Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Emilio Quevedo V.*
* Director, Centro de Historia de la Medicina “Andrés Soriano Lleras”, Facultad de Medicina, Universidad Nacional de Colombia; Investigador científico, Instituto Nacional de Salud.
El texto propone un acercamiento, desde la sociología de la ciencia, a las relaciones de poder que se dan al interior de los diferentes grupos de investigación y su incidencia en la tarea de formar pares.
Este artículo habla de aquello de lo que se supone que no se debe hablar: las relaciones de poder entre los grupos de investigación y su impacto en la formación de investigadores. Y digo esto porque el diálogo sobre el poder es mantenido siempre oculto por el discurso utópico de la funcionalidad de un ethos que lo entiende como maléfico. En el caso al que hoy me refiero, se trata del ethos de los científicos. Algún escritor contemporáneo dice que el discurso del esquizofrénico es socialmente rechazado, y por lo tanto digno de ser aislado en el manicomio, no por que sea incoherente sino porque dice lo que no se debe decir, lo que está y debe siempre seguir estando oculto, pues denuncia simbólicamente aquello que en la sociedad es contradictorio y problemático y que precisamente por eso, lo configura socialmente como loco.
Así pues, para la sociología de la ciencia, las relaciones entre los grupos de investigación aparecen generalmente como asépticas y como si se moviesen sólo por el deseo de colaboración entre los grupos, por la sana competencia y por la tendencia a la meritocracia de los científicos.
Esta imagen de las relaciones entre los grupos de investigación ha venido haciendo carrera en nuestro medio desde hace mucho tiempo atrás, cuando comenzaron a introducirse al país las ideas de la Sociología de la Ciencia de Robert K. Merton y otros, pero se ha afianzado en la medida en que una política científica nacional más explícita se ha ido consolidando en los últimos años. Por ejemplo, según anuncia la Presentación del libro “Convocatoria a la creatividad”, publicado por Colciencias en 1992, se abre paso en nuestra sociedad un nuevo estilo: “el de la ciencia y sus científicos, el de la investigación y los investigadores, el de los grupos consolidados como sujetos de la investigación, potenciadores del trabajo y de la creatividad de los individuos que los conforman, y claramente diferenciados de las instituciones que los albergan… la publicación de los resultados de investigación en revistas que garanticen su verdadera difusión entre la comunidad científica y los sometan a la crítica autorizada, es decir, en revistas con arbitraje internacional, con circulación internacional y referenciadas en los índices reconocidos del ramo, constituye la estrategia más importante para salir de una tradición parroquial” (Colombia. SNCT, 1992: 11).
En el documento sobre el Programa de Ciencias Básicas, publicado en el mismo libro, se explicita, como uno de los fundamentos teóricos de dicha política, la idea que “los grupos de investigación se autorregulan1 con el fin de garantizar la calidad de la investigación mediante régimen de competencia, clasificación de papeles (roles) y categorías profesionales, criterios de arbitraje de conflictos, meritocracia, etc”. (Colombia. SNCT, 1992: 31). Complementariamente, se plantea que los grupos de investigación se validan por la confrontación o sometimiento de sus estrategias a la prueba de la competencia y sanción por grupos y escuelas ya consagrados, es decir por medio de la evaluación por pares. De paso, una de estas estrategias mencionadas el la de la reproducción del grupo por medio de la formación de investigadores dentro de los criterios y parámetros del grupo.
Nada mejor que las afirmaciones de estos dos recientes textos para describir lo que ha venido ocurriendo en la política científica colombiana de los últimos años. Sin embargo, creo que para poder comprender a cabalidad la dinámica y el entorno de los grupos de investigación y los procesos de formación de investigadores, no pueden dejarse pasar inadvertidas las relaciones entre ciencia y poder. No hay duda que esta imagen de la actividad científica ha sido coyunturalmente útil en Colombia para dar un salto cualitativo en la política de ciencia y tecnología y en el desarrollo científico nacional. Sin embargo, cuando uno ha trajinado ya algunos años, tanto en la investigación sobre la historia social de la ciencia, como en la gestión de la investigación y en la formulación y ejecución de la política científica, no puede más que reconocer que las cosas no son exactamente así. Nos habría gustado presentar algunos ejemplos tomados directamente de los Programas del Sistema Nacional de Ciencia y Tecnología para demostrar esta afirmación. Pero, en vista de que haciéndolo tocaríamos las fibras de personalidades aún vivas, tal vez generando malestares indeseables, preferimos recurrir al análisis de algunos casos típicos tomados de la historia social de la ciencia, para mostrar cómo esta imagen de la vida de la ciencia es, por lo demás, ingenua e inocente y cómo las actividades científicas se articulan de manera mucho más compleja y conflictivamente al entretejido social, participando activamente de las diversas relaciones de poder que implica la vida social.
Para tal efecto combinaré en este artículo la presentación y el análisis crítico en torno a cuatro casos, dos estudiados por mí (Quevedo, 1994a y 1994b) y dos que tomo prestados; uno discutido por Georges Canguilhem, en su libro “La formación del concepto de reflejo en los siglos XVII y XVIII. (Canguilhem, 1955), y otro analizado por Steven Shapin, en su art ículo sobre la bomba neumática de Boyle (Shapin, 1991). Así, desde una doble mirada que intenta combinar el análisis histórico de las ciencias con la discusión sociológica, intentaré levantar el velo que oculta a algunas de esas relaciones e interacciones que una política científica del futuro, incluyendo la política de formación de investigadores, debería tener en cuenta si pretende regir coherentemente los destinos del desarrollo científico de nuestra nación.
En 1774, el doctor José Sebastián López Ruiz, médico panameño que vivía a la sazón en Santa Fe de Bogotá, informa al virrey Flórez que acaba de descubrir la presencia de árboles de quina cerca de esta ciudad, en la región de Tena y le ofrece dicho descubrimiento para que éste “se digne dar las providencias que fueren de su real agrado”. (Citado por Gredilla, 1983: 98). Así mismo, solicita al virrey, si le pareciere conveniente, mandar al doctor don José Celestino Mutis para que haga las comprobaciones del caso y dé fe de su descubrimiento (Gredilla, 1983: 99).
Mutis, quien hoy es considerado como el padre de la ciencia en Colombia, responde al virrey, dos años después, el 17 de agosto de 1776, certificando que efectivamente se trata de árboles de quina y que él mismo ya la había encontrado en el año de 1772 en el monte de Tena, en compañía de Pedro Ugarte, y se la había presentado al virrey Manuel de Guirior, “con el mismo celo que hoy anima a don Sebastián López Ruiz. (Mutis, 1968 [1776], T I: 58).
