Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
Correo electrónico: nomadas@ucentral.edu.co
Versión PDF |
Mónica Cuéllar Gempeler **
Este artículo aborda diferentes relatos de cosas perdidas, evocadas en un mismo municipio de Boyacá (Colombia), y rodea sus ausencias, relativas a pasados familiares, prehispánicos y campesinos, siguiendo etnográficamente las resonancias que hacen posible vincularlas. A partir de “gestos especulativos”, desplaza la atención del lector de lo que se ha deshecho, refundido o arruinado, para llevarlo hacia aquello que se cultiva, crece e incluso florece en los materiales que circundan lo que falta. Después de recorrer los contornos de cosas quemadas, robadas o incluso inventadas, reflexiona sobre cómo de su provisional ensamblaje surge un camino indefinido y silvestre que permite reconocer y ver más allá de las lógicas del arruinamiento.
Palabras clave: ausencia, duelo, especulación, arruinamiento, vinca, Boyacá.
Este artigo aborda diferentes narrativas de cosas perdidas, evocadas em um mesmo município de Boyacá (Colômbia), e rodeia as suas ausências, relacionadas com passados familiares, pré-hispânicos e camponeses, seguindo etnograficamente as ressonâncias que permitem ligá-las. Através de “gestos especulativos”, desvia a atenção do leitor do que tem sido desfeito, extraviado ou arruinado, para o que é cultivado, cresce e até floresce nos materiais que rodeiam o que falta. Depois de traçar os contornos das coisas queimadas, roubadas ou mesmo inventadas, reflete sobre como da sua montagem provisória emerge um caminho indefinido e silvestre que permite reconhecer e ver para além das lógicas da ruína.
Palavras-chave: ausência, luto, especulação, ruína, vinca, Boyacá.
This article explores various accounts of lost things, evoked in a single municipality in Boyacá (Colombia), and traces their absences - related to familial, pre-Hispanic, and peasant pasts - by ethnographically following the resonances that link them together. Through “speculative gestures,” the reader’s attention is shifted from what has been undone, lost, or ruined, toward what is cultivated, grows, and even flourishes in the materials surrounding what is missing. After tracing the contours of burnt, stolen, or even invented things, the article reflects on how their provisional assembly creates a wild, undefined path that allows for recognition and insight beyond the logics of ruination.
Keywords: absence, mourning, speculation, ruination, vinca, Boyacá.
*Este escrito se basa, en primera instancia, en el trabajo de campo para la tesis doctoral A Song for Staying. Narrative, Absence and Mourning in rural Boyacá, concluida en 2020, con financiación de Colciencias y el FRQSC. Se nutre también de sucesivas visitas a San Miguel, realizadas entre el 2022 y el 2024, en última instancia como parte de las salidas de campo exploratorias del proyecto “PREFER”, iniciadas en agosto de 2023 y todavía en curso, en el marco del convenio entre la Pontificia Universidad Javeriana y la Université de Versailles Saint-Quentin-en-Yvelines. Un primer esbozo de estas reflexiones fue presentado en la ponencia “Disjunction and Reverberation”, en la conferencia bianual de la Society for Cultural Anthropology, titulada “The Virtual Otherwise”, en junio de 2022.
**Profesora asistente del Departamento de Antropología, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá (Colombia). Ph. D. y M. A. en Antropología de McGill University. Antropóloga de la Universidad Nacional de Colombia. Correo: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
No era la primera vez que hablábamos sobre las fotos quemadas, pero esa mañana en enero del 2017 Isabel Sierra las volvió a recordar. Y, mientras nos tomábamos un tinto dulce, antes de desayunar, volvió a dejar que su evocación revelara el recuerdo de su abuelo. Se llamaba Carlos Rodríguez Gómez, pero todos lo conocían como el Maestro Cachaco. En la manera como doña Isabel aviva conversando la memoria de él, se puede entrever el asombro con que lo contemplaba cuando era niña hace unos cincuenta años, pero con ella coinciden todos quienes lo conocieron cuando lo describen como un hombre extraordinario. Los que no lo distinguieron en vida, al menos habían oído hablar de él. Habían oído de este hombre que era hilador, sastre, mecánico, dentista, “o más bien sacamuelas”, como dice doña Isabel. Habían oído de este hombre que además era mecanógrafo e inventor y que “fue el primer fotógrafo de San Miguel”.
El Maestro Cachaco fue uno de los primeros fotógrafos de San Miguel de Sema, un municipio que se ubica sobre la cordillera oriental de los Andes colombianos en el departamento de Boyacá. Allí vivió primero en arriendo y luego en casa propia, después de dejar la casa de bahareque en la que vivía en la vereda de Torres de Ráquira, recién pasados los mediados del siglo XX. Ya en San Miguel, organizó su propio cuarto oscuro y, cuando trabajaba, doña Isabel iba a acompañarlo “de metiche”. Por eso sabía qué tan preciosa era cada fotografía. Dijo “yo había visto él cómo revelaba”. Lo dijo mientras lamentaba no haber confrontado con esa certeza a sus tíos y a sus tías cuando, en la tarea de organizar las pertenencias que el Maestro Cachaco dejó después de su muerte, decidieron quemar todas las fotografías.
La incineración fue la manifestación de una costumbre fúnebre que doña Isabel conoce bien. Ella misma ha dicho a sus hijas que desechen o quemen todos los bordados, las recetas, los puntos de cruz que ella guarda, si ya no sirven cuando se muera. Y eso mismo pasó con todas las fotos que había tomado el Maestro Cachaco. Dice doña Isabel que sus tíos “dijeron, ‘a quién le va a interesar esto’, porque mucha de la gente que salía en esas fotos ya se había muerto”.
Lo que sí pudo guardar fue una de sus cámaras antiguas y un trípode de madera que él mismo había hecho. El trípode está en el patio interno de su casa. Doña Isabel normalmente le pone un helecho grande encima. Así se asegura de que nadie se lo vaya a botar (imagen 1).
