Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Carlos Eduardo Valderrama H.*
* Sociólogo, candidato a magister en Sociología de la Cultura en la Universidad Nacional. Subdirector de proyectos del DIUC.
Después de hacer una introducción de carácter teórico sobre el concepto de identidades colectivas, el autor describe los principales aspectos que intervienen en la dinámica de la vida cotidiana y en la tensión estructuración-desestructuración de las identidades en ocho obras de la literatura de la violencia en Colombia. Estos factores intervinientes son: la tensión legitimidad-ilegimidad de las instituciones políticas, el ejercicio violento del poder y la «exterioridad» como fuente de ordenamiento del mundo cotidiano y extracotidiano.
Este artículo se desprende de la investigación «Aproximación a la construcción de las idendidades culturales en Colombia. Los valores de la vida cotidiana. Una visión a través de la literatura de la violencia»1, en la cual se estudiaron ocho obras literarias que la crítica ha considerado como pertenecientes a la literatura de la novela de la violencia en Colombia2. A pesar del marcado uso de estereotipos por parte de la mayoría de los autores, las obras logran de alguna manera ilustrar lo que pudiéramos llamar la convergencia de los distintos órdenes institucionales y normativos en el espacio de la vida cotidiana representada en ellas, la tensión que en este mismo espacio de interacción se presenta entre lo instituido e instituyente y la incidencia que estos dos aspectos tienen sobre ciertas dinámicas de adscripciones, sentidos de pertenencia e identificaciones simbólicas como rasgos constitutivos de identidad. En el presente texto, queremos mostrar los tres principales factores encontrados en el conjunto de las obras que intervienen en la vida cotidiana y en la estructuración-desestructuración de identidades colectivas representadas en las novelas.
Algunas breves consideraciones de carácter teórico nos permitirán comprender de manera más adecuada aquellos puntos que queremos resaltar de nuestro corpus literario a este respecto. Empezaremos señalando ciertas ideas concernientes a la relación entre el orden institucional y la normatividad con la vida cotidiana, para posteriormente conectar esta última con las identidades culturales.
Berger y Luckmann (1991), afirman que todo comportamiento institucionalizado involucra los roles en el sentido en que éstos representan el orden institucional. Dicha representación tiene lugar en dos direcciones. La primera tiene que ver con el desempeño del rol que representa el rol mismo, es decir, con la actualización del plano del «modelo de comportamiento»; la segunda, está relacionada con la representación de todo el nexo institucional de comportamiento, es decir, la de todo el conjunto de conexiones entre los roles que conforman una determinada institución3. Pero lo característico de los roles es que existen normas para su desempeño, las cuales son accesibles para todos los miembros de la sociedad, o al menos para aquellos individuos que potencialmente los desempeñan. El rol es el mecanismo mediante el cual los individuos se integran a una institución, participan de la sociedad y, a su vez, el medio por el cual se controla la interacción, pues ellas, las instituciones, controlan el comportamiento estableciendo pautas definidas que lo canalizan en una dirección determinada.
De ello resulta que cada institución posee un cuerpo de normas que constituirían el orden normativo4. Orden normativo que en un primer nivel es propio de esa institución, pero que en su relación con otros conforman un segundo nivel que sería propio de una esfera de la sociedad en su conjunto5.
En este sentido, la vida cotidiana, la realidad inmediata, a su vez, está estructurada. Existen ordenamientos que juegan el papel de «realidad» orientadora y corresponden a lo «presupuesto»: el ordenamiento espacial desde del entorno vital y corporal del sujeto, el ordenamiento temporal a partir de la experiencia propia de sucesión, y el ordenamiento social que parte de la certidumbre acerca de la existencia del «otro» y de su diferencia. Estos ordenamientos se presentan -por otro lado- de manera gradual entre la inmediatez y la mediatez de los actos y de las situaciones que caracterizan la vida cotidiana. Son los que dan sentido a la conducta de los individuos que los adquieren por medio de la socialización.
