntarista de un lector o un espectador de sentidos a los objetos, sino una producción de significados mediante prácticas y procesos de simbolización (Hall, 1997). Representar es siempre un acto paradójico en la medida en que se debate entre una similitud y sustitución imposible con su referente o una falta de asociación con éste que la hace poco convincente (Enadeau, 1999); representar es por sobre todo crear ficciones, unas más legítimas que otras, unas más creíbles que otras, pero finalmente todas productos de la simbolización. Representar al otro, entonces, no es tanto dar cuenta de “alguien” que está allí para ser descrito sino que es una práctica cultural que alude más bien a quien habla, a quien define al otro y a las lógicas con las que opera; por ello, las representaciones de la otredad pueden ser leídas como las representaciones de quien enuncia o vuelve a un alguien “otro” (Wilkinson y Kisinger, 1996). Las representaciones que hace la modernidad de la juventud hablan en realidad de un cierto mundo adulto que plasma allí sus ideales, pero también sus temores y contradicciones. ¿Quién es ese “adulto” que se expresa a través del discurso de la juventud? ¿Qué dice la noción de “juventud” no tanto de los “jóvenes” como de los “adultos”?
Quisiera señalar que en ningún momento estoy negando la existencia social de los y las jóvenes sino orientando el análisis a los procesos de razonamiento que, desde el mundo de lo simbólico, determinan los ordenamientos sociales; verse, pensarse, sentirse, comportarse joven, es resultado más de tales procesos de razonamiento (Lesko, 2001) y de representación y menos de una variable demográfica como la edad o biológica como la pubertad, que parecieran neutras y formaran por efecto directo, los grupos sociales.
El asunto se complejiza, desde el punto de vista de la investigación, en el momento en que el discurso, mediante un acto reflexivo, es apropiado por los sujetos mismos, convertido en biografías particulares y formas de narrarse, que lo reelaboran y mantienen en constante adaptación a las nuevas condiciones sociales. Por ello, no resulta suficiente analizar los discursos en sí mismos, aún en miradas de larga duración, sino observar las formas en que éstos se concretan en los sujetos, se reproducen, se encarnan literalmente en ellos y se hacen cuestiones vivas y singulares.
La producción de lo juvenil, por su parte y en estrecha conexión con lo anterior, tiene que ver con el sistema de relaciones sociales, económicas y políticas que como resultado de la reproducción de los diversos capitales sociales determinan las posiciones de los sujetos en la estructura social. Dicha producción está en estrecha relación con la organización que resulta de las clases sociales y las jerarquías que allí se dan por la posesión de capitales diferenciados –me refiero, siguiendo a Martín Criado (1998), a los capitales económicos, culturales, sociales, simbólicos, principalmente–. Capitales que se afectan mutuamente y forman una red compleja de inclusiones y exclusiones que marcan los cursos vitales de los sujetos; en la investigación “Concepciones de vida y muerte en jóvenes urbanos”7 realizada por el DIUC, por ejemplo, esta posesión diferenciada de capitales sociales y culturales –por efecto del sistema educativo y la estructura de clases– marca los planes de vida que unos y otros jóvenes se trazan y son determinantes al momento de tomar decisiones vitales como una profesión, la formación de familia o la adquisición de ciertos bienes materiales.
Antes de pasar a entender como se da la producción de lo juvenil, es necesario aclarar otra noción que se tiende a asociar con la cuestión que analizamos: la “generación” o las “relaciones generacionales”; dicha noción pareciera sustituir en el trabajo de algunos investigadores al de “juventud”, así como sucedió con el desplazamiento de los estudios sobre “mujer” a los de “género”, en los cuales se intentó salir de los sujetos a mirar procesos pero se mantuvo la referencia a los individuos pues no se cuestionó el sistema mismo de su producción ni las formas de abordarlo desde la investigación. Las generaciones no sustituyen ni son equivalentes a los grupos de edad en la medida en que se ubican en un lugar diferente: las generaciones son por sobre todo modos de estar en los procesos de cambio cultural que pueden cubrir a uno o varios grupos de edad, aunque les afecte de modo diferente; por otra parte, si por “generación” se quiere aludir a las personas nacidas en una franja temporal determinada, se estaría haciendo alusión a una variable demográfica tan fría como la edad, que poco dice de los procesos culturales; un ejemplo de esto mismo es el reemplazo que se da en algunas encuestas a la noción de “sexo” por la de “género”. No por nacer en un momento determinado se hace parte de un “espíritu de época” particular o de una generación, pues esto implica un juego de posicionamientos y negociaciones más afectado por las cuestiones de clase y la posesión de otros capitales sociales.
