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Universidad, conflicto, guerra y paz

Universidade, conflito, guerra e paz

University, conflict, war and peace

Angelo Papacchini*


* Filósofo, profesor titular Universidad del Valle, director de Praxis, grupo de investigación en ética y filosofía política, y autor de los siguientes libros: Los derechos humanos en Kant y Hegel; Filosofía y derechos humanos; Los derechos humanos, un desafío a la violencia; Derecho a la vida.


Resumen

Quienes trabajan en instituciones universitarias están llamados a aportar ideas y propuestas, sustentadas en una reflexión sistemática, no meramente coyuntural, sobre conflicto, guerra y paz. Este artículo explora los posibles ejes que se deben tener en cuenta para orientar el trabajo por la paz desde la universidad.

Abstract

People who work at universities are called to contribute with ideas and proposals sustained by a systematical reflection on conflict, war, and peace. This article explores the possible axes that must be considered in order to direct peace work from university.


La universidad en general, y en especial la universidad pública, tiene un compromiso prioritario con la situación actual de violencia y guerra que vive el país. Lo que me propongo en este ensayo es una reflexión sobre los ejes que deberían orientar, a mi juicio, el trabajo y los aportes específicos de la universidad en relación con la problemática de la guerra y de la paz. Argumentaré a favor de una postura responsable y comprometida, pero no directamente partidista, frente a los problemas del medio, destacaré la importancia de una mirada integral sobre la violencia y el conflicto armado, que incluya también la dimensión ética, y pondré espacial énfasis en el papel que le corresponde a la universidad en el seno de la sociedad civil, y en la posibilidad de que el espacio universitario se transforme en un taller de convivencia pacífica entre individuos y grupos con visiones de mundo e intereses distintos o encontrados.

1. Entre el encierro y el compromiso político directo

a. Una universidad socialmente comprometida, pero no hipotecada al servicio de intereses partidistas. Es bien conocida la controversia ya secular acerca del nivel de compromiso de la universidad con los problemas del medio. Las posturas extremas corresponden a quienes pregonan sin más el encierro en los claustros como la opción más eficaz para el desarrollo de la ciencia y del conocimiento, y a quienes por el contrario le asignan a los diferentes actores de la universidad un papel directamente político en función de la solución de los problemas de violencia, subdesarrollo, injusticias sociales o democracia restringida que afectan a una sociedad específica, o incluso a la humanidad en general. Los primeros añoran una universidad encerrada en la tranquilidad de los claustros, convencidos de que la lejanía del mundanal ruido, de los intereses mezquinos y de las pasiones partidistas que hierven por fuera de sus muros es la mejor garantía para el desarrollo del espíritu científico e incluso para la preservación de la cultura universitaria; los segundos cuestionan la pretensión de revivir el encierro monacal para el cultivo de la ciencia, y pregonan un compromiso decidido con la solución de los problemas del medio.

Se hace día a día más evidente que una actitud de encierro y la entrega al goce egoísta y despreocupado de la cultura constituye una grave deserción frente a un compromiso ineludible, y resulta además perjudicial o suicida para la misma institución universitaria: una universidad aislada del medio se torna mucho más vulnerable y desprotegida frente a los actores violentos. Sin embargo, la denuncia de la universidad amurallada y el énfasis en el compromiso social ha fomentado a menudo la politización directa de la universidad, con consecuencias igualmente perjudiciales para su consolidación como una institución con perfil propio y como un espacio relativamente autónomo frente a los vaivenes de la política y los juegos del poder. Del encierro se ha pasado al extremo opuesto de una vida académica directamente regulada por intereses políticos, al servicio de determinados partidos.

En la actualidad parecería existir cierto consenso acerca de la conveniencia de una relativa autonomía del trabajo universitario, indispensable para la realización de metas ambiciosas a largo plazo1. La universidad tiene que enfrentar los problemas concretos de su tiempo y del contexto específico en el que se inscribe, pero con sus herramientas más peculiares: el conocimiento, la investigación científica, la crítica y un ethos sustentado en el diálogo y en el poder de la palabra. En este sentido su compromiso se vuelve político en un sentido más amplio y abarcador2. Como bien lo expresa Sánchez Vásquez, la universidad está llamada a interactuar con la sociedad y a incidir en ella, pero desde el conocimiento, más que por medio de la acción política directa3. El sometimiento de la academia al servicio de la politiquería resulta tan reprochable como la academia pura e incontaminada4. b. Una actidud responsable y libre. En los últimos tiempos se han venido incrementando las presiones para que intelectuales y profesores universitarios tomen partido y expresen sus preferencias frente a los diferentes actores del conflicto armado. Esta “invitación”, que no se cuida por lo demás de ocultar su carácter amenazante, se inscribe en la lógica de un conflicto siempre más polarizado, que no parecería dejar espacio para la neutralidad: quienes se resisten a expresar solidaridad por una de las partes enfrentadas corren el riesgo de ser catalogados como enemigos. Pareceríamos así abocados a un dilema de no fácil solución: encerrarnos en la universidad, a la búsqueda de refugio y consuelo en las letras, las artes y las ciencias frente al clamor de las armas y la barbarie que ensangrienta al país; o aceptar la condición de guerra y tomar partido por uno u otro de los actores enfrentados, tomando en cuenta consideraciones de carácter estratégico – en vista de quién nos amenace de manera más directa o disponga de mayores opciones de éxito – o de carácter ético–político, en vista de los ideales promulgados por los diferentes actores armados con los que podamos identificarnos más fácilmente. Pareceríamos obligados a escoger entre la neutralidad apolítica, meramente defensiva, y un compromiso político directo con uno de los actores armados5.

Se trata de un dilema doloroso, puesto que ambos “cuernos” resultan por igual problemáticos. Es claro, antes que todo, que el refugio narcisista en la universidad – por lo demás un viejo anhelo de los intelectuales en tiempo de crisis – constituye en la actualidad una actitud defensiva algo irresponsable, incompatible con el compromiso del intelectual, y poco o nada razonable en términos de mera estrategia de supervivencia. El problema subsiste, y de poco o nada vale pretender desconocerlo desconectándose de la brutalidad de la realidad cotidiana para buscar alivio en los placeres de la cultura. El encierro pretende desconocer que lo que acontece por fuera afecta directamente a la universidad, en un doble sentido: por el desamparo frente a la violencia que los universitarios comparten con el resto de la población civil, y por cierta dosis de responsabilidad indirecta frente a la barbarie que parecería a ratos socavar los cimientos de la convivencia social.

La otra alternativa despierta por igual resquemores, reticencias y dudas. No resulta fácil alinearse con uno u otro de los actores armados, en un conflicto que se degrada día a día más, con la repetición de masacres y crímenes de lesa humanidad. Si bien muchos intelectuales han alimentado simpatías con los ideales de justicia social, renovación y emancipación proclamados como bandera de lucha por una de las partes, se hace siempre más evidente que las herramientas empleadas contradicen los ideales enarbolados para justificar la lucha armada, y que resulta algo paradójico el esfuerzo por instaurar el humanismo por medio de la violencia y del terror generalizado. ¿Nos encontramos de verdad en un camino sin salida? Mi respuesta es negativa. Creo que no se trata de un dilema moral en sentido estricto, puesto que tertium datur, como decían antaño los escolásticos: se perfila una tercera opción de compromiso responsable, como alternativa al encierro en los claustros de una ciudad universitaria ciega y sorda frente a lo que acontece afuera, pero también a la alineación – como retaguardia cultural o como miembro activo del conflicto armado – en las banderas de uno u otro de los grupos armados al margen de la ley.

