Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
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Michel Maffesoli*
Traducción Gisela Daza**
* Profesor de Sociología en La Sorbona (París V), Director del Centro de Investigaciones sobre lo actual y lo cotidiano y el Centro de Investigaciones sobre lo imaginario (CRI) y Jefe de Redacción de la Revista Sociétés.
** Investigadores en la línea Socialización y Violencia, DIUC.
Quizás nuestro verdadero destino sea el de estar eternamente en camino, lamentándonos sin cesar y deseando con nostalgia, siempre sedientos de reposo y siempre errantes.
Sólo es sagrada, en efecto, la ruta de la que no conocemos el fin y que sin embargo nos obstinamos en seguir, tal es nuestra marcha en este momento a través de la oscuridad y los peligros, sin saber lo que nos espera.
S. Zweig, Le Chandelier enterré
Puede considerarse como una ley que rige las sociedades humanas el vaivén que Durkheim establece entre los momentos de agrupación, lo que él llama “estar en estado de congregación” y aquellos en que los grupos se dispersan, de nuevo, sobre el conjunto de un territorio. Se trata de un ritmo que puede variar pero que encontramos de manera constante en todas las sociedades. Notemos además que en cierto modo ese ritmo social se calca sobre el de la “vida cósmica”2. Numerosos, en la huella de este análisis, fueron los sociólogos que marcaron el acento en “las variaciones estacionales de las sociedades”. En el ambiente positivista estas eran con frecuencia atribuídas a causas objetivas, o a necesidades funcionales esencialmente económicas. De hecho, el fundamento de la «variación» es ante todo religioso. Es necesario aquí dar a este término su más amplia acepción: aquello que concierne a la puesta en relación, la “religancia”3 (M. Bol de Balle), con los otros y con el mundo.
Así, cualquiera sea el nombre que podamos darle, la errancia, el nomadismo, está inscrito en la estructura misma de la naturaleza humana sea esta individual o social. En cierto modo es la expresión más evidente del tiempo que pasa, de la inexorable fugacidad de todas las cosas, de su trágica evanescencia. Esta irreversibilidad está en la base de esa mixtura entre fascinación y repulsión que ejerce todo aquello que tiene el rasgo del cambio. Los cuentos, las leyendas, la poesía y la ficción han tratado laboriosamente este tema, de manera tanto más obsesiva cuanto lo propio del destino es el no poder dominársele.
Esto había sido algo olvidado durante toda la modernidad donde lo que prevaleció fue una historia que el individuo, o los conjuntos sociales podían formar a su antojo. Desde el tiempo de las Luces, que lanza sus últimos fuegos en nuestros días, las diversas filosofías propias de esa época reposaron todas sobre una ideología del dominio, una lógica de la dominación de la gente y de las cosas. Frente a la dificultad cada vez mayor para controlarlas y regirlas se hace posible el retorno de lo “destinal”, aquello con relación a lo cual no se puede hacer gran cosa y que nos remite a un pensamiento del cambio, a saber, aquello que hace que el ser esté en perpetuo devenir.
Como en todo lo concerniente al destino, se trata por supuesto de algo que tiene que ver con el dolor, con el sufrimiento. Podemos a este respecto devolvernos al origen mismo del individuo, a su nacimiento. El choque que éste produce, las manipulaciones de la comadrona, de la madre; un poco más tarde el destete, todo ello pertenece al orden del cambio4; de un cambio vivido de manera traumática. Es así como se inaugura el destino. Es esto lo que de manera profunda instaura el terror frente a la fuga del tiempo y frente a las modificaciones que ello supone.
Después, la infancia, la adolescencia, la juventud, los años de aprendizaje se viven de manera más o menos agitada, como una serie de tropezones con el medio, consigo mismo, con el mundo en general. Las diversas tendencias del psicoanálisis han puesto el acento sobre esos desgarros, esas separaciones y también sobre las angustias y las esperanzas que les son inherentes. Hago alusión a esto aquí para señalar que tanto desde un punto de vista individual, el nacimiento, como desde un punto de vista societal, la necesaria dispersión, la errancia, la fuga, están profundamente grabadas en nuestra estructuración. El esquema de la fuga tiene raíces arcaicas y no es entonces sorprendente que puntualmente surja de nuevo. Lo que es seguro es que está en el fundamento mismo de todo estado naciente.
En efecto hay, en ciertos momentos, algo que remite a la pureza de los comienzos. Una especie de belleza virginal rica en múltiples posibilidades. El recuerdo de una juventud arquetípica de las cosas y del mundo. Se trata de un proceso recurrente que de manera cíclica emerge en la memoria colectiva. Sirve de anamnesis a lo que fue el acto fundador: de un amor, de un ideal, de un pueblo, de una cultura, revigorizando con ello la entidad en cuestión, redinamizándola, dándole una nueva vida.
Lo propio de la naturaleza de las cosas es el establecerse, institucionalizarse y por ello mismo, olvidar la parte de aventura que fue la marca del origen. El nomadismo está ahí para recordar esa aventura original. Con frecuencia ésta no es sino un momento nostálgico, expresándose por ejemplo durante las celebraciones rituales que encontramos tanto en el espacio privado como en el público. De manera un tanto más permanente, la encontramos en la ficción o la poesía que celebra el amor transgresivo o canta las situaciones anómicas que la moral establecida reprueba en lo cotidiano. El mito del caballero errante, cualesquiera sean las figuras contemporá- neas que pueda tomar, se mantiene presente en el imaginario colectivo. En el marco mismo de las sociedades industriales la pulsión del viaje, la búsqueda del sol, están lejos de ser marginales. Son también modulaciones de la búsqueda del Graal. El nomadismo sigue siendo un sueño atrayente que recuerda lo instituyente y por esa vía relativiza la pesantez mortífera de lo instituido.
Esta relativización fragiliza la creencia en el progreso indefinido y recuerda que éste no puede existir si no está atravesado por el regular retorno de un «regreso», de una “regresencia”. Retorno a las formas arcaicas que se creían superadas pero que, de manera más o menos consciente, continúan aterrajando los imaginarios y las maneras colectivas de ser. A veces ese “regreso” no es solamente nostálgico o simplemente conmemorativo, va a expresarse paroxísticamente. Los diversos movimientos milenaristas son instructivos a este respecto. La mayor parte del tiempo se ocupan en destacar el aspecto extraño, extranjero, nómada del que una cultura está modelada. Para no tomar sino un ejemplo entre muchos otros, los historiadores han mostrado que la acci ón de Savonarola, al lado de sus dimensiones teológicas, pudo servir de reveladora del mito de Florencia como ciudad perfecta. El monje extranjero en la ciudad le recuerda que, al lado de su aspecto “establecido”, ella es portadora de un ideal que sobrepasa el bienestar material y el consumo materialista5.
Tales escanciones milenaristas no son, en modo alguno, excepcionales. Los fanatismos contemporáneos, los diversos vagabundeos y múltiples anomías son, conscientemente o no, llamamientos más o menos violentos a un ideal comunitario. Más allá de sus extremismos en ellos se expresa la fuerza de esos valores humanistas que hacen de la generosidad, de la solidaridad, de la ayuda mutua cotidiana, el fundamento mismo de todos estar juntos, cualquiera que éste sea. En efecto, tanto como para el ejemplo de Savonarola, no es el ropaje doctrinal, teológico, político, ideológico, lo que importa, sino la exigencia de una socialidad más armoniosa, capaz de superar las injusticias, las diferencias económicas y otros privilegios sociales. Atropellando lo establecido de las cosas y de las personas, el nomadismo es la expresión de un sueño inmemorial que el entorpecimiento de lo instituido, el cinismo económico, la reificación social o el conformismo intelectual no logran jamás ocultar en su totalidad.
