Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
Correo electrónico: nomadas@ucentral.edu.co
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Verónica Haydee Paredes Marín**
Este artículo tiene por objetivo analizar como desplazamiento forzado, las movilidades a través de la frontera entre Guatemala y México, causadas por la violencia indirecta surgida de la fallida implementación de los acuerdos de paz suscritos en 1996, al final del conflicto interno guatemalteco. Para tal fin, la autora entiende la constitución de la comunidad mexicana vecina como un punto de sustento en el cual, de manera informal, se proveen espacios de refugio y derechos especiales al extranjero guatemalteco. El escrito finaliza haciendo referencia a la necesidad de revisar la conceptualización actual de las categorías de protección internacional en materia migratoria, especialmente aquella planteada como refugio y desplazamiento interno..
Palabras clave: desplazamiento forzado, frontera Sur, Tacaná, desigualdad, estrategias de sobrevivencia, movilidad.
Este artigo tem por objetivo analisar como deslocamento forçado, as mobilidades através da fronteira entre a Guatemala e o México, causadas pela violência indireta surgida da falhada implementação dos acordos de paz subscritos em 1996, ao final do conflito interno guatemalteco. Para tal fim, a autora entende a constituição da comunidade mexicana vizinha como um ponto de sustento no qual, de jeito informal, proveem-se espaços de refúgio e direitos especiais ao estrangeiro guatemalteco. O escrito finaliza fazendo referência à necessidade de revisar a conceptualização atual das categorias de proteção internacional em matéria migratória, especialmente aquela planteada como refúgio e deslocamento interno.
Palavras-chave: deslocamento forçado, fronteira Sul, Tacaná, desigualdade, estratégias de supervivência, mobilidade.
This article aims to analyze the mobilities across the border between Guatemala and Mexico as forced displacement, since they are caused by the indirect violence arising from the failed implementation of the peace agreements signed in 1996, at the end of the internal Guatemalan conflict. To this end, the author understands the constitution of the neighboring Mexican community as a place for sustenance, in which spaces of refuge and special rights are informally being provided to the Guatemalan foreigner. The paper concludes by referring to the need for reviewing the current conceptualizations of the international protection categories around migration, especially those of refuge and internal displacement.
Keywords: Forced Displacement, Southern Border, Tacaná, Inequality, Survival Strategies, Mobility.
*El artículo se origina de la investigación doctoral “Salud en territorios de frontera México-Guatemala: circularidad, estrategias y políticas”, cuyo objetivo fue analizar la movilidad por asuntos de salud de comunidades de la frontera Guatemala-México, llevada a cabo entre el 2015 y el 2019, con apoyo financiero de becas del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), la Universidad de San Carlos de Guatemala y fuentes personales.
**Investigadora del Observatorio de las Democracias: Sur de México y Centroamérica, adscrito al Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, Chiapas (México). Candidata a doctora en Ciencias Sociomédicas por el Posgrado de Ciencias Médicas, Odontológicas y de la Salud de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); maestra en Antropología; antropóloga médica, licenciada por la Universidad de San Carlos de Guatemala. Correo: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
El presente artículo surge como parte de las reflexiones fruto de una investigación doctoral, cuyo objetivo fue analizar las razones de la movilidad de los guatemaltecos de frontera en busca de servicios públicos y privados de salud en territorio mexicano, así como las dinámicas sociales en torno a este fenómeno. Aunque el acercamiento a la región de estudio se dio desde el año 2013, por razones laborales, el abordaje académico y de investigación inició formalmente en el 2014 y culminó en el 2019, con método y técnicas etnográficas que se complementaron con algunas técnicas cuantitativas. Así, se pudo dar cuenta de la realidad que vivían los poblados estudiados con relación a la circularidad perifronteriza en su territorio.
En México, el trabajo de campo se llevó a cabo en el municipio de Unión Juárez (cabecera, Talquián y Córdova Matasanos), en la ciudad de Tapachula, Chiapas, y en Guatemala, se extendió a la ciudad capital, la cabecera municipal de Sibinal (San Marcos) y dos de sus poblados: Yalú y Chocabj. En los tres emplazamientos en campo, con una duración de veinte días a cuatro meses, se obtuvieron dieciocho entrevistas en profundidad; además, específicamente para la comunidad de Yalú, se realizó un cuestionario, al que denominamos “censo comunitario”, que permitió llenar el vacío de información oficial sobre la población y construir el perfil sociodemográfico y los patrones de movilidad poblacional.
Aplicado a la totalidad de los hogares, a través de este instrumento pudimos obtener datos como cantidad de población, número de hogares (40), sexo, edad, escolaridad, nacionalidad, discapacidad, ocupación laboral, autoadscripción étnica, flujos de su movilidad, entre otros datos. Para realizarlo y localizar todas las casas en la comunidad, se contó con el apoyo de la comisión comunitaria de salud. Toda persona entrevistada firmó un consentimiento informado o lo dio verbalmente en la grabación.
En materia de movilidad humana en la zona del Soconusco, a pesar de que existe en la actualidad una nutrida producción científica, la mayoría aborda los procesos que acaecen en el Soconusco bajo (planicie costera) y muy pocas veces son abordados aquellos que se producen en la zona alta (terrenos de elevación). A pesar de que ambas zonas están íntimamente relacionadas, en la primera existe un alto interés geopolítico, caracterizado por la vigilancia y control (Coraza, 2018), que deriva en procesos sociales diferenciados con respecto a los del Soconusco alto, donde los mecanismos de control poblacional y territorial no tienen la misma intensidad y, por tanto, dan lugar a variaciones en el fenómeno de transfrontera.
Uno de los movimientos poco analizados es el de la circularidad perifronteriza en la zona alta del Soconusco. A diferencia de la crisis migratoria que se vive en la parte baja, a unos cuantos kilómetros de distancia, las personas guatemaltecas que se desplazan por la zona alta (volcán de Tacaná) usan caminos vecinales montañosos para transitar y así encontrar en el territorio mexicano un refugio económico y social donde enfrentar la exclusión en la que los ha tenido el Estado guatemalteco durante muchos años. Tienen como característica desplazamientos de corta duración, sin adentrarse tanto en el territorio mexicano, más allá de las comunidades con las que tienen vecindad, es decir, periféricas y aledañas a la “línea fronteriza”, circulación a la que denominaremos de ahora en adelante como movilidad perifronteriza. Es necesario aclarar que ello no significa que estos pobladores no tengan una circularidad transfronteriza de mayor distancia, pero sí que, en su cotidianidad, es la perifronteriza la que domina.
En estos territorios de frontera de Guatemala existe una ausencia casi total del Estado, visible, por ejemplo, en la carencia de infraestructura y de servicios públicos básicos, que responde a una lógica histórica de un Estado guatemalteco racista y excluyente. La violencia estructural, en especial con los pueblos indígenas, a través de la negación del Estado de bienestar, ha incidido en que cada una de las poblaciones busque mecanismos adaptativos de sobrevivencia y, en el caso de las poblaciones que se ubican en los márgenes del país, se movilice hacia “el otro lado” para buscar satisfactores mínimos de vida, por ejemplo, el trabajo o el acceso a servicios de salud, como única opción.
La poca relación de los habitantes fronterizos con Guatemala a causa de la exclusión histórica ha ido convirtiendo a Unión Juárez y sus ejidos en comunidades de refugio socioeconómico de los guatemaltecos, ya que estas comunidades dan a las poblaciones guatemaltecas los sustentos sociales, solidarios y económicos para su subsistencia, y allí comercian, se curan, se refugian, trabajan, obtienen satisfactores e incluso materiales que en Guatemala les es difícil obtener.
Así, además de que estas poblaciones viven en una constante liminalidad identitaria, con la desterritorialización de su país de origen y la reterritorialización en el espacio mexicano, ya que, fuera de la comunidad de donde son originarios, Unión Juárez se convierte en su próxima comunidad de referencia, y a pesar de que no tienen los elementos que permitirían reconocerlos como ciudadanos mexicanos, su capacidad de adaptar sus relaciones con el país vecino les facilita la creación de lazos que, aunque débiles o ausentes1, son útiles en la obtención de un capital social transfronterizo con el cual refuerzan los lazos.
Surge así la interrogante por si esta situación de los guatemaltecos no estaría siendo, de manera solapada, un desplazamiento forzado en combinación con un refugio internacional, ya que los requerimientos para conservar su vida y su salud están condicionados por su desplazamiento a un lugar relativamente ajeno, en condiciones de violencia estructural. A partir de ello y con una mirada antropológica, analizaremos cómo la violencia indirecta expresada en su exclusión determina sus estrategias de movilidad perifronteriza y el papel que juega lo que denominaremos ciudades sustentáculas, en la recepción, integración y bienestar de estas poblaciones, dentro de las dinámicas locales en territorio mexicano.
Para Guatemala, el coeficiente de Gini, que es el indicador que mide la desigualdad en ingresos, se eleva a 0,63, considerándose como uno de los índices más altos del mundo, según el PNUD (2017). Explica este organismo que un indicador por arriba de 0,5 puede considerarse crítico para resolver los problemas políticos del desarrollo. Para Oxfam (2019, p. 3), la desigualdad no se comprende únicamente atendiendo a la diferencia extrema en cuanto a ingresos económicos, pues debe considerar los accesos diferenciales en las condiciones de vida, como la salud, educación, seguridad e, incluso, participación política. El problema de las desigualdades en Guatemala es que tienden a facilitar la concentración del poder político; por ende, la mayoría, que alcanza el 80%, carece de influencia en las decisiones políticas, de modo que se les niega la posibilidad de participar en partidos políticos y ejercer su ciudadanía; por tanto, menciona Gustavo Arriola (PNUD, 2017), esta población se encuentra en total desventaja en las disputas estratégicas por el desarrollo.
Estos datos sirven como marco para explicar cómo se sintetiza la “violencia estructural” en el país. Daniel La Parra y José María Tortosa proponen que, en estos casos, no es fácil identificar al agresor, ya que es la sociedad:
El término de violencia estructural es útil para introducir los mecanismos de ejercicio de poder como causantes de deprivación de necesidades humanas básicas. En efecto, la injusticia social, la pobreza o la desigualdad no son fruto únicamente de dinámicas producidas por las relaciones de tipo económico, sino que también pueden ser explicadas a partir de la opresión política utilizando mecanismos tan dispares como la discriminación institucional, legislación excluyente de ciertos colectivos o la política fiscal y de gasto público regresiva, por citar algunos. Al hablar de violencia nos situamos en el campo del poder. (2003, pp. 62-63)
Al tratar sobre las violencias centroamericanas, Ignacio Martín-Baró (1990) exponía una idea fundamental en cuanto a su abordaje: si se mantienen las estructuras sociales de explotación y dominio, difícilmente habrá paz. El goce de un verdadero proceso de paz que permita una vida digna es una deuda aún no alcanzada por las “democracias centroamericanas” y, al contrario, la reticencia de las élites gobernantes a dar cumplimiento a los acuerdos de paz ha permitido la persistencia de la violencia estructural, que, en conjunto con la violencia directa (hoy, reconfigurada), influye en la situación actual de la región.
Para Johan Galtung (2016), la violencia remite a la privación de derechos fundamentales, donde se ven amenazadas, vulneradas y disminuidas las necesidades básicas de los individuos/colectivos, las cuales identifica como: supervivencia, bienestar, identidad y libertad. A partir de esta idea, la violencia estructural es un proceso de privación de esos derechos y su consecuente enraizamiento en la estructura social, lo que crea incluso ciudadanías de segunda clase y puede significar una muerte lenta e intencionada de la población.
Martín-Baró menciona que el uso de la violencia tiene una razón: es útil y eficaz para mantener el orden establecido (1990, p. 136). Desde esta posición, podemos decir que la utilidad instrumental de la violencia estructural radica en que permite al poder seguir manteniendo las desigualdades para su beneficio, de ahí su rechazo al cumplimiento de los pactos sociales posteriores a los acuerdos de paz. La Parra y Tortosa (2003) plantean que la violencia estructural tiene su origen en una conflictuada estratificación social, atravesada por el género, la condición étnica o etaria, la pertenencia nacional, entre otras variables, y donde el reparto y acceso a recursos sistemáticamente favorece a una de las partes, en perjuicio de las otras, debido al propio mecanismo estratificado.
Estas ideas no son ajenas a la realidad de la zona de estudio, como se expondrá más adelante, ya que en Guatemala la injusticia social ha producido históricamente una alta desigualdad, lo que incide en el fenómeno de la movilidad humana en el territorio nacional.
El primer estudio sobre desplazamientos forzados en Guatemala lo realizó la antropóloga Mirna Mack en 1988 (citada en Hernández, 2018), en donde abordaba los desplazamientos de poblaciones indígenas rurales del Occidente a causa de las operaciones contrainsurgentes y genocidas de tierra arrasada, como ejercicio de la violencia de Estado contra la población civil. Ahora existe, 32 años después, un repunte en el desplazamiento forzado interno, si bien, a diferencia de los años del conflicto armado, donde la guerra era la principal causa, los motivos se han diversificado, por la falta de respuesta a los compromisos de los acuerdos de paz firmados en 1996, que tenían como fin la consecución de cambios estructurales. Ello ha derivado en una crisis sistémica y ha dado pie a que, en la actualidad, la dinámica de desplazamiento forzado interno sea multicausal (Hernández, 2017). Según el Observatorio de Desplazamiento Interno (IDMC, 2018), mientras los movimientos de la población guatemalteca en el pasado tenían como causa en su mayor parte las violencias directas, en la actualidad son consecuencia de la violencia estructural, que ha pasado a tomar el primer lugar de motivación.
Según el Observatorio de Desplazamiento Interno, los desplazamientos producto de las condiciones estructurales de desigualdad constituyen movimientos voluntarios. Sin embargo, plantea que la distinción entre desplazamiento y migración da una noción artificial de los procesos, rompiendo la lógica de continuidad en los que se encuentra inserto el fenómeno de estas movilidades:
Quizá sea mejor considerarlos como si estuvieran en dos extremos de un continuo, con los movimientos predominantemente forzosos en un extremo y los movimientos predominantemente voluntarios en otro. Cualquier movimiento, ya sea en gran medida voluntario o forzoso, también está influenciado por puntos de vista subjetivos de una situación, por un umbral personal de riesgo y por el acceso a la información. (IDMC, 2018, p. 2)
Planteamos acá que, ante la violencia estructural, como hecho que socava las condiciones de vida, la creación de estrategias es indispensables para solventar los satisfactores básicos. El no encontrar elementos que cubran las condiciones mínimas de existencia impone a las personas, las familias y las comunidades un requerimiento de acción, al que denominaremos estrategia. Una estrategia comprende “determinados comportamientos encaminados a asegurar la reproducción material y biológica del grupo” (Villasmil, 1998, p. 71), y como en los casos de violencia indirecta la capacidad productiva y reproductiva está en riesgo, ello convierte a ciertos estratos de la población en grupos vulnerables que precisan crear estrategias de sobrevivencia.
Migración de las rayas doradas, ilustración, 2015 | Autor: Adam Fisher ”BigFace”. Tomado de: DeviantArt
En un plano biológico y a una escala individual, grupal y de especie, la estrategia de sobrevivencia, aunque no necesariamente constituya una acción adecuada, se conformaría como un elemento operativo de vida o muerte, que permita la capacidad reproductiva (Peña, 2012). Así, estas se constituyen como el conjunto de iniciativas no formales que buscan complementar recursos económicos. En este sentido, individuos y hogares son actores sociales con agencia, que no escapan de la interrelación sujeto-marcos institucionales, como asegura Villasmil (1998); por ello la movilidad humana, como respuesta individual y colectiva a la violencia estructural, la consideramos como desplazamiento forzado. En la frontera este asunto se complejiza, ya que no se trata de una migración o un desplazamiento interno, y tampoco tiene los elementos para ser considerado un desplazamiento internacional con fines de refugio (en su manera tradicional), condición borrosa e intermedia que trataremos de reflejar más adelante, al exponer el caso de las comunidades residentes en la zona del volcán de Tacaná y la idea de las ciudades sustentáculas, como espacio para el refugio “informal”.
Por ello, es necesario plantear dos conceptos claves: el de desplazamiento interno y el de refugio. La Declaración de Cartagena de 1984 reconoce a los y las desplazadas internas como aquellas “personas que se han visto obligadas a abandonar sus hogares o sus actividades económicas como consecuencia de amenazas a su vida, seguridad o libertad por violencia generalizada o conflicto armado, y permanecen dentro de sus países” (Posada, 2009, p. 139), y el protocolo sobre el Estatuto de Refugiado define a este como:
Toda persona que debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera acogerse a la protección de tal país; o careciendo de nacionalidad y hallándose, a consecuencia de tales acontecimientos, fuera del país donde antes tuviera su residencia habitual, no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera regresar a él. (p. 136)
Puede corroborarse que, a pesar de que poseen parcialmente ambas características, por las condiciones en las que afrontan su movilidad perifronteriza ante la violencia estructural, no pueden inscribirse en ninguna de ellas.
En el Noroccidente del país se encuentra San Marcos, un departamento que ha jugado un papel clave en la historia de los desplazamientos entre México y Guatemala. Durante el conflicto armado, tanto su zona baja como su zona alta fueron territorios por los que huían las víctimas de la violencia del Estado con destino a México, con el fin de buscar refugio. Tuvo tal impacto este fenómeno, que obligó a este país a incorporar en su legislación la noción de refugio (Cobo y Fuerte, 2012). Sin embargo, los movimientos poblacionales no iniciaron en ese período y, más bien, se ha tratado de una secuencia de tránsitos de larga data que se dieron por rutas previamente establecidas en estos territorios y que han tenido diversos fines a lo largo de la historia, desde los caminos prehispánicos de comercio (Navarrete, 2017) hasta el corredor migratorio (Coraza, 2018).
