Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
Correo electrónico: nomadas@ucentral.edu.co
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Andrea Neira Cruz ** y Andrea Teresa Castillo Olarte***
El artículo propone el análisis de la producción de subjetividades masculinas en dos grupos armados ilegales en Colombia: las autodefensas y la guerrilla de las FARC. Las autoras consideran que el reconocimiento de las complejidades que emergen de la narración de hombres excombatientes, es una oportunidad para empezar a superar las concepciones binarias víctima/victimario y bueno/malo, y comprender cómo dichas masculinidades, en una medida importante, son expresión de lo que ha producido el aparato estatal y militar.
Palabras clave: tecnología de género, subjetividades masculinas, masculinidad fariana, masculinidad paramilitar, verdades, posacuerdo.
O artigo propõe a análise da produção de subjetividades masculinas em dois grupos armados ilegais na Colômbia: as autodefesas e a guerrilha das FARC. As autoras consideram que o reconhecimento das complexidades que emergem da narração de homens ex-combatentes é uma oportunidade para começar a superação das concepções binárias vítima/vitimário e bom/mau, e compreender como ditas masculinidades, em uma importante medida, são expressão do que tem produzido o aparato estatal e militar.
Palavras-chave: tecnologia de gênero, subjetividades masculinas, masculinidade fariana masculinidade paramilitar, verdades, pós-acordo.
The article posits an analysis of the production of male subjectivities in two illegal armed groups in Colombia: the self-defense groups and the FARC guerrillas. The authors consider that the recognition of the complexities that emerge from the ex-combatants narration is an opportunity to overcome the binary conceptions of victim / perpetrator and good / bad, and to understand how these masculinities, to a great extent, are an expression of what the state and military apparatus have produced.
Keywords: Gender Technology, Male Subjectivities, FARC Guerrilla Masculinity, Paramilitary Masculinity, Truths, Post-Agreement.
*Este artículo reúne algunos de los hallazgos de las investigaciones “Masculinidades guerreristas: subjetividades en el posconflicto” (2017) y “Masculinidades y posacuerdos: experiencias cotidianas de reincorporación” (2018), desarrolladas por el grupo Conocimientos e Identidades Culturales del Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos (Iesco) de la Universidad Central. Dichas investigaciones fueron financiadas por convocatorias de la misma institución.
Agradecemos la lectura cuidadosa y los aportes realizados por los pares evaluadores.
**Coordinadora académica de la Maestría en Investigación en Problemas Sociales Contemporáneos de la Universidad Central, Bogotá (Colombia); profesora e investigadora de la misma institución. Magíster en Estudios Feministas y de Género; Trabajadora Social. Investigadora principal. Correos: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla. , Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
***Profesora de la Escuela de Cuidado y Trabajo Social de la Universidad Central, Bogotá (Colombia). Magíster en Investigación en Problemas Sociales Contemporáneos; Trabajadora Social. Coinvestigadora. Correo: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Verdades en plural no es solamente una referencia a las voces diversas que convergen en un gran relato sobre el conflicto armado en Colombia; es la posibilidad de seguir trayectorias singulares que, desde el análisis de la particularidad, nos aportan pistas para comprender los modos en que la guerra ha producido a los sujetos y sus narraciones. ¿Somos capaces de una verdad, no en mayúscula?, ¿somos capaces de multiplicidad de verdades, llenas de matices, contrastes, contradicciones y ambigüedades propias de las experiencias vividas en el marco de una guerra prolongada, cruel y desgarradora?
El asunto de la verdad va más allá de la disponibilidad y la exposición a una determinada cantidad de información. Constituye la oportunidad de liberarnos de una especie de juego de espejos en el que se refleja de una única forma la realidad, y por esta vía se produce una conciencia histórica que totaliza los hechos y homogeniza a las víctimas. A modo de caleidoscopio, como espejos-reflejos móviles que permite ver yuxtaposiciones y distancias de un mismo asunto, apelamos a la verdad en plural: aquellas verdades que permiten la apertura a la complejidad del pasado y que no se reducen a una confrontación binaria entre verdugos y víctimas (Traverso, 2019).
Pluralizar las verdades alrededor del conflicto armado no es una tarea sencilla, al contrario, implica reconocer los binarismos a partir de los cuales se han solidificado los relatos, como, por ejemplo, los discursos nacionalistas que justifican una maquinaria armamentista, bélica, y con ello la producción de sujetos militarizados, cuyas subjetividades, seducidas por una especie de relato épico y antisubversivo, son narradas como heroicas: “los buenos”, abanderados de la defensa de la patria y el orden nacional. En contraste, se encuentran aquellos sujetos disidentes del orden moral establecido, sobre quienes recae la “hipervigilancia” correctiva que alimenta el ánimo combativo y la necesidad de impartir castigo como una forma de reivindicar el carácter justiciero del aparato estatal.
A contrapelo, creemos en la posibilidad de construir un correlato de nuestra historia en el que se interrumpa el sentido común que privilegia los antagonismos y la esencialización de los sujetos en relación con un orden moral e ideológico. Lo pensamos como un esfuerzo por complejizar e interpretar de otro modo nuestras realidades, no con el propósito de diluir responsabilidades, habilitar impunidades o proponer indulgencias, sino más bien como un aporte para una superación crítica y consecuente con
nuestra historia.
Apelamos a los relatos de hombres concretos1 que tuvieron participación en el conflicto armado, a fin de reconocer las trayectorias vitales2 que en intersección con las realidades específicas se entretejen y perfilan verdades situadas, las cuales amplían aquellas verdades jurídicas e históricas3 que han estado centradas en los hechos-hitos del conflicto armado, antes que en las producciones subjetivas. Asumimos que desde los entramados de lo subjetivo, se configuran verdades incomodas pero necesarias, que como ensamble de experiencias relatadas, entre lo sensible y lo atroz, la palabra y los silencios, permiten una traducción de lo íntimo (Lindón, 1999: 299) y por esta vía una lectura distinta de quien narra y de la realidad narrada.
Nuestro punto de partida no es la ausencia de verdades. Por el contrario, reconocemos como lo plantea el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) que hablar de verdad sobre el conflicto armado en Colombia es referirse “a una verdad sabida” (CNMH, 2012a: 679), constituida con base en mecanismos que han permitido la emergencia de relatos y la multiplicidad de voces respecto al conflicto armado en nuestro país4. Consideramos que el asunto no es la falta de información, sino cómo esta ha sido dispuesta y los modos en que refuerza la brecha entre la diversidad de actores involucrados en el conflicto armado.
