Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Jaime Arocha Rodríguez *
* M.Phil y Ph.D, Columbia University, Nueva York. Profesor asociado del Departamento de Antropología. Coordinador de la línea de investigación Violencia y paz, y Centro de Estudios Sociales (CES), Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Colombia. Académico visitante Rockefeller, Universidad de la Florida (Gainesville, 1996). Director del programa de investigación Los baudoseños: convivencia y polifonía ecológica. Su último libro Los ombligados de Ananse está próximo a publicarse dentro de la colección del CES.
Respondo a la invitación que formula la revista Nómadas para participar en el debate sobre la creación de nuevos sujetos del pensamiento social con aportes de la introducción del libro Los Ombligados de Ananse.
Con el nombre de Los Ombligados de Ananse me propongo, en primer lugar, rendir homenaje a un evento fenomenal de la memoria colectiva de los africanos y sus descendientes: por lo menos desde 1640, cuando se inició la deportación masiva de cautivos de afiliación fanti-ashanti (Maya 1998a), pueblos del golfo de Benín en el África occidental, del Caribe insular y continental y del litoral Pacífico colombo-ecuatoriano han mantenido viva la tradición referente a la deidad subversiva Anancy, Miss Nancy o Ananse. En segundo lugar, intento que la publicación que en este momento está en proceso de edición impacte la conciencia histórica y geopolítica de los afrodescendientes colombianos.
Obro de este modo contra el eurocentrismo posmodernista que antropólogos como el inglés Peter Wade reiteran al afirmar que “[…] gran parte de la cultura negra procede de fuentes europeas […]” (1997: 19), así sea mutilando la información histórica y etnográfica referente a la impronta de rebeldía contra la pérdida de libertad que venía desde África y que se mantuvo viva en los cabildos de negros en Cartagena, y que hoy pervive en los cuagros del Palenque de San Basilio, las danzas de congos del carnaval de Barranquilla (ver Wade 1997: 130) o en las historias de Ananse y sus hermanos como tío Tigre.
Es reaccionario alejar la mirada del papel que jugó el tambor para convocar a la rebelión clandestina y más bien trivializar la importancia de la danza y la mú-sica afroamericanas en términos de la perfección del objeto sexual que para los amos blancos representó la mujer esclavizada (ibid.: 299) o de “[…] ciertas características culturales [que tenían los negros en África o los traídos al Nuevo Mundo y] los hacían buenos semilleros para el cultivo de las ideas que la sociedad colonial blanca tenía de sí misma […]” (ibid.).
También son reaccionarias las alertas del mismo Wade (1997: 19, 20) o de sus discípulos colombianos como Eduardo Restrepo en el sentido de las supuestas amenazas políticas que podría conllevar la reivindicaci ón de los legados de africanía. La historia muestra que mucho más peligrosa ha sido la negación de las memorias de insumisión africanas. Sus efectos erosionadores de la autoestima de los afrodescendientes han estado a la vista durante los últimos cuatrocientos años.
Los ombligados de Ananse son los iniciados en la hermandad de Araña, el dios y diosa de los pueblos fanti-ashanti del golfo de Benín. Odioso para los esclavizadores por su amoroso egoísmo, humor negro, petulancia, y por la ubicuidad que lo puso en los barcos de la trata negrera que hizo esclavos a los africanos. Odiosa para los esclavistas por la astucia que liberó esclavizados, tejió redes de cimarrones, de cabildantes negros e insumisos en Cartagena, y de bogas mensajeros que remaban los champanes por el Magdalena. Se volvió negro cimarrón Zambe, bisexual, bailador incansable en los carnavales de Mompox, donde cada año castra a su hermano Tigre, que también se vino desde el África occidental, con conejo, cuervo, gato y la épica de los trucos que Ananse practica en los bosques de Ghana.
Como puede caminar por encima y por debajo del agua, llegó a las selvas del Pacífico y por un hilo que fue sacando de su barriga bajó por el manglar a los esteros. Niños y niñas aprenden a imitarla con la complicidad de sus papás, que les ayudan poniéndoles polvos de araña en la herida que deja el ombligo al desprenderse.