Los procesos de larga duración han ido imprimiendo dinámicas de articulación social, muchas de ellas asociadas, en parte, con rutas de comercio establecidas previamente a la institucionalización de las demarcaciones nacionales. En Chiapas y Guatemala, en las zonas geográficas de la costa, bocacosta (inclinación del Pacífico), sierra y selva, las poblaciones han creado condiciones de interacción y movilidad para solventar la vida, en la época prehispánica, durante la Colonia y tras las independencias y conformación de los Estados nacionales, situación que no mermó con el establecimiento de los límites entre México y Guatemala en 1882, aunque sí se complejizó.
A finales de los siglos XIX y XX, en el Soconusco (Chiapas), como en la zona de la bocacosta de San Marcos, el cultivo del café, así como los cultivos de algodón y caña en las llanuras costeras, hicieron del área un polo de atracción económica que movilizó en los circuitos cafetaleros (Chiapas-Guatemala) a las comunidades mayas mames, habitantes de estos territorios, ya sea por voluntad o por causa del trabajo forzado (González-Izás, 2014). El proceso de colonización de la zona de frontera a partir de la emergencia del cultivo del café y el cacao en el Soconusco a finales del siglo XX trajo consigo el aumento de movimiento de guatemaltecos que tenían por objetivo el emplearse en las fincas. Desde entonces, la dinámica de crecimiento de la demanda laboral temporal en la zona del Soconusco ha marcado a estas sociedades de frontera (Martínez, 2014), pues se consideraba que traía una mínima mejora en las condiciones laborales, aunque similares a la precarización laboral guatemalteca.
Sin título, dibujo | Autor: desconocido. Tomado de: The Art of Animation
Las dinámicas de la geografía finquera, como la denomina González-Izás (2014), y la distinción y lógica sociorracial del Estado guatemalteco demarcaron los espacios en los que se invertía para tener presencia estatal. Del lado del Estado guatemalteco, la lógica racista relegó históricamente cualquier acción benéfica para las poblaciones indígenas, y a esa lógica se sumaron las situaciones derivadas del conflicto armado interno2, ya que las montañas marquenses fueron refugio de insurgentes y, por tanto, territorios de interés para el control de los grupos guerrilleros. De esta forma, estos procesos fueron moldeando las condiciones de alta desigualdad que hoy en día aún enfrentan sus pobladores.
En esa época convulsa, se estableció como práctica estatal el control militarizado del territorio, ya que al indígena-campesino se lo asumía como enemigo interno, por ende, estas pasaron a ser zonas de intensa vigilancia, lo que también definió la ínfima inversión en los requerimientos comunitarios, como la nula construcción o mejora de la red vial en la zona y una sistemática ausencia de las instituciones del Estado. Estas medidas de exclusión fueron dejando incomunicadas a las poblaciones rurales y de frontera y favorecieron aún más su vínculo histórico (conjuntivo y disyuntivo) con el territorio mexicano, que se vio fortalecido mediante vinculaciones de diversos tipos, propias de territorios transfronterizos o liminales, como los denomina José Manuel Valenzuela (2014).
Así perpetúa la desigualdad el Estado guatemalteco, institucionalizando dinámicas de racismo, visibles en el abandono de las zonas con mayoría de población indígena, como el Occidente guatemalteco, región a la que pertenecen las comunidades abordadas. A pesar de que el municipio donde se realizó el estudio tiene poca población indígena autoadscrita –según el Censo 2018, solo el 7,7% (INE, 2018)–, esta lectura es engañosa. La pérdida de autoadscripción indígena se asocia con estrategias de diversa índole a lo largo de la historia; entre las más recientes3 y con impacto real estuvo el identificarse como ladino/mestizo en vez de indígena o anular, marcadores culturales visibles, como mecanismo de protección de la vida ante la violencia estatal en el conflicto armado interno que vivió el país a finales del siglo pasado, aunque su identidad mayense es rastreable en resistencias culturales dentro de sus prácticas de vida cotidiana.
Actualmente, la inversión pública en lugares con mayoría de población indígena sigue siendo desigual, ya que se destina tres veces más a aquellas regiones con un porcentaje mayoritario de población mestiza, según informes del Icefi (2017), y la poca inversión provoca brechas y grandes desigualdades, evidenciándose en los indicadores sociales. Como veremos a continuación, esta es la realidad de las poblaciones asentadas en la zona del estudio.
El departamento de San Marcos, limítrofe con Chiapas (México), cuenta con una alta diversidad geográfica y biológica, teniendo territorios que inician con altitudes desde el nivel del mar y llegan hasta los 4.100 metros sobre el nivel del mar (msnm), en el volcán de Tacaná, lo que determina la calidad y riqueza de tierras cultivables y de diferente vocación agrícola. A pesar de esta riqueza en su biodiversidad, el departamento presenta altas inequidades. Según el PNUD (s.f.), el territorio registra un índice de desarrollo humano de 0,451, un 74% de sus habitantes vive en áreas rurales y un 60% es indígena, población que se encuentra concentrada en las tierras altas (FAO-OPS-PNUD, 2010).
En Guatemala la ruralidad está asociada con la pobreza; a su vez, los territorios rurales cuentan con una alta concentración de población indígena, sobre todo en la región Norte y en el Occidente del país. Estos son elementos determinantes para comprender la vulnerabilidad social de la población residente en las zonas montañosas del departamento marquense. La parte alta generalmente es ambientalmente vulnerable, por su ubicación geográfica y por lo accidentado del terreno, y en este lugar se encuentra asentado el municipio de Sibinal, al Norte de este departamento. Con una extensión de 176 km², su altitud entre 1.400 y 4.000 msnm determina su clima, biodiversidad y vulnerabilidades medioambientales. A 318 km de la ciudad capital, desde su cabecera municipal la accesibilidad por vía terrestre es mediana (Usaid, 2016), y hacia las diferentes aldeas, cantones, caseríos y parcelamientos es altamente deficiente, de modo que en algunos casos los caminos solo pueden ser transitados a pie o con équidos.
El último censo (2018) arrojó un total de 15.773 habitantes (50,11% mujeres y 49,89% hombres), con una población predominantemente joven (24 años, como edad promedio), quienes tienen una media de 5,09 años de estudio. Para 2011, los datos gubernamentales registraban para Sibinal una incidencia de pobreza total de 91,2% y, de esta, el 46,9% refería a pobreza extrema rural (INE, 2013), con un índice de desarrollo humano que no supera el 0,564 (Fundap, 2018).
Sin título, ilustración, 2017 | Autora: Luisa Rivera. Tomado de: Yale Environment 360
Señala la Municipalidad de Sibinal (2010) que la migración en el municipio es una constante, siendo su primer destino los Estados Unidos, seguido de la ciudad de Tapachula, en la región del Soconusco bajo, en Chiapas, así como a las fincas de la zona alta, con el fin de laborar en los cafetales, y son las microrregiones de Chocabj y Platanillo las que tienen una mayor dinámica migratoria, por la ubicación en el límite con México, así como la poca productividad de los suelos, el desempleo o el subempleo.
Sibinal se encuentra en el listado nacional por sus altos índices de pobreza, desnutrición y migración, formando parte de los 51 municipios priorizados en el país (Minex, 2020). El diagnóstico realizado por el Programa Nexos (Usaid, 2016) destaca la alta vulnerabilidad a la desnutrición, donde 64% de sus comunidades presentan altos riesgos de inseguridad alimentaria y nutricional. Para 2015, año en el cual se inició el trabajo de campo, el salario oficial ascendía a Q$2.394,40 quetzales (aproximadamente 300 dólares), pero Nexos estimaba que realmente la población percibía un salario de Q$1.604 para los hombres y Q$838 para las mujeres, existiendo una brecha de entre 49% y 67% (Usaid, 2016, p. 25). Al mismo tiempo, la Cooperación Italiana en Guatemala, tras el diagnóstico que realizó en el 2014, estimó que en las zonas fronterizas de ese municipio el ingreso familiar aproximado era de Q$638 quetzales mensuales por familia.
Son apenas 17 kilómetros los que separan a Yalú de su cabecera municipal; sin embargo, se recorren en un aproximado de tres horas. Este caserío de 212 habitantes, perteneciente a Sibinal, se encuentra ubicado en las faldas del volcán de Tacaná y no tiene ninguna conexión vial directa con el centro de su municipio. Instalado en declives montañosos, no cuenta con terrenos planos y, por tanto, el acceso a su espacio únicamente puede hacerse por el camino que la geografía de la montaña permitió abrir en forma de vereda.
Sus pobladores deben subir varios kilómetros caminando, muchas veces con carga al hombro, y posteriormente tomar un vehículo, en la aldea Chocabj, que los lleve hacia la cabecera municipal. A diferencia de los caminos hacia los poblados guatemaltecos, la salida hacia el primer poblado mexicano (Talquián, en Unión Juárez) dista no más de media hora, también caminando, siendo este uno de los motivos de la preferencia de su movilidad a ese destino. De los poblados de Chocabj y Yalú, cuyas comunidades son analizadas en este estudio, el último es el que mayor vínculo tiene con el país vecino. A nivel municipal, este caserío presenta una de las peores condiciones en cuanto a vulnerabilidad geográfica y social. Asentado en las laderas de la parte guatemalteca del volcán de Tacaná, accidente geográfico binacional, el poblado se encuentra en un territorio catalogado por la Municipalidad de Sibinal (2010) como de “riesgo muy alto”, con amenazas de tipo geológico (por su cercanía al volcán activo) y, por tanto, proclive a derrumbes, deslizamientos y erupciones volcánicas, sumado a otros riesgos y amenazas naturales, como la erosión del terreno, movimientos telúricos, entre otros.
De hecho, en el 2012 y el 2014 se registraron terremotos focalizados en el departamento de San Marcos, la ciudad de Quetzaltenango (Suroccidente de Guatemala) y el Soconusco alto, y en el 2017 hubo un terremoto con epicentro en Oaxaca (México) que dañó la misma zona. Posterior al sismo del 2012, se registró un 36% de casas dañadas en el municipio de Sibinal, y para el 2014 se contabilizaba un total de 711 viviendas con daños en 38 comunidades (Coopi, 2014). El movimiento del 2012 fue el que más afectó al caserío Yalú, donde se registró la destrucción del 90% de sus estructuras (Marroquín y Álvarez, 2014). En esa ocasión quedaron incomunicadas totalmente de Guatemala por varias semanas, hasta que, posteriormente, la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres declaró el caserío como inhabitable (trabajo de campo, 2015), sin que hasta el momento el Estado haya realizado gestión alguna para trasladarlas. En esas ocasiones, ante la emergencia del desastre causado por los terremotos y la poca respuesta del gobierno de Guatemala, los pobladores se refugiaron en una finca mexicana de uno de los poblados cercanos.
Al caserío también lo tienen identificado como de alta vulnerabilidad, siendo esta una de las 25 comunidades sibinalenses con mayor riesgo de inseguridad alimentaria y gran cantidad de registros de casos de desnutrición (Usaid, 2016). En el trabajo de campo nos fue imposible obtener una respuesta respecto al ingreso familiar, ya que, al no ser fijo, varía diariamente, por la naturaleza de sus trabajos, e influye también la época del año (cuando no hay cosecha). Por esta razón, nos vimos en la necesidad de ajustar el instrumento de recolección, para que se facilitara la respuesta al entrevistado, y la pregunta pasó de indagar por sus ingresos mensuales a preguntar cuánto se gasta a la semana.
De las 38 familias que viven en el lugar, 36 dieron respuesta. Estas refirieron un gasto semanal aproximado de entre $330 y $400 pesos mexicanos (entre Q$151 y Q$184 quetzales4), es decir, cuentan con un aproximado de 650 quetzales al mes. Dato muy distante del aportado por el estudio de Nexos-Usaid para el municipio –al que hemos hecho referencia páginas atrás–, ya que este mide el egreso de la unidad doméstica y no el salario personal.
Cuando se trabajan perfiles socioeconómicos de las poblaciones rurales, tendemos a utilizar conceptos y categorías que no casan con las realidades locales, al tratarlas de equiparar con las de poblaciones que no se mueven de acuerdo con la lógica de los datos que suelen recolectar los estudios sociológicos o económicos clásicos. Así, categorías como salario mínimo son totalmente ajenas a la ruralidad guatemalteca, en este caso, porque refiere al ingreso de una persona con un salario, es decir, una renta que proviene de un trabajo formal.
En el campo guatemalteco, el ingreso no puede ser medible de esta manera, ya que, para los habitantes de estos territorios, los empleadores no cumplen con el pago marcado en la normativa de protección laboral, cuando se tiene suerte de tener un trabajo fijo. Allí, las personas también viven del trabajo informal o de la venta del excedente de su producción de traspatio o de pequeñas plantaciones que cultivan. Los trabajos agrícolas temporales donde las contratan no son pagados conforme a la escala nacional y, en el caso de los habitantes de frontera, ni siquiera reciben sus sueldos en la moneda guatemalteca, pues sus ingresos son devengados en pesos mexicanos, fruto del comercio o el empleo informal.
Es por ello por lo que, al trabajar con poblaciones rurales en Guatemala, es necesario adaptar las formas de obtener información respecto a la economía local, puesto que los ingresos no suelen ser individuales y solo son observables en relación con lo que aporta toda la unidad doméstica5, así que los datos macroeconómicos sirven apenas como referencia, pero no reflejan la realidad local en espacios micro.
En Yalú, solamente el maestro del pueblo tiene un trabajo que otorga todos los beneficios de ley. Los otros habitantes deben buscar su sustento ya sea en Guatemala o en México. Así, los trabajos informales de los que se obtienen los recursos, como ya se ha mencionado, provienen sobre todo de la relación con la agricultura local. Para ello, las laderas de la comunidad suelen ser aprovechadas en la siembra de flores, hortalizas, verduras o árboles frutales propias de estas altitudes (1.700 msnm), las cuales venden en su mayor parte en México (Talquián, Córdova, cabecera municipal de Unión Juárez, y, en menor medida, Tapachula), mientras que en muy pocas ocasiones viajan dentro de Guatemala a vender a la cabecera municipal de Sibinal en los días de mercado.
Los yaluenses también trabajan en las fincas de café del Soconusco y –a diferencia de los otros guatemaltecos que residen en comunidades más lejanas y que viajan temporalmente para la época de pisca6, de octubre a febrero– se ocupan el resto del año en otras tareas agrícolas no temporales, como la limpia de los cafetales u otras actividades que se requieran en las fincas. A mujeres y hombres, en mayor medida a las primeras, también se les contrata en la cabecera municipal de Unión Juárez, para trabajar como empleadas domésticas o en otras faenas, como albañilería, en el caso de los hombres. Todos estos trabajos les permiten ir a México y regresar diariamente a pernoctar en sus viviendas del lado guatemalteco, por lo que su tránsito se da en un área circundante pocos kilómetros de sus poblados. Solo cuando trabajan en la ciudad de Tapachula residen en esta ciudad, y en sus días libres van hacia su poblado. En la comunidad la presencia de instituciones estatales es casi nula, reduciéndose a la única escuela, que cubre hasta sexto primaria, escolaridad máxima que tiene la mayoría de la población; y como no existe ni siquiera un puesto de salud, la búsqueda de atención es otro de los motivos de su tránsito hacia México.
Existen consejos comunitarios organizados que responden a la normativa nacional de participación pública en los proyectos nacionales y locales de desarrollo, con base en la Ley de Consejos de Desarrollo Urbano y Rural (Decreto 11-2002), los cuales atienden cuestiones inmediatas de la comunidad, vinculándose así en la estructura organizativa municipal. Sin embargo, más allá de estas figuras, la población tiene un mínimo contacto con Guatemala y su institucionalidad, siendo México su referente más próximo de subsistencia, y hacen uso de los servicios y espacios guatemaltecos solo cuando es estrictamente necesario.
Todas las condiciones que se han mencionado han construido en la comunidad la idea de un Estado ausente en la resolución de sus problemas cotidianos, es decir, un Estado que no es resolutivo, limita oportunidades y solo tiene presencia en su imaginario colectivo. Un Estado que les niega cualquier ejercicio de ciudadanía, lo que ha resultado en la desterritorialización de Guatemala de este poblado y en la dependencia del espacio contiguo, en las localidades de Unión Juárez, por lo que reterritorializan su existir en el espacio extranjero.
Al describir la situación de vulnerabilidad y exclusión, tanto a nivel municipal como comunitario, deseamos indicar que esta realidad puede ser analizada atendiendo a los planteamientos de Galtung sobre violencia estructural, dadas las amenazas a la supervivencia comunitaria descritas. Ello igualmente sustenta la idea de que estas comunidades de frontera son víctimas de dicha violencia, visto que existe un daño a la satisfacción de por lo menos tres de las necesidades básicas planteadas por el autor: supervivencia, ante los altos índices de desnutrición; bienestar, ante la negación de servicios básicos; necesidades identitarias, al no ser parte de los proyectos nacionales, por ejemplo, al carecer de accesos adecuados hacia el interior del país.
Cielo azul, cianotipia, Beijing (China), 2016 | Autor: Zhang Dali. Tomado de: PhotoFairs
El Observatorio de Desplazamiento Interno (IDMC, 2018) menciona que los patrones de movimiento de la población guatemalteca sugieren que, a pesar de que hay bastante migración hacia los Estados Unidos, en realidad las personas prefieren quedarse en sus comunidades de origen, por lo cual realizan grandes esfuerzos para mitigar las condiciones que las lleven a desplazarse y así evitar el irse, pues esto les significa cargar con nuevas vulnerabilidades. Tanto el IDMC (2018) como Sindy Hernández (2017, 2018) exponen que actualmente existen varios factores que ponen en riesgo a individuos y poblaciones y que inciden en los desplazamientos forzados:
Desastres súbitos (inundaciones, deslizamientos, terremotos, etc.) o fenómenos de evolución lenta (sequías y otros efectos del cambio climático).
Violencias: estas pueden ser estructurales, como las que hemos venido exponiendo a lo largo del texto, o directas, ya sea por agentes estatales, paraestatales o del crimen organizado (maras, narcos), o violencias de Estado, de género y a causa de estigmas, junto con otras manifestaciones de violencia directa.