Pero los individuos en la vida cotidiana no sólo desempeñan varios roles, con lo cual se encuentran cobijados por varios órdenes normativos de acuerdo a las instituciones en las que se encuentran inscritos, sino que, y esto es muy importante, no todas sus acciones son institucionalizadas. De hecho, muchas de ellas son de carácter «instituyente». En efecto, en la relación «cara a cara» siempre hay lugar para la casualidad, para el imprevisto, para la acción trangresora, para la creatividad. El individuo no es sólo un vehículo de ordenamientos y estructuras socializadas. El sujeto es, en su singularidad, contingente. Es un «actor» que en la interacción se especializa en producir impresiones, en guardar apariencias, asumir papeles o roles, definir situaciones y provocar actitudes en «otros». Ejerce un control sobre un conjunto de signos socializados o «imaginarios» como el vestido, la sexualidad, el género, la edad, las pautas del lenguaje, los gestos corporales6. Así, el individuo es “dueño” de un punto de vista que se traduce en un sentido pragmático y la vida cotidiana es por tanto el mundo de la práctica y de la acción.
Esto implica al menos dos cosas. Por una parte, la significación de lo cotidiano obedece a un complejo de normas y valores que en términos de J. Lotman son el código cultural que relaciona el plano de la expresión con el plano del contenido. Este código cultural, que empíricamente se presenta como una serie de sistemas -de valores y normas- , hace que los acontecimientos u objetos de la vida cotidiana adquieran significación, posean un «valor» o «existan», o por el contrario, no signifiquen nada para la conciencia del individuo o no entren a formar parte de la «cultura» del colectivo7. La vida cotidiana “…se presenta como una realidad interpretada por los hombres y que para ellos tiene el significado subjetivo de un mundo coherente”8.
En segundo lugar, el «orden» cotidiano, la habituación, la repetición, el sistema de expectativas y sanciones sólo es posible entenderlo, encontrale significación, en la medida en que irrumpe lo no cotidiano, el acontecimiento, lo no institucionalizado pero que potencialmente es instituyente; para el caso del corpus literario analizado, el principal hecho extracotidiano es la violencia política. La conciencia de la cotidianidad adquiere configuración si el devenir se enfrenta a situaciones no previstas. La importancia de las reglas que definen la rutina, que instituyen la «normalidad», aparece de modo más evidente cuando ellas son violadas y las interacciones se ven amenazadas9.
Llegado a este punto, es necesario detenernos de igual manera sobre la problemática de la identidad. Remo Bodei (1993), afirma que frente al soporte sustancial de la identidad, único y de alguna manera ya dado, elaborado a partir del punto de vista en el cual el alma es una sustancia simple e inmortal que liga a todo sujeto terrenal a la vida eterna, una de las posiciones teóricas ha sido la de reformular sobre otras bases el principio de la identidad personal10. Esta posición se remonta, según el autor citado, a los puntos de vista de Locke y Hume hasta llegar hoy día a los planteamientos de Erving Goffman y Daniel Denett en los cuales se destaca una perspectiva eminentemente relacional. En ella, la identidad procede paradójicamente de las desidentificaciones y contrastes, de la toma de distancia y la no conciencia, de la interacción en el campo de las relaciones “cara a cara” en el que los episodios de la vida cotidiana expresan procesos de identificación o alejamiento con respecto del papel que se desempeña.
A tono con esta perspectiva, tenemos que partir por replantear la pregunta por la identidad, dessubstancializándola y desontoligizándola de tal manera que la pregunta ya no sería por el ser o el modo de ser esencial de un sujeto, individual o colectivo, sino por el sentido construído de lo que significa identificarse con algo o con alguien. Quijada (1994), afirma que una «…etnia, una nación o una cultura no ‘son’, sino que se ‘hacen’; se trata por ende de fenómenos históricos, en los que interactúan dos procesos interrelacionados, aunque no necesariamente coincidentes: uno de autoidentificación, y otro de identificación por los demás»11.
