Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
Correo electrónico: nomadas@ucentral.edu.co
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Hortensia Moreno** y Araceli Mingo***
El presente trabajo se origina en el interés que despertó en nosotras una serie de movilizaciones estudiantiles de protesta, derivadas del malestar que causan en muchas jóvenes universitarias los comportamientos sexistas de sus compañeros y docentes varones. Mediante entrevistas realizadas con alumnas de la Universidad Nacional Autónoma de México y testimonios publicados en medios de comunicación, analizamos, desde algunas propuestas teóricas desarrolladas por Françoise Héritier y Estela Serret, cómo el temor, el desprecio y el deseo son resortes de la violencia sexista que denuncian las estudiantes.
Palabras clave: sexismo, misoginia, violencia contra las mujeres, movilizaciones feministas, performatividad, educación superior.
O presente trabalho se origina no interesse que suscitou em nós uma série de protestos estudantis, derivados do desconforto causado por muitos estudantes universitários pelos comportamentos sexistas de seus colegas de classe e professores. Por meio de entrevistas com estudantes da Universidade Nacional Autônoma do México e depoimentos publicados na mídia, analisamos, a partir de algumas propostas teóricas desenvolvidas por Françoise Héritier e Estela Serret, como o medo, o desprezo e o desejo são fontes de violência sexista que os alunos denunciam.
Palavras-chave: sexismo, misoginia, violência contra as mulheres, mobilizações feministas, performatividade, ensino superior.
This work has its origins in a series of student mobilization and the impressions gained. The protests expressed the discontent of many young university female students towards the sexist behavior of their male peers and professors. We interviewed female students at the Universidad Autónoma de México and used some testimonies published in the media for the analysis; we also used the theoretical framework of Françoise Héritier and Estela Serret on how fear, contempt, and desire spring out the sexist violence that female students denounced.
Keywords: Sexism, Misogyny, Violence against Women, Feminist Mobilizations, Performativity, Higher Education.
*Presentamos en este texto los resultados de la investigación en curso “La lucha de estudiantes feministas contra la violencia hacia las mujeres”, iniciada en el 2016 con los auspicios de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
**Académica en el Centro de Investigaciones y Estudios de Género y profesora en el posgrado en Ciencias Políticas de la UNAM, Ciudad de México. Doctora en Ciencias Sociales con especialidad en Mujer y Relaciones de Género. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
***Investigadora del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación y profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, Ciudad de México. Doctora en Investigación Psicológica. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
En los últimos años, el malestar de un buen número de jóvenes universitarias con las prácticas sexistas que encuentran en sus espacios escolares se ha manifestado en movilizaciones de diverso tipo que despertaron nuestro interés por acercarnos a éstas para conocer las experiencias en la base de sus protestas. A través de entrevistas realizadas a alumnas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) que han participado vigorosamente en tales movilizaciones, así como de la recolección de testimonios aparecidos en diversos medios que dan cuenta de los comportamientos a los que alumnas de otras universidades buscan poner un alto, identificamos prácticas cuyo análisis permite apreciar, por un lado, el significado que adquiere la valoración desigual de hombres y mujeres y, por otro, la dinámica libidinal que está en el corazón del sexismo que experimentan las estudiantes universitarias de parte de compañeros y docentes.
Con el objetivo de enmarcar el análisis que realizamos, en la primera parte de este escrito puntualizamos algunas de las movilizaciones emprendidas en distintos países motivadas por el hartazgo de numerosas mujeres, muchas de ellas jóvenes, en relación con distintas formas de violencia sexista. En el segundo apartado incluimos información recolectada en encuestas aplicadas en un número importante de universidades de variados países, la cual da cuenta de la amplitud que alcanza el acoso sexual1, una de las manifestaciones del sexismo, que ha despertado mucha de la irritación manifiesta en las protestas emprendidas para denunciar públicamente un fenómeno que, a pesar de su presencia a lo largo del tiempo en las instituciones de educación superior, ha quedado invisibilizado a través de su normalización y de la habitual sofocación de las denuncias operada por distintos medios para proteger la imagen institucional. En la siguiente sección nos preguntamos sobre el significado de las movilizaciones en el trastocamiento de la cultura dominante que posiciona a las mujeres como inferiores a los hombres. En dos apartados posteriores introducimos los referentes conceptuales que elegimos para enmarcar los análisis, por un lado, la valencia diferencial de los sexos, de Françoise Héritier (1996, 2007), y, por otro, el análisis del orden simbólico de género y la dinámica libidinal de Estela Serret (2001, 2002, 2011). Más adelante presentamos la lectura de testimonios recogidos directamente de las estudiantes entrevistadas, así como los recolectados en redes sociales y noticias periodísticas; finalmente, incorporamos nuestras conclusiones.
Antes de pasar al desarrollo de este artículo consideramos pertinente precisar que en otro trabajo hemos definido el sexismo como una serie de actos performativos de género (Mingo y Moreno, 2017). Se trata de expresiones variadas de la violencia que está en la raíz de las relaciones jerárquicas instituidas entre los sexos y dispositivos de poder con que se pretende mantener el orden de género en las interacciones cotidianas. Como dice Françoise Héritier, el orden social, encarnado en la preeminencia de lo masculino, “reposa sobre una violencia original hecha a las mujeres” (1996: 217), en un desposeimiento inicial que se muestra como una apropiación conceptual, simbólica y social a la vez (Héritier, 2007).