En este escrito sigo la estela de las fotos quemadas del Maestro Cachaco, dejándome guiar por las asociaciones que surgen de su recuerdo. Son asociaciones que, entre una y otra conversación, van llevando mi atención a los materiales que rodean la ausencia de distintas cosas perdidas o refundidas o que, como algunos sostienen, nunca existieron en realidad. Me dejo guiar así por las sugerencias de conocidos, amigos y familiares que me han enseñado cómo en los entornos tangibles que rodean cada vacío hay algo nuevo que se avista, a partir de “gestos especulativos” (Debaise y Stengers, 2017, p. 14) que aquí persigo y practico.
El tipo de especulación que ocupa este escrito es, en principio, el que se da cuando uno está pensando en algo más, y en una reunión repentina de palabras o de cosas, en un giro espontáneo del lenguaje, la memoria o el camino, se encuentra con una resonancia: con el eco que despierta de una relación posible de la que uno más o menos cae en cuenta, aun cuando no la pueda definir exactamente. Son coincidencias a veces efímeras y quizás siempre mundanas. Son tal vez el resultado de precarias confluencias entre “afectos ordinarios”; confluencias inestables de elementos que “deben ser seguidos a través de escenas dispares”, que pueden “reunirse” en la forma de un relato, pero que también “pueden permanecer, o de nuevo volverse, dispersos, flotantes, recombinantes” (Stewart, 2007, p. 6).
Fuente: archivo propio, 2022.
Por flotantes que resulten, entiendo que estas reuniones no dejan de tener anclaje en mundos específicos. Coincido con Debaise y Stengers en que “no hay tal cosa como un hecho aislado” (2017, p. 15), siempre que atendamos al emplazamiento de los pensamientos, los relatos o las asociaciones que nos encuentran, dentro del que importan y en el que tienen consecuencias. Este emplazamiento, sugieren los autores, no es fijo: su importancia “jamás puede ser reducida a una situación de facto o dada” (p. 17) porque, de otro modo, arriesgaríamos perder de vista las relaciones posibles que exceden nuestra disposición actual o un marco de pensamiento acostumbrado. Más bien, su importancia está enraizada en la experiencia e “implica el apego a algo en un mundo desapareciendo, extendiéndose en posibles devenires” (p. 17).
Sobre la imagen de un “mundo desapareciendo” veo un vínculo entre el trabajo de la especulación y los estudios antropológicos acerca del arruinamiento, una línea de pensamiento que suele tomar inspiración de la escena del “Ángel de la Historia” que Walter Benjamin (2007 [1940]) describe: el ángel está mirando, aterrado, los estragos que el avance del progreso deja “atrás”, los escombros entre los que Benjamin ubica el pasado de los oprimidos (p. 263). Desde esta perspectiva consternada, se nos invita a descolocar la mirada romántica hacia las ruinas, para más bien reconocer las huellas tangibles de procesos que corroen vidas y paisajes en su desviación de las líneas prescritas por lógicas dominantes, ya sean remotas o contemporáneas, propias de legados coloniales o del progreso capitalista (Stoler, 2013; Gordillo, 2014; Tsing, 2015). En este escrito, me intereso por la manera como estos procesos producen distintos tipos de ausencias: aquello que se ha perdido, que ha sido borrado, olvidado o que no ha llegado a existir, pero que en su rastro o su deseo sigue afectando a alguien en el presente y en la imaginación del futuro (Navaro-Yashin, 2012; Gordillo, 2015).
Estas ausencias, aunque se hagan sentir como “dolores fantasmas” (Bille et al., 2010), “trazas” (Napolitano, 2015) o pérdidas (Eng y Kazanjian, 2003), nunca exactamente “están ahí”, y así nos enfrentan al problema de definir lo que el espacio que “ocupan” pudo haber contenido. Tal como lo desmenuza Starzmann (2013), este problema es práctico y también ético: en conversación con el trabajo de Butler (2003), reflexiona sobre la agencia política que se anima en torno a la ausencia y se preocupa por saturar esta última de significados sociales que podrían trivializarla (Starzmann, 2013, p. 3). Frente a estas ausencias, ambas autoras nos invitan no a representarlas, sino más bien a rodearlas, convocarlas y “marcarlas” (Butler, 2003, p. 467): eventualmente, a “desestabilizar la idea de que el registro arqueológico debe estar completo y nuestras memorias del pasado plenas para ser históricamente significativos” (Starzmann, 2013, p. 4). Finalmente, nos llaman a apreciar la forma y la fertilidad de los vacíos, los silencios y los olvidos que fragmentan archivos oficiales (Trouillot, 2017) e íntimos (García, 2016).
Sin desconocer la reflexión ética que Starzmann y Butler plantean, pienso que, en torno a la ausencia, al rodear los fragmentos que la dibujan, se abre un espacio para la imaginación especulativa. No quiero decir que la ausencia necesariamente, arbitrariamente, se preste a nuestra propia meditación o representación, sino que, en los lugares donde se forja, en San Miguel en este caso, despierta “fabulaciones y realismos especulativos” (Haraway, 2016, p. 10) que una aproximación etnográfica nos permite apreciar, perseguir e intensificar. Este escrito sigue este camino etnográfico y así se encuentra con la posibilidad de enlazar el recuerdo de cosas que podrían parecer desvinculadas: las fotos quemadas del Maestro Cachaco, un cacique muisca inmolado, un libro perdido y tumbas y casas que han sido abandonadas en el transcurso de una historia larga de migración rural.