Mannheim (citado por Martín Criado, 1998: 23) diferencia una situación de generación –estar expuesto a ciertos fenómenos socioculturales similares–, del conjunto generacional –los agentes que forman cierta unidad en una situación de generación–, y de la unidad generacional– grupo concreto que se apropia de manera reflexiva de la situación de generación. En este sentido, una contemporaneidad cronológica no es factor suficiente para definir una generación, ni mucho menos para suponer una unidad entre los sujetos que participan de ella; de acuerdo con esta idea, las relaciones generacionales o el “conflicto generacional” no serían tanto las relaciones entre grupos de edad –por lo general entendidos como los jóvenes y los adultos– sino entre grupos sociales que se apropian de una manera particular de su ubicación espaciotemporal como una forma de hacerse singulares con respecto a otros; el que aún hoy la “generación de los sesenta” o la “generación beat”, con sus ideales, estilos e ídolos particulares sea un referente para identificarse –o separarse– en el caso de algunos jóvenes da cuenta de esta condición no cronológica de las generaciones.
Otro aspecto a considerar en la producción de lo juvenil es la cuestión de la ubicación de los y las jóvenes en el sistema productivo y la forma en que se negocian y determinan los pasos de un momento vital a otro, cómo se toman tales decisiones, se resiste a ella o se generan posiciones contradictorias en el sistema; en este sentido, juventud y adultez se entenderían como lugares específicos en la organización de la reproducción social, teniendo en la dependencia, co-dependencia o independencia en tales relaciones uno de los factores de definición (Irwin S., 1995). Las diferencias o similitudes entre hombres y mujeres jóvenes, como sectores también diversos en sí mismos –no todos los hombres son iguales por tal condición ni lo son las mujeres–, estarían relacionadas con las demandas sociales que se les hacen de acuerdo con los cambios de un momento vital a otro, lo cual corresponde a su vez a las dinámicas más generales que forman la condición genérica de los sujetos (Ibid.).
Estos procesos han sido vistos por una buena parte de la investigación sobre jóvenes en el Reino Unido bajo la noción de “tránsitos a la vida adulta”, usando generalmente una noción programática de tales tránsitos, enfatizando cuestiones como el trabajo, el desarrollo profesional, el establecimiento de unidades domésticas independientes, entre otros aspectos; el que mucha de esta investigación se haya desarrollado para la formulación de políticas públicas permite entender la importancia y los sentidos de tal noción desde cierto modo de entender los cursos vitales de los sujetos (Bynner, 2001).
Entender el tránsito de la juventud a la adultez en los términos señalados anteriormente, sin embargo, no es equivalente a la crítica ya hecha antes sobre la idea de la juventud como tránsito a la vida adulta; más que juego de palabras, estoy intentando diferenciar una serie de procesos que incluso podrían –sería necesario ya–, entrar a ser estudiados en la condición adulta misma, pues en ésta, sin duda se dan tránsitos también; basta preguntarse por ejemplo por los efectos que la creciente tendencia a recomponer las familias por uniones sucesivas debe estar teniendo en las parejas adultas, el impacto de la informalización del trabajo y las implicaciones que tiene la independencia de los hijos en las vivencias de la adultez como tal. Con esto intento rescatar la noción de “tránsito”, no en su sentido programático de ciclos vitales lineales sino en la idea de una permanente movilidad de los sujetos y sus cursos de vida, no siempre orientados ni progresivos; mirar los tránsitos a la vida adulta podría ser la pista para observar otros cambios más e incluso reorganizar el modelo “infancia/juventud/adultez/ vejez” en otro tipo de movimientos.