En un país donde el tema de la frontera ha jugado un importante papel en la constitución del imaginario colectivo, los sociólogos de la escuela de Chicago han recordado la importancia del errante, del vagabundo en la ciudad moderna. El “andariego” como su nombre lo indica sirve, en cierto modo de mala conciencia. Por su propia situación ejerce violencia contra el orden establecido y recuerda el valor de la partida. Así, no basta con analizarlo a partir de categorías psicológicas, como un individuo agitado o desequilibrado, sino como la expresión de una constante antropológica: aquella de la pulsión del pionero que marcha siempre adelante en su búsqueda de El Dorado6. Siendo entendido que esta búsqueda, tanto como el oro para los alquimistas medievales, no concierne la posesión de un bien material o cambiable, sino que es el símbolo de una búsqueda sin fin, la búsqueda de sí en el marco de una comunidad humana donde los valores espirituales son las consecuencias de la aventura colectiva. Es por ello que la frontera debe forzarse siempre a fin de que la aventura pueda continuarse.
La aventura, tanto como los imaginarios, los sueños y otros fantasmas sociales, es un filón escondido que recorre el cuerpo social en su conjunto. Se parece a esas cristalizaciones luminosas enterradas en el corazón de la roca y que el buscador de oro o de piedras preciosas encontrar á al final de una larga labor, después de haber removido toneladas de minerales carentes de valor. Ernst Jünger veía en esas cristalizaciones “el imaginario de la materia ”. Así sucede con la aventura y sus diversas modulaciones: errancia, nomadismo, anomia, vagabundeo, etc. Ella se anida profundamente en el imaginario colectivo y requiere de un largo y doloroso “trabajo” antes de emerger a la conciencia, de una parte, y antes de ser aceptada como parte integrante de la estructuración social, de otra parte.
Pero, en un primer tiempo esta “parte de sombra” es sentida como un peligro, lo cual la une al trauma de los orígenes y los desgarramientos de los diversos cambios. Así, Platón en una obra de madurez, más preocupado por la regulación social que por la aventura espiritual, subraya el carácter inquietante del viajero: cualquiera que sea su objeto, comercio, viaje de iniciación, simple vagabundeo, no es más que un “ave de paso” y como tal deberá ser acogido, ciertamente, pero “por fuera de la ciudad”. Los magistrados deberán, agrega, vigilar que “ningún extranjero de esta especie introduzca novedad alguna” en la ciudad y hacer de tal suerte que tan sólo se tengan con él las relaciones indispensables “y ojalá rara vez” (Leyes, XII, 952).
Sería difícil expresar mejor la desconfianza que envuelve a las “aves migratorias”. Para el filósofo, proponiéndose confirmar el establecimiento del poder político y la tranquilidad social que éste genera, el viajero presenta un riesgo moral innegable y ello porque es portador de novedades. De hecho, estas no son sino las características mismas de la errancia que, una vez establecido, uno tiene tendencia a olvidar, incluso a negar o a estigmatizar. El viajero es el testigo de un “mundo paralelo” donde el afecto en sus diversas expresiones es vagabundo y donde la anomía tiene fuerza de ley. He aquí con qué inquietar al sabio intendente cuya única ambición consiste en prever y para ello, rechazar lo extraño y lo imprevisible.
Encontramos esta misma desconfianza en los romanos una vez establecieron el Imperio, es decir, su imperio sobre el mundo conocido. Como lo señala J-C. Rufin, su temor al bárbaro proviene del hecho de que es nómada, de su “aptitud al movimiento”. Aún ahí encontramos la fobia por el cambio y por aquello que es móvil. El bárbaro viene a turbar la quietud del sedentario. Potencialmente representa el rompimiento, el desbordamiento, en resumen, lo que no es previsible. “Nada indispone más a un burócrata como la libertad de esos errantes”7. Es ahí donde se encuentra el nudo del problema: porque puede fugarse, el bárbaro afirma la soberanía sobre su vida. Es su “escapismo”, esta capacidad para evadirse la que lo predispone en todo momento a la sublevación, a la liberación, al cambio del orden establecido. No ha perdido nada de su propensión al movimiento, incluso hace de ello una cultura y esto no puede ser tolerable desde el momento en que priman los valores del establecimiento.
El bárbaro es aquí una buena metáfora del peligro que genera ese mundo paralelo de donde las sociedades han salido, que estas guardan en la memoria pero de lo que sienten miedo. Aún si se pudiese por un momento ocultarlo u olvidarlo, no se escapa a su destino, éste acaba siempre por resurgir, a veces con la fuerza de lo reprimido, siempre de manera inesperada. En la materia el destino es el de la errancia que, aunque potencialmente peligrosa, recuerda el aspecto fecundante de los orígenes, la fuerza de lo que es instituyente, el dinamismo de lo que es móvil.
En cualquier sociedad la figura del errante es entonces estructuralmente ambivalente. Anamnesis del mito fundador, ella fascina y repulsa a la vez. Georg Simmel resalta esta ambivalencia. Una metáfora varias veces utilizada por él da buena cuenta: hablando de la ciudad, es el puente que liga y la puerta que encierra. Distancia y proximidad, atracción y repulsión, sus relaciones a la vez complejas e imbricadas; es sobre esto lo que una tal imagen nos invita a meditar. Lo extraño y lo ajeno juegan para él un papel innegable en las interacciones sociales. Sirven de intermediarios con la exterioridad y por ese mismo camino, con las diversas formas de alteridad. Desde ese punto de vista, son parte integrante del grupo mismo y lo estructuran en tanto tal. Bien sea positivamente o sirviendo de rechazo, condicionan las “relaciones de reciprocidad”, elementos de base de toda socialidad.
Simmel vuelve frecuentemente sobre esta temática, así por ejemplo cuando hace un paralelo entre el hecho de que el extranjero es el comerciante y el comerciante es el extranjero8. Hay que comprender esos términos en el marco de una “economía general”, la del comercio de bienes, pero también del afecto y de la palabra. En cada uno de esos casos el extranjero es una suerte de barquero. Hace notar que el ser de lo social es fluidez, circulación, que es un perpetuo devenir.
A título de ilustración y bajo la forma de un florilegio, podemos hacer estado de esa fluidez. No se trata, por supuesto, de ser exhaustivo, sino únicamente de subrayar algunos indicios tomados al azar, mostrando la importancia estructural del extranjero. Así, en su notable análisis de la Civilización Helénica, F. Chamoux describe minuciosamente todos esos extranjeros que componen a las ciudades griegas. La lista es impresionante y, además de los comerciantes stricto sensu, da cuenta de los refugiados políticos, de los mercenarios, de los artistas, de los filósofos y de los sabios, de los actores dionisíacos también, contribuyendo todos” a desarrollar en los espíritus el sentimiento de una cultura común y de una solidaridad étnica entre ciudades.; circulación de los hombres que, yendo de comunidad en comunidad, establece entre estas un fuerte lazo no institucional y favorece, en su sentido más fuerte, una cultura común.
Llevando el análisis un poco más lejos, Werner Jaeger, de quien conocemos el aporte en la comprensión de la formación del hombre griego, subraya a propósito de los sofistas viajeros que “circulando sin cesar de ciudad en ciudad, no tuvieron, por así decirlo, nacionalidad”. Esto merece resaltarse sobre todo cuando se sabe que dicha circulación era la expresión de una gran libertad ratificando a su vez la afirmación comunitaria y la virtud (areté) necesaria para el afianzamiento de aquella9.
Es interesante anotar que el genio del mundo griego reposa sobre la dialéctica existente entre el arraigo en una ciudad y la independencia, véase, el cosmopolitismo. Dialéctica que desemboca en este uomo universale, permitiéndole al pensamiento antiguo servir de fundamento y de referencia durable para la civilización occidental. En el marco de una sociología del conocimiento, la figura del poeta viajero es un modelo del género, en tanto pone el acento en la libertad del espíritu fecundando la cultura en su momento fundador, y abriendo las brechas cuando la civilización que de allí salió, tiende a cerrarse sobre sí misma, arriesgándose así a marchitarse. La “virtud” del mundo griego reposa en su apertura. Esta fue su grandeza y el secreto de su fuerza de atracción.
