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Manuel Elkin Patarroyo: un saber hacer ciencia desde las dificultades de la vida*

 

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Manuel Elkin Patarroyo: un saber hacer ciencia desde las dificultades de la vida

Manuel Elkin Patarroyo: a knowledge of science from the difficulties of life

Manuel Elkin Patarroyo: um conhecimento da ciência das dificuldades da vida

Fernando Aranguren Díaz**


* Este trabajo es una forma de rendir homenaje a un ilustre colombiano, con renombre universal gracias a sus descubrimientos científicos. Dada la dificultad de entrevistar al personaje el autor, con apoyo documental de distintas publicaciones, hizo un intento de aproximación al proceso creativo y de producción intelectual de Manuel Elkin Patarroyo. El documento final fue revisado por el doctor Patarroyo quien hizo algunas precisiones fruto de lo cual es este texto que publicamos.

** Filósofo y docente universitario en el campo de las Ciencias Sociales y la Comunicación. Actualmente vinculado a la Universidad Central en la Coordinación Académica de la Facultad de Comunicación Social.


«La cultura contemporánea, en la que se superponen lenguajes, tiempos y proyectos, tiene una trama plural, con múltiples ejes problemáticos…Este tiempo también puede ser entendido como el tiempo de la creatividad, la generatividad…la apertura de nuevas potencialidades».

Dora F. Schnitman


La relación ciencia-cotidianidad

Cuando abordamos este tópico pensamos en dos cuestiones: la génesis de la relación y su desarrollo y actual configuración. ¿Cómo se inicia y se mantiene la vocación científica en Manuel Elkin Patarroyo?

Repasando los pormenores de su iniciación científica1, el doctor Patarroyo no lo piensa dos veces: «se trata de un proceso evolutivo». Es algo que se conforma gradualmente hasta adquirir la complejidad que hoy caracteriza a su trabajo de investigador. Sólo que en su caso el proceso va posibilitando la irrupción de una genialidad en ciernes cualidad que hoy determina en alto grado el sentido y orientación de su vida.

En cuanto a la génesis de su vocación científica habría que ligar varios aspectos puntuales: la revista ilustrada Billiken alimenta su curiosidad por todo lo concerniente al mundo de los descubrimientos; una lámina de Pasteur en actitud meditativa, acompañada de una frase sobre la preocupación del genio por la humanidad, impactan la sensibilidad del chico y despiertan su admiración por el científico francés al punto de querer parecerse a él; el ambiente del hogar donde la doble presencia de padre y madre equilibraban las fuerzas, las exigencias y condecendencias; y dos detalles -ambos ligados a la presencia paterna-: una colección de libros titulada La Vida y el microscopio, regalos que acabarían por facilitar su acceso inicial al campo de la ciencia natural, especialmente al mundo orgánico. Provisto de estos medios, a mitad de camino entre juguetes e instrumentos de trabajo, y motivado por una creciente admiración/devoción por Pasteur, alrededor de los 8 años de edad llega a una conclusión-problemática y muy parecida a otras que a lo largo de su vida le ocasionarían los más diversos retos-: ¡quería hacer vacunas!

Veamos los antecedentes de esta conclusión: en esa época, a los 8 años, ya entendía que entre Pasteur y Dios podía existir un paralelismo significativo: crear la Vida y mantenerla intacta gracias al auxilio de las vacunas. Luego, en los libros -en la colección La Vida, que su padre la regalara- encontró una «descripción muy nítida y sencilla de las moléculas orgánicas», y, después, agrega este comentario: «en el librito estaban muy bien dibujados el ácido láctico, el azúcar, la glucosa. Se mostraba, entre otras cosas, cómo al tener un hidrógeno, un oxígeno y un carbono, las moléculas difractaban la luz hacia el lado derecho o hacia el lado izquierdo. Eso es lo que se denomina polarización, fenómeno que se produce como consecuencia de la racemización…Así fue como comencé a interesarme por los azúcares, entendí como era la glucosa y en qué se diferenciaba de la galactosa, así como la lactosa de la leche de la fructosa de las frutas. Fui entendiendo y fascinándome con los carbohidratos, los azúcares. Y fui comprendiendo la química, me fue gustando. Dije, este es mi campo. Me entendí con las proteínas, con los aminoácidos y entonces, a los once años, ya quise hacer vacunas químicamente».