En la Línea de Investigación sobre Jóvenes y Culturas Juveniles del DIUC, el cruce entre la investigación sobre concepciones de vida y muerte, ya señalada, con otra sobre construcciones de lo materno y lo paterno en jóvenes y adolescentes de sectores populares nos permitió identificar como su condición de padres y madres alteraba no sólo la conformación de su vivencia de lo juvenil–la participación en determinadas culturas juveniles, por ejemplo–, sino en general las formas en que construyen sus biografías y cursos vitales. Para estos jóvenes, la consolidación de una relación de pareja y la vivencia del ser padres y madres implica una serie de cambios y renegociaciones de sus relaciones consigo mismos, con sus compañeras/os afectivos, con sus pares y con sus padres, que se expresan en un juego de tensiones muy complejo: por una parte, para algunos jóvenes hombres, el deseo de seguir en la vida juvenil previa al embarazo de la compañera choca con la demanda a responder por el hijo y su consecuente reubicación en las relaciones de producción –trabajar para cumplirle a la mujer y al hijo–; experiencia de trabajo que sin embargo no les es extraña en la medida en que desde pequeños han participado en la provisión de las condiciones de vida de sus hogares, pues ello hace parte de su aprendizaje del ser hombres y ser responsables. Sin embargo, el creciente desempleo impide que algunos de ellos puedan cumplir esta demanda de responsabilidad, lo cual los lleva a crear un nuevo vínculo de provisión con su familia de procedencia: son las madres y los padres quienes proveen, cuando no se tiene trabajo, las necesidades del nuevo hogar. La situación de las jóvenes, por su parte, se debate entre la espera a que sus compañeros respondan por el hijo y la adaptación a su nuevo lugar como madres, dentro de unos modelos de género y de mujer fuertemente impregnados en la cultura local y que, a veces alterados por las culturas juveniles, parecieran reactivarse con la condición materna.
Tras estas situaciones podemos observar como estos jóvenes se movilizan de unos referentes vitales centrados en su vivencia de lo juvenil –en varios casos de ciertas formas de las culturas juveniles– hacia otros asociados al progresar, salir adelante y tener aquellas cosas que expresan un cierto estado de madurez y vida adulta8. En todo caso, para estos jóvenes si bien la maternidad y la paternidad implican una serie de cambios y de situaciones nuevas –más de una conflictivas–, son parte de una serie de cursos vitales más amplios, definidos desde sus contextos socioculturales y fuertemente asociados a unas ideas sobre lo que significa ser un sujeto autónomo e integral –ser responsable, para el caso de ellos, ser buena madre/esposa para el caso de ellas, por ejemplo–.
En este escenario, elaboramos la noción de “posiciones de sujeto” con base en trabajos de Robert Connell y Jeffrey Weeks para determinar el cruce de relaciones sociales desde el cual se conforman las subjetividades de los y las jóvenes padres y madres; relaciones que reguladas por el poder y la ubicación en el sistema de producción inciden en la conformación de lo singular, lo particular, los afectos, símbolos y pasiones que regulan los cuerpos sexuados, generizados y reproductivos. Lo anterior nos permitió observar que no sólo las subjetividades de las mujeres y las de los hombres jóvenes eran diferentes sino que incluso podían variar en la historia de vida de una misma persona por efecto del lugar que ocuparan en los principios organizadores de tales posiciones de sujeto. Siguiendo con los hallazgos de tal investigación, encontramos que nociones como la de “respeto” y “responsabilidad”, presentes en los relatos de los y las entrevistadas, operaban a manera de reguladores de la sexualidad, el género, la maternidad y la paternidad y se convertían en los referentes para movilizar las posiciones de sujeto. De esta forma se nos fue complejizando la noción del “ser joven” a manera de un dato contenido en los individuos y la empezamos a ubicar en el sistema de relaciones más generales que nos conforman como sujetos sociales– en esto resultaron fundamentales los planteamientos de Morin y otros autores de la teoría de sistemas aplicados a la definición del sujeto9.