Una actitud responsable por parte de quienes trabajan en la universidad significa antes que todo reconocer que a esta institución le corresponde – al igual que a otras instancias de la comunidad educativa, al sistema judicial, a los partidos políticos –, cierta dosis de responsabilidad, por acción u omisión, en cuanto a las formas más brutales de violencia y degradación del conflicto armado. Sin duda algo ha fallado en cuanto al cumplimiento de los objetivos contemplados en los estatutos orgánicos de las universidades más prestigiosas del país, que por lo general le asignan a la institución universitaria la noble misión de formar ciudadanos éticamente responsables, comprometidos con el bien común, con la democracia y el respeto de los derechos fundamentales, junto con la obligación de proyectar hacia afuera, con planes de extensión hacia la comunidad, esta tarea pedagógica y civilizadora. Es cierto que la mayoría de los actores armados responsables de masacres o secuestros no han tenido la oportunidad o el privilegio de pasar por las aulas universitarias. Sin embargo, resulta preocupante el nivel relativamente bajo de reacción por parte de la opinión pública, y de los mismos estudiantes, frente a prácticas tan inhumanas y degradantes como el secuestro extorsivo, aceptado en muchos casos como una estrategia legítima para financiar la lucha armada. Sin caer en la autoflagelación, tan inoportuna como inútil, es legítimo preguntarse si quienes hemos estado vinculados por décadas al trabajo investigativo y docente en el seno de la universidad hemos hecho todo lo que estaba a nuestro alcance para afianzar, en nuestros estudiantes y en la sociedad en general, un compromiso serio con valores básicos de convivencia pacífica y de civilidad6.

La responsabilidad no se agota en un examen desapasionado del papel jugado por la Universidad, en el pasado más reciente, frente al conflicto armado y la violencia, a la búsqueda de eventuales fallas u omisiones. Por el contrario, se proyecta hacia las tareas que la universidad está en condición de desempeñar de manera exitosa, en la actualidad y en el futuro más cercano, en relación con una solución civilizada y digna al conflicto armado y a las múltiples manifestaciones de violencia. La formación científica, el trabajo interdisciplinario y el patrimonio cultural y ético ponen a la universidad en una condición privilegiada – y por eso mismo la obligan moralmente –, para desempeñar un rol más activo y atrevido en este terreno. El patrimonio de conocimiento y valores éticos acumulado gracias a un trabajo de muchas generaciones le permite a su vez a la universidad proponer un mínimo de sensatez y salidas razonables a conflictos externos particularmente destructivos, en los que las partes enfrentadas parecerían interesadas en acabar no solamente con el adversario, sino con las bases mismas que sustentan el orden social. Este patrimonio quedaría desperdiciado en caso de que la universidad renunciase a su autonomía, a su función crítica y al poder más valioso del que dispone: el uso público, libre y crítico de la razón.

La tarea que Kant propone para la facultad de filosofía debería orientar el trabajo de quienes conforman la universitas scientiarum y enfrentan, desde diferentes disciplinas, el tema de la guerra y de la paz. La lealtad con la verdad y con un ethos peculiar debería imponerse por encima de cualquier otra clase de lealtad partidista, que acabaría por poner en entredicho la herencia más valiosa de la institución universitaria y su ethos peculiar, sustentado en valores como la autonomía, el juicio imparcial y el compromiso solidario con la dignidad de todo ser humano, por encima de intereses partidistas7. En este sentido me atrevería a afirmar que el intelectual ligado a la universidad moderna debería actuar como un intelectual “no–orgánico”, no “hipotecado” por las diferentes instancias de poder, por el Estado, por un partido político o por movimientos progresistas o revolucionarios. Matrimonios de esta naturaleza acabarían por minar irremediablemente su función crítica y por sesgar su juicio sobre los diferentes actores de la violencia. Le Goff menciona la función desempeñada por los intelectuales orgánicos en la Edad Media, cuando actuaban como fieles servidores del Estado o de la Iglesia. Los intelectuales que conforman el estamento universitario deberían en cambio tomar como modelos aquellos intelectuales rebeldes y críticos frente al establecimiento, cuyas posturas rayaban a menudo en la herejía.

2. Una mirada desde la ética

Una actitud responsable supone una evaluación en términos éticos del conflicto armado, más allá de consideraciones de carácter estratégico–instrumental. Un análisis de esta naturaleza, que la institución universitaria puede y debe realizar8, constituye el paso previo antes de decidir el papel a jugar o eventuales lealtades con uno u otro de los grupos enfrentados9. Los estudios sobre la violencia y la guerra en nuestro medio no le han concedido la suficiente importancia a la dimensión ética del conflicto, puesto que su atención se ha dirigido de manera preferencial a cuestiones de racionalidad estratégica o instrumental. Es muy arraigada la tendencia a considerar la guerra como un espacio vedado o una zona de despeje frente a principios éticos o jurídicos. Guerra es guerra, siguen repitiendo los realistas desesperanzados, resignados a aceptar que en el enfrentamiento bélico pierden vigencia las normas morales; las guerras no se ganan con paternoster, añaden quienes, desde una perspectiva eminentemente pragmática, se muestran dispuestos a justificar cualquier medio empleado, con tal de que se muestre eficaz para lograr el sometimiento del enemigo. A tono con estos planteamientos, la guerra obedecería a su propia lógica, independiente e incompatible con criterios de racionalidad moral. Incluso los actores bienintencionados acabarían por sucumbir a la tozudez de una realidad que obliga a pisotear cuanto ideal ético o humanitario se interponga a los fines peculiares de la guerra. La preocupación por la ética conservaría a lo sumo un valor instrumental, como una herramienta adicional a utilizar contra el enemigo, para criminalizar su conducta y mostrarlo como un violador sistemático de elementales principios de convivencia. De hecho cada uno de los enemigos acaba por forjarse una moral a su medida, al tiempo que el vencedor acostumbra imponer también sus propios valores, para legitimar moralmente la forma de lucha empleada. Los teóricos realistas hacen notar además que las trabas éticas impuestas desde afuera acaban por perturbar el curso “natural” del conflicto, con efectos perversos similares a los que muchos neoliberales perciben en la intervención del Estado en la economía: la intención de humanizar la guerra para limitar la crueldad y reducir la pérdida de vidas humanas produciría de hecho una prolongación innecesaria del conflicto, y por consiguiente el efecto contrario al esperado; al tiempo que la desvalorización ética de determinadas conductas –por lo general atribuidas al adversario– favorecerían la proliferación de actos de sevicia y crueldad contra un enemigo considerado moralmente indigno.

Sin embargo, la tesis de la amoralidad o inmoralidad absoluta de la guerra podría extenderse a muchas otras dimensiones de la práctica humana: “negocio es negocio”, sostendrán quienes consideran inconveniente que la lógica de la ganancia tenga que enfrentarse con trabas éticas; “todo vale en el escenario político”, proclamarán los innumerables discípulos, más o menos ortodoxos, de las tesis de Maquiavelo; “todo vale en el amor”, afirmarán quienes apelan a la tradición romántica para cuestionar toda clase de coacción, ética o jurídica, en cuestiones de sentimientos y afectos. De esta forma la ética acabaría por tener un valor residual, sólo aplicable a cuestiones de poca monta, o quedaría relegada en los “intersticios del universo”, en los que Epicuro ubicaba a sus dioses. Por cierto, la ética puede caer fácilmente en el moralismo abstracto, un peligro siempre al acecho en condiciones de guerra, donde las apelaciones al respeto de normas mínimas de convivencia caen a menudo en el vacío, o son toleradas como un topos retórico inofensivo. Sin embargo, el peligro de degeneración o abuso no es un privilegio de la ética: la política puede degenerar en politiquería, el derecho en legalismo leguleyo, la religiosidad en fanatismo, etc. Pero el asco por la politiquería o el malestar por los abusos del derecho no pueden servir de pretexto para descalificar sin más la actividad política o la importancia del derecho como herramienta para la convivencia humana. No es impensable una ética sensible a la realidad y a las posibilidades humanas, que tome en cuenta de manera realista los obstáculos específicos – como en el caso de un conflicto armado – que hacen problemática su aplicación.

