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• Voluntaria posando en la playa de Río de Janeiro, junto a imágenes de mujeres que sufrieron algún tipo de abuso sexual,  Brasil, junio de 2016 | La instalación, orquestada por la ONG Rio de Paz y el artista Marcio Freitas, Tomada de: EFE

Las instituciones de educación superior y el mandato de masculinidad*

As Instituições de Ensino Superior e o mandato de masculinidade

Higher Education Institutions and the Masculinity Mandate

DOI: 10.30578/nomadas.n51a7

 

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Consuelo Patricia Martínez Lozano**

Resumen

El objetivo del artículo es analizar la manera en que las universidades sistematizan las prácticas de violencia contra las mujeres, específicamente el hostigamiento y el acoso sexual dirigido a estudiantes y profesoras. Sustenta su reflexión en los postulados de Rita Segato en torno a la instauración de un orden político patriarcal asentado en las universidades, según el cual, los varones desarrollan formas de interlocución entre sí para disciplinar a las mujeres. Asimismo, las universidades dislocan y socavan los mecanismos de organización comunal de las estudiantes que interpelan, señalan y denuncian las prácticas violentas.

Palabras clave: universidades, acoso sexual, violencia, orden político patriarcal, mandato de masculinidad, organización comunal.

Resumo

O objetivo do artigo é analisar a maneira como as universidades sistematizam as práticas de violência contra as mulheres, especificamente a perseguição e o assédio sexual direcionados a estudantes e professoras. Apoia sua reflexão nos postulados de Rita Segato em torno do estabelecimento de uma ordem política patriarcal enraizada nas universidades, segundo a qual os homens desenvolvem formas de interlocução entre si para disciplinar as mulheres. Da mesma forma, as universidades deslocam e comprometem os mecanismos de organização comunitária das estudantes que questionam, apontam e denunciam práticas violentas.

Palavras-chave: universidades, assédio sexual, violência, ordem política patriarcal, mandato de masculinidade, organização comunitária.

Abstract

The purpose of this article is to analyze the way in which universities systematize practices of violence against women, specifically intimidation and sexual harassment aimed at female students and teachers. It is supported on the postulates of Rita Segato around the establishment of a patriarchal political order settled down in the universities, in which men develop interlocution forms with each other to discipline women. Likewise, universities dislocate and undermine the communal organizing mechanisms of female students who question, point out and denounce violent practices.

Keywords: Universities, Sexual Harassment, Violence, Patriarchal Political Order, Mandate of Masculinity, Communal Organization.

*Este artículo se basa en la investigación: “Análisis y diagnóstico cualitativo de las significaciones, vivencias e interpretaciones de la violencia de género en universidades públicas, privadas, confesionales e indígenas de San Luis Potosí”, financiada por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) de México (Fondos Sectoriales SEP/SES/Conacyt), realizada por la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, de julio del 2014 a enero del 2016.
**Profesora e investigadora de la Facultad de Ciencias de la Comunicación (FCC), Universidad Autónoma de San Luis Potosí (UASLP) (México). Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores, Nivel II. Doctora en Ciencias Sociales con especialidad en Antropología Social (Ciesas-Occidente), Maestra en Desarrollo Regional (Colef), Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UABC). E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.

Las instituciones dedicadas a la enseñanza superior y a la difusión del conocimiento ostentan un capital simbólico que las dota de un sustrato de supuesta objetividad y un sentido de igualdad y justicia, lo que contribuye a ocultar y naturalizar las manifestaciones de violencia contra las mujeres que se ejercen intramuros en los planteles educativos. Sin embargo, dichas instituciones funcionan mediante un orden político patriarcal, que se erige a partir de un mandato de masculinidad, tendiente a configurar estructuras piramidales, jerarquizadas, que profundizan la desigualdad y acendran las relaciones de poder, sistematizando interacciones y prácticas autoritarias en la dinámica cotidiana de las instituciones de educación superior (IES) que violentan a las mujeres de diversas maneras. Concretamente, el acoso sexual y el hostigamiento por la condición de género, dirigidos sobre todo a las estudiantes y profesoras universitarias, son prácticas identificadas, arraigadas y normalizadas a lo largo del tiempo en los entornos universitarios de diversa índole en México.

El presente artículo encamina el análisis en tres direcciones: 1) la reflexión teórica sobre las IES como campos sociales en los que se gesta y configura un mecanismo transhistórico de sujeción y control de las mujeres, garante de un orden político estadual-colonial, consolidado por la construcción de un corporativo patriarcal asentado en el mandato de masculinidad; 2) la explicación del desarrollo de prácticas violentas contra las mujeres en las universidades, concretamente el acoso sexual, utilizando como base fundamental los planteamientos de Rita Segato respecto a la construcción de la violencia a partir de la instauración de un mandato de masculinidad que, a través de capitales simbólicos del conocimiento, jerarquías y relaciones de poder y exhibición de potencias, traza dos formas de ejercer la violencia: una línea vertical directa entre el victimario y la víctima y una línea horizontal expresiva de interlocución entre varones integrantes de fratrias masculinas; 3) las IES como corporativos patriarcales que desarticulan, socavan y desincentivan la organización comunal de las mujeres universitarias. Esto debilita las interpelaciones al mandato de masculinidad y las luchas de las estudiantes en contra del acoso sexual, entre otros aspectos y consecuencias. Cabe aclarar que este documento se sustenta en datos etnográficos extraídos de dos facultades de una universidad pública participante en la investigación que fundamentan lo aquí expuesto.

Las universidades y el orden político patriarcal de la colonialidad-modernidad

Las IES se erigen a partir de lineamientos sociales e históricos que hacen patente la trascendencia y fortaleza de las jerarquías. Las universidades, los institutos, los centros de investigación y las instituciones educativas, de formación profesional o configuración y difusión del conocimiento, se fundan en mecanismos de poder relacionados de manera intrínseca con la manera en que el Estado se organiza y ejerce sus formas de operar. Las escuelas, como otros organismos que acrisolan y ejemplifican la conformación estatal, desarrollan y reproducen prácticas de exclusión, aunque el baluarte de sus acciones se configure a partir de la construcción de un discurso en el que se asume que las instituciones educativas son organismos que fomentan la democracia y la igualdad. Esto no ocurre así. Por el contrario, los mecanismos organizativos y de operación escolar están orientados a enfatizar y profundizar las desigualdades (Dubet, 2005), además de homogeneizar las diferencias dentro de las comunidades educativas. El valor simbólico de las IES está directamente relacionado con la trascendencia que se les otorga a los escalafones, los nombramientos, los puestos, las jerarquías. La manera de operar de las instituciones educativas se construye teniendo como base medular los estamentos. Esa estratificación se define a partir de la conformación del poder de acuerdo con el dictamen y la determinación del Estado, instaurado en función de los mecanismos de la colonialidad-modernidad bajo el signo de Occidente. Las universidades son campos sociales, cuyo sistema de percepciones y prácticas (habitus) instituye relaciones de desigualdad y subordinación que funcionan bajo mecanismos concentradores de poder y control (Bourdieu y Passeron, 2008; Bourdieu, 2013).