Ricardo Castillo se parece a los yolofos del Senegal, pero más bien se identifica con los mestizos colombianos. La historia que aprendió en la Universidad Nacional de Medellín no le sirvió para preguntarse si las ombligadas de Ananse que veía por allá en el Patía, en verdad, eran cosas de indio1. Yo a nadie le había oído algo así. Por eso le dije que Anansi es una voz del idioma akán y está emparenteada con Kwaku Ananse, Annnacy y Nansy, como muchos pueblos de la Costa de Oro del África occidental bautizan a una de las encarnaciones del creador del caos (Gómez Rodríguez 1997: 9). En Costa Rica, Belice, Nicaragua, Panamá, Surinam y en las islas de Jamaica, Saint Vincent, y Trinidad y Tobago también conocen al embaucador Anansi, a quien además apodan Bush Nansi, Compé Nansi y Aunt Nancy, y «[…] en el archipiélago colombiano [de San Andrés y Providencia] Anansi ha sido llamada Miss Nancy, […] Gama Nancy [y] Breda (brother, hermano) Nancy» (ibid.: 72; Pomare 1998).
Como Castillo insistía en que los negros habían aprendido de los indios a ombligar con Ananse2, terminé por preguntarme si a los africanistas y afroamericanistas les faltaba información, y me puse a leer a Fernando Urbina:
La ombligada es una práctica mágica de los indígenas embera del Chocó con la cual se busca potenciar al recipiendario para efectuar de manera notable una actividad específica. También sirve para neutralizar ciertas acciones […] La fuente de donde se extrae esa fuerza pertenece al mundo […] animal. Ciertas propiedades específicas de las bestias, que encuentran en grado menor su equivalente en el hombre, le pueden ser transmitidas a éste mediante la acción ritual de una persona que tiene el poder de ombligar […] no a la manera de una cosa que se toma, usa y deja, sino de un emparentarse […] en una comunión (1993: 343).
En agosto de 1973 [Urbina tuvo…] la oportunidad de dialogar con Cachí, una encantadora abuela embera; su sobrino, Pascacio Chamorro, [le] sirvió de intérprete:
Se cogen [las partes del animal] y se raspan sobre una tabla nueva de balso. El polvito se revuelve con achiote diluido en agua o […] con aguardiente. Eso se le unta al ombligado comenzando por encima de la parte del dedo corazón de la mano derecha, desde la uña hacia la muñeca; luego se sigue con los otros dedos, finalmente desde la muñeca hasta la nuca, donde se fricciona repetidas veces; después se sigue con el otro brazo (no se unta en todo el dedo, ni en el brazo; sólo se traza una línea sobre ellos). También le dan de comer del raspado (ibid.: 346)
Aún no entiendo cómo es que un sobijo por los brazos, la espalda y la nuca merece el apelativo de ombligada, ni cómo es que los embera terminaron dándole el mismo nombre al mismo animal que en el golfo de Benín los antepasados de los afrochocoanos habían bautizado Anansi. Esos afrocolombianos se denominan a sí mismos libres. Ellos, en cambio, no se ombligan cuantas veces lo consideren necesario, sino una sola vez, aunque en el Baudó sí existen dos rituales focalizados en el ombligo del recién nacido.
El primero se celebra cuando alguien nace y la madre entierra la placenta y el cordón umbilical debajo de la semilla germinante de algún árbol, escogido por ella y cultivado en su zotea desde que supo de su preñez. La zotea consiste en una canoa desechada, un cajón grande o unas ollas viejas que ella coloca cerca de la casa sobre una plataforma de palos y rellena con esa tierra que las hormigas dejan a la entrada de sus hormigueros. Con sus hijos, la trae del monte para sembrar aliños para el tapao, descansel (Amapanthaceae, Suárez 1996) para hacerse baños durante la menstruación, en fin, yerbas para la pócima que amarre al marido y disuada a la amante de él (ibid.). En lugares del alto Baudó, como Chigorodó, las zoteas siempre tienen cocos en retoño, con los cuales las madres hermanan a su descendencia. Cada niño o niña distingue con el nombre de mi ombligo a la palmera que crece nutriéndose del saco vitelino enterrado con sus raíces el día del alumbramiento.