En los últimos años, en muchos países del mundo se ha vuelto cada vez más evidente una reacción en las mujeres –sobre todo en las más jóvenes– de manifiesto rechazo ante conductas varoniles que expresan posicionamientos de superioridad, dominio, control o menosprecio en contra de ellas. El rechazo se exterioriza en acciones colectivas potenciadas por factores como Internet y las redes sociales. Lo más interesante de estas manifestaciones públicas, con frecuencia muy difundidas por la prensa internacional, es que ensayan otros lenguajes y proponen maneras novedosas de enfrentarse a viejos problemas. A continuación, reseñamos una pequeña muestra de este fenómeno:
En el 2018 se hizo público en España el
“Manifiesto 8M” con el que se convocaba a una huelga feminista para el 8 de marzo. Participaron más de 5 millones de mujeres en más de 120 ciudades con reivindicaciones como: “¡BASTA! de violencias machistas, cotidianas e invisibilizadas […] QUEREMOS poder movernos en libertad por todos los espacios y a todas horas […] Es urgente que nuestra reivindicación Ni una menos sea una realidad. (Cursivas y mayúsculas en el original)4
El malestar en la base de movilizaciones como las mencionadas responde a situaciones que han estado presentes en las relaciones entre mujeres y hombres de manera inmemorial. No sabemos con exactitud si se han incrementado los comportamientos hostiles de los hombres hacia las mujeres o si sólo se ha acentuado la sensibilidad de las mujeres ante las agresiones de los hombres, primero, porque apenas ahora se está haciendo pública la información acerca de esto y, segundo, porque muchas acciones y disposiciones sexistas y misóginas han prevalecido como la norma de las relaciones entre mujeres y hombres5.
Las movilizaciones de mujeres y la progresiva conciencia social e institucional sobre la violencia sexista a la que han dado impulso han vuelto visibles tales acciones y disposiciones, a la vez que contribuyen a su desnaturalización. Entre las maneras más eficaces para conseguir estos objetivos está, por un lado, la caracterización de los fenómenos, por ejemplo, con la definición de las conductas (sexismo, violencia, acoso, homofobia, discriminación, etcétera) y su catalogación como infracciones, y, por el otro, la investigación acerca de su ocurrencia. A continuación, reseñamos instancias de este tipo de esfuerzos en diferentes universidades del mundo:
Junto con movilizaciones más amplias en universidades de América Latina –y, desde luego, en instituciones de educación superior de todo el mundo– estamos presenciando lo que podríamos catalogar como una insurrección que anuncia un cambio social. Esta última se manifiesta en un conjunto de acciones –mediáticas y cibernéticas, o más locales, como marchas, pintas, tendederos6 y escraches– que tienen como propósito la denuncia de comportamientos agresivos de diversa naturaleza a los que cotidianamente tienen que hacer frente las mujeres en diversos espacios.
El cambio apunta a una alteración profunda de la cultura dominante. Conductas que durante el siglo pasado pudieron considerarse corrientes y aceptables, ahora se califican como insostenibles:
No hace tanto tiempo que el jefe persiguiendo a su secretaria alrededor del escritorio era un tópico cómico, un chiste básico desde el vodevil hasta las series televisivas. No había siquiera un nombre para el acoso sexual hasta hace 40 años. (Zacharek et al.,2017: IV)7.
Dicha alteración representa una respuesta de las mujeres respecto de los lugares y papeles sociales que deberían cumplir según las definiciones más corrientes de feminidad, y marca un fuerte contraste con las que Mirra Komarovsky describió hace casi 75 años en un informe de investigación con alumnas de último año de licenciatura en universidades de Estados Unidos. Entre otras cosas, la investigadora narra que entre sus informantes había quienes ocultaban, ante los muchachos con los que salían o querían salir, sus capacidades físicas e intelectuales para permitirles a ellos conservar la ilusión de su propia superioridad y subrayar el lugar subordinado y secundario de las mujeres. Una de las entrevistadas relata: “Estoy comprometida con un joven sureño al que no le gusta mucho el intelecto de las mujeres […] Dejo que me explique cosas en gran detalle y que me trate como a una niña en asuntos financieros” (Komarovsky, 1946: 187)8. Otra dice: “Una de las mejores tácticas es, de vez en cuando, escribir con faltas de ortografía palabras largas. Mi novio parece disfrutarlo mucho” (Komarovsky, 1946: 187).
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Durante el siglo XIX, John Stuart Mill (2008 [1869]) ya expresaba una preocupación acerca del montaje social que garantiza una postulación constante de la supremacía masculina. En el XX, Virginia Woolf criticaba la idea de la superioridad masculina con la metáfora según la cual, las mujeres éramos como “espejos que poseen el poder mágico y delicioso de reflejar la figura del hombre al doble de su tamaño natural” (1977 [1929]: 35-36). En ambas descripciones –animadas por una indudable fe en el cambio social–, además de la denuncia de una creencia ilusoria, se explica un procedimiento mediante el cual se origina una posición ante el mundo. Ésta es indudablemente relacional y requiere de un referente inmediato: la superioridad masculina se construye en función de la inferioridad femenina. La relación entre los sexos es algo que se crea minuciosamente en la interacción cotidiana que permite actualizar en cada encuentro la convicción social de que las mujeres y los hombres somos diferentes y desiguales.
El cambio social al que nos estamos refiriendo tiene que ver con la medida en que la relación entre los sexos parece estar perdiendo uno de sus puntales más importantes: la complacencia o resignación con que muchas mujeres habían asumido su lugar de inferioridad. El feminismo ha sido un motor decisivo para este giro. Nos interesa particularmente la forma en que el largo y accidentado trayecto del feminismo, desde su origen en la Ilustración, reclama que hombres y mujeres sean definidos, en cuanto seres humanos, “por el mínimo abstracto de su capacidad de razón”(Serret, 2002: 17, cursivas en el original) y las repercusiones a que ha dado lugar este punto de partida tanto en la política como en la cultura.
El cambio social anunciado e impulsado por el feminismo se enfrenta con obstáculos que van más allá de la pura organización racional de la discusión política o de la dimensión práctica de los arreglos sociales. Para la reflexión teórica, el problema es más complejo y reside en las estructuras profundas de la significación; en la propia configuración del orden simbólico, que es el sustrato de la cultura. En términos generales, podemos afirmar que la modernidad, a pesar de oponerse al orden simbólico tradicional mediante la crítica racionalista, no ha logrado construir una simbólica alternativa (Serret, 2001). Esto se debe al arraigo de los mecanismos simbólicos que rigen la lógica de la cultura.