Para entender esta dinámica es preciso comprender la relación fundamental, y fundante, de las IES como extensiones del Estado patriarcal, instaurado por la colonialidad-modernidad, garante de un orden político autoritario, de dominación, que enfatiza las desigualdades. Esto significa que en las universidades se hace presente la construcción y sentido de lo que se entiende por Estado en las repúblicas democráticas modernas. Conforme a Segato (2015), el Estado, en los países de América, que aún padecen los procesos coloniales a través del saber (Mignolo, 2013), tiene una configuración eminentemente patriarcal. Las IES son vehículos a través de los cuales el Estado, en parte, se reproduce. Esto lleva a la comprensión de las IES como corporativos patriarcales en los que se erige un mandato de masculinidad que demanda el ejercicio de la “potencia intelectual” en los varones (Segato, 2010). Las IES se convierten en escenarios para la exhibición de dicha potencia intelectual patriarcal que genera una sistematización de la violencia de género dentro de las universidades.

• Protesta en contra de la agresión sexual en las calles,  abril del 2015 | Tomada de: Guioteca

Así como históricamente el Estado se conformó en Occidente por los varones y para éstos, las IES también son espacios instituidos por el arbitrio de lo masculino y para éste. Desde su nacimiento no son ámbitos en los que las mujeres tengan un lugar o en los cuales se cultiven y desarrollen expectativas en torno a su trabajo y aportes. Esto delinea un perfil transhistórico que signa las acciones de las IES a lo largo del tiempo (Buquet et al., 2013), y que normaliza en la vida cotidiana la violencia contra las mujeres en esos contextos. Existe un fundamento básico, político, que determina a las universidades como ámbitos destinados a la difusión y expansión de los saberes y prácticas de los varones, “por lo que la presencia femenina en las IES lleva implícita una forma de desigualdad y subordinación” (Martínez, 2017: 45). Bourdieu (2013; Bourdieu y Passeron, 2008) explica cómo el campo educativo, las escuelas, construye identidades y principios rectores de pensamiento y acción que refrendan la capacidad dominadora del Estado y su eficacia simbólica para reproducir la desigualdad.

Como parte de esta reflexión teórica, es preciso señalar que aunque Bourdieu y Passeron (2008; Bourdieu, 2013) se refieren a estudios realizados en escuelas y universidades de Francia en los años setenta, su análisis puede trasladarse como fundamento para la interpretación de las prácticas violentas en universidades de México. Esta pertinencia de retomar sus postulados tiene que ver con la manera en que la perspectiva de Bourdieu se concentra en la conformación y mecanismos operativos del poder del Estado hacia la población marginal. Así, es posible vislumbrar confluencias de la perspectiva occidental de Bourdieu con los discursos interpretativos y analíticos desarrollados en América Latina. Hay elementos para tender puentes entre ambas latitudes de pensamiento; además, la conformación del Estado occidental a la que alude Bourdieu ha sido transmutada y reproducida en la creación y configuración de los Estados republicanos modernos de América.

El Estado y su conformación burocrática, jerárquica, meritocrática, constituye una manera en que la historia de los varones, del patriarcado, se instaura en los mecanismos o componentes institucionales. La construcción del Estado actual, como lo conocemos, es una consecuencia de la colonialidad-modernidad (Segato, 2016). A partir del evento colonial, Occidente configuró la idea de modernidad. Creó al sujeto varón moderno, al hombre como individuo totalizador, monolítico, homogeneizante, a partir de ciertas características: “[…] es hombre, es blanco, es pater familiae –por lo tanto, al menos funcionalmente, heterosexual–, es propietario y es letrado” (Segato, 2016: 118). La constitución de este hombre perfiló el sentido de “normalidad”, de manera que todo lo demás fue reducido a subcategorías minoritarias: todas las demás personas que no respondan a esas características tienen un valor residual, son restos, son “los otros”, lo “anormal”, las minorías (Segato, 2016). El hombre moderno entronizó la vida pública, dio sustento político a todo lo que deviniera en actividad del hombre comandada y validada en el terreno de lo expuesto, lo público. Relegó, de manera binaria, mutuamente excluyente, en un nivel de subordinación e infravaloración, las acciones desarrolladas en el ámbito de lo privado, anulando toda capacidad de decisión y de incidencia en el orden político.

Uno de los baluartes que refrendan la presencia del Estado, en ese sentido moderno-colonial, es la implementación de las instituciones. Los varones occidentales fueron los que crearon la idea y la operatividad del Estado. Sus formas de accionar se revelan a través de las instituciones. El campo educativo es una vía en que la construcción patriarcal del Estado opera y se hace presente, dictamina la potencia del conocimiento a través de la instancia escolar. Esto se lleva a cabo en la esfera pública, en las instituciones educativas, en las que se entrena en el aprendizaje de los saberes validados y masculinizados conforme a los dictámenes occidentales que les proporcionan fundamento y sentido. El Estado moderno occidental masculino se objetiva en los quehaceres y prácticas dentro de las instituciones que lo validan y consolidan: “Con la emergencia de la grilla universal moderna, de la que emanan el Estado, la política, los derechos y la ciencia, tanto la esfera doméstica como la mujer que la habita, se transforman en meros restos, en el margen de los asuntos considerados de relevancia universal y perspectiva neutra” (Segato, 2016: 117, subrayado mío).

En las universidades confluyen dos grandes estructuras de la colonialidad (es decir, de un proceso de invasión y conquista que no ha terminado): la del poder y también la del saber. Es en el varón, en el hombre moderno-universitario-profesor-académico en quien se concentra la validación del conocimiento en los ámbitos del saber y la formación profesional que se genera en las universidades. Desde esta conformación estructural, la población femenina de las IES constituye minorías, otredades que deben adherirse y amoldarse al patrón masculinizado que rige las prácticas y la dinámica universitaria dentro y fuera de las aulas. La instauración del Estado moderno-colonial y sus instituciones exige para su funcionamiento, permanencia y ejercicio del poder, la conformación de un mandato de masculinidad que encamina la creación de un corporativo masculino (Segato, 2010, 2018), una cofradía que se construye a partir del ejercicio de la violencia, del sometimiento y subordinación de “los otros”, que permitirá la exhibición de la potencia masculinizada.