Esta última es una historia que, en la memoria oral de San Miguel de Sema, se remonta hasta la década de 1920, y que ha tenido como destinos el departamento de Caldas, el norte del Tolima y la ciudad de Bogotá, pasando por distintos momentos asociados a la expansión de la frontera agrícola de la primera mitad del siglo XX, las políticas contrarreformistas de la década de 1970 y el abundante desbordamiento de la laguna de Fúquene entre el 2006 y el 20121. En uno y otro momento, sus trayectos se han abierto en respuesta a la dificultad de encontrar “futuro” sobre las desigualdades estructurales que históricamente han restringido la vida, el acceso a la tierra y la posibilidad de movilidad socioeconómica en el municipio (Ramírez y Tobasura, 2004). Sus huellas son perceptibles en potreros deshabitados, casas abandonadas, cuartos desocupados en casas de familia, cuerpos desgastados por el trabajo sostenido ante la imposibilidad del relevo generacional (Díaz, 2011; López et al., 2018). Son perceptibles también en la soledad que moldea el final de la vida de los habitantes de las áreas rurales cuya población ha envejecido significativamente en el departamento de Boyacá (Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), 2016; López et al., 2018) y en la sensación de que la vida campesina se acerca a un tipo de final o de olvido que, sin embargo, se sigue postergando (Cuéllar Gempeler, 2021).
Es una historia migratoria que podría leerse bajo el lente del arruinamiento, y así la considero en un momento, teniendo en cuenta la mirada que, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX y bajo un “cronotopo modernista” (Dick, 2010), vio en las áreas rurales de Boyacá lugares atascados en el pasado del progreso nacional (véase Fals Borda, 1957); lugares que, por lo tanto, debían dejarse “atrás”. Las distintas cosas perdidas que aquí rodeo, sin embargo, nos remiten también a otras historias y temporalidades desde las que surge la sensación de que tal vez “hay algo más importante” (Stengers, 2014, p. 19)2. Es algo que no termina de definirse y que desplaza nuestra atención de lo que se ha borrado, deshecho o desconocido, para llevarnos hacia aquello que, a través de distintas prácticas de duelo, se cultiva, crece e incluso florece en los materiales que rodean lo que de alguna manera falta. Así, en lo que sigue, después de recorrer los contornos de las fotos, el cacique, el libro y las tumbas, reflexiono sobre cómo de su provisional ensamblaje surge un camino indefinido y silvestre que se abre “en posibles devenires”.
En su añoranza por las fotos quemadas del Maestro Cachaco y en mi insistencia sobre la historia de su disolución, doña Isabel me ha contado de más fotografías y de otras cosas hechas ceniza en las mismas prácticas fúnebres que ella al tiempo entiende y lamenta. Es una práctica usual durante el duelo, una forma de ayudar a que la vida se deshaga, a que se deshagan los lazos que sostienen todo el conjunto de materiales que ocupa y compone un cuerpo. Es un trabajo común que muestra cómo la muerte requiere un trabajo colectivo y dispendioso para completarse (Desjarlais, 2016), que nos enseña cómo la muerte no “se cumple en un instante” (Hertz, 1990 [1905], p. 16). Es común también que abunden los arrepentimientos de quienes no alcanzaron a reclamar algún objeto, ya fuera una fotografía, una prenda o un monedero de cuero, alguna cosa que entonces, después del incendio, se evoca con el deseo de haberla guardado bien y cerca.
También he oído historias de fotos que se quemaron por rencor o envidia, y de otras que despiertan la sospecha de la brujería cuando se descubren a media incineración en el cementerio. No todo es cuidado y memoria en la imagen que se deshace con el fuego. Y no todo esto sigue sucediendo en el presente. La señora María Eugenia Gil, por ejemplo, al contarme del archivo fotográfico de sus padres, me dijo que muchas de las fotos las quemó cuando era más joven, “antes de saber de la importancia del patrimonio”. Pero, aun cuando las lógicas en torno a los registros materiales de la historia van cambiando, siguen siendo múltiples los relatos que llegan recordando lo que se desechó o se deshizo, en pasados cercanos y lejanos, después de uno u otro entierro.
Cuando apenas empecé a notar estas prácticas en los inicios de 2017, le comenté a Eduardo Villarreal sobre las muchas cosas quemadas de las que me venían contando, sabiendo que hallaría guía en su conocimiento sobre la región, en los conocimientos que ha recogido a lo largo de cuarenta años viviendo y cuidando la vida en Tinjacá. En un comentario distraído, del que él mismo no se acuerda, me sugirió pensar en todas estas incineraciones en relación con el relato de un cacique indígena llamado Miguel.
Las narraciones que mencionan al cacique, en expresiones institucionales y publicaciones municipales, lo llaman el indio Miguel. La historia del indio se sitúa, aunque imprecisamente, en el pasado muisca de San Miguel de Sema. Según varias personas me indicaron, de él se empezó a hablar más o menos recientemente, en los esfuerzos por rastrear la historia propia de este municipio: su recuerdo ha surgido en el intento de distinguir el devenir sanmiguelense de los entramados históricos que comparte con Chiquinquirá y Tinjacá.
Antes de constituirse como municipio en 1959, San Miguel se situó dentro de los límites político-administrativos de estos otros municipios. En las primeras décadas del siglo XX, el territorio que hoy abarca San Miguel todavía era un conjunto de veredas tinjaqueñas. Eran “las veredas de sema”, o por lo menos así se nombran en el decreto “por el cual se crea una inspección especial de policía” en esta zona (transcrito en Silva, 2011). En 1925, con el nombre que lleva en el presente, San Miguel de Sema se constituyó como un corregimiento de Tinjacá. Sin embargo, en un reordenamiento de fronteras cuyas razones varían entre la enemistad política y la lejanía geográfica respecto a este último municipio, diez años después, en 1936, el corregimiento pasó a formar parte de Chiquinquirá. De modo que, en 1959, cuando San Miguel se conformó como municipio, su historia ya estaba entrelazada con la de estos otros dos territorios en un nudo apretado que, hoy en día, los sanmiguelenses se esfuerzan por desenredar.