De todo ello se desprende una primera consecuencia: las identidades son necesariamente de carácter colectivo, así en determinado momento se expresen de manera individual y adquieran su propia particularidad en la interioridad del sujeto particular. De aquí en adelante, entonces, nos referiremos a la identidad como identidades colectivas.
Las identidades colectivas como construcción de sentido, tienen de hecho varias dimensiones espacio temporales, son abiertas y no son homogéneas. Veamos un poco más detenidamente estos tres rasgos. En su construcción confluyen procesos de larga, mediana y corta duración, para usar los términos de Fernad Braudel. Mitos fundacionales, ritos, prácticas rutinarias y usos se van sedimentando, reviven cosmogonías, cosmovisiones y explicaciones del mundo que moldean el lugar que se cree ocupar en éste, resignifican las acciones del pasado y estructuran el campo semántico para las del presente y el futuro. Todo ello en consonancia con los referentes espaciales que orientan adscripciones y le otorgan sentido y sentimientos de pertenecia (local, regional y nacional) a los sujetos tanto individuales como colectivos. La construcción del «nosotros» -en su expresión colectiva- y del «sí mismo» -en su expresión individual-, oscila entre lo sedimentado de la larga duración y los procesos renovadores y/o reafirmantes de la corta duración, entre el Estadonación- territorio y lo puramente local (la ciudad, el barrio, la vereda) dependiendo de la contingencia de la interacción, los procesos de autoidentificación y de identificación por el(los) otro(s). Existe una adscripción abstracta a un territorio que se hace a través del mapa como su símbolo y de una historia (societaria) llena de mitos fundacionales; pero también, existe una adscripción al territorio concreto a través de la interacción con el espacio inmediato de vivencia cotidiana y de una historia personal (o comunitaria) de ella.
Se presenta una correferencialidad con otro(s) lejano(s) en el tiempo y en el espacio o con otro(s) aquí y ahora, «face to face». Generalmente los estudiosos de las identidades colectivas advierten que las primeras, esto es, las identidades nacionales, son decididamente impuestas por las clases dominantes económica, política e intelectualmente. A ello podríamos agregar, que las segundas, configuradas en un espacio de interacción de carácter más inmediato, son en buena parte producto de procesos de resignificación de las inmposiciones, de construcción de sentidos propios y por tanto son espacios de resistencia frente a las distintos modos de dominación.
En cuanto a su carácter abierto, en buena parte está dado por esta misma oscilación espacio-temporal, pero ante todo por la convergencia y «convivencia» de diferentes jerarquías de valor según órdenes institucionales de adscripción y contingencias de interacción que hacen que adscripciones, sentimientos, límites, sentidos, no sean esquemas rígidos, jerarquizados y unidireccionales. Nuevamente estamos aquí bajo la presencia de esa tensión señalada anteriormente entre lo instituído y lo instituyente, entre la imposición y la resistencia.
Finalmente, y en conexión con los dos rasgos anteriores, la no homogeneidad de las identidades colectivas es parte constitutiva de ellas. Las creencias, los valores, los usos, las normas, las pautas de conducta, los sentidos y las sensaciones no son de ninguna manera asumidos y sentidos de la misma forma por los distintos miembros de una comunidad o por los diferentes grupos de un colectivo cuantitativamente más amplio. Los «…procesos conformadores de identidad están hechos de las negociaciones, de las expectativas, del planteamiento de ciertas interrogantes, de la evaluación crítica de los recursos culturales propios y ajenos, de la concepción de un futuro posible compartido (…) Con otras palabras, las identidades colectivas no son internamente homogéneas, y por lo tanto no existen actos de identidad e interpretaciones de esos actos plenamente compartidas, cavalmente congruentes»12. Mas bien el sentido de homogenidad, unidad y consenso se origina, como lo afirma el autor citado, por el uso instrumental dado a las identidades colectivas. Es decir, por las imposiciones de narrativas, imágenes, símbolos, sentimientos y estructuras de sentido que las élites y el centralismo pretenden realizar en nombre de la totalidad.
