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Sangre: valencias culturales e identidades juveniles en el contexto colombiano

Sangue: valências culturais e identidades juvenis no contexto colombiano

Blood: cultural valences and youth identities in the Colombian context

Víctor Julio Restrepo*
Sandra López**
Beatriz Vélez***


* Médico

** Antropóloga

*** Socióloga

Docentes e investigadores de la Universidad de Antioquia. Grupo Hermenéutica del Cuerpo.


Resumen

En el artículo se tematizan las valencias culturales de la sangre como una de las voces del cuerpo con las que se asigna socialmente identidad a los/las jóvenes en el contexto colombiano mediante procesos de eufemización y exaltación que conducen a comportamientos considerados como positivos o negativos por la comunidad en general. Se pretende mostrar cómo un hecho biológico se transforma simbólicamente en uno cultural a partir de los temores que provoca la irrupción de la naturaleza, la potencia de traer vida a la vida y la acción masificadora y alienante de los medios de comunicación. También se busca, a partir de la descripción de un ritual de iniciación indígena con el que se celebra la primera menstruación y con la descripción de algunos comportamientos e imágenes que confluyen en escenarios urbanos masivos, sensibilizar a los/las jóvenes sobre algunas propuestas culturales de lo femenino y de lo masculino que les ofrecen sus sociedades, con el fin de reflexionar críticamente en una eventual transformación.

Abstract

In the article, the authors present the cultural valences of blood as one of the voices of the body through which identity is socially assigned to the young people in the Colombian context by means of processes of euphemism and exaltation that lead to behaviors that the general community considers good or bad. The purpose is to show how a biological fact is symbolically transformed into a cultural one through the fears that the irruption of nature, the power of bringing life to life, and the alienating and mass action of the media provoke. Also, with the description of an indigenous rite of initiation, in which the first menstruation is celebrated, and with the description of some behaviors and images that converge into massive urban scenarios, the authors want to sensitize young people about some cultural proposals of the feminine and the masculine that society is offering them, in order to critically reflect on an eventual transformation.


El cuerpo humano aparece como un papiro sobre el cual se inscriben caracteres revestidos de significados con los que se confiere identidad étnica, sexual, generacional, económica, en síntesis, social. Por el cuerpo se puede interpretar la identidad asignada por el grupo y el sentido personal de la propia identidad; es el signo por excelencia de nuestra especificidad y nos permite reconocernos y expresarnos como integrantes de diversas comunidades. Así la piel es frontera porosa que nos comunica con el exterior y el interior, es bisagra entre el mundo y el yo que experimentamos como portador de signos : pintura, tatuajes, indumentarias, accesorios, escarificaciones; signos que expresan un orden del cual el cuerpo es soporte y vitrina para exhibir lo nombrable e innombrable, lo bueno y lo malo para el grupo, la persona y la época. Por ello el cuerpo humano se presta a la exposición de un mensaje cultural que resignificamos como obra individual; ésta es una de las maneras como convertimos el cuerpo en objeto, en intérprete de la sociedad a la que pertenecemos, de sus dietéticas, controles, excesos, constricciones, creencias, tabúes y ante todo ideales y temores.

También es objeto de prohibiciones y libertades que se prescriben socialmente en los rituales de iniciación, que marcan el paso de un estado a otro y son en sí mismos espacios de preparación hacia la aceptación o negación de la identidad futura. Por tanto en muchas de las sociedades registradas por los etnógrafos estos ritos se llevan a cabo en la primera juventud, es decir, en la etapa vital en la que ocurren transformaciones corporales que corresponden al desarrollo de los caracteres sexuales secundarios, evidentes para toda la sociedad y que conducen a la asignación y asunción de papeles sociales. Esta etapa la podemos considerar como un momento en el que se expresa externamente la voz del cuerpo, el ciclo en el que se impone, por decirlo así, su autonomía pero sobre la cual superponemos la palabra cultural; situación dual en la que el cuerpo es activo y agente en tanto dice de sí y de lo que requiere y, a la vez, es objeto sobre el que se construye un orden de prescripciones y prohibiciones.

Valencias de la sangre

Por efecto de la violencia, la sangre parece constituir un referente ineludible de la realidad del mundo para los colombianos/as. Bastaría quizá esta constatación para justificar el interés de las ciencias sociales en estudiar el significado de este fluido corporal más allá de la noticia diaria, particularmente en tanto elemento esencial en la representación de la singularidad de ser colombiano/a.