En Surinam los miembros del Winti, una religión emparentada con el Vudú del actual Benín, tienen ceremonias comparables. Sus practicantes femeninas no sólo toman los mismos baños rituales de las afrobaudoseñas (Stephen 1998a: 73), sino que también entierran la placenta y «[…] sobre ese punto del jardín plantan un árbol» (ibid.: 72, traducción del autor)3.
La segunda y última ombligada baudoseña ocurre cuando es necesario curar la herida que deja el ombligo al separarse del cuerpo. Como en otros lugares del Afropacífico, antes de realizar el rito los padres tienen que haber escogido un animal, planta o mineral cuyas cualidades formarán parte del car ácter del niño o niña y las cuales irán siendo incorporadas a partir de que se esparzan los respectivos polvos sobre la cicatriz umbilical (Friedemann 1989: 102). Por esta razón es usual que, al observar a alguien, la gente trate de inferir cómo fue ombligado. María Elvira Díaz Benítez (1998: 94) anota que en Timbiquí atan la mirada triste de una persona con ombligadas de dormidera; la arrechera de las muchachas lindas, con la pringamosa, y la de los hombres, con la Patasola.
En Surinam, el ombligo también es objeto de interés. Una vez desprendido, «[…] se guarda para preparar medicinas que se le dan al niño en caso de que tenga alucinaciones con un jinete cabalgante» (Stephen 1998a: 72)4. Al interrogarlo sobre esos remedios, el médico Henri Stephen (1998b) describió algo idéntico a las botellas balsámicas o rezadas del Chocó.
Empero, Ananse es lo que menos tendría que ver con una simple apropiación ambiental. Se trata de un animal que los esclavizados deificaron por su autosuficiencia: del cuerpo teje su vivienda que además usa para procurarse su comida (Oakley Forbes, citado por Gómez Rodríguez 1997: 90). En esta introducción reafirmo que Anansi saca de sus entrañas la red que une a África con América.
Paradigma de astucia y supervivencia, Anansi embauca, engaña y crea el caos, pero también reta a deidades más poderosas que ella, de quienes roba el fuego para dárselo a la gente (Gómez Rodríguez 1997: 9, 49, 50). La responsabilidad «prometeica» de la heroína africana pervive en el Chocó, además de sus conductas irreverentes y sacrílegas. Don Pío Perea, director de la Defensa Civil en el Chocó, le contó a Nina de Friedemann de aquel día cuando
[…] la araña era sacristán como yo en ese tiempo y […] por comerse unas hostias la iban a matar. Entonces, Anansi se subió a la torre más alta de la iglesia y, repicando las campanas, gritó con una voz delgadita:
«Si Anansi muere, el mundo se acabará, la candela se apagará para siempre, la gente se acabará también».
El cura se fue a ver quién tocaba las campanas anunciando semejantes desastres, pero como Anansi era tan liviana, con ese cuerpo tan chiquito, no la vio y pensó que era una voz del cielo.
Mientras tanto, la condena a muerte fue suspendida, porque la multitud de gente así lo pidió. Pero con la condición de que dejara las malas mañas y trabajara […] (Friedemann y Vanín 1991: 189, la cursiva es mía).
Como puede tener cualidades masculinas y femeninas, es de la misma filiación de Esú o «[…] Eshu, Exú, Elegbara, Elelgba, Legba o Eléggua [deidad yoruba5 conocida] en México, Cuba, Haití, República Dominicana, Brasil y Surinam […] [oricha que en] el Brasil fue liberador de esclavos y por ende el mayor enemigo de los esclavistas» (Gómez Rodríguez 1997: 93).