Acoso sexual y coordenadas de la violencia contra las mujeres en las instituciones de educación superior

Para efectos de este análisis, el acoso sexual se entiende como una manifestación de la violencia que se reproduce y normaliza en la vida cotidiana de las universidades. En el Capítulo II de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV) de México, se hace referencia a la violencia laboral y docente. Al respecto, el Artículo 10 establece:

Se ejerce por las personas que tienen un vínculo laboral, docente o análogo con la víctima, independientemente de la relación jerárquica, consistente en un acto o una omisión en abuso de poder que daña la autoestima, salud, integridad, libertad y seguridad de la víctima, e impide su desarrollo y atenta contra la igualdad. Puede consistir en un solo evento dañino o en una serie de eventos cuya suma produce el daño. También incluye el acoso o el hostigamiento sexual. (Gobierno de México-Instituto Nacional de las Mujeres, 2007)

Los artículos 12 y 13 también abordan directamente aspectos relacionados con la violencia en los entornos escolares:

Capítulo 12. Constituyen violencia docente: aquellas conductas que dañen la autoestima de las alumnas con actos de discriminación por su sexo, edad, condición social, académica, limitaciones y/o características físicas, que les infligen maestras o maestros.
Capítulo 13. El hostigamiento sexual es el ejercicio del poder, en una relación de subordinación real de la víctima frente al agresor en los ámbitos laboral y/o escolar. Se expresa en conductas verbales, físicas o ambas, relacionadas con la sexualidad de connotación lasciva. El acoso sexual es una forma de violencia en la que, si bien no existe subordinación, hay ejercicio abusivo de poder que conlleva a un estado de indefensión y de riesgo para la víctima, independientemente de que se realice en uno o varios eventos1. (Gobierno de México-Instituto Nacional de las Mujeres, 2007)

Por otra parte, respecto al acoso sexual en las escuelas, Mingo (2013) apunta lo siguiente:

Uno de los comportamientos que se ha documentado con amplitud desde la década de los setenta es el hostigamiento sexual, físico y verbal que enfrentan muchas mujeres en las aulas, pasillos y los patios de las instituciones de enseñanza de los distintos niveles educativos. Entre las formas están: insultos, miradas, chistes, gestos, burlas, “piropos”, comentarios, rumores, chismes, insinuaciones, risas, empujones, pellizcos, roces y apretones. (Mingo, 2013: 104)1

La práctica del acoso sexual entraña una relación de poder, de dominación, y también un sentido de dueñidad (Segato, 2016), de apropiación de territorios, pues todo ejercicio de poder implica manifestaciones de violencia. Esto contrasta con el capital simbólico del que gozan las universidades. La valoración del conocimiento, el identificar y reconocer los espacios universitarios como ámbitos de estudio, de aprendizaje, de asimilación y disertación de los saberes, les confiere una imagen que excluye automáticamente la presencia del poder y de la carga violenta que conlleva. En México, la población estudiantil universitaria es una élite, aun la que se concentra en las universidades públicas (Martínez y Solís, 2009). Esto incrementa la valoración de las universidades y su ámbito laboral, principalmente el que atañe al profesorado, a los nombramientos y al desempeño en altos cargos. Las universidades ostentan y se apoyan en la consolidación de un imaginario que las coloca como contextos propicios para la reflexión, el libre desarrollo de la inteligencia y la aceptación y alta valoración de las jerarquías. Para que éstas existan, es necesario desarrollar relaciones de poder, de competencia y la exhibición de facultades y potencias que acendran las condiciones de desigualdad.

Para Segato (2010, 2016), la violencia tiene dos facultades que la constituyen; estos dos aspectos se convierten en dos caras de una misma moneda: toda violencia puede ser instrumental y, al mismo tiempo, expresiva. Un aspecto construye al otro y viceversa, ambos factores son mutuamente constituyentes. Aunque Segato desarrolla su propuesta a partir de la violencia sexual extrema: la violación; esta explicación contribuye a entender los mecanismos a partir de los cuales se ejercen los otros tipos de violencia contra las mujeres.

Estos dos componentes de un mismo fenómeno, definen, esclarecen y se encuentran cimentados en dos puntos referenciales que marcan las coordenadas de la violencia patriarcal ejecutada conforme al mandato de masculinidad. Hay una línea vertical que direcciona la violencia en su carácter instrumental. Es la línea que traza la imposición de la potencia, donde se revela el ejercicio autoritario de la fuerza, en la que el victimario somete a la víctima de forma directa. Se trata de una interacción individual, del ejercicio del poder direccionado hacia la víctima. Ahí la violencia asoma su cara instrumental: una forma de ejercer la violencia como herramienta que evidencia una relación de poder y dominación. Sin embargo, al mismo tiempo, se escribe una línea horizontal, difuminada, en apariencia menos clara o evidente que la vertical, pero con la suficiente fuerza para sostener y dar sentido de ejecución y reproducción al acto violento. En este trazo horizontal se asienta el territorio de interlocución del victimario con sus pares, los otros varones; todos los hombres que conforman el corporativo normado por el mandato de masculinidad que exige la exhibición de las potencias. Se trata de la capacidad expresiva, hablante, enunciadora, escritural de la violencia.

Sucede que el violador emite sus mensajes a lo largo de dos ejes de interlocución […]. En el eje vertical, él habla, sí, a la víctima, y su discurso adquiere un cariz punitivo y el agresor un perfil moralizador, […] porque […] el destino de la mujer es ser contenida, censurada, disciplinada y reducida, por el gesto violento de quien reencarna, por medio de este acto, la función soberana.
Pero es posiblemente el descubrimiento de un eje horizontal de interlocución el aporte más interesante […]. Aquí, el agresor se dirige a sus pares, y lo hace de varias formas: les solicita ingreso en su sociedad y, desde esta perspectiva, la mujer violada se comporta como una víctima sacrificial inmolada en un ritual iniciático; compite con ellos mostrando que merece, por su agresividad y poder de muerte, ocupar un lugar en la hermandad viril y hasta adquirir posición destacada en una fratria que sólo reconoce un lenguaje jerárquico y una organización piramidal. (Segato, 2016: 39-40, las cursivas son mías)
En el eje horizontal se alternan relaciones de competición o alianza, que para los fines del análisis son equivalentes –ya que sólo tiene sentido hablar de alianza en un régimen marcado por la disputa y la competición–. Mientras que en el eje vertical, el de los estratos marcados por un diferencial jerárquico y por grados de valor, las relaciones son de exacción forzada o de entrega de tributo, en su forma paradigmática, de género, el tributo es de naturaleza sexual. (Segato, 2010: 250)

El mandato de masculinidad se funda en la exhibición de poder que se concreta en seis principales potencias: sexual, económica, política, bélica, intelectual y moral (Segato: 2010, 2018). El hostigamiento y el acoso sexual en las universidades se entienden como exhibiciones de las potencias intelectual y sexual. Las coordenadas vertical y horizontal de la violencia explican los mecanismos desde los cuales opera este tipo de violencia en las universidades.