El hilo rojo de la guerra, presente como atadura común en nuestra historia, inaugura los siglos XX y XXI con dos eventos bélicos : la Guerra de los Mil Días y la confrontación dispersa de nuestros días, dos eventos que saturan de sangre la memoria colectiva.

La imagen de sangre derramada en el combate, persistentemente erigida en el horizonte que alimenta la identidad de los/las jóvenes colombianos/ as, exige ser interrogada más allá de sus manifestaciones históricas, pues en ella se arraigan representaciones relativas a la función que cumplen los fluidos corporales en la estructuración de la realidad sociocultural, en la delimitación de los contenidos de identidad y códigos de conducta, en las formaciones discursivas y en los vínculos de interacción social reforzados en los rituales de iniciación.

La imagen de la sangre derramada remite al nexo complejo que pone en evidencia la fusión de fascinación y horror que la voz del cuerpo a través de sus fluidos externos provoca en los humanos; esta imagen opera por metonimia al vehicular la vida misma en estrecho abrazo con la muerte, y nos desvela el nexo entre realidad humana y el orden de lo vivo, «La sangre porta en ella una fuerza emocional de alguna suerte espontánea, puramente instintiva, a menudo independiente de toda asociación consciente, a la que sin duda nadie escapa y que puede expresarse disimuladamente en el mismo individuo por una doble pulsión en sentido inverso, ya sea en forma alternativa o simultáneamente. […] en el sentido propio del término, la sangre fascina. Y debemos celebrar que ella sacuda, al menos hasta un cierto grado, aún a los más flemáticos, porque su fascinación arriesga a sobrepasar toda medida y a conducir hasta las peores aberraciones.»1

Así el prestigio de quien derrama o hace derramar sangre intencionalmente remite, en la práctica y en el conocimiento especializado, a la identidad masculina y a un código de comportamiento viril que exige de los varones el compromiso con acciones de sangre y muerte. Y aunque en Colombia, aún no se ha erigido una tumba al soldado desconocido, sí se han levantado orgullosas construcciones arquitectónicas a héroes y hazañas de guerra, se ha cultivado la lidia de toros, la riña de gallos y se ha adorado la sangre derramada de Cristo. Por metonimia la sangre humana se convierte en moneda, con la cual se pagan y cobran las “deudas de honor”, representa alianza, segregación y garantía de estatus social. La cultura, al convertir la sangre en portadora de un abanico de valores, enseña del mecanismo por el cual un hecho de naturaleza deviene elemento regulador de relaciones sociales del que García Márquez da cuenta respecto al período de la Colonia: «[…] las leyes de Indias habían impuesto patrones milimétricos de segregación según el grado de sangre blanca en cada una de las razas […] se llegaron a distinguir hasta dieciocho grados de mestizaje […]”2

La naturaleza está compuesta de lo mismo y no obstante es diversa y marca con colores, formas, tamaños, olores, sabores, intensidades, etc. a los diferentes organismos que la componen. Tal vez estos procesos sean “signos naturales” para conferir a cada uno de ellos identidad; en este sentido y como una forma de mimesis social, la naturaleza de la sangre deviene medida de una escala de diferenciaciones sociales, inaugura regímenes discursivos que mediante categorías como la pureza o la impureza permiten clasificar a sus portadores en rangos de desigualdad social burlando la homogeneidad de color, viscosidad y composición de la sangre humana que los haría semejantes y desconociendo la hermandad del nexo simbólico que la sangre anuda. En fin, mediante la actualización de la mimesis social, la naturaleza de la sangre se ha convertido en rasero de la diferencia social y en soporte de ideas sobre la humanidad de los pobres y de los ricos, de las mujeres y de los hombres, de los negros, mestizos y blancos, de los/las jóvenes y de los adultos, aunque, preciso es nombrarlo, en el abanico de tales configuraciones la sangre menstrual ha sido la más multivalorada, quizá porque como dice Roux, «De todas las hemorragias, esa periódica de la menstruación tiene la más potente resonancia sobre el psiquismo […] ella sale del sexo de la mujer, de ese sexo que atrae (al varón, B.V) irresistiblemente desde la pubertad, al cual para ser hombre y padre, debe acceder, con el cual entra en contacto de la manera más estrecha»3 y (agregamos) por el cual también él ha nacido a la vida humana, a la vida cultural. La hemorragia periódica de la mujer, asociada desde siempre a la capacidad de procrear y al hecho de sangre que envuelve el nacimiento, aparece como manifestación de la naturaleza, opuesta a la herida de guerra y a la lesión deportiva, hemorragias provocadas por la acción de la intervención humana.