Una vez aclarada la pertinencia de un juicio moral acerca de la guerra, se abre otra pregunta: ¿qué postura ética asumir para establecer criterios de moralidad? El reconocimiento del pluralismo como un hecho innegable de nuestro tiempo acaba por justificar a menudo posturas relativistas y escépticas, que se traducen en una oposición radical a cualquier intento de cuestionar moralmente una práctica social o cultural cualquiera. Un antídoto contra el peligro de relativismo y escepticismo –que reducen a la insignificancia la argumentación en el terreno moral–, es posible encontrarlo a mi juicio en un hecho peculiar de nuestro tiempo, sin precedentes en la historia de la humanidad: el acuerdo sobre unos valores mínimos para regular las relaciones sociales y políticas de los individuos en el seno del Estado, al igual que las relaciones entre naciones. La declaración de derechos, expresión de la “conciencia jurídica y moral de la humanidad”, parecería destinada a llenar el vacío dejado por la crisis de los códigos morales sustentados en cosmovisiones religiosas o por el desencanto provocado por el fracaso de muchas utopías y promesas de liberación. El acuerdo acerca de los derechos se extiende a su vez a los valores morales de dignidad, libertad y autonomía que los sustentan. En últimas los derechos constituyen la traducción normativa del principio moral que obliga a tratar a cada ser humano como una persona, con un valor intrínseco, de la valoración de la libertad–autonomía como una forma ineludible de autorrealización personal y de la obligación de solidaridad entre sujetos igualmente vulnerables y necesitados. Se configura así la posibilidad de pensar en una ética universalmente compartida, centrada en el valor intrínseco, no instrumental, de todo ser humano, y que asume como elemento prioritario los derechos frente a obligaciones y fines. La ética sustentada en derechos logra salir airosa frente a las críticas de moralismo abstracto. Una postura ética “moralista” se caracteriza por los siguientes rasgos: a) confianza en la eficacia mágica de las apelaciones morales; b) actitud rigurosa en el sometimiento a las normas, acompañada por la despreocupación frente a las consecuencias de la acción; c) tendencia de individuos o grupos a identificar sus peculiares principios éticos con la moralidad sin más. La opción por los valores éticos relacionados con los derechos aleja el peligro del subjetivismo a ultranza, en la medida en que apela a un código de ética pública compartido en la actualidad por la casi totalidad de individuos, pueblos y Estados; toma en serio las exigencias propias de una ética de la responsabilidad, ante la importancia atribuida a las consecuencias de la acción moral en relación con la protección y ampliación de los derechos humanos; es consciente, en fin, del hecho de que los principios morales –si bien no carentes de eficacia práctica–, requieren de todas formas del concurso del ordenamiento jurídico y de la praxis política para su realización. De las consideraciones anteriores se desprende además que una moral sustentada en derechos desborda la dimensión meramente privada e incluye por igual indicaciones para las tomas de decisiones en la esfera pública. Se destaca con ella la necesidad de superar la oposición tradicional entre ética y política, y sobre todo la tendencia a relegar lo moral en la esfera de la privacidad y de la interioridad.

La aplicación de principios éticos a la realidad de la guerra se enfrenta con dos grandes conjuntos de problemas: la cuestión clásica acerca de las guerras justas y el problema relativo a la forma correcta de llevarlas a cabo. La noción de guerra justa es considerada por muchos como una contradicción en los términos, puesto que toda guerra conllevaría innumerables sufrimientos, pérdidas de vidas humanas, actos de crueldad y degradación. Sin embargo, existe una larga tradición de filósofos y teóricos de la política, empeñados en cuestionar la condena indiscriminada de la guerra y en establecer criterios morales, jurídicos y políticos para justificar determinados conflictos armados. Algo análogo acontece con la posibilidad de “humanizar” el conflicto armado, cuestionada por quienes pregonan la “guerra total”, pero defendida con poderosas razones por quienes siguen creyendo que la dignidad humana no se pierde ni siquiera en condiciones de guerra, y que se imponen diques a la pulsión destructiva, para evitar que actos reiterados de sevicia e inhumanidad impidan o posterguen al infinito el reconocimiento pacífico entre las partes enfrentadas. Apelar a la ética de los derechos para regular el curso de la guerra ofrece la ventaja adicional de que estas restricciones no poseen un carácter exclusivamente hipotético o coyuntural y, por el contrario, se imponen independientemente del cálculo de ventajas y perjuicios, o del hecho de que el enemigo las viole de manera reiterada.

En un ensayo reciente he intentado precisar y sistematizar los criterios para establecer si un conflicto armado merece una justificación moral, reformulando los criterios tradicionalmente esgrimidos por los defensores de la teoría de la guerra justa a la luz del ethos de los derechos humanos10. De manera muy resumida, una guerra se justifica como extremo recurso para enfrentar una grave y sistemática violación de los derechos fundamentales, y una vez agotadas otras formas de lucha; cuando existen esperanzas razonables de que la iniciativa bélica se traduzca en una mejora sustancial en cuanto al respeto de los derechos fundamentales de todos los directamente afectados por el conflicto; y cuando la lucha se lleve a cabo con métodos acordes con los fines esperados, es decir sin desconocer ni pisotear la dignidad del enemigo, y sin vulnerar derechos y libertades de las personas no directamente involucradas en el conflicto.

Un somero balance del conflicto armado interno alimenta serias dudas en cuanto a la posibilidad de que los actores involucrados en él cumplan con los requisitos arriba mencionados para justificar el recurso a las armas: si bien todos apelan a una versión amañada de los derechos para justificar la lucha armada, la forma de actuar pone de manifiesto un desconocimiento sistemático de cualquier exigencia de humanidad, y una aterradora indiferencia frente a cualquier intento de imponerle restricciones a una violencia aniquiladora, que se retroalimenta y acentúa gracias a la violencia del enemigo; y los resultados de varias décadas de lucha no podrían ser más perniciosos en cuanto a la protección de los derechos humanos de quienes han padecido, de manera directa o indirecta, la violencia de la guerra: elevado número de muertes violentas producidos, de manera directa o indirecta, por la lucha armada; inseguridad generalizada, y debilitamiento de los factores inhibitorios de la violencia, especialmente nefasto para las nuevas generaciones; reducción de los espacios de participación democrática y debilitamiento de los movimientos sociales; estancamiento de la economía, atentados al ecosistema y reducción de la calidad de vida para un número creciente de colombianos. A lo mejor la guerra interna que estamos padeciendo pudo haber contado en sus inicios con una justificación moral; pero lo cierto es que ha venido perdiendo de manera paulatina su razón de ser. La guerra se ha transformado en un camino sin salida, que acaba por envolver día a día a los protagonistas en la lógica de la retaliación violenta y de la venganza, por encima de cualquier límite ético o cultural. Así las cosas se transforma en un imperativo categórico la obligación de suspender un juego tan costoso como inútil, que sigue llenando de cruces los cementerios y los corazones. En este orden de ideas la universidad debería denunciar los atropellos y las prácticas inhumanas o degradantes perpetradas por los diferentes actores armados, llamando las cosas por su nombre por encima de eufemismos encubridores, y trabajar ya en función de una posible paz futura, contra una guerra que parecería haber perdido cualquier clase de legitimidad. No para buscar una paz a cualquier precio, que podría resultar igual de siniestra y opresiva, sino una paz sustentada en una práctica integral de los derechos fundamentales.