Para adentrarnos ahora sí a nuestro conjunto de obras estudiadas, podemos decir que son varias las formas de caracterizar los colectivos y de mostrar las adscripciones, sentimientos y cosmovisiones de los sujetos desde el universo de sentido particular a cada una de las obras. Así, en algunas de las novelas sobresale una familia o un personaje que claramente actúa como símbolo, representante o prototipo con los cuales se enuncia el universo de sentido; en otras, además de lo anterior, el autor introduce su propia voz para promover determinadas tesis y, finalmente, las más elaboradas, van entretegiendo, a través de la configuración de los personajes y de la interrelación de éstos, el sentido general del texto. Sin embargo, no nos interesa adentrarnos en este tipo de análisis, pues lo que queremos resaltar, como lo dijimos al comienzo de este artículo, son los distintos factores que en los universos de sentido del corpus literario intervienen tanto en la vida cotidiana representada en las obras como en los procesos de desestructuración-estructuración de identidades colectivas que allí se pueden detectar.
Recogiendo algunos de los resultados de la investigación de la cual surge este escrito, podemos decir, en términos generales, que son tres grandes factores los que intervienen en la vida cotidiana y están en la base de los procesos relativos a la identidad cultural. El primero de ellos, sin que nuestro orden implique grado de importancia, es la deslegitimación de las instituciones, mostrada por los autores en estrecha relación con un proceso o un estado de desidentificación con ellas y, en el extremo, con el Estado-Nación en general.
Las prácticas parainstitucionales de los agentes del Estado, es decir, cuando éstos desvirtúan y subvierten los valores propios del estado de derecho e institucionalizan en y con su práctica otros de carácter individual, aparecen como factores desestabilizantes del sentido de pertenencia e identificación con las instituciones políticas. El Estado aparece como algo que no busca el interés común y el bienestar de todos, pues la legalidad que él mismo ha instaurado y sobre la cual supuestamente se sustenta es transgredida permanentemente de tal manera que la norma es impredecible y obedece a los intereses, caprichos y pasiones individuales. El alcalde de «La mala hora». los policías en «Cóndores no entierran todos los días», el notario de «El cristo de espaldas», entre otros personajes, buscan, apoyándose en el rol que desempeñan, la adquisición de un mejor estatus social y el poder político y económico.
Así, la impredecibilidad de la norma, el azar extremo de las pautas de interacción social como producto de estos «caprichos» e intereses de carácter puramente individual de los representantes de las instituciones, hacen que la sociedad civil adopte una posición escéptica y distante frente a las instituciones, al mismo tiempo que experimente un estado de inseguridad en diferentes niveles: en el económico (por las expropiaciones, el robo, el incendio de sus pertenencias, la pérdida de su trabajo, etc.), en el familiar y afectivo (por la desaparición de los integrantes de la familia), en el moral (por la pérdida de los valores, especialmente cristianos) y, en general, una inseguridad por la desconfiguración del universo de sentido que le permite explicar el mundo y establecer el lugar que como sujeto(s), ocupa(n) en él. Esta subversión del universo de sentido se ve reforzada, como lo dejan entrever algunas de las obras estudiadas («Un campesino sin regreso» y «Viento seco», p. e.), por los procesos migratorios a los cuales se ven obligadas las víctimas de la violencia. Para el caso de los campesinos, su estrecha relación con la tierra y la naturaleza entra en tensión con lo desconocido y amenazador que representa la ciudad.