• Cartel en protesta por la sentencia que ha condenado a los miembros de 'La Manada' por abuso sexual y no por agresión,  Navarra (España), abril del 2017 | Tomada de: RTVE

Conforme a los resultados de la investigación realizada, y a la luz de las notas teóricas descritas, en las IES pueden desarrollarse prácticas que tienden a naturalizar el acoso sexual, sobre todo hacia las mujeres estudiantes (pero también hacia las docentes y empleadas administrativas), tanto de parte de los profesores como de sus compañeros estudiantes varones. Dichas prácticas suelen encontrarse extendidas y normalizadas, se asumen como parte de la vida cotidiana de la Universidad y como un ingrediente más en la relación profesor-estudiante, o bien como una forma usual en que el profesor puede llegar a ejercer su autoridad sobre las estudiantes. Algunas prácticas de hostigamiento y acoso por parte de los docentes hacia estudiantes mujeres y en ocasiones también hacia hombres homosexuales suelen ser trivializadas principalmente a través del humor. Las agresiones se toman a broma o son material temático para elaborar chistes. Estas prácticas vulneran de manera importante la vida estudiantil y docente de las mujeres en las universidades (Martínez, 2017). Al respecto, un estudiante comentó en entrevista:

T: [El acoso sexual] es un secreto a voces. […] Cuando yo entré a primer semestre, sí estaba impactado cuando me contaban de tantos profes [acosadores]; profes que tienen demanda de acoso, y que hay […] también acoso de tipo homosexual […]. Y lo que se me hace… muy chistoso, es que se te hace normal. Sí […] en primer semestre te cuentan eso, y estás así como: ¡no manches! y después tú lo cuentas, en quinto o séptimo semestre, como bien normal; no sé, así: “Ese wey [profesor] acosa un chingo”, y es así como normal (risas). (Entrevista con grupo de estudiantes varones, universidad pública)

Conforme a la información recopilada en campo, existen diversos actos que las estudiantes, y también las docentes universitarias, identifican como manifestaciones de hostigamiento y acoso sexual recurrentes en las IES, profundamente normalizados, que proceden tanto de los profesores como de los estudiantes varones. Desde el señalamiento y la apropiación de territorios dentro del campus, en los que se agrede y violenta públicamente a las mujeres, que impiden o limitan el libre tránsito por los espacios universitarios, hasta feminicidios, violaciones o amenazas de violación, miradas lascivas, besos, abrazos, apretones, tocamientos, pasando por alusiones o insinuaciones sexuales, burlas, ofensas, humillaciones, comentarios incómodos, chistes y expresiones verbales de doble sentido que pueden estar ampliamente difundidas en las maneras de interactuar dentro de las aulas, o incluso como herramienta pedagógica utilizada por los profesores como parte de la dinámica normal de la clase.

La normalización de estas prácticas se encuentra permeada por una especie de aceptación e indefensión ante determinadas acciones. Las estudiantes saben que si hacen patente algún tipo de queja ésta no será atendida de manera adecuada. Existe desconfianza hacia la institución, aunque haya instancias dentro de las IES a las que puedan acudir a realizar algún señalamiento de prácticas que identifiquen como violentas. De manera que las estudiantes desarrollan estrategias para sortear la posibilidad de experimentar situaciones de acoso, a la par que procuran “no darle importancia”, según sus propias palabras, a determinadas acciones que en realidad les parecen agresivas, excluyentes o que les causan molestia, incomodidad o sufrimiento. Estas actitudes pueden llegar a neutralizar la dimensión o intensidad de las acciones violentas, normalizándolas o haciéndolas ver como parte de la cultura escolar del plantel. A esto se suma el temor de enfrentarse a una figura de autoridad y que esto tenga repercusiones negativas en su trayectoria escolar.

En la relación de poder profesor-mujer estudiante está implícita la eficacia operativa del capital simbólico del profesor varón como ostentador del conocimiento. En los testimonios de las estudiantes entrevistadas se presenta continuamente la expresión: “Cómo le vas a decir que no a un profesor”. Aunque el docente sea identificado como acosador, las estudiantes encuentran dificultades en negarse a responder a sus requerimientos, a oponer resistencia abiertamente a las prácticas de acoso o a señalarlas o evidenciarlas públicamente. Esta imposibilidad aumenta si el nivel académico del profesor es significativo, si ostenta una posición de autoridad intelectual: poseer una trayectoria académica destacada, posgrados, cargos institucionales, reconocimientos, etcétera.

La normalización de la violencia a la que conmina el mandato de masculinidad exige exhibición de potencia a través de la crueldad, esto lleva a una insensibilización respecto al daño y el sufrimiento que produce la violencia, lo que amolda el camino a una aceptación normalizada del dolor de los seres humanos en particular y de los seres vivos en general, una asimilación de las prácticas rapiñadoras en lo cotidiano. El mandato de masculinidad en las IES naturaliza un habitus que violenta a las mujeres, trivializando el ejercicio de las “pequeñas brutalidades y terror de la comunidad y crea un sentido común o ethos de la violencia” (Bourgois, 2005: 14). Esta normalización de las “pequeñas brutalidades” significa la eficacia enunciadora y aleccionadora de esa enseñanza de la crueldad que precisa el mandato de masculinidad para erigirse como tal.

Es posible identificar lo anterior en los siguientes testimonios:

C: Hay una chava de primero, que acaba de entrar, que juega voli, una chava de muy buen cuerpo […] está muy bonita […] le dicen “culote” […] es como, cuando dicen que clasifican a la mujer ¿no?, y está bien feo eso porque… yo creo que la chava no tenía ni una semana aquí, jugaba voli [en la facultad]… ella trató de integrarse, y había [estudiantes varones en] una banquita que cantaban: “Eeeh, culote” […]. (Entrevista con grupo de estudiantes varones, universidad pública)
J: Estaba una compañera [estudiante] en una computadora del área de computo, bastante guapa… traía playera de tirantes […] y no sé cuál fue la razón por la que mi querido profesor [risas] llega por detrás de ella y le pone las manos en los hombros y le recorre hasta el codo […] llega y le pregunta: “¿qué pasó?”, y cuando le dice: “¿qué pasó?” le hace así [se toca de forma intensa el brazo], y la chava, así [hace gesto de desconcierto], quitó las manos [del teclado de la computadora], y ya le explicó que tenía un problema con la computadora. (Entrevista con grupo de estudiantes varones, universidad pública)

Es pertinente señalar que la configuración del discurso en las entrevistas nos brinda la posibilidad de acceder a una argumentación reflexiva que emiten las personas entrevistadas. Sin embargo, esto no necesariamente es compatible con las prácticas desarrolladas por los sujetos que construyen dicho discurso. Los jóvenes varones estudiantes pueden identificar el acoso y otras formas de violencia cotidiana que se ejercen hacia sus compañeras. Sin embargo, sus reflexiones no se perfilan como una crítica o un intento de desmontar el mandato de masculinidad. Ellos no se cuestionan a sí mismos como parte del entramado patriarcal. Tienden a explicar las formas de acoso como acciones individuales de estudiantes y maestros, desligadas de la configuración institucional y de su propio actuar dentro de la organización escolar.