La sangre comprometida en uno y otro acontecimiento e inaugurando ritmos de lo vital, es investida de contenido sociocultural que se adscribe a la identidad femenina o masculina. La sangre menstrual, hecho de naturaleza que deviene entonces cultura, es en palabras de Luce Irigaray, susceptible de una lectura crítica en cuya ayuda acude el psicoanálisis; ella es, para esta autora, una suerte de mensaje sin destinatario preciso que envía la mujer, un preliminar que permite abordar la diferencia sexual: «[…] Mientras que ellos, el padre y el hijo (espirituales) pronuncian juntos las palabras rituales de la consagración, dicen `Este es mi cuerpo, esta es mi sangre´, yo sangro.»4

La sangre natural que emana del cuerpo de la chica, esa terca realidad, mimetizada en el ritual religioso, deviene creencia que obstinadamente la cultura se encarga de actualizar a fuerza de repetir el rito de la consagración del que justamente todas las religiones excluyen a las mujeres. Paradójica forma de interpretar el valor simbólico de la sangre menstrual, que polariza las experiencias humanas y establece regímenes de desigualdad sexual legitimados por estrategias discursivas que hacen pasar la sangre de la mujer bajo el registro de fría, mala, contaminante, usurpadora de la fuerza y la potencia masculina o por el contrario de caliente susceptible a la ebullición inmediata ante las tentaciones del demonio, el mundo y la carne, o portadora de abundancia y signo de prosperidad.

La sangre, usada para asignar contenidos de identidad femenina y masculina, revela que las acciones sociales en las que su secreción es provocada por la directa intervención humana goza de alta estima, en detrimento de las experiencias donde ella emana como parte del circuito no intencional de la naturaleza (la menstruación y el parto). El primer registro de actos se vincula socialmente a la voluntad de poder y a la ficción de libertad y autonomía absoluta de los humanos; por ello son calificados como trascendentales por la filosofía y como viriles por la cultura de los géneros. Los segundos, por reafirmar la dependencia humana del orden de la naturaleza, son presentados filosóficamente como inmanentes y socialmente representan la incapacidad humana de emanciparse de poderes superiores que debilitan la pretensión soberana del hombre.

Sangre e identidades

Desde muy temprana edad es evidente la connotación que confiere la cultura, con propósitos de ordenamiento patriarcal, a los fluidos corporales como intérpretes de diferencias entre el hombre y la mujer. Una mirada biológica de los fluidos nos avizora el horizonte de la vida en el cual la sangre oxigena, deviene, alimenta, da vida y calor. Su intercambio a través del cordón umbilical es movimiento como metáfora del río que posibilita la meiosis, la organogénesis, el desarrollo de un nuevo ser, el misterio de la creación; por ello está ligada a la vida pero también a la muerte.

En la joven, la sangre menstrual es relegada al funcionamiento cíclico hormonal que fisiológicamente se agota en una definición científica de ésta, pero que la sociedad retoma inaugurando horizontes de interpretación. En un trabajo realizado en un colegio de mujeres en la ciudad de Medellín en 1997, se encuestaron 780 alumnas entre 11 y 18 años, acerca de su concepto de menstruación. Para las que no habían vivido la experiencia el evento generaba muchas expectativas, temores, inconveniencias e inconformidades; quienes ya tenían la experiencia, hacían referencia a ella como un acontecimiento de incomodidad y otras la vivían como enfermedad, porque la asumían directamente como tal o porque generaba malestares interpretados como síntomas de patologías. Las diversas interpretaciones ilustran la conversión de un hecho biológico en uno cultural, un camino para entender esta transfiguración es la comprensión de los rituales de iniciación de los jóvenes como acontecimientos en los que se asigna identidad social mediante la transformación de la voz del cuerpo en objeto.