Este breve registro de las circunstancias que enmarcaran la génesis de la actividad científica en Patarroyo, nos remite a una sencilla constatación: no es frecuente en jóvenes de esa edad y en ambientes culturales tan desmejorados en el cultivo de la ciencia, como ocurre en nuestro ámbito, no es frecuente que se presenten conclusiones de ese género, y muchas veces, si ocurrieran, no caerían más que en pretensiones fútiles o en absurdas ideas que el «tiempo» y «la vida» harían olvidar posteriormente a esos supuestos extraños especímenes. Luego, como lo constatan los hechos posteriores, el chico estaba en aquel momento comenzando su iniciación científica, impulsando su vocación por el saber y asumiendo, no del todo consciente, un compromiso con la ciencia que le abarcaría la totalidad misma de su vida. Es decir, el proceso apenas comenzaba, y aunque se insinuara sólido y prometedor dada esa especie de predisposición hacia el saber que ya exhibía aún faltaba por venir lo más difícil: educar el talento, cultivar la disciplina, sobreponerse a los posibles fracasos; sólo en la marcha el proceso podría conducir al éxito o derivar en alguna posible frustración.

Sentadas las bases de la convivencia con la ciencia había que crear o generar las condiciones que permitieran mantener una relación sana, fecunda y progresiva, de tal modo que el científico en ciernes deviniera auténtico hombre de ciencia y que la ficción inicial, el sueño acariciado como un proyecto juvenil, se convirtiera en algo real, en una realización manifiesta a la que se remitieran los distintos tipos de procedimientos que esta clase de actividades intelectuales suele provocar. No se trataba por supuesto de algo fácil pero tampoco se podían prever los numerosos y múltiples obstáculos que se interpondrían en el desarrollo del proceso del joven Patarroyo para convertirse en el notable científico que hoy se reconoce en los ámbitos nacional y mundial. Precisamente, al repasar el desenvolvimiento de sus actividades, adelantadas hasta hoy durante casi veinte años, lo menos que se nos vino a la mente fue aquel sabio precepto de Blake: «El mejor camino de vida es el de las dificultades». En el camino vital y científico de este investigador, como ha ocurrido con la inmensa mayoría de hombres de ciencia en todas las épocas y latitudes, han abundado las dificultades, convirtiéndose por momentos algunas de ellas en obstáculos casi insalvables, pero gracias a su tenacidad y en algún pequeño porcentaje también al concurso de los dioses ha logrado allanar los senderos para proseguir la marcha.

Baste señalar al respecto que las dificultades no han sido solamente aquellas inherentes al hecho mismo de la actividad científico-investigativa, que resultarían normales y deseables en el curso del proceso, sino esencialmente aquellas provenientes de esferas extracientíficas y que lindan con los más diversos dominios: incomprensiones humanas motivadas en envidia y frustración, actuaciones poco o nada éticas de distintas personas y a veces de instituciones, infinitas trabas burocráticas que alimentadas por oscuras subculturas del cientifismo y afines tendieran emboscadas y otras malas pasadas. Frente a este conjunto de limitaciones y sinsabores que a veces resultan inmanejables por la incierta naturaleza que los anima y los torna por ello mucho más destructivos, frente a estos graves obstáculos se impuso, se mantuvo siempre firme la convicción de Patarroyo de que combatiendo en todos los campos, sobreponiéndose a cualquier dificultad y sólo curtiéndose en ese proceso de permanente lucha y confrontación, sólo así se hallaría la luz al final del camino y podría coronar las metas y los sueños que alimentara desde los tiempos de la niñez. Y es ese arduo proceso, aquí apenas medio esbozado, el que le ha permitido convertir la actividad científica en el hecho más importante de su vida: convertir la ciencia en compañera de vida requiere estar provisto de una condiciones particulares -de un cierto talento- que sólo en la práctica de las dificultades puede desarrollarse y complementarse hasta potenciar la genialidad.