Además del título de este libro, Los ombligados de Ananse representa una intención para llevar a cabo nuevas investigaciones sobre los vínculos entre África y América. En el Afropacífico esas pesquisas tendrán que averiguar con qué frecuencia Ananse encarna al embaucador, qué tan usuales son las ombligadas con ella y cuáles de sus cualidades anhelan los padres ver realizadas en su descendencia. Esta aspiración resulta de las percepciones que tuve de Ananse en desarrollo de la investigación titulada Los baudoseños: convivencia y polifonía ecológica6.
Estas percepciones aparecieron con nitidez en noviembre de 1992, cuando terminaba la segunda expedición etnográfica que la Universidad Nacional de Colombia auspició en el alto Baudó. Iniciábamos el ascenso por la serranía para llegar hasta la carretera, cuando paramos en la casa de un campesino quien nos ofreció algo de beber. Uno de los estudiantes del laboratorio de investigación social vio una enorme telaraña y, asustado, tomó su sombrero para golpear a su dueña. Nuestro anfitrión lo reprendió diciendo que si mataba a Ananse, a él y a los de su familia les sobrevendrían muchos años de desgracias, sin contar con los infortunios que siempre sufren los agresores de Araña.
Sorprendida, la historiadora africanista Adriana Maya me dijo: «¿has oido? Ananse, Miss Nancy, la araña de San Andrés, la araña de los fanti también está aquí. ¿Te das cuenta de las implicaciones de este hallazgo?»
Recordé que seis meses antes, con otro grupo de estudiantes, yo había llegado a Puerto Echeverry sobre el río Dubasa, afluente del Baudó. Estábamos extenuados después de un recorrido que nos había llevado por las selvas de Almendró y tan sólo queríamos algo de beber. En la tienda donde pedimos gaseosas había una nevera tapizada de ananses. El tendero las fue retirando con suavidad, abrió la puerta, sacó las botellas, y con la misma dulzura las espantó para que no les hiciera daño al cerrar. En ese momento no entendimos las intenciones del vendedor y tan sólo pensamos que las nociones de higiene de la gente en el río Dubasa eran muy distintas a las nuestras.
Tres años después en un parmal sobre el río Pepé, afluente del bajo Baudó, Wilson Ibargüen nos mostraría las ananses en plena selva y en una casa que su tío tenía para las épocas de cosecha y cuido de los cerdos ramoneros. En este lugar había una pequeña arboleda que rodeaba la vivienda, con decenas de telarañas intactas. En otra ocasión, doña Luz Amira, la síndica de las fiestas que se celebran en honor de la santa patrona del pueblo, la Virgen de la Pobreza, interrumpió una entrevista que le hacíamos José Fernando Serrano y yo, para señalarnos la presencia de Ananse, mientras la tomaba en su mano y la acariciaba como a una mascota.
Pero entonces el énfasis de la investigación en curso estaba centrado en la reconstrucción de la historia del poblamiento del alto Baudó, y por consiguiente, buscamos ver cómo era que el Baudó se había poblado de afrodescendientes; la forma como ellos dirimían sus conflictos con los indígenas emberaes, sus vecinos; la aparición de los símbolos de Changó en los altares funerarios o la figuración de sus rayos y centellas en las narrativas locales sobre el diamante de Nauca; la manera como la gente cambiaba de orilla a sus cerdos para que se alimentaran bien sin dañar las cosechas propias o las de los vecinos, o las prácticas pedagógicas que se empleaban para educar a los perros en determinadas habilidades de la cacería.
Sin embargo, en ese momento sí habíamos identificado al embaucador en parábolas que muestran sus fracasos debido a esa avaricia «que rompe el saco». Don Juan Arce las narró el 25 de octubre de 1995, con ocasión del velorio de doña Genara Bonilla:
En Condoto, un relámpago le mostró a un minero una veta muy rica. Por la noche le dijo a su mujer que despidiera a todas las personas que trabajaban con ellos en la mina y que tan sólo le mostraría a ella dónde estaba el tesoro. La mujer se opuso a que les guardaran el secreto a sus familiares y creía que más bien les deberían decir para que todos disfrutaran de la riqueza nueva. Él se enfureció y la convenció de que fueran a abrir la veta, pero cuando comenzó a hacerlo, la tierra embraveció, chupándose al oro y al minero ambicioso.