Por otra parte, al momento de elaborar los “mapas vitales”10 en que se ubican las concepciones de vida y muerte de los jóvenes, encontramos un elemento fundamental para entenderlos: la noción de cambio. Dicha noción volvió a aparecer en otras investigaciones y parece ser un elemento constante en las narrativas de las y los jóvenes sobre sus vidas; el cambio se encuentra asociado a la posibilidad de pasar de un estilo de vida a otro, de unos modos de ser joven a la vida adulta, de dinámicas de socialización asociadas a los grupos de pares a las responsabilidades que demanda la maternidad y la paternidad, entre otros aspectos. Bien como progreso y salir adelante en la vida o como echarse a perder –por ejemplo por efecto de la drogadicción–, la noción de cambio parece dar cuenta de una percepción de la propia movilidad del sujeto por efecto precisamente de los modos de posicionarse en el sistema social.
En este sentido, no podríamos entender lo dicho antes sobre las posiciones de sujeto de una manera estática o sincrónica; las posiciones de sujeto varían a lo largo de las biografías, se mueven con ritmos particulares y dependiendo de las demandas del sistema mismo y las formas en que se jerarquizan. Así, encontramos que lo que se espera de una mujer joven por efecto de su condición de género no es lo mismo que se le pide a un joven, ni lo es entre los jóvenes de sectores populares que están integrados al sistema productivo desde la infancia que los de sectores de altos ingresos quienes pueden gozar de cierta moratoria social; no lo es tampoco antes o después de decidir responder por un hijo o hija en el caso de los jóvenes hombres ni cuando se es una joven niña de su casa que cuando se es parcera –la joven que participa en las dinámicas de grupos de jóvenes de sectores populares–. No sólo las posiciones de sujeto cambian, sino que los ritmos y sentidos de dicho cambio son también diferentes. “Quemé mi vida muy rápido”, “ya viví lo que tenía que vivir” son dos expresiones manifestadas por mujeres jóvenes –la primera de estratos medios y la segunda de sectores populares–, para manifestar los cambios que la drogadicción y el desenfreno, en una, y la maternidad, en otra, tenían en sus vidas. Observando con atención se puede encontrar tras tales ideas no sólo una percepción de ciertas demandas temporales sino la marca en apariencia inevitable del paso a un momento vital diferente.
Lo anterior me permite retomar algo ya señalado antes, en cuanto a la construcción de lo juvenil: la cuestión temporal que la determina. Con base en los trabajos de Ricoeur (1995) y White (1992), ambos inspirados a su vez en las propuestas de Bajtin, retomamos la noción del “cronótopo” para entender la condición juvenil11, y particularmente la idea del cambio, como una instauración de coordenadas espaciotemporales en las biografías de los sujetos; ser joven se convertiría, de acuerdo con este planteamiento, en una forma de narrar los cursos vitales con base en la relación entre los tiempos y los espacios sociales y subjetivos –que no son iguales ni exactos ni coincidentes–; de esta forma, las posiciones de sujeto, como resultado de la configuración de los espacios sociales, se movilizan en el tiempo y dan cuenta de una subjetividad en constante dinamismo12.