Una lectura similar puede hacerse del mundo judío que, por su posición, constituyó un lugar de paso, un verdadero crisol donde se elaboraron, primero la cultura judía y luego las diferentes culturas cristianas. La capacidad que la primera tuvo para perdurar en el tiempo, para resistir las diversas diásporas que vivió, seguramente debe mucho a su sincretismo original. En efecto, como lo señala un gran historiador del mundo judío, Ch. Guignebert, esa longevidad se hizo posible gracias a que ella supo entrojar nuevos elementos y por tanto evolucionar. Agreguemos que ha sido capaz de resultados particulares en diversos dominios, lo cual, por otra parte, le valió el odio ya conocido. De hecho, innumerables fueron los artistas, los sabios, los filósofos, los empresarios, que atestiguaron una creatividad desde todo punto de vista excepcional. Esta fecundidad resulta, sin duda, de su propia fecundación hecha de préstamos exteriores.
En su desarrollo sobre la “ética de los patriarcas. Max Weber muestra el papel desempeñado por el nomadismo y los diversos valores que le están ligados. La solidaridad tribal, la “salvaguarda personal”, el sentimiento de comunidad económica, la protección que ésta otorga al individuo. Todo ello se encuentra intrínsecamente ligado al itinerario de las primitivas tribus judías10. Y podría pensarse que se inscribió de manera profunda en la memoria colectiva. También ahí lo extraño y lo extranjero juegan un papel estructural, sin que esto quiera decir que el conjunto que aportan haya sido integrado en su totalidad. Por supuesto hubo elecciones, absorciones, también rechazos, pero la cultura judía, en su momento fundador, estuvo sometida a su presión. Es a partir de esta presión que se constituyó, lo cual le permitió después adaptarse a los mundos en los que se diseminó y resistir a las múltiples y particularmente atroces vicisitudes que hubo de afrontar.
Esos dos ejemplos atestiguan una trivialidad histórica que, sin embargo, es importante repasar, a saber, que la cuenca mediterránea ha sido un extraordinario lugar de encuentros de todo tipo. Es posible que esta circulación, de la que podrían señalarse muchas otras manifestaciones, no haya sido ajena a la potencia de las culturas que allí nacieron. Los poderes políticos se saturan rápidamente, la fuerza de las ideas les sobrevive ampliamente. Ahora bien, como es sabido: “el espíritu sopla donde quiere”. En su carrera atraviesa las fronteras, es fecundado por las diversas influencias que encuentra a su paso, a la vez que siembra en aquellos que se prestan al dinamismo de su impulso. El viento de la cultura se burla de las ilusorias barreras que se intenta erigir para proteger los diversos conformismos del establecimiento. En caso de ser necesario se transforma en tempestad, arrasando todo a su paso y se asiste entonces a la implosión de los imperios que se creían los más sólidos. Que éste sea violento o murmullo incesante, un viento así es la metáfora por excelencia de la circulación sin freno. Fuente de respiración, de inspiración. Aporta consigo los gérmenes fecundantes. Brevemente, es prenda de una vida siempre y de nuevo naciente, de una animación capaz de resistir a largo término la pesadez mortífera de lo que tiende a la esclerosis.
Contrariamente a lo que se ha convenido decir, la Edad Media es igualmente un momento de intensa circulación. En numerosos dominios los historiadores indican un nomadismo incesante que involucra a todas las capas sociales. La epopeya de las cruzadas, por ejemplo, traduce, más allá de las motivaciones religiosas, una innegable sed por otro lugar. Y se sabe que si los éxitos militares fueron más que débiles, el contacto con otras civilizaciones fascinó a buena parte de la nobleza europea. Las costumbres, los modos de vida, las maneras de pensar, la sexualidad, fueron modificados en más de un aspecto. Las canciones de gesta, la poesía, y en particular la filosofía, aprovecharon al máximo ese contacto. A tal punto que un emperador del Santo Imperio romano-germánico, Federico II de Hohenzollern, no dudó en adoptar para sí mismo y para su corte la fe, las maneras de ser musulmanas y en elaborar un sincretismo que dejó profundas huellas en la Italia del Sur y en Sicilia.
En el otro extremo de la escala social, E. Le Roy Ladurie constata un “semi proletariado rural sin casa, ni hogar” con un pronunciado gusto por “la manía de moverse” y por el nomadismo11. Más allá de los términos utilizados se puede pensar que no sólo los imperativos económicos están en el origen de esa errancia. Hay en esta popular manía de moverse una parte de imaginario. La búsqueda del Graal no es solamente aristocr ática, encuentra su expresión en bien distintas capas de la población. La “vuelta a Francia” de los Compagnons12, antes de haber sido integrados en las corporaciones, tanto como los viajes de iniciación de los jóvenes burgueses, sin olvidar los vagabundeos de los comerciantes, son ciertamente de la misma especie. Término a término, todos esos viajes son a la vez causa y efecto de un “espíritu del tiempo” particularmente móvil que sobrepasa lo constriñente y fijo de los estados sociales.
De otra parte, un término genérico servía para designar la forma paroxística de ese nomadismo. En efecto, el “goliard” es en la Edad Media lo que se podría llamar el intelectual no conformista, lascivo, lúbrico, errante, del que Francois Villon constituye la figura emblem ática. En las grandes ciudades europeas de entonces y más precisamente en París, el goliard re-encarna los valores dionisíacos de vieja data, cuyo dinamismo, un tanto anómico, sirvió de basamento para una vivaz creatividad poética. Sin plegarse a las reglas comunes de un social aséptico, ese no conformismo recuerda la fuerza y aspecto fundante de la anomía. Así mismo indica que ésta, siendo integrada a través de sus ritos específicos: borracheras, escándalos, desenfrenos, etc. lejos de ser nociva para el cuerpo social en su conjunto, le permite más bien encontrar una especie de equilibrio global, justamente al integrar toda esta parte oscura constitutiva del individuo, y que es conveniente canalizar socialmente so pena de verla resurgir perversamente en explosiones que serían entonces totalmente incontroladas.
En un marco particularmente sugestivo, Alain Gras, resumiendo las tesis del historiador Philippe Ariès, muestra como con relación a la domesticación de la época moderna, la Edad Media se había constituido esencialmente sobre la mezcla, el movimiento, el dinamismo lúdico y efervescente. Para citar algunos ejemplos cotidianos, los baños colectivos donde los sexos están mezclados, el vagabundeo de los escolares (pudiendo éstos tener 15 o 40 años), la inestabilidad de las parejas y la primacía acordada a la colectividad: linaje, familia extensa. El domicilio directamente abierto sobre la calle constituye una metáfora particularmente instructiva13. En cada uno de estos ejemplos lo que prevalece es algo móvil, no instituido. El sexo, la vivienda, la educación, el trabajo, no tienen la estabilidad o la delimitación precisa y funcional que será lo propio del mundo moderno, sino que se mantienen fundamentalmente ambiguos, polisémicos, en resumen, abiertos a la aventura con todo lo que ella tiene de indeciso, de azaroso, de no previsible.
La tendencia general de estos ejemplos (pudiéndosela considerar de alguna manera como una estructura antropológica que sería trivial no considerar), es que el nomadismo no está únicamente determinado por la necesidad económica o la simple funcionalidad. Su móvil es otro: el deseo de evasión. Es una especie de “pulsión migratoria” que incita a cambiar de lugar, de hábito, de compa ñeros, y ello para realizar la diversidad de facetas de su personalidad. La confrontación con el exterior, con el extraño y el extranjero es lo que permite al individuo medieval vivir esta pluralidad estructural dormitando en cada uno. Por supuesto que un nomadismo así, no es el hecho de toda la población, pero vivido de manera paroxística por algunos, nutre un imaginario colectivo global. En tanto tal, es parte integrante del conjunto social. Para remitir a las categorías de Simmel, el extraño, el extranjero, estructura al grupo como tal e inclusive, si lo es a contrario, es un elemento explicativo.