Tampoco partimos de la idea de que las verdades singulares deban insertarse o confluir en una versión total e institucional del conflicto armado. Asumimos, en contraste, la idea de la verdad caleidoscópica, aquella que es construida a partir de fragmentos diversos que no devienen en una totalidad:
El caleidoscopio gira de un lado al otro. Los fragmentos no se consolidan. Nada sucede. La imagen completa es imposible y la sensación de totalidad es un juego de espejos. La verdad es incompleta. La idea de que haya algo completo es una abstracción. (CNMH, 2012b: 58)
Estudiar las masculinidades en el conflicto armado y las formas en las cuales, dentro de los grupos armados, se producen modos particulares de ser hombre, recurriendo a los relatos de los actores armados, constituye la posibilidad de pluralizar las verdades que configuran una especie de zona gris5 (Levi, 1986), un espacio negro-blanco donde coexisten complejas relaciones de poder y la barbaridad y la deshumanización superan los límites establecidos entre la postura dicotómica víctima/victimario. Dicha zona puede ser considerada un espacio de encuentro, en el que “unos y otros” coinciden en el dolor, el despojo, la marginalidad y el olvido producto de la matriz bélica y las economías de guerra, a las cuales conviene la producción discursiva y material de sujetos en oposición.
Proponemos entonces la zona gris como el intersticio entre la dupla víctima/victimario, un espacio para explorar las realidades particulares, las experiencias, las narraciones, e incluso los silencios, como una oportunidad para transitar hacia un correlato distinto del conflicto armado y la guerra. Lejos de proponer grandes generalizaciones que producen lecturas homogéneas de los sujetos y sus realidades, apelamos a los detalles, devenires y singularidades en la construcción de las subjetividades masculinas de excombatientes y los contrastes y tensiones en dos grupos armados al margen de la ley: paramilitares y guerrilla de las FARC, que interrumpan las perspectivas binarias y moralizantes de buenos y malos. Esto, porque consideramos que buena parte de la producción de la guerra en Colombia también es discursiva, y con ello también de sujetos.
En este horizonte analítico consideramos que la producción de subjetividades masculinas en los grupos armados se enmarca en un conjunto de procedimientos histórico-culturales de lo que De Lauretis (2004) denominó tecnología de género6 y que operan de manera diferenciada en los dos grupos armados analizados.
Así, pese a que los sujetos entrevistados comparten condiciones objetivas (Castellanos, 2011) como la pobreza, el gusto por las armas, pocas oportunidades laborales, incluso el paso por el servicio militar obligatorio, es posible afirmar que existen matices y diferencias en las masculinidades de hombres de las FARC y los de las AUC, que pasan por el lugar de procedencia –bien sea este rural o urbano–, el rango o la jerarquía en las filas, la formación y la militancia política previa, el acceso a la educación superior (estos dos últimos en el caso de las FARC), o por características generacionales propias de hombres que fueron llegando a lo largo de los años de existencia de cada uno de los grupos. Aun así, una vez ingresan al grupo se configuran o exacerban de manera diferenciada algunos rasgos masculinos, que son producidos por las dinámicas y las características propias de cada grupo.
En la primera parte del artículo damos cuenta de cómo en el paramilitarismo se desplegó, mediante la construcción de unas masculinidades deseables, atributos como el prestigio, el estatus y la productividad, así como la solidificación de un imaginario paramilitar asociado a la corrección moral de los sujetos feminizados, misógino, homofóbico y androcéntrico, mediante la pedagogía de la crueldad. En un segundo momento, esbozamos la construcción de la subjetividad masculina fariana, centrada en la ideología política de izquierda y afín a una subjetividad singular en referencia con la madurez como distinción del grueso de la población, con una apuesta por la transformación política y económica asociada a la toma del poder estatal, en principio no centrada en una ideología misógina, pero sí homofóbica y heterosexista.
Finalmente, planteamos algunas notas de cierre que nos permiten visibilizar la importancia de las teorías de género y los estudios sobre las masculinidades, no solo en el análisis y las comprensiones de nuestra historia, sino también en el reconocimiento de las oportunidades y las apuestas en los tiempos que vivimos.
La hombría se le da allá [en el grupo paramilitar], usted es un hombre y entonces si tengo que matar a mi mamá, la mato.
(Entrevista, exparamilitar, 2017)
Las constantes referencias de los hombres exparamilitares entrevistados a personajes como Ernesto Báez, Jorge 40, Ramón Isaza o Macaco, y la admiración mostrada por ellos, se hacían notar en sus relatos; se comentaban sus hazañas junto a ellos y eran narrados como hombres respetables, no solo por su prestigio en las regiones, sino por su labor en nombre del rescate del país de manos de la insurgencia. En una conversación con un exparamilitar sobre su ingreso a la universidad, posteriormente a la desmovilización, este comentó que su inclinación por el estudio de las leyes y su pasión por el derecho la había “heredado” de Ernesto Báez: “siempre quise ser abogado como él”. El conjunto de atributos asociados a sus “jefes” hace parte de sus aspiraciones identitarias (Núñez y Espinoza, 2017), que constituían los anhelos de masculinidad a modo de referencia en el paramilitarismo.
Los relatos heroicos que aparecen con recurrencia en los hombres paramilitares están estrechamente relacionados con los orígenes de este grupo y la asociación al discurso de la defensa y la seguridad de los territorios, legitimando la conformación y el despliegue del terror paramilitar como un asunto necesario, al cual los hombres deben sumarse para garantizar la extensión de un orden moralmente superior. Una de las interpretaciones alrededor de los orígenes del paramilitarismo refiere cómo en las distintas producciones verbales de las AUC estas se presentan como una organización conformada por esposos, padres, empresarios y vecinos de las regiones que tuvieron que comenzar a defenderse de los excesos de la guerrilla (Bolívar, 2005: 54).
En ese sentido, los grupos paramilitares son una conformación elitista (Bolívar, 2005), en referencia no solo a la posición socioeconómica de los hombres fundantes, sino también al lugar destacado que se autoasignaban para el país. La representación desde una doble condición, héroes y víctimas, actuaba como justificación de la existencia del grupo y configuró un andamiaje discursivo en el que se resaltaba un conjunto de rasgos de masculinidad deseable: la defensa de los territorios, la protección de las familias y la propiedad privada, el sacrificio y la entrega por un proyecto nacional, además de otros atributos asociados a una masculinidad hegemónica cuyas características fundamentales pasan por ser proveedor, trabajador, racional, emocionalmente controlado, heterosexual activo, fuerte y blanco, con dominio sobre otros hombres. Rasgos que son preformados, entre otros propósitos, con el ánimo de subordinar a otras masculinidades, a las que se infantiliza, disminuye o feminiza (CNMH, 2017: 237).