Si bien señalamos que la construcción moderna de la juventud trae consigo una noción lineal y progresiva del tiempo, desde la cual se hace una mirada panóptica a los cursos vitales de los sujetos, al observar las narrativas de los y las jóvenes mismos aparece una tensión con dicha temporalidad e incluso se vislumbran otras velocidades y desenvolvimientos de tales tiempos. Uno de los “mapas vitales” que encontramos en jóvenes de diversos estratos sociales, y sin duda el más común, corresponde en efecto a un tiempo lineal y progresivo en el cual la juventud es parte de un proceso que gira en torno a la educación en función de una vida profesional, la formación de la familia, la adquisición de ciertos bienes materiales; se trata de una narrativa marcada por etapas sucesivas y necesariamente consecuentes en función del cumplimiento de un cierto ideal, una cierta “misión en la vida”. Esta idea, sin embargo, contrasta con otras narrativas, presentes también en los jóvenes y que dan cuenta de cronótopos diferentes: “vivir la vida”, “vivir la muerte” o el “aburrimiento” aparecen como formas de narrar lo juvenil que chocan con los tiempos panópticos y señalan la posibilidad de la asincronía o la paradoja en los ordenamientos temporales e incluso una cierta tensión con los mismos; no es casual entonces el pánico moral con el que frecuentemente se mira el embarazo adolescente –definido a veces como “embarazo precoz”–, o el “ocio” juvenil de la fiesta y la lúdica, pues ambos implican precisamente rupturas con los tiempos productivos y planeados que se esperan socialmente. Resistencias tal vez, ajustes en los tiempos subjetivos en sociedades marcadas por la velocidad, nuevas asociaciones entre el cuerpo y el tiempo, están aún por explorarse las nuevas dimensiones temporales que se vislumbran en las narrativas de los jóvenes sobre su propia condición.
He introducido en la reflexión anterior una noción más que debo aclarar para entender esta pregunta por la subjetividad juvenil: la cuestión de la narración. Si asumimos, como diversos autores lo proponen en la actualidad, que nos constituimos en sujetos en la medida en que somos narrados por otros y por nosotros mismos (Schnitman, 1998), la condición juvenil toma un matiz particular, en la medida en que las narraciones canónicas de lo juvenil se hacen desde un ejercicio vertical del poder venido del llamado mundo “adulto” que los mantiene en una condición de sujetos “incompletos” y limitados por su condición “inmadura” o por lo menos en tránsito a la maduración –lo cual pone al mundo adulto como el referente desde el cual se describe al sujeto juvenil–. Sin embargo, la proliferación de estilos de vida en torno a las llamadas culturas juveniles, el surgimiento del “joven” como sujeto de políticas públicas, la construcción mediática de modelos de juventud convierten también a tales narraciones en procesos reflexivos, que de cierto modo instauran formas de presentarse ante otros y ante si mismos que consolidan la cuestión juvenil como modo de “ser” –un “ser” que, sin embargo, resulta de un acto performativo del discurso y no de una cuestión ontológica como tal–.
No podría terminar este texto sin una nota con respecto a la cuestión juvenil en el contexto contemporáneo. Si como se señaló antes, la juventud es una construcción moderna, podría pensarse fácilmente en una juventud “posmoderna”, correspondiente al contexto actual. Quiero sin embargo evadir tal lógica, no sólo porque correspondería a un modelo inadecuado de lo social, desde categorías de ordenamiento lineal que no sólo no dan cuenta de lo que sucede en nuestras sociedades sino que resultan insuficientes al momento de comprender lo juvenil como constructo y producto cultural. Esto no quiere decir, sin embargo, que no sea necesario mirar los efectos del contexto actual en la conformación de lo juvenil y sus implicaciones en el posicionamiento de los sujetos y sus narrativas del tiempo; lo anterior se hace aún más necesario en el caso colombiano donde las memorias son constantemente fragmentadas por el terror y la posibilidad de un tiempo social seguro se desdibuja a diario por los efectos de las múltiples violencias que vivimos.
Sin duda, estamos viviendo en sociedades que experimentan profundos cambios, cambios que no afectan a todos del mismo modo, que están desigualmente distribuidos y apropiados. El asunto complejo es la forma de entender y denominar tales cambios; sean éstos “posmodernos”, o resultado de la “modernidad tardía” –como diría Giddens–, individualistas o tribalistas, simulados o performativos, el hecho es que algunas cuestiones no pueden obviarse: la condición de clase y la ubicación en las relaciones de producción o el papel de las relaciones de género en la organización social siguen siendo factores fundamentales en la conformación de los sujetos, y particularmente de los jóvenes (Irwin, 1995; Furlong y Cartmel, 1997; Cohen, 1997; Kelly, 1999; Green, Mitchell y Bunton, 2000; MacDonald y Marsh, 2001). Sin embargo, también se asume que las relaciones entre clase, género, jóvenes y culturas juveniles no son lineales ni directamente proporcionales en cuanto a que unas se expliquen solamente en las otras; las transformaciones en los modos de lo colectivo y lo social, con sus consecuentes efectos en la aparición de un nuevo sujeto individualizado –sin duda acorde con el tipo de capitalismo que vivimos– inciden también en la conformación de lo juvenil y en la aparición de otros mecanismos en la determinación de los proyectos de vida y las biografías de los sujetos13.