De todas formas, el virrey acepta el descubrimiento de López Ruiz, e informa de él a la Corona. En el año de 1778, López Ruiz viaja a España, donde recibe reconocimientos, elogios y glorias y regresa con el título de Comisionado de la Quina y jefe de su Estanco y Explotación, cargo que le proporcionaba el no despreciable salario de 2.000 doblones anuales (Hernández de Alba, Gonzalo”, 1991: 172).
Pero, mientras López Ruiz vive en Madrid, se entera de que Mutis había solicitado que se confirmara nuevamente tal descubrimiento y que se le otorgase la prioridad a él. Según Mutis, él ya la había visto seis años antes. Se inicia así uno de los más largos y renombrados pleitos coloniales. Existen muchos pliegos en el expediente de este pleito, pero llama sin embargo la atención el hecho de que no exista ninguna carta de Mutis datada en 1772 presentando dicho descubrimiento al virrey Guirior. Hecho curioso, pues en 1770 escribía a Linneo comentándole detalles sobre la Quina de Loja y otras regiones e informándole que nunca la había visto “in situ”, pues no había viajado a la provincia de Quito. (Mutis, 1968 [1770]: 50). Aún más, le vuelve a escribir en 1773 y no le cuenta de su importante hallazgo, ni responde las preguntas de Linneo que habían quedado pendientes de responder en el año 1770. (Mutis, 1968 [1773], T I: 54- 55). Tampoco existe ninguna anotación relacionada de esa fecha en su Diario de Observaciones.
En 1778 y con motivo del “descubrimiento” denunciado por López Ruiz, Mutis retoma el tema central de su representación de 1763 a Carlos III y vuelve a ofrecerle, ahora al virrey Flórez, su proyecto de centralización de la explotación de la quina. Y aunque no recibe nunca ninguna respuesta clara de parte del virrey (Mutis, 1968 [1778]: T I: 75), Mutis ya deja entrever aquí sus intenciones. La disputa por la prioridad del descubrimiento adquiría su verdadero sentido: ¿Quién debería establecer las pautas fundamentales para proteger y encauzar la exportación de la quina? ¿Qué intereses eran los que iban a primar?
Como buen súbdito español acata el nombramiento como Comisionado conferido a López Ruiz (Hernández de Alba, 1991: 180), pero no se queda tranquilo y pone en juego todo su poder para lograr la paternidad del descubrimiento. En primer lugar, como bien dice Gonzalo Hernández de Alba, se erige en acucioso observador de todas las acciones de López Ruiz, en vigía de todas sus omisiones, en analista de todos sus proyectos, ya que, según opina el propio Mutis, “cualquier descuido del comisionado, o cualquier condescendencia de mi parte, puede producir fatales consecuencias en perjuicio de la salud pública y en detrimento de la Real Hacienda. (Citado por Hernández de Alba, 1991: 180).
Pero durante los años 1782 a 1789, Mutis dejará de ser el observador en la sombra para pasar al primer plano: la llegada al triple poder colonial (militar, civil y religioso) de don Antonio Caballero y Góngora, significar á para Mutis su momento de máxima influencia, de mayor crédito científico, social y político. No sólo porque el virrey Caballero le apoya en su antiguo proyecto de crear una Expedición Botánica, sino porque le hace eco a su propuesta de desarrollar positivamente el establecimiento (estanco) de la quina. El virrey le escribe entonces al Ministro Galvis en este sentido, proponiendo a Mutis como candidato para dirigir tal expedición. Mutis le ofrece poner en movimiento todos sus contactos internacionales, conocimientos y experiencia, para mejorar lo hecho hasta ese momento por López Ruiz. (Hernández de Alba, 1986: 118). Por su parte, el recién llegado e ilustrado Regente Visitador Juan Gutiérrez de Piñeres, nacido en Cádiz, igual que Mutis, terciará en el asunto informándole al Ministro Galvis que considera a López Ruiz inepto para el buen desempeño del cargo de Comisionado de la Quina y recomendando a Mutis como el único reconocido internacionalmente para ejercerlo (Citado por Hernández de Alba, 1991: 182).
El 6 de septiembre de 1783 llega la Real Cédula de Carlos III en que ratifica la disposición del virrey Caballero de crear la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, y, con ella, viene otra Cédula por la que se remueve a López Ruiz de su cargo, se le declara falso descubridor de la quina, se le condena a la pérdida de los 2.000 doblones anuales y se le prohibe volver a España. Mutis se había salido con la suya.
Nuestro interés en este caso no está centrado en discutir quién es el verdadero descubridor de la quina de Tena. Está claro que los únicos documentos que afirman la paternidad de Mutis sobre el descubrimiento son sus propias afirmaciones, hechas a posteriori, cuando se conoce el nombramiento de López Ruiz como Comisionado. Pero el problema real no es el descubrimiento. Dicho árbol había sido visto ya antes. Según nos cuenta el propio Mutis en 1761, en su Diario de Observaciones, Santiesteban, quien le había regalado a él muestras de la quina de Loja, le había dado así mismo la noticia de su existencia en los montes de Tena, noticia que le había sido luego confirmada al mismo Mutis por un criado, baquiano de aquella regi ón. Mutis anota aquí mismo que no ha tenido tiempo de salir al campo a comprobar este hecho, tal como se lo había solicitado el virrey, debido a sus múltiples ocupaciones y que se reserva la disposición para más adelante (Citado en Gredilla, 1983: 97). Es decir, que 10 años antes del citado descubrimiento, ya el árbol de quina de Tena había sido visto y reconocido por otras personas.
Esto pone de presente varias cosas: en primer lugar, que en ese momento no importaba quién hubiese visto primero la quina (y en ese caso sería el baquiano su verdadero descubridor), sino que lo que importaba era que un “científico” lo hiciese y pudiese clasificarla y ratificar su pertenencia a un determinado espacio en una clasificación botánica; segundo, que dicho descubrimiento, si bien pudiese ser trascendental, no implicaba ninguna prisa y Mutis podía dilatarlo hasta que quisiese; tercero, que el hecho sólo se vuelve significativo, y por tanto se materializa como descubrimiento que requiere de una paternidad, cuando ésta trae como consecuencia reconocimientos sociales, pero sobre todo poder y beneficios económicos; cuarto, que es más fácil para un metropolitano que para un criollo tener el acceso al alto poder virreinal para que sus solicitudes sean oídas; y, quinto, que es finalmente el recurso al poder el que permite a Mutis quedarse con los honores definitivos y con el manejo del estanco de la quina.