Este trabajo de diferenciación se extiende hasta el siglo XVI, cuando en Tinjacá había un cacicazgo muisca autónomo. En su estudio sobre el cambio social en el Valle de Fúquene, situado en el altiplano oriental de la zona central de Colombia, Carl Langebaek (1995) afirma que no rendía tributo a Bogotá y que, ocupando “un papel marginal en el surgimiento de las grandes confederaciones”, “tuvo cierto grado de poder” (p. 30), ejerciendo su dominio sobre capitanías menores. En ese estudio, Langebaek también describe otros tres cacicazgos autónomos: los de Fúquene, Susa y Simijaca, y anota que los dos primeros tenían dos caciques. En el esfuerzo de encontrar los orígenes prehispánicos propios de San Miguel de Sema, a estos cuatro cacicazgos independientes de múltiples caciques se le suma todavía uno más, uno que no aparece (o que no ha aparecido) en el registro arqueológico, sino que se ha elaborado a partir de la memoria oral. Se les suma el cacicazgo de los semas, liderados por un cacique llamado Miguel.
Hasta el momento, solamente he conocido una publicación que habla directamente de él, del indio Miguel. Es un libro redactado por Libio Silva (2011), que incluye la transcripción de un poema recordado por Rosendo Casallas. Don Rosendo se describe a sí >mismo como un historiador empírico y así lo demuestra con las anotaciones a mano, fotos originales e impresas y recortes de revistas que custodia en sobres de manila y de los que surgen relatos propios y recolectados. Los desplegó una vez, sobre la mesa del comedor de su casa, para contarme sobre el libro que él mismo ha querido hacer, pero no ha podido transcribir, y que todavía lucha por publicar. Algunas de sus recopilaciones de la memoria oral del municipio han sido sin embargo registradas en los libros publicados por la alcaldía de San Miguel, como el redactado por Silva. Ahí aparece este poema que, según lo afirman sus propios versos, resume en prosa informaciones escritas por el historiador agustiniano fray Eugenio Áyape.
Los versos no hablan de la vida del cacique muisca, sino del momento de su muerte. Cuentan que, al enterarse de la inminente llegada de los españoles, el indio Miguel no se quiso doblegar. Subió a la cima de Loma Redonda, una colina “donde se observa por los cuatro puntos”, y ahí “hizo construir de leña” el fuego en el que luego se inmoló (como se cita en Silva, 2011, p. 37). Dice el poema que “ofreció su cuerpo calcinado” y todas sus pertenencias, al paisaje quebrado. Sostiene que nada quedó cuando mermó el humero. Dice: “ni siquiera quedaron sus cenizas” (p. 37).
De esta historia se hace eco en el escudo y el himno de San Miguel. Aunque en ocasiones se presenta como una leyenda (Ministerio de Cultura et al., 2013), hay incluso quienes afirman que el nombre “San Miguel de Sema” es un homenaje al cacique muisca. No todo el mundo admite la veracidad de este hecho que, de ser cierto, revelaría un honor compartido: el nombre de este pueblo (quizás también) se escogió como homenaje a Miguel de Jesús Medina, un cura católico de Tinjacá que solía viajar a las veredas que ahora conforman el pueblo a ofrecer una misa semanal. Algunos sostienen que esta es la verdadera historia, y que la historia del indio Miguel empezó a circular solo recientemente. Sugieren que es una ficción. Otros afirman que esta historia no es un invento, sino que, más bien, es un recuerdo rescatado del olvido.
Le pregunté a don Rosendo por el libro de Áyape que había inspirado sus versos. Me dijo que es un manuscrito sin publicar que se encontraba en la biblioteca de la hacienda San José de la Orden de los Agustinos Recoletos, una finca que antes fue “la despensa” del Santuario de la Candelaria y que hoy se presta como refugio para retiros espirituales de distintas comunidades religiosas. En la biblioteca de tres filas (imagen 2), donde se arruman folletos, revistas y libros ajados, el manuscrito permaneció por mucho tiempo, pero don Rosendo mencionó también que hace algunos años desapareció. En un momento que pasó desapercibido, alguien se lo tuvo que haber robado.
Los escurridizos materiales que soportarían la evidencia del cacique muisca dificultan resolver las dudas que lo relegan a la ficción. No podría aquí comprobar ni desmentir su posible existencia, y no he emprendido el trabajo documental que demandaría este tipo de evaluación que, en todo caso, prefiero postergar. Quiero, más bien, apreciar al tiempo las dudas que despierta en unos y la insistencia que inspira en otros, demorarme en el espacio en el que no podemos afirmar del todo su asiento en uno u otro lado de la “bifurcación” entre lo factual y lo ficticio (Debaise y Stengers, 2017, p. 15). En ese espacio incluyente, podemos considerar que el relato del indio Miguel guarda verdades, aunque no podamos definir si nos hablan de lo que fue o de lo que pudiera haber sido. Quizás nos hablan de la necesidad de nombrar los orígenes de San Miguel en los términos de su presente, afianzando la posibilidad de su futuro independiente en la figura de un líder prehispánico que dio forma a su propia muerte3. O tal vez la inmolación del indio Miguel guarda un reclamo sobre las muertes que suelen quedar por fuera de la historia. Me pregunto si es así como se relaciona con las fotos quemadas del Maestro Cachaco, todas esas fotografías que se quemaron porque retrataban a finados ya sin vivos que reclamaran su recuerdo.
Esta pregunta me lleva al cementerio de San Miguel, por la loma que sube a la izquierda desde la alcaldía. Una cuadra después de la escuela, un muro en ladrillo enmarca su entrada y se abre al camino de cemento que crece hacia los osarios y las tumbas más viejas, sembradas en tierra. Pasada la entrada, la vista se abre hacia el campo. Apenas se perciben los alambres de púas que dibujan las fronteras del camposanto. José García, el sepulturero del pueblo, en ocasiones me guio por sus recovecos y por las historias anónimas o familiares, graciosas o atemorizantes, que se han ido quedando bajo el suelo. En esas, en una mañana del 2017, llevó mi atención a una colina pequeña, punteada por escasas cruces de piedra, de cemento con baldosa o de madera. Me dijo que, por muy sola que se vea, esa colina en realidad “está minada de muertos”. Me dijo: “si cava un hueco, se encuentra un cadáver”.