Expansión de actividades empresariales (monocultivos o extractivismo) u otros “proyectos de desarrollo” (como los hidroeléctricos) que desalojan a los habitantes de su territorio, ya sea por la fuerza o por el acaparamiento de tierras de cultivo de los campesinos en la zona.
Combinación de varios de estos factores.
En este sentido, es interesante observar que, al preguntar en Yalú si había algún poblador que hubiera migrado a los Estados Unidos, la respuesta fue negativa, a pesar de las condiciones de precariedad y las desigualdades profundas en las que se encuentra el poblado, similares a la de otras comunidades en el mismo municipio de Sibinal, en donde sus habitantes tienden a migrar hacia ese país. También se les preguntó si recibían alguna remesa de los Estados Unidos y únicamente una familia contestó que muy rara vez reciben dinero de un familiar en los Estados Unidos (una o dos veces al año), pero que esa dinámica de movilidad y transferencias monetarias no es común en el poblado.
Ante ello surgió la pregunta: ¿por qué, a pesar de las grandes desigualdades vividas en su territorio, los yaluenses no migran hacia los Estados Unidos o a ciudades guatemaltecas donde podrían tener un poco más de posibilidades? Y la respuesta la encontramos en lo expresado por el IDMC. Según este Observatorio, las personas realizan esfuerzos y agotan tácticas para evitar desplazamientos que les signifiquen dejar su espacio. Por tanto, los pobladores crean estrategias de sobrevivencia a partir de su movilidad perifronteriza, lo que les permite ubicarse en un espacio que les mitigue las carencias, pero sin dejar totalmente su localidad. De esta forma, encontraron en Unión Juárez, Chiapas, un espacio de refugio económico y social que denominaremos “ciudad sustentácula”.
La Real Academia Española define el término sustentáculo como “apoyo o sostén de algo”. Hemos querido usar la metáfora de ciudad sustentácula para indicar que en esta concurren condiciones de protección, subsistencia y defensa, a las cuales recurren comunidades de frontera, como consecuencia de la violencia estructural y con el fin de obtener un refugio económico-social, que permite la agencia de los sujetos marginados (Bedoya, 2021) para desplegar sus mecanismos y estrategias de sobrevivencia y habitar la liminalidad fronteriza.
En esa lógica, se categoriza Unión Juárez como una ciudad sustentácula, es decir, un lugar en donde una comunidad fronteriza externa y marginada encuentra un punto de apoyo que se establece como un refugio no solo económico, sino también social. Un espacio que provee seguridad en la búsqueda y obtención de sustento a las condiciones de vida, es decir, el espacio territorial en el cual se materializan las estrategias de vida de la comunidad en situación de vulnerabilidad, lo que incide en una mejora sustancial de su calidad de vida. Si no tuviera acceso a ella, el deterioro comunitario sería tal que tendrían que buscar otro mecanismo de adaptación, y muy seguramente este sería el abandono de la comunidad de residencia y, por ende, el desplazamiento hacia otras territorialidades.
Las dinámicas acá encontradas tienen características muy particulares y no son similares a las que se mencionan en los estudios realizados en la zona baja del Soconusco sobre la movilidad de guatemaltecos por motivos económicos, donde la vecindad y no ser considerado este como un territorio de interés geoestratégico permite esas diferencias. Por ejemplo, estudios recientes, como los mencionados por Kuromiya (2019), Barraza (2015) o Coraza (2018), apuntan más hacia la violencia vivida por los migrantes guatemaltecos en las zonas bajas, mientras que acá deseamos evidenciar los procesos de convivencia vecinal y de solidaridades. No se desea negar la existencia de violencias y otros tipos de conflictos, pero las formas variarán de una microrregión a otra, y acá es donde radica la importancia de estudiar también estas otras fronteras.
Respecto de la conceptualización de “ciudad sustentácula”, si bien existen categorías como ciudades hermanas, ciudades fronterizas o ciudades espejo, por ejemplo (Brites, 2018; ISM/Unfpa, 2021), estas si describen las relaciones e integraciones de ciudades de frontera, pero el concepto de ciudad sustentácula permite explicar la función que una tiene para la otra y relación de asimetría en el desarrollo social a uno y otro lado.
Deseamos alejarnos también de la idea de las denominadas “zonas económicas fronterizas” que se visualizan en la franja de la frontera Norte y que corresponden a entornos de crecimiento económico, con ciudades que tienen un desarrollo industrial fuerte y que, por ello, se consideran entornos de atracción económica para la inversión nacional y extranjera, de consumo, así como para el mercado laboral, al punto que los gobiernos tienen un completo interés en impulsar el desarrollo en estas ciudades (de ciertos espacios y de ciertos grupos), lo que permite una fuerte dinámica de migración pendular y un crecimiento económico a ambos lados del borde fronterizo.
A diferencia de estas ciudades de gran atractivo económico, las ciudades sustentáculas serían atractivas únicamente para la comunidad que busca elementos mínimos de subsistencia que les permitan mejorar ciertas condiciones, recursos que en sus localidades no pueden obtener, sin que esto signifique salir de su precariedad, ya que estas ciudades tampoco tienen gran desarrollo económico, no son de interés para la inversión empresarial ni son grandes polos de atracción laboral, entre otras características.
Diferenciándose de esas grandes ciudades del Norte, Unión Juárez es un municipio catalogado con rezago social medio y requerimientos de atención prioritaria a la población rural (Sedesol, 2017). Es decir, a pesar de que se encuentra en mejores condiciones que Yalú, en general, dentro de México también es considerada como comunidad vulnerable. Su población vive sobre todo de laborar en el sector servicios en las ciudades de la parte baja del Soconusco (Cacahoatán, Tuxtla Chico, Ciudad Hidalgo, Tapachula, etc.), actividad que sustituyó a las actividades agrícolas de las cuales vivían en el pasado y que ha significado el abandono del campo. Parte de la seguridad alimentaria en la cabecera municipal y algunos de sus poblados es posible gracias al comercio de frontera de productos agrícolas de los yaluenses a los unionjuarences. Conseguir fruta y verdura fuera de esta dinámica significa pagar altos precios y obtener alimentos en mal estado o de deficiente calidad para esa población mexicana7.
Habitada originalmente también por población mam, la comunidad de Unión Juárez reportó para el 2014 que, de su población, únicamente el 1,4% se autoadscribía a este grupo lingüístico-cultural (Gobierno del Estado de Chiapas, 2014, p. 10). Respecto a su identidad cultural, los pobladores de la frontera entre Guatemala y México fueron eliminando, a fuerza de castigos físicos y psicológicos (violencia simbólica), su adscripción al pueblo mam, ya que, por los violentos procesos de mexicanización de la frontera, tuvieron que eliminar cualquier marcador identitario visible, como su traje, su idioma, su espiritualidad, entre otros. Sin embargo, esto no ha eliminado ciertas festividades rituales de profundo origen indígena, en los que el volcán de Tacaná juega un papel importante, dentro de la cosmovisión y construcción etnoterritorial, más otros elementos que aún persisten en sus representaciones y prácticas sociales.
Ubicado en el Soconusco alto, zona que tiene colindancia con los territorios guatemaltecos de Sibinal, y ubicado también geográficamente en las laderas del volcán, el poblado se asienta en la zona sujeta a conservación ecológica (Gobierno del Estado de Chiapas, 2014). El hecho de que esta sea considerada una reserva ecológica, impide que cualquier camino que conecte a Guatemala con México sea asfaltable, con la consiguiente falta de caminos transitables para vehículos que faciliten la movilidad entre ambos países, lo que permitiría un mayor comercio.
Migración de ballenas minke, ilustración, 2014 | Autor: Gelrev Ongbico.
Tomado de: Behance
Al igual que la zona de la bocacosta marquense en Guatemala, su territorio forma parte del circuito del café, en donde se instalaron grandes fincas que recibían migraciones temporales para la temporada del corte, no solo desde los Altos de Chiapas, sino también desde la zona guatemalteca, sobre todo de población indígena de las zonas altas del Occidente, actividad económica que está afectada en la actualidad, debido a la caída de los precios del café. Por ello, esta zona por mucho tiempo fue estudiada por las ciencias sociales a partir del análisis de los polos económicos y nodos sociales que se generan alrededor de la economía del café, al haber sido parte de la geografía finquera.
Como puede observarse, este territorio ha compartido continuidades históricas con las poblaciones guatemaltecas, lo que les ha permitido establecer
vinculaciones no institucionales, de acuerdo con una lógica más bien de integración comunitaria y de
identidad compartida y unas identidades liminales8. La fácil aceptación del guatemalteco en el territorio mexicano no sería posible sin un fuerte sentido de pertenencia al territorio y una historia compartida, en un proceso donde se ha armado un tejido social transfronterizo, del que tanto la ciudad sustentácula como la comunidad refugiada son codependientes.
Migración de ñus, dibujo, 2020 | Autor: Fox of Wonders. Tomado de: Deviant Art
Como ciudad sustentácula, se les provee a los externos una especie de beneficios de un refugio informal, que no tiene relación con el derecho internacional, pero sí toca varios de los puntos que este marca como “derechos de los refugiados”. Entre tales beneficios están: poder trabajar dentro del territorio; obtener servicios de salud en la comunidad de recepción, sin ningún impedimento y en igualdad de condiciones con la población mexicana; libertad de locomoción para poder realizar sus actividades dentro de la comunidad y sin requerimientos migratorios; reconocimiento de su necesidad de protección, visible cuando los habitantes y funcionarios unionjuarences les facilitan las cosas, al venir de lejos; atención solidaria y refugio en espacios comunitarios frente a los desastres naturales (por ejemplo, el refugio temporal recibido durante la emergencia por los terremotos que afectaron la zona). Es decir, siguiendo una lógica y unos valores de integración comunitaria, los habitantes del lado mexicano han creado de manera implícita un sistema propio de refugio al guatemalteco, algo que no observamos fácilmente en las partes bajas del Soconusco, donde pesa fuertemente el simbolismo estigmatizante del “migrante centroamericano”.
Sin embargo, algo queda claro en la relación entre estas comunidades: si bien las ciudades sustentáculas pueden tener estos vínculos de solidaridad, el peso de las instituciones nacionales limita el ámbito de acción de este sistema informal de refugio; es por ello que estas solidaridades se dan dentro del poblado y, al irse alejando del borde fronterizo, se van diluyendo.
Queda claro que los desplazamientos que hace la comunidad de Yalú pueden considerarse como forzados, ya que están determinados por situaciones de riesgo y circunstancias que guardan similitud con otros desplazamientos internos que suceden en Guatemala. Entre las motivaciones de su movilidad podemos encontrar los desastres naturales y la violencia estructural, la cual les impide el goce y el ejercicio de su ciudadanía y que determina la inoperatividad de un Estado ausente. Indudablemente, la vulnerabilidad social y el no acceso a los satisfactores básicos conectan fundamentalmente con la violencia estructural y con sus desplazamientos a territorio mexicano. Es posible entonces hablar de Estado ausente en lugares de alta marginación y exclusión –aunque simbólicamente exista un ideario de pertenencia a un Estado–, sin una vinculación práctica o una presencia física que dé lugar a la resolución efectiva de los problemas por los que atraviesan estas comunidades. Hacerlas invisibles es también una forma de negarles sus derechos, ya sea porque no hay caminos, no hay trabajo, no hay servicios o no hay siquiera una respuesta a las necesidades ciudadanas más elementales de la población ligadas a “su derecho a vivir con dignidad”.
Sin embargo, al estar los habitantes asentados en un espacio muy cerca del borde fronterizo, sus movilidades y refugios adquieren las características de un desplazamiento interno y un refugio internacional, sin que ninguno de los dos Estados se haga cargo y medie en la protección. No obstante, a nivel local se pone en acción la solidaridad comunitaria entre vecinos, que construye las características de lo que hemos denominado ciudades sustentáculas y la materialización territorial de reciprocidades. La configuración de la ciudad sustentácula permite obtener los satisfactores necesarios a los refugiados y, por tanto, su movilidad ocurre a relativamente cortas distancias, donde el obtener una serie de beneficios, así como el compartir las lógicas culturales y hablar el mismo idioma, se constituyen en elementos que ayudan a satisfacer las necesidades, aunque esto signifique que no puedan ejercer ciertos derechos, por ser extranjeros en México (sin estatus de refugio) y en la práctica su ciudadanía sea negada en sus lugares de origen, a causa de la exclusión.
De seguro, ante los hallazgos de este estudio y de otros con procesos similares, se hace necesario hacer una revisión de la conceptualización actual de categorías de protección internacional en materia migratoria, en este caso, especialmente aquella planteada como refugio y desplazamiento interno, así como las características de ser voluntario o forzado, como bien lo plantea el IDMC en su informe del 2018, planteamiento con el que coincido.
Idea sobre el funcionamiento de los vínculos planteada por Granovetter (1973).
En ese momento el tipo de cambio en Guatemala correspondía a 7,8 quetzales por dólar estadounidense.
Se denomina así la recolección de productos agrícolas, en este caso, refiere al corte del café.
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Marcela Landazábal Mora**
Este artículo analiza las estrategias de sostenimiento de la vida, más allá de la supervivencia, de las refugiadas laosianas a cuatro décadas de su arribo a América Latina, las cuales pueden rastrearse en algunas prácticas culturales y producciones estéticas. La autora, por medio de una etno-geo-grafía –búsqueda centrada en determinadas prácticas de la imagen y los relatos en relación con sus entornos y trayectos– rastrea las capacidades políticas y reconstructivas de las estéticas de resistencia ante escenarios de profunda violencia. El artículo concluye con unas reflexiones acerca de cómo la estética de las refugiadas laosianas constituye un proceso de acoplamiento y encantamiento con la realidad; una poética-política de relación con el caos del mundo contemporáneo..
Palabras clave: mujeres refugiadas, estéticas de resistencia, diáspora, relaciones Sur-Sur, memoria subalterna, sostenimiento de la vida.
Este artigo analisa as estratégias de sustentação da vida, além da supervivência, das refugiadas laosianas a quatro décadas de sua chegada na América Latina, as quais podem se rastrear em algumas práticas culturais e produções estéticas. A autora, por meio de uma etno-geo-grafia –pesquisa centrada em determinadas práticas da imagem e os relatos em relação com seus entornos e trajetos– rastreia as capacidades políticas e reconstrutivas das estéticas de resistência perante cenários de profunda violência. O artigo conclui com umas reflexões sobre como a estética das refugiadas laosianas constitui um processo de acoplamento e encantamento com a realidade; uma poética-política de relação com o caos do mundo contemporâneo.
Palavras-chave: mulheres refugiadas, estéticas de resistência, diáspora, relações Sul-Sul, memória subalterna, sustentação da vida.
This article analyzes the life sustainability strategies, beyond survival, of Laotian refugee women after four decades of their arrival in Latin America, which can be traced in some cultural practices and aesthetic productions. The author, by means of an ethno-geo-graphy –a search focusing on certain practices of the image and stories in relation to their surroundings and trajectories– traces the political and reconstructive capacities of the aesthetics of resistance in the face of deep violence scenarios. The article concludes with some reflections on how the aesthetics of Laotian refugee women constitute a process of settling into and enchantment with reality; a poetics and politics of a relation with the contemporary world chaos.
Keywords: Refugee Women, Aesthetics of Resistance, Diaspora, South-South Relations, Subaltern Memory, Life Sustainability.
*El presente artículo profundiza algunas líneas acerca del rol de las refugiadas laosianas en América Latina, que surgieron de la investigación doctoral “Lo que resiste entre el exilio… una genealogía de la diáspora laosiana en Guayana Francesa y Argentina”, para obtener el título de doctora en Estudios Latinoamericanos en la Universidad Nacional Autónoma de México, en el 2019.
**Actualmente adscrita al Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Ciudad de México, donde adelanta una estancia posdoctoral sobre estéticas y geopolítica de frontera entre Norte y Sur globales. Doctora y maestra en Estudios Latinoamericanos de la UNAM; artista plástica de la Universidad Nacional de Colombia. Correo: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Cerrar los ojos significa
“hacer hablar la imagen en el silencio”.
Byung Chul-Han, La salvación de lo bello
Y sin embargo, la belleza coexiste con las heridas.
Chi-Po Lin
La diáspora laosiana conforma un hecho irrepresentable e irreductible –pues no hay forma de sintetizarla–, debido a su carácter complejo y heterogéneo, disperso a lo largo y ancho de las geografías del planeta, junto a las múltiples temporalidades que evoca en el marco de la Guerra Fría, específicamente entre 1975 y 19851. Durante este periodo, el asilo brindado a comunidades refugiadas de guerra se oficializó como un “gesto humanitario global” y condujo a la comunidad internacional hacia un cúmulo de afectos basados en el asistencialismo, como mecanismo de “protección de la vida humana”. El abuso político de “lo humanitario” traslapó la supervivencia con el cuidado de la vida. No implican lo mismo. La primera refiere a un impulso irracional de salvaguarda, una pulsión ahistórica, abstracta, deslocalizada y reduccionista, que, enunciada en procesos bélicos, exhibe una comunidad (una masa) vulnerable mientras aplana sus diferencias; la presenta en su precariedad, víctima, pasmada en el miedo. En cambio, el cuidado de la vida asume la especificidad de las vidas (en plural) e indaga por el lugar que han reconstruido para habitar su historia, pese al desalentador panorama de “lo real” después de la guerra. En el caso laosiano este espacio es rugoso y fisurado por múltiples y coincidentes procesos que traslapan el pasado colonial, la guerra del país vecino y la propia en Laos –gestionada por la Agencia Central de Inteligencia (Central Intelligence Agency - CIA)–, el deterioro ecológico, la presencia de desplazamientos y las pérdidas irreparables de las culturas ancestrales. No se trata de sobrevivir, sino de habilitar el espacio para sostener la vida en todas sus dimensiones sensibles (biológica, simbólica, cultural). Es una estética de resistencia vivida como experiencia política.