El apoyo en el poder, en este caso el del Estado, como mecanismo de negociación, asegura a Mutis no sólo el control del monopolio de la quina sino que la historia lo reconozca como el verdadero descubridor de la quina de Tena. Es este uno de los casos en que se muestra patentemente cómo el investigador teje redes de negociación más allá de su gabinete para asegurar el triunfo de sus estrategias cognitivas y para ganarle la carrera a otros investigadores que trabajan en el mismo campo; igualmente, cómo dichas redes hacen parte de la vida de la ciencia. No son simplemente entorno, sino que están inmiscuidas en el interior de la estructura misma de las actividades científicas.
Podríamos hablar de otros muchos casos similares en la historia de la ciencia, como el de Charles Darwin y Alfred Russell Wallace, cuando teniendo ambos simultáneamente planteada una posible solución al problema de la evolución de las especies, a partir del concepto de selección natural, Darwin gana la carrera pues Lyell, geólogo, amigo de Darwin, enterado de que Wallace había enviado ya una comunicación preliminar al respecto a la Royal Society, utilizará el poder que le da su prestigio ante esa Sociedad, para presentar primero la propuesta de Darwin (Darwin, 1977 [1881]: 272- 314; Montero Pérez, 1985: 79-83). Igual podríamos decir del caso del descubrimiento de la estructura helicoidal del ADN por Watson y Crick, quienes venían trabajando en el asunto, pero utilizan su poder para conseguir secretamente los escritos del químico Linus Pauling, quien estaba a punto de descubrir la estructura de la cadena de ácido nucleico, pudiendo comparar las dos teorías y adelantársele en la publicación (Latour, 1978: 2-17).
En 1833, Marshall Hall publica en Londres su memoria sobre “La función refleja del bulbo y la médula espinal”, en la cual describe las características, experimentalmente determinadas de lo que él llama “acción refleja”. Se trata de la constitución de un nuevo concepto sobre el movimiento animal, con el cual se explicita que además del movimiento voluntario (dirigido directamente desde el cerebro), el respiratorio (dependiente del bulbo raquídeo), y el involuntario (respuesta del músculo a un estímulo directo sobre su fibra), existe otro tipo de movimiento no descrito hasta el momento, el cual subsiste después de la ablación del cerebro y del cerebelo, se encuentra bajo la dependencia de la médula y desaparece cuando ésta se pierde. Dicho movimiento no tiene origen en una parte central del sistema nervioso y es excitado por la aplicación de estímulos en la periferia del organismo “de donde la impresión es transportada a la médula, reflejada y reconducida a la parte impresionada o conducida a una parte alejada de ella en la cual tiene lugar la contracción muscular”, como respuesta al estímulo. (Canguilhem, 1955: 159). El ejemplo típico es el de un cuerpo cuyo brazo es chuzado con un alfiler y este miembro se retira inmediata y automáticamente del estímulo agresor, sin que la información pase por la conciencia y aún estando el animal descerebrado.
Casi simultáneamente, dos meses después, Johannes Muller publica en Alemania sus trabajos sobre el movimiento reflejo. Sus planteamientos son muy similares a los de Hall. Por su parte, Hall se enorgullece de haberle ganado la carrera dos meses antes a Muller y de las veinticuatro mil horas de trabajo invertidas en sus investigaciones que le permitieron formular el concepto de “movimiento de acción refleja”.
Sin embargo, algunos de sus colegas se encargarían de recordarle rápidamente que había tenido precursores, iniciándose así un encarnizado debate en torno al tema. Entre los precursores rescatados por el debate se destacaría el checo Georg Prochaska. En un informe sobre “La historia del sistema nervioso ”, leído por J.D. George ante la Sociedad de Medicina del University College de Londres, en 1838, se concluye que Hall ha sacado gran partido de la obra de Prochaska, a quien ni siquiera cita en sus trabajos. El mencionado George dice que los siguientes planteamientos hechos ya por Prochaska en 1784 sirvieron de base a Hall: Primero, la propuesta de Prochaska de la existencia de un principio de movimiento independiente de la voluntad y de toda función cerebral; segundo, la idea de que la sede de dicho principio es la médula espinal; tercero, que dicho movimiento está determinado por el estímulo a los nervios raquídeos; cuarto, que la impresión sensitiva se refleja hacia un movimiento muscular. Es decir, que lo planteado por Hall había ya sido esquematizado por Prochaska, 50 años antes. Curiosamente, una edición de las obras de Prochaska se encuentra en la Biblioteca de la Sociedad Médica y Quirúrgica y, aunque poco conocida por la mayoría de los lectores, ha sido singular y manifiestamente apreciada por un miembro de la Sociedad quien la había pedido prestada varias veces: el doctor Hall (Canguilhem, 1955: 160-161). A partir de dicha polémica, los tratados pedagógicos de fisiología posteriores a las primeras publicaciones de Hall y Muller, comienzan a mencionar a Prochaska precursores del estudio de los movimientos reflejos (Canguilhem, 1955: 162).
Pero en 1858, una nueva polémica desatada por el creciente renombre de Prochaska hace aparecer el nombre de René Descartes como precursor del concepto de movimiento reflejo. La impetuosidad del alegato a favor de Prochaska y en contra de Hall y Muller hace surgir la propuesta de que sus obras se mantuvieron tanto tiempo ocultas debido a que habían surgido en Checoeslovaquia, una nación oprimida por Alemania. Como respuesta, Emil Du Bois Reymond, alumno y sucesor de Johannes Muller en la cátedra de fisiología de la Universidad de Berlín y miembro de la Academia de Ciencias de Berlín, desconoce a Prochaska y traslada a Descartes el honor de haber anticipado, desde el siglo XVII, tanto la palabra como la noción de reflejo (Canguilhem, 1955: 164). De ahí en adelante, la tradición de la historia de la fisiología ha deducido, del hecho incontestable de que Descartes había propuesto en su “Tratado del Hombre “ (Descartes, 1980) una teoría mecánica del movimiento involuntario, que éste había concebido, descrito y dado nombre al movimiento reflejo. De ahí en adelante la Historia acepta que Descartes es el creador de dicho concepto.