Según Françoise Héritier, esta lógica depende de la relación entre identidad y diferencia, que es “la categoría fundamental del pensamiento simbólico en todas las configuraciones sociales que han existido y que existen” (Héritier, 2007: 116). Todo lenguaje y todo sistema de comunicación recurre invariablemente a este mecanismo simbólico: la oposición entre pares binarios que expresan una relación donde uno de los términos niega al otro: caliente/frío, seco/húmedo, alto/bajo, inferior/superior, claro/oscuro, etcétera.
Estela Serret coincide con este punto de vista al explicar que las culturas pueden caracterizarse como ordenamientos que se estructuran a partir de principios invariantes. Sólo podemos comprender algo si lo distinguimos de aquello que lo niega, es decir, en una relación entre dos términos, sólo entenderemos la categoría “A” si la enfrentamos con su opuesto (“-A”), que a la vez la niega y la delimita (Serret, 2011). Serret denomina categoría central a la primera y categoría límite a la segunda, y explica que sus significados se producen mutuamente, pero no en una relación de equivalencia, sino desde posicionamientos jerárquicos. Así, la categoría límite tiene un significado “innombrable, ininteligible: de lo otro de A sólo podemos decir que es ‘no A’” (Serret, 2011: 76). Por eso, mientras que las categorías límite poseen una enorme densidad de significación, las categorías centrales se conforman con significaciones claras y distintas.
Esta oposición abstracta tiene una consecuencia evaluativa que, aparentemente, podemos encontrar en todas las culturas: aunque cada una exprese sus contenidos de una manera específica, todas organizan y dan sentido al mundo mediante oposiciones no solamente binarias, sino, sobre todo, jerarquizadas. Es la jerarquía lo que rige la distinción entre categorías centrales y categorías límite a partir de la cual el orden simbólico conduce la regulación social, establece márgenes y organiza la cultura. El principal efecto de esta lógica es que sirve para diferenciar entre el mundo humano y el sinsentido, lo cual impone una relación jerárquica y evaluativa entre el orden y el caos(Serret, 2002).
Dentro de esta lógica se relacionan las oposiciones simbólicas más abstractas, “aquellas que fungen como ordenadores primarios de sentido: cultura-naturaleza; orden-caos; mismidad-alteridad” (Serret, 2011: 78), y, junto con éstas, la pareja simbólica de género que, desde la óptica de Serret, es un ordenador primario, pues funciona como referente de significación y comprensión del mundo entero, es decir, “todas las concepciones que nos formamos del mundo están generizadas” (Serret, 2011: 78): la distinción de género que postula lo masculino como superior y lo femenino como inferior está presente en todos los mitos conocidos.
Para Héritier (1996), este conjunto de concepciones sigue legitimando no sólo la diferencia, sino sobre todo la desigualdad entre los sexos. En el análisis de esta autora, no existe una razón ontológica para “que lo creativo sea superior a lo repetitivo, que lo exterior sea superior a lo doméstico o, para resumir, que lo trascendental sea superior a lo inmanente” (Héritier, 2007: 115). Para explicar la relación de desigualdad, Héritier recurre a una poderosa herramienta teórica: la valencia diferencial de los sexos,la cual traduce un sistema de valores que marca el predominio del principio masculino sobre el femenino:
La valencia diferencial de los sexos se reencuentra en la jerarquía que connota el sistema binario de oposiciones que nos sirve para pensar y que es compartido por hombres y mujeres. Estas categorías binarias podrían ser neutras, pero están jerarquizadas. De este modo, lo alto es superior a lo bajo, lo lleno es superior a lo vacío, lo duro a lo blando, la actividad a la pasividad, la creación a la repetición, etc. Estas oposiciones son extremadamente fuertes y permiten distinguir a lo masculino de lo femenino; en esta distinción siempre el polo superior está asociado a lo masculino y el inferior a lo femenino. (Héritier, 2007: 114)
Aunque los descubrimientos y las especulaciones arqueológicas permiten suponer que este estado de cosas es universal y tiene sus raíces en el origen remoto de la cultura y del lenguaje, para Héritier es necesario explicarlo y descifrarlo. Resulta por demás interesante que, en su reflexión más reciente sobre la distinción masculino/femenino (Héritier, 2007), la autora adopte una postura optimista respecto de la que se dejaba traslucir en el primero de los volúmenes (Héritier, 1996). Mientras que en el primer libro hablaba “[d]el pensamiento de la diferencia” y explicaba con detalle los aspectos antropológicos de la desigualdad con un cierto tono pesimista que parecía apuntar a la inevitabilidad de la dominación masculina, en el segundo propone “disolver la jerarquía”. Entre sus aportaciones más interesantes está la siguiente:
La razón por la cual lo superior está siempre del lado masculino y lo inferior del lado femenino es, en mi opinión, una consecuencia directa del hecho de que los hombres consideran a las mujeres como un recurso que les pertenece para poder reproducirse. La relación masculino/femenino es jerarquizada por este motivo. Pero eso no quiere decir, aun cuando esa relación existe desde tiempos inmemoriales, que será así para siempre, pues las condiciones de las que dependía su instauración ya no son las mismas. (Héritier, 2007: 116, cursivas en el original)
Nuestra autora ha llegado a esta conclusión después de toda una vida de investigaciones que le permiten postular la existencia de un cuerpo de pensamiento simbólico mediante el cual se justifica la supremacía masculina a los ojos tanto de mujeres como de hombres. Dentro de esta estructura profunda de la vida cultural, ella identifica la fecundidad como la diferencia inaugural entre los sexos y la base del dominio masculino, el cual “consiste fundamentalmente en el control, en la apropiación de la fecundidad de la mujer” (Héritier, 1996: 217-218).