En América Latina lo laosiano se percibe ajeno, inscrito en la distancia radical con Oriente (Said, 2015). Los efectos de la guerra civil de Laos no tienen lugar en el imaginario colectivo regional y, en consecuencia, la inadvertida presencia de los refugiados laosianos reclama otro orden sensible2. En ese denso registro, la configuración intersubjetiva de las refugiadas laosianas no se enuncia y, sin embargo, ha hecho surcos, hasta labrar otra memoria en la región, al ser una suerte de bisagra entre las comunidades que llegan y las que reciben. Sus prácticas han abierto trochas de conexión entre los sures globales.
El presente análisis reconstruye una suerte de etno-geo-grafía de la memoria de la diáspora laosiana. Este método, que toma el espacio transitado y vivido como relación (no solo como referencia), permite comprender a las refugiadas laosianas como sujetos sociales, históricos y políticos desde ese lugar de excepcionalidad que es el exilio, al que las han confinado la historia dominante y las estrategias humanitarias. Retoma cuerpos, huellas, topografía y trayectos en diferentes instancias topográficas, en apariencia inconexas: Argentina (Provincia de Buenos Aires y Misiones) y Guayana Francesa (Javouhey y Cacaó) a partir de algunas prácticas de la imagen y otras de subsistencia realizadas por las refugiadas, para suturar las heridas del desplazamiento3.
La reflexión aquí trazada surge de una investigación situada en los intensos duelos del Sur global, pero no toma la voz por las comunidades laosianas ni sus mujeres4. En cambio, pretende visibilizar alternativas de reconstrucción de la memoria de la diáspora, en femenino, y busca compartir otras posibilidades de reparación colectiva ante escenarios de profunda violencia. Es una reflexión para desacostumbrar la mirada situada en la emocionalidad de la rabia, la denuncia y la indignación –ampliamente sedimentadas en la región–, quizá necesarias, pero insuficientes para abonar el terreno sensible que pide todo proceso de reconstrucción. Se requiere habilitar espacios de silencio y escucha donde se teje la vida, donde se actúa con una paciencia creadora, donde se acude a otras imágenes para la memoria; es, a la vez, una historia otra y una historia propia. Si se quiere, puede ser también una enseñanza.
Se abordarán tres asuntos: el primero sitúa a las refugiadas laosianas en el escenario de la guerra; el segundo profundiza las configuraciones que han establecido las refugiadas como contra-relatos en sus lugares de asentamiento, entendidas como geonarrativas en silencio; finalmente, se abre un campo para revisar la convivencia, entendida como sutura de vida y como espacio estético de lo cotidiano, que recupera el cuidado de la comunidad en acciones colectivas a través de su práctica alimentaria tradicional (también como metáfora de continuidad de la vida).
El periplo de los contingentes de refugiados laosianos hacia América Latina se da en condiciones excepcionales, incluso para el marco de las migraciones del Sudeste Asiático entre 1970 y 1980. La Guayana Francesa, única región continental francesa en América del Sur, recibe un primer grupo de 563 refugiados de la etnia hmong en 1977, seguido por un contingente similar en 1979 y un último grupo de algunas decenas en 1990 –estos últimos provenientes de Argentina–. Por su parte, este país del Cono Sur, durante el Proceso de Reorganización Nacional, recibe entre septiembre de 1979 y enero de 1980 a 266 familias laosianas, 21 camboyanas y 6 vietnamitas, estas últimas agrupadas como laosianas o emigradas hacia otros destinos. La negociación de esta recepción se determina en medio de las acusaciones por faltas a los derechos humanos por parte de la dictadura, que terminarían en la visita de la comisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en septiembre de 19795. Aquí, los contingentes de refugiados se asumen como una pieza de cambio humanitaria ante la comunidad internacional.
Con antelación a esta inesperada llegada, América Latina observaba al Sudeste Asiático con la lente periodística y mediática del “Vietnam”. De manera que la guerra civil de Laos no fue leída en su especificidad, ni aun cuando se declaró neutral ante el conflicto del país vecino. Su organización política interna se fracturó por las diferencias de la familia real y las tendencias políticas de los dos hermanos monarcas6. Se trató de una ruptura profunda donde se replegaron problemas del pasado remoto removido por los episodios anticoloniales que originaron los nacientes Estados nación de Laos, Camboya y Vietnam después de la derrota francesa en Dien Bien Phu y durante la invasión estadounidense, después de los acuerdos de Ginebra en 1954, cuyo pretexto fue la resistencia anticomunista7.
Con este telón de fondo, las organizaciones internacionales que intervinieron con ayuda humanitaria se ocuparon de atender el fenómeno de refugiados laosianos en Tailandia. La precariedad, la urgencia y la complejidad de la situación se tradujeron en cifras, mientras se gestionaban planes de adecuación y se creaban campos de refugiados –nueve durante el periodo álgido del conflicto (Acnur, 2000; Cha, 2005; Hamilton, 1993)–. Tanto la dirección de las organizaciones como los representantes de gobierno y personal de logística y asistencia estaban coordinados por grupos de varones concentrados en atender de manera pragmática el volumen de refugiados mediante repatriaciones. Mientras tanto, se pasaron por alto los cambios culturales que venían sucediendo dentro de las etnias coincidentes en los campos de refugiados, donde las mujeres participaban de manera más activa en el aprovisionamiento económico8. La logística masculina del humanitarismo no logró contrarrestar la lógica masculina de la guerra; estos dos registros resolvían las cosas “desde arriba”, sin advertir las reconfiguraciones profundas que las refugiadas venían haciendo a su modo de vida en campo.
Si los hombres fueron el primer frente de batalla durante la guerra, las mujeres fueron el primer frente amortiguador de sus efectos. Antes de ser refugiadas habían protegido su vida y la de los suyos, y, en medio del conflicto bélico, posibilitaron caminos de cuidado de la vida. El nuevo estatus humanitario lo asumirían en el campo de refugiados, un espacio presumiblemente “seguro” que recibió a la masa migrante y se dispuso para concentrar los “sobrevivientes”, antes de enviarlos a algún otro país del mundo –principalmente Estados Unidos, Francia o Canadá– y otros destinos fortuitos, como Argentina y Guayana Francesa9. Este traslape, denunciado ya por Didier Fassin (2016), entre humanitarismo y securitarismo en los campos de refugiados antepone una gestión pragmática (policial) de la supervivencia, sin detallar las transformaciones simbólicas y políticas de las comunidades atendidas. Las distinciones generalistas de género encubrieron las distinciones interétnicas, que resurgen con sus propias adecuaciones en los territorios de llegada.
La población femenina y los infantes fueron el eje del discurso de protección a los “grupos vulnerables”, dado que la mayoría de los varones laosianos en edad adulta fueron o reclutados en la milicia o ejecutados o huyeron de posibles represalias dejando el grupo familiar a cargo de la esposa o las mujeres de la familia (Cha, 2005). En los campos de refugiados, a medida que las comunidades se adecuaban a planes educativos contingentes –pero necesarios para adquirir habilidades y destrezas en idiomas, por ejemplo–, se evidenciaba una diferencia notable entre la cantidad de varones entre 9 y 15 años que podían asistir a clase, mientras era visible la baja concurrencia de mujeres jóvenes. En la mayoría de los casos, las obligaciones maternales y tradicionales –en especial para la etnia hmong– se anteponían y las alejaban de la escuela10. Son diversos los factores que permiten rastrear las formas de inscripción de ejercicios de violencia y marginación, más allá de la guerra, sobre el cuerpo de las mujeres refugiadas.
Generalmente, cuando “aparece el cuerpo femenino” se juegan las formas discursivas para producir una cierta visibilidad de la refugiada laosiana, marcada por estereotipos de precariedad, forma que encaja en los móviles morales humanitarios (Fassin, 2018). Sin embargo, para entender el cuerpo de las mujeres debe tenerse en cuenta “lo que ese cuerpo –individual y colectivo– puede” a nivel tanto físico como simbólico.
Hay una serie de lastres en la memoria de las refugiadas laosianas. Pesa la comunidad de origen y de llegada, el Sudeste Asiático y “Oriente”, la familia, las hermanas apartadas, las abuelas abandonadas, los esposos perdidos, los hombres que trajo y se llevó la guerra, los hijos muertos, junto con los vivos, los adoptivos y los que vendrán. La refugiada laosiana en sí misma “pesa” por la intolerable condición de excluida con “sus vidas al desnudo” (Han, 2015; Agamben, 2003). La imagen de esta mujer extranjera se configuró como una alteridad extrema con estatus de refugiada, sin dominio del castellano para el caso argentino o sin un fluido francés para el caso guayanés; aborigen en su lugar natal, como se destaca en los confusos discursos de prensa de la época; oriunda de culturas de la tierra y la oralidad; habituada a las montañas y la selva, a las familias extensivas; una mujer con otra dieta, otras prendas de vestir; otra salvaje; doliente; sumisa; pobre. Ante semejante exclusión, ¿desde dónde toma fuerza la refugiada laosiana para enunciarse cuando aterriza en América Latina?
La laosiana ingresó como una fisura en las resistencias que se autodeterminan, y con razón, como poseedoras “legítimas de sus terruños” en Latinoamérica, de modo que las desborda11. Las desterradas del Sudeste Asiático no han acumulado el tiempo de las abuelas negras y cimarronas de la diáspora africana, ni el de las indias que reclaman los territorios de sus ancestras, ni hacen las denuncias históricas de las mestizas hacia sus padres blancos, y mucho menos podrán acomodarse en el lugar de las blancas. Las refugiadas laosianas llegaron desfasadas del mito de las tres raíces para cuestionar el canon que legitima la memoria de las mujeres y “sus” lugares en la región. Su silencio habla –a medias entre español, laosiano, hmong, thai, vietnamita y francés– el lugar de la diáspora. Es el murmullo del “nosotras las refugiadas laosianas” que se escucha tanto en Argentina como en Guayana Francesa12. “Refugiada laosiana” no determina actualmente un estatus político; su vigencia proclama un enunciado simbólico de alteridad.
Rastrear la memoria de las refugiadas laosianas implica seguir la pista de las imágenes en el lugar donde logran captar su forma de ver el mundo; donde no necesitan usar o abusar de la palabra ni de la declaración de víctima ante la autoridad oficial; donde sus manos y sus cuerpos pueden hacer los referentes de su memoria plasmados en indicios –objetos y prácticas– que concretan las derivas narrativas del desencuentro; donde se sostiene la vida.
La ausencia de literatura y la precariedad de archivos –gubernamentales, sobre todo– acerca de la diáspora laosiana en América Latina constituye un nodo central de plantear el problema de la reconstrucción histórica de esta comunidad en la región (Landazábal, 2019). El archivo oficial no advierte una reconstrucción sólida de su perfil histórico, pero al menos brinda un corpus al cual cuestionar. La falta de sistematización de datos oficiales, planeación y seguimiento respecto del asentamiento de los refugiados en Argentina delata un interés superficial por el proceso de la comunidad laosiana en dicho país (Landazábal, 2020a). En contraste, Guayana Francesa se organizó como espacio de recepción con una detallada logística a cargo de agentes metropolitanos –presbíteros misioneros y administradores de antiguos territorios coloniales– que vincularon dos regiones conocidas bajo la óptica colonial francesa (Dupont, 1996; Landazábal, 2020b)13. Las estadísticas demográficas, el estereotipado material de prensa y algunos documentos oficiales son recursos insuficientes para pensar un archivo laosiano y, aún más, para rastrear la inscripción de la presencia de las refugiadas laosianas14.
Por otra parte, en América Latina los propios refugiados no impulsaron el cultivo de revisiones históricas (literatura escrita, testimonios, memorias y otras formas de recuperación de la experiencia de guerra y exilio), como sí pasó en Estados Unidos, pues el marco político y social de Argentina –en el Proceso de Reorganización Nacional– y de Guayana Francesa –en vías de un importante despegue económico– respondía a otras urgencias y allí las comunidades refugiadas llegaron de manera contingente15. En correspondencia, estos dos polos geográficos se atravesaron también de forma abrupta en los proyectos de asentamiento de las familias refugiadas, que no tenían el Sur como objetivo16.
¿Cómo elaborar una narrativa comprensible y transmisible, pese a las barreras de la lengua, de las edades, de las geografías y a las expectativas trazadas, sobre el pasado de guerra?; ¿cómo inscribirse en el mundo sin ser atropellado por esas imágenes de la historia?
Quizá esta forma de hacerse al territorio anuncia una poética que consiste en sostener un vestigio de pasado, una suerte de ruina –los recuerdos fragmentados, remozados, actualizados y paralizados–, mientras exige el uso comprometido de la imaginación. A cuarenta años de la llegada del pueblo laosiano se encuentran tapices bordados –principalmente de la etnia hmong– o prácticas ancestrales recogidas en espacios actuales, como el caso de las prácticas culinarias y comerciales de las mujeres laosianas en Argentina (Landazábal, 2019; Zulpo, 2012). Esta tensión entre recuerdo e imaginación conducida por la vía del silencio y el compromiso por reconstruir una forma colectiva de comentar el pasado sin que hiera, sin denunciarlo, pese al dolor sufrido, conforma una estética basada en la ética del silencio y la transformación. El pasado se recuerda para aprender, mientras el silencio es el campo para la práctica reconstructiva. A continuación, se enseñan dos registros de la etnia hmong: el primero desde un panorama ampliado en la Guayana Francesa y otro, más íntimo, acerca de los cambios de las refugiadas en diáspora, desde Argentina.
En el mercado dominical de Javouhey, Guayana Francesa, las abuelas hmong exponen mercancía manufacturada en el pueblo o importada del Asia17. Es frecuente encontrar tapices bordados con escenas de la vida cotidiana de la granja, escenarios que remiten a Laos, la familia y otras tradiciones hmong. Las escenas expuestas a la venta enseñan fragmentos de la memoria de la diáspora –en uno y otro mercado–, regateadas y empleadas, según el gusto del comprador, como un objeto decorativo o algo utilitario. Las imágenes de la diáspora siguen su dispersión.
Se trata de narrativas visuales complejas, que abarcan geografías, etnias y hechos heterogéneos. Pero los tapices no solo refieren a las escenas mismas, pues hilvanan los tiempos del recuerdo, los estados emocionales que llegan y se van en los dedos de sus bordadoras, e hilan el pensamiento y el cuerpo. Son paisajes de la memoria realizados con las manos; han tomado un cierto proceso e informan sobre una intención; pertenecen a una psiquis reconstruida en el tiempo. Paisajes que son todo historia (Glissant, 2017; Chamoiseau, 1994). Cada tapiz presenta una convergencia de experiencias que no busca petrificar el pasado, sino, más bien, abrir campo al recuerdo, para imaginarlo de otra manera. Plantearé dos caminos de lectura para esta imagen.
Una primera forma de imaginar el recuerdo de este tapiz enseña el río Mekong como el linde para franquear la frontera y llegar al anhelado campo de refugiados en Tailandia (Figura 1). Se trata de un repliegue de tiempos dispuestos en múltiples espacios que anuncian pasado y futuro en el momento del cruce –ese momento límbico del entre–, un momento inolvidable y a la vez invivible18. Las familias hmong, en un improvisado resguardo en la orilla, alertan sobre el peligro de ser bombardeadas o quizá recuerdan la manera en que las cuadrillas del Pateth Lao “pescaban disidentes en río revuelto”. Al frente, el río es la frontera, pero también la suerte. Después, la logística receptiva del campo de refugiados se presenta multicolor y la multiplicidad de casas se replica como el recuerdo del hogar anhelado.
Este tapiz habla del lugar en común de la diáspora en la huida, el punto de partida de las refugiadas. Ellas vienen de la guerra civil de Laos, el lugar de lo común en la historia de la diáspora laosiana, el cual no debe entenderse como “lugar común”, tomando la expresión de Georges Didi-Huberman (2014). Esa guerra se enseña a través del silencio, es un punto indecible en la memoria, incluso si ha sido mil veces relatada, recontada y recordada. La guerra vivida es indecible, porque la continuidad de la vida está fuera de esa historia. La vida cuidada es la experiencia que la excede.
La segunda forma de leer el tapiz implica pensarlo en el contexto de la diáspora. La tradición étnica laosiana enseña gran variedad de bordados y textiles; sin embargo, el caso hmong destaca, porque se porta en los trajes del día a día. Se trataba de complejos tocados distintivos según cada familia, usados en la vida cotidiana. Los diseños exhibían códigos geométricos muy antiguos que indicaban principalmente el lugar de procedencia y el clan19. Figuras con patrones repetidos configuraban complejas y vistosas composiciones que se adosaban al cuerpo –cinturones, apliques para las faldas, bordes de mangas y botamangas y otros atuendos tradicionales– mientras se realizaban las labores agrícolas: cosecha de opio y otros cultivos en las altas montañas. En este oficio de las mujeres por tradición, son ellas quienes resguardaban la técnica y su semántica.
Y, sin embargo, la imagen (Figura 1) enseña un tapiz figurativo, relata una escena completa con una narrativa cinética; todo se mueve dentro. ¿Por qué, teniendo patrones geométricos tan específicos de bordado, las refugiadas comienzan a diseñar escenas figurativas? ¿Desde cuándo y para qué lo hacen?
El salto escópico no solo es visual; también indica un cambio en la praxis social, en la forma de asumir la intersubjetividad, acondicionada por el marco de la guerra, e indica un primer reacondicionamiento (una ruptura) en la “tradición”. La nueva posibilidad de hacer visible la etnia hmong en el exilio pretende comunicar la resistencia ante los efectos de la guerra y, a la vez, enseña una transformación del saber ancestral como alternativa económica en el campo de refugiados. Esta nueva técnica de imaginar (hacer imagen) los bordados hmong no es usada más para la comunidad, sino para el extranjero: la técnica de traducirse en el exilio para sustentar la vida.