Haciendo un salto en el tiempo puede verse que ciertas culturas o sociedades van a asumir muy concretamente esta pulsión migratoria y hacer conscientemente de ello el fundamento de su estar-juntos. Así Portugal cuyo vasto imperio es testimonio del espíritu aventurero. Volteado hacia el océano, siempre fue atraído por lo lejano. Luis de Camoens, poeta portugués por excelencia, en sus Lusiades canta la importancia de la errancia sobre el vasto mundo y la función dinámica de la exploración. Señala así que el “genio del pueblo encuentra allí su realización”. Igualmente conocido es el papel jugado por el sebastianismo en la epopeya nacional: nombre de un príncipe desaparecido, Sebastián, del que se espera siempre el regreso, incita a aventuras y expediciones en países lejanos. El sebastianismo anima en profundidad al imaginario colectivo y F. Pessoa encuentra ahí un motivo de inspiración cuando celebra el “quinto imperio” por venir, en el curso del cual el pueblo portugués será de algún modo exaltado.
La famosa “saudade” propia del país y de sus habitantes quizás tenga su origen en ese amor lejano. Es, a la vez, nostalgia de un pasado aventurero y de un porvenir que encontrará su plena expresión en la efectuación de las potencialidades legadas por ese pasado. Inclusive un pensador positivista como Miguel Lemos, discípulo brasileño de Augusto Comte, no duda en celebrar en términos algo románticos la figura del caballero errante, enamorado de la belleza y de la aventura, como arquetipo dinámico del imaginario colectivo14.
Se puede plantear hipotéticamente que la “saudade” en cuestión y el espíritu aventurero que no deja de impulsarla, encuentran su raíz en la formación misma del pueblo portugués. Éste, a imagen de muchos otros pueblos europeos pero quizás de manera más asumida, resulta de una mezcla de poblaciones muy diversas. Gilberto Freyre consagra a ese fenómeno una parte de su libro más importante: Amos y esclavos. Muestra que la pulsión de migración del portugués tiene que ver con lo miscible, el arte de mezclarse. Arte que le hizo integrar las cualidades de los pueblos que compusieron a Portugal. Poco importa la veracidad histórica de este análisis. La metáfora antropológica es suficiente para mostrar que la cultura, en su momento fundante es plural, es efervescencia y no podría por ello mismo acomodarse a una situación fija, estable, pues correría el riesgo de marchitarse o de perecer de languidez. Un cuerpo social, cualquiera que sea, guarda la memoria de su errancia original. Es necesario que encuentre los medios para reavivarla. Con ello redinamiza la fuerza de su estarjuntos y le asegura, a largo término, una potencia específica.
Con el fin de continuar el ejemplo que acabo de dar, puede decirse que es por la fuerza de lo “miscible” que hemos tratado, empujado por el espíritu de aventura y animado por el espíritu del sebastianismo que Portugal ha podido realizar, bajo las condiciones conocidas, la edificación del Brasil. Hay muchas explicaciones posibles en lo concerniente a sus raíces. Pero algunas dadas por Freyre merecen atención. En particular cuando señala el papel jugado por el desterrado, el herético, inclusive el criminal, como miembros fundadores de una tierra por conquistar, de un imperio por fundar. Podemos citar esta sabrosa anotación: “es posible que en Brasil se hayan voluntariamente exiliado, con vistas a su poblamiento, individuos de los que sabemos vinieron aquí expatriados por irregularidad o excesos sexuales, por fornicar y copular, por usar magia amorosa, por bestialidad, afeminación o proxenetismo”. En efecto, para formar una sociedad sólida, era necesario enviar “superexcitados sexuales que pudiesen ejercer una actividad genética por encima de lo ordinario”15.
¡El propósito no carece de vigor! Pero se puede ampliar el debate. Es posible, en efecto, que la actividad genésica de esos “sementales dejados en toda libertad” no se reduzca únicamente a la reproducción de la población, sobre todo da cuenta de un potente vitalismo aplicable a los campos propios de todo acto de fundación. En esto los anómicos portugueses enviados a esas tierras lejanas, revivían el deseo de aventura de sus ancestros, creando con ello un nuevo país, redinamizando la potencia de la madre patria. La nostalgia por otro lugar engendra la errancia que a su vez favorece un acto fundador. La anomía y la efervescencia son fundaciones sólidas de toda nueva estructuración. En este ejemplo como para muchas otras conquistas de las que nos habla la historia humana, el amor por la aventura da cuenta de la fuerza de una cultura, sobre todo cuando ésta se arraiga en un imaginario que no se satisface con una institucionalización blanda y un tanto letárgica. Lo propio de la cultura, tomando el término en su sentido más fuerte, es favorecer lo que crece, así sea atropellando lo que podría entorpecer este crecimiento.
Para terminar con estas ilustraciones históricas, es posible referirse al papel jugado por la errancia en el Japón. En lo que ha podido llamarse “la isla absoluta”, el arraigo cultural es particularmente importante. El hecho de pertenecer a un lugar y a un clan es el fundamento de toda vida social. Esto no impide por tanto que, en los límites de esa insularidad, la circulación de las ideas y de los hombres va a servir de fermento a la estructuración social. Así, frente a los valores y costumbres de corte completamente fijo, poco a poco se elaboró una cultura popular que fue el hecho de la “gente de viaje”. Philippe Pons erige un sugestivo cuadro de estos saltimbanquis, monjes, mendigos, músicos, predicadoras practicantes del chamanismo, bailarines y artistas de todo género, que transgreden las fronteras aldeanas y provocan una importante mezcla social. Son ellos los protagonistas esenciales de las grandes epopeyas (.Los Dichos de Hogen”, de Heiji), igualmente están en el origen de los manipuladores de “bunraku. (marionetas de Osaka) que sirvieron de inspiración a los autores del “nô”, del “Kabuki” y otras expresiones populares.
También ahí la migración, con fuerte connotación anómica, va a ser el crisol de un imaginario social, incluso de un inconsciente colectivo cuyos efectos se observarán a largo plazo. Uno de ellos es una especie de inmanencia que frente a la finitud y al abandono que ésta suscita, hace necesario amoldarse a un mundo tal cual se da a ver y tal cual se da a vivir. Esto tiene por corolario una vivencia colectiva en modo alguno censurada por un orden moral trascendental. Las prohibiciones religiosas que encontramos en las diversas civilizaciones fueron así relativizadas por un hedonismo cotidiano.
Como en eco a esta transgresión de las fronteras que en la Edad Media había confirmado el enriquecimiento cultural, Philippe Pons pone en escena el barrio Shinjuku del Tokio contemporáneo, donde la movilidad, el flujo de individuos y de capitales, el aspecto efímero de cada cosa llega, de una parte, a lo que se puede calificar de integración de marginalidades y, de otra, a la ampliación de las potencialidades sociales. Así, frente a la uniformidad étnica que es sin duda la marca del Japón, podemos, gracias al frenesí de este barrio, encontrar una especie de melting pot fundado sobre la transgresión de las identidades y la interferencia de los códigos16. Ese mosaico de valores, de modos de vida, incluso de construcciones a más no poder diversas, es la expresión de un ritmo específico. Ritmo intenso donde la circulación desenfrenada de todas las cosas (de bienes como de símbolos) no deja de provocar una especie de ebriedad tanto para los habitantes de la ciudad que van allí a buscar un contrapunto para la monotonía de sus vidas, como para el extranjero de paso que, en cierto modo, se siente en su casa dentro de ese flujo donde el juego de las diferencias le permite reconocer tal o cual momento de la teatralidad global.
El asalariado se codea allí con el intelectual inconforme, las diferentes tribus urbanas hacen buena pareja, la profusión de objetos y de imágenes irresistiblemente induce a pensar en lo que el comercio tiene de más fuerte para la vida de las sociedades. Al mismo tiempo y esto es otra característica de la errancia, ese conjunto secreta un ambiente favorable para lo que el novelista Yves Simon, gran conocedor de Shinjuku, llama “la deriva de los sentimientos”. Y es esto lo que bien puede ilustrar el último ejemplo: todo conjunto social, cualquiera que sea, está fundado en una circulación “original. y no puede perdurar sin hacerle un periódico llamamiento o sin que ésta se inscriba en espacios particulares” En este sentido la errancia primitiva o puntual es una especie de “respiración” social que acentúa la dimensión estructural del intercambio.
