Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Por Fernán E. González*
*Científico político e Historiador. Universidad de California, Berkeley. Investigador del CINEP. Profesor Universitario. Asesor externo del proyecto «Modernización, Identidad Nacional y Cultura Política» , coordinado por el DIUC y cofinanciado por COLCIENCIAS.
Detrás de las opciones violentas para resolver los conflictos y de la creciente autonomía y difusión de las formas de violencia en el seno de nuestras sociedades urbanas y rurales, locales y regionales, se encuentran como telón de fondo una serie de condiciones históricamente creadas, las cuales tienen que ver con la construcción del Estado colombiano, la colonización urbana y rural, la dificultad para integrar los distintos «micropoderes» con la «sociedad mayor» y el Estado y finalmente, con la presencia del narcotráfico.
Las presentes reflexiones son fruto de la investigación interdisciplinar realizada por el equipo Conflicto Social y Violencia del CINEP, que trataba de combinar los enfoques estructurales y coyunturales de las violencias colombianas, en una mirada histórica de larga duración. Esta mirada pretendía enmarcar esos enfoques dentro del proceso de configuración del Estado y de la sociedad, a partir de los procesos de poblamiento, de configuración de las distintos tipos de cohesión social y política, relacionadas siempre con los procesos de construcción de las instituciones nacionales y expresadas en los imaginarios políticos, desde los cuales se perciben, juzgan y valoran los acontecimientos de la vida política. A partir de estos procesos, nuestra mirada trataba de acercarse a las violencias colombianas de la manera menos ideológica y polarizante posibles, buscando superar las lecturas hechas desde los polos del conflicto, para entenderlos desde una lógica que pudiera abarcarlos y entenderlos a todos, casi a la manera de un extraterrestre.
Esta mirada supone la superación de los enfoques maniqueos y complotistas, de uno u otro lado, que tienen previamente identificados a los malos y a los buenos dentro de una interpretación estática y moralista de los sucesos, que lee los hechos violentos de manera totalizante e indiferenciada. Estos enfoques conciben la violencia como producto intencionado de un plan maligno, pensado y llevado a cabo por agentes casi demoníacos, a veces obedeciendo a consignas de una oscura conjura de origen internacional. Y omiten toda consideración sobre el contexto social, económico, cultural y político donde se enmarcan los fenómenos violentos, lo mismo que cualquier acercamiento a la lógica interna y subjetiva de los sujetos implicados en ellos. Además, se niegan a una lectura desagregada y diferenciada de los hechos violentos, que se opone a su percepción apocalíptica de la Violencia omnipresente como producto del caos total de la sociedad, que solo puede remediarse con salidas autoritarias.
Para superar esta lectura complotista y apocalíptica, la mirada de extraterrestre busca identificar las condiciones sociales, políticas, económicas y culturales que hacen posible el recurso a la violencia en Colombia, lo mismo que los factores coyunturales de los mismos órdenes que desencadenan la opción concreta de actores políticos por la solución violenta de sus diversos conflictos. Estas condiciones estructurales e históricas de posibilidad y estos factores coyunturales desencadenantes deben analizarse en los niveles macro, medio y micro de la sociedad y del Estado. Lo mismo, las propuestas de solución deben apuntar a estos diversos niveles, lo mismo que a elementos tanto estructurales como coyunturales.
Este marco general debe permitir la comprensión de las diversas lógicas de los polos opuestos para superar la contraposición de imágenes y contraimágenes, que producen la exclusión y demonización del otro. Cada uno de los contrincantes en una lucha violenta tienen razones subjetivas y objetivas, que, a su modo de ver, justifican su opción, desde una utopía de orden soñado, a partir de una concepción totalizante de la realidad, como ha señalado varias veces Estanislao Zuleta1.
En esta línea, las líneas centrales de coincidencia del proceso de nuestra investigación interdisciplinar señalan que el conjunto de violencias en Colombia tiene que ver con:
1. El proceso de colonización campesina permanente, desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta hoy, donde no se da ninguna regulación ni acompañamiento por parte de la sociedad mayor ni del Estado, sino que la organización de la convivencia social y ciudadana queda abandonada al arbitrio y libre juego de la iniciativa de personas y grupos2. Esta colonización permanente es producto de tensiones estructurales de carácter secular en el agro colombiano, que están continuamente expulsando población campesina hacia la periferia del país, donde pronto se reproduce la misma estructura de concentración de la propiedad rural que forzó a la migración campesina, que coexiste con la colonización de terratenientes,de carácter tradicional o empresarial. Esta coexistencia y competencia por la tierra y la mano de obra será frecuentemente conflictiva3.
Además, esta colonización permanente evidencia que no es tan omnipotente el control que las haciendas, las estructuras de poder de los pueblos rurales y del clero católico ejercen sobre la población rural4. Muestra también que, desde la segunda mitad del siglo XVIII, se han roto los vínculos de control y de solidaridad internas de las comunidades rurales, campesinas o indígenas, como lo evidencian los informes de Moreno y Escandón5, lo mismo que otros informes de la época6. Esta contraposición entre colonización campesina, espontánea y aluvional, y estructura latifundista, tradicional o empresarial, se va a reflejar en dos tipos diferentes de adscripción política y de cohesión social, que van a tener consecuencias para las opciones violentas7.