El cambio económico y cultural no se dio en el campo de refugiados, se dio en la guerra (Anderson et al., 1992). Incluso antes, si se toma en cuenta que estas culturas de la oralidad encontraron la escritura romanizada de su lengua con las expediciones misioneras francesas en la época colonial (Dao, 1993). El revestimiento de la oralidad a través de la escritura es sustancial para comprender cómo los ancestrales códigos visuales adquieren otras connotaciones. De cierta manera, el colonialismo ya había dejado abierta esa fisura.
Ahora bien, el sistema de trueque tradicional en las prácticas agrícolas fue drásticamente arrasado por la economía de guerra y posteriormente por las dinámicas comerciales aledañas al campo de refugiados. Aquí las mujeres fueron determinantes para asegurar ingresos económicos a partir de labores de bordado, tejido, cestería, costura y platería. Forzadas a generar sus propios ingresos, manufacturaban gran parte de los productos de venta y también se organizaban colectivamente para venderlos en mercados aledaños a los campos de refugiados, pues la venta se garantizaba mejor si la efectuaban ellas. Estas prácticas domésticas pasaron al ámbito público y, sobre todo, al comercial. Entretanto, los varones frecuentemente ayudaban en labores de cestería y se encargaban del cuidado de los niños en el campo de refugiados (Cha, 2005). Sin embargo, aunque esta notable inversión de roles se dio en el contexto de la guerra y el refugio, el lugar tradicional de la mujer siguió supeditado a la organización patriarcal y continúa con algunos cambios en los países de reasentamiento, aunque hoy día sigue siendo objeto de disputa entre las generaciones más jóvenes.
En Chascomús, se compartió un pequeño mate argentino (Figura 2) durante la visita de invierno. Hmoob es la escritura romanizada –que se lee hmong– del nombre genérico de esta etnia del Sudeste Asiático, compuesta por diferentes clanes. El recipiente es el mate de la familia hmong Xiong de Argentina. Este objeto de inscritura híbrida relata un estatus intermedio propio de una familia refugiada laosiana que se sitúa entre lo ancestral laosiano y lo local argentino. Los padres de esta familia actualmente apenas pasan los cuarenta años. El Sr. Xiong “recuerda” haber llegado con cinco años a la Argentina. Hay una fotografía de prensa como evidencia y él está seguro de su edad y sus recuerdos. La Sra. Vang tiene un documento que la acredita como nacionalizada argentina –donde se presume su edad con base en las planillas de registro de ingreso al país en 1980–. Ella duda de esta verdad.
Este objeto, labrado a mano, compartido en las labores cotidianas, está actuando como un detonante de la memoria del intervalo –allí donde la imagen es, sin ser percibida (Bergson, 2006)–. Es justamente ese momento de silencio y tiempo el que requiere la reconstrucción de una imagen para poder bordarla –tiempo, espacio, imaginación, momento–. Es esa la fracción de memoria entre el lugar imaginado o añorado y el ahora; entre la difícil relación de la materia y la memoria; entre el cuerpo y el pasado, con el recuerdo de los posibles futuros.
El caso de las refugiadas laosianas invita a cuestionar las formas de administración estatales de los países de recepción, basadas en criterios de marginación y signadas por la arbitrariedad, para acondicionar “cuerpos extranjeros” como “asimilables” a las sociedades locales con falsas verdades. Por una parte, el criterio de selección de la población femenina se basó en la edad fértil para las mujeres adultas y niñas pequeñas; esto facilitaba los procesos de formación, reproducción y adecuación al nuevo entorno (Landazábal, 2019). Por otra parte, los registros oficiales unificaron patrones de edad basados en características fenotípicas como la estatura, para documentar a los nuevos ciudadanos, a falta de datos certeros20(Landazábal, 2020a).
De tal manera, ´las estrategias institucionales de regulación tienen consecuencias profundas en cada una de las mujeres, sobre todo, porque ellas buscan pistas concretas de la edad de su cuerpo para comprender mejor su biografía. Hay un horizonte de indistinción y falsedad en el registro de su propio cuerpo. Esta forma de violencia estatal no ha borrado evidencias, pero ha impuesto sesgos de marginación; ese es el carácter de la violencia en las estructuras humanitarias (Fassin, 2018). Se trata de un espacio de especulación que, probablemente, nunca será aclarado.
Ese horizonte de incertidumbre es común a las demás mujeres de la comunidad laosiana que nacieron en los campos de refugiados en Tailandia y llegaron a sus lugares de asentamiento muy niñas21. “El cuerpo no solo es el sitio donde se ejerce el poder o se lo resiste: también es el sitio donde se busca o niega la verdad”, afirma Didier Fassin (2018, p. 106). Por ello, se entiende que las mujeres indaguen sobre su propio cuerpo, entendiéndolo como tiempo vivido y revisando periodos fértiles, presuponiendo la llegada de la menopausia o comparando con las demás sus experiencias, todo para encontrar un vestigio de su “verdadera” edad. Es una incesante búsqueda de la huella.
Por todo esto, puede comprenderse que la particular relación del mate-hmong con la Sra. Vang se dé de manera especular. Antes de entender estos objetos por lo que “son”, debe atenderse a lo que “quieren decir”, a lo que proyectan. No se trata de equiparar la cualidad de objeto, sino de captar la imagen que refleja. El objeto ha sido fabricado y repujado a mano, forma parte del día a día de la cultura argentina y también de la familia hmong. Allí la palabra hmong (hmoob) habla de una inscripción política y no solo psicológica. No refiere a la añoranza, sino a la duda que implica estar en ese lugar intermedio de indistinción en cuanto refugiados. “Esto no es un mate, es un mate-hmong”, siguiendo el juego de René Magritte en “Esto no es una pipa” (Foucault, 1981). El mate es argentino o hmong o ambos, como la Sra. Vang. El mate es la huella y el acertijo, y el cuerpo es el lugar del conflicto con la verdad oficial y la memoria. Ambos entran en vigencia en la vida cotidiana, en ese lugar donde, como afirmó alguna vez Gilles Deleuze (Los Dependientes, 1987), crear y, por qué no, creer día a día es resistir.
Pero la Sra. Vang también insiste en inscribir un poco de la tradición hmong en los bordados tradicionales. A diferencia del Tapiz de la huida (Figura 1), ella ha optado por sostener el bordado geométrico tradicional sin comprender mucho la nomenclatura ancestral. Sabe que está desfasada de su geografía, pero tiene otro horizonte de sentido. Ahora está más animada a resguardar esa técnica como un portal hacia la memoria imaginada de la patria originaria. El bordado es una estrategia de resistencia y se antepone a la “originalidad” de los bordados laosianos, porque está en Argentina. A la vez, enseña la intención de sostener lo que le interesa de la memoria ancestral y que fue borrado de su memoria cultural. La Sra. Vang entiende que es hmong de la diáspora, por eso, mientras borda, denuncia los procedimientos “tradicionales” impuestos a ella, como su matrimonio, acordado cuando iniciaba la adolescencia. Un acuerdo igualmente desfasado del horizonte ancestral, pero efectivo.
El bordado es herencia de una tradición resemantizada, en cuanto práctica de (in)distinción, porque se inscribe en la complejidad de la memoria que lo acompaña. Es siempre un detonante; no concentra, conecta (Figuras 3-6).
Las cuatro imágenes (Figuras 3-6) corresponden a algunos registros tomados en la casa de la Sra. Vang. El primero es el único bordado por Kao, su suegra ahora en guyane, y corresponde a un detalle de la manga de un vestido tradicional hmong. En la iconografía de la etnia, esas figuras sugieren una referencia al paisaje de Laos, pero también pueden interpretarse como el lugar de la casa. La Sra. Vang está en Chascomús, Argentina. El segundo es un bordado terminando, pensado para la parte delantera del tocado de una falda. Las figuras parecen aludir a los caracoles de tierra, propios de las referencias agrícolas en la iconografía hmong22. El tercero es otro detalle de manga, hecho con sedas plisadas delicadamente y pisado con pespunte. En su descripción, la Sra. Vang habla de la satisfacción de establecer una práctica del perfeccionamiento y expresa su emoción por encontrar sedas “orientales”, como las llama, para hacer los vestidos. Sin embargo, la última imagen (Figura 6) la enseñaba con una expresión franca, mientras sacaba de una maleta de viaje todas estas costuras. La mayoría de bordados están aún en retazos y son parte de un proyecto por concluir una serie de vestidos para sus hijos.
Esta imagen –entre enredos, hilos sueltos y un delicado bordado– expresa una idea cercana a los cabos de la memoria de la Sra. Vang. Los tiempos de proyectos futuros se condensan con referentes vagos del pasado, pero, aun así, la práctica constante del bordado ha establecido una suerte de conexión y relectura de la tradición. La familia de la Sra. Vang, con la que llegó a Argentina en 1980, se encuentra en Alemania. Sus padres partieron con los hijos menores, después de efectuar la prematura boda en su adolescencia. La Sra. Vang es la única de su familia en Argentina y sus bordados no están a la venta; son pensados para sus hijos y amigos23.
Se han visitado dos relatos de ida y vuelta donde la diáspora incorporada en las refugiadas laosianas promovió formas de hacer imagen las experiencias de éxodo y exilio. La diferencia entre las generaciones es crucial para comprender que la memoria no puede transmitirse como un continuum, no es un metarrelato, sino que se hilvana día a día. Quizá las mujeres –por su cuerpo biológico, pero también por su cuerpo “feminizado, fragilizado y victimizado de refugiadas”– albergan pistas entre el adentro y el afuera de lo que implica construir las narrativas de la diáspora. Su dialéctica pone en tensión la presencia, la ausencia y las formas de representación: es un constante juego donde el cuerpo y la imaginación son el lugar de la praxis política. Mientras ellas se piensan y se rastrean, producen cambios constantes dentro de la comunidad. Y toman por su cuenta el peso de la tradición, y lo moldean, hasta que la deshacen, la devuelven, la venden o simplemente, la reservan.
Esta es una política íntima que trabaja desde la poética y los afectos. Una infrapolítica, diría James Scott (2000), donde se ejercita la praxis de plegarse en los espacios de llegada sin gritar –porque no se necesita–, porque se ha optado por construir las bases de la presencia desde el silencio. Porque toma tiempo aprender una lengua y toma tiempo comprender que se ha olvidado la de los ancestros. Porque los cuerpos recuerdan algo más que la necesidad de hablar: recuerdan la importancia de dejar reposar el silencio, para crear. Porque en esas fugas íntimas existe (resiste) la vida.
La interacción entre lenguaje y realidad se da en relaciones variables (Sarlo, 2005). La concreción de los objetos producidos por las refugiadas enseña que de una imagen se infiere la fijación de una experiencia, así sea la del desencuentro. Es una forma de contacto, en el sentido que lo entiende John Berger (1975, p. 14): “Tocar algo es situarse en relación con ello. Nunca miramos solo una cosa, siempre miramos la relación entre las cosas y nosotros mismos”. De esta manera, la experiencia de mirar el pasado, aunque es una experiencia de desencuentro para muchas refugiadas laosianas, es también un modo de relacionarse con él; es el modo de apertura para construirse en el territorio de asentamiento.
La comunidad laosiana en la ciudad de Posadas, Misiones, colindando con el río Paraná, enseña un particular caso de resistencia al margen del territorio nacional, del sistema gubernamental y de los estereotipos culturales de la nación argentina. Aquí no se alude a la etnia hmong, sino a la comunidad laosiana (que concentra una diversidad de familias lao, algunas presencias thai, vietnamitas y mujeres argentinas en matrimonio con laosianos), cuyos miembros estuvieron por casi dos décadas asentados en un terreno perteneciente al balneario El Brete24. En este lugar fueron acomodados a su llegada, mientras eran enviados a las familias con las que trabajarían. Los laosianos nunca se conformaban con las condiciones dadas y retornaban para agruparse y mantenerse como comunidad en este asentamiento (Zulpo, 2012). Hacia la década de 1990, la construcción de la hidroeléctrica binacional Yacyretá, compartida con Paraguay, estimuló un cambio sin precedentes para la comunidad, con el cual lograron asentarse en dos barrios. Resalta el caso de Itambé Miní, cerca del aeropuerto, donde la comunidad construyó por cuenta propia un templo budista apenas finalizado en el año 2019 (Landazábal, 2019).
Todo este proceso estuvo alentado por diversas prácticas de los miembros de la comunidad. No obstante, la intervención de las mujeres durante el periodo de El Brete fue central para el sostenimiento económico. Cuentan las refugiadas de Posadas cómo se organizaron para ofrecer mercancía interesante para la población local y a buen precio: ropa, algunos cosméticos y utensilios que fueran llamativos para las amas de casa argentinas. Ellas pasaban con sus carretas vendiendo puerta a puerta, voceando los productos y los cómodos precios, pero, sobre todo, establecían un contacto más próximo con los habitantes de la ciudad. Poco a poco fracturaron el estereotipo que se había creado sobre los laosianos “come-perro, chinos, salvajes, extraños; los refugiados, los revoltosos, los invasores”. O, mejor, pese al estereotipo, se animaron a pasear públicamente su presencia. Aquí es importante señalar el “uso” estratégico de la figura femenina, en cuanto figura dúctil. En las experiencias de los campos de refugiados, tanto en Tailandia como en El Brete, las mujeres (con sus hijos infantes) conformaban el lado más “asimilable” de esa sociedad de llegada, y este fue aprovechado para establecer los primeros vínculos comerciales.
Una vez más, el cuerpo en movimiento de las mujeres, sus estrategias de venta y su presencia, en cuanto alteridad, podrían ir cincelando el estereotipo del refugiado. La organización colectiva permitió la subsistencia económica, que se vio mejorada con la incorporación de los hijos al sistema educativo argentino. A la vez, su estrategia comercial fue un modo de presencia pública que cuestionó el discurso asistencialista del gobierno25. Hoy día, las refugiadas llegan los domingos a las ceremonias del templo budista, el cual alberga el “Buda más grande de América Latina”, como afirman. Allí aprovechan para llevar sus tradicionales faldas lao, que se distinguen de las hmong, y comparten las preparaciones culinarias tradicionales. Aún los laosianos son vistos como un polo exótico en la comunidad local, pero en mucho ha cambiado el estereotipo, mientras ellas y ellos logran sostener algunas prácticas tradicionales.
Quizá una imagen que abrigue esta complejidad sea una que integre ese difícil proceso de la comunidad, entre el adentro y el afuera, como una experiencia que toma tiempo. Por ello, es preciso traer el momento en que se ha cosechado “tacuara” –bambú o guadua– en los alrededores de Itambé Miní para preparar una sopa tradicional laosiana (Figura 7). En el momento de toma de la fotografía, la comunidad comentaba cómo, al ser menospreciada por su dieta tradicional –basada en gran variedad de vegetales y algunos insectos, asimilada frecuentemente a la mala fama de los chinos, por su fenotipo–, mantenía sus destrezas culinarias en cuanto prácticas conectivas, compartidas apenas con los más cercanos.
La imagen de la sopa no está en esta fotografía, sino en todo lo que la excede26. La preparación de la sopa de tacuara no se condensa en una imagen, es un sistema de prácticas que implican el antes y el ahora de la memoria colectiva. La sopa laosiana deviene una suerte de ritual en contexto de diáspora, pero es a la vez un detonante que anuncia la presencia de la diferencia. Mientras la comunidad negocia su imagen con el afuera, la sopa conduce al movimiento contrario: integra, alimenta, va hacia adentro (Le Breton, 2009). Es la manera de metabolizar la tierra del país de recepción mediante una costumbre ancestral.
La práctica ha sido transmitida a las segundas y terceras generaciones, que ya reciben muy poco de la lengua lao y se comunican casi completamente en castellano. En este intersticio la palabra también se ha modificado. Las costumbres son frecuentemente traducidas por los hijos, y los varones también participan de la preparación, contradiciendo el mandato ancestral de dejar la comida en manos de las mujeres. Así, practicar la crianza de la segunda generación y las siguientes implica aterrizarla como una constante práctica de ruptura y “traducción”; un continuo proceso de actualización.
Criar supone una tensión con la memoria ancestral, la memoria de las décadas de asentamiento, e imaginar el recuerdo de los futuros incluyentes, entendiendo que siempre, por los rasgos fenotípicos, pero también por las formas culturales del país de llegada, los refugiados laosianos serán la alteridad. Esa es la sopa cultural en diáspora: un intercambio constante de tiempos y saberes que requieren cocción con el tiempo; un proceso de integración y reposo.
La imagen ausente no presupone una condición dada, pero convoca a un ejercicio constante de imaginar la memoria, hacerla visible, pero, sobre todo, habitable. Las refugiadas laosianas han soportado dos clases de invisibilización: la de su condición de mujeres transformadoras dentro de sus pueblos ancestrales y la de la administración occidental, que las amalgamó a la masa vulnerable de los pueblos refugiados. No obstante, se ha revisado una suerte de periplo por las imágenes, que son imágenes de ellas (producidas por ellas), para comprender cómo las prácticas cotidianas comportan un proceso altamente reconstructor que, aunque tenue, es constante. Con ello han conseguido revocar el asistencialismo, que debe entenderse como un proceso de des-subjetivación donde se impone una imagen mediada por narrativas humanitarias, soportes fotográficos en prensa y discursos gubernamentales que la estatizan y encubren.
Este escrito se detiene en lo que las refugiadas han construido “para intercambiar” algo más que lamentos y desdichas de su historia, deshecha por la guerra y la migración. Su estrategia de resistencia es también una manera de cuestionar las formas de lectura de la violencia contemporánea –expuesta en procesos abruptos, demasiado visibles y dispuestos en la inmediatez (Fassin, 2018)–, donde “los dominantes aprovechan el caos y los oprimidos se exasperan” (Glissant, 2017, p. 175). Su estética es un arte del proceso, de la observación y de la paciencia; es también una estética de ruptura y, a la vez, de transformación. Una estética contradictoria con el frenesí contemporáneo, donde todo está demasiado expuesto, demasiado visible, demasiado ruidoso, demasiado escueto; parece que no hay campo para la fuerza de lo sutil. La estética de las refugiadas laosianas constituye también un proceso de acoplamiento y encantamiento –de seducción– con la realidad, incluso si esta duele. Es una poética-política de relación con el caos del mundo contemporáneo.