Uno de los exparamilitares relató cómo en el año 2002 ingresó por primera vez a las AUC. Para referirse a ese momento de su vida, utilizó la expresión “se me dio fácil irme”, e hizo referencia al desempleo, la economía del país y los aprendizajes ganados en la instrucción militar como sus motivaciones. La asociación del grupo ilegal con una empresa y de la guerra con un trabajo representaron, para muchos hombres, lo más cercano a un trabajo “formal”. La falta de opciones laborales por fuera de la vida militar, sumada al entrenamiento y el manejo de armas, constituyen asuntos determinantes en el ingreso al grupo armado.
• Pareja de combatientes de las FARC en la selva. (Colombia), 2016 | Foto: Federico Ríos Escobar
Las narraciones de los hombres exparamilitares en torno a la empleabilidad en la guerra como su opción dan cuenta de la configuración del grupo armado como tecnología de género, en dos escenarios: el anclaje de su ejercicio bélico a un proyecto vital que permite el despliegue de los atributos deseables de la masculinidad, como ya lo evidenciamos:
Después de la desmovilización me fui para la casa de mi familia, con ganas de trabajar, aunque no me gustaba mucho el trabajo en agricultura. El aspecto económico era lo que menos me gustaba. Uno trabajando de 5:00 de la mañana, a veces hasta las 9:00 o 10:00 de la noche por veinte mil pesos […] eso a nadie le sirve. Esa forma laboral no me gustaba porque me había adaptado a otro estilo de vida. (Entrevista, exparamilitar, 2018)
El ofrecimiento de un salario “estable” y la semejanza del grupo paramilitar con una empresa, sumados a las dificultades experimentadas para establecer un proyecto vital alrededor del trabajo y el retorno a la ilegalidad de muchos hombres luego de los procesos de reinserción, evidencian una continuidad en la búsqueda de escenarios donde se despliegan los capitales acumulados y los encargos de masculinidad asociados a la proveeduría.
Por otra parte, la consolidación de la subjetividad masculina desde el determinismo sexogenérico tiene como ejes vertebradores la homofobia (Núñez y Espinoza, 2017) y la norma heterocentrada (CNMH, 2015), asunto que en el paramilitarismo se materializa mediante la disposición de un orden discursivo y la corrección moral de sujetos feminizados o la aniquilación de las sexualidades y corporalidades disidentes:
Yo trabajaba en la minería. Extrañamente yo uso aretes y tuve muchos inconvenientes por eso. Entonces me decían: “Ahora es marica y se cree muy hombre”. Un arete a mí no me hace más hombre que nadie. También tenía el pelito larguito porque esa era la moda: ser el Chayán, el “mata nena”. (Entrevista, exparamilitar, 2017)
En varios relatos de hombres pertenecientes a grupos paramilitares aparece la narración de “campañas” o “jornadas” en los territorios, donde la orden era la represión, por distintos mecanismos, a “hombres afeminados”; incluso solo con el criterio del encargado de llevar a cabo “la campaña”, es decir, por “apariencia” o por “sospecha”. Lo anterior da cuenta de cómo la guerra ha formado una llave con el sistema sexo-género tradicional de la sociedad colombiana, contribuyendo a formar subjetividades masculinas militarizadas y subjetividades femeninas (o asociadas a lo femenino) cosificadas e interiorizadas, las cuales componen dos polos de la distribución de poderes (CNMH, 2017: 233) en los que la heterosexualidad se reivindica como obligatoria, natural o parte de una esencia varonil:
En el Noreste Antioqueño, había mucho marica. Ser lesbiana o marica en las autodefensas es el Armagedón. Si íbamos a una comunidad y había un marica, un pelilargo, un marihuanero, había que desaparecerlo. Hasta por sospecha: éste está como raro, tiene cara de marica y pum, el tiro. (Entrevista, exparamilitar, 2017)
En este sentido, la masculinidad se constituye a partir de un sistema de diferencias simbólicas (Connell, 2015) que permiten el contraste entre las asignaciones de espacios y niveles de prestigio. Dichas asignaciones hicieron parte de los “componentes formativos” sobre las diferencias de género, empleados en la instrucción paramilitar y cuyo propósito fue solidificar una masculinidad militarizada mediante un orden de género en el que las mujeres y los sujetos feminizados eran asumidos como sujetos sexualizados, inferiores y apropiables (CNMH, 2017: 239).
• Guerrillera de las FARC descansando en su campamento. (Colombia) 2016 | Foto: Federico Ríos Escobar
En el grupo armado la homofobia y los discursos heteronormativos inculcados como parte del imaginario del hombre paramilitar, aparecen como fundamento de una masculinidad cuyo despliegue “natural” de hombría se cimienta a partir del rechazo y la aniquilación de la diferencia, basados en un ordenamiento normativo que establece además la heterosexualidad como una determinación biológica de los seres humanos y con ello asegura el derecho masculino al acceso físico, económico y emocional sobre las mujeres (CNMH, 2015: 23).
La relación entre el conflicto armado y las violencias heteronormativas también está marcada por la apropiación del espacio y los territorios y por esta la vía la “dueñidad” (Segato, 2019) de las mujeres que habitan dichos espacios. Así entonces, lo que aparece en los relatos de hombres exparamilitares presumiendo su “éxito” y prestigio con las mujeres no parece ser un asunto de corresponsabilidad, sino la materialidad de un simbolismo de género, donde el poder, la victoria, el honor y la conquista se asocian a la masculinidad que ratifica la trilogía del prestigio hombre-masculinidad-heterosexualidad, sustentada en el ideal dominante de masculinidad coherente, autónoma, capaz de dominar, penetrar, abarcar (Núñez, 1999: 57).