Es interesante anotar que el mercader está siempre presente en los ejemplos citados. Esto merece atención. En su libro Civilización material, economía y capitalismo, F. Braudel no olvida ligar la errancia con el flujo de los intercambios17, insistiendo en el hecho de que este vínculo es el elemento de base de toda sociedad. Encontramos así la dialéctica fundamental entre lo instituyente y lo instituido. De una manera que sólo resulta paradójica desde una perspectiva positivista, lo anómico de un momento favorece lo canónico del mañana. Aquello que puede parecer improductivo o no racional tiene siempre una racionalidad propia con efectos económicos innegables. Se puede decir que la circulación del afecto, aspecto más visible de la errancia, conlleva la circulación de bienes. En un movimiento sin fin el mercado, en todas las civilizaciones, es el lugar donde estabilidad y desestabilización se conjugan armoniosamente.
Partiendo de los historiadores que analizan el desarrollo del comercio, hasta los sociólogos que estudian el papel de los centros comerciales contemporáneos, sin olvidar los novelistas atentos al aspecto festivo de las plazas públicas y de los mercados, hay una constante que resalta la animación, corolario de todos los intercambios comerciales.
Animación de la ciudad, de un país, de una región, de una corporación, poco importa la materia, la vida en general es causa y efecto de una intensa circulación. Desde ese punto de vista el mercado es por excelencia el lugar de la efervescencia. El intercambio de bienes va a la par con el intercambio de símbolos. El más descarado desenfreno se acomoda con el provecho y el espíritu de lujo. Es también en esos lugares donde las nuevas ideas se propagan, donde las herejías se difunden, donde las noticias se transmiten. Todo ello, en su más fuerte sentido, es la animación social.
Se trata de una banalidad que es bueno recordar por cuanto es cierto que se tiende a reducir el comercio a su dimensión estrictamente utilitaria. La errancia de la que nos hablan las historias humanas, la errancia fundante de la que hemos hablado, es plural y requiere una aproximación global. Remite a una realidad móvil y bulliciosa, aquella del trueque que en las sociedades más sedentarias está ahí, siempre al acecho, pronta a expresarse aún a riesgo de entorpecer las certezas establecidas y los diversos conformismos del pensamiento.
Los grandes imperios regionales sólo han podido constituirse sobre la mezcla multiforme. Es ella la que favorece la creación y las obras colectivas. Sean estas culturales, institucionales o del espíritu. Lo hemos visto en lo concerniente al contorno mediterráneo, a la Europa de la Edad Media, al mundo lusitano, o a la civilización japonesa. Esquema susceptible de encontrarse en muchas otras civilizaciones.
Al favorecer los contactos y los encuentros, la errancia, que por naturaleza es nebulosa, flexible, móvil, curiosamente encuentra su realización completa en sólidas construcciones. Ninguna agregación social escapa a esta ley. G. Duby veía en El tiempo de las catedrales la expresión de los “intercambios y las fusiones estéticas”18. La obra que de allí resultó no es despreciable. Si se otorga al término estética su sentido primero: el de emociones compartidas, debemos reconocer que la dinámica de lo inmaterial, salida de la mezcla económica y cultural del momento, produjo una obra material de primer orden. Es una metáfora apropiada para el aspecto fundante del nomadismo que, en tanto sabe escapar a la esclerosis de la institución, puede ser eminentemente constructor.
En apariencia paradójico, el tema del nomadismo constructor se encuentra con regularidad a lo largo de las historias humanas. Igualmente, es de notar que una nueva agudeza surge cada vez que un mundo se acaba. Así, en la tradición occidental, el Año mil o el Renacimiento vieron multiplicarse los movimientos milenaristas, las efervescencias místicas, los disturbios religiosos e irracionales de diverso orden. En cada uno de esos casos un imaginario colectivo se satura y, antes de que otro mito logre estructurarse, el pensamiento, los modos de ser, el espíritu religioso, erran un poco siguiendo vías laberínticas para ingeniarse nuevas experiencias de vida. En resumen, forman una especie de laboratorio donde, en una secuencia ensayoerror, se elabora minuciosamente la estructuración social por venir. Es entonces en esos períodos que retoma importancia el tema de la fuga frente a un mundo que se acaba. Lo que existe ya no satisface más. Las revueltas sociales o pequeñas rebeliones cotidianas se exasperan. Desaparece la confianza en los valores establecidos y a partir de ahí la sociedad deja de tener consciencia de sí misma.
Quizás sea algo de este orden lo que se observa en la linde del tercer milenio. Bajo diversas formas, músicas, filmes, pinturas, conversaciones anodinas, aburrimientos cotidianos o búsquedas a veces trágicas de paraísos artificiales, el ambiente del momento expresa un De contemtu mundi que deja estupefactos a los observadores sociales. Sin embargo, tal como ha sido muchas veces indicado por poetas, místicos, filósofos, y más recientemente por la psicología profunda, el abandono puede ser stricto sensu un crisol para una nueva vida. La alquimia aquí, aún de manera metafórica, tiene mucho que enseñarnos y la putrefactio es frecuentemente prueba de una metamorfosis o de una transfiguración de la realidad, individual y social19. Lo que estaba oculto en esos períodos históricos, incluso lo que era competencia del esoterismo, tiende a expresarse abiertamente aunque lo haga de manera caótica. Delante de esa efervescencia uno puede lamentarse. Puede incluso negarla, pero nada detendrá su curso. No hace más que señalar el rápido cambio que se está operando.
Tal como lo he indicado anteriormente, lo propio del cambio es ser doloroso. Es esencialmente traumático. Socialmente se expresa a través de grandes tensiones y se acompaña de todo tipo de destrucción. En el vacío de esas destrucciones se elabora y anida lo que está naciendo. Por extraña que sea la marcha social, por extraños que puedan parecer los valores que se esbozan ante nuestros ojos, es necesario estar atento. El juicio a priori nunca es de buen consejo.
Puede ser por completo inquietante cuando designa para la venganza pública a las clases peligrosas que no se pliegan a los esquemas pre-establecidos que se tienen de la evolución histórica. Así, ese trozo de valentía sacado del 18 Brumario de Louis Bonaparte donde, para estigmatizar a los partidarios del futuro emperador, Karl Marx declara que “al lado de lagartones arruinados, de dudosos medios de existencia, de aventureros, de desechos corruptos de la burguesía se encuentran vagabundos (…), rateros, charlatanes (…), rufianes encargados de casas públicas, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, estañadores, mendigos, en resumen toda esa masa confusa, descompuesta, flotante que los franceses llaman la bohemia”20. Cómo condenar mejor (procedimiento del que el estalinismo hizo el uso conocido) que amalgamando a todos aquellos que rechazando marchar acompasadamente, simplemente se ocupan de vivir por fuera de los caminos trillados.
La lista de los bohemios trazada por Marx es completamente heteróclita. Sin embargo es instructiva por cuanto hace el repertorio de aquellos que esencialmente escapan a una concepción económica de la existencia. Me refiero con ello a quienes para los que la economía de sí o la economía del mundo está lejos de ser el valor primordial. En ese sentido podrían considerarse marginales con relación a la tendencia general de la época. Pero se trataba de una marginalidad apuntando a una evolución futura. En efecto, con frecuencia los valores que una vanguardia elabora discreta o extravagantemente, tienden a capilarizarse en el conjunto del cuerpo social. Así el nomadismo de la bohemia del siglo XIX parece, en muchos aspectos, volverse moneda corriente en este fin del siglo XX. Los modos de ser y de pensar que podían calificarse como confusos, flotantes, descompuestos o simplemente aventureros, son en nuestros días ampliamente vividos por toda una serie de marginalidades tendientes a convertirse en la centralidad de la sociedad que está en curso de elaboración. Es en este sentido que la errancia, con relación a los valores burgueses establecidos, puede ser una prueba de creatividad en lo que a la postmodernidad concierne.