La lógica interna de la organización del orden simbólico tiene como principio y finalidad –como causa y consecuencia– la apropiación de las mujeres y su reparto entre los hombres (Héritier, 1996). Ahora bien, Héritier no considerara que este apoderamiento se haya dado o pueda darse de manera espontánea, inmediata o “natural”, porque, para ella, la valencia diferencial de los sexos es un artefacto y no un hecho de la naturaleza.
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De ahí surge la necesidad de explicar por qué lo construido aparececomo natural y se presenta como eterno para los sujetos que se construyen a partir de ello (Serret, 2001). Por una parte, necesitamos sin duda recurrir a los procesos de legitimación discursiva que postulan la imposibilidad “natural” –interpretada en la modernidad como una característica biológica– de las mujeres para acceder a un rango superior, pero hace falta también pensar cómo se materializan los contenidos del orden simbólico –es decir, los elementos que pertenecen al ámbito de la significación– en las prácticas reales y en los cuerpos concretos de las personas.
Lo notable es la constancia con la que siempre, a través de las reglas de filiación y de alianza concretas, hay una apropiación inicial por los hombres del poder específico de reproducción tanto de las mujeres de su grupo, como de las que les son entregadas a cambio de las suyas. En este punto sólo pueden invocarse como explicación última la violencia y la fuerza […]. La apropiación del poder de fecundidad de las mujeres, poder vital para la constitución y la supervivencia de toda sociedad, y que se procura por el intercambio de las mujeres entre los grupos, se acompaña del confinamiento de las mujeres al papel maternal. (Héritier, 1996: 230, las cursivas son nuestras)
Desde nuestro punto de vista, el establecimiento del orden simbólico –y de su expresión en el orden social– no debe verse sólo como un acontecimiento arcaico y fundador de la cultura, sino que debe ser remitido a una constante reactualización de sus normas y contenidos. Dado que no pertenecen al orden natural de las cosas, el control de la sexualidad y la fecundidad de las mujeres y su confinamiento al papel maternal deben imponerse en cada instancia particular. El poder no es pura coacción ni puede identificarse de manera exclusiva con el ejercicio de la violencia (aunque tampoco sea siempre la manifestación de un consenso). En la medida en que es la puesta en acto de jerarquías simbólicas, el poder es “una operación que perfila alteridades, que construye a dos en una relación de desigualdad” (Serret, 2001: 76). Lo más relevante de este proceso de construcción –cuyo producto final sería la relación de desigualdad entre los sexos– es su mecánica interna, que caracterizamos, de manera muy general, como el conjunto de dispositivos culturales y sociales que mantienen a las mujeres “en su lugar”, es decir, en la misoginia y el sexismo.
Consideramos la misoginia y el sexismo como mecanismos de imposición del orden de género. Es evidente que dicha imposición no necesita recurrir al ejercicio de la fuerza bruta en todas sus instancias; como dice Kate Manne, “se supone que las relaciones sociales patriarcales son amigables y continuas, cuando todo sale según el plan. Es sólo cuando las cosas se desvían que la violencia tiende a burbujear en la superficie” (2018: 76). Y Kate Millet ya había escrito en su libro decisivo sobre política sexual:
• Marchas feministas en Chile por una educación no sexista, mayo del 2018 Tomada de: La tercera
No estamos acostumbrados a asociar el patriarcado con la fuerza. Su sistema socializador es tan perfecto, la aceptación general de sus valores tan firme y su historia en la sociedad humana tan larga y universal, que apenas necesita el respaldo de la violencia. Por lo común, sus brutalidades pasadas nos parecen prácticas exóticas o “primitivas” y las actuales, extravíos individuales, patológicos o excepcionales, que carecen de significado colectivo. Y, sin embargo, al igual que otras ideologías dominantes, como el racismo y el colonialismo, la sociedad patriarcal ejercería un control insuficiente, e incluso ineficaz, de no contar con el apoyo de la fuerza, que no sólo constituye una medida de excepcionalidad, sino también un instrumento de intimidación constante. (Millet, 1995: 100)
La misoginia y el sexismo sientan las bases que aseguran el control social requerido para mantener el orden de género como un sistema de representaciones que traduce una relación de fuerzas en una organización donde siempre “hay un sexo mayor y otro menor, un sexo fuerte y un sexo débil” (Héritier, 1996: 67-68).
La lógica social de la significación produce un orden diferenciado que se materializa en los cuerpos y en las prácticas de las personas. Se trata de una disposición cuyo funcionamiento depende de un conjunto arraigado de normas y creencias compartidas donde la denominada opresión de las mujeres o dominación masculina no se evidencia de manera inmediata, pero se expresa en la constante necesidad de imponerse como el único orden posible, como la forma natural de las cosas. Queremos llamar la atención sobre la operación de los dispositivos culturales que imponen el orden.
Estela Serret analiza el funcionamiento del discurso religioso occidental como un caso paradigmático de la imposición del orden de género. Según ella, la religión desarrolla dos discursos paralelos que se refieren a las mujeres: uno se encarga de aportar pruebas para demostrar la natural superioridad masculina; en ese discurso, las mujeres son inferiores y despreciables. En el segundo discurso se postula que las mujeres son peligrosas y, por lo tanto, es necesario neutralizar sus poderes; de ahí la urgencia de culturizar y apropiarse de sus cuerpos, para lo cual es indispensable reglamentar el placer y la sexualidad. La paradoja de este discurso religioso es que impone sobre las mujeres una renuncia a lo que se ha definido precisamente como su propio ser (por ejemplo, la imagen de peligrosidad representada en “el pecado y la carne”) como la única manera de acceder a la salvación. La oferta salvífica se sostiene a cambio de sujeción, autonegación, renuncia a la propia femineidad (Serret, 2001).