En una de las experiencias de trabajo de campo, un hombre exparamilitar recreó una escena que hacía parte del proceso de instrucción una vez ingresaban al grupo armado y que en su criterio representa la mayor crueldad: los cánticos que acompañan el entrenamiento físico, como él lo llamaba “el lavado de cerebro”, el perfilamiento del enemigo y la superioridad moral como mecanismo fundante de la disposición paramilitar:
Yo quiero bañarme en una piscina, llenita de sangre, sangre subversiva. Soica, soica, el vampiro negro, nunca tuve madre, nunca la tendré, la última que tuve anoche la pique. (Entrevista, exparamilitar, 2017)
• Guerrillera de las FARC cargando a su hijo. (Colombia) 2016 | Foto: Federico Ríos Escobar
El entrenamiento físico y emocional, así como la instrucción desde un orden moral superior, no se trataban solamente de una especie de rituales de paso o de reafirmación de la masculinidad, donde de manera ilusoria se debía “matar a la madre” como máxima representación de crueldad, sino que hacían parte de un conjunto de estrategias que representan lo que Segato denominó el “espectáculo de la crueldad”, desde el cual se configuran mecanismos que aniquilan toda forma de sensibilidad y empatía hacia el otro, que “no es otra cosa que la propia capacidad de muerte y la insensibilidad extrema frente al sufrimiento; es decir, un trazo cultivado con esmero […] que transforma a los hombres en guerreros tribales o en soldados modernos” (2013: 55).
En la instrucción paramilitar es posible identificar los modos en que la pedagogía de la crueldad se despliega empleando mecanismos “rápidos y útiles”, mediante el acto de ejercer poder y violencia. Así, el militarismo y la exaltación de los valores bélicos, como el poder de matar, controlar a otros, detentar autoridad y poder de intimidación (CNMH, 2017: 234) permitieron la instalación del terror en los territorios con el argumento de la posesión y el dominio de estos, lo que justificó la devastación de los cuerpos y la crueldad aplicada. De este modo, se configuraron subjetividades masculinas caracterizadas por una baja capacidad de establecer vínculos empáticos que legitimaba el espectáculo del sufrimiento humano:
Empiezan a bajar cuerpos desmembrados por el río Porce, en Medellín y la gente decía: uy no, ¡mire, esos son los paracos!, no tiene sentido que una persona desmembre a otro así. (Entrevista, exparamilitar, 2017)
La anulación de la empatía mediante un conjunto de discursos y prácticas de la crueldad incluyó también una especie de “tratamiento” de los cuerpos aniquilables. El desmembramiento y la exhibición de cuerpos, que pueden leerse como una forma de imponer una disposición, de exponer el triunfo y el coraje como atributos de virilidad, constituyen una especie de dinámicas coreográficas en relación con los movimientos, las corporalidades, las temporalidades y las geografías que configuran modos de producción para la eliminación, los cuales permiten gestionar, gobernar, controlar y orientar la crueldad (Parrini, 2016: 54) como forma de performar el deseo, la violencia y la celebración bélica de la nación.
Con respecto a lo mencionado en el acápite precedente, es posible afirmar que en el interior de los grupos paramilitares se ha producido una especie de necroemprendimientos (Valencia, 2010) que se desplegaron mediante estrategias de tratamiento de los cuerpos (en sus usos predatorios), como mecanismo para aniquilar la empatía y perfilar un tipo de subjetividad particular: sujetos endriagos, aquellos que performan el monstruo y por cuya condición bestial pertenecen a los otros, a lo no aceptable, al enemigo. Sujetos ultraviolentos que han reconfigurado el concepto del trabajo por medio de agenciamientos perversos, los cuales se afianzan en la comercialización de la muerte, esto es, el uso de la violencia como herramienta de empoderamiento y adquisición de capital (Valencia, 2010: 90).
Los cánticos, el tratamiento de los cuerpos en la guerra y el entrenamiento físico como parte del despliegue de la pedagogía de la crueldad produjeron en los hombres exparamilitares una especie de endurecimiento emocional, la entereza necesaria para afrontar las experiencias límites propias de la guerra, como aparece en uno de los relatos: “En la guerra lo normal es la muerte”. Esta coexistencia constante con la muerte requiere un “tratamiento” de las emociones que se vale del estoicismo y perfila a un hombre firme, pero al tiempo sereno, inquebrantable, con la suficiente claridad a la hora de tomar decisiones de las que depende la vida propia o la ajena.
Una de las características del paramilitarismo, en cuanto tecnología de género, es su carácter androcéntrico: la universalización y validación de lo masculino, así como su performatividad en la guerra, lo que no significa la exclusión de la mujer y lo femenino de sus lógicas de funcionamiento. Al contrario, la tecnología también produce a las mujeres y les asigna un lugar determinante en la proyección de un hombre heterosexual y dominante. Las mujeres se constituyen en una especie de testigo cuya labor es proveer de veracidad el proyecto identitario masculino (Núñez y Espinoza, 2017): “A mí me decían el Chayan y tuve sin exagerar como doscientas mujeres” (Entrevista, exparamilitar, 2017).
La figura del Chayan como la representación de una masculinidad deseable, no cobraría el mismo sentido si no fuera “reforzada” ante las mujeres y los espacios de sociabilidad masculina mediante la exacerbación de un conjunto de características estereotipadas que dan cuenta de una masculinidad dominante y que parece operar como una fórmula matemática: la suma de mujeres aprobando el proyecto masculino-paramilitar representa el grado de adherencia de los hombres a las disposiciones masculinas esperadas por el grupo. De este modo, son evidentes las formas en que la subjetividad de las mujeres en el conflicto armado se ha construido en relación con la subjetividad masculina militarizada, en las que algunas mujeres han sido forzadas o seducidas por los actores armados a incrementar su poder viril y servir como espejos que confirman la imagen aumentada del hombre armado (CNMH, 2017: 242).