Frente a este estado general de deslegitimación y pérdida del sentido de pertenencia e identificación con las instituciones, las novelas muestran a muchos de los sujetos, individuales o colectivos, experimentando sentimientos de desamparo, de abandono, de desesperanza; «La calle 10», «Viento seco», algunos de los personajes de «La mala hora», entre otros, son claro ejemplo de ello. Una consecuencia -si podemos hablar en estos términos- de esta situación, es la aparición de una conciencia sobre la pérdida de la adscripción al colectivo de carácter nacional y, desde luego, la aparición de un sentimiento de desarraigo a este nivel. A manera de ilustración, trancribimos la voz del narrador de «Viento seco», el cual, en uno de sus apartes nos dice: «Su mente le hacía considerarse en este instante de infortunio un apátrida, puesto que la patria era la comunidad de ideas, el pedazo de tierra en donde se afinca el hogar y la seguridad que proporciona el respeto de las leyes y de las autoridades».
Un segundo factor encontrado en el corpus novelístico, que está en estrecha relación con las identidades colectivas, es la presencia de la «exterioridad». Es significativo que de manera más o menos sistemática las narraciones ubiquen en el «exterior» la fuente de los ordenamientos de carácter normativo tanto político como religioso, así como los factores causales o determinantes de la violencia y la perturbación de la vida cotidiana. La exterioridad es caracterizada como promotora de violencia, como agente de control que constriñe la libertad y como algo que por sí mismo es «malo». Buena parte de las acciones de los personajes que representan las instituciones están orientadas por un orden «superior», central y lejano que no se halla localizado en la zona inmediata de la interacción social. Buena parte también de los hechos de violencia ocurridos son causados por factores exteriores, los cuales perturban un estado alcanzado de paz, de comunidad de intereses, de tranquilidad, trastocándolo por uno negativo lleno de violencia, zozobra, odio, etc. En «La mala hora», por ejemplo, tanto el alcalde como el cura del pueblo reciben de unos OTROS exteriores y ajenos al pueblo una serie de órdenes que ellos se encargan de hacer cumplir, por la fuerza o a través de la sanción moral, a todos los habitantes de la población. Al primero se le encarga de ejercer la represión política contra determinados personajes, ya se trate por medio de un allanamiento, o ya por medio del asesinato y confiscación de los bienes de algún opositor político. El cura, por su parte, recibe todos los meses la calificación moral de las películas en proyección de tal manera que a golpe de campana advierte a la población si es lícito o no asistir a la función, estando él mismo atento en la vigilancia de la puerta de entrada para saber quien asiste y reprobarlo posteriormente. En «Cóndores no entierran todos los días» la problemática local es producto directo de la problemática nacional. Las motivaciones del conflicto aparecen como externas a la región y a sus habitantes; los tuleños nada tuvieron que ver con la muerte de Gaitán y fueron los «doctores de Cali» los que instruyeron a León María Lozano y le entregaron el dinero y las armas para que conformara su ejército de asesinos; los muertos que aparecieron entre el nueve de abril y el momento de la conformación del grupo armado no fueron reconocidos como habitantes de Tulúa sino como oriundos de otros lugares pero que venían a dejarlos en sus calles. En fin, la violencia poco a poco se fue a-cercando a Tulúa hasta que finalmente «invadió» sus propias calles y gentes.
En términos generales y salvo algunas excepciones, la Iglesia y el Estado en sus representaciones locales, aparecen como unos apéndices de poderes y organizaciones externos y centralizados, a veces con muy poco margen de autonomía, y como instrumentos de obediencia ciega que en la mayoría de los casos están en contravía de las particularidades locales, de el hacer, sentir y pensar de los sujetos de la narración, de sus formas organizativas y, en fin, de sus identidades culturales.