Por otro lado, en una universidad pública participante en la investigación, existe el desarrollo de prácticas “tradicionales” que caracterizan o identifican al estudiantado (varones) de las carreras de ingeniería, y que se distinguen por hostigar de manera pública a las estudiantes mujeres, principalmente a las/os estudiantes de una facultad que se encuentra aledaña a esta área donde toma clase el alumnado de ingeniería. En este espacio se han asentado y normalizado estas prácticas consistentes en que los jóvenes varones estudiantes les chiflen, griten o aúllen a las estudiantes mujeres que transitan por este lugar2. Estas acciones son muy conocidas y celebradas por el resto de la comunidad estudiantil y docente universitaria, que las aprecia desde hace años como actos distintivos de los jóvenes varones que cursan carreras de ingeniería, como una “tradición” inofensiva o sin implicaciones de agresión o violencia, un simple juego. Según expresaba un joven estudiante de ingeniería durante el trabajo de campo: “Puede que uno lo haga por llamar la atención, por hacerse el payasito, y otro [motivo es] porque, simplemente, estás siguiendo el morbo, así… estás siguiendo el juego”. Esta forma de “diversión” es también compartida por las estudiantes mujeres de ingeniería, lo cual perfila una manera en que la violencia simbólica se expresa y se hace patente, cuando la persona dominada participa activamente en su propio hostigamiento reproduciéndolo (Bourdieu, 2000). En tal sentido, una chica estudiante de ingeniería así lo manifestaba: “Sí [risas], la verdad es que yo sí soy de las que a veces anda [diciéndoles a los estudiantes varones]: ‘Ah, mira, enfermeras, chíflenles’ [risas]”. Cabe hacer notar que la condición de género no es una esencia. Las mujeres también se adhieren al mandato de masculinidad y se patriarcalizan.

Es interesante el comentario antes mencionado del joven estudiante de ingeniería en términos de su interpretación del hostigamiento público a las estudiantes universitarias dentro del campus. Su explicación define en la expresión coloquial las dos coordenadas de la violencia sugeridas por Segato (2010): hay un eje vertical, que tiene que ver con la interpretación individual del joven ante el asedio a sus compañeras estudiantes, su manera de disciplinarlas chiflándoles, gritándoles, aullándoles, incomodándolas, molestándolas en público. Conforme a su explicación, es una manera de “llamar la atención” de “hacerse el payasito”. Se trata de un llamado de atención moralizante que se elabora como si fuera un juego inofensivo, una gracia realizada por un payaso que quiere señalar un acto censurable: la presencia de mujeres en un territorio universitario cuyos dueños son los varones. El chiflido, que expresa la burla, es la interlocución directa, disciplinadora, del joven varón sobre las estudiantes. La otra parte de su interpretación constituye una alusión a la línea horizontal de la violencia: “Seguir el morbo”, “seguir el juego”. Se trata de una interlocución del varón con los otros varones. Es el “juego” compartido, su carácter y efecto lúdico se lo brinda el que se desarrolla en grupo, no es –no puede ser– una diversión solitaria, pues perdería la autenticidad, el sentido, la relevancia de su connotación enunciativa; el carácter mórbido de la práctica acosadora es la interlocución entre los pares del corporativo masculino universitario. El mensaje no es hacia las mujeres, sino entre y hacia los integrantes varones del corporativo. Se trata de un “juego” de “morbo” entre varones, es una práctica violenta que ostenta abierta y bulliciosamente su valor expresivo, es enunciadora de un jugueteo, de un mensaje entre hombres que revelan y exponen su masculinidad mutuamente ofreciendo como tributo sacrificial del juego la exhibición y burla pública del cuerpo y la presencia de las mujeres en su territorio masculinizado. Ambos aspectos conjugan, integran el fundamento del mandato de masculinidad, el requerimiento de la exhibición violenta, disciplinante, de la potencia que demostrará la necesidad imperiosa, la trascendencia de formar parte de la cofradía masculina, del requerimiento expositivo de lo que es y debe ser un hombre de verdad, joven varón estudiante universitario de ingeniería.

• Marcha #MeToo: declaración de guerra,  2018 | Tomada de: Letras libres| @AlexisRosentha2

Las relaciones de poder en las universidades y las configuraciones de género se encuentran profundamente internalizadas, de manera que no únicamente (y tampoco necesariamente) los profesores ejercen y desarrollan su posición de dominio frente a las estudiantes en términos o prácticas relacionadas con el acoso y las insinuaciones de tipo sexual, sino que también esto se expresa a través de comentarios, observaciones o señalamientos directos que el profesor puede asumir como parte de la mecánica normal de una clase, que se emiten públicamente y muestran la manera en que los profesores ejercen su poder y enfatizan su posición de control en una institución educativa y en el seno de una interacción eminentemente patriarcal. Como un ejemplo de esto, es posible recurrir a un testimonio brindado por alumnos/as de una universidad pública, en torno a una situación desarrollada durante una clase. Conforme a lo expresado por estos/as estudiantes, en el marco de lo expuesto en el aula, el profesor pretendía explicar la diferencia entre “persuasión y seducción”. Entre el alumnado que tomaba la clase había una estudiante embarazada. Su embarazo era notorio, quizá de unos cinco o seis meses de gestación. El profesor, durante la sesión, se acercó a la estudiante embarazada, se puso a sus espaldas, continuó hablando y repentinamente tomó a la mencionada estudiante por los hombros al mismo tiempo que preguntó a todo el grupo: “Por ejemplo, su compañera X, ¿fue seducida o fue persuadida?”. El profesor desarrolló aquí, como parte de la enseñanza académica, el despliegue y la exhibición de una pedagogía de la crueldad, del señalamiento público de una condición de subordinación, que se hace patente en el cuerpo de las mujeres.

• Protestas #MeToo contra la violencia sexual en París,  2018 | Tomada de: El Confidencial

La posición de autoridad del profesor le otorga el derecho –él asume (lo ha internalizado) o da por sentado que lo tiene– de hacer alusiones directas o señalamientos ofensivos hacia una alumna, por su condición de embarazada, amparado en la dinámica normal de una clase, aludiendo a ella como ejemplo para explicar un tema de la materia que se encuentra a su cargo. Esto constituye una manera en que se pone de manifiesto el carácter patriarcal de las relaciones de poder entre profesor-estudiante, que lleva implícito una expresión de dominación y se refiere, de otro modo, al hostigamiento y al acoso sexual, que expresa de forma enfática la posición de autoridad y control que el docente puede ejercer sobre las estudiantes, no solamente de forma pública, sino como supuesto recurso pedagógico, lo que aparentemente le quitaría su connotación de acoso o de violencia, puesto que se manifiesta como una forma de impartir la clase, lo que favorece naturalizar la subordinación de las mujeres estudiantes. Estos mecanismos contribuyen no sólo a normalizar y validar las ofensas y el hostigamiento hacia las mujeres en las universidades, sino que se integran a los procesos de sistematización de la violencia contra las mujeres en las IES, conformando maneras de operar la dominación a través del habitus, y que institucionalizan, reproducen y ocultan la violencia de género en el campo educativo universitario al no ser percibida aquélla como tal.