Disciplina, productividad, creatividad

Suele ocurrir que las reflexiones acerca del quehacer científico se carguen de un cierto énfasis doctrinal por medio de estereotipos y fórmulas que acaban por hacerlo insufrible. los hombres de ciencia se convierten así en seres sobrenaturales y su actividad en algo inextricable para el común de la gente. Es una pésima tradición que deseamos rehuir. Por eso, lejos de acudir a esquematismos gratuitos para encasillar el tipo de actividades que despliegan los investigadores científicos en cualquier ámbito del saber, intentaremos recuperar algunos elementos constantes de ese hacer que sirvan como marco de referencia para el análisis de la singular y diligente labor adelantada por este hombre de ciencia en su campo de trabajo.

En primera instancia se insinúa la disciplina, que aparece como conditio sine qua non del ejercicio teórico y práctico de la ciencia. Es una cualidad muy alabada para ponderar una característica esencial del espíritu científico, pero no siempre resaltada como componente problemático inherente a la naturaleza misma de dicho espíritu científico, en tanto tiene que ver con el dispositivo de la subjetividad humana. Como han insistido tantas veces los propios genios, por ejemplo Goethe, al afirmar que sin disciplina no hay talento que valga ni se desarrolle, o como plantean recientes estudios sobre inteligencia en cuanto a resaltar que el talento es más cuestión de disciplina y perseverancia que donativo natural, también lo es en el caso del doctor Patarroyo: «Todo lo que soy y he alcanzado se debe a la más estricta disciplina que me he impuesto desde chico».

Esa disciplina se integra a lo que llamamos la actitud científica, es decir, el grado de conciencia que adquiere el investigador acerca de la índole del compromiso que demanda su contacto con el saber. La actitud alimenta un estilo de vida, hace homogéneas las distintas gestiones y funciones que irrigan la cotidianidad del científico para que en su conjunto concurran en apoyo de la tarea central: progresar de modo continuo en la búsqueda de la verdad. La actitud determina y alimenta un proyecto de vida donde la búsqueda científica se convierte en motor y brújula de la totalidad de la experiencia del investigador. Y esto, que es fácil afirmarlo en el papel, entraña crecientes dificultades en el plano real. En su caso la formación de esa actitud científica y de la disciplina colateral que implica remiten, de una parte, a la presencia paterna y a los retos que solía plantearle al chico: «¡quiero que seas un cóndor!», o «usted tiene condiciones para ser siempre el mejor, para no conformarse con menos», y, de otra parte, a la arraigada vocación de luchador que interiorizara el joven en la medida en que fue encontrando los más diversos obstáculos en el desarrollo de su carrera profesional: «La carrera de Manuel Elkin Patarroyo ha sido una suma de paciencia, perseverancia y constancia, y ha estado plagada de momentos de incertidumbre, de ataques del interior y del exterior».

Lo que se vislumbra en este encuadre es el complejo proceso de construirse la propia personalidad con base en una disciplina cada vez más estricta y exigente, fruto en buena medida de la internalización proyectiva del padre y del super yo en miras a escalar las cumbres del saber:»Sin duda alguna mi padre es el personaje de mi vida. Desde el punto de vista de paradigma, fue Pasteur; pero desde el punto de vista humano, papá…» Este norte, que se trazó desde muy temprano, ayudaría a dirigir los pasos del investigador que por un lapso de cerca de cuarenta años de entrega disciplinada a la búsqueda científica, se encamina hoy a coronar plenamente su proyecto vital: poner la ciencia, sus descubrimientos particulares, la vacuna sintética en distintos dominios, al servicio de la humanidad. Es obvio que sin la cuota de disciplina que dicha actividad amerita, ni su lucidez, ni una genialidad temeraria como la suya, hubiesen bastado para gestar el descubrimiento y multiplicarlo en toda su magnitud.

Pero, además de disciplina y en una época y en un contexto sociocultural como el de nuestro país, la ciencia reclama resultados, esto especialmente por los altísimos presupuestos que demanda su ejecución. En otras palabras, para ser reconocido como hombre de ciencia y poder ejercer la investigación científica en condiciones decorosas se requiere exhibir productividad; no es suficiente con ser brillante ni disciplinado, además se debe ser muy productivo, mostrar resultados, pelearlos y defenderlos contra múltiples enemigos. Sobra recordar aquí que este médico ha sido un productor infatigable y que ha batallado en distintos terrenos -ético, científico y jurídico- contra los distintos tipos de enemigos y detractores que le han salido al paso. Y sobra insistir que en esa batalla infinita, la productividad de su trabajo, los logros acumulados en el ejercicio de la investigación han sido los mejores argumentos de defensa y de triunfo. El testimonio de esa productividad hace parte del arsenal científico de la humanidad contemporánea.