La “conquista” de los territorios, en la lógica paramilitar, significó también la conquista de las mujeres. En lugares de nuestro país donde el imaginario paramilitar caló en las cotidianidades y los modos de vida de sus habitantes, las mujeres constituían un activo más del grupo, y su posesión y exhibición permitía reafirmar el discurso que sustenta una masculinidad hegemónica asociada al prestigio y el reconocimiento del poder sobre otros:
Yo había escuchado comentarios de que allá [Florencia] las mujeres son muy bonitas y les gustaba el uniforme, y es verdad, las mujeres más bonitas que yo he visto en la vida están en el Caquetá y además son colaboradoras. Es decir, no hay que hacer tanto esfuerzo para andar con ellas, pues para ellas era un privilegio ser novias de un miembro de las autodefensas. (Entrevista, exparamilitar, 2017)
• Grafiti "Girl and Soldier", Belén (Palestina), 2007 | Artista: Banksy. Tomada de: Neoteo
En algunos relatos, el grupo paramilitar parece ser el dispositivo que provee de un conjunto de atributos masculinos “deseables” para las mujeres. Se presume de la “persecución” por parte, no de una, sino de varias mujeres. En su propio lenguaje, las relaciones con las mujeres han sido codificadas: “la 30” es un código usado para referirse a la “novia” o a otro tipo de mujeres con las que se establecen relaciones espontáneas, en tanto que “la 30-30” hace referencia a “la mujer”, es decir, refiere una relación (sin ser el mejor calificativo) “seria”. Según los relatos, dichos códigos fueron necesarios para poder distinguir el “estatus” entre la cantidad de mujeres que visitaban los lugares de concentración de los paramilitares:
Tímbrele a Serpiente [su alias] que aquí llego la mujer, la 30 suya, 30 es novia y 30-30 es mujer. Oiga que llegó la 30, que siga, pero ¿cuál de las 30? Que fulana de tal y la gente ya me cogió rabia porque cada veinte minutos aquí llegó una 30. Era el chacho, además yo manejaba la plata allá. (Entrevista, exparamilitar, 2017)
Lo anterior parece configurar una especie de andamiaje discursivo en el que los hombres paramilitares son puestos a sí mismos como hombres admirables y, por tanto, deseables para las mujeres. En sus relatos refieren no tener que hacer mayores “esfuerzos” para poder establecer algún tipo de relación sexo-afectiva. Por el contrario, parecen desplazar “la responsabilidad” hacia las mujeres. Sin embargo, este no es un asunto menor y no se trata solamente de alardear o presumir de ser perseguidos por las mujeres, sino que tiene que ver con la construcción de un orden discursivo que legitima la cosificación de las mujeres, al tiempo que justifica y resta valor a los actos abusivos y violentos, por ejemplo, cometidos contra las mujeres menores de edad en muchos lugares de Colombia:
Ella [mi novia] tenía trece años. Alguien me dijo usted es un violador. Le dije: no. Primero yo no la obligué y segundo Caquetá es una región diferente, las mujeres con diez, once, doce años, ya tienen hijos. (Entrevista, exparamilitar, 2018)
Los argumentos que “justifican” las acciones del entrevistado y que parecen operar como indulgencias, tienen que ver con asuntos denominados por él como “culturales” en relación con el desarrollo biológico de las mujeres y sus deseos. Por ejemplo, la maternidad a una corta edad. Sin embargo, estos acontecimientos se configuran como violencias sistemáticas, normalizadas y practicadas sin ninguna restricción en varias zonas del país y por medio de diferentes estrategias que dejan en evidencia los modos en que las relaciones de coerción sexual vía “enamoramientos” establecidas por los actores armados con las niñas, las jóvenes y las mujeres reflejan la normalización social de una práctica de violencia sexual influida por un contexto de coerción, control y dominio territorial bélico que se ha disfrazado de romance (CNMH, 2017: 248).
En el interior de los grupos paramilitares, por su parte, las mujeres eran consideradas “un estorbo”. En los relatos de estos hombres, las mujeres son reducidas a una esencia que las sitúa como débiles, flojas para las exigencias del combate, malas para el manejo de armas. Sin embargo, las consideraban “útiles” para otras labores como la inteligencia, donde podían hacer uso de sus atributos físicos y “poder de seducción” como estrategia de guerra: “[En entrenamiento] las mujeres decían ay que yo tengo el periodo, cual periodo ni que hijueputa, ¿usted a qué vino? […] Por eso digo que las mujeres, donde yo estuve no sé, no nos servían para nada” (Entrevista, exparamilitar, 2017).
En la producción subjetiva de los hombres paramilitares, las mujeres desempeñaron un papel determinante, tanto las pocas que según referencias hicieron parte de las filas, como aquellas cercanas al grupo, con la finalidad de proveer autenticidad a una masculinidad estable, coherente y libre de fisuras (Núñez y Espinoza, 2017). Para tal fin, se acudía a la homofobia y la misoginia, a fin de solidificar una subjetividad androcéntrica, despreciativa y descalificadora de la mujer y del espectro de lo femenino.
En este apartado argumentaremos que la subjetividad del guerrillero de las FARC se produjo por medio de diferentes estrategias: 1) la “ejemplarización” de una masculinidad insurgente asociada a unos iconos o ídolos varones; 2) el disciplinamiento y la militarización de los cuerpos; 3) la formación ideológica de la lucha de clases y la revolución como sinónimo de madurez; y 4) la homofobia y la heterosexualidad como componentes vertebradores de la construcción de la subjetividad masculina fariana.
De este modo, la insurgencia capitaliza ciertas inconformidades de clase, pero también diferentes capitales de los hombres que llegan a sus filas: capacidad de trabajo, fuerza y resistencia propia de las labores del campo, capital guerrero de los hombres formados por el Estado, gusto por las armas de algunos de ellos y capital ideológico de izquierda de los partidos políticos. Una vez se ingresa al grupo, se termina de modelar discursivamente al revolucionario y materialmente al guerrero.
De acuerdo con Connell (2015), la producción de las masculinidades ejemplares hace parte de la política de la masculinidad hegemónica, sin embargo, estas masculinidades ejemplares no son fijas. En lo observado en el trabajo de campo, se hizo evidente la configuración de unas masculinidades que se erigieron como ejemplares y que produjeron unas representaciones sobre lo que era ser guerrillero en las filas de las FARC, que produjeron a su manera una hegemonía particular del deber ser guerrillero fariano; se necesitaba una imagen aglutinante, un ideal de guerrillero. En ese sentido, consideramos que las masculinidades que se instituyeron como ejemplares fueron claves para la representación y autorrepresentación de la masculinidad fariana.
Todos los exguerrilleros entrevistados aludieron en algún momento a los legendarios guerrilleros de las FARC, que siguen siendo la inspiración de los hombres y las mujeres insurgentes y configuran simbólicamente la idea de padres de lucha. Estos guerrilleros legendarios son recordados y admirados no precisamente por ser guerreristas, ni por infundir un ideal de guerra. Así lo plantea Rodrigo Londoño (Timochenko), recordando a Manuel Marulanda:
Marulanda no era un hombre que le inculcara a uno mucho eso de ser guerrero, de pelear, del combate, no […] no era un hombre que estuviera pensando que […] hay que salir a pelear, que la guerra, no. (Rojas, 2017: 84)
Marulanda fue un hombre que encarnó la dignidad y la resistencia del pueblo. (Rojas, 2017: 134)
Llamaron nuestra atención en campo, las frases y los rostros pintados en los espacios territoriales de capacitación y reincorporación (ETCR) y las canciones revolucionarias de fondo que amenizaban las fiestas o que se bailaban en las hoy asociaciones artísticas de los exguerrilleros. Así, la música revolucionaria que escuchamos casi siempre estaba dedicada a sus ídolos, sus comandantes, a quienes se les adjudica personalidades sensibles, amistosas, con “amor verdadero, dispuesto a darlo todo”. En sus letras se distancian de otras masculinidades, por ejemplo, de la masculinidad del soldado, en expresiones como “La moral del guerrillero no la tiene el soldado, quién pelea por dinero” (Entrevista, exguerrillero, 2018).