• Una de las manifestantes en la marcha #MeToo en Hollywood (Estados Unidos), 2018 | Foto: Lucy Nicholson. Tomada de: Reuters

Las universidades han desarrollado una serie de prácticas que reproducen y refuerzan los “regímenes de género” (Connell, 2001) a partir de los cuales las mujeres son percibidas en términos de cosificación y no como personas a las que se les adjudica un capital simbólico del conocimiento en la misma dimensión que a los varones universitarios. Estas prácticas adquieren matices de institucionalidad y suelen estar ligadas a los protocolos y a las celebraciones, a las ritualidades de carácter institucional, que expresan, justamente, la imagen o la identidad de la comunidad universitaria. En las ceremonias protocolares, en las que se despliega y se hace ostentación de las jerarquías institucionales y del gran valor que se les adjudica: los coloquios, las premiaciones, las graduaciones, los homenajes, la colocación de investiduras, las inauguraciones de edificios o de actividades académicas, etcétera, en todas estas acciones hay siempre una claro acomodo, una construcción de escenario en el que se delinean, se evidencian las valoraciones y los esquemas a partir de los cuales se construyen los regímenes de género. Se trata de prácticas construidas y desarrolladas como rituales que enuncian la trascendencia de la condición de género en los escalafones institucionales. Son prácticas que definen y revelan públicamente el modo de ser de estas organizaciones y la manera en que las mujeres son consideradas en su interior. El testimonio siguiente lo ejemplifica:

Que hay algún evento y [los organizadores comentan]: “Ay, díganles a las de [la carrera de] Nutrición, ellas están bien bonitas […] para que sean edecanes”. Y eso no les gusta, no les gusta a las chavas [estudiantes] que las identifiquen así. Ponlas para que sean oradoras, ¿por qué tienen que ser las edecanes? (Entrevista a profesora, universidad confesional)

Estas prácticas, como la que señala la profesora en su testimonio de adjudicarles a las estudiantes “bonitas” el papel de edecanes en actividades protocolarias, no son entendidas por las IES desde una visión reflexiva hacia sí mismas, como organizaciones educativas, en el sentido de la normalización y la naturalización de las desigualdades y las relaciones de poder y de género que amoldan el camino para la exhibición de potencias destinadas a disciplinar a las mujeres en las IES, conforme a un mandato de masculinidad universitario corporativizado e incorporizado, puesto que se hace patente en el cuerpo de las mujeres.

Mingo (2013) se pregunta: ¿es tan complicado percatarse y aceptar que estas prácticas, desde las consideradas simples o anodinas hasta las abiertamente agresivas, violentan, lastiman, perturban, acosan, molestan, hostigan, tensionan, perjudican y vulneran la vida y acciones de las mujeres en las universidades? Ante este rechazo, esta reticencia de las IES a asumir, aceptar y reflexionar sobre las prácticas violentas contra las mujeres y a desarrollar una visión autocrítica respecto a su estructura valorativa altamente jerarquizada, y de las relaciones de poder y autoridad que se gestan en su interior, así como la profundización de las desigualdades, también cabe preguntarse, como lo hace Mingo (2013): ¿la institución, con sus mecanismos, lineamientos y formas de organización está vinculada directamente en la manera como operan y se ejecutan las prácticas violentas en su interior, aunque éstas sean asumidas como acciones individuales? El fundamento transhistórico patriarcal del mandato de masculinidad normalizado, naturalizado en las IES, constituye el factor primordial para la no aceptación y el ocultamiento de la violencia de género dentro de estas organizaciones. Develar, nombrar y señalar claramente las prácticas violentas en las universidades es un acto inaceptable, que las instituciones, dentro de sus mecanismos y discursos de lo políticamente correcto, irónicamente, consideran una agresión, una forma de difamación y una acción que las violenta como instituciones. Esto se expresa en el testimonio de una de las estudiantes entrevistadas durante el trabajo de campo:

Dejar de verlo [la violencia de género] como algo normal. Señalar todo, porque señalar no está mal, es el principio [de posibles soluciones]. Pero señalar una agresión les parece más agresivo que permitirlo. Decir: “Oye, no está bien que la toques, es su cuerpo”, ¡les parece fuerte!, más violento.

La respuesta de las mujeres universitarias ante el mandato de masculinidad y la desarticulación de la organización comunal femenina en las instituciones de educación superior

Las mujeres de las comunidades universitarias, cuando denuncian públicamente o ante instancias de las IES haber sufrido violencia, pueden llegar a experimentar un aislamiento profundo dentro de su entorno. La institución universitaria no reconoce las situaciones en las cuales están siendo violentadas. Al experimentar la violencia, las redes sociales a las que pueden o suponen que es factible acudir intramuros de las universidades son débiles, dispersas, azarosas, fortuitas, sin atribuciones de autoridad para ejercer acciones concretas. En tal sentido, estas posibles redes formadas por profesoras/es, compañeros/as, tutores/as, coordinadores/as, etcétera, no funcionan ante la estructura institucional, principalmente porque “los beneficios que los individuos pueden obtener de las redes constituyen la misma base de la solidaridad que las hace posibles” (Herrera y Agoff, 2015: 55). Las IES no conforman ni hacen prosperar la construcción de “regímenes de género” que conlleven el fomento de redes sociales para empoderar a las mujeres. Las universidades no suelen ser solidarias con los señalamientos y las experiencias de las mujeres de su propia comunidad respecto a la experimentación cotidiana de las violencias. Con frecuencia, las propias mujeres del entorno universitario exhortan a las estudiantes o profesoras que han sido víctimas de acoso para que renuncien a sus señalamientos o denuncias porque les “pueden traer más problemas”, ya que, finalmente, “al profesor no le va a pasar nada” y ellas serán “las más afectadas”, como lo expresaron las estudiantes durante el trabajo de campo.

El basamento patriarcal de las universidades, concentrado en el mandato de masculinidad, revela la configuración de mecanismos de violencia estructural que socavan los lazos de solidaridad y reciprocidad enfatizando las desigualdades, lo que repercute en una mayor vulnerabilidad de las mujeres, haciendo inútil o frágil el recurso de las redes sociales intramuros de las IES, fundamentalmente porque el campo universitario ha naturalizado y normalizado un habitus que violenta a las mujeres en la vida cotidiana de estas instituciones, trivializando el ejercicio de las “pequeñas brutalidades” diarias, o individualizando los casos de hostigamiento o acoso que son evidenciados, argumentando que se trata de prácticas aisladas, de comportamientos particulares de ciertos profesores o estudiantes. Conforme a los testimonios recabados en una universidad pública, ante casos plenamente identificados y muy conocidos de acoso sexual por parte de dos profesores investigadores –que incluyó una demanda por violación para uno de ellos– algunas estudiantes solían emitir comentarios tendientes a justificar a los profesores banalizando el daño: “Es que son profesores muy coquetos”. Esta explicación del comportamiento de los docentes tenía una connotación de reconvención hacia la estudiante denunciante: no había sabido entender y ser condescendiente ante la naturaleza de carácter de los acosadores. La disculpa tiene una orientación fundamentalmente de género: los profesores “son coquetos”, así es como expresan su masculinidad, su naturaleza como varones, por tanto, las mujeres deben aceptarlo y condescender. En este sentido, Bourdieu (2000) expresa uno de los mecanismos de operación de la violencia simbólica:

Los dominados aplican a las relaciones de dominación unas categorías construidas desde el punto de vista de los dominadores, haciéndolas aparecer de ese modo como naturales. […] las mismas mujeres aplican a cualquier realidad y, en especial, a las relaciones de poder en las que están atrapadas, unos esquemas mentales que son el producto de la asimilación de estas relaciones de poder y que se explican en las oposiciones fundadoras del orden simbólico. (Bourdieu, 2000: 49-50)

Las estudiantes víctimas de acoso y hostigamiento suelen ser señaladas de forma negativa y censuradas. Sus denuncias son vistas con escepticismo, cuando no con abierto rechazo y virulencia, tanto por las autoridades institucionales como por sus pares y la comunidad universitaria en general y, como ocurre en los casos de violencia extrema como el feminicidio, la respuesta inmediata es culpar directamente a la víctima de lo ocurrido y, al mismo tiempo, buscar elementos que atenúen o banalicen las prácticas de acoso realizadas por los profesores. Conforme a lo observado y recopilado en el trabajo de campo, llama la atención que las jóvenes estudiantes de una universidad pública, quienes han manifestado ser víctimas de acoso, durante el proceso de expresión de sus denuncias paulatinamente se “quedan solas” o se “sienten solas”, como ellas mismas señalan. Así lo expresaba una estudiante:

Sólo una amiga se quedó conmigo, me apoyó […] las demás se fueron alejando […] como que no querían tener problemas […]. Luego hacen comentarios o como que no lo toman en serio… [una amiga decía]: “Ay, yo creo que yo estoy bien fea, porque a mí no me pasan esas cosas”.

• La marcha del silencio: mujeres marcharon de luto por las víctimas de la protesta,  Chile, noviembre del 2019 | Tomada de: EFE

Esto se repite en otros casos. La denunciante es blanco de murmuraciones que provienen de sus propias redes de amistades mujeres. Hay situaciones en que la institución participa directamente en el aislamiento de quien denuncia, propiciando la formación de un bando de apoyo a los profesores que busca contrarrestar e invalidar los señalamientos. Siguiendo a Herrera y Agoff (2015), las estudiantes que denuncian difícilmente pueden apoyarse en sus redes sociales inmediatas, pues aunque éstas se encuentren conformadas mayoritariamente por mujeres, son redes patriarcalizadas tendientes a plegarse al mandato de masculinidad operante en la organización escolar. Con ello, la violencia contra las mujeres se percibe en las IES como un asunto de “minorías”, se confina al mundo de lo íntimo-privado y se le destierra de la “esfera pública” de la población universitaria. Es así como las IES responden a la misma lógica estructural, al orden político transhistórico patriarcal del Estado moderno-colonial.

Sin embargo, aproximadamente desde hace un par de años, en una de las universidades públicas donde se realizó la investigación, se han desarrollado formas de organización, grupos, colectivas, frentes de acción fundamentalmente de estudiantes mujeres que se asumen abiertamente como feministas. Algunas de estas agrupaciones han desarrollado un activismo que ha repercutido en el señalamiento y denuncia pública de las prácticas de acoso sexual desarrolladas en la Universidad, así como han evidenciado la trascendencia de las relaciones de poder que profundizan las desigualdades en la Universidad y la importancia de poner en el centro de la reflexión los regímenes de género instaurados en las IES, develando la operatividad del mandato de masculinidad como núcleo concéntrico del que derivan, y a partir del cual se explican todas las desigualdades y los otros tipos de violencias en las escuelas y en el habitus de todos los campos sociales.

Para la Universidad, estas agrupaciones y sus demandas son devaluadas e invalidadas. Se critican y denuestan –la mayoría de las veces en forma agresiva– sus modos de proceder, de visibilizarse y hacerse escuchar. La presencia y expresividad de las estudiantes y su capacidad organizativa son interpretadas negativamente. Las interpelaciones de las estudiantes, sus maneras de operar, de expresar en el ámbito público las desigualdades y violencias que ocurren intramuros de la Universidad corresponden a formas de organización comunales, de creación y reforzamiento de vínculos, de cercanía de gestión, no tienen ningún carácter institucionalizado. Se alejan de los mecanismos burocráticos, de la implementación de jerarquías, de la entronización de los escalafones y del acatamiento de órdenes superiores. Se trata de la organización comunitaria frente a la institucionalidad moderna, jerárquica, piramidal y burocratizada. La comunalidad no institucionalizada es una forma de politicidad femenina que enfrenta las prácticas violentas en las IES, como el hostigamiento y el acoso sexual. Sin embargo, las acciones que estas colectivas intentan desarrollar dentro de un campus universitario, como la implementación de actividades académicas, conferencias, talleres, conversatorios, etcétera, con temática de género, feminismo y violencia contra las mujeres, son boicoteadas por la institución, dificultando su realización. El desarrollo de estas actividades se logra por la persistencia de las estudiantes y sus maneras de sortear los impedimentos que las autoridades institucionales les imponen.

Conforme a Segato (2016) y Mendoza (2014), las formas de coordinación, de trabajo comunitario, de interacción grupal directa tienen mecanismos de politicidad femenina. Las mujeres, al ser confinadas al terreno de lo íntimo, privado, desarrollaron otros procedimientos para gestionar recursos, organizar las actividades y la vida en comunidad y también en términos individuales. Estas formas de operar se basan en la practicidad, la cercanía, la interacción directa, la comunalidad y las acciones vinculares. En contraste, la modernidad patriarcalizada instaló al varón como centro del Estado, y a partir de esto, se implementó una forma de política en el terreno de lo público trascendente, donde se institucionalizan los protocolos, se crean discursos que definen qué es lo importante y qué no lo es, con una estructura jerárquica, burocrática, apegada a la normativa discursiva masculinizada, disgregadora, vertical, de desarticulación y de minorización de la población femenina. La Universidad, como garante de la operatividad del orden político patriarcal del Estado, socava, horada y tiende a desintegrar y a desmotivar la organización comunal que no se desarrolla a partir de lineamientos institucionalizados.