Una va a ser la cohesión y jerarquía sociales en las zonas donde predominó la hacienda colonial con su estructura complementaria de minifundio y mano de obra dependiente (aparceros y peones de zona donde fueron importantes las encomiendas y los resguardos indígenas) y los pueblos organizados jerárquicamente, desde los primeros años de la Colonia. Otra muy distinta es la cohesión social de zonas de colonización campesina aluvional, proveniente de diversas regiones del país, con diversos componentes étnicos ( «los pueblos revueltos» ), que ocupan las vertientes cordilleranas y los valles interandinos. Sobre estos diferentes estilos de cohesión social se van a construír formas diversas de adscripción política: en las areas de colonización marginal, la población estará más disponible a nuevos discursos y mensajes, políticos, culturales o religiosos. Hay que notar que en las regiones de la llamada colonización antioqueña, se dan formas de colonización que varían en el espacio y el tiempo: en las primeras etapas y regiones, se produce un transplante de las estructuras jerarquizadas y patriarcales de los pueblos de origen (casi siempre del Oriente antioqueño). Pero, en las etapas posteriores, en regiones más marginales, se produce otro estilo de colonización más espontáneo, más libertario y casi anarquista.
Estos dos tipos de poblamiento se reflejan en movilizaciones políticas de diversa índole: en las guerras civiles del siglo XIX, como la de Los mil días (1899-1901) los ejércitos más regulares se van a reclutar en los altiplanos, mientras que las guerras de guerrillas van a hacer mayor presencia en las zonas de colonización de las vertientes cordilleranas. También las guerrillas de la Violencia de los años cincuenta y las actuales van a encontrar su escenario privilegiado en ese tipo de región.
2. La migración aluvional a las ciudades: un conjunto similar de problemas se presenta más recientemente, cuando las mismas condiciones estructurales del agro colombiano, reforzadas por las violencias rurales de los años cincuenta y de las décadas recientes, producen un aceleramiento de la migración campesina a las ciudades grandes e intermedias, cuya capacidad de infrastructura y servicios públicos queda rebasada por la población creciente.
Inicialmente, esta población migrante reproduce los sistemas internos de cohesión social y de relación clientelista con los partidos tradicionales y la burocracia del Estado. Pero las siguientes generaciones, más socializadas en la vida urbana y más debilitados sus vínculos de cohesión interna y de relación con el sistema clientelista de los partidos, se encuentran más disponibles a nuevos discursos, políticos o religiosos8. Sobre todo, cuando la población de los barrios no tiene homogeneidad social o regional, sino que es producto de olas diferentes de migración. Y, cuando las transformaciones de las ciudades y la crisis económica de algunos sectores produce un deterioro constante de las condiciones de vida de sus barrios y un debilitamiento de los lazos tradicionales o modernos, que constituían el llamado «tejido social» .
En estos barrios, donde el tejido social se está apenas construyendo o se está debilitando, los diversos grupos o pandillas juveniles (que expresan los primeros pasos de una socialización incipiente) pueden servir de espacios de reclutamiento para las guerrillas, rural o urbana, y para las bandas armadas del narcotráfico9. O, para formas de delincuencia común, pequeña o mediana, y, de manera correspondiente, para grupos de vigilantes o milicianos populares, que responden, desde la sociedad civil en formación, a los grupos anteriores. O, más simplemente, las nuevas formas sociales y culturales de estos grupos pueden resultar incomprendidas para las generaciones más viejas.
Por todo esto, los grupos juveniles son fácilmente criminalizados y señalados como los otros, distintos y ajenos a la sociedad mayor, lo que los hace las víctimas principales de formas de «limpieza social» , por parte de la policía o de grupos privados de autodefensa barrial, muchas veces con la complicidad o apoyo de los grupos dominantes de los mismos barrios. También son frecuentemente víctimas de los enfrentamientos entre grupos de delincuencia común y de éstos con la policía10. Estos problemas se agravan en el caso de la migración de campesinos y pobladores desplazados por las actuales violencias: estos pobladores se refugian en ciudades intermedias, cuyas condiciones no les permitan asimilarlos en términos de oportunidades de trabajo ni de prestación de servicios.
3. La manera como se construyó el Estado colombiano y como se articularon estos grupos migrantes con la sociedad mayor: desde los tiempos coloniales, las ciudades, haciendas, encomiendas y resguardos, integradas a la sociedad mayor y al Estado colonial, coexistieron con espacios vacíos, de tierras insalubres y aisladas, donde el imperio español y el clero católico tenían una escasa presencia. Algunas de estas zonas, como las selvas del Darién o los desiertos de la Guajira, estaban pobladas por indígenas bastante reacios a la soberanía española y poco dispuestos a integrarse en la economía colonial. Otros territorios, en zonas selváticas y montañosas, sobre todo en las zonas de vertiente y en los valles interandinos, eran de difícil acceso y de condiciones poco saludables: se convirtieron en zonas de refugio de indios indómitos, de mestizos reacios al control de la sociedad mayor, de blancos pobres, sin acceso a la propiedad de la tierra, de negros mulatos y cimarrones, fugados de las minas y haciendas.
Pero, además de esas regiones y sociedades donde el Estado hacía escasa presencia, en las áreas y sociedades más integradas, la presencia del Estado español se caracterizaba por ser de dominio indirecto. A diferencia de los Estados plenamente consolidados, en la terminología de Charles Tilly11 el Estado español controlaba las sociedades coloniales a través de la estructura de poder local y regional: cabildos de notables locales, de hacendados, mineros y comerciantes, ejercían el poder local y administraban la justicia en primera instancia.