El tratamiento dado a la «exterioridad» en el conjunto de las obras crea una situación aparentemente paradójica. Por una parte ayuda a crear, a definir el contorno de un NOSOTROS, es decir, refuerza lazos de solidaridad, permite identificar a los iguales, define sentimientos de adscripción y sentidos de pertenencia; los habitantes de la vereda en «Viento seco» y en «Un campesino sin regreso», los moradores de Tulúa en «Cóndores no entierran todos los días», los que viven en los alrededores de la calle diez en «La calle 10», etc., se reconocen como iguales, se identifican como pertenecientes a una misma comunidad de intereses y como portadores de unos valores similares frente a la vida, a su semejante, al mundo que los rodea en su cotidianidad gracias, entre otros factores, a que tienen a un OTRO «frente» o «alrededor de» -pero en todo caso»fuera de»- ellos. Pero, a su vez, este OTRO externo, es un agente destructor que fragmenta y disocia los colectivos y con ello las identidades; la familia, el grupo, la comunidad, desaparecen físicamente por la acción violenta de la exterioridad o, en el «menor» de los casos, el miedo, la incomunicación, la disolución del sentido de pertenencia y construcción colectiva de futuro hacen que pierdan su identidad cultural.
Un tercer y último factor, asociado a los dos anteriores, es el ejercicio violento del poder. Al igual que los dos primeros, aparece como un determinante de la desestructuración de las identidades colectivas. Uno de los primeros niveles de identificación y uno de los espacios más dinámicos de los procesos de identidad es la familia y, justamente algunos de los autores se esfuerzan por dejar bien en claro que es ella la principal afectada por el ejercicio violento del poder. «El día señalado», «Un campesino sin regreso» y «Viento seco» coinciden, en términos generales, en presentarnos de manera un tanto esquemática, dos tipos de familia: una anterior y otra posterior a la llegada de agentes externos que ejercen la violencia tanto física como simbólica. La primera es una familia fundamentada en los valores tradicionales del cristianismo, es decir, en el amor, el diálogo, la caridad, la fe, la paz interior de sus integrantes, la religiosidad y el respeto indiscutido a la autoridad paterna. El trabajo y el progreso no dejan también de ser símbolos de este estado idealizado de familia, la cual, en armonía con la naturaleza, va logrando cada vez fines más altos de espiritualidad y sana convivencia.
El otro tipo de familia, es aquella que ha sido destruida por la violencia ejercida por los matones, los políticos que vienen de la ciudad y por el afán de lucro de los gamonales. En «Un campesino sin regreso», la fraternidad, la seguridad y la confianza existente entre las familias de la colonia desaparecen con la introducción de la política en la vida aldeana y con la aparición de extraños asesinatos y la sed de riqueza de uno de los campesinos. A cambio, el egoísmo, la desconfianza y la intolerancia se instalan como los nuevos valores -disvalores- que conducen a la zozobra y al conflicto. La familia protagonista pierde algunos de sus integrantes, es obligada a vender su parcela y a huir subrepticiamente en la noche dejando abandonadas todas sus pertenencias. «Viento seco» es mucho más elocuente y descarnada en cuanto a la familia como víctima de la violencia. El protagonista pierde a sus padres, sus peones y sus bienes primero; después, durante el éxodo, muere su pequeña hija que había sido violada y, por último, asesinan a su esposa en el refugio de la ciudad. A diferencia de la anterior, el autor aquí ilustra el cambio de valores sufrido por el personaje, el cual, después de un penoso conflicto en el que se «..debatía ante el dilema de seguir con su conciencia y con su tradición o enfrentarse abiertamente a quienes querían aplastarlo. Y luchaba por romper la indecisión y continuar por el camino que le trazaban treinta años de vida honesta o desviarse por la senda de la injusticia», termina abandonando todos sus valores anteriores y optando por el camino del odio y la venganza.