Esta historia nos sugiere varios comentarios. En primer lugar, era imposible concebir el movimiento reflejo en el seno de la teoría del hombre máquina desarrollada en el “Tratado del Hombre. por Descartes. El punto de partida para la formulación de este concepto está en la comprensión de que existen dos tipos de transmisión nerviosa: la sensitiva y la motriz y que cada una de ellas exige vías nerviosas independientes. Los nervios sensitivos llevan la información sensorial desde el órgano o parte del cuerpo que es afectada por el estímulo hasta la médula espinal y los motrices desde la médula hasta el músculo efector del movimiento reflejo. La concepción de nervio que Descartes propone en su “Tratado del Hombre. es la de un órgano que tiene simultáneamente las dos funciones integradas, y su estructura es la de un órgano hueco que tiene algunas fibras por dentro. Cuando una parte externa del cuerpo es estimulada, las fibras internas del nervio se tensionan abriendo unas válvulas en los ventrículos cerebrales y dejando escapar los espíritus animales allí acumulados los cuales viajan por la parte hueca del nervio, hasta el músculo, inflándolo como un globo y haciendo que el miembro se retire del estímulo dañino (Descartes, 1980: 99-110). Así, el proceso no desencadena un arco reflejo en la médula sino que pasa por el cerebro y todo se produce dentro del mismo nervio. Esta representación, si bien puede entenderse como una forma de automatismo, no tiene nada que ver con el concepto de arco reflejo planteado por Prochaska, Hall y Muller.
En segundo lugar, tenemos ante nosotros otra forma de relación entre poder e investigación científica, diferente de la del caso Mutis-López Ruiz. Igualmente, no se trata aquí de reivindicar el verdadero formulador del concepto de movimiento reflejo, como tampoco se trataba de reivindicar al verdadero descubridor de la quina de Tena, en el caso anterior. Pero Georges Canguilhem, al analizar este caso, nos ha mostrado como Du Bois Reymond, al hacer este desplazamiento de la autoría del concepto hacia Descartes lo que intenta es preservar los derechos de autor y la supremacía de su maestro Muller sobre Hall, ya que Muller podría darse el lujo de ignorar a Descartes, quien finalmente no era alemán, pero no a Prochaska, hijo de una nación subordinada. Así mismo al rebajar a Prochaska desde una concepción manifiestamente mecanicista y sensualista, lo que Du Bois Reymond también está haciendo es descalificar a toda una escuela de fisiólogos que se matriculan en una escuela metafísica, la de la Naturphilosophie (Canguilhem, 1955: 164-165).
Como bien dice Canguilhem en su libro sobre la “Historia del Concepto de reflejo en los siglos XVII y XVIII. (Canguilhem, 1955), “el nombre de Prochaska surgió de una polémica que opone unos vivientes a un viviente, Marshall Hall, y poco a poco se convierte en lo que se llama vulgarmente un ajuste de cuentas ”. Se trata pues de un conflicto entre camarillas de investigadores. En cambio, “el nombre de Descartes surge de una diatriba dirigida contra un muerto (Prochaska), y con la intención aparente de honrar a otro muerto (Muller). De hecho se trata también de la liquidación de una oposición, e incluso, mirándolo bien, de dos. Una cultura, por medio de uno de sus representantes oficiales, defiende contra otra su momentánea superioridad política (Alemania versus Checoeslovaquia). Una filosofía de la vida, encerrada dentro del cuadro de un método de investigación biológico trata como mitología a otra filosofía, considerada como inepta para promover un procedimiento científico eficaz. Mecanicismo contra vitalismo. (Canguilhem, 1955: 179).
Ya no estamos en presencia del científico que de una manera burda y simple se apoya en el poder del Estado para lograr el reconocimiento a su descubrimiento y el acceso a las prebendas que éste le otorga. Nos encontramos ante un poder mucho más sutil y fuerte: el de una nación o de una cultura determinadas que hablan por boca de sus científicos oficiales, adjudicando la formulación de conceptos científicos a representantes de dicha cultura y negando la autoría a otros científicos subordinados y/o afiliados a culturas no hegemónicas.
No es este un caso único en la historia. Recordemos, entre otros, todos los esfuerzos del criollo José Antonio Alzate, durante el siglo XVIII, para oponerse a la institucionalización de la botánica de Linneo en México, desde la trinchera de un nacionalismo que defendía la botánica indígena Azteca (Aceves Pastrana, 1987: 357-385). Así mismo, todos los afanes de los historiadores oficiales de la ciencia norteamericana para negar y minimizar los descubrimientos del cubano-español Carlos Finlay, en 1881, relacionados con el papel del mosquito en la transmisión de la fiebre amarilla, el cual actuaba como vector, y que fueron los que realmente permitieron un control sanitario de esta enfermedad, y todo el bombo hecho entorno a dicho descubrimiento por el norteamericano Walter Reed y la comisión norteamericana de la fiebre amarilla en Cuba, quienes realmente se apropiaron de la propuesta de Finlay e hicieron los experimentos comprobatorios (López Sánchez, 1987: 371-414). O también, el caso del descubrimiento hecho por el colombiano Roberto Franco, a comienzos del siglo XX (1907) (Gast Galvis, 1982: 26), sobre la existencia de la fiebre amarilla selvática y su diferencia con la urbana, trasmitidas cada por un mosquito distinto, hecho negado en principio y hasta la saciedad por sus colegas norteamericanos contemporáneos y hoy atribuido por los historiadores oficiales de la salud pública a Fred L. Soper; (Cueto, 1994: XII; Cueto, 1996: 193), médico de la Fundación Rockefeller quien publicó resultados similares como jefe de la Comisión que estaba trabajando en la investigación y control de la fiebre amarilla pero 28 años más tarde, en 1935 (Soper, 1935: 47-84) y 1938 (Soper, 1938: 297-332). Lo que estos historiadores no saben es que el propio Soper había reconocido en 1935 la prioridad del descubrimiento a Franco (Soper, 1935: 47-84).
Volvamos ahora a nuestro primer protagonista. Durante todos los años que José Celestino Mutis vivió en el Nuevo Reino de Granada, fue el asesor de los distintos virreyes en materia de higiene pública. Por ésta, entre otras razones, se consideraba a sí mismo como el “Oráculo de este reino” (Hernández de Alba, 1968: T I, 503).
En ejercicio de estas funciones escribió, en distintos momentos, dictámenes y representaciones relacionados con aspectos de la higiene pública del Nuevo Reino. Es una constante en todos estos escritos de Mutis la idea de que las enfermedades agudas son, de alguna manera, efectivamente contagiosas. (Mutis, 1983 [1782a]: 194; 1983 [1783]: 204; 1983 [1787]: 215; 1983 [1796a]: 124).