A mi modo de ver, esta situación fue heredada por la república neogranadina y colombiana, cuyo sistema político bipartidista le permitió articular a los poderes locales y regionales con la nación, al ir vinculando las solidaridades y rupturas de la sociedad con la pertenencia a una u otra de estas especies de subculturas políticas, que se constituyeron en dos federaciones de grupos de poderes, respaldados por sus respectivas clientelas12.
En ese sentido, los partidos políticos tradicionales se construyeron sobre la base social de las jerarquías y cohesión social previamente existentes en las sociedades locales y regionales. Esto produjo un reforzamiento de las identidades locales y regionalaes desde el nivel de las identidades políticas nacionales: así, la identificación básica de la población con sus grupos primarios de referencia (parentesco nuclear o extenso, vecindario, paisanaje) se hizo más fuerte por la adscripción a las dos subculturas políticas del liberalismo y conservatismo. El hecho de haberse tomado la relación con la institución eclesiástica como frontera divisoria entre los partidos reforzó el elemento pasional que ya tenían las identidades previas de carácter local. Además, estas identidades se fortalecen más con las experiencias de luchas compartidas en las guerras civiles, con la vida común de campamentos y batallas, junto con los correspondientes odios heredados» y «las venganzas de sangre, pendientes de generación en generación.
Todo esto confluye en socializaciones políticas maniqueas y excluyentes, que definen un nosotros, los que están adentro de nuestro grupo de referencia, frente a los otros, que están afuera de nuestro marco. En estas configuraciones se juntan identidades y solidaridades primarias de tipo local y regional, fruto de los procesos de colonización antes descritos, con adhesiones más abstractas y solidaridades secundarias. Pero el resultado es siempre la exclusión del otro, del diferente: el habitante del barrio vecino, de la vereda de enfrente, del pueblo cercano, de la región vecina, queda por fuera de mi universo simbólico, porque no pertenece a mi comunidad homogénea. Pero la exclusión del otro en el nivel primario se refuerza con la exclusión del otro en el nivel nacional. Todo lo cual explica el carácter maniqueo y sectario de nuestras luchas políticas: matar liberales no era pecado para los curas conservadores, porque el liberal «comecuras» era el otro, por fuera de la comunidad de fieles católicos. Y viceversa, los curas «godos» ( «españolizantes» , no-patriotas) eran enemigos del progreso y de las ideas democráticas. Pero, estas contraposiciones permitían articular la sociedad nacional con las solidaridades locales y regionales.
Esta articulación de la sociedad nacional, desde arriba hacia abajo, funcionó, aunque con problemas, durante todo el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX13. Por eso, donde persiste la cohesión social interna de los poderes locales y regionales y su control sobre la sociedad, no se producen altos niveles de violencia en los años cincuenta, porque estos poderes suplen al Estado.
Esta presencia indirecta permitía que este Estado fuera relativamente barato, y que respondiera bastante bien a la escasez de recursos fiscales del país, que nunca tuvo una gran articulación al mercado mundial, ni grandes booms de exportaciones, que pudieran configurarlo como un Estado rentista: nunca hubo demasiado oro ni plata, ni guano, cobre, petróleo, trigo o carne de exportación, así que la debilidad del Estado respondía a su pobreza fiscal. Por otra parte, el Estado colombiano tampoco tuvo que afrontar las grandes movilizaciones de corte populista, ni grandes migraciones europeas, ni poderosos movimientos sindicales de corte anarquista, ni la ampliación de las capas medias, que caracterizaron a otros países.
Por ello, no se produce una masiva ampliación de la ciudadanía, ni grandes presiones de las masas populares y de las clases medias sobre el gasto público, lo que permite un manejo bastante ortodoxo de la economía, sin grandes presiones inflacionarias. Además, la falta de un movimiento populista de carácter inclusionario hizo innecesarias las intervenciones militares en la vida política: la vida política colombiana se caracteriza por la casi total ausencia de dictaduras militares (excepto un corto período en el siglo XIX y la dictadura del general Rojas Pinilla (1953- 1957), que fue, durante la mayor parte de su período, instrumentalizada por sectores de los partidos tradicionales).
Consiguientemente, tampoco se configura un Estado intervencionista e industrializador, ni tampoco un Estado de bienestar de amplia cobertura: por lo tanto, tampoco hay una gran ampliación de una burocracia estatal que produjera un aumento de las capas medias. Además, la fragmentación existente del poder y de la riqueza, la no aparición de un mercado nacional que integrara las diversas economías regionales y la escasez de recursos fiscales se refleja en la inexistencia de un Ejército Nacional que vehicule la unidad nacional y sirva de elemento cohesionador de la sociedad nacional. Esto incide en el no monopolio de la fuerza en manos del Estado nacional, que coexiste, durante el siglo XIX, con cuerpos de milicias regionales y grupos armados de carácter privado, al servicio de hacendados y personajes importantes en la vida local.
Tampoco se produce la aparición de una administración pública por encima de los intereses particulares y partidistas, ni un aparato de justicia, objetivo e impersonal, por encima de los grupos de poderes privados y grupales. El resultado de este proceso se expresa en la imposibilidad de separar claramente los ámbitos público y privado, y en la dificultad para estructurar instituciones estatales de carácter moderno, lo mismo que para realizar las reformas necesarias para responder adecuadamente a los cambios de la sociedad colombiana.