Reconociendo el carácter pluricultural y multiétnico de la sociedad colombiana, se presentan a continuación algunos elementos etnográficos de un JEMENÉ5, ritual de iniciación femenina de la comunidad Emberá Katío para mostrar la forma como socialmente se asigna identidad femenina a partir del fluido menstrual y como se desplaza el sentido de la experiencia natural femenina al orden de una constelación de significantes articulados a la autoridad masculina.

El martes a las seis de la mañana, la menstruación inaugura y actualiza la potencia procreadora de la naturaleza en el cuerpo de Anita quien se lava en el río y camina hacia su tambo6 para contarlo a su madre que lo transmite a su esposo y éste a su propio padre. Ellos llevan a la niña al cuarto estrecho, oscuro y sin ventilación que estaba ubicado en el extremo derecho del tambo comunal para dejar desde ese momento la situación en manos de mujeres. En el rinconcito del cuarto se quedó solita con su cuerpo envuelto en la penumbra hasta que regresan las mujeres con agua, le cuentan la batalla de Caragabí y Tuitricá7 y de que no podía comer hasta el sábado a las doce del día cuando se celebraría el gran JEMENÉ. Llegó la noche y Anita no podía hablar; tiene que concentrarse en su cuerpo, en el líquido rojo que le avisa que ya es mujer.

El miércoles, la abuela y la madre le llevan más agua y la instruyen en el cultivo, realización de Okamas8, la cestería, la cocina, el cuidado de los animales y los niños, escena que se repite hasta el sábado y en la que podríamos identificar un supuesto cultural : el ayuno corporal beneficia la nutrición cultural mediante el dispositivo de hacer palabra y actualizar la tradición en la voz fluida de la carne.

El sábado es al fin el gran día: los hombres, en el extremo izquierdo del tambo cantan con instrumentos de percusión y viento; en el lado derecho, las mujeres amamantan a sus hijos/as y cada una lleva puesto el Okama que recibió en su JEMENÉ y sobre su cabeza una corona de hojas para protegerse de los JAIS o espíritus que pueden llegar al tambo a beber la chicha de Caragabí y la de Tuitricá, es decir el líquido suave, del bien, de la alegría y la creación y el líquido fuerte, del mal, de la locura y la destrucción. Las mujeres cuelgan en los palos que sostienen el techo, una carnosa, grande y morada flor de plátano.

A las doce del día, el padre y el abuelo sacan la niña del cuarto, la envuelven en un trapo blanco y la cargan como hacen las mujeres Emberá con sus bebés, al mismo tiempo que las mujeres forman un trencito y empiezan a bailar alrededor de uno de los palos la “Danza del Gusano”. El abuelo descubre el rostro de la niña y le da un vasito de chicha de Tuitricá, seguido de chicha de Caragabí, primero el mal y luego el bien.

Después del segundo sorbo, la comunidad espera que la niña se desmaye, señal de que aún no ha tenido relaciones sexuales y es una “niña bien manejada”, que sabe esperar; si no se desmaya, significa que no va a ser una “buena mujer”. Los jóvenes cogen palos y destruyen las flores de plátano en medio de estridentes risas y excitación. Si la flor muere rápidamente la niña es débil para controlar su cuerpo, su deseo; si la flor resiste se ajusta al rol social cargando con el mercado por delante y con el bebé por detrás, mientras su compañero va adelante con los brazos libres, calzado, con el machete para defenderla a ella y a la niña/o de los peligros del monte.

Como vemos los Emberá exaltan la sangre menstrual primera y la celebran socialmente. Así un fluido corporal es interpretado por el grupo y usado para asignar identidad y con ella valores y formas de estar en el mundo. En este grupo la asignación de la identidad social se corresponde con el acontecimiento biológico y la voz interna del cuerpo que fluye entre las piernas y se convierte en indicador colectivo de transformación.

En nuestra sociedad ocurre lo contrario. La primera menstruación no coincide con la celebración, pues por lo general a las niñas les acontece el primer fluido menstrual, en soledad, entre los diez y trece años, aunque su presentación en público como “señoritas” se realiza con el «ritual de quince». Tal vez ello se debe a que la sociedad occidental y tecnológica, pretende desvincularse de la naturaleza, separando lo biológico de lo cultural y consagrando como principio la imposición instrumental de lo humano en lo natural.