Al igual que el nomadismo participó en la construcción de civilizaciones anteriores, puede considerarse que contribuye en la construcción de la realidad social contemporánea. Sobre todo cuando sabemos, como lo han mostrado Peter Berger o Thomas Luckman, que esa construcción integra una parte nada despreciable de lo simbólico. En esta materia el acento se pondrá más en una sensibilidad ecológica que en una concepción económica del mundo. Ecología stricto sensu cuya importancia tiende a crecer en las distintas sociedades, pero igualmente ecología del espíritu que, desde un punto de vista epistemológico, tiende a considerar lo dado del mundo de una manera global, orgánica, o que de manera empírica acentúa las fuerzas de la vida o el dinamismo de la experiencia.
También ahí se trata de valores que estaban marginalizados, o por lo menos, relativizados en el apogeo de la modernidad. El mito prometeico triunfante no tenía nada que hacer con lo que estaba acantonado en la esfera de un romanticismo decadente. A lo sumo se le admitía en el dominio poético y ello mientras no interfiriera con la seriedad racional del mundo productivo. Inspirándose en un autor como J.J. Bachofen, puede decirse que el productivismo prometeico de la modernidad representa, de algún modo, una forma particularmente típica del modelo de sociedad patriarcal. El hombre en su aspecto conquistador somete a la naturaleza, la explota a su antojo, bajo el privilegio de la dimensión racional y de su corolario que es el desarrollo científico y tecnológico.
Muy distinta sería la sociedad matriarcal. Justamente ésta presta atención a las fuerzas telúricas, al vitalismo, en breve, a la naturaleza considerada como la compañera con la que es conveniente contar. Poco importa el esquematismo de este aná- lisis. En tanto que ideal tipo, puede permitirnos resaltar lo que podríamos llamar la sensibilidad ecológica. Sensibilidad atenta a lo que de arraigo tiene la existencia humana, de sensible y también de corporal. Cosas que ponen el acento en la dimensión emocional y afectual de la estructuración social. En este sentido se ha podido establecer una relación entre el matriarcado y el nomadismo. Bachofen se refiere a ello “the Hetaerist phase because woman.s role in it is to be promiscuos and unmastered, knowing no husband or father for her children”21.
Se trata de un ideal tipo, de una forma exagerada. Pero resalta la dimensión vagabunda de la vida que es a la vez fecundante, potente, bulliciosa, al tiempo que no se acomoda a las formas institucionales de dominación por ser demasiado racionales y singularmente abstractas. De la rebelión dionisíaca de las mujeres de Thebas, a lo que podríamos llamar la feminización del mundo postmoderno, pasando por los diversos fenómenos corporales y espirituales de la contemporánea Nueva Era, podemos reconocer el vitalismo irreprimible de un potente nomadismo que acentúa el aspecto instituyente de las cosas.
Las fuerzas telúricas de las que es cuestión a propósito el nomadismo matriarcal, son una buena metáfora de la movilidad esencial de toda cosa, a saber, de la pulsión que favorece el gasto, la pérdida en el todo indiferenciado de la madre naturaleza. Especie de regressio aduterum que de manera más o menos consciente aterraja a cada individuo. Quizás sea esto lo que resalta el ambiente erótico o la libertad sexual ligados a la errancia. Es la búsqueda indefinida de lo más profundo, del calor matricial perdido que uno se ocupa en encontrar. Acordándose del paraíso perdido y no satisfaciéndose con la estabilidad ofrecida por la positividad del mundo establecido, el errante se empeña en una serie de experiencias a menudo peligrosas, siempre trágicas, permitiéndole revivir la plenitud perdida. Para este propósito resulta instructivo el mito de Dionisos y sus bacantes. Loca carrera hacia la fusión, la confusión. Huyendo del entorpecimiento de la ciudad demasiado aséptica, el séquito impetuoso de las bacantes encuentra la verdadera animación, la de la efervescencia natural, la del vitalismo. En este sentido el “orgiasmo” dionisíaco, el de las emociones colectivas exacerbadas, alcanza una especie de sabiduría demoniaca.
En efecto, como lo indica C.G. Jung, Satán es el “hijo errante. de Dios” Hijo errante que puede asemejarse al caballero en la búsqueda del Graal en tanto es a través de las pruebas, de los errores, de los malos golpes y otras torpezas, que se asume e integra la parte sombría de la naturaleza humana22. Viéndola de manera a veces paroxística, el nómada aprende por “un saber incorporado” que él también está modelado en barro. Comprende así que el mundus est immundus y que es conveniente vivir esa realidad. Haciendo esto, viviendo situaciones impermanentes, ritualiza y domestica la gran impermanencia de la que la muerte es la expresión acabada. Esto recuerda el orgiasmo dionisíaco: la pequeña muerte sexual es una manera homeopática de comprender que el hombre es un “ser para la muerte”.
Hay una errancia erótica que el racionalismo prometeico había logrado ocultar y que vuelve a ponerse en escena. A la imagen del desenfreno de las bacanales antiguas, el sexo ya no se asimila a la simple reproducción. Simplemente ya no está establecido en la “economía” de la familia nuclear. Se vuelve errante. Sea para lamentarse o a veces para felicitarse, hay de hecho un cierto acuerdo entre los observadores sociales para decir que se asiste a una relativización de la moral sexual. La lista de esas manifestaciones es demasiado larga y no es este mi propósito pero, desde el Minitel amistoso a la red de Internet, del intercambio de parejas sexuales a la multiplicación de los compañeros, del incremento de los divorcios a las familias recompuestas, la lista está lejos de cerrarse, nos enfrentamos al retorno del nomadismo sexual.
Cada una de esas formas no es, por lo demás, exclusiva. Así, una pareja bien establecida puede ir a la par con la práctica ocasional del sex group, la prestancia social con la frecuentación de “boîtes à partouzes”23. El denominador común no es la liberación tal cual fue reivindicada en los años sesenta, sino modos intersticiales de libertades, sin ideologías afirmadas y empíricamente vividas. Libertades emparentadas con las del errante en diversos periodos históricos y diversas civilizaciones que traducen la necesidad de aventura, el placer de los encuentros efímeros, la sed de otro lugar y, en definitiva, la búsqueda de una fusión comunitaria.
Puesto que curiosamente esta errancia, por el aspecto trágico que es el suyo, enfrentada como lo está a la muerte “aquella de la intensidad precaria de las relaciones o del riesgo omnipresente del sida” remite a un ideal comunitario. Esto se manifiesta en los diversos signos del reconocimiento tribal: aretes, indumentarias, modos de vida miméticos, hábitos lingüísticos, gustos musicales y prácticas corporales, cosas estas que trascienden las fronteras y son testimonio de una común participación en un espíritu del tiempo hecho de hedonismo, de relativismo, de presentismo y de una sorprendente energía concreta y cotidiana que difícilmente se deja interpretar en términos de finalidad, de sentido de la historia u otras categorías económico-políticas con las que acostumbramos a analizar el vínculo social.
Hay una común participación en este espíritu del tiempo. Quizás sea esta la particularidad esencial de la postmodernidad. Por mi parte, utilizando tanto la metáfora del “tribalismo” o la expresión “ideal comunitario”, insistí en la saturación del sistema interpretativo ligado al individuo o al individualismo eje de la vida social. Más allá o más acá de las racionalizaciones o las legitimaciones a priori, es el grupo fusional el que empíricamente prevalece. Y como el apólogo dionisíaco puede ayudarnos a pensarlo, hay un misterioso enlace entre la errancia y la comunidad. En este sentido y para retomar una expresión de Gilbert Durand, la figura de Dionisos bien podría ser el “mito encarnado” de nuestra época. En efecto, el nomadismo implica formas de solidaridad concretas. A partir del momento en que el día a día que vivimos es trágico, lo cual expresa el presentismo o el instante eterno vivido en tanto tal y no restituido a una dramática Historia en marcha, desde ese momento, sin que esto sea objeto de una teorización abstracta o un proyecto tornado hacia lo lejano, hay que practicar cotidianamente la ayuda mutua, intercambiar los afectos y expresar las solidaridades de base. A la extensión del proyecto abstracto responde la intensidad de las relaciones cotidianas. Para decirlo en términos más clásicos y comprendiendo la expresión en un sentido más estricto, la socialidad va a reposar en un interaccionismo simbólico informal y a la vez muy sólido.