Todo este proceso caracteriza la formación del Estado colombiano, que no se distancia suficientemente de la sociedad ni logra penetrarla por medio de una administración directa y autónoma, sino que se hace presente en el territorio de manera indirecta, a través de los mecanismos de poder ya existentes en la sociedad, dejando por fuera a las regiones y grupos periféricos de la sociedad. Este dominio indirecto del Estado sobre la sociedad explica el papel que los partidos tradicionales, el liberalismo y el conservatismo, han venido jugando en la historia política y social de Colombia. Estos dos partidos, como dos federaciones de grupos locales y regionales de poder, sirvieron de articuladores de localidades y regiones con la nación, lo mismo que de canalizadores de las tensiones y rupturas que se daban en esos niveles: la pertenencia a uno u otro de los partidos pasaba así por la identidad local y regional, las contradicciones entre regiones y localidades, los conflictos étnicos, las luchas entre generaciones, los enfrentamientos intra e interfamiliares, los conflictos entre grupos de interés, etc. Así se articulaban los vínculos de solidaridad primaria y tradicional, basados en el parentesco, vecindario, compadrazgo, etc, con los vínculos más abstractos de la ciudadanía y la nación.
El problema de este tipo de presencia es que se basa, esencialmente, en la no distinción entre los ámbitos privado y público, que se refleja en la proclividad de la sociedad colombiana a la búsqueda de soluciones privadas a los conflictos. La resistencia a reconocer el espacio público se ve también en las dimensiones de la vida cotidiana, desde la invasión de los andenes de las calles y el irrespeto sistemático a los semáforos y señales de tráfico hasta la proliferación de conjuntos cerrados de viviendas y de agencias privadas de seguridad.
4. Por esta carencia de la dimensión pública y esta presencia indirecta del Estado, además del aspecto referente al poblamiento, las violencias colombianas tienen que ver con un tercer aspecto, en el que confluyen los tres puntos anteriores. Es la dificultad que existe en la vida política colombiana para integrar y articular los micropoderes y microsociedades -en proceso de formación- de las regiones de colonización, con la sociedad mayor y el Estado, dado que éstos hacen presencia en esas regiones indirectamente, a través de las jerarquías sociales existentes, articuladas en el bipartidismo. La misma dificultad existe para expresar en el nivel simbólico, la pertenencia nacional de estas microsociedades, que se consolidan por fuera del sistema bipartidista: lo que esta afuera es criminalizado y reprimido. El macartismo anticomunista refuerza el sectarismo excluyente, propio de la cultura política bipartidista.
Así, el final de las violencias del año cincuenta y el tránsito a otras formas más ideologizadas de lucha guerrillera muestra la creciente incapacidad del sistema político bipartidista para coexistir con grupos locales de poder que escapan a su ámbito de poder. Las autodefensas influenciadas por el partido comunista empiezan a evolucionar hacia formas de poder local por fuera del bipartidismo, que son criminalizadas como repúblicas independientes por políticos conservadores y las fuerzas armadas. La incapacidad del regimen político para asimilar fuerzas políticas de carácter local, con una base social de colonos campesinos de zonas periféricos, junto con el trabajo ideológico de activistas del partido comunista, da lugar al surgimiento de las FARC14.
Por otra parte, los acelerados cambios de la sociedad colombiana producen un debilitamiento del monopolio que los partidos políticos tradicionales y la Iglesia católica tenían sobre la vida cultural del país. Para ello se combinan factores internos como la rápida urbanización, la ampliación de las capas medias, el aumento de la cobertura educativa, el cambio del rol de la mujer en la sociedad y la acelerada secularización de la sociedad con factores externos como el influjo de las revoluciones del Tercer Mundo (especialmente la cubana), la mayor presencia de las masas populares en la escena política, la mayor apertura del país a las corrientes del pensamiento mundial, el influjo de las varias tendencias del marxismo y los cambios internos de la Iglesia católica.
Todos estos cambios fueron haciendo obsoletos los marcos institucionales por medio de los cuales el país solía expresar y canalizar los conflictos y tensiones de la sociedad15. Según Daniel Pecaut16 y Jorge Orlando Melo17, los cambios sociales, culturales y económicos de estos años contribuyeron a debilitar las redes de solidaridad tradicional y los correspondientes mecanismos de sujeción individual, pero sin construir nuevos mecanismos de convivencia, ni tampoco nuevas formas de legitimidad social.
En este contexto de cambios profundos, se presenta la radicalización de los movimientos obrero, estudiantil y campesino. El influjo de la revolución cubana es muy fuerte en las capas medias urbanas y en la juventud estudiantil, cuyas perspectivas de integración al aparato productivo y al sistema político no son muy claras: surge allí una nueva intelligentsia, influida por las varias líneas del marxismo y de las ciencias sociales, lo que muestra la pérdida del monopolio que ejercían los partidos tradicionales y la Iglesia católica sobre la vida cultural e intelectual del país18.