• Abdul Aziz sosteniendo una fotografía de su hermano Mula Abdul Hakim, villa de refugiados afganos,
Khairabad (Norte de Pakistán), 1997 | Foto: Fazal Sheikh
Esta idea de representar al guerrillero como un hombre capaz de combatir en la guerra, temerario, pero al mismo tiempo “dispuesto a darlo todo”, parece combinar aspectos de lo que culturalmente ha sido asociado a lo masculino (la fuerza y el combate), pero también a lo femenino (el amor y la entrega). Esta narrativa logró seducir a hombres y mujeres que fueron configurando, pese a sus heterogeneidades, un sujeto fariano, incluso desdibujando algunas de las marcadas diferencias de género.
Sabemos que esta es la punta del iceberg de asuntos más heterogéneos y contradictorios, pero este relato de masculinidad ejemplar que aparece con frecuencia, no se asocia con una razón centrada en la eficiencia de los medios (las armas), sino más bien en los fines últimos, que se presentan como altruistas.
Las narrativas de los excombatientes dejan entrever las complejidades de sus subjetividades y de los discursos que las producían e interrumpen la idea desarrollada por Theidon de los guerrilleros “intocables” (2009: 20).En otro relato, Timochenko reafirma la ambivalencia: por un lado, muestra cómo se performaba el hacer del guerrillero: “al adversario había que hacerle sentir que no podría salir bien librado”, evidenciando la temeridad, la dureza de la guerra y el carácter fuerte de la masculinidad. Pero, por otro lado, se supone que estaba instalada la idea de que “en combate hay que tratar de que haya el menor número de muertos del lado del adversario, que ojalá se logre que se rindan” (Rojas, 2017: 108).
Si Marulanda se representa como el luchador de los intereses de los campesinos y un hombre con alta capacidad militar, de Jacobo Arenas se destaca su conocimiento del marxismo: “[él] le ponía especial énfasis a la formación política de los combatientes” (Rojas, 2017: 146). De Arenas recuerdan su legendaria frase que es repetida como mantra por todos nuestros entrevistados: “primero se arma a la cabeza y después las manos” (Entrevista, exguerrillero, 2017).
La apelación a los líderes, a su filosofía y apuesta política, trabaja en sus discursos como manera de mitigar una idea de masculinidad militarizada, instalada en el grueso de la sociedad colombiana. Expresiones como “yo siempre he repetido lo que le escuché a Marulanda”, “Marulanda siempre nos dijo”, evidencian esa imagen de masculinidad ejemplar (Connell, 2015) anclada a los líderes y que se presenta como un discurso altruista y humano, antes que militarizado.
Sin embargo, esta masculinidad ejemplar, que se constituyó como fundamental para ayudar a proyectar una identidad del guerrillero en las filas de las FARC, que tuvo una función simbólica (Hall, 2014), en este momento resulta crucial para proyectar una imagen que contrarreste lo que por largos años se sedimentó en el imaginario nacional, esto es, la idea de que los guerrilleros eran los hombres que estaban en contra de la nación, que eran el enemigo interno por antonomasia. Pese a ello, encontramos que estas masculinidades se muestran como la norma representativa de un proyecto, como buenos hombres, superiores moralmente, justificatorias de un proyecto político armado y como salvadores de la nación.
Para comprender las masculinidades farianas es importante entender las diferentes estructuras en el interior del grupo armado. Parte de la estructura la componían las milicias urbanas y quienes estuvieron en la selva. La mayoría de los “clandestinos” o milicianos urbanos que posteriormente se unieron a la guerrilla, fueron jóvenes urbanos con diferentes niveles de formación y militancia política; casi todos estudiantes universitarios, que al ingreso a la guerrilla tuvieron que introducirse a la formación militar y a todo un proceso de articulación con la propuesta armada. Por su parte, quienes venían de sectores rurales, también recibían formación militar e ideológica, pero estos últimos contaban con otro capital corporal propio de la vida en la selva: largas caminatas, abrirse camino en la montaña, pasar los obstáculos de ríos, trochas, asumir la carga de las remesas, entre otros. Algunos, tanto rurales como urbanos compartían algún nivel de instrucción militar porque habían pasado por el ejército y allí habían adquirido capitales guerreros:
La vida allá me pareció durísima, porque cuando uno es de ciudad, la vida de campo es súper adversa; hasta lo más mínimo, los zancudos es una cosa que uno no soporta, el calor… ¡era impresionante!; o sea fue muy difícil. Uno de ciudad es torpe para caminar en la montaña. (Entrevista, exguerrillero, 2018)
Los clandestinos mencionan lo duro e incluso aterrador que eran las largas jornadas de caminata, la dificultad que significaba abrir camino y las habilidades con las que contaban los guerrilleros y las guerrilleras originarios del campo, que en ocasiones tenían mayores habilidades y conocimientos que los varones urbanos:
El cuerpo adquiere, digamos, un tipo de resistencia muscular para subir montañas, filos, banquetas, pero no es un cuerpo que resista todo, ni tampoco ese tipo de imagen que muestran en las fuerzas militares: “los hombres de acero” No, nosotros también sentimos cansancio. (Entrevista, exguerrillero, 2017)
Con los relatos anteriores parece ponerse en evidencia la precariedad propia de la identidad sexogenérica, como incoherente y contradictoria:
un proceso inacabado de encarnar, desplegar, hacer creer y creerse que se posee de una vez y para siempre, eso que la ideología dominante establece en la sociedad y dentro del sujeto como una exigencia ontológica fundamental: ser hombre, un hombre de verdad. (Núñez, 2017: 106)
Aunque no hay duda del disciplinamiento de los cuerpos, los relatos que aparecen están en contraposición con un proyecto de masculinidad que no se resquebraja y es coherente. Al contrario, las narraciones hablan de la humanidad y de la precariedad de los cuerpos, al mismo tiempo que muestran cómo este otro ejemplar de masculinidad del hombre de acero es una ficción casi inalcanzable.
• Militantes del Ejército de Liberación del Pueblo Sudanés sentados junto a su camión mientras es reparado.