En la misma ceremonia, otros pepeseños contaron del hombre que halló una guaca y, al guardársela para sí, un rayo lo desapareció de la tierra. Y seguían repitiendo cuentos que asocian al rayo y al trueno con riquezas que, de no ser usadas con generosidad, pueden matar a quien las halla.
En las historias de guacas y guaquería el iluminado siempre sale perdiendo debido al egoísmo que su mujer o su compadre siempre aparecen condenando (véase Friedemann y Vanín 1991). Y la astucia un tanto antisocial, asociada con la figura de Ananse, en el Baudó se encarna en el zángano, oficiante mágico-religioso responsable de las trabas, conjuros y maleficios que llevan a que una persona enferme o sea ofendida por una culebra. La curación implica llamar a un médico raicero, cuyas botellas balsámicas y secretos operarán si y sólo si logra descubrir y deshacer la traba respectiva.
Empero, el héroe más anansino parecería ser el legendario Carlos Quinto Abadía, fundador de Boca de Pepé en el bajo Baudó, bandolero conservador que exasperó al gobierno con sus locuras anárquicas. Mediante sus habilidades mágicas podía hacerse invisible o ubicuo y, de esa manera, despistar a los hombres armados que el gobernador mandaba para matarlo. ¿Habría sido ombligado con Ananse? Pero si no es éste el caso, ¿habría hecho como otros afrochocoanos que, de manera consciente, mediante conjuros y oraciones, buscan que Araña los dote de sus poderes? Al respecto, el ya mencionado Pío Perea concluyó su relato sobre Anansi contándole a Friedemann y Vanín (1991: 190) que
Mi mayor anhelo cuando niño era poder caminar sobre el agua como Anansi. Entonces, con mis amiguitos conseguimos la oración de Anansi para convertirnos en arañas y poder pasar de un cuarto a otro en las casas que eran de tabla. Yo, de acólito, de sacristán tenía que aprenderme muchas oraciones. En un santiamén aprendí la de Anansi. Decían que en Semana Santa las oraciones eran más efectivas. Entonces, nos íbamos varios niños al San Juan, al mediodía y uh, a las 12 de la noche, nos zambullíamos en el agua y abajo rezábamos tres veces con potencia, sin respirar, sin salir a la superficie:
¡Oh, divina Anansi,
préstame tu poder!
para andar como tú
sobre las aguas del río,
sobre las aguas del mar,
oh, divina Anansi
Friedemann (1998) rememora este encuentro y lo complementa:
Pío se dirigía a Ananse de cerca. Como se hace con las deidades africanas, sin intermediarios. Se reía y sonreía porque, pese a recitar la invocación, sabía muy bien qué se estaba guardando para sí mismo: el secreto. Es el poder del legado africano.
La entrevista reseñada en el libro Chocó, magia y leyenda tuvo lugar en una reunión con algunos dirigentes cimarrones; entre ellos estaba Rudecindo Castro, a la postre director del programa de etnoeducaci ón de ese movimiento en el Baudó. Lo conoc í un poco después y trabajé con él entre mayo de 1992 y octubre de 1995, cuando en compañía de otros adalides de la Asociación campesina del Baudó (Acaba) tomó la decisión de que nuestro equipo de investigaciones no continuara sus pesquisas etnobotánicas en el alto Baudó, uno de cuyos objetivos era realizar observaciones sistemáticas de la botánica afrobaudoseña. Pretendíamos entender las taxonomías vegetales utilizadas por los descendientes de los africanos en esa región, y la forma como ellas habían servido de instrumento de diálogo en la evolución de mecanismos para superar los antagonismos territoriales y sociales que durante los últimos tres siglos tuvieron afrodescendientes e indígenas embera. Ambos pueblos parecían habituados a una convivencia que no apelaba al silenciamiento o eliminación del adversario mediante la violencia.