En segundo lugar, está claro en todos estos documentos que Mutis considera que el origen mismo de ese contagio es el aire contaminado (inficionado), debido a los malos olores que abundan por doquier como consecuencia de las malas medidas de higiene pública. (Mutis, 1983 [1786]: 145-146; 1983 [1787]: 215). Esta suposición se complementa con la idea que Mutis tiene sobre la fuente de contaminación que son los cementerios, si no se cumplen unas medidas higiénicas muy rigurosas en su construcción y mantenimiento (Mutis, 1983 [1798]) y los platanales cercanos a las villas y pueblos, que son laboratorios de aire pestilente y, por consecuencia forzosa, de veneno debido a la humedad que en ellos impera y que es el agente más fuerte de la corrupción. (Mutis, 1983 [1792]: 247-248). Por otra parte, según él, los animales también alteran la atmósfera, pues “todo cuerpo animal incesantemente transpira y despide vapores y hálitos corrompidos, al mismo tiempo que en cada respiración disminuye la vitalidad de la atmósfera, volviendo en su aliento otra porción corrompida” (Mutis, 1983 [1798]: 258).
En este sentido, podemos afirmar que Mutis es un seguidor del paradigma miasmático-humoral dominante en Europa del siglo XVIII. Según este paradigma, el cuerpo humano está compuesto de sólidos sumergidos en humores y animados de movimientos característicos de la vida. Los sólidos están en equilibrio en el cuerpo gracias a dos causas: una externa -el aire-, y otra interna -los humores-. Si dichas causas se modifican aparece la enfermedad (Dulieu, 1972: 693-694). El aire está compuesto de peque- ñas esferas o moléculas separadas por intersticios en cuyos huecos se deslizan otras materias (Sauvages, 1754).
Así, el aire puede mantener en suspensión diferentes sustancias que se desprenden de los cuerpos. La atmósfera es pues una cisterna que se carga de emanaciones telúricas y de transpiraciones vegetales y animales. El aire de un lugar es entonces un caldo espantoso donde se mezclan humaredas, azufres, vapores acuosos volátiles, oleosos y salinos que se exhalan de la tierra y, a veces las materias fulminantes que ella vomita, así como las mofetas y los aires mefíticos que se desprenden de los pantanos, de minúsculos insectos y sus huevos, de animálculos espermáticos y, lo que es peor, los miasmas contagiosos, que son partículas pútridas surgidas de la tierra y de los animales en descomposición y que infectan el aire e incuban epidemias (Corbin, 1987: 19-21). ¡Cualquier parecido con el aire de nuestras ciudades actuales no tiene nada que ver!
Esta idea del aire contaminado hunde sus raíces en la antigüedad clásica. Desde Hipócrates se hablaba de “mal aire. o aire de mala calidad que producía enfermedades y de ahí el nombre de malaria. Así mismo, desde la Edad Media y el Renacimiento, a partir de las concepciones humoralistas del galenismo medieval, se venía suponiendo que las enfermedades contagiosas eran causadas por los miasmas, materia insalubre producto de la putrefacción de la tierra y de la descomposición animal, que se transmitía por el aliento o por el contacto físico y que se pegaba tal como el perfume se pega a las cosas, provocando la corrupción del aire y envenenando a todos. Esto se agravaba en las estaciones cálidas, cuando el calor y la humedad favorecían la corrupción de las materias orgánicas. (Cipolla, 1993: 145).
Queda claro, entonces, que aunque la palabra miasma no aparezca explícita en ninguno de los documentos citados de Mutis, al menos en el terreno de la higiene pública, éste se instala, tanto en lo teórico como en lo práctico, en toda la dimensión del paradigma dominante en Europa, el de la teoría miasmática. No es un contagionista en el sentido riguroso pues, con este término, la historia de la medicina ha designado a los escasos seguidores de la idea propuesta por Fracastoro en el siglo XV de que la enfermedad infecciosa es producida por minúsculos animalitos que penetran el cuerpo del paciente produciendo las alteraciones morbíficas y que se transmiten de una persona a otra. Si bien Mutis habla de contagio, lo concibe como la consecuencia de miasmas que están en el aire y se pegan al cuerpo como el perfume. Sus propuestas de explicación del origen de la enfermedad se enmarcan más en la teoría miasmática que en la del contagionismo.
De otro lado, también es obvio que Mutis es el introductor de dicho paradigma en la Nueva Granada. Sus interpretaciones del origen de las distintas endemias y epidemias que se suceden en el Nuevo Reino, así como las medidas de control y las recomendaciones hechas en ejercicio de su rol de “oráculo. local, son novedosas en dicho contexto. Sin embargo, al mirar a Mutis desde el contexto internacional, este se nos aparece como un simple difusor del paradigma dominante europeo hacia la Nueva Granada, mas no como un científico innovador. A pesar de que los problemas que se le presentan en su nuevo medio, como cuando habla de la epidemia de lepra en el Socorro y San Gil (Mutis, 1983 [1796a]: 124), tienen características propias que le habrían permitido interrogarse sobre la veracidad de su propio paradigma, las respuestas que da siempre están enmarcadas en el esquema miasmático-humoral.
Y aunque en el terreno de la nosología Mutis sigue a los neohipocráticos empiristas que han planteado, ya hace varios años, que la enfermedad es sólo y nada más que un conjunto de síntomas y que no hay nada subterráneo que la explique, que es necesario desechar toda explicación patológica que se enmarque en cualquier espíritu de sistema y que recomiendan trabajar con el método sistemático y antisistémico, clasificando las enfermedades al estilo botánico, por sus síntomas (Arquila & Montiel, 1993: 19), el abordaje de la explicación de la enfermedad infecciosa se continúa haciendo desde el modelo miasmático humoralista, de origen galénico-medieval.
Según Thomas Kuhn, un paradigma científico define, para generaciones sucesivas de científicos, un conjunto de problemas y métodos legítimos en un campo de la investigación, que atraen un grupo duradero de partidarios, convirtiéndose en un modelo o patrón aceptado y relativamente inflexible (Kuhn, 1971: 51) que intenta obligar a la naturaleza a que encaje dentro de los límites pre-establecidos por dicho modelo. (Kuhn, 1971: 52). La “ciencia normal “ sería aquella que se produce dentro de los parámetros de un paradigma (Kuhn, 1971: 33-34) y ninguna parte de su objetivo está encaminada a provocar nuevos tipos de fenómenos; en realidad, a los fenómenos que no encajarían dentro de los límites mencionados frecuentemente ni siquiera se los ve. Tampoco tienden normalmente los científicos a descubrir nuevas teorías y a menudo se muestran intolerantes con las formuladas por otros… “la investigación científica normal va dirigida a la articulación de aquellos fenómenos y teorías que ya proporciona el paradigma. (Kuhn, 1971: 53).