Por otra parte, los problemas sociales, tanto en las ciudades como en el campo, seguían configurando un «caldo de cultivo» para las opciones violentas. En ese sentido, las limitaciones de la reforma agraria oficial y la criminalización de la protesta campesina acentuaron el divorcio entre movimientos sociales y partidos políticos tradicionales. Además, este divorcio fue profundizado por la presencia de variados movimientos de izquierda, interesados en la radicalización del movimiento campesino. Así, la instrumentalización de los movimientos sociales (sindicalismo, movimiento estudiantil, movimientos barriales, cívicos y populares), al servicio de la opción armada, también influyó en la criminalización de la protesta social y en la lectura complotista de la movilización social.
Esa intrumentalización de los movimientos sociales por la izquierda armada, junto con problemas internos, impidió la consolidación de una fuerza democrática de izquierda, que canalizara el descontento creciente tanto de las masas populares de la ciudad y del campo como de las capas medias urbanas y que articulara a los sectores descontentos con el bipartidismo, los cuales comenzaron a proliferar, en los años sesenta, entre intelectuales, sectores medios y grupos populares. Por otra parte, la criminalización del descontento social, leído desde el enfoque complotista, llevó a la respuesta meramente represiva por parte de los organismos del Estado. Todo lo cual hace que los grupos radicalizados perciban al sistema político como cerrado y como agotadas las vías democráticas de reforma del Estado, lo que condujo a muchos de estos disidentes a la opción armada.
Esta opción se veía favorecida por la escasa presencia estatal en vastos territorios del país (o, su estilo indirecto de presencia, a través de las estructuras locales de poder, todavía en formación) y por la existencia de una tradición de lucha guerrillera, presente en numerosos grupos sociales y antiguos jefes guerrilleros de los años cincuenta, no plenamente insertos en el sistema bipartidista del Frente Nacional. Esto era muy visible en las zonas de colonización, adonde seguían llegando campesinos expulsados por las tensiones del agro y la violencia anterior. Sobre todo, cuando desaparecen el MRL y la ANAPO, movimientos de oposición, que de alguna manera canalizaban y articulaban políticamente este descontento social.
Así surgen el ELN en 1965 y el EPL en 1967: en el ELN confluyen nuevos actores sociales, salidos de los radicalizados movimientos estudiantil y sindical, influidos por el foquismo castrista, con los viejos protagonistas de los conflictos rurales del Magdalena medio santandereano, resultantes de un proceso aluvional y heterogéneo de colonización campesina, de diverso origen étnico o regional19.
El proceso de surgimiento del EPL muestra algunas similitudes, con las naturales diferencias regionales: surge en las regiones del Alto Sinú y Alto San Jorge, como brazo armado del Partido Comunista Marxista Leninista, de inspiración maoísta, cuyos cuadros proceden de clases medias urbanas, muchos de ellos de origen antioqueño20. Estos cuadros urbanos se encuentra con núcleos de exguerrilleros liberales de los años cincuenta, que habían sido liderados por Julio Guerra. Estos exguerrilleros no habían logrado insertarse plenamente en el sistema bipartidista y seguían motivados por el sentimiento de retaliación producido por la violencia anterior: venían huyendo de la represión de los gobiernos conservadores de entonces y llegaron a colonizar las selvas limítrofes entre los departamentos de Córdoba y Antioquia21. Otros guerrilleros de este grupo provenían de una movilización social más reciente, pues habían sido líderes de las luchas campesinas de esas regiones, en los primeros años de la ANUC, entre 1969 y 1973.
La existencia de estas bases sociales de la guerrilla, tanto en estas zonas como en las de colonización campesina donde las FARC tienen presencia, hace que la violencia guerrillera no pueda reducirse a una dimensión exclusivamente militar. Y, mucho menos, a formas de delicuencia organizada, así muchas de sus actividades de financiamiento (secuestros, apoyo a narcocultivos, robo de ganado) manifiesten tendencias hacia ella. En muchas zonas, los grupos guerrilleros suplen la ausencia manifiesta de las autoridades estatales, delimitando linderos, protegiendo la posesión precaria de los colonos campesinos, dirimiendo los conflictos familiares y vecinales, e imponiendo normas de convivencia social. Por ello, tienen cierto grado de poder en el ámbito local, que compite con los gamonales y caciques locales, pero el hecho de que su presencia sea tan dispersa y periférica limita mucho su capacidad de expresarse políticamente.
5. Estos factores y tendencias a la violencia se profundizan recientemente con la presencia del narcotráfico: la precariedad del Estado y la crisis de los marcos institucionales que suplían a éste, evidencian una fragmentación y difusión del poder en la sociedad, cuyo tejido social es un amasijo contradictorio de poderes privados. Estas fragmentación del poder y precariedad de la presencia estatal van a facilitar la inserción social y política de poderes privados de nuevo cuño, como los carteles de la droga y los paramilitares de derecha, que distan mucho de ser grupos internamente homogéneos, pero que se mueven en la misma dinámica de poderes privados fragmentarios. La competencia por el poder local en zonas periféricas explica muchos enfrentamientos de estos grupos con las guerrillas, lo mismo que la guerra sucia contra las supuestas o reales bases sociales de la guerrilla. En estos enfrentamientos intervienen también autoridades del orden local, formales o informales, lo mismo que algunos de los mandos de la fuerzas de seguridad del mismo ámbito. En este espacio de poder local, aparece también la acción de las guerrillas sobre las autoridades locales de sus zonas de influencia, donde tratan de ejercer una especie de veeduría sobre la administración pública y el gasto social.