Como vemos, con la amenaza que sobre la familia se cierne con cada acto de violencia, con las rupturas generadas por la pérdida de sus integrantes, con la destrucción y enajenación de su espacio vital, con la trashumancia a que se ve sometida, los valores que la sustentan y que configuran el universo moral de sus integrantes comienzan a ser cuestionados o a ser subsumidos por otras jerarquías de valor. Por otro lado, y de manera concomitante con el cambio en la constelación de valores, la desestructuración de la familia y de la comunidad que la rodea de manera inmediata conlleva a la identificación de OTROS que se encuentran en la misma circunstancia y a la adscripción a las comunidades que se forman en torno de nuevos valores y nuevos sentimientos. En algunas de las obras es bien claro que la desaparición de uno o varios integrantes de la familia, la pérdida de los bienes, el éxodo, etc., generaron la conformación de comunidades que se nuclearon y establecieron lazos de solidaridad en torno del «dolor», la «desesperanza», el «odio», la «venganza»: los refugiados se prestan ayuda mútua, se consuelan entre sí, trazan planes conjuntos, se conforman guerrillas.
Ahora bien, esta tensión entre desestructuración y estructuración de identidades nos lleva a hacer una última consideración. La situación de interacción social -o «marco », en términos de Erving Goffman-, en los distintos episodios de la cotidianidad narrados en las novelas son espacios de convergencia de los distintos órdenes normativos - político, económico, religioso, etc.- y se encuentran en estrecha relación con los sistemas de jerarquía de los valores propios a cada uno de éstos, otorgándole de esta manera a la interacción social un carácter dinámico, muchas veces paradójico y contradictorio. Algunas de las obras muestran que el desempeño de los roles no es ese vaivén determinado unidireccionalmente por las instituciones y sus sistemas de valores, sino que se presenta una especie de tensión entre lo instituido y lo instituyente. Son muchos los casos en que prácticas sociales instituidas son desplazadas por otras nuevas con escalas de valor diferentes (el campesino convertido en guerrillero, la maestra de escuela que se torna en asesina por el deseo de venganza, el vendedor de quesos convertido en jefe de los matones), las cuales podemos decir que corresponden a lo que Cornelius Castoriadis (1984) denominó como prácticas instituyentes. Es decir, aquellas que pueden resultar como producto de una sociedad que tanto inventa y define nuevos modos de responder a sus necesidades como inventa y define nuevas necesidades13. En este sentido, la vida cotidiana narrada en el corpus analizado se presenta fundamentalmente como un espacio de resistencia. Resistencia que posee fundamentalmente dos expresiones: por una parte, la huida, la migración a pueblos y ciudades, que significa la defensa de la vida, el no sometimiento al orden instaurado por la violencia y la no aceptación de su simbolismo y de sus valores.
En segundo lugar, la resistencia a través de la misma violencia, que da lugar a esas comunidades sustentadas en torno de la venganza, a las cuales nos referíamos anteriormente. En la presentación de este tipo de resistencia se adivina la tesis de los autores según la cual la violencia genera más violencia, que para nuestro caso se percibe en «La calle 10», «La mala hora», «El día señalado» y especialmente «Viento seco». Vale la pena aclarar, que la formulación de esta tesis no quiere decir que las obras aboguen por ella. «Viento seco» y «El día señalado», por ejemplo, condenan esta reacción y promueven más bien la tesis cristiana «de poner la otra mejilla» o de volver a un estado de naturaleza ideal de armonía y comprensión. Son una especie de acto de fe en el Cristianismo la una, y en la Naturaleza la otra, pues actuarían como un metaorden que conduciría a una convivencia pacífica, sin contradicciones y con un alto poder homogenizante: a una misma comunidad de sentido y de identidad.