Los resultados se inscriben en el transcurso del proceso recorrido por el investigador, ligados a los tópicos problemáticos que fueron surgiendo en el despliegue de sus actividades y en la ampliación del dominio de sus conocimientos. Desde el primer gran hallazgo, logrado hacia 1970, Un nuevo mecanismo de defensa del aparato urinario, que fuera premiado en el respectivo Congreso Nacional de Urología, celebrado en Cúcuta; pasando por su trabajo en Lupus Eritematoso Sistemático y en Artritis Reumatoidea, premio del Congreso de Medellín, 1974; el descubrimiento de los marcadores genéticos asociados con la fiebre reumática y publicado en Nature -1978-, y los sucesivos Premios Angel Escobar recibidos en, por lo menos, cuatro ocasiones, hasta el descubrimiento de la vacuna sintética contra la malaria -Synthetic plasmodium falciparum 66, SPF66-, que le valdrá el reconocimiento mundial y el otorgamiento de los más prestigiosos galardones del mundo científico internacional: la medalla de Edimburgo en Gran Bretaña, el premio Robert Koch en Alemania, el premio Principe de Asturias en España. Son realizaciones y reconocimientos que por sí solos hablan en términos de la excelencia que rodea el prestigio científico de este colombiano cada vez en incremento, y que apuntan, por el peso de su significación y el brillante porvenir de su ingenio, a la posibilidad de aspirar al Premio Nobel de Medicina, galardón que la modestia del médico de Ataco no le permite aún recabar públicamente pero que en el entrevero de sus sueños y desvelos creadores debe estar desde tiempo atrás convocando su atención.

No obstante lo anterior, la productividad en su trabajo no se circunscribe solamente a la creación de los protocolos y marcos teórico - conceptuales que presiden sus descubrimientos científicos, sino que abarca esferas y realizaciones a primera vista «extracientíficos». Nos referimos, por un lado a su gestión ejecutiva alrededor del Instituto de Inmunología y, de otro lado, a su labor como jefecoordinador de un equipo de investigación de talla interdisciplinar que se ha convertido en auténtica escuela de iniciación de nuevas generaciones de investigadores con aceptación en centros académicos de reconocida prestancia en el mundo desarrollado. Y si resaltamos aquí brevemente estos dos aspectos de su productividad es para recalcar que, en el ámbito científico y cultural de nuestro país, la mera genialidad o el mero talento no son suficientes para triunfar, hay que aprender a negociar, a forjar de la nada o de las ruinas aquellos proyectos que con tesón y persistencia puedan llegar a albergar los sueños de creación. Son bien conocidas en nuestro ámbito las querellas que debió adelantar para coronar el proyecto del Instituto de Inmunología y las acrobacias diplomáticas de su gestión para dotarlo de las más avanzadas tecnologías; así mismo se exalta su vocación de maestro y líder al frente de un grupo cada vez más numeroso de investigadores asociados a su equipo. El balance es significativo: aunque las instituciones permanecen y los hombres pasan, no hay duda de que la institución forjada por él le augura un lugar seguro en la posteridad. Nuestra insistencia en este aspecto sólo apunta a celebrar ese otro mérito del médico su capacidad de gestión productiva para rebatir con sólidos argumentos a sus «detractores gratuitos», expresión esta que ha tenido que utilizar el científico en más de una oportunidad.