Para enfatizar, podemos referirnos a lo que fue el compagnonnage a partir de la edad media, donde la libertad y la errancia de cada compa ñero se articulaba por lazos estrechos, ritos precisos, lugares de encuentro establecidos, códigos y modos de vida que eran como otros tantos signos de reconocimiento estrictos a más no poder. Puede decirse que el espíritu del compagnonnage revive en numerosas prácticas contemporáneas. Crea una especie de francmasonería viviendo, sin forzosamente tener conciencia, los valores humanistas por ella reivindicados. Valores en los que la preocupación por el presente se une con la preocupación por la fraternidad, donde el hombre libre sólo tiene sentido en la comunidad libre en la que se inserta.
Podemos igualmente remitir al anarquismo que tuvo mala prensa en la mentalidad política moderna, precisamente porque desconfiaba de todo poder suspendido y establecido. El pensamiento libertario, bien definido por Élisée Reclus (.El orden sin el Estado.) marcaba el acento en la coenestesia interna del mundo natural y social. Es decir sobre un orden no impuesto desde el exterior sino que encuentra su realización en el sometimiento espontáneo de los individuos, los unos con relación a los otros. En cierto modo un “orden de las cosas”. Esta espontaneidad puede parecer en el mejor de los casos utópica, y en el peor, necia. Sin embargo halla eco en la sensibilidad ecológica contemporánea que rechaza instintivamente toda manipulación o poder exterior “económico, político, científico” y confía mucho más en la propensión común hacia la auto organización, sea ésta natural o social.
Del compagnon al libertario hay un hilo rojo, tenso pero infrangible: el de la solidaridad de base y de los valores que le están ligados. En la “Vuelta a Francia. o errando fuera de las instituciones, o por lo menos no siendo esclavos de ninguna, unos y otros enfatizaban la importancia de la experiencia vivida y el sentido de lo concreto que ésta podía inducir. Esto es lo que está en juego en las tribus postmodernas donde la desconfianza respecto de las ideologías y los grandes valores universales va a la par con una innegable generosidad de ser, inclusive con sus acentos anómicos e inconformes.
En la efervescencia de las situaciones de sublevación tanto como en la marcha de la vida cotidiana se expresa, en filigrana, un poderoso intercambio simbólico donde lo material y lo espiritual encuentran su lugar, donde la imaginación y lo real hacen buena pareja y sobre todo donde, cualquiera sea su ideología, su raza, sus convicciones, es la preocupación por el otro lo que prevalece. Podría decirse que esa tolerancia, entendida aquí en su fuerza afirmativa, es sin duda la consecuencia directa de una libertad de espíritu, o de un nomadismo que no se reconoce ya en los encierros institucionales de cualquier tipo, sino que halla su origen en un enfrentamiento común del destino, vivido de manera proxémica. Quizás todo ello constituya la potencia de una socialidad que no tiene qué hacer con los discursos catastróficos o con las crispaciones dogmáticas, exhibiéndose con insolencia de manera jubilosa a través de todos esos fenómenos sorprendentes en tiempos de crisis, que son los movimientos caritativos, las explosiones lúdicas, el sentido de la fiesta y otras acciones “benévolas” que en modo alguno son reductibles a la concepción económico-política del mundo moderno.
La libertad de tono y aspecto secretada por el ambiente libertario no es, en modo alguno, el índice de una ideología individualista o de algún narcisismo efímero. Es importante prestar atención al hecho de que lo que está en cuestión aquí no es un “yo” empírico, aquel del ego de la tradición occidental en general y del cartesianismo en particular. Más bien y por contagio, es aquello que el budismo llama el “yo original”. Los diversos sincretismos religiosos o filosóficos son testimonio de ello. Las prácticas de la Nueva Era lo muestran gustosamente, las búsquedas espiritual-corporales dan fe. Estamos confrontados a una cierta orientalización del mundo. Es el fruto del nomadismo contemporáneo: ha tomado prestado de diversas civilizaciones elementos que el racionalismo triunfante había, bien sea ocultado, bien sea marginalizado, para convertirlo en el centro de la socialidad contemporánea.
La libertad del errante no es la del individuo ahorrativo de sí y del mundo, más bien la de la persona que de manera mística busca “la experiencia del ser”. Ésta, y es por ello que se puede hablar de mística, es ante todo comunitaria. Necesita siempre de la ayuda del otro. Pudiendo el otro ser el de la pequeña tribu a la que se adhiere o el gran Otro de la naturaleza, o el de tal o cual deidad. El dinamismo y la espontaneidad del nomadismo radica justamente en desdeñar las fronteras (nacionales, civilizatorias, ideológicas, religiosas) y de vivir concretamente algo universal, lo que antes he llamado los valores humanistas.
Entonces nada que sea egoísta o replegado sobre sí; por el contrario, el viento del espíritu llevando a su paso los valores antropológicos originales y sembrando así una especie de inquietud en el seno de lo que tiende a establecerse. A título de comparación podemos referirnos a aquellos que algunos historiadores de la Biblia llaman los “profetas del espíritu”, quienes recuerdan a los sedentarios las virtudes de “solidaridad, fraternidad y búsqueda espiritual característicos del nomadismo”24. Es esto lo propio de la libertad del errante: expresar una fuerte personalidad que sólo toma su sentido en el seno de un grupo fuertemente cohesionado. El primer término de esta proposición puede prestarse a confusión, e inducir a algunos observadores a hablar de una acentuación del narcisismo. Pero hay que insistir sobre el hecho de que curiosamente la afirmación de la personalidad se arraiga en el mimetismo, en los diversos modos conocidos, en resumen, en lo que G. Tarde llamaba las “leyes de la imitación”. De hecho todo eso es una manera de escapar a la gregaria soledad propia de la organización racional y mecánica de la vida moderna. Fundada sobre la autonomía (el individuo es su propia ley), ésta ha engendrado una serialidad que acaba en la desestructuración del cuerpo social cuyos perjuicios son ahora patentes. Por el contrario, cuando el errante transgrede las fronteras hace un llamamiento, quizás no consciente, a una especie de heteronomía: la ley viene del otro, no se existe sino en función del otro, lo cual vuelve a dar al cuerpo social su densidad y su significación concreta.
Lo veremos luego, pero hay una soledad que favorece la integración en la comunidad. La del monje por ejemplo, que sólo se comprende con relación al cuerpo místico de la Iglesia. Una soledad que no se remite al «yo» empírico e individualista, sino al ser original del que cada uno hace parte. El culto renaciente a la naturaleza, la multiplicación de los fenómenos tribales, son otros tantos indicios de la dialéctica existente entre la soledad y la pérdida del individuo en la globalidad. Es lo que a su manera Heidegger recuerda: “porque la soledad tiene ese poder originario, no de aislarnos sino de sacar, desligándolo, el Dasein entero en la vasta proximidad de la esencia de todas las cosas”25. Más allá de la terminología del autor podemos notar que es estando desligado, es decir libre con relación a las instituciones de toda especie, que es posible comulgar, estar en correspondencia, vivir una forma de religancia con la naturaleza circundante y el mundo social.
Con ello se establece una especie de correspondencia mística. La del encuentro con el “azar objetivo” caro a los surrealistas, aquella aún más banal inducida por el desarrollo tecnológico contemporáneo (minitel, internet), o aún los encuentros fortuitos en las vacaciones, el trabajo, las aglomeraciones festivas o los agrupamientos religiosos. Así, el errante puede ser solitario, no por ello está aislado puesto que participa de manera real, imaginaria o virtual en una comunidad vasta e informal que, aunque no inscrita en la duración, es sólida por cuanto sobrepasa a los individuos particulares y alcanza la esencia de un estar- juntos fundado sobre los mitos, los arquetipos. Renace en pequeñas comunidades puntuales donde se expresa con tanta más intensidad cuanto se siente pasajera la circulación de los afectos y de las emociones de las que no se dirá nunca suficientemente el papel que juegan en la estructuración social.