Una situación semejante se presenta en los barrios periféricos de las ciudades, donde el narcotráfico reclutaba sicarios y agentes, lo que producía un auge de la delincuencia común, la consiguiente formación de grupos de autodefensa barrial y la corrupción de los cuerpos policiales, que eran percibidos como otro grupo involucrado en esos conflictos, nunca como una fuerza legítima por encima de ellos.
El resultado de esta combinación de conflictos de tan diversa índole, donde se combinan nuevos y viejos actores, es la creciente autonomía y difusión de las formas violentas: la guerra pierde la racionalidad de medio político para convertirse en una mezcla inextricable de protagonistas declarados y ejecutantes oficiosos, que combinan objetivos políticos y militares con fines económicos y sociales, lo mismo que iniciativas individuales con acciones colectivas y luchas en el ámbito nacional con enfrentamientos de carácter regional y local. Además, en una etapa ulterior, estas apelaciones a la violencia por motivos políticos, económicos y sociales se difunden por todo el tejido de la sociedad colombiana: la violencia se convierte así en el mecanismo de solución de conflictos privados y grupales. Problemas de notas escolares, enfrentamientos en el tráfico vehicular, problemas entre vecinos, peleas entre borrachos, tienden a resolverse por la vía armada, porque no existe la referencia común al Estado como espacio público de resolución de los conflictos.
En esa línea, en el ámbito de las relaciones entre Estado y Sociedad civil, la búsqueda de paz pasa necesariamente por la construcción y la consolidación del Estado como espacio público de resolución de conflictos y de la sociedad civil como arena donde se expresan y dirimen las tensiones de los diferentes sectores de la población. Esto se concreta en el fortalecimiento del aparato de justicia en lo civil, lo penal y lo laboral, que supere la tendencia a la solución privada, frecuentemente violenta, de los conflictos. Este fortalecimiento de la justicia supone cierta distancia de los administradores de la justicia frente a las estructuras de poder regional y local: este aparato impersonal de justicia, que obedece a normas objetivas e igualmente impersonales, debe estar por encima de los poderes e intereses que de hecho prevalecen en regiones y localidades.
Además, este fortalecimiento del Estado pasa por la construcción de una administración pública, eficaz e impersonal, independiente de los grupos privados de poder, especialmente de las maquinarias de los partidos políticos tanto en el nivel regional como en los ámbitos locales y regionales, donde normalmente coinciden con las estructuras de poder que se dan, también de hecho, en esos mismos niveles.
También supone una consolidación del monopolio de la fuerza legítima en manos del Estado, que no coincide con la simple militarización del manejo del orden público, que siempre debe permanecer bajo el control civil. Pero sí supone un aumento de la eficacia militar, que debe siempre tener en cuenta las dimensiones no militares del conflicto. Por eso, debe construirse una política civil del orden público, con participación de la sociedad civil22: de lo contrario, la fuerza pública puede ser percibida como fuerza de ocupación en un territorio, urbano o rural, que puede rechazarla por no considerarla garante del orden ni representante del ámbito público de resolución de conflictos sino como uno de los actores parcializado de ellos.
Para lograrlo, la fuerza pública debe actuar por encima de los grupos contrapuestos de poder local o regional. Esta contraposición de poderes fragmentados hace que no baste que el control de la política esté en manos de civiles, sino que es necesario que éstos funcionen como representantes del ámbito público y no como parte del conflicto local. Esto supone la superación de la tradicional dificultad que tiene el Estado colombiano para controlar a sus propios funcionarios, civiles o militares, sobre todo en el orden regional y local. Esta dificultad está reforzada por la tendencia generalizada del Estado colombiano a delegar -de modo siempre informal- el manejo de los asuntos regionales y locales en los poderes políticos de ese mismo orden, tendencia que puede profundizarse aún más con la elección popular de alcaldes y gobernadores.
Para que esto pueda darse, hay que procurar ir creando una cultura política, que insista en el fortalecimiento de la sociedad civil y del Estado como espacios públicos para la solución de los conflictos, que funcione tanto en la vida local y regional como en el ámbito de la nación. Por eso, es importante la consolidación de una identidad nacional por encima de las diferencias regionales, locales, étnicas, ideológicas, económicas, sociales y políticas, que permita ir articulando esas identidades microlocales para construir una patria común para todos. Pero esa identidad no puede quedarse sólo en el imaginario político sino que debe corresponder a una base real de integración y participación en la vida ciudadana: para que la gente se identifique con la nación abstracta tiene que sentir que su vida cotidiana, sus intereses y necesidades, son expresados en la sociedad mayor y en el Estado.
Para la configuración de esta identidad nacional por encima de las tensiones y conflictos entre esas identidades microlocales, es muy importante una intelección no polarizante de la historia pasada, sobre todo de la historia de las pasadas violencias, que generalmente ha conducido a la exacerbación de los conflictos. Hay que ir creando una cultura política que no se base en la exclusión de los conflictos sino que procure entender los puntos de vista del contrario y supere la tendencia a la criminalización y señalamiento del diferente. La construcción de espacio público, estatal y no estatal, pasa por la construcción de este imaginario político capaz de procesar las diferencias por medio del diálogo civilizado, que no niega la naturaleza conflictiva de la sociedad sino que parte de esa conflictividad para la construcción de una sociedad verdaderamente nacional.