Es este el caso del contradictorio paradigma miasmático-humoral, en un momento de crisis y transición de la medicina en donde si bien se logran algunas explicaciones nuevas, no hay todavía en el terreno de las enfermedades infectocontagiosas, un nuevo paradigma estructurado que logre oponérsele al antiguo. Por otra parte, recientes explicaciones sobre el aire y el oxígeno, importadas del nuevo paradigma científico propuesto por Newton para la física son incorporadas a la teoría médica, pero estas son de carácter aislado y, descontextualizadas del modelo alternativo a que pertenecen, más que proporcionar nuevas explicaciones que rompan el paradigma, lo que hacen es venir a reforzar los esquemas viejos y a mantenerlos con más fuerza.
Es en esta red de significados y de poderes teórico-metodológicos y prácticos en la que Mutis se encuentra preso y de la cual no logra liberarse, a pesar de las propuestas de la exuberante naturaleza que lo rodea.
En trabajos anteriores hemos demostrado además que la difusión de los paradigmas científicos desde la metrópoli a la periferia no consiste en el movimiento del conocimiento desde un espacio lleno hacia uno vacío, sino que el resultado final, la ciencia periférica, es una negociación entre la cultura científica metropolitana y las condiciones contextuales, geográficas, demográficas, económicas, sociales y culturales locales (Quevedo, 1993: 281). Uno de los elementos que interviene en este proceso es el grado de consolidación de un paradigma y el nivel de resistencia que encuentra a nivel local, resistencia tanto teórica, debida al desarrollo o aclimatación de paradigmas anteriores, como social, consecuencia de actitudes nacionalistas, anticolonialistas, etc. El paradigma miasmático, debido a su aparente coherencia y a la legitimidad que le otorga la tradición de su uso desde la Edad Media, no encuentra oponente de importancia en el Nuevo Reino como para que sea combatido o como para que obligue a Mutis a reformarlo en negociaciones con otros planteamientos. Las medicinas locales, tanto la nativa local como la importada antes de Mutis, no tienen ni el desarrollo ni el arraigo suficiente como para exigirle a éste que las tenga en cuenta, como sí ocurre con los médicos mexicanos, por ejemplo (Quevedo, 1993, 1994c). Pero además, la posición social del gaditano, como asesor médico del Estado colonial, le asegura una capacidad hegemónica suficiente, tanto para imponer sus ideas, como para no tener que someterlas a su propia crítica interna.
Ya no son simplemente los intereses individuales del científico o los de reivindicación cultural de personalidades los que nos atañen en este caso. Es el poder de la teoría misma y de su arraigo social el que aparece aquí dirigiendo y orientando la propia acción de los científicos, tanto en su interpretación del mundo como en las acciones prácticas que se derivan de dichas representaciones sociales.
Es este un ejemplo más de los muchísimos casos de científicos, investigadores y evaluadores, que se encuentran presos bajo el poder de paradigmas que ya están siendo abandonados o han hecho crisis en su lugar de origen, pero que siguen manteniéndose como líneas vivas de investigación o de aplicación práctica. Pensemos por un momento en los alquimistas que continuaron durante los siglos XVII y XVIII sus trabajos en los esquemas teóricos medioevales a pesar de los descubrimientos de la química moderna. Así mismo, en la medicina colombiana de finales del siglo XIX y comienzos del XX que continuó guiándose por los parámetros de una mentalidad anatomoclínica aunque en Europa, y en otros países de América Latina, la mentalidad fisiopatológica había ya implantado su reino desde la segunda mitad del siglo XIX. O en los sociólogos de la ciencia que continúan aún hoy trabajando dentro del paradigma mertoniano, a pesar de que desde hace más de 10 años se han abierto nuevas perspectivas en la sociología del conocimiento constructivista.
En su libro “Nuevos experimentos físico-mecánicos ”, publicado en Londres en 1660, Robert Boyle describe un conjunto de nuevos experimentos sobre el comportamiento del aire, apoyados en el uso de su “máquina neumática”. Dichos experimentos se enfrentan a otros programas de producción de conocimientos de la época, cuyos partidarios atacaban explícitamente los métodos que él recomendaba. Antes de 1660, lo que se llamaba “conocimiento” y “ciencia” era aquello que se podía lograr por la demostración lógica o geométrica y la finalidad de las ciencias físicas era la de llegar a este tipo de certeza, la cual obligaba al consenso. Al contrario, Boyle estaba proponiendo que un hecho científico es creado por la multiplicación de las experiencias que lo atestiguan. Es decir, si una experiencia puede ser repetida varias veces y sus observadores pueden atestiguar iguales resultados, el hecho es una verdad científica incontestable. En su propuesta programática, Boyle afirmaba que la capacidad de las experiencias de producir hechos dependía no solamente de que hubiesen sido realizadas, sino también y sobre todo, de que la comunidad implicada estuviera segura de que lo habían sido. Recurrir, entonces, al testimonio ocular como criterio de seguridad era un problema disciplinar. El testimonio era una empresa colectiva.
Este planteamiento sólo era posible en una nación en la cual la ética del derecho, de origen anglosajón, había desplazado a la ética mediterránea de las virtudes (Gracia Guillén, 1989:128-141). En este marco, las declaraciones de un solo testigo no bastan para probar que un acusado es culpable de asesinato, pero las declaraciones de dos testigos, previsto que tengan el mismo crédito, deben bastar para probar dicha culpabilidad. Si un solo testimonio es poco probable, la concurrencia de muchos aumenta la probabilidad. He aquí el origen sociológico de la idea del conocimiento, no como demostración lógica, sino como probabilidad comprobable por la concurrencia de testimonios en la repetición de las experiencias.
Pero para Steven Shapin, quien nos propone este asunto (el análisis de este caso seguirá el texto de Shapin, 1991) lo más interesante no son los nuevos experimentos en sí mismos, sino la forma como Boyle expone los medios apropiados por los cuales deberán ser engendrados y validados los conocimientos legítimos, a partir de la concurrencia de testimonios. En primer lugar, el laboratorio mismo debería ser un espacio público en donde los observadores podían comprobar la repetición del experimento muchas veces, para lograr el consenso positivo. Así, las primeras experiencias con la máquina neumática fueron realizadas en salas públicas ordinarias de la Royal Society y los registros de los resultados de los experimentos eran firmados por un cierto número de las personas presentes que habían actuado como testigos de los eventos realizados.
En segundo lugar, había otro medio de multiplicar los testimonios sobre los fenómenos producidos empíricamente: el de facilitar su reproducción. Se incluían protocolos experimentales en el libro para que los lectores pudiesen repetir los ensayos, asegurando así testimonios distantes, pero directos.