A manera de colofón

La dominación patriarcal y sus formas de accionar, como de manera atinada explica Segato (2016, 2018), no son una expresión personal, individualizada, exclusiva del entorno íntimo, de carácter privado. En realidad, se trata de la internalización, de la subjetivación de un orden político patriarcal. Esto le da a las prácticas de dominación un carácter amplio, abarcador, generalizador, de expresión y refrendación en el ámbito de lo público institucional. Es un orden político de Estado, en el que se instaura la conformación de la dominación y la alta validación de las jerarquías masculinizadas que entronizan las distinciones, los escalafones, y erosionan la organización comunal gestada fuera de la supeditación institucional. Un Estado patriarcal que refrenda sus mecanismos de dominación a través de un habitus>en los campos educativos, que definirá, de manera sutil, inconsciente, mediante la violencia simbólica, la asimilación de las prácticas conducentes a la desigualdad, la marginación, la exclusión, como una forma de feminización de las comunidades o de los grupos sociales que no se alinean o que no pertenecen al estándar definido.

A partir de esta investigación se apuntan dos sentidos que conjugan la eficacia del mandato de masculinidad de las IES en su expresión del acoso sexual. Uno se refiere al ejercicio del poder, las líneas vertical y horizontal, que se ejercen sobre la víctima a la que se acosa. Es decir, el acto mismo del acoso hacia las estudiantes o docentes y su desarrollo cotidiano y consuetudinario. Otro aspecto es la manera en que las IES responden o reaccionan ante las prácticas violentas relacionadas con el acoso. En ambos sentidos operan las dos caras de la moneda de la violencia: la instrumental y la expresiva, pues las IES envían también mensajes en los que se acuña la firma de la refrendación del mandato de masculinidad, en el entendido de que sus reacciones entrañan una forma de interlocución con las víctimas y también con los victimarios. La impunidad ante los casos de acoso sexual señalados, la desarticulación de redes de apoyo entre la población femenina universitaria, la invalidación de los señalamientos y las denuncias es una forma en que las universidades sistematizan la ejecución del mandato de masculinidad; una manera en que se afianzan y entretejen los convenios, los pactos entre los integrantes del corporativo masculino de las IES. Se trata de una construcción expresiva en que se enuncia la línea horizontal de la violencia hacia las mujeres.

El “secreto a voces” de la práctica del acoso, como lo definió un estudiante en entrevista, se relaciona con una manera en que se explica la capacidad que ostentan las IES en la construcción de mensajes, en la conformación de pedagogías de la crueldad que naturalizan y trivializan las “pequeñas brutalidades” y en la sistematicidad en el ejercicio de la violencia para fundamentar y reproducir el mandato de masculinidad como garante de un orden político patriarcal. En las IES este mandato lleva a la configuración de territorios –con sus dueños–, que han naturalizado el ejercicio del poder desigual en las relaciones de género. En los pasillos, dentro de las aulas, en las oficinas o cubículos del profesorado, en los laboratorios y hasta en los baños se ejecutan una serie de prácticas que revelan las formas de operar de las jerarquías y las relaciones de poder en las cuales se territorializan las maneras en que se expresa la dueñidad (Segato, 2016), que exige el mandato de masculinidad. Dentro de las IES, los profesores y los estudiantes pueden tocar, piropear, abrazar, mirar con insistencia, ofender, burlarse o hacer sentir incómodas a las estudiantes y profesoras, de una manera que en otro entorno posiblemente no tendrían la libertad de hacerlo o donde las posibilidades de desarrollar esas prácticas podrían estar más acotadas.

Conforme al estudio realizado, las IES, en general, buscan asimilarse a sí mismas y proyectarse al resto de la comunidad externa, justamente como organizaciones corporativizadas, con una identidad determinada, con emblemas, discursos y un capital simbólico que se objetiva en entornos y espacios concretos. Esto entraña la exhibición y la alta valoración de las jerarquías y las relaciones de poder, lo que conlleva a la consolidación de las maneras estatizadas de ejercer la dominación, acendrar las desigualdades y conferir un carácter residual y minoritario a las problemáticas de las mujeres. Esto explica la instauración de un mandato de masculinidad, de un corporativo patriarcal sustentado en la potencia intelectual y sexual –y también de otras potencias–, que garantiza y sustenta la efectividad de todo un orden político patriarcal violento de sujeción y dominio que se ejecuta mediante la exhibición de la potencia, el sometimiento y el disciplinamiento de las mujeres, ejercidos conforme a los pactos de la cofradía masculina.

Otro aspecto fundamental, derivado de la indagación realizada, es el quebrantamiento de las formas de organización y de la solidaridad de las mujeres en las IES. Hay una sistematicidad en socavar las posibilidades de organización interna que desarrollan las mujeres en las universidades. La institución procura aislar a las víctimas denunciantes de acoso y dificulta la configuración de redes sociales solidarias entre mujeres, intimidándolas y denostando, invalidando o demeritando sus maneras de organizarse y sus denuncias públicas de las prácticas que las violentan.

Sin embargo, es necesario dilucidar los matices, heterogeneidades y complejidades que entrañan estas prácticas violentas. Enfatizar que el mandato de masculinidad se vive y reproduce de diferentes maneras para las distintas personas que interactúan en las universidades. Retomando a Segato (2010), los varones son las primeras víctimas de dicho mandato al doblegarse a las conminaciones para demostrar potencia y desarrollar prácticas violentas como una forma de construirse a sí mismos y ante los demás hombres. No obstante, Segato (2018) también alude a las acciones encaminadas a desmontar esta configuración patriarcal que violenta a todas las personas. Algunas de estas prácticas se gestan en una de las universidades públicas estudiadas. De manera especial, es preciso referirse a las acciones desarrolladas por las jóvenes estudiantes que se han organizado en un campus, manifestando públicamente su práctica feminista y el señalamiento de los hostigamientos y el acoso sexual en las IES. La interpelación activa y organizada de las estudiantes demanda a la institución el desmonte del mandato de masculinidad, con ello ha logrado promover y empujar transformaciones en torno a la perspectiva de la violencia de género contra las mujeres en los entornos universitarios.

Es apremiante que las IES desarrollen ejercicios críticos autorreflexivos respecto a sus maneras de operar, y a todo su ser y sentido mismos como órganos educativos en los que se detenta poder y autoridad; preguntarse cómo se están ejerciendo las coordenadas de la violencia: la vertical, con prácticas como el acoso sexual y el hostigamiento hacia las mujeres; pero también, sobre todo, encarar la línea horizontal enunciativa del mandato de masculinidad, de las interlocuciones entre varones que dan sustento y explican la base de las prácticas violentas contra las mujeres desarrolladas cotidianamente en las IES.

Notas

  1. Discrepo de la idea, según la cual, en el acoso sexual “no existe una subordinación”. En términos generales, en los actos de acoso sexual, tanto en las IES como en otras partes –el acoso callejero– hay implícitas relaciones de poder, de control y subordinación. Hay un mandato de masculinidad que exige a los varones la expresión de la potencia que son capaces de desplegar y ejercer sobre el cuerpo de las mujeres.

  2. Llama la atención percatarse de que estos actos no son privativos del área de ingeniería en la Universidad San Luis Potosí, sino que se presentan en planteles de diferentes regiones de México. Buquet et al. (2013) y Mingo (2013) señalan acciones similares en la Facultad de Ingeniería de la Universidad Autónoma de México (UNAM).

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