Usando los planteamientos de Beck y Giddens, Furlong y Cartmel (1997) consideran que si bien hoy las iniquidades resultantes de la condición de clase y género siguen incidiendo en lo juvenil, los ritmos de la reproducción del capital social han cambiado, intensificándose y complejizando los riesgos y las oportunidades que determinan la dinámica social; para estos autores, sin embargo, los mecanismos que producen las iniquidades se “obscurecen” o debilitan, generando una situación paradójica por la permanencia de tales factores estructurales pero a la vez su aparente pérdida de peso en cuanto a condición causal. En la investigación sobre concepciones de vida y muerte que he referido antes, pareciera encontrarse hoy un panorama diverso de posibilidades de organizar, planear o navegar por los mapas vitales de los jóvenes, a ritmos de cambio y desplazamiento propios, con ofertas particularizadas y que operan de una manera reflexiva; así por ejemplo se muestra cuando se mira desde el mundo de los consumos y la proliferación de ofertas simbólicas para conformar las identidades, que sin duda podrían verse con factores altamente diversificadores de lo juvenil; el hecho, sin embargo, es que tales ofertas se mantienen dentro de las dinámicas del capital y el mercado contemporáneo, individualizando por un lado, pero homogenizando por otro y que al menos en los jóvenes con quienes trabajamos, la condición de clase sigue siendo un determinante fundamental de sus mundos al alcance y sus expectativas de futuro.
No obstante, la pregunta que podría hacerse para mirar cómo es la juventud en la época actual podría también formularse de otro modo, y con esto quisiera cerrar: ¿es suficiente la noción de “juventud” para dar cuenta de las formas en que se construyen estos sujetos contemporáneos? Si por efecto de los cambios en los tiempos culturales, el creciente dominio de la velocidad como factor de la creación cultural, las biografías subjetivas ya no se construyen en etapas sucesivas y lineales, con ritmos progresivos ¿cómo tiene sentido seguir hablando de “juventud”? ¿Es posible resistirse a las formas de representación de la subjetividad que impone la “juventud” y narrar lo juvenil por fuera de ella?
En un contexto en el cual por efecto de las políticas de la identidad y el discurso multicultural que pretenden imponer cierta noción de diversidad como condición “natural” de las sociedades contemporáneas, noción sustentada en una creciente enunciación de quienes son “los otros/as” a ser incluidos y reconocidos– las diversidades que escapan a estos regímenes de integración siguen siendo inadecuadas, abyectas, o políticamente impertinentes–no solo instaurar la juventud como nuevo sujeto social cumple un sentido político; la desestabilización de las categorías que forman los sujetos también tiene un papel político aunque sus efectos no sean siempre los deseados por el poder mismo que se oculta tras ellas.
Al poco tiempo apareció Menudo y Michael Jackson y los mundos de niñas y niños se fueron haciendo cada vez más diferenciados, como ya lo eran con los de nuestros padres quienes no gustaban para nada de los videos presentados por Lina Botero y que junto con “Oro Sólido”, “Flashdance” y “Footloose” nos mostraban una generación alegre, dedicada al baile y a fiestas interminables en las secundarias norteamericanas; mi ingreso a la Cruz Roja Juvenil, sin embargo, marcó una diferencia fundamental con esta generación y me llevó a formar otra idea de lo que implicaba “ser joven”, algo que ya se hacía más claro para mí y que gradualmente se iba impregnando no sólo en mi cuerpo sino en lo que otros esperaban de mí pero que sin embargo no podía hacer propio…
1 Prefiero el término “lo juvenil” por su condición de cualidad abstracta; el artículo “lo” no tiene un género particular ni es pluralizable, como sí sucede con “el” o “la”, que a mi modo de ver se podrían usar para referirse a formas concretas de “lo juvenil”: el joven, la joven, las culturas juveniles. “Lo juvenil” es en este artículo una expresión equivalente a “subjetividad juvenil”.