Aunque la modernidad rompe de manera radical con el discurso religioso, incluso por fuera de este tipo de pensamiento el orden simbólico sostiene la jerarquía y sustenta una definición de feminidad alrededor del conjunto de imaginarios que se refieren a ésta a partir de un complejo asociativo donde se relacionan “otredad-atracción-peligro-subordinación-desprecio” (Serret, 2001: 147). Al residir en la pareja simbólica de género (masculino/femenino), la estructura de significación que sostiene el orden simbólico de género –cuya base constitutiva relaciona lo masculino (en tanto categoría central) con lo femenino (en tanto categoría límite)– se materializa en los cuerpos de hombres y mujeres de carne y hueso mediante una lógica social a la que Serret –con base en referentes psicoanalíticos– denomina dinámica libidinal:
[…] cuando hablamos de dinámica libidinal, nos referimos al deseo también en un sentido más abstracto, en el de energía cargada y dirigida a conseguir algo […] el deseo es instituido por la carencia […] sólo surge una vez que la completud ha sido fracturada, cuando se introduce una carencia, y en esa medida se gesta el impulso para obtener aquello de lo que se carece. (Serret, 2011: 79)
La dinámica libidinal es la serie de mecanismos sociales y culturales mediante los cuales nos representamos y le atribuimos sentido a aquello que nos motiva a actuar. “Tal acción se traduce fundamentalmente en la generación de cultura” (Serret, 2011: 80). La dinámica libidinal es una relación donde lo masculino se instituye como categoría central y se encarna, por lo tanto, en el sujeto inteligible, que también es carente, deseante y actuante, mientras que lo femenino se instituye como:
[…] a) objeto de deseo en tanto completud; b) objeto de temor en tanto posibilidad de desaparición del sujeto; pero c) también como objeto de desprecio en tanto que delimita lo otro y se le puede domeñar, emplear como elemento de intermediación. (Serret, 2011: 81)
Los varones actúan prioritariamente los significados de centralidad, de prestigio, de sujetos que son empujados por el deseo, que actúan, emprenden y toman bajo su cargo la representación del yo y del nosotros. Por su parte, las mujeres actúan prioritariamente nociones de feminidad, es decir, los contenidos significativos de quienes encarnan –en el nivel de ritualización más complejo de los valores de género– la enorme densidad de valores que van desde lo más deseado y temido (y que por lo tanto ejerce una enorme influencia) hasta lo que ha sido dominado. (Serret, 2011: 83)
• Estudiantes de la Universidad Nacional Australiana en protesta contra el acoso sexual a estudiantes, Canberra, 2016 | Tomada de: Periódico Público
En la vida estudiantil de muchas universidades encontramos instancias de estas disposiciones y posicionamientos en diferentes testimonios recogidos tanto en nuestro trabajo de campo como en expresiones de protesta mediante redes sociales y noticias periodísticas. Lo interesante de estas declaraciones públicas de hartazgo, descontento y malestar es que ilustran, por un lado, una enorme variedad de estrategias de significación –o actos performativos– cuya fuerza ilocucionaria consiste en la imposición de la supremacía varonil en interacciones concretas y encarnadas9.
Por otro lado, la denuncia de estas conductas pone en entredicho tal imposición. La información obtenida en entrevistas y testimonios publicados acerca de este tipo de actos –que a veces parecen ínfimos, pero también pueden ser muy graves– hace visible la presión social a la cual las mujeres están expuestas en las interacciones cotidianas y señala estas prácticas como infracciones a normas elementales de convivencia. Los testimonios también son actos performativos y su fuerza ilocucionaria reside en su poder para deslegitimar y desnaturalizar no sólo los actos de imposición, sino también su lógica interna.
Un ejemplo de la dinámica libidinal descrita más arriba se refiere al temor a que se altere o se subvierta el “orden natural de las cosas”. Se trata de un íntimo e inmemorial temor a “la feminidad” como fuerza destructiva. Veamos: el 1 de septiembre del 2016, alrededor de 100 alumnas del movimiento #NosotrasPorNosotras marcharon en la Ciudad Universitaria (el campus central de la UNAM) para mostrar su inconformidad con la adhesión de la Universidad a la campaña HeForShe de ONUMujeres, pues, desde su perspectiva, su mensaje reforzaba la creencia tradicional en que “las mujeres son incapaces de cuidarse solas y requieren que los hombres lo hagan y les resuelvan sus problemas”. La reseña de la marcha en un diario de circulación nacional recibió un comentario donde se expresa una desmesurada reacción de alarma ante lo que se percibe y se nombra como “la descomposición social” y “un asunto grave para la sociedad”. Parecía que la protesta de 100 muchachas iba a poner el mundo patas arriba: “Me da tristeza ver a estas pobres chicas que, cegadas por la paranoia, están en camino de convertirse en mujeres amargadas, viviendo y sumándose al miserable feminismo. Por el amor de Dios que alguien les diga” (El Universal, 2016: s/p).
Otro ejemplo ilustrativo del miedo a “lo femenino” tiene que ver con la invasión que ha supuesto la presencia de mujeres en los espacios universitarios. Como lo hemos discutido de manera más extensa y puntual en otro trabajo (Buquet et al., 2018), la entrada amplia de mujeres a la educación superior es muy reciente y representa la refutación de la idea –muy generalizada en el siglo XIX y principios del XX– de que el llamado sexo débil está negado para la vida intelectual y profesional. En tanto se trata de la ocupación de un coto de poder celosamente resguardado, todavía levanta un resquemor –que leeremos en muchas expresiones misóginas– en algunos de sus ocupantes “legítimos”.