Hay, a nuestro juicio, una tercera cualidad de mayor impacto en la relevancia del mérito científico del doctor Patarroyo: la creatividad. Inseparable de las anteriores, es como la última virtud que puede alcanzar el hombre en su búsqueda de la perfección: no hay creatividad gratuita, aislada como un acto de inspiración, como algo que aparece sin conexión alguna con todo el proceso que la provoca; por el contrario, la creatividad sólo se da en la dinámica de la productividad científica, es la recompensa al esfuerzo diligente y disciplinado, es la presea de la constancia de años empleados en cultivar un ideal, en acariciar un sueño, en cultivar una utopía. La creatividad es la cualidad que identifica la genialidad auténtica, todo lo demás se inscribe dentro de la normal condición humana. Por este motivo argumentaba Einstein: «La imaginación es más importante que el conocimiento», y se refería, claro está, a la imaginación creadora que, en manos de individuos como él se traduce en catapulta de descubrimientos, en motor del progreso científico y en paliativo dé los males que aquejan a la humanidad.
Si en la argumentación precedente hay un elogio cifrado creemos que apunta a destacar un hecho que compete no sólo a la trayectoria particular del doctor Patarroyo sino a un determinante estructural de nuestro perfil cultural. Se trata de una comparación un tanto paradójica: este científico posee en grado superlativo esa cualidad que tanta falta le está haciendo a nuestro contingente de académicos, profesionales y jóvenes en proceso de formación que en su paso por el sistema educativo o el establecimiento científico se encuentran con ese vacío atronador: la falta de creatividad. Y no porque los individuos carezcan de las potencialidades anímicas y espirituales requeridas para ser creativos, sino esencialmente por la insuficiencia de las culturas institucionales, por el apego a métodos de trabajo esterilizadores, por el recurso a un facilismo barato que desprecia en términos absolutos los esfuerzos honestos por cambiar la situación. Es un mal endémico contra el cual él mismo -miembro de la Comisión de Sabios- se ha propuesto dirigir una amplia y ardua batalla para, en compañía de todos aquellos que puedan aportarle a la transformación de nuestra realidad científico-cultural, adelantar una sólida campaña de reeducación y ampliación del horizonte espiritual de los colombianos.

La creatividad ha sido el don que ha acompañado a los inventores y descubridores a lo largo de la historia, también ha sido con la astucia el factor predominante en los hombres de empresa; el arte y en general la producción estética son sus terrenos privilegiados. La recursividad y singularidad creativa de las formas de expresión cultural ligadas a diferentes pueblos y contextos son una muestra suficiente de cómo el recurso a la civilización debe priorizar al máximo estas potencialidades inherentes al espíritu humano. Por ahí pasa precisamente el criterio para evaluar el realismo de los políticos estatales o la validez de los juicios interpretativos propuestos desde distintos ángulos doctrinarios. De ahí que sea apenas un reconocimiento objetivo a su labor intelectual el que distintas publicaciones del mundo y del país coincidan en comparar los hallazgos y descubrimientos del doctor Patarroyo con aportes y trayectorias como los de Galileo, Darwin, Copérnico, Lavoisier, TS’ai Lun, Pasteur, etc.; o, para sintetizarlo en términos de una de esas publicaciones: «Manuel ElkinPatarroyo es heredero de la más encumbrada tradición científica universal». Y, como en cada uno de los grandes descubrimientos, sólo cabe preguntarse ¿de dónde surgió la idea? El mismo responde con concisión: en parte de un desdoblamiento creativo al que lo condujo su obsesión por el problema de la vacuna sintética, en parte de la persistencia hacendosa de no descuidar detalle en el proceso hasta poder amarrar todos los cabos sueltos. Mirando casi adormecido el perezoso desplazamiento de las nubes, despertó de su somnolencia con la figura de una molécula por recomponer, y en el Amazonas voluptuoso culminó su encuentro creativo con los dominios de lo indecifrable, hasta alcanzar una noción básica que le confirmó en lo acertado de su derrotero. Palabras más, palabras menos, también en su proceso creativo de se han encarnado de modo inextricable el azar y la necesidad, y es su tenacidad disciplinada la que ha permitido que su imaginario deviniera realidad aquello que sólo él podía intuir. Así es y ha sido la ciencia; todavía tenemos esperanza de seguir jugando a los dados.