La actual sociedad urbana está saturada de rituales que ofrecen a los jóvenes comunidades de sentido identitario mediante dispositivos tecnológicos de luces, sonidos, penumbras, opacidades y la ficción de empalagarse del exceso de la naturaleza, exacerbando las valencias de los fluidos corporales y las estesías. Tecnologías que al simular lo bestial, intempestivo y salvaje, asociando estas conductas al hedonismo y al erotismo, los instalan en escenarios artificiosos burocráticamente controlados por los circuitos del comercio pues se trata de un erotismo de la imagen y de la distancia que acalla los sentidos de la cercanía –el olfato, el gusto y el tacto– en beneficio de los sentidos de la distancia –la vista y el oído–9. Allá en el escenario o en la pantalla, el ídolo se acrecienta y acá en medio de la multitud, cada cual encerrado en su propio yo, sin tener la posibilidad de fundirse al ídolo para experimentar la sensación que él incita y representa, se encapsula en las estesías de su cuerpo para amplificar su aislamiento. Sociedad especular, al decir de Baudrillard, que al fragmentar el nexo que nos ata al orden de la vida genera un hiatos en cuyo espacio emergen conductas tanáticas extremas y anárquicas rotuladas como violencia juvenil. Nicho de eclosión de cofradías, parches, bandas, combos y otras formas de protesta y agrupación juvenil urbana que nombran las desviaciones con relación a las rutas establecidas y promovidas por la tradición y las instituciones, obligando a vivir la carnalidad, sensaciones y emociones, dentro de una idealidad de autocontención que aniquila el ejercicio de la soberanía del sujeto sobre su cuerpo.

Es muy interesante interrogar en concentraciones masivas como conciertos, espectáculos deportivos y en la incitación a perforar, tatuar y marcar el cuerpo, el sentido del estímulo a los comportamientos bestiales y excesivos como vínculo entre los jóvenes en el marco de una ideología ascética frente a la carne por la cual se rechazan los fluidos corporales como patologías, excepción hecha del sudor que resulta del esfuerzo aplicado al trabajo o al deporte y valora la sangre femenina solo en cuanto garantía del ejercicio de la reproducción de la especie, pues en ambos vemos una valencia común orientada a legitimar la producción y la reproducción que garantizan la sobrevivencia de la cultura y de la especie.

La animalidad que nos habita y determina la dependencia humana al orden de la vida, obliga a revestir de rituales, creencias, eufemismos y tabúes esa condición, por ello, cuando la joven experimenta por vez primera la gruesa, caliente y perturbadora gota menstrual, se intimida por la extrañeza entre sus piernas, por la voz de su cuerpo que por atemorizar igualmente a la sociedad, se pretende acallar bajo el ambiguo nombre de protección. ¿Protección de qué? De la autonomía del cuerpo, de su sangre leída como impura, como mácula, como finitud y muerte, desconociendo que actualiza la vida, que renueva la ilusión de inmortalidad, que evidencia la potencia de traer «vida a la vida». Quizá por este olvido, la mayoría de comerciales, una y otra vez difundidos por los medios de comunicación, ofrecen “protección” con el rótulo de toalla, brindan “alas” que “atando” a las mujeres a sus “interiores” evocan la imagen tradicional de reclusión, inactividad y espera de lo femenino como garantía de seguridad y protección ante esa sangre subversiva, roja y altiva que pese a vehicular la vida es mimetizada en la serenidad púrpura o azul. Sociedad que eufemiza el valor simbólico de la sangre menstrual y con ello la supremacía de la vida.

La valencia asignada a la sangre menstrual se diferencia de la conferida a la sangre provocada por una herida; la primera actualiza la dependencia humana del cuerpo femenino e inaugura el orden de una genealogía de la que todos somos tributarios aunque inscritos en forma diferenciada según el sexo; mientras la inserción de las mujeres configura una filiación de pertenencia, la de los hombres se produce en el circuito de una extrañeza que hace necesaria la instauración de relaciones de alianza y parentesco externo a tal genealogía. Artificio del esfuerzo cultural para contrarrestar la exclusión natural sin satisfacer plenamente la filiación de pertenencia y marcando por el contrario el hiatos de una discontinuidad que al recordar sin cesar la atadura a lo femenino, como condición de existencia y al subrayar los límites a la pretensión de controlar e intervenir ese circuito natural, reitera tercamente el surco de debilidad y el fracaso del afán de ser amo de si, para conducirlo a valorar negativamente la constelación de sentido de exceso y enigma que vehicula la sangre menstrual.