Varias semanas de negociación entre el equipo de la Universidad Nacional y los adalides de la base llegaron a un punto muerto. Para nosotros, ellos ostentaban un radicalismo que no parecía compadecerse con las relaciones de cooperación que habíamos desarrollado, ni con la manera como habíamos alcanzado consensos sobre las metas del proyecto de investigación.
Esta situación impedía la última oportunidad que teníamos de recoger los conocimientos de don Justo Daniel Hinestrosa, uno de los médicos raiceros más afamados de la región. Él había regresado a Chigorodó (alto Baudó) después de haber tenido que dejarlo por la presencia de la guerrilla, pero ya su salud daba muestras de quebrantamiento, y no había tenido oportunidad de formar una generación de relevo. También quedaban resquebrajados los proyectos de etnoeducación que hubieran permitido entregarle a las comunidades las visiones de un pasado, que reflejaban documentos de archivo, además de las que nos permitían elaborar los datos etnográficos.
Desde finales de 1995 rondan por mi mente esos episodios en busca de una explicación que no se base en valoraciones legítimas tan sólo para la academia. Hoy creo que Ananse y sus secretos hacen parte de esa explicación, recordando el actuar de Castro y otros adalides afrodescendientes en las sesiones de la Comisión especial para comunidades negras que elaboró lo que hoy se conoce como Ley 70 de 1993, referente a los derechos étnico-territoriales de los afrodescendientes.
La actuación de esas personas parecía dispersa y dispersora y se consideró efecto de la falta de experiencia en el tipo de organizaciones que la Constitución de 1991 le comenzaba a exigir a las comunidades de la base para acceder a las instancias de democracia participativa y desarrollo sostenible, delimitadas por el nuevo ordenamiento jurídico nacional. El contraste, como es lógico, lo daba el movimiento indígena, visto como disciplinado por una lucha de siglos por la tierra arrebatada por los europeos. Visión ahistórica que hacía invisible el enfrentamiento cotidiano, pero poco ortodoxo, de la gente negra con sus esclavizadores y ex esclavizadores, y que en las sesiones de esa comisión se manifestaba en la permanente formación de unidades que le ponían la cara a los blancos, así fuera valiéndose de eufemismos como los de grupo de funcionarios vs. grupo de miembros del proceso.
Los comportamientos de estos últimos siempre estuvieron signados por la autonomía y la astucia. Los no negros, influidos por las nociones caras para la democracia y las ciencias sociales que las legitiman, nos encontramos con personas poco dispuestas a manifestarse solidarias o recíprocas con los funcionarios. Por el contrario, operaron en registros de ego y etnocentrismo, como si antes de entrar a cada sesión invocaran las habilidades y autosuficiencia de Anansi, ya no para hundirse en las aguas de ríos o mares, sino para llegar a ser como Eléguaes y diablos de la santería, cotidianos liberadores de los esclavos contemporáneos.
Hace un poco más de un año, entre el 31 de mayo y el 5 de junio tuvo lugar el Congreso de convergencia participativa en conocimiento, espacio y tiempo, como celebración de cinco lustros de ejercicio de la investigación-acción-participativa. En su conferencia magistral durante ese congreso, Max-Neef (1998: 82-84) comparaba al neoliberalismo con un rinoceronte difícil de vencer por su volumen y agresividad, a no ser que sobre él se abalanzaran cientos de millones de mosquitos (organizaciones locales, grupos de vecinos y madres, oenegés) que le propinaran por lo menos un número igual de picaduras, hasta derrotarlo por cansancio y desesperación.
En el Chocó biogeográfico el neoliberalismo irrumpió, y con él una violencia que se desconocía en la región. El desplazamiento de sus pobladores ancestrales es ya un hecho incontrovertible (Arocha 1998b). Surge el interrogante referente a si sus atacantes podrán ser ananses ubicuas. No será la primera vez que los aparatos de la guerra desterritorializan a la gente de ascendencia africana. Tampoco la última en que ella se reconstruirá como pueblo, valiéndose de su autosuficiencia, del tambor y de las religiones de alegría y vida.