3. Una mirada integral sobre la violencia y la guerra

Condenar moralmente la violencia y una guerra ya degradada es importante, pero insuficiente. Importa además tratar de comprender y explicar este fenómeno, sus raíces y causas, las reiteradas manifestaciones de violencia expresiva, aparentemente gratuita, desde disciplinas como la sociología, la historia, la psicología, el psicoanálisis, etc. Los enfoques sociológico–económicos ponen de manifiesto diferentes formas de explicar el origen y las modalidades de violencia que sufre el país (desde la pobreza y carencia de medios, como una estrategia de supervivencia en un contexto hostil, como resultado de una mal llamada cultura de la violencia, etc.); los análisis históricos tratan de buscar hilos y conexiones entre las diferentes épocas de violencia, en especial entre la violencia actual, la de los años 50 y la de finales del siglo XIX; quienes trabajan en psicología o psicoanálisis proponen sugestivos modelos explicativos a partir de arraigadas tendencias agresivas o una pulsión de muerte hondamente arraigada en la naturaleza humana; los expertos en teoría política llaman a su vez la atención acerca de la importancia de una variable como la debilidad, precariedad o ausencia de Estado, un aspecto fundamental para dar cuenta de la epidemia de violencia que nos acosa. Los trabajos centrados en análisis sociológicos, psicológicos o históricos aportan un toque de realismo y prudencia para cualquier clase de solución negociada al conflicto armado, aceptada por todos como la única propuesta razonable.

No cabe duda de que la universidad constituye el espacio privilegiado para un trabajo interdisciplinario de esta naturaleza y para propuestas no coyunturales. Se trata de una tarea difícil pero fructífera. Difícil, porque obliga a renunciar a la jerga especializada de una disciplina específica; fructífera, porque abre nuevos horizontes, obliga a utilizar un lenguaje público, y permite analizar el fenómeno estudiado desde diferentes enfoques teóricos o filosóficos. Salen así a relucir los imaginarios que juegan en el interior de un conflicto armado, las relaciones entre guerra, paz y derechos humanos, las raíces antropológicas de la pulsión destructiva, una visión de género sobre el conflicto, las condiciones sociales y económicas para que la paz sea algo más que un sueño, etc. Gracias a un trabajo en equipo de esta naturaleza se adquiere poco a poco conciencia del carácter limitado de las estrategias explicativas interesadas en destacar un solo factor de violencia, y por consiguiente de la extrema complejidad de las soluciones posibles. Este trabajo analítico se expresa además en propuestas que desbordan el interés inmediato y la coyuntura del momento.

Un papel igualmente importante le compete a la universidad en relación con cuestiones aparentemente secundarias como la precisión terminológica y la claridad conceptual en cuanto a nociones como las de violencia, poder, guerra y paz. Este esfuerzo de clarificación conceptual se impone con especial urgencia en un terreno en el que el conflicto y la guerra se gestan y llevan a cabo también en el ámbito del lenguaje. Es importante definir la noción de guerra y la de paz, para evitar que esta última acabe por abarcar de manera indiscriminada cuanto valor se nos antoje (la paz del alma, de la familia, de los sentidos… ); es urgente delimitar la noción de violencia, con un concepto no excluyente – que abarque todas aquellas experiencias que el sentido común entiende y sufre como una forma de atropello contra su dignidad – pero al mismo tiempo impida que todo se vuelva sin más violencia; es igualmente indispensable precisar lo que entendemos por sociedad civil, ante las múltiples pretensiones de quienes aspiran a asumir su vocería. Desde la academia es posible esta tarea analítica, que precise el sentido de conceptos cercanos, unidos por cierto aire de familia, como los de poder, potencia, violencia y fuerza. A quien objetase que un trabajo de esta naturaleza se pierde en vanas elucubraciones intelectuales le contestaría que la ambigüedad teórica favorece a su vez la manipulación ideológica y acaba por tener efectos prácticos relevantes en cuanto a la espiral de violencia. La indistinción entre fuerza legítima y violencia podría ofrecer múltiples ejemplos al respecto.

4. Importancia de la universidad como eje de la sociedad civil

Frente a la crisis de los partidos políticos tradicionales y a cierto desencanto generalizado por lo político, la denominada sociedad civil aparece como una rica reserva de valores morales y de formas novedosas de lazos sociales o comunitarios. Sin embargo, la importancia siempre mayor atribuida a la sociedad civil resulta directamente proporcional a la vaguedad de este concepto, utilizado por todos, pero con sentidos distintos. No es el lugar para entrar a analizar las diferentes acepciones del concepto. Me limito a anotar que en la tradición hegeliano–marxista la sociedad civil designa una forma de asociación no directamente estatal, marcada por lazos sociales externos, asumidos por sujetos atomizados por razones estrictamente egoístas. Es cierto que las actuaciones supuestamente egoístas de sus miembros acaban por producir obras culturales valiosas y bienestar general; sin embargo, se trata de una universalidad imperfecta – que se impone a espalda de los individuos – no comparable con la universalidad consciente propia de quien actúa de manera consciente como ciudadano, en función de los intereses comunitarios. Esta oscilación entre lo particular y lo universal, entre intereses partidistas y la preocupación supuestamente desinteresada por los intereses superiores de la nación, sale a relucir en muchas de las intervenciones de quienes pretenden hoy en día asumir la vocería de la sociedad civil en relación con el tema de la guerra y de la paz: empresarios, movimientos sociales, sectores comunitarios, minorías étnicas, iglesias, etc. Por supuesto, los gremios tienen todo el derecho de actuar de esta forma y de tratar de hacer valer sus intereses. Sin embargo, es igualmente legítimo el interés de la comunidad por neutralizar las propuestas sesgadas en favor de un grupo minoritario y, en el caso de la paz, arreglos y componendas a espaldas de la voluntad y de los intereses de la mayoría. En este aspecto específico la universidad, y en especial la universidad pública, se encuentra en una posición relativamente privilegiada. Es innegable que la universidad no posee ni de lejos un poder de presión comparable con el de los sindicatos, un poder ideológico tan grande como el que sigue ostentando la iglesia católica, y por supuesto – en especial en la crisis actual caracterizada por la tendencia a abandonar la universidad a su suerte – con el poder económico de los gremios. Sin embargo, ostenta el poder de la palabra y de la argumentación racional, el poder de una sabiduría acumulada a través de generaciones, el poder de la comunicación persuasiva que no se deja amedrentar por la amenaza de las armas, y una vocación por lo público, que acaba por imponerse más allá de esporádicas y puntuales prácticas clientelistas. Por esto mismo creo que le compete a la universidad pública un papel privilegiado en cuanto al diseño de planes y políticas de paz que tengan en cuenta los intereses de la mayoría de los afectados.

En el debate ético–político más reciente se ha venido afianzando un nuevo concepto de sociedad civil, como espacio de diálogo y comunicación sin represión11. Lo que define de manera específica el ámbito de la sociedad civil sería el espacio para un derecho pleno a la comunicación, que ejercen las asociaciones y los movimientos cívicos. Habermas identifica la sociedad civil con el espacio público en el que se instauran redes y canales de comunicación al margen del monopolio estatal y se ejercen libremente el derecho de asociación, expresión y prensa, al margen del dinero y del poder. Frente a esta concepción ideal de la sociedad civil cabe la obvia objeción de que en la actualidad los espacios de comunicación quedan de hecho manipulados por los monopolios de poder. Sin embargo, el lugar más apropiado para una primera materialización de este ideal de una sociedad sustentada en mecanismos participativos, en el respeto por el otro y en el diálogo parecería ser precisamente el recinto universitario, el espacio más favorable para ensayar formas distintas de convivencia. Esta fue la utopía que inspiró muchos de los movimientos estudiantiles del 68, y que se conserva más allá de frustraciones, desencantos y fracasos. Creo que la universidad debería ofrecer un ejemplo de comunidad abierta y dinámica, en la que no se nieguen o repriman los conflictos, sino que se canalicen se acuerdo con principios mínimos de convivencia. En últimas, la universidad debería desempeñar una función crítica de lo que es, pero también empezar a materializar algo de lo que debe ser, y mostrar que la convivencia pacífica sustentada en el respeto es algo más que una utopía lejana y puede encontrar un lugar en nuestra realidad. El espacio universitario debería así funcionar como un auténtico taller de relaciones sociales no libres de conflictos, pero orientadas por valores como la dignidad, el respeto y la solidaridad, que deberían inspirar por igual las prácticas pedagógicas, el trabajo investigativo y la convivencia entre los diferentes estamentos de la universidad. Quizás resulte conveniente que los valores ligados con la solidaridad y el reconocimiento de la dignidad sean objeto de estudio y enseñanza directa. Sin embargo, importa mucho más que la asimilación de estos valores se de a través del ejemplo y por medio de un estilo de enseñanza que los asuma como criterios básicos12.