Las obras examinadas nos muestran, unas más otras menos elaboradamente, una vida cotidiana de individuos, familias, comunidades campesinas y habitantes de pueblos (o de un sector específico de la ciudad como el caso de «La calle 10») dinamizada gracias a la tensión entre las pautas provenientes de los distintos órdenes institucionales y normativos (económico, político, religioso) y la violencia que generalmente es mostrada por los autores-narradores como un hecho extracotidiano y exterior a la comunidad representada en las novelas. Los personajes se mueven entonces entre lo instituido y lo instituyente, entre lo que se considera ‘debe ser’ y aquello que se quiere implantar bien porque algunos (generalmente representantes de las instituciones políticas y religiosas, matones y gamonales, los cuales son vistos como el OTRO) están de manera contínua transgrediendo la norma y ejerciendo prácticas parainstitucionales, o bien porque la fuerza de las circunstancias obliga a ciertos personajes (la mayoría de las veces los que son el foco de la narración y presentados como NOSOTROS) a actuar de otra manera, a «abandonar» o a trastocar sus propias escalas de valor. En este dinamismo, los sentidos de pertenencia a un grupo, a una comunidad, a una institución, se ven alterados, o mejor, reconfigurados: donde existía una comunidad de armonía, asentada en valores cristianos y «sometida» a las leyes de la naturaleza, aparece una que, a partir de la violencia y la deslegitimación de las intituciones, se sustenta en el odio, la venganza, la desesperanza.
1. Trabajo realizado en el Departamento de Investigaciones de la Universidad Central -DIUC- y cofinanciado por COLCIENCIAS.
2. Ellas son: “El cristo de espaldas” de Eduardo Caballero Calderón (1952); “Viento seco” de Manuel Caicedo (1953); “Un campesino sin regreso” de Euclides Jaramillo (1959); “La Calle 10” de Manuel Zapata Olivella (1960); “La mala hora” de Gabriel García Márquez (1962); “La casa grande” de Alvaro Cepeda Samudio (1962); “El día señalado” de Manuel Mejía Vallejo (1964) y “Cóndores no entierran todos los días” de Gustavo Alvarez Gardeazábal (1972).
3. Berger, P. y Luckmann, T. “La construcción social de la realidad”. Amorrortu Ed. Buenos Aires, 1991. pág. 99.
4. Vale la pena aclarar que para la investigación tomamos el concepto de norma en su sentido más general, esto es, comprendiendo no sólo aquellas que Weber calificó como relativas a la convención (usos, costumbres y convenciones) y que se basan en la reprobación de los demás miembros de una sociedad, sino a aquellas otras que se respaldan en la coacción ejercida por un cuadro de individuos (leyes).
5. Es necesario aclarar que si bien analíticamente podemos distinguir varias esferas como constitutivas del orden social, en la realidad de la praxis cotidiana de los individuos, las comunidades o grupos y las sociedades en general, estos campos convergen y demarcan el espacio, la situación y el universo de sentido de la acción. Así, “lo político”, “lo económico”, “lo religioso”, etc., se encuentran conformando de manera simultánea e interrelacionada el espacio de lo social.
6. E. Goffman. “La presentación de la persona en la vida cotidiana”. Buenos Aires, Amorrortu. 1981.
7. J. Lotman. “Semiótica de la cultura”. Ed. Cátedra. Madrid, 1979. Págs. 42 y 43.
8. P.Berger y T. Luckmann. Op. cit. pág. 36.
9. Mauro Wolf. “Sociologías de la vida cotidiana”. Ed. Cátedra. Madrid, 1982 (1979).
10. Remo Bodei. “El largo adiós a la identidad personal” En: Revista Internacional de Filosofía Política. #2, nov. de 1993. Madrid. Pág. 5.
11. Mónica Quijada. “Nación y pluriculturalidad: los problemas de un nuevo paradigma”. En: Revista de Occidente. # 161, oct. de 1994. Madrid.
12. Rodrigo Díaz. “Experiencias de la identidaad”. En: Revista Internacional de Filosofía Política, # 2, noviembre de 1993. Madrid.
13. Cornelius Castoriadis, “La institución imaginaria de la sociedad”. Tusquets Editores. Barcelona, 1984. Página 200.
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