Ese ensamblaje de poéticas de resistencia, que se entiende aquí como sutura, se hilvana en tres registros recorridos a lo largo de los apartados citados. El primero, a través de un tapiz, habla de una relación con el paisaje, donde se tensan vivencia y experiencia, recuerdo e imaginación. Es el paisaje andado, no proyectado, sino subvertido; cosido desde abajo; negociado en las formas concretas de existencia que exceden la supervivencia. El segundo registro convoca esas sutiles relaciones de desconexión entre lengua y prácticas cotidianas. La ruptura también cicatriza en procesos de rememoración y resignificación, de actualización de los códigos obsoletos o resemantización. Y, finalmente, el espacio entre el adentro y el afuera constituye también una relación que nutre la memoria; los tiempos de introyección y encuentro frente a los tiempos de despliegue y exposición.
Desde esos “lugares mínimos”, la experiencia del aturdimiento por los sucesos violentos se vio obligada a “recuperar algo” de la memoria colectiva que permitiese no solo sobrevivir, sino reconstruir la vida. Esto es habitar en paralelo la memoria vivida y su(s) narrativa(s); “hallar las heridas de la memoria, más que las memorias heridas”, diría Elizabeth Jelin (1998). En vez de comprender la memoria como un horizonte colmado de denuncias, se habilita como un horizonte útil en la reconstrucción de una comunidad fragmentada; la memoria se construye en el tejido de la vida.
Así que la sutura logra sobrellevar las rupturas y las cicatrices; es un desborde de la historia. Prefiere hilar la paciencia y el cuidado de cada experiencia; decanta el tiempo histórico y el emocional, el colectivo y el personal. Las imágenes figurativas de los tapices de Javouhey se anteponen a las fotografías de la Agence France-Presse (AFP) y de la Associated Press (AP) sobre el Vietnam (común referente del Sudeste Asiático entre las décadas de 1970 y 1980). Un mate-hmong también indica un punto geográfico de referencia, el indicio de un lugar adecuado para cultivar la vida. Y una sopa de bambú convoca al reposo después de tanta fatiga. Identidad y diferencia no (solo) son conceptos; más bien, son estructuras de sentimiento, afirma Ángel Quintero (2013). Se asume entonces que identidad y diferencia son procesos estéticos.
La diáspora es más bien un acumulado de instantáneas con la posibilidad de conformar relatos heterogéneos; es una forma de experiencia (i-lógica) de la historia. Sin embargo, sin una narrativa, los hechos se agolpan, señala Byung-Chul Han (2015); por eso la sutura encuentra el modo de organizar los relatos dispersos en las prácticas de resistencia (re-existencia) y se enseña en el diverso entramado cultural que proponen las mujeres. Fuera de la crono-lógica historia dominante, las imágenes de las refugiadas laosianas desbordan e inscriben una veta de proximidad ante las distancias infranqueables.
Se toman como referencia algunos puntos visitados en la etnografía de investigación realizada en el año 2017 (Landazábal, 2019).
El contexto político regional suramericano puede ampliarse en Landazábal (2019).
Hmong Cultural Center (https://www.hmongembroidery.org/inspiredesigns.html)
Véase el material de referencia del Hmong Museum en https://hmongmuseummn.org/collection/hmong-tattoo/hmong-textile-symbols/
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Erik Jerena Montiel**
Este artículo tiene por objetivo analizar algunas tensiones que se configuran en el proceso de semiosis cultural en la ciudad, y que estarían transformando los sentidos de la extranjería y la otredad. El autor, mediante un análisis narrativo centrado en los relatos de experiencia migratoria de integrantes de tres familias venezolanas, indaga en torno a las tácticas de la vida cotidiana que despliegan los migrantes en las espacialidades del centro de Bogotá. El artículo concluye con consideraciones en torno a las dificultades que enfrentan los migrantes venezolanos para incorporarse a una sociedad como la bogotana, dividida y segregada, cuyos códigos deben descifrar para hacer posible su supervivencia en ella..
Palabras clave: semiótica cultural, otredad, tensiones culturales, migración venezolana, metodología narrativa, colonialidad.
As autoras deste artigo propõem uma reflexão, desde a postura das mulheres indígenas tikunas (magüta), acerca da defesa dos corpos e os territórios atravessados pela exploração na Amazônia. O escrito parte de um trabalho etnográfico realizado em 2017, 2018 e 2019, orientado a descrever a luta contra o tráfico de pessoas e a exploração sexual comercial de crianças e adolescentes. As autoras finalizam reivindicando a relação corpo-território-fronteira e ressaltando as vocês de resistência das mulheres indígenas, especialmente a de uma delas como autora do texto.
Palavras-chave: semiótica cultural, outridade, tensões culturais, migração venezuelana,
metodologia narrativa, colonialidade.
This article aims to analyze some of the tensions that are configured in the process of cultural semiosis in the city, and which would be transforming the meanings towards foreigners and otherness. The author, through a narrative analysis focused on the migratory experience stories of members of three Venezuelan families, inquires about the daily life tactics that migrants deploy around downtown Bogotá. The article concludes with some considerations about the difficulties faced by Venezuelan migrants as they incorporate themselves in a divided and segregated society such as that of Bogota, whose codes must be deciphered to make their survival possible.
Keywords: Cultural Semiotics, Otherness, Cultural Tensions, Venezuelan Migration, Narrative Methodology, Coloniality.
*Este artículo se desarrolla en el marco de la investigación “Extraños vecinos: tensiones culturales y narrativas emergentes ante la presencia de los inmigrantes venezolanos en el centro de Bogotá”, que se lleva a cabo como parte del proceso de formación en el programa de Doctorado en Estudios Culturales en El Colegio de la Frontera Norte, con una beca del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) de México.
**Integrante del colectivo de comunicación intercultural Agenda Propia. Mujer indígena del pueblo magüta-tikuna de la Triple Frontera Amazónica Colombia-Brasil-Perú. Egresada de la Escuela de Formación Política para los Pueblos Indígenas de la Amazonía (OPIAC) Colombia. Correo: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
En el presente artículo se avanza en el análisis de algunos relatos de experiencia de migrantes venezolanos que llegaron a Bogotá en los últimos cuatro años y que continúan residiendo en la capital colombiana1. En primer lugar, se propone un encuadre teórico-metodológico para analizar estas narrativas, concibiendo la ciudad a la vez como espacio semiótico y contexto multiescalar de recepción. Desde esa perspectiva, se rastrea la incursión de los migrantes en Bogotá –en cuanto semiósfera urbana– y se identifican las tácticas (De Certeau, 2000) que implementan en las espacialidades de la ciudad, particularmente en el centro urbano, a partir de las posibilidades y las restricciones que, como extranjeros, encuentran para garantizar la (re)producción de su vida cotidiana incluso en el contexto de la pandemia del covid-19. Posteriormente, se aborda la discusión sobre la otredad y la ciudadanía oscilante de los migrantes, y para ello se incorpora la reflexión sobre la colonialidad que estaría presente en las interacciones sociales. Así, se apunta a indagar en los relatos de quienes experimentan la migración para identificar las tensiones culturales que se configuran en el proceso de semiosis cultural (Lotman, 1996) y que estarían transformando los significados de (y en relación con) la extranjería en el espacio urbano.
“Yo nunca me imaginé que iba a salir de mi país […] una vez que salí jubilada tomé la decisión de venirme también a Colombia sin pensar qué venía a hacer acá, dejando todo en Venezuela, mi casa, porque allá tengo casa propia, toda mi familia. No es fácil desprenderse y tomar la decisión de venirse a otro país a arrancar desde cero”, me dijo Marlén2 cuando conversamos el pasado 21 de agosto del 2020 en una larga llamada por WhatsApp. Ella es jubilada de una entidad estatal, en la que trabajó por 25 años, y llegó a Bogotá a mediados del 2017.
Venezuela, como resultado de la crisis económica, política y social que vive, se convirtió en una sociedad expulsora de migrantes internacionales. Esto, a su vez, se ha traducido en una inminente crisis humanitaria que ha puesto en riesgo la vida y la supervivencia de estas personas que se vieron forzadas a migrar hacia otros países en busca de alternativas para solventar sus necesidades esenciales (Freitez, 2019). Cerca de 4,1 millones se ha desplazado a otros países de América Latina y el Caribe. Colombia –que comparte con Venezuela 2.219 km de frontera y es el principal receptor de esta población– cerró el 2020 con 1.729.537 migrantes venezolanos, de los cuales el 44% se encuentra en condición regular, mientras que el 56% restante, cerca de un millón de personas, se encuentra en condición irregular (Migración Colombia, 2021).
Al finalizar ese mismo año, en Bogotá se concentraban 337.594 inmigrantes venezolanos, el 19,5% del total del flujo migratorio que ha llegado a Colombia (Migración Colombia, 2021). Este incremento demográfico de casi el 5% supone, para una ciudad de 7,6 millones de habitantes, cambios sociales y culturales inminentes que demandan una aproximación conceptual y metodológica que posibilite comprender las nuevas interacciones que tienen lugar con el fenómeno migratorio y la consecuente configuración de Bogotá como contexto multiescalar de recepción. Si bien la ciudad ha sido un polo central de las migraciones internas en Colombia (Osorio, 2007), la incursión de la población venezolana –masificada desde el 2017– ha conmocionado a los residentes locales, que no habían tenido antes una experiencia similar de interacción con inmigrantes extranjeros.
Tanto para los establecidos como para los recién llegados es un encuentro extraño y tensionante (Elías, 2012), y dada esa particularidad de la extranjería, desde ambos lados de la experiencia surgen narrativas que repercuten en la producción de la vida cotidiana en las espacialidades de la ciudad. Ahora bien, las prácticas cotidianas son de tipo táctico, surgen para aprovechar las posibilidades y eludir las restricciones, por ende, resultan fragmentarias y contingentes (De Certeau, 2000). Así, las tácticas aluden a las “maneras de hacer” que implementan los migrantes para desenvolverse en la nueva semiósfera.
En este artículo se concibe, entonces, la ciudad como un espacio semiótico en el que emergen, circulan y entran en tensión las representaciones narrativas de esta interacción social, es decir, un espacio que no solo posibilita la existencia y el funcionamiento de los lenguajes y los códigos, sino la circulación de los textos culturales, que pueden tener también la forma de narrativas.
Si se entienden las narrativas como modos de representación que emergen de la articulación entre nuestra experiencia del mundo y el esfuerzo que hacemos por describirla, podría decirse que narrativizamos la realidad en la medida en que le damos la forma de un relato (White, 1992). En este caso, retomamos los relatos de experiencia migratoria de algunos integrantes de tres familias venezolanas de la ciudad de Mérida, al Noroeste de Venezuela, que viven actualmente en Bogotá. La narratividad se refiere, desde una perspectiva semiótica de la cultura, a la estructuración de significado que suponen los acontecimientos y, en consecuencia, alude también a las oscilaciones de sentido.
La vida urbana está llena de restricciones y limitaciones, en términos de tiempos, desplazamientos y acceso al espacio que se relacionan tanto con las estructuras de organización espacial de la ciudad como con la asimetría propia de la división social-sexual del trabajo (Soto-Villagrán, 2018). En estas dinámicas espaciales multiescalares se insertan las experiencias de hombres y mujeres migrantes en la ciudad, a lo cual hay que agregar la interseccionalidad de sus posicionamientos (raza, etnia, clase, edad y sexualidad) y las limitaciones-restricciones y posibilidades que supone su no pertenencia (formal) a la comunidad nacional-urbana: su extranjería.
El relato de experiencia de los migrantes da cuenta de estas percepciones y adquiere un carácter textual en el que se imbrican la identidad cultural-nacional y el espacio-tiempo de la vida social urbana. Estos relatos cotidianos permiten transitar entre los lugares y las prácticas del espacio centrales para la vida cotidiana (De Certeau, 2000). Así, las narrativas emergentes vinculan la experiencia migratoria en temporalidades y apropiaciones del espacio específicas que pueden ser analizadas como procesos de significación. Este ensamblaje permite operacionalizar el análisis cultural y comprender las posibilidades-bifurcaciones de la vida cotidiana y la otredad con la incursión de los migrantes venezolanos en esta semiósfera urbana.
La Bogotá del siglo XXI ha fungido como epicentro de la agenda neoliberal en Colombia. Al mismo tiempo, se han llevado a cabo –facilitados por su autonomía fiscal y su capacidad económica– procesos de renovación y desarrollo urbano que han viabilizado mayor inversión en infraestructura y política social. Por lo tanto, aunque han persistido los mismos problemas de desigualdad social que se presentan a escala nacional, la ciudad ha tenido siempre mejores indicadores sociales que el resto del país. No obstante, la desigualdad se expresa en la marcada segmentación espacial y segregación socioeconómica, comúnmente representada al contrastar la riqueza del Norte y la pobreza del Sur y las demás periferias urbanas. Justamente, es en esos espacios de la ciudad marginal donde, desde finales de los años noventa y hasta el presente, se ha ubicado la población en situación de desplazamiento forzado –por cuenta del conflicto armado en Colombia3–, expandiendo la frontera urbano-rural y desempeñando un papel crucial en los procesos de urbanización y construcción de la Bogotá no planeada (Salcedo, 2015). La migración venezolana se intersecta, en buena medida, siguiendo estos patrones de movilidad interna en busca de oportunidades económicas y sociales, de acuerdo tanto con su capital social y cultural como con las posibilidades y restricciones que encuentra en la ciudad.
En el marco de las intersecciones urbanas entre lo local, lo nacional, lo global y lo transnacional (Besserer, 2016), que se relacionan con el proceso de metropolización de Bogotá en las últimas tres décadas, es posible explorar su configuración como contexto de recepción de la migración venezolana. De ahí la necesidad de articular en el análisis de la migración venezolana la dimensión estructural de los procesos de globalización, así como la mirada sobre los sujetos, sus prácticas y sus desplazamientos y emplazamientos, enmarcados como procesos multiescalares (Çağlar y Glick-Schiller, 2018). De esta manera, se ponen en evidencia las múltiples relaciones que establecen quienes migran, tanto con sus lugares de asentamiento como con otras localidades del mundo y, a la vez, se identifican los puntos en común entre la población no migrante y los migrantes.
La ciudad, concebida como una esfera semiótica con capacidad de autoorganización, autodescripción y autorregulación (Lotman, 1996), está en un intercambio constante con otras semiósferas, ya sean locales, transnacionales o globales y, al mismo tiempo, se encuentra en un proceso permanente de autotransformación que deriva en un continuo crecimiento de signos y textos culturales. Mientras la cultura contiene diversos lenguajes y códigos que forman agrupaciones de espacios semióticos con sus respectivas fronteras, la semiósfera es el espacio en el que estos lenguajes están inmersos, y en el que solo pueden funcionar mediante la interacción con esta (Lotman, 1996). La frontera semiótica, en cuanto tercer espacio, tiene connotaciones metafóricas y literales –igual que la propia semiósfera–, y no es simplemente un límite que establece dualismos, se trata de una multiplicidad de fronteras que crean espacios de intersección (Nöth, 2014). De ahí la importancia que tiene la noción de frontera en la constitución de la identidad de una semiósfera, en relación con otras esferas de la alteridad cultural.
Pídele a una prisionera que se acerque para traducirle a otra, óleo,
Los Ángeles (Estados Unidos) 2016 | Autor: Hayv Kahraman.
Tomado de: Hayv Kahraman
Las tensiones culturales, entre las fuerzas opuestas del centro y la periferia –entre estatismo y dinamismo– producen un desplazamiento que suscita la inestabilidad de la semiósfera, en la medida en que la región fronteriza, en contraste con el centro (los núcleos culturales), es el área que acelera los procesos semióticos (Nöth, 2014). La cultura tiene, entonces, una estructura semiótica que implica una tensión constante entre términos en oposición que viabilizan un espectro de posibilidades de significación y, vista desde esta perspectiva, consiste en “estructuras de significación socialmente establecidas”, en virtud de las cuales las personas despliegan su acción e interactúan con otras (Geertz, 2003, p. 26).
Los migrantes se insertan en las espacialidades de la ciudad y se hacen especialmente visibles en los espacios públicos, pues allí pueden incorporarse a las dinámicas de la economía informal y obtener recursos. Así, empiezan a descifrar la ciudad, identifican las posibilidades y sortean las restricciones que surgen en la interacción con los locales, quienes saben cómo funcionan las cosas allí. Marlén, quien se presenta en su relato como madre soltera y cabeza de hogar, relata que la difícil situación de su país obligó a que su hija menor, primero, y luego el resto de su familia, se trasladara a Colombia porque era lo más cerca a Venezuela: “Para mí no fue muy fácil […] yo nunca me había visto como una vendedora informal en la calle. Venía de trabajar en una oficina, de recibir un salario quincenal, y aquí pues me tocó salir con una tablita, acomodar mis balacas y salir a ofrecerlas a la calle” (Marlén, 57 años).
El inmigrante, en cuanto forastero, no comparte el pasado del grupo al que llega, tan solo le es accesible la construcción de presente y de futuro, es un sujeto “sin historia” en cuanto que es un “recién llegado” (Schütz, 2012). Movilizado por las experiencias vividas entra a participar de la “trama en curso”, se relaciona con otros actores y su lejanía se convierte en proximidad, intenta un proceso de traducción cultural en el que se reformulan los términos de su pauta cultural, de la semiósfera propia, para aplicarlos al nuevo nivel de experiencia ambiental: la semiósfera del contexto receptor. El inmigrante funge como intérprete-traductor que debe tener ciertas competencias para decidir entre las interpretaciones posibles de los códigos, y este proceso está impregnado tanto de oscilaciones de sentido como de giros emocionales que se relacionan también con las condiciones que motivaron la partida de la sociedad de origen.