5. Un ejemplo para la sociedad en cuanto al manejo de los conflictos internos

Entiendo por conflicto una forma peculiar de interacción humana entre individuos, grupos o colectividades, marcadas por el desacuerdo, la oposición y la confrontación acerca de valores básicos o acerca de la distribución de recursos escasos como el poder, la riqueza y el reconocimiento social. Lo peculiar del conflicto es el choque de voluntades, por la posesión exclusiva de un bien – conflictos pasionales por un mismo objeto de amor, conflictos por la soberanía sobre un terreno controvertido – o por el empeño en lograr objetivos incompatibles13. En muchos sistemas ético–políticos el conflicto es percibido como una enfermedad que amenaza la armonía del cuerpo social. De aquí la tendencia a neutralizarlo por medio de la conciliación. En sociología la postura funcionalista de autores como Parsons destaca los aspectos disfuncionales y patológicos de esta peculiar forma de interacción humana. Autores como Simmel, Coser, Dahrendorf y Aron subrayan en cambio la función positiva del conflicto como herramienta indispensable para que un grupo tome conciencia de su identidad y afiance su cohesión interna, y más en general como un factor que despierta energías y alimenta el cambio, frente al peligro de estancamiento y osificación del sistema social. Esta última postura, que valora el conflicto como un elemento constitutivo de toda relación social, parecería haber ganado terreno en estos últimos años14.De acuerdo con este enfoque, que valora la tensión de fuerzas por encima de un modelo armónico de sociedad, lo que debería preocuparnos no es el enfrentamiento, sino su degeneración en una violencia arrasadora, que pone en juego las normas mínimas de convivencia que sirven de substrato para que el conflicto ideológico, político o social tenga consecuencias emancipadoras.

La posibilidad de evitar cualquier clase de enfrentamiento en el interior de la universidad resulta utópica, además de indeseable. Sería tanto como acabar con la vitalidad de la institución universitaria, inimaginable sin el pluralismo ideológico y sin la competencia entre modalidades distintas de concebir el trabajo investigativo, la docencia o la responsabilidad social de la universidad. Esta última se alimenta de la variedad de posturas enfrentadas, de la libertad de cátedra, de los debates y enfrentamientos ideológicos, de la rebeldía estudiantil y del disenso, elementos indispensables para evitar la caída en la rutina burocrática, tan perjudicial en este terreno como en el amor. Sin embargo, nadie puede negar que en muchos casos los conflictos se degradan en competencia desleal y en una lucha a muerte por la supervivencia a cualquier precio, sin reparar en la clase de herramientas utilizadas para hacer valer determinados intereses y golpear al adversario. ¿Cómo evitar que esto acontezca, y que los conflictos no degeneren en violencia aniquiladora? Por cierto no existen fármacos milagrosos. Contamos, sin embargo, con unas directrices morales consolidadas a través de siglos de historia y de múltiples ensayos en la búsqueda de herramientas eficaces para contrarrestar o regular las pulsiones destructivas. Me refiero a los derechos humanos, un conjunto de exigencias y reivindicaciones articuladas alrededor del valor básico de la dignidad humana, cuya función prioritaria parecería ser la de asegurar normas mínimas de convivencia y pautas para controlar o canalizar los conflictos, y proteger a los más desvalidos frente a los desmanes del poder político o frente a la arrogancia del poder económico, religioso o ideológico. A partir de este paradigma de los derechos, que se han constituido en un código de valores para nuestra realidad y nuestro tiempo, es posible señalar los linderos que separan conflicto y violencia, el derecho legítimo a luchar por determinados ideales o intereses del enfrentamiento mezquino, sucio o violento.

a. Los conflictos de carácter académico. La comunidad universitaria, creada para fomentar el intercambio de ideas y el desarrollo del conocimiento, se ha transformado desde sus inicios en el escenario privilegiado para el enfrentamiento de paradigmas científicos, modelos pedagógicos, sistemas filosóficos o formas de concebir el trabajo literario y la creación artística. En los siglos trece y catorce las contiendas intelectuales asumían en ocasiones el ritual de un auténtico duelo público, presenciado por una masa ansiosa por conocer el desenlace de los golpes más o menos contundentes entre los adversarios, y sobre todo atentos al golpe “letal” final, que definía de manera inequívoca al vencedor. Los enfrentamientos intelectuales actuales carecen del brillo y a ratos del carácter caballeroso propio de las disputas medievales, y por lo general no logran convocar auditorios masivos para presenciar su desenlace. Sin embargo, siguen animando la vida universitaria, y los debates entre partidarios de diferentes escuelas o enfoque científicos se transforman en los episodios más interesantes de unos congresos a menudo tan apacibles como aburridos.15

Los estatutos universitarios reconocen la libertad de cátedra y el derecho a la libertad de expresión, y destacan el pluralismo ideológico como un ingrediente esencial de la vida académica. Sin embargo, la realidad no siempre corresponde con estas normas ideales. No es infrecuente que los grupos hegemónicos traten de aislar a quienes no comparten determinados paradigmas, o las orientaciones de una escuela específica. Antaño se quemaba a los herejes. En la actualidad se los margina, por lo que el derecho a disentir puede significar una reducción significativa de las oportunidades de empleo o de crecimiento intelectual, la discriminación en la asignación de recursos para la investigación, etc. J.Stuart Mill ha escrito páginas memorables contra el nuevo peligro que amenaza las libertades básicas: la negación o penalización del disenso por medio del despotismo de la opinión pública y la presión creciente hacia el pensamiento homogéneo o unidimensional. Perniciosa en el contexto de la sociedad en general, esta tendencia puede resultar letal para la vida académica, para la cual el disenso y las controversias constituyen el oxígeno indispensable para su supervivencia y desarrollo. Un régimen único de verdad resulta siempre perjudicial, y poco importa si se impone desde arriba o a partir de determinados grupos hegemónicos, si es de carácter religioso o idelógicopolítico, si quienes lo proponen actúan impulsados para apuntalar un poder despótico o para promover un programa revolucionario.

La universidad debería ofrecerle a la sociedad en general el ejemplo de controversias y disputas limpias entre sujetos y grupos que difieren en cuanto a principios, cosmovisiones y paradigmas científicos, y sin embargo comparten normas mínimas en cuanto al juego limpio y a la igual oportunidad para todos de argumentar y luchar para defender un enfoque epistemológico, ético o científico consolidado a través de años de investigación y docencia; debería ofrecer el ejemplo de sujetos dispuestos no solamente a tolerar, sino a interesarse activamente por posturas diferentes. Una actitud de esta naturaleza se sustenta en los derechos de los demás colegas universitarios a investigar e impartir docencia de acuerdo con las convicciones maduradas a lo largo de todo un trabajo de formación responsable, sin tener que sufrir penalidades por atreverse a ser consecuentes con sus creencias; pero se sustenta también, o sobre todo, en los derechos de los propios estudiantes a conocer de manera no sesgada el contenido de las diferentes escuelas de pensamiento. Un profesor debería contar con la generosidad suficiente como para desprenderse mentalmente de sus preferencias e intentar lograr cierta dosis de imparcialidad valorativa para no abusar de su poder de persuasión. La formación integral del estudiante exige el pluralismo y la apertura a los aportes de diferentes enfoques o escuelas.