Dudo de que explicaciones como las elaboradas desde la noción de mestizaje permitan predecir algo de la complejidad de la lucha que se avecina. La ausencia de una perspectiva histórica y africanista no puede ser argumento para llegar al extremo de presentar a la ombligadas de Ananse como prueba del mestizaje euroindígena.
No le temo a la batalla académica que puedan dar los partidarios del paradigma del mestizaje, siempre y cuando lo hagan con el rigor que implica la comprobación científica. Infortunadamente los afiliados con esta forma de explicar lo que ellos llaman culturas negras se valen de interpretaciones tan acomodaticias como la del inglés Peter Wade, quien asegura que yo he clasificado a la inventiva y a la flexibilidad como huellas de africanía (1997: 19). Un áulico de Wade, el antropólogo posmodernista Eduardo Restrepo (1997b), ha servido de amplificador incondicional de esta afirmación, magnificándola en el sentido de que yo supuestamente he sostenido que el sentipensamiento también es huella de africanía.
De la inconsistencia de estas interpretaciones se percatará el lector avezado y conocedor de la problemática afroamericanística. Al examinar mi conceptualización sobre este asunto, en particular mi propuesta teórica afrogenética en cuanto a la evolución de las culturas de los descendientes de los africanos en Colombia, sí encontrará una exaltación de la inventiva, la creatividad y el sentipensamiento (Arocha 1996). Y aquí la repito en el ámbito de la resistencia a la esclavitud en América. No dudo de que las estrategias puestas en marcha por los africanos cautivos y sus descendientes para resistir y construir su libertad fueron también una herencia africana que se gestó en este continente durante la trata.
Este propósito no es otro que el de reiterar la argumentación fundamental que con la antropóloga Nina de Friedemann desarrollamos en el libro De sol a sol: génesis, transformación y presencia de los negros en Colombia. Junto con ella, con la historiadora Adriana Maya y con quienes han sido nuestros discípulos, no dejo de insistir en que no obstante la especificidad de la africanía en Colombia, negar sus memorias equivale a impugnar la humanidad de los esclavizados y sus descendientes. El hecho de que a ellos se les hubiera privado de la libertad no significó que los amos les hubieran amputado la capacidad de recordar, y menos aún de llevar a cabo procesos de reconstrucción política, social y cultural. Así la combinación de los términos afro y americano se propone para hacer énfasis en una historia que sin lugar a dudas comienza en África. El hecho de que el ejercicio político de los grupos de la base lleve a que no utilicen esa combinación de palabras para designar a los sujetos de sus reivindicaciones no implica que esos términos sean inválidos desde el ejercicio de la ciencia. Éste consiste ante todo en producir hipótesis y elaborar interpretaciones conceptuales a partir de datos concretos. El hecho de que esas organizaciones populares no las empleen, ni las hace inadecuadas, ni implica que “como lo insinúa Restrepo (1997b)” la identidad étnica de los afrodescendientes sea una invención de aquellos antropólogos que han resaltado el papel del puente África-América dentro de la evolución cultural de los afrodescendientes. De ahí también el repudio a la forma como Wade y sus seguidores se valen de la noción de mestizaje o de su más reciente refraseo como hibridación, para ocultar diversidades o especificidades.