Darfur (Sudan), 2004 Foto: Lynsey Addario
Algunos exguerrilleros nos hablaron de marcadas distinciones entre ellos. Por ejemplo, aunque hoy todos se identifiquen indistintamente como exguerrilleros, para algunos, el guerrillero “real” es quién tuvo experiencia en combate y vivió en la selva, distinguible del urbano e incluso de quienes ejercieron trabajo político y organizativo en las zonas rurales. Desde su perspectiva, esto constituye una diferencia nodal, no solo en la incorporación de habilidades corporales, sino también en sus propias subjetividades. Esta distinción, que fue comentada por un exguerrillero que inició su militancia en el Partido Comunista, luego fue miliciano en Bogotá y finalmente decidió irse a la selva, parece ser de marcada relevancia para él. Con orgullo plantea el hecho que estos hombres son más fuertes físicamente y más disciplinados en sus formas de actuar.
Si bien el disciplinamiento de los cuerpos transitó por varias prácticas propias de la guerra, también lo hizo por una rutina cotidiana muy bien establecida, que no solo docilizó los cuerpos para la guerra, sino que posibilitó un estilo de convivencia y una ética particular de la coexistencia en comunidad en lo cotidiano. En este sentido, incluso las sanciones, que operaban como parte del disciplinamiento, eran pensadas para el beneficio de la colectividad:
Sí había castigos, se hacían […] lo que llamábamos las sanciones, era ir a hacer un hueco para la basura, o sea cosas que servían para el colectivo y no algo que lo denigrara a él como persona. (Entrevista, exguerrillero, 2018)
¿Y usted cree que pintando paredes y vendiendo periódicos vamos a hacer la revolución en Colombia?, fue la pregunta que le hizo Rodrigo Londoño, a sus cortos 17 años, a uno de sus camaradas del Partido Comunista en 1976, en Quimbaya, Quindío, cuando recién tomaba la decisión de alzarse en armas y unirse la guerrilla. Ello coincide con la pasión y el deseo revolucionario de un joven cundinamarqués, Marcelo Bolívar, que en el año 2000 (24 años después), siendo estudiante universitario y parte del Partido Comunista –pero esta vez en Bogotá–, afirmaba: “No quería ser un revolucionario de cafetería, […] no quería jugar a ser revolucionario, […] quería ser un revolucionario de verdad” (Entrevista, exguerrillero, 2018).
Para algunos hombres de las FARC, la revolución significó hacerse “un hombre de verdad”, el “hombre nuevo”. Separarse de un proyecto político electoral y empuñar las armas significó para la insurgencia un nivel de madurez en su construcción como hombres, en contraposición a quienes no alcanzaban la hombría y “jugaban” como “niños” a las elecciones y la democracia participativa. Este asunto de la “madurez” no está relacionado con la edad, por el contrario, quienes refieren esta distinción se integraron a muy temprana edad a la guerrilla, o incluso aún son muy jóvenes. Por tanto, tiene que ver más bien con un posicionamiento frente a la realidad social de su país, adquirir compromiso para poder conseguir un cambio.
Así, presumir de un alto grado de responsabilidad para con el país y su futuro significaba “tomar las riendas”, “cambiar el mundo”, “transformar el país”, pensar en “una forma superior de lucha” (Rojas, 2017). La hombría-madurez se fue perfilando –sin importar el lugar de procedencia: urbano o rural– desde edades muy tempranas. Los jóvenes urbanos-rurales, de quienes se esperaba otro tipo de actitud, desarrollaron prácticas políticas como participar en reuniones de estudio, escuchar música con contenido revolucionario, hacer propaganda política, entre otras, que se traducían en conocimiento, discernimiento y un criterio “superior” sobre la realidad social del país.
Hacer política en la izquierda armada parecía llevar la hombría por un camino de reafirmación en clave de “tener criterio”, que significaba para ellos alejarse de las prácticas efímeras propias del capitalismo y construir proyectos y utopías colectivas. Así lo deja ver la experiencia narrada por Marcelo Bolívar, pero también va apareciendo con contundencia en los relatos de los aún jóvenes rurales entrevistados. Por ejemplo, un joven de 25 años, que llegó a las FARC a los 12 años por voluntad propia:
[…] y lo otro es como la madurez, porque uno ya es más maduro ¿no?… yo me comparo con otros y yo digo: no este man pues esa forma que piensa es todavía como la de un chino pequeño. Uno ya tiene que pensar como un viejo, pues seguramente porque me crie en otra sociedad. Lo otro es como la ideología, nosotros desde muy pequeños nos formamos con algo... que era cambiar este país y […] no solamente por la guerra, entonces yo pienso que en la forma de pensar nos diferenciamos muchísimo […] son muy pocos los que piensan, “vamos a tratar de cambiar esta vaina porque esto está mal”. (Entrevista, excombatiente, 2018)
Esto contrasta con las construcciones identitarias de los estudios de masculinidad regionales más conocidos en el país, que nos hablan de rasgos identitarios masculinos en clave de cumplidores y quebradores (Viveros, 2007), configurados casi siempre con referencia a su núcleo familiar o a relaciones sexoafectivas. En este caso observamos hombres que desplazan la responsabilidad de la familia, la proveeduría, hacia otro proyecto: la revolución.
La idea de madurez es narrada como rasgo compartido por los guerrilleros, y parece ser una característica que se consigue y se afianza en colectividad (Connell, 2015), esto es, maduramos en colectivo. La hombría-madurez, entonces, debe reafirmarse. Madurar sería para algunos no ser revolucionario de cafetería, y de ahí la toma de las armas para conseguir el ideal superior y consolidar la madurez. Para otros, ya dentro del grupo, la madurez se expresaría en mantener la palabra, asumir la responsabilidad del estudio, cumplir con los estatutos, cuidar del arma.
Sin embargo, aunque la toma de las armas en principio está asociada con esta reafirmación, en la medida que ahondábamos en esta relación, por lo menos en cierto registro discursivo, el arma en sí misma parece no ser el símbolo más importante para la masculinidad en general del revolucionario, ni parece suplir un ideal de prestigio. Al contrario, llama la atención que un rasgo distintivo de la masculinidad como lo es el prestigio individual parece ser desplazado por la idea de conseguir la madurez intelectual y de lucha, la cual se asocia con un ideal colectivo en relación con un hombre que adquiere responsabilidad histórica.