Nuestra cultura científica: situación actual y prospectiva

En algúna oportunidad que tuvimos de compartir algunas ideas con el doctor Patarroyo acerca del ser y el deber ser de la ciencia y la universidad colombianas llegó a afirmar él, para sorpresa de su auditorio, en términos categóricos, que en el país había necesidad de «despatarroyizar» la ciencia. Esta aseveración nos pareció inicialmente un tanto soberbia, de algún modo se correspondía con su franqueza para decir las cosas por su nombre; hoy, cuando le hemos dedicado algún tiempo a revisar su trayectoria y enterarnos en detalle del proceso que ha recorrido durante años para alcanzar el prestigio y reconocimiento que le concede el mundo científico y académico en general, nos parece una aseveración que señalaba una de las mayores debilidades de nuestro acervo cultural como nación: la marcada ausencia de una tradición científica entre nosotros y el reciente y todavía incierto panorama para el desarrollo ulterior de una sólida cultura científica en el país. «Despatarroyizar» la ciencia es eso: tomar su ejemplo y el de otros ilustres intelectuales colombianos comprometidos con la construcción de la verdad para hacer de la actividad científica, de la investigación sistemática de la realidad, de la universidad colombiana, auténticos espacios para propiciar la creatividad colectiva y el despliegue de los espíritus críticos, únicos factores y artífices capaces de dotar al país de un proyecto histórico de trascendencia solidaria.

En tanto su ejercicio científico profesional ha tenido como contexto inmediato el establecimiento científico y académico del país, Patarroyo -como ya se indicó antes- ha tenido que enfrentar diversos tipos de obstáculos institucionales e interpersonales, aunque con el paso del tiempo y la confrontación de los resultados obtenidos, también ha disfrutado de los respectivos reconocimientos y tributos al punto de ser considerado hoy uno de los colombianos prominentes en el decurso histórico de la nación. Sin embargo, lo relevante en esta complicada relación es observar cómo puede el contexto influir en uno u otro sentido en el despliegue de la labor científica.

Es claro que lo más adecuado para favorecer un desarrollo positivo de la creatividad intelectual sea la existencia de un contexto y unas condiciones marco que así lo permitan. No ha sido este nuestro caso. Ni el país, que en materia de tradición científica apenas comienza a caminar, ni la comunidad científica que suele poblar los distintos ámbitos institucionales del saber, entidades educativas, fundaciones y universidades oficiales. Al carecer de un marco cultural apropiado la labor del científico creador se torna mucho más difícil y complicada, se corre el riesgo de la sobre-actuación del protagonista y del sobredimensionamiento de cuestiones que no poseen la dimensión que se les suele dar.

En ese complicado juego de intereses opera el principio de sálvese quien pueda a modo de una réplica de la selección natural, el más dotado será finalmente el que pueda supervivir. Sin exageración, ese ha sido en términos aproximados su drama, como lo ha sido también de muchos colombianos ilustres; sólo que en su caso él no se convirtió en «cerebro fugado», pues su gestión se albergó «conflictivamente» en el país. Resulta interesante constatar que la mayoría de conflictos fueron extra-científicos y los que podrían catalogarse pertinentes en este campo siempre estuvieron por debajo del mínimo nivel del debate crítico- constructivo.

Uno de los principales obstáculos lo constituyó, siendo estudiante, la relación con algunos de sus profesores, o su relación, como médico, con algunos colegas vinculados a la misma institución o a entidades pares. La causa fundamental de los conflictos fue la incapacidad de unos y otros para generar y mantener espacios propicios para la interlocución productiva con el joven investigador. La consecuencia inmediata, sendos agravios y severas prevenciones de parte y parte, lo que en modo alguno puede coadyuvar al buen desempeño profesional de las partes, y de nuevo se sobredimensionan los individuos y los factores del azar de orden meramente incidental. Tal vez ésta ha sido una de las cuestiones que más ha calado en el espíritu del médico cuando realiza un radical balance de estos insucesos:

«Ante las agresiones, yo me crezco…además, debido al prestigio de los premios de ciencia que me había ganado, mucha gente se sintió molesta. También se molestaron porque yo estaba alcanzando un éxito científico serio a los 31 años. La batalla comenzó y siguió; sólo en los últimos dos años se ha morigerado levemente. Batalla de ataques, maledicencia, mala información, agresiones en público y privado. Hasta me desafiaron a pelear…Todo eso me llevó a encerrarme y a trabar más..

¿Eran reacciones de gente frustrada… como tanta en este país?