Fuente: archivo propio, 2022.
Don José supone que todas esas tumbas antes estaban marcadas con cruces de madera. Me explicó que este era el material que arropaba la muerte de “los más pobres” de este pueblo. Era el material con el que contaban las familias campesinas que, hasta la reforma agraria de la década de 1960, rara vez tenían tierra propia y, a cambio de jornadas de trabajo, habitaban lomas empinadas y poco fértiles dentro de las propiedades de “los más ricos”. Entre ambos extremos, entre los más pobres y los más ricos, se extendía una jerarquía compleja que surge en la descripción detallada de la gente que habitó San Miguel en el pasado reciente: los mayordomos que administraban las haciendas y que, habiendo avanzado en la primaria, leían en voz alta las noticias del periódico a los trabajadores; los campesinos que, apadrinados por sus patrones, adquirieron su propia tierra antes de la reforma de 1961; los comerciantes que encontraron una cierta independencia en la venta de ganado. Aun así, cuando se narra a grandes rasgos, la población compleja que habitó este campo boyacense en la primera mitad del siglo XX suele agruparse en uno u otro lado de la amplia brecha que implicaba desigualdades significativas en el acceso al poder político y económico en la región y que, por muchos matices que contuviera, separaba tajantemente a los campesinos de los hacendados4. A los pobres de los ricos. Y así don José categoriza las tumbas a su cuidado.
Ese día del 2017, cuando mencionó a “los más ricos”, también los ubicó en el paisaje del cementerio, que fue fundado en 1918. Esa fecha todavía es visible en las cruces más antiguas, cruces de piedra con grabados sofisticados que, según imagina don José, tuvieron que haber sido traídas de Bogotá. Para llegar al cementerio las habrían cargado primero en tren y luego en lancha, hasta alcanzar esta loma que en ese momento todavía tocaba el agua de la laguna de Fúquene. Décadas después, un siglo después, la laguna se ve al fondo de los amplios potreros planos que se consiguieron al desecar ese cuerpo de agua, y del ferrocarril no queda sino el recuerdo, pero las cruces de piedra siguen en pie. Las cruces de madera que marcaron los entierros de los campesinos hace tiempos se arruinaron, se pudrieron, y terminaron por diluirse en el paisaje (imagen 3).
Dice don José que, para estas tumbas sin marcar, “ya no hay dolientes”. Quienes hubieran podido honrar sus muertes ya fallecieron también o se han ido de este pueblo, siguiendo las huellas de la historia de migración rural en relación con la que se han ido desocupando y envejeciendo las veredas de San Miguel. Como no había nadie que restaurara las cruces que marcaban sus entierros, la madera empezó a aflojarse, a descomponerse y, finalmente, sus tumbas “se perdieron”. Ha ocurrido que personas vienen de lejos a visitar un antiguo entierro y no lo encuentran. “¡Se les pierden los muertos!”, dijo don José riendo. También me contó que, en su trabajo rutinario en el cementerio, a veces desentierra accidentalmente pedazos de ataúdes y de huesos que, supone, pertenecen a finados campesinos cuyos cuerpos “ya se volvieron tierra”.
“Uno ya sabe que ese es el final”. Eso fue lo que dijo doña Isabel ese día de 2017 cuando recordó las fotografías de su abuelo, cuando sugirió que ella también espera que sus cosas se quemen, el mismo día en que recordó la casa de bahareque donde vivió su familia antes de mudarse a la cabecera de San Miguel. “La escalera estaba bien”, recuerda doña Isabel, “el piso estaba bien, firme”, pero, una vez quedó abandonada, la casa de repente se empezó a aflojar, a descascarar, y terminó por derrumbarse. Cuando doña Isabel fue a visitarla la última vez, no la encontró. Imaginó que “seguramente ya se había vuelto tierra”, así como sucede con las cruces de madera que se quedan solas tras los pasos de los migrantes.
En San Miguel me han dicho que el colapso de las casas deshabitadas se debe a la falta de calor humano y del humo de estufas de leña. Si no hay quién “joda la vida”, como dice la señora Doris Laverde, las casas se aflojan y se derrumban. Por eso, en su cuidado de la hacienda del refugio de San José, doña Doris abría y cerraba las puertas, destendía y tendía las camas todos los días, barría y trapeaba los pisos, aun cuando nadie estaba por pasar la noche en la casona antigua. Todo lo hacía todavía en el 2018, antes de que el dolor en las rodillas se lo impidiera, para evitar ese colapso. Buscaba evitar ese derrumbamiento que, cada vez que se nombra, suele enunciarse como un misterio. Es un “misterio raro”, según dice doña Doris: es un misterio que nos enseña, como dijo doña Isabel, que las casas “sienten como uno”. También como uno, las casas campesinas, hechas de tierra, arcilla y madera, eventualmente regresan a la tierra.
Pienso que, en la contemplación de este misterio, una temporalidad geológica se avista. Una temporalidad en la que las cosas están siempre haciéndose y deshaciéndose. Es lo que Stuart McLean (2007) encuentra en pantanos irlandeses y llama “un tiempo antes del tiempo”, que sólo a ratos o en lugares movedizos se acopla con el nuestro, y en el que todo está en continua formación y deformación. Lachlan Summers (2022) lo ve en las paredes agrietadas sobre las secuelas del terremoto de Puebla y lo llama un “tiempo profundo” del que tomamos conciencia cuando nos sacude, cuando nos “toca”, cuando a él nos acoplamos de maneras que descolocan nuestra certeza sobre la firmeza de la tierra y que por eso pueden asustarnos y hasta enfermarnos. En su reflexión sobre este tipo de tiempo, Michel Serres (1995) lo llamó el “tiempo básico” y habló de percibirlo como un “murmullo” que le atravesaba: “me habla de mis cenizas, tal vez, de las que vine, a las que volveré” (p. 7).