Siento que los profesores… tienen cierto miedo hacia la mujer, de que ella pueda demostrar que es mejor que él y aprender mejor que él. Entonces lo que hace es o de veras opacarla o darle por su lado porque sabe que, al fin y al cabo, si es una materia seriada, por ejemplo, le dice pásale [estás aprobada], pero en la siguiente materia, como no sabe nada de la anterior, va a tronar [reprobar] y va a tener que aprender todo lo que no aprendió en el curso anterior, y aparte estudiar la nueva materia. (Comentario de estudiante varón en un grupo focal realizado en la Facultad de Ingeniería, UNAM)
Un tercer ejemplo del recelo que causa la presencia de mujeres en los sagrados espacios universitarios se relaciona con la exigencia de que las mujeres sigan asumiendo actitudes y conductas “femeninas”, las cuales se identifican con la pasividad, la abnegación y la aceptación del statu quo:
• Estudiantes de la Universidad Autónoma de Yucatán marchan contra el acoso y el abuso sexual en la institución,México, junio del 2019 Tomada de: Diario Independiente Tribuna
Durante una actividad de clase en un CBU, un estudiante me dijo: “Es que a ustedes las mujeres esto de la ciencia les cuesta, son como raras, lentas”. El profesor estaba presente y no dijo nada. Yo le respondí con mucha rabia e indignación y el profesor me sacó de clase diciendo que no iba a permitir esas actitudes en su clase y que eso de ser grosera no se veía bien en una niña. (Campaña No es Normal en universidades de Colombia, cursivas nuestras)10
Junto con estas expresiones de temor a que el statu quo sea alterado encontramos, de manera más abundante y opresiva, testimonios donde se describen actitudes masculinas que van desde la condescendencia hasta la provocación, encaminadas a apuntalar performativamente la creencia social en la inferioridad consustancial de las mujeres. Estrategias discursivas tan elementales como la comparación de “lo femenino” con lo inerte, lo animal, lo sometido, que sirven de vehículo para expresar el desdén hacia las mujeres.
En una entrevista de nuestro trabajo de campo conversamos con una estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras quien recuerda que, cuando ingresó a una preparatoria (nivel bachillerato) de la UNAM, comenzó a participar en movilizaciones políticas, aunque en los grupos –formados mayoritariamente por varones– “sentía un malestar, pero no sabía nombrarlo”. En el último año increpó a sus compañeros: “¿Por qué siempre terminas hablando tú?”, pues veía que muchas compañeras tenían gran lucidez, pero no tomaban la palabra. “Me incomodaba lo que pasaba, pero no sabía articular esa incomodidad. Era como enojo nada más y dejaba pasar muchas cosas”. Ella y otras compañeras empezaron participar más: “Dejamos de ser sólo las que hacían las pancartas y tejían las banderas rojas y negras y empezamos a tener más participación en los círculos de estudio que se hacían sobre marxismo, que era casi siempre lo que se hablaba ahí”. Agrega: “[…] yo solo sentí un malestar: ‘¿por qué la banda no me escucha?, ¿por qué soy invisible ante las decisiones de los compañeros varones?’. Y pasó exactamente lo mismo en la Facultad”.
Del recuento anterior, nos interesa sobre todo destacar el desasosiego que este tipo de interacciones despierta en nuestra informante. Se trata, como decíamos anteriormente, de una sensibilidad que contrasta con la anuencia con que muchas mujeres han aguantado durante largo tiempo su condición1111. Es precisamente esta sensibilidad la que permite detectar atribuciones de sentido, palabras, ideas, señales, que ya no pueden pasar inadvertidas. Por ejemplo:
El profesor de Educación para la Salud que da clase en quinto año de la prepa abordó el tema sobre el crecimiento de vello en el cuerpo humano. Comenzó explicando que los hombres podían tener mucho pelo en el cuerpo o ser calvos e ilustró la explicación con una diapositiva en la que aparecía un hombre calvo. Cuando pasó a explicar el caso de las mujeres, la diapositiva que puso fue de un gorila y dijo a la clase que “las mujeres que se dejaban crecer el vello en su pubis afectaban su reproducción porque nadie iba a querer tener relaciones sexuales con ellas”. (Entrevista a una estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria, plantel 5, de la UNAM)
Del testimonio anterior queremos subrayar ya no la estupidez del docente o su dudoso sentido del humor, sino el intento de traducir “pedagógicamente” sus lamentables ideales en una normatividad “con bases científicas”, y la pedestre estrategia de comparar a las mujeres con animales, que veremos repetirse hasta la saciedad en innumerables circunstancias –por ejemplo: “Señorita, ¿qué hace con ese escote? ¿Usted vino a dar una prueba oral o a que la ordeñen?” (Carta “Derecho UC despierta”, Universidad Católica de Chile, citado en Emol, 2018: s/p)–. También queremos especular sobre el motivo por el cual nuestra informante eligió este suceso en particular: ¿qué disonancia, qué inquietud, qué inconformidad produce este tipo de intervenciones en la afectividad de nuestras alumnas? ¿Por qué no dejarlo pasar y olvidarse de ello? Aunque nuestra informante no lo haya fraseado de esta manera, recuperar este suceso representa lo que Sara Ahmed y Octavia Calder-Dawe han caracterizado como el acto de nombrar el sexismo. Este acto “expone injusticias que algunos podrían desear que fueran olvidadas” (Calder-Dawe, 2015: 90-91).
• Marcha de estudiantes universitarias chilenas por una educación no sexistaSantiago, 2018 | Foto: Cristóbal Escobar. Tomada de: T13
Nombrar algo como sexismo no es solo nombrar algo que ocurre como parte de un sistema más amplio (rehusarse a darle a lo que ocurre el estatuto de un suceso excepcional), sino también explicar que algo está mal y es injustificable […] es insistir en que se requiere una modificación más amplia. Cuando decimos: “eso es sexista”, estamos diciendo “no” a eso, así como “no” al mundo que vuelve permisible tal habla o tal conducta; estamos pidiendo a los individuos que cambien tanto que esas formas de habla y conducta ya no sean aceptables o permisibles. (Ahmed, 2015: 9)
De ahí la necesidad de hablar incluso sobre las más “inocentes” de las injusticias. Por ejemplo: “El profesor de física dijo en clase que las mujeres que van a la Facultad de Ciencias sólo están perdiendo su tiempo porque regresando a sus casas van a tener que plancharle las camisas al marido” (entrevista a una alumna del plantel 5 de la Escuela Nacional Preparatoria); o bien: “Algunos profesores nos tratan de manera condescendiente al comentar en clase, incluso si nuestros compañeros dicen exactamente lo mismo; pero un hombre lo repite y ya es valioso” (Campaña #AquíTambiénPasa)12.