2 Uso lo curioso en dos niveles de sentido: en un primer nivel me refiero al exotismo con que resultan cubiertos los jóvenes y muchas de sus expresiones por efecto de la mirada que investigadores, medios de comunicación o políticas públicas hacen de ellos y que los convierte casi en piezas de museo, fantasmas causantes de miedos sociales y pánicos morales, rezagos de ciertos ideales románticos ya perdidos o desesperanzados productos de la sociedad de consumo; en otro nivel y muy relacionado con el anterior, la idea de “curiosidad” remite a un acto narrativo –alguien que describe en tal lógica exótica a otro– y por ende a un régimen de representación y a unas relaciones de poder; la curiosidad sería en cierto modo un impulso al desciframiento de algo que está allí para ser conocido en sí mismo y no sólo por los valores que se le asignan, pero que paradójicamente no puede ser conocido del todo por su propia condición de estar fuera de lugar, de extrañeza o excesividad (Ferres, 2000).
3 Normalización de los cuerpos en dos sentidos: en los sistemas de producción –el obrero en la fábrica– y en los sistemas de género y sexualidad–la heterosexualidad normativa, los géneros como polaridades dicotómicas, la familia como centro de la realización subjetiva. Es esta modernidad normalizante la que se inventa las diversas perversiones sexuales con sus respectivos sujetos, siendo el caso de los homosexuales una de las expresiones evidentes de tal acción del “poder disciplinario” que normaliza y controla mediante el conocimiento (Sawicki, 1991; para una ampliación de esta reflexión en el estudio de la homosexualidad ver: Serrano, 2001).
4 Los trabajos iniciales del CCCS fueron duramente criticados por algunos de sus participantes posteriores y por otros investigadores más entre otras razones por la consolidación de un cierto modelo de juventud espectacular, unitaria y masculina; en el caso latinoamericano se puede encontrar en Reguillo (2000) una reflexión teórica, metodológica e incluso política sobre las culturas juveniles.
5 Esta tercera oleada en torno a los consumos y la producción cultural juvenil se extiende hasta nuestra actualidad aunque sus modos de comprensión han variado desde la juventud rocanrolera de Elvis Presley, pasando por la contracultural de los sesenta y setenta a la consumista y desesperanzada de los ochenta y noventa. Habría una cuarta gran oleada de discursos muy importante sobre todo para el caso latinoamericano, desarrollada a partir de la segunda mitad de la década de los ochenta por efecto de la crisis de la década en la condición socioeconómica de los jóvenes y que es la que lleva en nuestro caso al surgimiento de las políticas públicas y de las investigaciones sobre el tema; a esta cuarta oleada la marcan nociones como la de “prevención”, “riesgo”, “violencia juvenil” y otras más asociadas a una idea de joven = problema social.
6 Tomo esta diferencia en los modos de entender el constructivismo del estudio que hace Vance (1999) de las versiones constructivistas en la investigación sobre sexualidad.
7 Me referiré en adelante a los resultados de dos investigaciones realizadas en el DIUC: el proyecto “Concepciones de vida y muerte en jóvenes urbanos”–denominado en este texto como CVM– cofinanciado por Colciencias y el Banco de la República y “Construcciones de lo materno y lo paterno en padres y madres adolescentes”–denominado CMP– cofinanciado mediante la Beca Prodir III de la Fundaçao Carlos Chagas del Brasil. En el primero participaron Betty Sánchez, Mariela del Castillo, Sol Rojas, Milton Galindo, Giovanni Guerrero y Mario Cortés; en el segundo, Betty Sánchez y Mariela del Castillo. La dirección de ambas investigaciones estuvo a cargo del autor de este texto.