b. Conflictos entre facultades y estamentos. A los conflictos impulsados por las diferencias en cuanto a modelos y métodos de investigación, y por el afán de desempeñar un papel hegemónico en los diferentes campos del saber, se suman las luchas entre las disciplinas organizadas por Facultades o Escuelas, por el liderazgo en el interior de la Universidad. En este caso los conflictos se reorganizan de acuerdo con la lógica implícita en este célebre refrán árabe: “Yo contra mi hermano, yo y mi hermano contra mis primos, yo, mi hermano y mis primos contra mis vecinos, etc.”. Las diferencias internas pierden de pronto importancia cuando una facultad tiene que defender sus intereses o su espacio vital en cuanto a asignación de recursos, ingreso de estudiantes, aprobación de nuevos planes de estudio, etc. En un pequeño y divertido texto de 1795, El conflicto de las facultades, Kant se dedica a analizar el conflicto entre las facultades “superiores” de Teología, Derecho y Medicina con la facultad denominada inferior, la de Filosofía, desamparada por el poder, tolerada como una carga inútil o mirada con sospecha como un foco de ideas subversivas16. Si en lugar de la facultad de Teología ponemos la de Ingenierías, creo que el texto kantiano conserva cierta vigencia a pesar de haber sido escrito hace más de dos siglos. Se sigue percibiendo en muchos casos, en la sociedad y en el interior de la misma universidad, una actitud de desdén hacia las ciencias sociales, tratadas a menudo como cenicientas en la repartición de recursos, aulas o espacios de investigación. Algunas facultades se consideran más imprescindibles que otras, o incluso – acudiendo de manera indiscriminada a elevadas nociones metafísicas – se sienten más directamente vinculadas con la “esencia” de la universidad. Lo que implica que en caso de recortes en tiempo de crisis, tendrían que salir quienes pertenecen a las facultades “inesenciales” o “accidentales”.

Conflictos análogos se desarrollan entre los diferentes estamentos que conviven en el espacio universitario. “Sin profesores no habría universidad”, proclaman los unos; “los estudiantes constituyen la esencia, el sustento y a base revolucionaria de la institución universitaria”17 contestan otros; “sin empleados y trabajadores una institución tan precaria y vulnerable como la universidad carecería de estabilidad y orden”, afirman a su vez quienes defienden los intereses de los trabajadores. También estos conflictos distan de ser meras disputas verbales, sobre todo en períodos de escasez, cuando el Estado trata de reducir el máximo los recursos para la educación superior. No es infrecuente escuchar, de estudiantes y trabajadores, quejas sobre los elevados salarios de los profesores y, al revés, recriminaciones del cuerpo docente frente a derechos laborales logrados por los sindicatos, o frente al bajo monto de las matrículas pagadas por los estudiantes. Los profesores protestan cuando el sindicato bloquea el acceso a las aulas de clase, al tiempo que los trabajadores cuestionan la apatía y la incapacidad de convocatoria del cuerpo profesoral.

Más allá de la tendencia natural de cada actor de la universidad a subrayar la importancia y la prioridad de la función desempeñada, debería imponerse una actitud más ecuánime y comprensiva, en especial frente a los aportes de facultades “inferiores” en cuanto a poder y reconocimiento social, de hecho indispensables para que la universidad no se agote en la tarea de impartir conocimientos y técnicas, y por el contrario siga alimentando el espíritu crítico y se preocupe por formar científicos éticamente responsables.18 El conflicto entre facultades debería canalizarse hacia formas de integración y proyectos investigativos de carácter interdisciplinario, de los que saldrán beneficiados los estudiantes y el propio desarrollo de las diferentes disciplinas. Una actitud análoga debería imponerse en las relaciones conflictivas entre estamentos: dejando de lado la pregunta por la mayor o menor “dignidad” de un gremio específico, todos a su manera indispensables para la marcha y el desarrollo de la universidad, habría que propiciar una actitud constructiva que aceptase de manera realista la presencia de intereses encontrados y la legitimidad de determinadas formas de lucha para defenderlos, pero sin perder nunca de vista el interés general de la universidad y de manera más específica el derecho de profesores, estudiantes, empleados y trabajadores de sentirse a gusto y no padecer violencia en un espacio vital para su existencia.

c. Conflictos relacionados con la función social de la universidad. Siguen las disputas entre quienes defienden el espíritu eminentemente laico y no confesional de la universidad moderna, y quienes reivindican la necesidad de una educación sustentada en valores religiosos para enfrentar la corrupción y la violencia, o apelan a la libertad de enseñanza para cuestionar el monopolio del Estado y justificar la presencia de instituciones universitarias controladas por órdenes religiosas.19 Es objeto de polémica lo relativo a la naturaleza y función social de la universidad, que ve enfrentados a los abanderados de la universidad de corte napoleónico, interesados en la necesidad prioritaria de formar profesionales en función del mercado, y a quienes – inconformes con la reducción de la universidad a una fábrica de profesionales leales al régimen y funcionales para el sistema productivo – subrayan como tarea prioritaria la formación integral de sujetos humanos interesados en retribuir a la sociedad con sus conocimientos y con su trabajo investigativo más que en escalar posiciones en un mercado siempre más competitivo. Es muy común también que se presenten conflictos de carácter generacional, que ven enfrentados a los estudiantes con parte del profesorado, con las directivas universitarias y con la misma estructura de la Universidad, a su vez cuestionada como reflejo de un orden externo considerado injusto u opresivo20.

Una ética centrada en derechos señala indicaciones valiosas acerca de la manera de enfrentar esta clase de conflictos: ofrece argumentos adicionales a favor de una universidad laica, a tono con el mundo moderno, libre de hipotecas religiosas y sólo ligada por vínculos de lealtad con el desarrollo del conocimiento y con la necesidad de formar personas responsables, sobre la base de una ética ciudadana; pero nos obliga a cuestionar por igual otras clases de fundamentalismos, de corte laico, muchas veces igual de sectarios e intolerantes. Nadie olvida, en la experiencia de las últimas décadas, la sacralización de textos bien profanos, pero venerados como infalibles so pena de ser marginados o condenados por infieles o herejes, el juramento de fidelidad a un credo político como condición de acceso a la universidad, los juicios inapelables emitidos sobre determinadas tendencias científicas, condenadas sin más como burguesas o reaccionarias.

Los derechos humanos imponen por igual ciertas normas al conflicto generacional que enfrenta a estudiantes y profesores, o a jóvenes docentes e investigadores con los de mayor trayectoria y experiencia. El principio de la dignidad humana obliga al respeto para quienes han entregado una vida entera a la Universidad, abriendo espacios de investigación, organizando nuevas cátedras o diseñando nuevos planes de estudio; pero les exige también a quienes han logrado consolidar cierto poder académico al final de una carrera exitosa la obligación de no cerrarse a nuevas propuestas y aceptar que las nuevas generaciones de intelectuales que se van formando están casi que condenados al parricidio intelectual – obviamente en sentido figurado –, si quieren superar la condición de minoría de edad y no conformarse con repetir, como epígonos, lo realizado por la generación anterior. Respeto, más que tolerancia pasiva, para quienes han forjado un camino, y que ahora son percibidos como una carga o un obstáculo incómodo para que otros más jóvenes puedan surgir y ocupar posiciones de mando; pero también actitud receptiva y respetuosa frente a cierta osadía juvenil, un ingrediente indispensable para evitar el peligro de que el trabajo intelectual acabe por osificarse.

El respeto por la dignidad humana le impone también unas restricciones fuertes a los movimientos de protesta que se expresan por medio de paros, huelgas de hambre, marchas y otras clases de manifestaciones de inconformidad, por fuera o en el interior de la universidad. El derecho sagrado de cada miembro activo de la comunidad universitaria a expresar su protesta frente a determinadas políticas gubernamentales, no legitima el recurso a toda clase de medios violentos. La toma en serio de la dignidad o valor intrínseco de quienes resultan en diferente grado afectados por la acción de protesta obliga a los actores del movimiento a limitar el uso de la fuerza para que no perjudique derechos básicos de terceros a la vida, a la integridad y a determinadas libertades básicas. En un clima envenenado por la violencia y por la sobrevaloración del poder amenazante de las armas, sería deseable que en la universidad se implementasen formas distintas y no violentas de lucha, y estrategias novedosas para expresar la inconformidad o presionar para la aprobación o abrogación de determinadas leyes.