Estas “inocentes” injusticias son actos recalcitrantes. En resumen, se trata de eventos rituales, de ritos performativos a cuya magia todavía parecen acogerse los protagonistas de estas historias: “Señorita, hágame un favor y mejor agarre los cuatro palos [cuatro millones de pesos chilenos] que cuesta la carrera y váyase al mall” (Carta “Derecho UC despierta”, Universidad Católica de Chile). Si repetimos con suficiente insistencia que el lugar de las mujeres es el hogar y su única función relevante es la de planchar camisas, ¿las convenceremos de renunciar a sus pretensiones profesionales e intelectuales? Si las tratamos con indulgencia y les señalamos sus insuperables desventajas, ¿volverán a ser dulces, sumisas, flexibles? Parece que no.
En un evento que organizaba con otros compañeros, uno de ellos me dijo que yo debería quedarme en la recepción para recibir a los ponentes. El comentario que escaló fue indignante; al parecer, le interesaba mi participación en ese equipo por mi apariencia física y para ser carta de presentación de su proyecto. Fue la última vez que participé. (Campaña #AquíTambiénPasa
Parece que la insubordinación en contra del orden establecido encuentra cada vez más detalles detonantes de la rabia, el disgusto, el hartazgo, la protesta. Las disposiciones expresadas en el desprecio –en tanto resortes de significación que sirven para delimitar la otredad e indicar que lo otro puede ser dominado, reducido, controlado– funcionan sobre todo como rituales comparativos; en tanto las mujeres conserven su lugar subordinado, sirven como referente ideal para evidenciar performativamente la preponderancia varonil. Y si esta no consigue sostenerse en los hechos, hace falta encontrar una coartada creíble: “Un compañero me dijo que si me daba cuenta de que le encantaba al profesor y que qué dichosa de mí, que ‘ya la había armado’. Me están diciendo que mi calificación no es porque me esforcé, sino porque le encanto al maestro” (Campaña de la Cuarta Ola, ITAM)13.
Si nos va bien, es porque le “hicimos un favor” al profesor. Al niño con mejor promedio de mi generación no le gustó que me fuera mejor que a él en un examen. Riéndose fuerte y con todo el salón escuchando exclamó: “Seguro sacaste 10 porque fuiste a hacerle un favorcito al profesor en su oficina”. Algunos rieron, otros no dijeron nada. (Campaña #AquíTambiénPasa)
El tercero de los resortes de significación que analizamos –el deseo– es el más complejo. En la descripción de Serret, en su nivel más abstracto, el deseo es instituido por la carencia y surge cuando la completud ha sido fracturada; la pulsión hacia el objeto de deseo está determinada por la falta, es decir que, en la medida en que las mujeres están constituidas subjetivamente, ellas también son sujetos de deseo y construyen cultura (Serret, 2011: 85).
No obstante, la dinámica libidinal opera en el mundo social mediante una lógica en que esto se olvida habitualmente, de modo que la mecánica que liga la otredad (lo femenino) con la atracción, el peligro, la subordinación y el desprecio posiciona a las mujeres en el lugar del objeto, lo cual, como dice Martha Nussbaum (1995), siempre es moralmente un problema pues objetualizar a alguien consiste en verlo o tratarlo como si fuera una cosa.
• Marcha de estudiantes universitarias chilenas por una educación no sexista,Santiago, 2018 | Foto: Cristóbal Escobar. Tomada de: T13
Estamos refiriéndonos aquí a formas de interpelación que sitúan performativamente a las mujeres en condición de objetos; esto significa que son instrumentalizadas, que su autonomía es negada, que se les considera seres pasivos, intercambiables, cuyos cuerpos pueden ser invadidos, violados, poseídos, y cuyos sentimientos u opiniones no necesitan ser tomados en cuenta (Nussbaum, 1995). En palabras de Françoise Héritier, las mujeres han sido sometidas a un“desposeimiento inicial que se muestra como una apropiación conceptual, simbólica y social a la vez” (2007: 120), porque son consideradas un recursoque pertenece a los hombres, ya sea como las portadoras de la capacidad de reproducción o como objetos transaccionales, es decir, como moneda de cambio en los pactos entre varones. De acuerdo con Fraisse: “De mil maneras, las mujeres han estado presas en situaciones que subrayaban su representación como objeto, como objeto apropiado e intercambiado, poseído y sustituido, consumido y utilizado” (2008: 40).
En esa medida, cuando hablamos del deseo no nos estamos refiriendo estrictamente a instancias de conducta sexual –pues el impulso de poseer un objeto va más allá incluso de la atracción erótica–, pero desde luego, la sexualidad constituye un poderosísimo medio de significación para el acceso, la apropiación, el control, la invasión de los cuerpos de las mujeres. Sin embargo, no es posible identificar en conductas puntuales, por ejemplo, la necesidad de dominar la feminidad aislada del temor a ésta; o el desprecio de manera independiente del deseo. Más bien, es muy probable encontrar todo esto mezclado: el temor, el desprecio y el deseo.
Lo que queremos subrayar es la posibilidad de traducir las interacciones sociales “tóxicas” –que catalogamos como sexistas o misóginas– como dispositivos de significación que no están atados a una necesidad inevitable. Por eso es tan importante para nosotras destacar la indignación y el fastidio que produce de manera cada vez más intensa la pretensión varonil de disfrutar de un supuesto “derecho” de acceso a los cuerpos de las mujeres sin que importen –o sin que exista una mediación formal que permita dilucidar– sus opiniones y sentimientos. Esta pretensión se expresa en una enorme cantidad de testimonios donde esto ocurre:
En una fiesta, donde estábamos la mayoría de Estudios Latinoamericanos, un compañero se metió a una casa de campaña donde estaban tres chicas y se metió y agarró a una de las chicas, y forcejeó ¿no? Y la comenzó así a besar. La chica estaba dormida, las tres estaban dormidas ¿no? Al final esta chica logra zafarse y le dice a otra que no lo conoce, o sea, que lo ubica de vista, pero nunca… no se hablan ni nada. Y esta otra chica le grita y le dice así de “salte de aquí” y “te podemos denunciar por intento de violación”, ¿no? Entonces él se sale, pero afuera hay otras chicas que lo ven ¿no?, y como se escucha esto de que “te podemos denunciar”, él se va corriendo, así, él se va corriendo y eso fue o sea en vacaciones, las vacaciones pasadas. (Entrevista a una estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM)
Quizá lo más interesante de estos relatos no sea la confirmación insistente de las disposiciones varoniles que reclaman su privilegio, sino el posicionamiento cada vez más claro de las jóvenes que de alguna manera quieren cambiar este guion social, esta prescripción que las interpreta como entidades vacías, inertes, pasivas, disponibles, apropiables.