Sí, porque ellos tienen unas fantasías muy grandes, pero una probabilidad de realización muy pequeña…y la frustración viene de eso. Este es un país con un buen número de gente fantasiosa, con poca disciplina para la autorrealización. Ahí surge la frustración y la rabia. Como uno no se puede autogredir, agrede a los demás. Esa es la razón de la violencia…Para mejorar al país yo creo que es tan necesaria la educación como dar las herramientas para que haya disciplina propia y realización».

El ambiente descrito es poco o nada favorable para el despegue del espíritu crítico, y sin éste es previsible que en materia de cultura científica y convivencia intelectual todavía debamos esperar mejores tiempos. Y es precisamente en este aspecto que queremos aprovechar la experiencia negativa que enfrentara este investigador para invitar a la comunidad científica y académica del país en sus diversos capítulos y especialidades, a cerrar filas en torno a la necesidad de fortalecer en el acontecer cotidiano el despliegue del espíritu crítico, en un discurso abierto, flexible y tolerante pero capaz también de señalar los errores y reconocer los aciertos, capaz de sumar esfuerzos e integrar voluntades y de superar los lugares comunes y las componendas burocráticas, capaz en últimas -como señala Bordieu- de propiciar un oxigenamiento de los estilos de trabajo y proyectos culturales que integran el capital científico, el capital cultural como patrimonio indisoluble de esta colectividad, que día a día busca reconocerse en la práctica de la democracia como nación efectiva y no meramente enunciada, no meramente formal.

La universidad, el otro pulmón de la actividad científica contemporánea tampoco parece haber sido el mejor claustro para acompañar el desenvolvimiento intelectual del doctor Patarroyo. Sin desconocer en ningún momento su gratitud y lealtad con el Alma Mater, se percibe en su balance un cierto desencanto con la imagen de la institución. Y esto es compresible en gran medida si se tienen en cuenta dos factores que contribuyeron a desestabilizar y hasta entorpecer su paso por la Universidad Nacional. La comunidad docente del área de ciencias básicas y medicina no supo rodear con el apoyo requerido su labor investigativa y a veces los niveles directivos fueron en contravía de su proceso, y aunque es de humanos equivocarse, lo que vale conservar para el análisis es lo atinente al grado de criticidad de nuestros docentes universitarios, a la conformación de una auténtica comunidad de intereses y saberes que es capaz de comulgar en el principio de universalidad que caracteriza al hacer científico, pues al fin y al cabo son sus representantes académicos los que hacen más grande o más pobre a una universidad: ¿cómo ha asumido y asimilado la comunidad científica del campo básico en la Universidad Nacional la problemática teóricometodológica mantenida en torno a la labor del médico Patarroyo? ¿Qué lección se puede inferir de ello para la adecuada formación de las nuevas generaciones de científicos que pasen por sus aulas? ¿Qué le aportará un tal balance al fortalecimiento de una sólida cultura científica en el país?

El otro factor que entorpeció su tránsito por la universidad fue la agitada y muchas veces anárquica manifestación de la izquierda en el movimiento estudiantil de los años setenta. Aunque no se puede culpar unilateralmente a la izquierda del fracaso del proyecto académico- cultural que debía haber consolidado la Universidad Nacional de cara al país y sus necesidades apremiantes, para Patarroyo significó una especie de agente dislocador del orden y la sana convivencia, contribuyendo a la exacerbación de la violencia social y segando de ese modo lo mejor de múltiples proyectos culturales. Un balance tan negativo como este suele encontrarse en muchos científicos e intelectuales que vivieron aquellos difíciles años, pero esa apreciación nos convoca mejor a proponer algunos interrogantes más de fondo: ¿Qué pasó con la Universidad Nacional y en general con la universidad pública en el país a raíz de la experiencia política de los años sesenta y setenta? ¿Qué perdió o qué ganó el país frente al destino y manejo que se dio a la institución universitaria oficial en ese período? ¿Cómo restituirle al pueblo colombiano el oprobio y el crimen cultural que significaron las políticas oficiales dedicados a minimizar la educación pública y achicar la universidad oficial mientras al amparo de la misma ley crecían de modo inusitado las universidades privadas y se convertía en mercancía privilegiada la matrícula educativa? ¿Cuánto se le quitó con este traumatismo a la ciencia, a la investigación y en general a la cultura ciudadano que tanto reclamamos ahora? Creemos que la experiencia vivida por el doctor Patarroyo en su relación con la institución universitaria se convierte en un excelente pretexto para propiciar desde esta publicación un debate que el país está en mora de realizar.