Polvo eres y en polvo te convertirás. Podemos reconocernos en las cruces y las casas campesinas deshaciéndose. Pero en la específica ausencia de las casas de bahareque y las cruces de madera, se manifiesta el hecho de que no todos regresamos al suelo al mismo ritmo. Se advierten las formas del “arruinamiento”: asistimos a la composición material del olvido de pasados campesinos cuyos materiales se han ido desbaratando (véase Gordillo, 2014, p. 207). No solamente por el abandono o el paso del tiempo, también por las condiciones precarias de la vida en el campo que, sobre desigualdades estructurales irresueltas que han restringido el acceso a la propiedad de la tierra, al trabajo remunerado, al relevo generacional, siguen limitando las posibilidades de sostener hogares campesinos en veredas boyacenses.
Todos somos vulnerables al movimiento de la tierra, incluso la piedra se descompone en el flujo de los materiales de la vida (Ingold, 2013), pero, como lo sugiere Summers (2022) pensando sobre las secuelas del terremoto, con el sacudón de un temblor no todos los edificios se derrumban o se agrietan. El tiempo profundo no se presenta simplemente a través de sacudones tectónicos, ni solamente en los lentos procesos materiales que corroen casas y tumbas hasta devolverlas a la tierra: “se desarrolla a través de continuos procesos geológicos y políticos” (Summers, 2022, p. 28).
Fuente: archivo propio, 2022.
Cuando se pone pensativa, al reflexionar sobre el arruinamiento de las casas campesinas, sobre las pertenencias quemadas de su abuelo, doña Isabel dice que siente que las imágenes de su pasado se disuelven. Dice que le gustaría poder sacarse los recuerdos de la cabeza y verlos como una fotografía. Pero doña Isabel también ha notado que justamente donde estaba la casa de su familia ahora crecen unas flores moradas, y se ha dado cuenta de que también están floreciendo al pie de otras casas abandonadas en el campo. Me dijo que “son clásicas de las casas abandonadas”. Que, cuando ve una casa desocupada, piensa: “por lo menos se va a llenar de esas florecitas”.
Una vez las mencionó, empecé a buscarlas, y sí las encontré al lado de casas abandonadas, en distintos lugares del altiplano cundiboyacense. En San Miguel, las vi también en el cementerio, esparciéndose como malezas. Les tomé fotos (imagen 4), y a doña Isabel le dio gracia confirmar que eran las mismas de las que me había hablado. Pronto tratamos de averiguar qué eran y, eventualmente, aprendimos que se llaman vincas: son de la especie vinca major, de la familia Apocynaceae. En Colombia se llaman “doncellas”, o a veces simplemente “vincas” (Sierra-Guerrero y Amarillo-Suárez, 2014, p. 14). Son plantas rastreras y ornamentales muy comunes, que se usan para cubrir el suelo en jardines de hogares urbanos y rurales. Muy poco se ha escrito sobre su presencia en el país, pero se sabe que son originarias del sur de Europa y de África del Norte (Morales, 2005). Como la vinca también es una planta ornamental común en España, es probable que haya llegado durante la Colonia.
La vinca mayor crece en terrenos elevados, entre 1950 y 2665 metros sobre el nivel del mar, por lo que en Colombia se encuentra especialmente sobre la cordillera de los Andes (Bernal et al., 2015). Aunque normalmente se siembra con propósitos ornamentales, a menudo “escapa” el espacio de su cultivo y se esparce como maleza, “llegando a asilvestrarse en las proximidades de los asentamientos humanos” (García-Berlanga, 2011, p. 66). En Australia, Nueva Zelanda y los Estados Unidos, por ejemplo, se considera “una seria amenaza” para la conservación de la vegetación nativa (Twyford y Baxter 1999, p. 47), dado que se esparce con rapidez, ocupando el suelo de una manera que reduce “la habilidad de otras especies de plantas para colonizar las áreas invadidas por esta enredadera” (Cushman y Gaffney 2010, p. 2772). Es probable que la presencia de vincas en lotes abandonados se relacione con su tendencia a escapar las zonas ajardinadas y también con los nutrientes que, con el derrumbe de una casa de barro, llegan a enriquecer el suelo. Las vincas prefieren suelos ricos y húmedos (Ortiz y Arista, 2012, p. 107), pero es capaz de persistir en casi cualquier tipo de suelo. Por su carácter resistente, un catálogo español de flora ornamental aconseja usar estas plantas para “los lugares olvidados de un jardín” (López Lillo, 2010, p. 142).
Entonces, es posible que estas flores ya estuvieran ahí, sembradas en las casas que doña Isabel ha visto. Y también es posible que se hayan sembrado en el cementerio: aunque no he encontrado registro de esta práctica en San Miguel o Colombia, he aprendido que otras vincas, como la vinca minor y la vinca difformis,han sido usadas históricamente en España y en algunos lugares de los Estados Unidos para cubrir el suelo de camposantos, y por eso a sus muchos nombres se les suma el de “flor de muerto”. La arqueóloga Lynn Rainville, por ejemplo, escribe que, en el estado de Virginia, la vinca “suele indicar un cementerio histórico” (2014, p. 15). Ranville aconseja tomar conciencia de la presencia de estas flores, porque a veces son el único indicador de tumbas sin marcar. Es el caso de los enterramientos que ella investiga: los cementerios de personas afrodescendientes que fueron esclavizadas en Virginia. Sus entierros han sido abandonados y no son perceptibles a simple vista. No sin antes aprender a discernir los indicadores que usaron para marcar secretamente sus tumbas: los signos sutiles que acompañaron sus entierros, como las vincas.