Pero este trabajo de fortalecimiento del Estado como espacio público de solución de conflictos y de creación de este espacio dialógico pasa también por la acción directa sobre los nichos o caldos de cultivo de las opciones violentas, los escenarios proclives a la violencia, que permiten la persistencia y reproducción de los grupos guerrilleros, paramilitares de derecha, de autodefensa rural o barrial, y de «limpieza social» . Por eso, la acción del Estado y de la sociedad mayor debe hacerse presente de manera eficaz en las zonas de colonización campesina reciente, en las zonas de narcocultivo y en los barrios periféricos de las ciudades, sobre todo en aquellos que son receptáculos de olas de migración aluvional. Mucho más, en las ciudades pequeñas e intermedias que están continuamente recibiendo desplazados de la violencia rural.
Para ello, deberían constituirse dos tipos de organizaciones estatales: una especie de instituto nacional de colonización y algo semejante a un instituto de desarrollo social urbano, para acompañar los procesos sociales que se generan en las zonas rurales de colonización y en los barrios periféricos de las grandes ciudades. Algunas de sus eventuales funciones ya existen pero separadas en varias entidades oficiales, y sujetas a requisitos legales de difícil cumplimiento: el INCORA, la Caja Agraria, el DRI, el PNR, etc. El problema es que los condicionamientos legales de estas instituciones están concebidos para situaciones donde la sociedad y el Estado están ya plenamente consolidados, y no en vías de construcción. Además, están pensados para situaciones de cierto equilibrio y no para situaciones de emergencia.
Así, el eventual Instituto Nacional de Colonización tendría a su cargo funciones de titulación de tierras, de defensa de la posesión precaria de los colonos, de crédito y asistencia técnica, pero se encaminaría primordialmente a acompañar los procesos de reestructuración del tejido social en las zonas de colonización aluvional y a introducir mecanismos económicos que impidan el despojo de los colonos en beneficio de una nuevo latifundio. Lo mismo que a organizar la convivencia ciudadana, crear formas de justicia local para el manejo de los conflictos y hacer presente al Estado como espacio público de resolución de conflictos: también debe impulsar la participación política y ciudadana en esas regiones, articulándolas con el Estado y la sociedad mayor. En las zonas más conflictivas, este Instituto deberá impulsar procesos integrales de reforma agraria en el ámbito local y pensar en proyectos más generales de desarrollo regional, especialmente en las zonas de narcocultivo.
La falta de presencia de las instituciones estatales en esos niveles es uno de los factores que dan cierta legitimidad local a los grupos guerrilleros, que suplen las carencias en lo que respecta a la precariedad de la posesión de la tierra de los colonos campesinos y la falta de seguridad en las normas de convivencia ciudadana. En las zonas petroleras, se debe buscar también una mayor participación de las comunidades en el manejo de fondos sociales provenientes de las regalías, porque la necesidad de veeduría de las administraciones locales de esas regiones también otorga poder a los alzados en armas.
Por su parte, el eventual Instituto de Desarrollo Social Urbano tendría funciones similares pero adaptadas al medio urbano. Por lo general, el desarrollo urbano se ha centrado en el apoyo a soluciones de problemas de infrastructura física, dejando la organización de la sociabilidad y de la convivencia ciudadanas al libre juego de los intereses locales contrapuestos. Este permisivismo ha dejado a amplios sectores de las sociedades urbanas en construcción abandonados a su propio impulso: esto hace que autores como Daniel Pecaut sostengan que buena parte de las violencias colombianas no se deben tanto a los excesos de un Estado omnipotente y autoritario sino a los espacios vacíos que deja el Estado en la sociedad23. Probablemente, estas carencias de regulación social por parte del Estado responden también a la falta de integración y organización de la llamada Sociedad Civil.
Por otra parte, pensando en la dimensión de la política local, cualquier proceso de paz debe reconocer el poder local de los grupos guerrilleros, donde exista, pero procurando asegurar la articulación a la estructura de poder del Estado, en sus dimensiones local, regional y nacional. Lo mismo que la integración con la sociedad mayor y la economía nacional. Esta articulación supone necesariamente el control y la articulación de los aparatos de fuerza de la guerrilla, de los grupos paramilitares de derecha, grupos de autodefensa y los aparatos privados de seguridad por parte de las fuerzas de seguridad de la Nación. Lo que implica, además, un proceso de reeducación civil de todos estos cuerpos.
Finalmente, esta dimensión local y regional de la paz y de la reinserción obliga a la aceptación de ciertas formas de diálogos regionales y locales, pero no de forma aislada y fragmentaria sino dirigidas y coordinados por el ejecutivo central, en cuyas manos debe quedar la negociación política global con los alzados en armas. Pero los diálogos regionales pueden servir para aclimatar un ambiente favorable a las negociaciones y para preparar a la opinión pública, tanto nacional como regional, para la aceptación de la salida negociada a los conflictos. Esta aceptación de la llamada Sociedad Civil es esencial para los procesos ulteriores de reinserción y reconciliación, que pasa por un análisis detallado de las circunstancias regionales y locales de las zonas en conflicto, y, sobre todo, por una negociación muy concreta entre los diferentes grupos, locales o regionales, de poder, para la aceptación de la nueva correlación de fuerzas en esos ámbitos. De lo contrario, el diálogo de paz se daría sólo en el nivel discursivo y desencadenaría unos enfrentamientos violentos peores que los actuales.