8 En la investigación “Inventing adulthoods: young people´s strategies for transition” desarrollada por Thompson y Holland (2001) se encontró un factor similar –el estabilizarse y la mater/ paternidad–como parte de los proyectos de vida de jóvenes urbanos de estratos medios y trabajadores en su consideración del futuro y la adultez. Este patrón que opera a manera de una normatividad sobre la cual construir la biografía personal no es sin embargo susceptible de ser realizado de manera similar por los y las jóvenes; mientras para los primeros pareciera ser más fácil de llevar a cabo cuando se tiene un marco cultural tradicional que le sustenta, para las jóvenes se dan una serie de tensiones entre sus expectativas de relación y las aspiraciones educativas y ocupacionales propuestas por su contexto actual.
9 Me refiero sobre todo a la compilación hecha por Fried Schnitman (1998) bajo el título “Nuevos paradigmas, cultura y subjetividad”, publicado por Paidós, Buenos Aires.
10 En la investigación CVM pudimos identificar cinco de tales mapas: uno, gira en torno a una concepción lineal y programática de la vida a manera de etapas consecutivas que van desde el nacimiento hasta la muerte; en este caso, una y otra son extremos del camino de la vida. Otro, se constituye bajo una lógica altamente emotiva, lúdica y visceral, cercana al caos, el desorden y la anomia y se centra en una ética del instante –el vivir la vida; aquí, vida y muerte se confunden en el momento, se viven al mismo tiempo. Un tercer mapa que pareciera el opuesto del anterior pero no es sino una versión de lo mismo, gira en torno a la presencia constante de la muerte– vivir la muerte; en este caso, se trastocan los órdenes pues la vida es la muerte y la muerte es la vida. Un cuarto mapa vital tiene como motivo el aburrimiento, el sin sentido y el vacío, la inercia de la mamera que cuestiona lo que se vive pero no lo cambia; en este caso, vida y muerte se mecen en una cuerda floja existencialista. El último mapa vital que encontramos se centra en las experiencias de vida de jóvenes cristianos y tiene en el “morir al mundo” para “nacer en Cristo” su centro; se trata entonces de un rechazo a muchos de los elementos descritos en los mapas anteriores para asumir un nuevo orden significativo, omnicomprensivo, desde el cual es posible reelaborar la historia vital para encontrar sentido en la salvación eterna.
11 Esta intuición surgió inicialmente en un curso que sobre Juventud y Subjetividades Contemporáneas tuve desde 1990 hasta la actualidad en la Universidad de los Andes y se desarrolló y complejizó en el equipo de trabajo formado en el DIUC con Leonardo Bejarano, Alhena Caicedo y Ana María Arango para la creación del proyecto “Estrategia reflexiva sobre las subjetividades juveniles”.
12 Lesko (2001) recurre también a la noción de cronótopo de Bajtin pero le da un sentido y desarrollo diferente; para ella, el cronótopo que sustenta el discurso moderno sobre la adolescencia está marcado por una idea de tiempo abstracta, deshistorizada y descontextualizada, que pareciera no cambiar; es un cronótopo además orientado al futuro, en donde el pasado pareciera importar poco y en el que dado su carácter prescriptivo, termina estereotipando lo juvenil.
13 Una de las discusiones pendientes en la investigación sobre jóvenes en América Latina, y en Colombia en particular, es la relación entre clase, culturas juveniles y consumos. Tomando uno de los ejemplos más estudiados, si bien la presencia de fenómenos socialmente generalizados como la producción y el consumo de rock podría hacer pensar en una cierta condición transclasista de tal fenómeno cultural, su extensión no supone similitudes entre los sujetos que lo producen, como igual sucede con las culturas juveniles; el acceso a ciertos bienes que permiten la participación en unas culturas juveniles u otras, sigue estando marcado por la condición de clase o el nivel educativo, que en nuestros países está también determinado por la ubicación en las relaciones de producción.
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