Sobre esta comunidad en punteado, causa y efecto del nomadismo, sobre esos encuentros fugitivos de las calles y las miradas que se cruzan, dejemos aquí la palabra al poeta. Es un extracto del soneto A una transeúnte de Las Flores del Mal, donde Charles Baudelaire cristaliza la carga erótica de esos encuentros sin continuidad que por sedimentaciones sucesivas y de manera no consciente, elaboran la trama misma de la socialidad en lo que tiene de inmaterial y por tanto de solidez. Esto constituye lo que yo llamo la esencia del estar-juntos.
La calle aturdidora en torno mío aullaba.
Alta, fina, de luto, dolor majestuoso,
Se cruzó una mujer. Con un gesto precioso
recogía la blonda que la brisa agitaba.
Y era ágil, noble, con su pierna de escultura.
Yo bebí en el instante, embriagado y crispado,
en su pupila –;cielo de tormenta preñado–
placer mortal y a un tiempo fascinante dulzura.Un relámpago… ¡y noche¡ Fugitiva beldad
cuya mirada me ha hecho de pronto renacer
¿no he de volver a verte sino en la eternidad?¿Lejos, lejos…, o tarde…, cuando no pueda ser
¡Pues dónde voy no sabes, ni yo sé a dónde huiste,
¡tú, a quien yo hubiera amado, tú, que lo comprendiste¡26
1 Este texto es la traducción del segundo capítulo del libro de Michel Maffesoli, intitulado Du nomadisme. Vagabondages initiatiques, París, Le Livre de Poche, 1997.
2 Cf. E. Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religeuse, PUF, 1968, p.499, nouvelle édition, Le Livre de Pôche, 1991.
3 N.T. “Reliance”, una de las etimologías de la palabra religión, re-ligare o religancia utilizada por Bol de Balle y que M. Maffesoli retoma, a pesar de la duda que tiene sobre esta etimología, “como una manera pertinente de comprender el vínculo social”. Anotación extraída del libro del mismo autor, El tiempo de las tribus, Barcelona, Icaria, 1990, p 143 y 151.
4 Cf. G. Durand, Les structures anthropologiques de l.imaginaire, Bordas, 1969 p. 77-79.
5 D. Weinstein, Savonarole et Florence, Calman. Lévy, 1973, p.42-43; cf también sobre la “nostalgia del nomadismo”, J. Duvignaud, Le Jeu du jeu, Balland, 1980, p. 102-132. Sobre la noción de “régrédience. cf. M. Cazenave et P. Solie, Figures de l.éros, ed. Poésies- Radio France, 1986, p.163.
6 R. Park, cit. In R.H. Brown, Clef pour une poétique de la sociologie, Actes Sud, 1989, p.263, cf. También el libro XXX de M. Anderson, Le hobo sociologie du sans-abri, Nathan, 1993.
7 J-C. Rufin, L.Empire et les nouveaux barbares, J-C. Lattès, 1991, p. 73, 65 y 84; cf. Igualmente el libro de M.F. Baslez, L.étranger dans la Grèce antique, Les Belles Lettres, 1984.
8 Cf. Por ejemplo G. Simmel, Soziologie, Leipzig, Dunker und Humboldt, 1908, p. 685-691; cf. Igualmente una aplicación de esto en M. Xiberras, Les théories de l.exclusion, Méridiens- Klincksiek, 1993, p. 55-59. Sobre la atracción en general, cf. P. Tacussel, L.Attraction sociale, Méridiens-Klincksieck, 1984.
9 Cf. W. Jaeger, Paideia, la formation de l.homme grec, Gallimard 1964, p. 345 y F. Chamoux, La Civilisation hellenistique, Arthaud, 1981, p.224.
10 Cf. Weber, Étude de sociologie de la religion, Plon, 1965, p.71.; cf. también Ch. Guignebert, Le monde juif vers le temps de Jésus, Albin Michel, 1950, p. 113-115.
11 Cf. E. Le Roy Ladurie, Montaillou, village occitan, Gallimard 1975, p.109- 110; cf. Igualmente P. Alphandéry, La chrétiénté et l.esprit des croisades, Albin Michel, 1954.
12 N.T. “Compagnon.: aprendiz de un oficio que trabaja de oficial antes de ser maestro. “Les Compagnons. es el nombre dado al gremio de obreros o artesanos que han adquirido la pericia de su oficio siendo oficiales al lado de varios maestros. La “vuelta a Francia. se refiere al recorrido que el aprendiz hace por diferentes “talleres. antes de poder él mismo ser maestro.
13 Cf. A. Gras, Sociologie des ruptures, PUF, 1975, p.182 y Ph. Ariès, L.Enfant et la vie familliale sous l.Ancien Régime, Seuil, 1969. Cf. Igualmente, O. Dobiache Rojdesvensky, Les Poésies des Goliards, Rieder, 1931.
14 Remito al desarrollo que he hecho sobre ese punto: M. Maffesoli, L.Érrance ou la conquête des mondes. Cf. También F. Pessoa, Oeuvres, T. V, Édition La Différence, 1991 y M. Lemos, L. de Camoens, Rio de Janeiro, 1924. Sobre el sebastianismo cf. L. Valensi, Fables de la mémoire, Seuil, 1992.
15 G. Freyre. Maîtres et esclaves, Gallimard, 1974, p. 51. Cf. El análisis de J. Machado, Les anges de la perdition. Future et présent de la culture brésilienne, CEAQ, Paris, V, 1995.
16 Cf. P. Pons, D.Édo a Tokyo, mémoire et modernité, Gallimard, 1988, p.40-43 y p. 307-309.
17 Cf. F. Braudel, La civilisation matérielle, 1979, t. 2, p. 11 y más generalmente ch.1.
18 G. Duby, Le temps des cathédrales, París, 1977, p.47. Cf también M. Maffesoli, Au creux des apparences, pour une éthique de la sthétique, 1990, Le Livre de Poche, 1993; y sobre los centros comerciales R. Freitas, Centres comerciaux: îles urbaines de la posmodernité. L.Harmattan, 1996.
19 Cf. el ejemplo de Florencia dado por D. Wenstein, Savonarole et Florence, Calman- Lévy, 1973, p.85. Sobre la alquimia cf. F. Bonnardel, Philosophie de l.alchimie, PUF, 1993 y C.G. Jung, Psychologie et alchimie, Buchet- Castel,1970.
20 Citado por A.G. Slama, Les chasseurs d.absolu, Ob. Cit, p.134.
21 J.J. Bachofen, Das Mutterrecht (1861) citado por M. Green, The Von Richtofen sistrs, New York, Basic Books, 1974, p. 81. Ver igualmente E. Morin, La Méthode, Seuil y M. Maffesoli, La raison sensible, Grasset, 1996. Sobre la construcción simbólica cf. P. Berger y T. Luckman, La construction sociale de la réalité, Méridiens-Klincksieck, 1986. Cf. también J.M Berthelot, Les vertue de l.incertitude, PUF 1996 y A. Akoun, La communication démocratique et son destin, PUF, 1994.
22 Cf. C.G. Jung, Réponse à Job, Buchet- Chastel, 1964. Cf. E. Jung y M.L. Von Franz, La légende du Graal, Albin Michel, 1988.
23 Remito a mi libro, M. Maffesoli, L.ombre de Dionysos, contribution à une sociologie de l.orgie, 1982, Le Livre de Poche, 1991. Cf. también I. Pennachioni, De la guerre conjugale, Mazarine, 1986, p. 89 y 91, y las investigaciones sobre el minitel hechas por Rosa Freitas y U. Ceria. (Salas de fiesta dedicadas al intercambio de parejas - Nota del traductor-)
24 A. Abécassis, La pensée juive, Le livre de Poche, 1987, t. 2, pg 56.
25 Citado por T. Adorno, Le jargon de l.authenticité, Payot, 1989, p. 80. Sobre la “religancia”, cf. M. Bolle de Bal, La tentation communautaire, Bruxelles, ULB, 1984 y Maffesoli, Reliance, image et émotion in Boll de Bal, Voyage au coeur des sciencies sociales, L.Harmattan, 1996.
26 N.T. Tomado de la traducción de Ángel Lázaro, Madrid, EDAF, 1985, p.175.
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