En una entrevista de 2018, Rainville sugiere, con algo de cautela dada la falta de estudios sistemáticos, que “esta planta prospera en suelos cuyo pH ha sido alterado por cuerpos en descomposición, y por lo tanto no le afectan los suelos muy ácidos o básicos” (como se cita en Brown, 2019). “Pero, ciertamente”, continúa Rainville, “al menos para mí, cuando estoy caminando por los bosques de Virginia en búsqueda de un cementerio y no tengo una buena idea de dónde pueda estar, prestar atención a la distribución de las vincas puede ser útil” (como se cita en Brown, 2019). Tal vez podríamos decir que, al menos para Rainville, estas plantas son “clásicas” de los cementerios abandonados.
Fuente: archivo propio, 2022.
Algo crece en los vacíos de la memoria y de la historia humana, ya sea vida o relatos, ya sean hechos o ficciones. Uno ya sabe que ese es el final, dice doña Isabel, pero podemos buscar nuevos orígenes en la tierra, en las cenizas. Podemos seguir los caminos de las vincas. Si nos “quedamos con el problema” (Haraway, 2016) de las cosas perdidas o inventadas, siguiendo las asociaciones que se insinúan en su resonancia, podemos imaginar posibilidades parciales, imperfectas, de recuperación (Haraway, 2016, p. 10). No se resuelven así las preguntas que sus ausencias despiertan, ni podremos reparar las fisuras de las historias campesinas que evocan, pero quizás sí podremos “intensificar”, desde los contornos de estas cosas faltantes, “el sentido de los posibles que albergan, tal como son expresados en las luchas y los reclamos por otro modo de hacerlas existir” (Debaise y Stengers, 2017, p. 17).
Así, en esta reunión precaria de retazos, cada uno aferrado a una cosa y su relato, encuentro la posibilidad incipiente de reconocer y a la vez extender nuestra atención más allá de la lógica del arruinamiento que, en el paso de la historia humana moldeada por desigualdades persistentes, ve un proceso principalmente corrosivo. El ensamblaje frágil que persigue este escrito, además de sostener la imagen de “un mundo desapareciendo” por causa de la muerte, el olvido, la migración y las inequidades estructurales que desgastan la vida en el campo, lleva nuestro pensamiento a derrumbamientos propios de las prácticas de duelo y del incesante proceso formativo que atraviesa y subyace a nuestro tiempo. Sin perder de vista las pérdidas que puntean los relatos, desplaza de este modo nuestra mirada hacia la vida que florece en los estragos5.
Y así es posible, en un sentido, en este escrito, siguiendo la manera como doña Isabel se sostiene en el recuerdo del Maestro Cachaco. Una de las muchas veces que evocamos su memoria fue una mañana, hace ya más de dos años, en la que juntas retratamos la cámara vieja, sobre el trípode de madera. Doña Isabel recordó cómo su abuelo fijaba cada foto con pinzas sobre una cuerda, trabajando en su cuarto oscuro. Recordó el cuidado con el que movía sus dedos, sus manos, cada uno de sus gestos, y dijo: “es que estoy ahí”.
BERNAL, R., Gradstein, S. R. y Celis, M. (eds.). (2015). Catálogo de plantas y líquenes de Colombia. Universidad Nacional de Colombia - Instituto de Ciencias Naturales. https://catalogoplantasdecolombia.unal.edu.co
BENJAMIN, W. (2007 [1940]). Theses on the Philosophy of History. En H. Arendt (ed.), Illuminations (pp. 253-264). Schocken Books.
BILLE, M., Hastrup, F. y Flohr Sorensen, T. (eds.). (2010). An Anthropology of Absence: Materializations of Transcendence and Loss. Springer.
BROWN, E. N. (2019). The Hidden History of African-American Burial Sites in the Antebellum South. Atlas Obscura. https://www.atlasobscura.com/articles/africanamerican-grave-markers
BUTLER, J. (2003). Afterword: After Loss, What Then?. En D. L. Eng y D. Kazanjian (eds.), Loss: The Politics of Mourning (pp. 467–473). University of California Press.
CUÉLLAR GEMPELER, M. (2021). Tres Marías y una canta: migración rural y muertes de soledad en el campo de Boyacá (Colombia). Revista de Antropología y Sociología Virajes, 23(1), 12-22. https://revistasojs.ucaldas.edu.co/index.php/virajes/article/view/4834
CUÉLLAR GEMPELER, M. (2024). Amañarse por acá: formas de quedarse en un “origen” boyacense de la migración rural. Revista Colombiana de Antropología, 60(2), e2626.
CUSHMAN, J. H. y Gaffney, K. A. (2010). Community-Level Consequences of Invasion: Impacts of Exotic Clonal Plants on Riparian Vegetation. Biological Invasions, 12, 2765-2776.
DEPARTAMENTO ADMINISTRATIVO Nacional de Estadística (DANE). (2016). 3er Censo nacional agropecuario. Hay campo para todos. Tomo 2. Resultados.
DEBAISE, D. y Stengers, I. (2017). The Insistence of Possibles: Towards a Speculative Pragmatism. PARSE, 7, 13-19.
DESJARLAIS, R. (2016). Subject to Death: Life and Loss in a Budhhist World. The University of Chicago Press.
DÍAZ ACERO, L. M. (2011). Cambios en la estructura demográfica en Boyacá y su impacto socioeconómico (1985-2005) [Tesis de Maestría en Ciencias económicas]. Universidad Nacional de Colombia.
DICK, H. P. (2010). Imagined Lives and Modernist Chronotopes in Mexican Non-migrant Discourse. American Ethnologist, 37(2), 275-290. https://www.jstor.org/stable/40784521
ENG, D. L. y Kazanjian, D. (2003). Loss: The Politics of Mourning. University of California Press.
FALS BORDA, O. (1957). El hombre y la tierra en Boyacá: bases sociológicas e históricas para una reforma agraria. Antares.
FLÓREZ MALAGÓN, A. (2005). “Una Isla en un Mar de Sangre”. El Valle de Ubaté durante “La Violencia” 1946-1958. Pontificia Universidad Javeriana.