1 Estanislao Zuleta, «El elogio de la dificultad» , en el libro así titulado, publicado por la Fundación Estanislao Zuleta, 1994.
2 Cfr. Fernán González, «Espacios vacíos y control social a fines de la Colonia» , en Análisis. Conflicto Social y Violencia en Colombia.# 4, Documentos Ocasionales # 60, Bogotá, CINEP, 1990.
3 Fabio Zambrano, «Ocupación del territorio y conflictos sociales en Colombia» y José Jairo González, «Caminos de Oriente: Aspectos de la colonización contemporánea del Oriente colombiano » , en Un País en Construcción. Poblamiento, problema agrario y conflicto social. CONTROVERSIA # 151-152, CINEP, Bogotá, 1989.
4 Cfr. Basilio de Oviedo, Cualidades y Riquezas del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Biblioteca de Historia Nacional, 1930, págs. 255- 257, y Virginia Gutiérrez de Pineda, La Familia en Colombia. Trasfondo histórico, vol I, Bogotá, Universidad Nacional, 1963., págs.340-343. Las consecuencias políticas de estas tendencias han sido señaladas en mi artículo «Reflexiones sobre las relaciones entre identidad nacional, bipartidismo e Iglesia católica» , V Congreso de Antropología, 1990.
5 Francisco Antonio Moreno y Escandón, Indios y Mestizos de la Nueva Granada a finales del siglo XVIII. Bogotá, Banco Popular, 1985.
6 La existencia de situaciones semejantes en otras zonas del país está corroborada por los informes de Mon y Velarde para Antioquia, De Mier para la región del Bajo Magdalena y el franciscano Palacios de la Vega para las Sabanas de Sucre y Córdoba. Lo mismo que por estudios más recientes como los de Oscar Almario y Eduardo Mejía sobre los orígenes del campesinado vallecaucano y los de Francisco Zuluaga sobre clientelismo, guerrilla y bandolerismo social en el valle del Patía.
7 Cfr. Fernando Guillén Martínez. El poder político en Colombia, Bogotá, Ed. Punta de Lanza, 1979, y Fernán González, «Poblamiento y conflicto social en la historia colombiana» , en Territorios, Regiones, Sociedades, Bogotá, Univalle- CEREC, 1994.
8 Torres, Alfonso., La Ciudad en la Sombra. Barrios y luchas populares en Bogotá, 1950- 1977.,Bogotá, CINEP,1993.
9 El caso de Medellín ha sido estudiado en varios trabajos por Alonso Salazar y Ana María Jaramillo, de la corporación REGION. El CINEP ha publicado el libro de ambos,Las Subculturas del Narcotráfico. Medellín, Bogotá, CINEP,1992.
10 Carlos Rojas, La Violencia llamada limpieza social, Bogotá, CINEP,1994.
11 Charles Tilly, «Cambio Social y Revolución en Europa 1492-1992» , en Historia Social, # 15, Invierno 1993.
12 Fernán González, «Claves de aproximación a la historia política colombiana» (mecanografiado, inédito).
13 Cfr, Fernán González, «Aproximación a la historia política colombiana» , en Un País en Construcción, vol II, Estado, Instituciones y Cultura Política, CONTROVERSIA # 153-154, Bogotá, CINEP, 1989.
14 José Jairo González, El Estigma de las Repúblicas Independientes. 1955-1965. Espacios de exclusión. Bogotá, CINEP, 1992 y Eduardo Pizarro Leongómez, Las FARC (1949-1966). De la autodefensa a la combinación de todas las formas de lucha., Bogotá, Ed. Tercer Mundo e Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, U.Nacional,1991.
15 Fernán González, «Tradición y Modernidad en la política colombiana» , en Violencia en la Región Andina.El caso Colombia., Bogotá, CINEP y APEP,1993.
16 Daniel Pecaut,» Modernidad, modernización y cultura» , en GACETA, Instituto Colombiano de Cultura, COLCULTURA, # 8, agosto-septiembre de 1990.
17 Jorge Orlando Melo,» Algunas consideraciones globales sobre «modernidad» y «modernización» en el caso colombiano» , en Análisis Político,# 10, mayo-agosto 1990.
18 Fabio López de la Roche,Izquierdas y cultura política.¿ Oposición alternativa?. Bogotá, CINEP, 1994.
19 Alejo Vargas, Colonización y Conflicto armado. El Magdalena Medio Santandereano. Bogotá, CINEP, 1992.
20 Claudia Steiner y Gerard Martin, «El EPL: reinserción política y social» , en Cuadernos para la democracia, # 3, julio de 1991, y María Victoria Urbe, «Apuntes para una sociología del proceso de reinserción del EPL» en La Paz: más allá de la guerra, Documentos Ocasionales # 68, Bogotá, CINEP, septiembre de 1991 y Ni canto de gloria ni canto fúnebre. El regreso del EPL a la vida civil, Colección Papeles de Paz, CINEP, 1994.
21 Mauricio Romero, «Poblamiento, Conflicto Social y Violencia política en el Caribe colombiano, 1950-1986. Estudio de caso sobre el departamento de Córdoba» (inédito, copia mecanografiada).
22 Elsa Blair., Las Fuerzas Armadas.Una mirada civil. Bogotá, CINEP, 1993.
23 Daniel Pecaut. Crónicas de dos décadas de política colombiana, 1968-1988, Bogotá. Ed. Siglo XXI, 1988, págs.22-23.
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