Así, el grupo en sí mismo como una tecnología de género, masculinizante, podría ser denominado un cuerpo colectivo, que habilita procesos de subjetivación, moldea las identificaciones de los sujetos que hacen parte de él y desplaza las referencias individuales. Esto podría explicar la incapacidad de los hombres entrevistados para hablar sobre sí mismos en primera persona, o de asuntos personales, o en clave individual, sino siempre asociados a una reflexión más estructural: la pobreza, las desigualdades sociales. Siempre hablan de un “nosotros”, como bien lo identificó Ingrid Bolívar (2005)7. Al respecto, Timochenko menciona: “me queda difícil desvincularme de lo que he hecho toda la vida, del sentido colectivo de ser y de pensar. Yo no, yo no concibo mi vida fuera del colectivo” (Rojas, 2017: 66).
Esta madurez se traduce en acciones concretas en el grupo, como acatar las órdenes y las decisiones de los mandos. Para Marcelo Bolívar “obedecer” no significa la renuncia a ideales propios, sino la necesidad de armonizar con propósitos superiores, lo cual tiene que ver con un alto grado de criterio y lealtad para con el proyecto político:
La autodeterminación no es hacer solamente lo que a uno se le dé la gana, implica también entender que hay cosas que uno debe obedecer y que las obedece no porque hay un mandato ciego, sino porque uno entiende el carácter de esa obediencia. Soy una persona que me gusta ser sumamente libre, me gusta tomar mis decisiones, pero estoy en una organización que exige una gran disciplina y un grado de subordinación para que ese interés individual que uno tiene también se conjugue con el interés colectivo. Es una cosa de madurez. (Entrevista, excombatiente FARC, 2018)
El discurso heterosexual y la homofobia también fueron componentes vertebradores en la construcción de la subjetividad masculina fariana. A juicio de muchos de nuestros entrevistados, la homosexualidad pertenecía a lo que ellos llamaron el “degenere del capitalismo”, como lo mencionaron varios de ellos. Pese a que el grupo armado produce unas subjetividades que no son solo militarizadas, el grupo está sostenido en una ideología heteropatriarcal y homofóbica que se refuerza en sus prácticas cotidianas, como el rechazo a hombres o mujeres con orientaciones sexuales diversas:
En las FARC el tema de los homosexuales no iba. Era más común ver lesbianas que hombre gay. Aunque eso tampoco se permitía, las había, pero eran reservadas, era un tema completamente vetado. Nosotros mirábamos el homosexualismo como un degenero del capitalismo, pero estábamos equivocados. (Entrevista, exguerrillero, 2018)
La presencia de las mujeres en las filas posibilitó la organización de relaciones interpersonales, familiares, de amistad y de pareja que reafirmaban la promesa de masculinidad heterosexual. Expresiones como “imagínese un montón de manes sin mujeres”, evidencian que la presencia de las mujeres fue fundamental para reafirmar la heterosexualidad y para que los “hombres no se mariquiaran” (Entrevista, excombatiente FARC, 2018):
En nuestros estatutos no somos posesión de nadie. Si una mujer se metió con el comandante o con cualquier hombre y se quiso separar y al otro día meterse con otro, lo podía hacer. Aunque en algún momento había una estigmatización. A las mujeres les decían “¡uy! esta vieja es mucha zorra”; en cambio a los hombres, “Ah no, este man es un verraco porque tiene a una vieja aquí y otra allá, chévere”. Pero sí había una idea general de respetar la decisión particular de una mujer de estar con uno o estar con el otro. (Entrevista, exguerrillero, 2018)
Desde que en los setenta las mujeres fueron declaradas combatientes, gracias a sus propias luchas internas, su presencia hizo que la división sexual del trabajo (militar y de la vida cotidiana) se fuera transformando en expresiones más equitativas, como participación de los dos sexos en todas las labores de la guerra y de la reproducción de la vida, pues antes de eso las mujeres solo se encargaban de labores de cuidado o de asistencia al Secretariado. Sin embargo, también es notaria la estigmatización que sufrían las mujeres que ejercían su libertad sexual, en igualdad de condiciones que los hombres, pues seguían siendo señaladas, pese a que era difícil mantener relaciones de larga duración en el grupo, por las propias circunstancias de la guerra:
El rol de las mujeres fue muy importante, aunque no te voy a decir que estuvimos al mismo nivel hombres y mujeres en el desarrollo de las tareas de liderazgo. Por ejemplo, en una dirección de frente había 9 personas y ni la mitad eran mujeres, incluso muchas veces no había ni una. Aun así, la presencia femenina fue muy grande en las FARC. (Entrevista, exguerrillero, 2018)
Estas transformaciones fueron posibilitando mayor reconocimiento, visibilización y valoración de la presencia de las mujeres, pero no lograron transformar la homofobia y la lesbofobia en el interior de las filas, estos fueron temas que se incorporaron en el partido, solo hasta la llegada del proceso de negociación de la paz. En este caso, al igual que en el paramilitarismo, se reafirma la llamada “trilogía del prestigio” (Núñez, 1999: 55) hombre-masculinidad-heterosexualidad, constituyéndose en parte fundamental de la producción de la masculinidad fariana.
Desde la teoría de género y los estudios de las masculinidades se han hecho diversas contribuciones para comprender la producción de sujetos en escenarios como el narcotráfico y el conflicto armado, a partir de nociones como la de dispositivo de poder sexo-genérico de Núñez y Espinoza (2017) en México y arreglos de género del CNMH (2017) en Colombia. En este artículo hemos usado la noción de tecnología de género (De Lauretis, 2004) para analizar dos grupos armados ilegales, la manera en que dichos grupos producen masculinidades militarizadas y las realidades singulares de hombres y sus experiencias en la guerra. Consideramos que lo planteado puede aportar a las comprensiones sobre el conflicto armado desde la producción de las subjetividades que lo sostienen, al tiempo que ampliar la cartografía que se viene haciendo acerca de lo masculino en Colombia.
Características como la valentía, la fortaleza, el control de sí mismo, la disciplina y el estar dispuesto a sacrificarse hacen parte de los rasgos de masculinidad que fueron asumidos y performados en lo cotidiano de estos dos grupos armados. Si bien son características que históricamente han sido asociadas a la masculinidad, y especialmente a la hegemónica, no se expresan de la misma manera en los dos grupos analizados.
Cada uno de los grupos armados dibujó un perfil idealizado de hombre, a la vez que ofreció las posibilidades de alcanzarlo en su interior. Para dicho propósito se construyeron estrategias en las que se presentaban unos atributos de masculinidades deseables como referentes para estos hombres, quienes aspiraban a dichos modos de ser, lo que les implicó el tratamiento de sí mismos, sus emociones, sus cuerpos, sus relaciones. Así, unos y otros apelaron a significaciones particulares para ser “hombres de verdad”.
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