Así, se enfrenta a la necesidad de entender los códigos de la cultura de recepción, adquirir las habilidades necesarias que le permitan desenvolverse en la nueva semiósfera y producir textos culturales. Al mismo tiempo, intenta conservar y emplear los códigos de la cultura de origen, lo que en buena medida depende de las condiciones del contexto de acogida, que pueden favorecer o no la memoria cultural (Ricaurte, 2011). David, un joven venezolano que también llegó en 2017 a Bogotá, sostiene:
La situación política siempre entre Colombia y Venezuela ha sido un poco tensa… al gobierno de Venezuela le dio por… en un momento de impulso y locura empezó a sacar migrantes colombianos y cerró la frontera4, se veían muchas imágenes de colombianos cruzando por trochas de Venezuela a Colombia con sus pertenencias en la espalda […] Cuando yo vengo acá (a Bogotá) tenía fresca esa imagen, llego acá la verdad con miedo porque pensé que iba a haber cierto resentimiento por esas acciones, me preocupé mucho. Descansamos ese día que llegué y al siguiente fue ya salir a conseguir un trabajo y la verdad sí estaba bastante asustado porque estaba en un país diferente al mío, ya era un extranjero, y muchas cosas, muchas cosas cambiaban. (David, 26 años)
Y es que la incursión en la ciudad, además de la materialidad, involucra sentimientos, anhelos, recuerdos, deseos y temores de los sujetos como ejes de la experiencia espacial individual y colectiva. El espacio existe, también, a través de estas percepciones y tiene un carácter simbólico que, en este caso, intersecta la identidad nacional y el espacio urbano.
La población venezolana se ha asentado en buena parte del espacio urbano, poniendo en evidencia una tendencia a la integración territorial, es decir, no se han producido sectores tipo gueto en los que se concentran los migrantes sin mezclarse con los locales (Proyecto Migración Venezuela, 2020), sino que siguen la pauta de distribución poblacional de los diferentes niveles (estratos) socioeconómicos que suscriben los lugareños, con aglomeraciones significativas en el Suroccidente de la ciudad (localidades de Bosa y Kennedy) y el Noroccidente (localidades de Suba y Engativá). Estas zonas resaltan por su alta densidad poblacional, lo que se relaciona con el aumento de la informalidad y la demanda de servicios sociales. Una de las zonas atípicas donde se han instalado los migrantes es el centro de la ciudad. Cerca del 60% de los migrantes se concentra en las espacialidades de los estratos bajos –en los que se encuentra el 50% de los residentes locales–, alrededor del 30% en el estrato medio, y en menor medida –cerca del 7%– en los estratos altos, siguiendo los patrones de distribución socioespacial de los pobladores locales.
El extranjero, de acuerdo con la ya clásica conceptualización simmeliana, se traslada desde algún punto en el espacio para detenerse y hacer presencia en determinado “círculo espacial”, cuya delimitación es análoga a las fronteras urbanas o las del territorio nacional. La no pertenencia a esta semiósfera determina su incursión y posicionamiento en la ciudad, lo cual se evidencia en sus cualidades, ajenas a este espacio, extrañas. Las personas son extranjeras en la medida en que son definidas como tal por otras personas. Así, se articulan la extranjería y la narrativización de la otredad desde la extrañeza –entendida como expresión paradójica de la cercanía de lo lejano– que tiene lugar cuando se produce el encuentro con los otros en las espacialidades urbanas (Simmel, 2012).
La pertenencia puede tener varias acepciones: ser miembro, ser residente, estar correctamente ubicado o clasificado, encajar en un ambiente específico. La pertenencia, además, tiene dimensiones multinivel, esto es, se manifiesta en múltiples capas, a la vez que se asocia con experiencias del pasado y el presente, de la memoria y el futuro conectados con un lugar. De esta manera, se despliegan las prácticas cotidianas de pertenencia que construyen este sentimiento, y que varían entre hombres y mujeres en relación con la división de los roles de género que deben asumir los migrantes cuando incursionan en la ciudad (Fenster, 2004):
[…] decidí venirme a Bogotá, migrar de mi país porque, como sabemos, no estamos pasando por una situación nada buena. Está muy duro para comprar comida, para adquirir cualquier producto de aseo... la escasez. Ha sido muy duro dejar uno su país, es una decisión muy fuerte… primero se viene mi pareja y luego […] me vine con mi bebé de tres meses y medio. Cuando llegué fue un poquito duro porque ya uno acostumbrado a su país, a su comida, a sus costumbres de allá, son cosas que son duras pero poco a poco… es como cuestión de acostumbrarse a una nueva etapa, a una nueva página. (Lesly, 22 años)
El flujo migratorio venezolano pone en evidencia cómo se producen reclasificaciones entre los sistemas de desigualdad y exclusión que operan en el capitalismo neoliberal (De Sousa Santos, 2010). Los migrantes son expulsados (desintegrados) del sistema de desigualdad de su país y, debido a su identidad nacional, son reclasificados de acuerdo con el sistema de exclusión de cada sociedad receptora. En este caso, ocurre a escala transnacional, en la medida en que la desintegración socioeconómica sucede en la sociedad de origen –por la materialidad de la crisis venezolana–, mientras que la reclasificación en el sistema de exclusión tiene lugar en los diferentes destinos a los que llegan los migrantes, y opera mediante la estereotipación fundamentada en marcadores de identificación vinculados a la extranjería.
Este fenómeno migratorio no solo ha implicado un aumento demográfico inusual, al superar el promedio anual registrado en la última década, sino que ha empezado a tener un impacto en el reajuste de los indicadores sociales. Por ejemplo, la pobreza multidimensional, que se redujo en el resto del país entre el 2018 y el 2019, casi se duplicó en Bogotá al pasar del 4,1% al 7,1% en el mismo periodo, mientras la tasa de desempleo pasó del 8,7% en el 2015 al 10,5% en el 2019. Así mismo, las barreras de acceso a la salud se incrementaron del 1,2% en el 2018 al 10,3% en el 2019, y en este mismo año el trabajo informal llegó al 54%. Mientras que en el 2016 el 1,9% de los hogares pobres de Bogotá contaba con un inmigrante extranjero, esta proporción fue del 8,9% en el 2019 (Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), 2020a); todo esto sin contar las repercusiones de la pandemia del covid-19.
La mayor expresión económica de la segregación en Bogotá es la informalidad, particularmente visible en el mercado laboral en prácticas como el “autoempleo”, en las que resaltan las ventas ambulantes en el espacio público, que abundan entre la diversidad de actividades económicas informales. Cerca del 60% de la población migrante venezolana se ubica en espacios de empleabilidad de la economía informal y apenas el 20% cuenta con un empleo formal (Personería de Bogotá, Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), 2020):
Tuve una experiencia en un restaurán (sic) acá en Bogotá, pero el trato que recibí fue… fue mucha la humillación. Además, trabajé todo un día y cuando en la tarde fui a recibir la paga, pues me dieron fue 25.000 pesos (7 USD), mientras que yo vendiendo ahí (en la calle) me empezó a ir bien […] no volví más a ese restaurán (sic) y seguí mi trabajo en la calle, expuesta a muchas cosas… para nadie es un secreto que allá en la séptima se maneja mucho lo que es el consumo de la droga, los indigentes, expuesta a que te roben, expuesta a la contaminación, porque yo por lo menos pasaba nueve, diez de la mañana, hasta las siete de la noche que regresaba a mi casa, vendía bien pero me exponía a mucho peligro. (Marlén, 57 años)
Al no tener que demostrar un estatus migratorio regular, los espacios-tiempos de la economía informal se vuelven una opción práctica para los migrantes, a pesar de que conllevan mayores riesgos y posibles situaciones de vulnerabilidad. En esa vía, además, ocurren una serie de desplazamientos intraurbanos que se van trazando en el proceso de descifrar la ciudad, con el fin de ubicar nuevos posicionamientos, acceder a servicios sociales y recursos, y configurar las materialidades y espacialidades de su nueva vida cotidiana.
El espacio es un producto social, esto es, resulta de las relaciones sociales (de la acción social), a la vez que es parte integral de estas (Lefebvre, 2013). En esa vía, el espacio es un lugar que se ha hecho significativo, es un lugar práctico (De Certeau, 2000). Las actividades cotidianas en la ciudad son parte de un proceso de apropiación y territorialización. Los espacios urbanos son construidos activamente por las prácticas espaciales de grupos diferentes. Dentro de las articulaciones de la vida urbana cotidiana emerge un terreno cambiante de espacialización donde operan formas continuas de negociación tácita con otros habitantes urbanos (Beebeejaun, 2016).
Crear, ilustración, Londres (Reino Unido), 2016
Autora: Gosia Herba. Tomado de: Behance
Los migrantes desarrollan un despliegue táctico de sus prácticas en la ciudad. Estas operaciones se articulan a los detalles de la vida diaria, precisamente para materializar el derecho a la cotidianidad. Abordar la vida cotidiana implica orientar la mirada sobre las prácticas o “maneras de hacer” cotidianas que, en todo caso, son relacionales y remiten a modos de operación o esquemas de acción, a las reinvenciones contingentes y las trayectorias novedosas de los sujetos, pues estos no se limitan al consumo pasivo, por el contrario, a partir del espacio organizado-regulado y dentro de las posibilidades que identifican en la economía cultural dominante, transforman e inventan, generan nuevas textualidades según sus propios intereses y necesidades (De Certeau, 2000).
En Bogotá y los municipios aledaños se han identificado aglomeraciones significativas y zonas atípicas en las que se han instalado los migrantes (Proyecto Migración Venezuela, 2020). Dentro de estas últimas se destaca el centro de la ciudad, pues allí encuentran distintas posibilidades de acceso y generación de recursos, esto es, de (re)producción de su vida cotidiana.
El centro de Bogotá está conformado por las localidades de La Candelaria –que corresponde al Centro Histórico– y Santafé y parte de la localidad de Los Mártires. Esta zona, además de su importante vocación patrimonial, turística, comercial e institucional, también integra a sectores y barrios populares. Así mismo, hay zonas donde sobresale el deterioro urbanístico y la conflictividad social; en la localidad de Santafé se encuentra la principal zona de tolerancia de la ciudad, e incluso el centro es asociado comúnmente con la inseguridad y la criminalidad. Por su parte, el Centro Histórico es emblemático porque allí confluyen las textualidades de la historia colonial, las transiciones poscoloniales y la modernización de la ciudad. En este sector se instauró el modelo de la ciudad colonial en el siglo XVI, que se estructuraba en calles rectas y continuas, formando manzanas cuadradas o rectangulares alrededor de una plaza mayor en la que se ubicaban los referentes de poder.
En la actualidad, en el centro se encuentran muchas otras entidades públicas que confluyen con el mayor número de universidades de la ciudad y con una amplia oferta turística y de servicios expresada en restaurantes, hoteles, hostales, centros culturales y comerciales, museos, cafés, bares, entre otras, lo cual intensifica las dinámicas sociales y económicas de la zona. Al centro acuden a diario alrededor de un millón y medio de personas, entre turistas, trabajadores (formales e informales), servidores públicos, estudiantes y residentes. Gracias a esto, las espacialidades de la vida cotidiana en este sector tienen dinámicas distintas, que resultan de ese mosaico social y cultural en el que se practica un uso compartido de los lugares en las interacciones sociales (Lulle, 2019).
En las representaciones del centro y de la ciudad que elaboran tanto migrantes como locales, se ponen en evidencia matices, valoraciones y cualidades de estos espacios desde su experiencia cotidiana, que varían en relación con la interseccionalidad del género, la clase, la raza, el curso de vida y las competencias interpretativas frente a los textos y códigos de esta semiósfera.
Sin título, ilustración, 2015 | Autor: Fuji. Tomado de: Fuji2Apple
Si la racionalidad de las sociedades del capitalismo neoliberal constituye el nivel estratégico, las prácticas de la vida cotidiana son de tipo táctico, no tienen un lugar definido, son fragmentarias y contingentes, sortean las restricciones y se alimentan de las posibilidades. Las tácticas aluden, precisamente, a las maneras de hacer que crean los migrantes para sobrevivir en la nueva semiósfera urbana. Las espacialidades de la vida cotidiana se producen, en primer lugar, en la vivienda, y desde esta escala del hogar se extienden hacia los lugares que se frecuentan en las actividades diarias, ya sea el trabajo, el estudio, el consumo, el entretenimiento, las diligencias, e incluso la afectividad y las prácticas religiosas; se trata de espacialidades multiescalares que intersectan, entre otros, la casa, el barrio, la localidad y la metrópolis (Lulle, 2019).
En plazoletas, parques y calles del centro de Bogotá, los migrantes venezolanos incluso han establecido lugares de encuentro y reunión espontánea. Algunos se han radicado en los barrios populares de esta zona, otros se hospedan en los numerosos hostales y residencias “paga diario” porque tienen más posibilidades de conseguir recursos y, a la vez, ahorran tiempo y dinero en desplazamientos. Una gran cantidad llega a diario hasta allí para “rebuscársela” en el espacio público, ya sea vendiendo algo, como artistas callejeros o practicando la mendicidad, y no pocas veces tienen que disputarse estos espacios con los locales:
Vivir en el centro de la ciudad da muchos beneficios que en otras zonas de Bogotá, siendo tan grande, no están. En el centro de la ciudad hay mucho –y principalmente nosotros que estábamos ahí al lado de La Candelaria– hay mucho campo laboral […] ya estando acá no necesitaba pagar un Transmilenio para trasladarme a un sitio a buscar empleo, teníamos más tiempo y eso representaba un beneficio, esa zona como tal era mucho más segura también. (David, 26 años)
La vivienda es el lugar central de la vida cotidiana, y es el primer desafío que enfrentan los migrantes, pues no es nada sencillo conseguir dónde vivir en un lugar al que, de entrada, no se pertenece. En el caso de David, la dueña de la casa, en el barrio Belén, no estaba segura de arrendarles por ser venezolanos, pero finalmente accedió gracias a que su jefe –en la cafetería del centro donde trabajaba– intercedió. Incluso con la migración se incrementaron los precios de los arriendos en los estratos 1 y 2, que de acuerdo con la estratificación de la ciudad corresponde a los sectores más pobres, donde un solo apartamento llega a ser habitado por diez o más migrantes (El Tiempo, 2019). La experiencia de los venezolanos en Bogotá supone, en la mayoría de los casos, múltiples tipos y cambios de vivienda, bien sea por los costos, o bien por la inestabilidad en la generación de ingresos.
Por ejemplo, cuando Lesly llegó a Bogotá, empezó a trabajar en una pastelería. Me cuenta que fue una experiencia “muy bonita” porque aprendió a manejar máquinas de café y a “socializar con el público”. En ese momento vivía en el barrio Las Cruces, aunque lo define como un sector “fuerte”, en términos de seguridad, afirma que en ningún momento le pasó nada. Luego, cuando logró que su hija ingresara al jardín, trabajó en un restaurante-pescadería en el barrio El Restrepo, al Sur de la ciudad, pero el trato que recibió no fue el mejor: “A veces no importa el horario en que usted trabaje, usted trabaja doce horas, pero si recibe un trato bien, usted se agrada en su trabajo. Son cosas que a medida que van pasando uno tiene que aprender para poder continuar” (Lesly, 22 años). Después, se mudó al barrio Belén, allí trabajó atendiendo un puesto de jugo de naranja y luego una venta de arepas. Recientemente, se le presentó una mejor oportunidad laboral, tenía un salario fijo y cumplía un horario de ocho de la mañana a cinco de la tarde, estaban viviendo en el barrio Girardot y todo parecía estar mejorando, hasta que con la pandemia del covid-19 ella y su esposo no pudieron seguir trabajando, así que la única alternativa fue irse a Los Mártires, donde el tío de su esposo los recibió provisionalmente porque no podían pagar el arriendo.
Los estilos de acción que despliegan los sujetos ocurren dentro de un campo que los regula en el nivel estratégico, e incorporan, a la vez, formas que obedecen a otras reglas, muchas veces inventadas para aprovechar las posibilidades que se encuentran y movilizan en la informalidad. Esto se observa, de un lado, en el control del espacio público en la ciudad –expresado en la continua vigilancia y sanción policial– y, del otro, en las tácticas que deben implementar quienes incursionan allí para eludir estas medidas restrictivas y buscar el sustento diario:
A mí me levantaron tres comparendos hace un año porque estaba en los espacios públicos y eso el Código de Policía no lo permite. Sí, la persecución… una mañana, apenas llegué a parchar, me llegó una femenina, policía, y me dijo “usted tiene que recoger eso de aquí porque si no se lo voy a decomisar, aquí las cámaras están grabando, yo a usted le dije que se fuera de aquí”, yo le dije, “pero es que yo estoy llegando”, entonces era la palabra de ella contra la mía y pensé, “no, yo no voy a caer en discusiones aquí con una policía porque yo voy a perder”, entonces se me vino más fuerte y yo le dije “no, tranquila” y agarré, enrollé mi mercancía, la guardé y me retiré de ahí… me dijo “se va de aquí porque no la quiero ver”. Cuando veía que venía la policía, como ya estaba advertida y ya me habían hecho comparendo, entonces yo lo que hacía era calladita, recogía. A veces hay abusos, porque eso no hay que dejarlo a un lado, pero ellos también cumplen con su trabajo, y si uno no sale tampoco a ayudarse entonces cómo hace, o sea es contradictorio, y el Código de Policía como que a veces no mide eso, porque si la ley de un país, la Constitución de un país dice que entre los derechos está el derecho al trabajo, entonces el Código de Policía está en contra del derecho al trabajo. (Marlén, 57 años)
Estos movimientos tácticos, como replegarse hacia otro sitio mientras pasa la policía para luego volver, hacen parte de esos atajos que deben buscar los migrantes para garantizar la reproducción de su vida cotidiana. Siguiendo una lógica propia, fijada también en su relato, se mueven entre los pequeños espacios que el nivel estratégico-estructural les permite. Tomando fragmentos de los vastos conjuntos de la producción social, van componiendo sus propias historias.