Pero no todos los términos del balance se revisten de ese tono negativo. También en la experiencia del médico se reseñan los encuentros fructíferos con diferentes rectores del poder y de la intelectualidad colombiana e internacional que han sabido aportar su cuota de voluntad y decisión para contribuir a la materialización de su sueñoproyecto científico. Desde presidentes de la república y otros altos funcionarios, pasando por altos ejecutivos del sector privado y colegas académicos en distintos campos del saber, siempre hubo a la larga, más tarde o más temprano, aquella persona, una u otra presencia tutelar que supo apoyar su labor y contribuir a su redimensionamiento. Con el mismo ahínco que critica, Patarroyo reconoce a sus benefactores y compañeros solidarios de viaje; es bien significativo el elogio que hace de todas aquellas figuras que, permaneciendo anónimas, fueron decisivos en el logro de ser éxitos científicos, nos referimos con él a los voluntarios del ejército colombiano que se ofrecieron como cuerpos de experimentación para consolidar los resultados de la muestra final de la vacuna antimalárica.

El es optimista por temperamento y sabe que en lo suyo, en el campo de la ciencia, está cada día mejor equipado, sabe además que el proceso está en curso y que puede seguir cosechando importantes triunfos, y sabe que con ello le estará aportando no sólo al desarrollo científico y cultural del país sino también al bienestar de la humanidad. El futuro es prometedor, pero lo será más si la resonancia de su labor trasciende el campo estricto de los círculos especializados y se proyecta así positivamente sobre amplias capas de la población a fin de que el ejemplo que se derive de su trabajo intelectual pueda utilizarse pedagógicamente en la formación de nuevas generaciones de colombianos. Ello advierte explícitamente: «Desde la época de estudiante, Manuel Elkin Patarroyo era un hervidero de ideas. Había claridad en los rumbos por tomar. Y esa decisión desató envidias, rabias y tempestades. El espera que con la lectura y conocimiento de estas notas sobre su vida y su labor los jóvenes comprendan que sus realizaciones no son fruto del azar, sino un camino buscado, planificado y trajinado».

Nosotros quisiéramos que esta artículo, además de ser un reconocimiento más a los méritos del ilustre investigador, sirviera como ocasión para impulsar una gran cruzada académica que beneficie al país en su conjunto. Se trata de aprovechar con beneficio de inventario labores paradigmáticos como las de Patarroyo y otros notables científicos e intelectuales colombianos, a la manera del grupo que conformara la misión de los Sabios, para impulsar entre las nuevas generaciones de colombianos una amplia campaña de formación en un entorno cultural que favorezca la educación científica y humanista de tono integral, provista de un realismo práctico y de un alto componente utópico para intentar desde ahora realizar los sueños que nos asaltan desde niños pero que en los avatares de la difícil existencia que sobrellevamos la mayoría de los colombianos acaban por naufragar. Y para ello es indispensable la voluntad institucional tanto de la universidad como de la empresa, tanto del gobierno como de la sociedad civil a fin de poder repuntar históricamente como país y ofrecernos la posibilidad de ejercer el derecho de definir desde ya el futuro que queremos vivir.

De esta manera estaremos honrando en su ley no sólo la enseñanza de labores paradigmáticas como la suya sino también la de los mejores congéneres que ha conocido la historia de la humanidad. Y como vivimos en una época que consagra el valor de la utopías, permitásenos defender aquí con la mayor ilusión posible esta modesta utopía que hemos esbozado como el mejor homenaje a un colombiano universal.


Cita

1 Este texto se apoya directamente en la información contenida en el amplio reportaje biográfico que escribiera Flor Romero de la vida de Manuel Elkin Patarroyo: Manuel Elkin Patarroyo: un nuevo continente de la ciencia. Santafé de Bogotá, Tercer Mundo, 1995.


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