Un tercer medio de multiplicar los testimonios fue el del testimonio virtual. Este pretendía, apelando a los mecanismos lingüísticos de la narración, producir en la mente del lector una imagen de la escena experimental que suprimiese la necesidad del testimonio directo o de la reproducción. Este método se complementaba con los grabados que aseguraban la fijación de la imagen en el lector. De igual manera, introducía en sus textos informes circunstanciados de experiencias malogradas, para demostrar que el autor no suprimía deliberadamente los elementos perturbadores.
Shapin propone entonces que Boyle construye tres tipos de tecnología para darle sustento a su creación de hechos científicos: una tecnología material, correspondiente a la creación y utilización de la bomba de aire, instrumento sin el cual no eran posibles los experimentos propuestos, ni las preguntas, ni las respuestas; una tecnología literaria, por la cual los fenómenos producidos por la bomba eran comunicados a aquellos que no habían sido testigos de dichos fenómenos; y una tecnología social, que establece las convenciones que los filósofos de la naturaleza deberían emplear en sus reportes mutuos para examinar la legitimidad de los conocimientos.
No se trata ya simplemente del poder que utiliza el científico en su propio beneficio, ni del poder que una cultura ejerce para apropiarse resultados de investigación que no le pertenecen y cuyo reconocimiento significaría el poner en peligro su hegemonía cultural y social. Tampoco es simplemente la constatación del poder social que ejerce un paradigma para obligar a los científicos a comprender la naturaleza de una forma determinada. Tenemos ahora ante nosotros, pues, una forma más sutil y superior de poder: una teoría social que entiende lo legítimo como suma de probabilidades, la cual, por medio de un acto de sociomorfismo, se inserta en la estructura misma de la concepción epistemológica que a partir de ella se construye, demarcando las posibilidades de validación de lo que debe ser considerado como conocimiento legítimo o verdadero. Es decir, que la teoría misma autodefine sus propias formas de validación. En dos palabras, la teoría misma elabora las preguntas y prepara las respuestas. Pero, además, la teoría, desde su interior, engendra mecanismos de poder que aseguran su perpetuación y su hegemonía sobre otras teorías que generan mecanismos de validación social y, por lo tanto metodológicamente, más débiles.
Desde que se creó el Sistema Nacional de Ciencia y Tecnología se ha venido hablando mucho en este país de los distintos tipos de redes que los investigadores establecen durante los procesos de consolidación y de reproducción de sus grupos y de puesta en práctica de sus estrategias de investigación. No me referiré entonces a esta clase de redes. Me interesan más las redes sociales con las que la investigación se entreteje.
Se han mencionado de paso también en el ambiente científico nacional las tensiones que se generan como consecuencia de la propia actividad de los grupos de investigación, tanto al interior de los mismos grupos como en las relaciones entre los grupos y entre estos y las instituciones y el Estado.
Dice John Law, en un artículo reciente titulado “El laboratorio y sus redes. (1989), que el investigador y su laboratorio se articulan a un conjunto de redes que funcionan tanto al interior como al exterior de éste. Menciona, por ejemplo, cómo las redes de la electricidad y del acueducto urbano, las redes comerciales de los fabricantes de materia prima y de reactivos o las de proveedores de ratones para los experimentos, no son simplemente entorno sino que hacen parte de la infraestructura misma, externa pero al tiempo interna, que garantiza el funcionamiento de los experimentos y que cuando fallan exigen capacidad de negociación del investigador. De igual manera, cuando el investigador trabaja sobre el material produciendo resultados, pone en interacción multitud de elementos heterogéneos, desde los reactivos, los elementos de laboratorio, los ratones con los que experimenta, la pluma, el papel, los equipos, el computador, etc”, todos ellos de procedencia distinta y resultado de dinámicas propias, creando el investigador así nuevas redes de interacción entre estos elementos y entre ellos y su entorno de origen. La interacción con las cifras de resultados y la producción de textos, así como su publicación, exigen del investigador nuevas negociaciones con redes distintas, como los editores, otros pares científicos y el público en general, entre otros. Pero no solamente los investigadores principales interactúan en estas redes. Todos los miembros del grupo de investigación, incluyendo los estudiantes y doctorandos forman parte de esta dinámica.
Pero todas estas relaciones y estas tensiones, tanto las que hemos mencionado aquí como las que propone John Law, aparecen como si fueran estrictamente de carácter académico o como transacciones de tipo comercial. Esta actitud surge de la persistencia de la idea mertoniana de que la ciencia es una institución social, “torre de marfil. que tiene un “ethos. propio, universalista, comunista, meritocrático y desinteresado, que la hace ser funcional en la sociedad.
Se enmascara así entonces la tensión más importante que es la existente entre el “ethos. y el poder, tensión que, como nos han demostrado atrás los cuatro casos estudiados, no es imaginaria. Realmente, lo que está detrás de esto es una concepción de la sociedad y de la ciencia en la sociedad: la sociedad entendida como una realidad que es homeostática, que es equilibrada, que funciona perfectamente y en donde cualquier desorden es entendido como una disfuncionalidad; la ciencia es entendida como una institución social y, por tanto, no podría mezclarse con el desorden, pues tendría igualmente su propia funcionalidad que es la de producir conocimiento para la sociedad y para el progreso, o sea, para mantener el equilibrio, la homeostasis social. Todos los demás elementos que la enturbian y la molestan aparecerían como externos a la actividad científica.
En cambio lo que estoy poniendo yo en consideración al mostrar estos casos, como casos típicos, pero además como modelos de análisis para ser aplicables a las muchas otras formas existentes de relación entre ciencia y poder, es que:
Hemos cerrado así el círculo del poder en las actividades científicas: las relaciones de poder se inician en última instancia con el establecimiento de un conjunto de relaciones sociales que, al institucionalizarse, implican niveles de poder; de ella se derivan concepciones de lo legítimo que se transponen a las representaciones culturales del conocimiento y que ejercen el poder de controlar a los métodos de validación epistemológica y social del conocimiento; en la medida en que lo logran se institucionalizan ellas mismas como modelos paradigmáticos del conocimiento científico que obligan a los investigadores a comportarse dentro de un conjunto de parámetros, ejecutando permanentemente actividades rutinarias de ciencia normal e impidiéndoles la innovación y, finalmente, dentro de estos esquemas y de acuerdo con el lugar que ocupan en el conjunto de dichas relaciones sociales, el científico utiliza su propio poder para manipular los descubrimientos, la paternidad de las prioridades, y negociar mecanismos que aseguren sus estrategias cognitivas, su supremacía cultural y la validación y legitimación de sus teorías, etc.