En estos mismos principios debería inspirarse una movilización general contra políticas gubernamentales orientadas hacia la negación de la autonomía universitaria y, en últimas, hacia la crisis permanente o el cierre de las universidades públicas. Me refiero a las medidas inspiradas en una lógica de corte neoliberal, que propone la financiación de la demanda como una estrategia para reducir de manera paulatina la obligación financiera del Estado con la universidad pública y la obliga a buscar en un mercado competitivo los medios financieros para asegurar su supervivencia. En caso de prosperar esta idea del subsidio a la demanda, la universidad pública recibiría un golpe mortal y se incrementaría de manera progresiva la tendencia expansionista de la universidad privada. Es necesario e ineludible cuestionar y denunciar el carácter regresivo de un decreto de esta naturaleza, que pretende desconocer la función prioritaria del Estado social de derecho en cuanto a la satisfacción de un derecho social básico como la educación en todos sus niveles21. La renuncia por parte del Estado a honrar un compromiso fijado por el texto constitucional implica la entrega de la educación superior a la lógica del mercado, con efectos perjudiciales para el derecho a una educación integral y para la misma sociedad, obligada a pagar un costo muy elevado por la renuncia a la investigación y en consecuencia por una dependencia siempre mayor en cuanto a la producción de conocimientos y tecnologías.

Son apenas algunas indicaciones para una posible transformación progresiva de la universidad en espacio y taller de paz. No de la paz de los cementerios, ni de la paz igualmente aburrida de un sistema social armónico, sin roces, manipulado y organizado desde arriba, sin espacios para la protesta y la crítica, sino de una paz concebida como una modalidad de relaciones sociales que propician el desarrollo integral de la libertad, en el marco del respeto por la dignidad y la autonomía de todos. Nos queda, a pesar de todo, la confianza en estos diques aparentemente frágiles, elevados por la humanidad para detener la barbarie y la violencia aniquiladora; y la confianza en la universidad, el espacio más apropiado para que el compromiso con estos valores de civilidad adquiera un nuevo impulso y se extienda de manera progresiva al conjunto social.


Citas

1 Bobbio subraya la peculiaridad del poder ideológico frente al poder económico y político: el primero no se ejerce sobre los cuerpos ni sobre la posesión de bienes materiales, “sino sobre las mentes a través de la producción y transmisión de ideas, símbolos, de visiones del mundo y de enseñanzas prácticas, mediante el uso de la palabra”. La duda y la elección. Intelectuales y poder en la sociedad contemporánea., Paidós, Barcelona, 1998, p.17.

2 "Aunque el hombre de cultura haga política – anota Bobbio – la hace a largo plazo, tan a largo plazo que las derrotas inmediatas no deberían turbarlo ni desviarlo de su camino”. Ibíd., p.22.

3 "Aunque los universitarios pueden hacer política dentro de ella, la Universidad como institución no puede sujetarse, sin violar su autonomía, a las decisiones de un partido”. A.Sánchez Vásquez, “universidad, sociedad y política”, citado de Universidad.Utopía, Icfes–Edinalco, Medellín, 1994, p.311. A juicio del teórico mexicano, habría que evitar por igual el academicismo y la politiquería, dos opciones igualmente nefastas: “el primero, ignorando la finalidad social de la universidad, hace de los fines académicos fines en sí. El segundo, pretendiendo sujetar la universidad a cierta política en nombre de su finalidad social, ignora – o pretende ignorar – que la universidad sólo puede cumplir esa finalidad social cumpliendo sus fines específicos, académicos”. Ibíd., p.312.

4 También Bobbio reivindica, en el marco del debate acerca de la función de los intelectuales, cierta autonomía para la cultura, que “tiene un plano de validez propio: el plano de la búsqueda de nuevos modelos de relaciones humanas, el descubrimiento de nuevas dimensiones de la vida social, de la creación de nuevos valores”. Op.cit., p.55. Entre las tareas “políticas” no partidistas habría que destacar la función que le asignara hace casi un siglo Ortega y Gasset a la universidad: la de enfrentar con coraje y responsabilidad intelectual los temas del día y las cuestiones de ética pública, una tarea que – a juicio del teórico español – ha sido asumida casi por completo por los medios de comunicación. Como bien lo anota Ortega, la prensa se encarga de moldear la vida pública y constituye la única fuerza espiritual que por oficio se ocupa de la actualidad. Ortega y Gasset, “Misión de la Universidad”, citado de Universidad. Utopía, ed.cit., p.160. La universidad tendría un potencial mucho más rico para desempeñar con éxito semejante tarea, y para enfrentar los temas del día “desde su punto de vista propio, cultural, profesional y científico”; por esto mismo la universidad “ha de imponerse como un ‘poder espiritual’ superior frente a la Prensa, representando la serenidad frente al frenesí, la seria agudeza frente a la frivolidad y la franca estupidez”. Ibid., p.160.

5 En la obra ya citada, Bobbio recuerda el célebre debate entre Benda y Nizan acerca del rol de los intelectuales: el primero consideraba una traición al principio de imparcialidad cualquier toma de posición partidista; el segundo acusaba de desertores a los intelectuales estilo Benda, que rechazaban cualquier clase de compromiso político con los oprimidos para encerrarse en el goce puro del saber. Lo que parecería llevar al intelectual a un callejón sin salida: “Si toma partido traiciona; y si no toma partido, deserta”. Op.cit., p.68. El intelectual italiano sostiene, por su parte, que “tomar partido no es una traición cuando la parte de la que me pongo es la que realiza mejor los principios en los que creo; no tomar partido no es una deserción cuando ninguna de las partes los realiza”. Ibíd., p.69. Bobbio destaca la importancia del trabajo intelectual, sobre todo en tiempos de crisis: “nunca como ahora, ante una sociedad que corre hacia su propia destrucción y parece fascinada por el deseo de muerte, debemos recurrir a la inteligencia creadora”. Ibid., p.81. Defiende de todas formas una autonomía relativa de la cultura, y recomienda para el intelectual una “distancia crítica que le impida identificarse tan completamente con una parte que quede atado de pies y manos a una consigna”.

6 "El sistema educativo – y en él la Universidad – tiene que reconocer su cuota de responsabilidad en la situación crítica en que vivimos y en el derrumbe de la infraestructura ciudadana. La escuela y la universidad deben, entonces, cumplir una función estratégica: constituirse en semilleros de ciudadanos y de arquitecturas democrácticas…”. A.Correa de Andreis, “Aproximaciones de una relación: participación y paz”, Primer congreso universitario por la paz, ed.cit., pp.246–247.

7 Cfr. G.Hoyos, “El ethos de la Universidad”, Uis–Humanidades, Bucaramanga, 1998.

8 Como bien lo anotara Camilo Torres cuando ejercía su cátedra en la Universidad Nacional, para el desarrollo integral de la Universidad resultan igualmente importantes el fomento de las ciencias y el compromiso ético.

9 Negarle a la universidad un compromiso político directo con el juego de la política no significa excluir a priori, para cualquier situación, la posibilidad para algunos de sus miembros de tomar partido y participar directamente en luchas para derrotar un régimen despótico, conseguir la unidad nacional frente a una potencia colonial, enfrentar la invasión de una potencia enemiga o impedir el acceso al poder de líderes con intenciones claramente totalitarias. Creo que pocos se atreverían a afirmar que los intelectuales y universitarios que lucharon contra el fascismo y que en la guerra civil española se unieron a las filas republicanas hayan traicionado la misión de la universidad, o que, en el caso colombiano, los universitarios reunidos alrededor de los próceres Antonio Nariño y Camilo Torres, los que acompañaron al Libertador en sus campañas para derrocar el dominio español, o quienes hace unas cuantas décadas participaron activamente en las protestas que culminaron con la caída del gobierno del general Rojas Pinilla hayan actuado en contra del ethos universitario.