GALINDO ORREGO, M. I. (2021). La vida orillera: agitaciones violentas y arremetidas del mar en el Pacífico colombiano. Revista de Antropología y Sociología: Virajes, 23(1), 59-78.
GARCÍA, A. (2016). The Blue Years: an Ethnography of a Prison Archive. Cultural Anthropology, 31(4), 571-594.
GARCÍA-BERLANGA, O. M. (2011). Estudio florístico y aportaciones a la conservación del Alto Cabriel (Cuenca). [Tesis doctoral en Ciencias Biológicas]. Universitat de València.
GORDILLO, G. (2014). Rubble: The Afterlife of Destruction. Duke University Press.
GORDILLO, G. (2015). Barcos varados en el monte. Restos del progreso en un río fantasma. Runa, 36(2), 25-55.
HARAWAY, D. (2016). Staying with the Trouble: Making Kin in the Chthulucene. Duke University Press.
HERTZ, R. (1990 [1905]). La muerte y la mano derecha (R. R. Hernández, trad.). Alianza.
INGOLD, T. (2013). Making: Anthropology, Archaeology, Art and Architecture. Routledge.
LANGEBAEK RUEDA, C. H. (1995). Regional Archaeology in the Muisca Territory. A Study of the Fúquene and Susa Valleys / Arqueología regional en el territorio muisca. Estudio de los valles de Fúquene y Susa. University of Pittsburg - Department of Anthropology / Universidad de los Andes - Departamento de Antropología.
LÓPEZ LILLO, A. (2010). Apocynaceae. En J. M. Sández de Lorenzo Cáceres (coord.), Flora ornamental española. Las plantas cultivadas en la España peninsular e insular. Tomo VI: Araliaceae - Boraginaceae (pp. 132-172). Junta de Andalucía / Ediciones Mundi-Prensa / Asociación Española de Parques y Jardines Públicos.
LÓPEZ, É. P., Martínez, L. M., Martínez-Cañas, C. A. y Vargas-Prieto. (2018). Desarrollo rural y envejecimiento: Caso de estudio municipio de Chinavita, Boyacá (Colombia). Revista de Investigación, Desarrollo e Innovación, 8(2), 193-206.
MCLEAN, S. (2007). “To Dream Profoundly”: Irish Boglands and the Imagination of Matter. Irish Journal of Anthropology, 10(2), 61-68.
MINISTERIO DE Cultura, Gobernación de Boyacá, Alcaldía de San Miguel de Sema. (2013). Tradición y patrimonio de San Miguel de Sema. Pisma Print.
MORALES, J. F. (2005). Estudios en las Apocynaceae neotropicales XIX: La familia Apocynaceae (Rauvolfioideae, Apocynoideae) de Costa Rica. Darwiniana, 43(1-4), 90-191.
NAPOLITANO, V. (2015). Anthropology and Traces. Anthropological Theory, 15(1), 47-67.
NAVARO-YASHIN, Y. (2012). The Make-Believe Space: Affective Geography in a Postwar Polity. Duke University Press.
ORTIZ, P. L. y Arista, M. (2012). Vinca L. En S. Castroviejo (coord.), Flora ibérica. Plantas vasculares de la Península Ibérica e Islas Baleares. Vol. XI. Gentianaceae-Boraginaceae (pp. 106-109). Real Jardín Botánico, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
RAINVILLE, L. (2014). Hidden History. African American Cemeteries in Central Virginia. University of Virginia Press.
RAMÍREZ, R. y Tobasura, I. (2004). Migración boyacense en la cordillera Central, 1876-1945: del altiplano cundiboyacense a los espacios de homogeneización antioqueña.Bulletin de l’Institut Français d’Études Andines, 33 (2), 225-253. https://www.redalyc.org/pdf/126/12633203.pdf
SERRES, M. (1995). Genesis. (G. James y J. Nielson, trads.). The University of Michigan Press.
SIERRA-GUERRERO, M. C. y Amarillo-Suárez, A. R. (2014). Catálogo de la vegetación en jardines domésticos de Bogotá, Colombia. Biota Colombiana, 15(1), 10-46.
SILVA, L. (2011). San Miguel de Sema. Historia, visión y prospectiva. Alcaldía Municipal de San Miguel de Sema – Boyacá. Búhos.
STARZMANN, M.T. (2013). Excavating Tempelhof airfield: Objects of Memory and the Politics of Absence. Rethinking History: The Journal of Theory and Practice, 18(2), 211-229. https://dx.doi.org/10.1080/13642529.2013.858453
STENGERS, I. (2014). La propuesta cosmopolítica. Revista Pléyade, 14, 17-41. https://www.revistapleyade.cl/index.php/OJS/article/view/159/150
STEWART, K. (2007). Ordinary Affects. Duke University Press.
STOLER, A. L. (2013). “The Rot Remains”: From Ruins to Ruination. En A. L. Stoler (ed.), Imperial Debris. On Ruins and Ruination (pp. 1–35). Duke University Press.
SUMMERS, L. (2022). Deep Time Exposures: To be Sick with Mexico City’s Terminal Suddenness.Ensayo ganador del concurso Elsie Clews Parsons. https://americanethnologist.org/wp-content/uploads/2022/12/Summers_Deep-Time-Exposure.pdf
TROUILLOT, M. R. (2017). Silenciando el pasado. El poder y la producción de la Historia (M. Á. del Arco Blanco, trad.). Comares.
TSING, A. L. (2015). The Mushroom at the End of the World: On the Possibility of Life in Capitalist Ruins. Princeton University Press.
TWYFORD, K. L. y Baxter, G. S. (1999). Chemical Control of Blue Periwinkle (Vinca Major L.) in Croajingolong National Park, Victoria.Plant Protection Quarterly, 14(2), 47–50.
YIE, M. (2022). Aparecer, desaparecer y reaparecer ante el estado como campesinos. Revista Colombiana de Antropología, 58(1), 115-152. https://doi.org/10.22380/2539472X.2005
Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
Correo electrónico: nomadas@ucentral.edu.co