Las medidas de emergencia que adoptaron los gobiernos locales ante la declaratoria de pandemia mundial se expresaron en cierres fronterizos, cese de operaciones aéreas e incluso de transporte terrestre, y confinamiento social obligatorio. Al momento de registrar estos relatos, en Bogotá se cumplía una estricta cuarentena por sectores que, a través de medidas como el “pico y cédula” o el “pico y género”5, regulaba la movilidad de las personas y restringía su afluencia en el espacio urbano.
El confinamiento de la vida cotidiana por medio del aislamiento preventivo obligatorio supuso bastantes dificultades para muchos sectores sociales que viven “el día a día” de la economía informal, haciéndolos más propensos a sufrir los embates de la pandemia. En el caso de los venezolanos, su presencia en sectores altamente impactados es mayor que la de los colombianos (Graham y Guerrero, 2020).
David completaba casi tres años en Bogotá cuando tuvo la oportunidad de hacerse administrador de un pequeño café en el Centro Histórico, las cosas para él y su familia iban bastante bien. Los dueños del café, una pareja de colombianos radicados en España, le dieron la opción de tomarlo en arriendo con algunas facilidades y en condiciones que podía cumplir. Estaba motivado porque el conocimiento del café era una de las cosas que más le había abierto posibilidades en Colombia, especialmente en esta zona turística, por lo cual decidió asumir el reto y sacar adelante este nuevo proyecto:
Eso fue en febrero, y fue todo excelente ese mes, me sirvió para bajar muchas deudas, dejar otras muy, muy cortas, pero ya cuando empieza el mes de marzo empezó esa sombra del coronavirus a acechar y total que el último día que abrí fue el 14 de marzo de este año, y ya tengo seis meses parado. Esta situación ha sido complicada… ahorros, se los llevó. El principal ingreso que tenía que era el café está totalmente detenido […] Es muy triste la verdad, siempre es un poco desalentadora esta situación del Covid que me retrocedió al inicio de mi aventura acá al exterior y a Colombia, Bogotá concretamente, porque es como haber construido tantas cosas, haber hecho los cimientos de muchos planes, de muchas ideas, y todo se desmoronó por esta situación. (David, 26 años)
Las medidas frente a la pandemia del covid-19 han conllevado una crisis social y económica sin precedentes en la ciudad, con aumento del desempleo e intensificación de la precariedad de la situación de los venezolanos. Ante este fenómeno migratorio, Colombia ha mantenido una serie de prácticas y políticas para la protección de los derechos de los migrantes que podrían denominarse “santuario”6, expresadas en una política de fronteras abiertas para los venezolanos y una flexibilidad en la definición del estatus migratorio que ha facilitado procesos de documentación y el otorgamiento de permisos de trabajo y residencia a más de 700.000 personas. Los inmigrantes venezolanos que tienen documentación, según el tipo, pueden acceder al mercado laboral, a servicios educativos, de salud, entre otros. Incluso aquellos en situación “irregular”, aunque enfrentan mayores barreras para acceder a los derechos ciudadanos más básicos y son más susceptibles a de todo tipo de explotación –en algunos casos ganan alrededor del 30% menos que los locales por hacer el mismo trabajo (Graham y Guerrero, 2020)– no son deportados ni perseguidos por su estatus migratorio.
Los efectos de la cuarentena en la ciudad y en el país apenas empiezan a calcularse y parecen indicar una inminente recesión económica. Durante el trimestre abril-junio del 2020 la tasa de desempleo en Bogotá llegó al 23,6% (DANE, 2020b), y se ha acelerado la precarización social y económica de la población venezolana, que básicamente venía viviendo al día y se enfrentó a una sin salida por el confinamiento (Graham y Guerrero, 2020). Se calcula que en el 2020, el 2,3% de los migrantes retornaron a Venezuela (Migración Colombia, 2021), lo que ha supuesto una inmensa dificultad dados los cierres de fronteras, los controles de los que son objeto y la precaria situación de su país:
Decir voy a regresar a Venezuela es incluso también muy doloroso porque está muy fuerte... si uno lleva comida, dinero, mercancía, su ropa, de aquí para allá, entrando a Venezuela le quitan todo automáticamente. Y el trato es muy, muy mal, lo tratan a uno de falso, de hipócrita por haber uno salido del país de uno y no haber luchado en la situación que está. (Lesly, 22 años)
Al finalizar agosto del 2020, el Gobierno distrital decretó las medidas de la “Nueva Realidad para Bogotá”, que se estableció como un periodo transitorio para la reactivación de los sectores económicos, disponiendo, entre otros lineamientos, la distribución espacial-temporal de las actividades laborales, comerciales y de servicios, así como la aplicación de franjas y horarios de funcionamiento que se ajustarían de acuerdo con el cupo epidemiológico máximo que puede soportar la ciudad. En abril del 2021 la ciudad enfrentaba aún el tercer pico de la pandemia, con alerta roja hospitalaria y cuarentenas intermitentes. Sin embargo, los relatos de los migrantes dejan ver que aguardan la esperanza de que las cosas irán mejor como extranjeros en Bogotá que como retornados en su país.
En marzo del 2021 el Gobierno colombiano adoptó el Estatuto Temporal de Protección de Migrantes Venezolanos en Colombia (Decreto Presidencial 216 del 2021), el cual parte del reconocimiento de las graves afectaciones sobre los derechos humanos de los migrantes. Este mecanismo contempla básicamente dos acciones para la regularización: el Registro Único de Migrantes Venezolanos y la expedición del Permiso por Protección Temporal. Así, se constituye una especie de hito luego de la implementación de permisos especiales de permanencia –que se expedían por periodos de dos años con la posibilidad de ser renovados– y del Registro Administrativo de Migrantes Venezolanos, medidas excepcionales que posibilitaron la regularización de cerca del 44% de los migrantes que en la actualidad se encuentran en Colombia. Esta suerte de políticas santuario emanadas desde el nivel nacional, de una u otra manera tendrán repercusiones en la vida cotidiana de los migrantes, en la medida en que trazan una senda formal de integración social y económica.
Bailarina de la luna, pintura | Autora: Julia Atkins
Tomado de: Genial.guru
La cuestión de “el otro” es un asunto relativamente nuevo para la historia de la cultura y está relacionado tanto con el encuentro entre culturas diferentes como con la pregunta sobre la identidad cultural (Burke, 2005). Así, cuando los grupos se enfrentan a otras culturas pueden ignorar la distancia cultural y establecer un relacionamiento por analogía (el otro como reflejo del yo), o bien pueden inventar (consciente o inconscientemente) a “los otros” como una cultura totalmente opuesta a la suya, como su antítesis. El estereotipo, por ejemplo, es a menudo una exageración de algún rasgo o elemento de la realidad en detrimento de otros que son omitidos, pues apunta a efectuar una simplificación efectiva –que puede ser relativamente violenta–, desdibujando los matices. La mayoría de los estereotipos sobre los otros son despectivos y hostiles, se elaboran como desviación, monstruosidad y exotismo, en contraste con las cualidades propias del grupo, cuyos miembros elaboran una imagen distorsionada de los otros, los extraños-lejanos.
Para situar la discusión sobre la diferencia, en relación con la pregunta por la representación de los otros, de aquellas personas y lugares que son significativamente diferentes del nosotros, Hall (2010) plantea que asistimos al “espectáculo del otro”. En ese sentido, su aproximación teórica acerca de la construcción de la diferencia le permite identificar tanto la fascinación secreta por la otredad como la construcción de las representaciones de la diferencia en la cultura popular y el origen de los estereotipos culturales, así como las “prácticas de representación estereotipantes”. La estereotipación establece una conexión entre representación, diferencia y poder que se evidencia, también, en los procesos de narrativización. Un claro ejemplo es el despliegue narrativo que los medios de comunicación hacen de las representaciones de los extranjeros venezolanos, convirtiendo en hechos noticiosos la participación de estos en actos delictivos, visibilizando las deportaciones y narrativizando a los inmigrantes como un asunto de seguridad. Así mismo, palabras como “invasores”, “ilegales”, “socialistas”, “venecos”, “hambrientos” o “ladrones” se emplean en las conversaciones de los locales para aludir a los migrantes (García-Durán y Cuevas, 2020). El lenguaje discriminatorio para representar a los extranjeros venezolanos es cada vez más común, al señalarlos, incluso, como la causa que explicaría por qué la ciudad “se ha venido dañando” (Personería de Bogotá/Acnur, 2020):
En la séptima, pues imagínate, ahí circula cualquier tipo y calidad de personas, hay mucha xenofobia contra los venezolanos... hay muchos con mucho celo y piensan que uno les está robando el espacio a ellos y entonces lo quieren apartar a uno. Cuando querían soltar sus rencores hacia el venezolano yo nunca me enfrentaba a decir no, sí, a defendernos, para no caer en ese tema, porque es que a mí no me gustan tampoco ni las discusiones ni nada de eso. Gracias a Dios con las personas que he compartido pues he conseguido más bien... me han ayudado. Por ese lado he conseguido al colombiano que me ha visto con los nietos y ven también cómo uno vive apretado, y se les ha hecho fácil, “mira, yo te quiero ayudar, yo tengo aquí unos pañales que le pueden servir a tus nietos”, ese tipo de ayuda yo la he recibido mucho […] me he ganado mucho el cariño también y el aprecio de los colombianos, yo creo que eso depende también de la forma de ser uno. (Marlén, 57 años)
Mientras más fuerte o arraigado se encuentre el estereotipo, más difícil será la posibilidad de que la cultura de recepción cambie sus esquemas de percepción y que, en este caso, el inmigrante pueda proyectar una imagen más correspondiente con la realidad de sí mismo y su cultura de origen. No obstante, si bien en la sociedad de acogida hay experiencias de xenofobia, también, como lo narra Marlén, las hay de solidaridad, pues las interacciones son cambiantes, no permanecen estáticas. De hecho, el significado de los otros no se fija de forma permanente, siempre está abierto a su redefinición, se construye mediante las prácticas significantes que resultan de las convenciones sociales, lingüísticas y culturales, las cuales cambian (son negociadas) con el paso del tiempo.
Relatividad, grabado, Países Bajos, 1953 | Autor: M.C. Escher.
Tomado de: Historia Arte
La xenofobia incorpora imágenes distorsionadas de los extranjeros, que son alterizados exagerando sus gestos, sus atuendos o sus rasgos como imágenes de la diferencia (Burke, 2005), de manera que las fronteras simbólicas devienen cruciales para establecer el cierre cultural que define qué puede estar dentro y qué debe ser expulsado o estigmatizado por considerarse anormal (extraño) (Hall, 2010). En Bogotá los venezolanos no hacen parte de la nación, son “otros”, su identidad nacional los inferioriza frente a quienes “realmente”, se supone, tendrían derecho a permanecer en
el territorio:
Llegando acá a Bogotá, por la décima, iba a comprar un televisor y entré a una tienda... el señor se dio cuenta que éramos venezolanos por el acento, y entonces yo le digo –ya era un señor mayor–, “¿señor, cuánto cuesta ese televisor?” Y me dice, “no, no hay”, y yo le digo, “¿cómo que no hay, si hay una cantidad de televisores?”, me dice, “no, para ustedes no hay nada”, y claro, yo me sentí muy mal, fue algo que nunca en la vida había sentido. (Lesly, 22 años)
En contraste, los migrantes también despliegan su narrativa y rechazan estas acusaciones, reclamando sus derechos ciudadanos y apelando a un principio de igualdad. De hecho, en Bogotá los inmigrantes buscan obtener la regularización migratoria y el acceso a la ciudadanía, ese es el principal motivo de consulta que refieren en la Personería de Bogotá (70%) (Personería de Bogotá, Acnur, 2020). Así, se resisten a tal inferiorización cuando aducen que “no hay diferencia entre colombianos y venezolanos”, recurriendo al principio universal contenido en su clasificación abstracta como ciudadanos extranjeros para reclamar una ciudadanía en la práctica.
Ascendiendo y descendiendo, grabado, Países Bajos, 1960
Autor: M.C. Escher. Tomado de: Historia Arte
Este conflicto entre establecidos y marginados (extraños) es la representación de un fenómeno humano de carácter universal y constante, que evidencia las formas en que los miembros de grupos que disponen de poder se consideran a sí mismos mejores seres humanos, superiores, posicionándose con fuerza sobre los otros grupos (Elías, 2012). Desde esa perspectiva, a partir del concepto de colonialidad del poder (Quijano, 2014), entendido como un “patrón de poder mundial” que orienta la dinámica estructural del capitalismo colonial-moderno y que se fundamenta, entre otros elementos, en la racialización de las poblaciones y su consecuente clasificación social a partir de la idea –fundamentada en la racionalidad eurocéntrica– de la superioridad de los colonizadores y la inferioridad de los colonizados (los otros), podría afirmarse que persiste, también, una herencia colonial en las formas en que nos relacionamos con los extranjeros.
Históricamente nos han enseñado a clasificar racialmente a los otros, de acuerdo con la diferenciación corporal que resulta de identificaciones aleatorias vinculadas con la apariencia física, la nacionalidad, la performatividad, la identidad de clase o el género. De esta manera, se activaría entonces un dispositivo de colonialidad de la otredad que no solo restringe las posibilidades del reconocimiento sino del diálogo intercultural. En esa vía, siguiendo una perspectiva genealógica, Santiago Castro-Gómez (2019) plantea justamente que dicha colonialidad también opera en el nivel microsociológico, en el de la subjetividad. Así, se podría entender cómo la microfísica del poder se despliega en la configuración del sentido común de una sociedad, en la cual la correlación de fuerzas es consentida/resistida por los dominados.
Entonces, más que jerarquías de poder en términos de clase, raza, género y sexualidad, se trataría de estructuras heterárquicas de poder en las que la colonialidad del poder se articula de múltiples modos. En ese sentido, resulta pertinente incorporar esta perspectiva con el fin de analizar, en su especificidad técnica y política, la colonialidad del poder en cuanto “conjunto de tecnologías capaces de generar determinados tipos de subjetividad” (Castro-Gómez, 2019, p. 102). A su vez, esto implica ampliar el debate acerca de la relación entre universalidad y particularidad que subyace a la discusión sobre la ciudadanía para incorporarlo en el análisis de los procesos de integración de los migrantes venezolanos, teniendo en cuenta que compartimos con el vecino país una historia de colonialidad, independencia y modernidad.
De esta manera, se despliegan dispositivos de clasificación mediante la intervención activa de los sujetos, quienes interpretan la diferencia cultural y la interacción para condicionar su aceptación o justificar su rechazo. En la medida en que los inmigrantes van incursionando en la ciudad, narrativizan su experiencia en la nueva semiósfera y, a la vez, los locales los construyen narrativamente a ellos. De ahí la pertinencia de analizar las tensiones culturales entre los diferentes significados que se configuran en ese amplio espectro de posibilidades que tiene lugar con esta interacción.
La tensión propia de las relaciones sociales produce significados culturales. Es precisamente en ese sentido que se encuadra la tensión cultural que se produce en el encuentro con el otro y el consecuente desconcierto que supone –aunque se hable la misma lengua– la incomprensión de sus signos, pues estos corresponden a otra semiósfera con estructuras de significación, códigos y lenguajes particulares. La semiótica de la cultura permite explicar los procesos migratorios como procesos de intercambio entre sistemas semióticos distintos. El inmigrante debe traducir esos textos y códigos que inesperadamente ingresan a su mundo, y para poderlos integrar a su imaginario debe comprenderlos y aprender sus reglas, pues es un proceso indispensable para su supervivencia. Existen, en esa vía, múltiples semiósferas en intercambio recíproco que permiten analizar las dinámicas del cambio cultural a partir de las tensiones culturales que se identifican.
Estas tensiones por los significados en torno a la extranjería y la otredad que emergen del encuentro entre la población de Bogotá y los migrantes venezolanos se relacionan también con las condiciones de vulnerabilidad –cada vez más extremas– en las que se encuentran estos extranjeros en la ciudad, y con las dinámicas de exclusión social, desigualdad y segregación espacial que resultan de la experiencia del capitalismo neoliberal en Bogotá. La desigualdad de las relaciones sociales, que opera mediante la diferenciación espacial, articula la relación entre producción y reproducción de la vida cotidiana. En cuanto método de representación, la narrativa se constituye como un camino teórico-metodológico que se vincula con la dinámica del cambio social y cultural a través del espacio-tiempo, es decir, la transformación es inherente a la narrativa, se encuentra en las vidas de quienes narran, en el relato mismo, en las representaciones mediáticas, en los documentos institucionales, e incluso en la propia interpretación que hace el investigador (Squire et al., 2008). La construcción narrativa de la vida cotidiana en el espacio urbano da origen a formas diferenciadas de otredad y clasificación de los “extraños”, pues de acuerdo con las categorías que se establecen, se despliegan tanto las posibilidades como las restricciones en la ciudad en cuanto contexto de recepción, como lo evidencian los relatos de experiencia de quienes migraron a Bogotá.
Desde esta perspectiva, la vida cotidiana de los migrantes en una ciudad como Bogotá, se reproduce a partir de múltiples posibilidades tácticas (y simultaneidades) que despliegan al incursionar en esta particular geometría de poder que se expresa en el espacio urbano, en cuanto compleja red de relaciones de dominación y subordinación, pero también de solidaridad y cooperación. Entonces, las experiencias cotidianas requieren mayor escrutinio para el análisis cultural de los derechos urbanos de los migrantes, pues la vida cotidiana puede entenderse como mediadora de derechos, a la vez que sustenta la producción práctica de nuevas espacialidades urbanas.
Dentro del agua, dibujo, Nueva York (Estados Unidos), 2013 | Autora: Yuko Shimizu. Tomado de: Behance
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