10 Los autores clásicos han formulado tres criterios básicos para considerar como justa una guerra específica: a) la existencia de una justa causa para tomar las armas, en respuesta a una agresión externa; b) la recta intención de los combatientes, inspirada en la justa causa; c) un cálculo razonablemente favorable de las consecuencias en cuanto a los beneficios esperados, a pesar de las pérdidas en bienes y vidas humanas. El paradigma ético de los derechos humanos permite reformular estas tres condiciones: a)la justa causa se configura ante el peligro de una grave violación de derechos y libertades básicas, frente a una guerra agresiva de un poder extraño que pretende acabar con la autonomía política de un Estado, o frente a un poder despótico que pretende pisotear los derechos y libertades de los ciudadanos; b)la recta intención se traduce en la necesidad de evitar que la apelación a los derechos sirva de pretextos para políticas expansionistas; c)y el cálculo de las consecuencias implica tomar en serio las ganancias y pérdidas en cuanto al respeto de los derechos fundamentales de los directamente afectados por la iniciativa bélica.

11 A juicio de Habermas, “el núcleo institucional de la sociedad civil lo constituye esa trama asociativa no–estatal y no–económica, de base voluntaria, que ancla las estructuras comunicativas del espacio de la opinión pública en la componente del mundo de la vida(…) La sociedad civil se compone de esas asociaciones, organizaciones y movimientos surgidos de forma más o menos espontánea que recogen la resonancia que las constelaciones de problemas de la sociedad encuentran en los ámbitos de la vida privada, la condensan y elevándole, por así decir, el volumen o voz, la transmiten al espacio de la opinión pública–política”. Facticidad y validez, Trotta, Madrid, 1998, p.44.

12 La educación para el respeto exige que el maestro de muestra inequívoca de tomar en serio, en el aula de clase, la dignidad de sus alumnos; que sea capaz de prestar atención a lo que intentan expresar; que esté dispuesto a interesarse por el destino y las necesidades peculiares de cada uno de ellos; que no utilice su saber como un arma de poder, y no imponga su palabra como un juicio incontrovertible e inapelable; que sepa encontrar un justo término entre la tolerancia permisiva y el paternalismo autoritario.

13 "Un actor se encuentra en oposición consciente con otro actor, a partir del momento en que persiguen objetivos incompatibles, lo que los conduce a una oposición, enfrentamiento o lucha”. Vincec Visas, “El estudio de los conflictos”, en Introducción al estudio de la paz y de los conflictos, Lerna, Barcelona, 1987, p.166. Se acostumbra distinguir los conflictos interindividuales de los sociales y políticos.

14 Por lo demás no se trata de una idea nueva. Ya Maquiavelo la había formulado cinco siglos atrás en su obra Los discursos, en donde el creador de pensamiento político invita a valorar el conflicto como un síntoma de vitalidad del cuerpo social y como una forma de interacción que preserva la libertad y enriquece los lazos sociales. A juicio del secretario florentino la grandeza de la república romana y el conjunto de virtudes cívicas que florecieron en ella no se dieron a pesar, sino gracias al conflicto secular entre patricios y plebeyos:. Cfr. I Discorsi, I,4, Tutte le opere, Sansoli, Firenze, 1971, p.82. Pensadores como Hegel, Marx y Nietzsche comparten esta visión positiva del conflicto como resorte de la cultura y garantía de libertad.

15 Es suficiente mencionar las controversias entre analíticos y dialécticos en filosofía, juristas puros y sociólogos del derecho, conductictas y psicoanalistas, bayesianos y clásicos en estadística, detractores y defensores de las vacunas sintéticas.

16 Los miembros de las facultades superiores, anota Kant, se sienten orgullosos de las tareas desempeñadas, en función de bienes tan apreciados como la salud física y espiritual, o la seguridad de la propiedad, de su responsabilidad en la formación de funcionarios del Estado, y del sólido núcleo de principios establecido en el marco de sus disciplinas. Por esto miran con desdén a los colegas adscritos a la facultad inferior, sin tareas precisas por desempeñar y condenados a peleas interminables, en terrenos movedizos en los que la duda escéptica destruye enseguida los vanos intentos por construir un sistema ordenado o una ciencia “normal”.

17 Cfr.H.Silva y H.R.Sonntag, Universidad, dependencia y revolución, Siglo XXI, México, 1976.

18 La tendencia a reducir o cerrar las facultades que en un determinado contexto político o cultural dispongan de un poder notablemente inferior al de otras más favorecidas por las políticas gubernamentales o las demandas del mercado, podría transformarse en un recorte perjudicial para el derecho del estudiante a una formación integral, que lo habilite para desempeñarse como un profesional competente, pero también con una mirada abierta y crítica frente al contexto social en el que se desarrolla el ejercicio de su profesión. De acuerdo con la doctrina de la Corte, la función de la universidad es la de generar conocimiento. Por esto “instituciones que fundamentan su quehacer en objetivos distintos, por ejemplo la mera profesionalización, no pueden proclamarse como universidades” . Los magistrados hablan también del trabajo universitario en función del perfeccionamiento de la vida y del fomento de la ética, la ciencia y la estética, los tres pilares de la cultura. Sentencia de la Corte C–220/97. Por mi parte, creo sin embargo que la universidad no debería subvalorar la función profesionalizante, que se traduce además, en el caso de la universidad pública, en una opción para algunos ciudadanos con escasos recursos de acceder al ejercicio de una profesión y por consiguiente a una vida digna. El énfasis exclusivo en el papel crítico, imperante en algunas universidades públicas, ha contribuido en muchos casos a acentuar el divorcio entre Universidad y sociedad, con consecuencias perjudiciales para los propios egresados en cuanto a su derecho al trabajo.

19 En el caso de Colombia el conflicto aflora ya con fuerza en la edad republicana, cuando empieza la lucha por desmantelar el modelo universitario propio del régimen colonial y la hegemonía de la Iglesia en cuanto al control de los escasos centros de educación superior. El conflicto se alimenta a su vez de las luchas enconadas acerca del papel del intelectual y de su nivel de autonomía frente al poder político o religioso, una controversia que atraviesa los siglos XIX y XX, y se conserva viva en la actualidad. Es suficiente mencionar los debates enardecidos acerca de la inclusión de las teorías utilitaristas de Bentham en los estudios de derecho, política y filosofía. Promovidas e incluso impuestas por Santander como contrapeso a la tradición tomista dominante, las teorías utilitaristas fueron en cambio objeto de duras críticas por parte de quienes veían en ellas una perversión de los principios morales sustentados en una cosmovisión religiosa, y por consiguiente un peligro para la formación universitaria y para la misma sociedad.

20 Es suficiente mencionar la lucha por la renovación de la Universidad iniciada en Córdoba en 1918 – de gran trascendencia para las universidades latinoamericanas en el siglo XX – , que cuestionaba el sectarismo religioso, el carácter clasista y excluyente de la educación superior, las estructuras autoritarias y los contenidos curriculares obsoletos; el mayo francés, una bocanada de entusiasmo y vitalidad, que si bien no alcanzó a modificar el orden social existente, le inyectó vida a una universidad anquilosada y dejó entrever la posibilidad de formas nuevas de convivencia; el movimiento estudiantil colombiano del 71, que pagó a un precio relativamente alto en vidas humanas la reivindicación de nuevas relaciones de poder en el interior de la Universidad y en la sociedad en general; o los movimientos más recientes de carácter antiimperialista. En todos estos casos las nuevas generaciones irrumpen con ideas innovadoras contra lo establecido, y con propuestas en cuanto al gobierno de la universidad, los contenidos curriculares, la forma de enseñanza e incluso los valores y estilos de vida de una sociedad y cultura determinada.

21 El texto constitucional obliga al Estado a velar por la satisfacción de necesidades, derechos y bienes primarios, y en su artículo 67 consagra de manera específica la educación como un derecho básico de la persona.


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