Ahora bien, la constatación de la fatal existencia de diversos tipos de relaciones de poder en la actividad científica no es un llamado al estatismo y al derrotismo en el terreno de la política científica. Pero lo que sí no se puede hacer es formular y poner en marcha una política científica haciendo caso omiso de dichas relaciones. Como bien dice Michel Foucault (1984): “el poder es siempre previo; … nunca está afuera … no hay margen para que den el salto quienes están en ruptura con él. Pero esto no quiere decir que debe aceptarse una forma ineludible de dominación o un privilegio absoluto de la ley. Que no se pueda estar nunca “fuera del poder “ no quiere decir que estemos atrapados de cualquier forma… el poder es coextensivo al cuerpo social, no hay entre las mallas de su red playas de libertades elementales; … las relaciones de poder son intrínsecas a otros tipos de relación (de producción, de alianza, de familia, de sexualidad), en las que juegan a la vez un papel condicionante y condicionado;…no obedecen a la forma única de lo prohibido y el castigo, sino que tienen formas múltiples; … su entrecruzamiento dibuja hechos generales de dominación, … esta dominación se organiza como estrategia más o menos coherente y unitaria, … los procedimientos dispersos, heteromorfos y locales del poder son reajustados, reforzados y transformados por esas estrategias globales, y todo ello con numerosos fenómenos de inercia, desfases y resistencias, … las relaciones de poder “sirven”, en efecto, pero no porque estén “al servicio de. un interés económico primitivo, sino porque pueden ser utilizadas en sus estrategias, … no hay relaciones de poder sin resistencias, … estas son tanto más reales y eficaces en cuanto se forman en el lugar exacto en que se ejercen las relaciones de poder; la resistencia al poder no debe venir de afuera para ser real, no está atrapada porque sea la compatriota del poder. Existe tanto más en la medida en que está allí donde está el poder; es pues, como él, múltiple e integrable en otras estrategias globales”. (Foucault, 1984: 82-83).
En Colombia encontramos, hoy y siempre, muchos López Ruiz, muchos Mutis, muchos Darwin, muchos Boyle, muchos fantasmas como los de Descartes, que están por allá detrás y muchos sociólogos mertonianos sueltos por ahí; en fin el problema de las relaciones de poder persiste constantemente en el interior de la actividad científica, se da naturalmente tanto entre las comunidades científicas y los grupos de investigación como entre los investigadores de un mismo grupo. Los investigadores jóvenes y los doctorandos están así mismo sometidos a esa dinámica de las relaciones sociales de poder.
Para pensar una política científica y una política de formación de investigadores que tenga en cuenta las relaciones de poder en una sociedad en constante conflicto, demos un pequeño rodeo. Las nuevas propuestas de la teoría del caos aplicadas a la salud nos dicen que, a diferencia de lo que pensábamos antes que la salud era un fenómeno de homeostasis y equilibrio permanente fisiológico, la enfermedad y la muerte son fenómenos estáticos y, en cambio, la vida y la salud son la capacidad que tiene el organismo de crear normas y de cambiarlas permanentemente, de innovar capacidad de acción, es decir que la salud sería la capacidad permanente de superar las agresiones externas e internas de carácter ordenador y normativo.
En la misma forma, la innovación científica y tecnológica serían actividades constantes de ebullición intelectual, creadoras de nuevas formas y propuestas. La ciencia normal, en cambio, aparece como un conjunto de actividades rutinarias, ordenadoras, reguladoras y estatificadoras que se oponen a la innovación. Al decir de Kuhn, “ninguna parte del objetivo de la ciencia normal está encaminada a provocar nuevos tipos de fenómenos. y “va dirigida a la articulación de aquellos fenómenos y teorías que ya proporciona el paradigma “ (Kuhn, 1975: 53). Más contundentemente, el mismo autor afirma que “la característica más sorprendente de los problemas de investigación normal…es quizá la de cuán poco aspiran a producir novedades importantes, conceptuales o fenomenales “ y “ni siquiera los proyectos cuya finalidad es la articulación de un paradigma tienden hacia una novedad inesperada” (Kuhn, 1975: 68-69).
Como bien dice Kuhn, la educación científica no escapa a los rigores de los paradigmas dominantes: “los científicos no aprenden conceptos, leyes y teorías en abstracto y por si mismos…esas herramientas intelectuales las encuentran desde un principio en una unidad histórica y pedagógicamente anterior que las presenta con sus aplicaciones y a través de ellas. (Kuhn, 1975: 85). La formación de investigadores reproduce la dinámica misma de la actividad científica, no sólo en lo social sino también en lo académico.
Siempre nos quejamos de que nuestra política científica no estimula la innovación, por más esfuerzos que hagamos. Tampoco nuestras políticas de formación de investigadores. El problema está en que dicha política científica está orientada fundamentalmente a estatificar la ciencia, es decir a importar más paradigmas y/o a consolidarlos en nuestro medio, haciendo caso omiso de las relaciones de poder. Nuestros investigadores jóvenes se forman trabajando al lado de otro investigador, pero sometidos a sus mañas y a sus maneras de ver al mundo y a la ciencia misma. Es decir, reproduciendo, en lo académico, la ciencia normal y en lo social, las relaciones de poder. Y, no es que no haya que hacerlo, sí, pero eso no es suficiente. Pues la inconciencia por parte del investigador de estos procesos y mecanismos a las cuales se va integrando en su proceso de formación, hacen que los paradigmas y las relaciones de poder se consoliden permanentemente. Hay que develar, hacer visibles, las relaciones de poder en la ciencia; hay que mirar realmente cómo es que la ciencia funciona como un poder social, como un sistema cultural que tiene poder y se integra al conflicto social. Hay que ver ese conflicto fundamentalmente como el elemento que debe investigarse para entender la ciencia y cómo es que funciona, cómo es que se ejerce y se practica. Necesitamos una política científica de consolidación y reproducción de los grupos de investigación y de la comunidad científica que se preocupe por la salud de la ciencia, que se preocupe por la innovación, por entender la dinámica caótica y problemática de la ciencia en acción por medio de su poder en la sociedad, y no una política que mire al paradigma, que lo estimule y que fomente el desarrollo de la ciencia normal y las actividades rutinarias de esa ciencia normal. Es decir, que hay que mirar la ciencia tal y cómo funciona, como es, y no desde una utopía ética que la conciba como aséptica y desinteresada y al científico como trabajando sólo por la meritocracia, el comunismo y el progreso. Hay que mirarla como es, para poder pensar una nueva política científica, que oriente e impulse a la innovación.
1 El resaltado es nuestro. Nota del autor.
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