En el caso de los afrodescendientes, rechazo la metáfora introducida por Néstor García Canclini (1990: 71), porque este autor desconoce el aporte africano a la formación de las identidades latinoamericanas:
Los países latinoamericanos son actualmente resultado de la sedimentación, yuxtaposición y entrecruzamiento de tradiciones indígenas (sobre todo en las áreas mesoamericana y andina), del hispanismo colonial y de acciones, políticas, educativas y comunicacionales modernas (ibid.: 73)
También la rechazo con base en la argumentación que Guy Mussart desarrolló en el Simposio Etnicidad e identidad en el mundo de habla portuguesa, celebrado dentro del IV Congreso luso-afro-brasileño de ciencias sociales (Río de Janeiro, septiembre 1° a 5 de 1996): la noción de mestizaje apela a la idea facilista de que las culturas se mezclan como líquidos y de que del infierno colonialista salieron, de un lado, el mestizo feliz y, de otro, el rasgo cultural bonito. Es necesario sustituir la concepción de cambios culturales como promedios aritméticos dentro de los cuales las partes se homologan en el todo de la modernidad, por análisis comparables a los que se han hecho de la evolución de las lenguas criollas. Esos análisis son inseparables de perspectivas políticas porque el surgimiento de las nuevas lenguas siempre ha ocurrido en contextos de rebeldía. Dentro de ellos hay una búsqueda dolorosa de paridad entre colonizadores y colonizados que es inseparable del reclutamiento de nuevos hablantes y de una intermediación comunicativa. Sin embargo, el logro de esta última no implica claudicar en el uso de la lengua materna. Ésta, por el contrario, se constituye en un sustrato claramente identificable, con rasgos comunicativos de los otros idiomas superpuestos. El caso del idioma palenquero de San Basilio bien ilustra la argumentación de Mussart para Colombia, con su cimiento del ki-congo aún definido y articulador del léxico español y portugués que se fue adoptando (Dieck 1998).
Así, cuando la lucha contra el rinoceronte neoliberal tome aliento, veremos legiones de arañas autosuficientes que tejerán redes de astucia y anarquía, hasta formar la trama que le enredará las patas a la bestia. Pero esos animales y esas telas tendrán nombres como Ananse, Anansi, Miss Nancy o Breda Nancy, que ni podrán negar el sustrato cultural akán de los fanti-ashanti del África occidental, ni el parentesco que ese legado de africanía crea entre los pueblos del Caribe continental e insular y los de las selvas, ríos y puertos del Afropacífico que se extiende desde Panamá hasta Ecuador.
1 Comunicación personal de noviembre de 1994, con motivo de la presentación del proyecto de investigación «Bosques de guandal», cuyos resultados aparecieron en el volumen Renacientes del guandal: «grupos negros de los ríos Satinga y Sanquianga» (Del Valle et al. 1996).
2 De nuevo constaté la visión mestizante del historiador Castillo cuando celebramos en Bogotá el seminario Ley 70: etnicidad, territorio y conflicto en el litoral Pacífico colombiano, entre el 27 de noviembre y el 7 de diciembre de 1995, con el auspicio de la Universidad Nacional de Colombia (Centro de Estudios Sociales, Departamento de Antropología e Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales).
3 En el Güelmambí y en el Saija las afrodescendientes usan bateas de moro con finas tallas en madera, para tener allí a sus nenes y nenas hasta el bautizo. A partir de ese momento, a la canoíta le dan el nombre del niño o la niña y la guardan en el techo de la casa (Friedemann 1989: 101). En San Andrés y Providencia, después de dar a luz, las madres también entierran la placenta con un árbol (Forbes, comunicación personal, abril 13 de 1998).
4 Tanto la relación ombligo-sacralidad, como la ecuación árbolvida ilustran lo que Mintz y Price (1992: 10) llaman «orientaciones cognoscitivas» o sea supuestos básicos sobre las relaciones sociales o sobre el funcionamiento de los fenómenos del mundo. Las propusieron como foco de atención para estudiar el puente África-América, en reemplazo de rasgos culturales concretos que había privilegiado el modelo de encuentro.
5 La asociación de esta deidad con el diablo en la simbólica de la santería la haría doblemente antiesclavista (Adriana Maya, mensaje electrónico a propósito de Los ombligados de Ananse. París, julio 7 de 1998).
6 Esta investigación tuvo sus orígenes en dos expediciones etnográficas al alto Baudó que se llevaron a cabo en 1992 con el auspicio de la Asociación Campesina del Baudó (Acaba), Codechocó y la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia. A partir de enero de 1995, comenzó el trabajo investigativo con apoyos de Colciencias, el Centro Norte Sur de la Universidad de Miami, UNESCO y el CINDEC de la Universidad Nacional de Colombia. Además de la coinvestigadora principal, la historiadora Adriana Maya, el equipo contó con los etnógrafos Javier Moreno y José Fernando Serrano, los historiadores Orián Jiménez y Sergio Mosquera, y la bióloga Stella Suárez.
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