En agosto del año pasado [2017] un chico me atacó en las escaleras de la Biblioteca Central […] me alzó el vestido y me pasó así la mano, a las 10 de la noche… y no lo alcanzamos [ella y otras estudiantes que lo persiguieron]. Al día siguiente, lo platiqué en la Asamblea [Feminista de la Facultad], y la Asamblea lo empezó a denunciar [en redes sociales] y yo también. Y después de eso como desde diez cuentas de Twitter me dijeron que me iban a venir a buscar a la Facultad para corregirme. Entonces, al día siguiente de eso yo llegué muerta de miedo a la Facultad. (Entrevista a una estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM)
Lo que está presente de manera cada vez más visible –aunque tantas veces sea ilegitimada por el escozor con que es recibida– es la protesta de las mujeres en contra del abuso al que se ven expuestas en los espacios donde conviven con hombres.
Por el 8 de marzo hicimos un tendedero de denuncias y hubo muchos casos de chicas que ponían [sus experiencias]. Una puso: “Fui a una fiesta con un chico de mi salón y estaba muy borracha y cuando desperté me dolía mucho la entrepierna y me mandó mensaje el chico con el que fui y me dijo descaradamente que me tomara la pastilla del día después”. (Entrevista a una estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria, plantel 5, de la UNAM)
Lo que se evidencia más y más es la necesidad de desarmar esta lógica social. Señalar el escandaloso desequilibrio de poder, la iniquidad, la vileza presente en las conductas y disposiciones de un número significativo de varones: “Le dije que no quería. Se enojó, me empujó y gritó ‘mojigata calienta huevos’. Yo era de primer año y él ya se iba a graduar” (campaña de la Cuarta Ola, ITAM).
Van tras las de nuevo ingreso. Los buitres de la generación 2012 nos trataron como pedazos de carne cuando recién entramos a primer semestre. Muchos de ellos se jactaban en las fiestas de a qué “viejas” se habían cogido y qué tanto las habían tenido que emborrachar. (Campaña #AquíTambiénPasa)
En el momento actual, la efervescencia de las diferentes movilizaciones a que nos hemos referido nos permite vislumbrar un cambio social de magnitud insospechada. Interpretamos estas manifestaciones de hartazgo y rebeldía como una insubordinación en contra de muy variadas y ubicuas expresiones del sexismo y la violencia que este traduce. Creemos que uno de los efectos posibles de dichas movilizaciones sería una importante reducción de los niveles de tolerancia social a comportamientos cotidianos que vivimos de manera más o menos naturalizada y normalizada.
Por un lado, se trata de una sensibilidad diferente. Las mujeres jóvenes que hacen público su malestar ante ciertas conductas verbales o corporales de los varones están señalando como inaceptables comportamientos que hasta hace muy poco formaban parte de los ambientes sociales. Pero, además, están llamando la atención sobre las jerarquías y los desequilibrios de fuerzas que se ponen en juego en las interacciones cotidianas. Estas jóvenes se están rebelando contra formas de interpelación que objetualizan o cosifican a las mujeres.
Por otro lado, están desactivando –o por lo menos están haciendo muy conspicuos– mecanismos de expulsión, exclusión, disciplinamiento y humillación que sirven para devolver a las mujeres “al lugar donde pertenecen”, es decir, que tienen el objetivo de “recordarles” las normas de subordinación y obediencia a que “deben” someterse; en resumen, que pugnan por recuperar las bases simbólicas de la supremacía masculina.
Aunque muchos de estos mecanismos se sirven de la sexualización como uno de sus resortes performativos, no todas las expresiones sexistas o misóginas son sexuales, y su eficacia social no reside necesariamente en su contenido sexual. Es decir, no se trata de la “indomable sexualidad masculina” que ubica como su presa por conquistar el cuerpo supuestamente pasivo de las mujeres, sino de un tropo retórico que permite la circulación de una serie de malentendidos donde se interpreta el acceso al cuerpo de las mujeres como un derecho varonil más o menos reglamentado. Si nos concentramos exclusivamente en el contenido sexual de las agresiones, perdemos de vista la importancia de aspectos decisivos del sexismo y la misoginia que están en la raíz de las expresiones de temor, desprecio y deseo con que los hombres suelen tratar a las mujeres.
Creemos que esta investigación nos enfrenta, sobre todo, a preguntas que no somos aún capaces de responder. ¿Estamos ante un panorama nuevo, o es sólo una repetición de lo mismo? Y desde las instituciones, ¿cómo habremos de manejar estos casos? El impulso de esta insubordinación ¿generará cambios sustantivos en las relaciones entre los sexos? ¿Será que, como afirma Françoise Héritier, las condiciones de las que dependía la instauración del patriarcado ya no son las mismas? ¿Será que, como lo postula Genvieve Fraisse, nuestro problema tiene que ver con el devenir sujetocomo un “movimiento de apropiación” donde se reivindica la autonomía y la libertad? Estas preguntas abiertas constituyen el núcleo de nuestro programa de investigación hacia el futuro.
• Movilizaciones feministas universitarias,, México 2019 | Tomada de: Cuarto poder de Chiapas
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