La sangre provocada por la herida, en tanto resultado de la actividad humana, es valorada positivamente, desvelando una actitud antropocéntrica y una alta estimación de valores patriarcales; el control de la naturaleza y la competencia como nexo de la interacción en lugar de la coimplicación y la cooperación. Ambas valencias están vinculadas a las relaciones ambivalentes que los seres humanos tejen entre naturaleza y cultura, entre lo femenino y lo masculino, a la oscilación entre derroche y producción y a la tensión entre deseo y control.

La sangre desborda al cuerpo, pese a estar contenida en él; irrumpe de manera natural o provocada y en ambos casos porta sentido y significado; los/las jóvenes están entrampados en las normas, en los dogmas, en las creencias de un tiempo y un espacio con los que se ordena un mundo al que desean pertenecer; quizás los escenarios donde se exacerba la polivalencia de los fluidos corporales como la sangre y el sudor constituyan pretextos fugaces en donde sacudirse de los límites sociales a la vez que artificios diseñados para ahogar y contener la irreverencia, rebeldía y subversión de la tradición.

No obstante la pretensión de ejercer en ellos la singularidad y la autonomía generacional, en esos escenarios se actualizan rituales, creencias, imágenes y contenidos que desvelan la tensión filogenética entre naturaleza y cultura; los jóvenes desean estar vivos, sentirse vivos y experimentar ontogenéticamete la tensión Eros-Tánatos en la que se instaura el pendular humano, la paradoja vital en la que el tiempo cultural se condensa, a la manera del vientre materno, cripta y morada en la que se acrisola la mater materia, el magma originario que funde el pasado, el presente y el futuro en el tiempo de la vida.


Conclusiones

Se puede realizar una analogía entre el tratamiento dado al cuerpo y a lo femenino en las sociedades; ambos son convertidos en objeto-fetiche, desalojados de su propia voz, invisibilizados torpemente como referentes primeros de la cultura, alienados en sistemas de oferta y demanda que desconocen su especificidad, aniquilan su diversidad y minimizan al sujeto; así a través de los medios de comunicación se propone un modelo de feminidad y un solo tipo de cuerpo, de espaldas a las diferencias locales, étnicas y personales.

Somos cuerpo y tenemos un cuerpo a pesar de los esfuerzos logocéntricos, eurocéntricos y patriarcales que desconocen esta situación. Siempre esta condición dual de objeto–sujeto del cuerpo nos ata al mundo de la vida y nos determina en cada momento con nuestras circunstancias, en lo que llamó Heidegger estar-en-el-mundo. La sangre menstrual exaltada o eufemizada y la sangre del guerrero sobrevalorada, son algunos de los fluidos corporales que desvelan el pendular humano en medio del derroche y el control, de la devoción y el olvido, que nuestro cuerpo nos define y lo definimos como camino hacia la autoconciencia, hacia el encuentro con nosotras/os mismas/ os, que somos carne que se transforma en líquidos que interpretan las valencias, identidades y temores de nuestra época.


Citas

1 Traducción libre de B. Vélez. Roux Jean-Paul (1988) Le sang. Mythes, symboles et réalités. Paris : Fayard. p. 58

2 García Márquez (1994) Colombia al filo de la oportunidad. Bogotá : República de Colombia, p.4.

3 Roux (1988). p. 29.

4 Traducción libre de B. Vélez. Irigaray Luce (1983) La croyance même. Paris : Galilée.

5 Datos tomados del diario de campo de Sandra López realizado en 1997 en Frontino, Antioquia, a partir de la celebración del ritual realizado por la comunidad Emberá Katío.

6 Casa tradicional de los grupos Emberá Katío construida con paja y madera con una base cuadrada y un techo cónico sostenido por palos.

7 Dioses titulares de los Emberá Katío: uno representa el bien y otro el mal.

8 Collar tradicional de los Emberá Katío elaborado con chaquiras.

9 Elías Norbert (1987) El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. México: FCE.


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