Biopolítica y contra-nihilismo
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Biopolítica y contra-nihilismo*
Biopolítica e contra-niilismo
Biopolitics and counter-nihilism
Peter Pál Pelbart**
Traducción del Portugués: Rodrigo A. Ribeiro***
* Este ensayo es resultado de un trabajo de investigación titulado Contextos histórico e cultural da Psicologia Clínica del Núcleo de Estudos e Pesquisas da Subjetividade iniciado en el año 2005 y financiado por el Programa de Estudios de Posgrados en Psicologia Clínica de la Pontificia Universidad Católica de Sao Paulo en Brasil.
** Profesor e investigador de la Pontificia Universidad Católica de Sao Paulo en Brasil. Email: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
*** Docente de portugués en el Instituto de Cultura Brasil-Colombia (Ibraco) – Embajada de Brasil en Bogotá, Colombia.
Resumen
Este ensayo aborda dos temáticas contemporáneas características de los debates sobre la libertad y la esclavitud en el capitalismo contemporáneo: la biopolítica y la biopotencia. Desde una perspectiva singularmente dialéctica, el ensayo formula la pregunta por la relación entre vida y poder y la responde mediante una relectura de Nietzsche que denomina “nihilismo versus contra-nihilismo”, o, mejor, “negación frente a afirmación”.
Palabras clave: nihilismo, biopolítica, contra-nihilismo, afirmación
Resumo
Este artigo aborda duas temáticas contemporâneas características dos debates sobre a liberdade e a escravidão no capitalismo contemporâneo: a biopolítica e a biopotência. Desde uma perspectiva particularmente dialética, o artigo formula a pergunta acerca da relação entre a vida e o poder e a responde mediante uma releitura de Nietzsche que denomina “niilismo versus contra-niilismo”, ou melhor, “negação versus afirmação”.
Palavras-chaves: niilismo, biopolítica, contra-niilismo, afirmação.
Abstract
This paper analyzes two question of the moment about the characteristics of discussion on slavery and freedom of latter capitalism: biopolitic and biopotency. From a particularly dialectic perspective, the paper formulates the following question: What is the relation-ship between life and power, today? Its answer is a re-reading of the Nietzsche account, that it denominates “nihilism versus against-nihilism”, or, better, “negation versus affirmation”.
Key words: nihilism, biopolitic, against-nihilism, affirmation
Dos tendencias contrapuestas nos obligan hoy a repensar ese término tan antiguo y cada día más invocado, la vida. La primera de ellas puede ser formulada de la siguiente manera: el poder tomó por asalto la vida; es decir, penetró todas las esferas de la existencia, las movilizó y las puso a trabajar en provecho propio. Desde los genes, el cuerpo, la afectividad, la psique, hasta la inteligencia, la imaginación, la creatividad, todo eso fue violado e invadido, movilizado y colonizado, aun cuando no fue directamente expropiado por los poderes. ¿Pero qué son los poderes? Digamos, para ir rápido, con todos los riesgos de simplificación: las ciencias, el capital, el Estado, los medios. Pero es una respuesta muy general y variable, pues, de hecho, asistimos a una lógica desparramada, dispersa, infinitesimal, aun más molecular de lo que tales instancias pudieran sugerir, y con mecanismos mucho más complejos y sutiles. En la escala de Michel Foucault, es preciso remitirse a los dispositivos heterogéneos, dispares, locales, así como a los mecanismos de poder constituyentes, y no sólo represivos, con sus hechos simultáneos de individualización y totalización. En todo caso, lo que tal vez sea relativamente nuevo es que esos poderes se ejercen de manera positiva, por invertir la vitalidad social de cabo a rabo, por intensificarla y optimizarla, por pilotearla y monitorearla. Si antes todavía teníamos espacios preservados de la injerencia directa de los poderes o, como dirían los marxistas, estábamos ante una subsunción formal de la sociedad en el capital, hoy estamos ante una subsunción real, es decir, integral, de la vida concreta al capital abstracto. Si antes el inconsciente y la naturaleza todavía parecían dominios inviolables para el capital, como lo notó Frederic Jameson, hoy mismo ellos fueron incorporados y puestos a trabajar. Si en una sociedad disciplinar aún teníamos la ilusión de transitar de una esfera institucional a otra, con un margen de maniobra y de respiro, en una sociedad de control dicho margen parece haber desaparecido. En resumen: el cuerpo, la psique, el lenguaje, la comunicación, la vida onírica, así como la fe, nada de eso preserva ya cualquier exterioridad en relación con los poderes, no siendo posible, por lo tanto, servirles de contrapeso o de ancla crítica en la resistencia a ellos. Los poderes operan de manera inmanente: no más desde afuera, ni desde encima, sino como por dentro, al incorporar, integrar, monitorear e invertir hasta de forma anticipada, los posibles que se van engendrando para colonizar el futuro.
Aquí es donde interviene el segundo eje que sería preciso evocar, desarrollado sobre todo por autores provenientes de la corriente italiana que, a partir de un spinozismo y marxismo singulares, combinaron su bagaje de luchas con una apropiación original de la filosofía de Foucault y Gilles Deleuze. Resumo este eje de la siguiente manera: cuando parece que “está todo dominado”, en el extremo de la línea se insinúa una transformación que resignifica la propia dominación como segunda. “La vida” o aquello que parecía sometido, subsumido, controlado, dominado, revela en el proceso mismo de expropiación, su positividad indomable y primera. No se trata de romantizar una capacidad de revancha y de resistencia, sino de repensar la relación entre los poderes y la vitalidad social en la llave de la inmanencia. Podríamos sintetizar ese movimiento así: el biopoder responde a la biopotencia; al poder sobre la vida responde la potencia de la vida, pero ese “responde” no significa una reacción, ya que la potencia se revela como el opuesto más íntimo, inmanente y coextensivo al propio poder. La vitalidad social, aun cuando está dominada por los poderes que la succionan, aparece súbitamente en su primacía ontológica, potencia primaria que el poder persigue y sobre la cual él se construye y se ancla, que goza virtualmente de una fuerza soberana y constitutiva, inaugural e indomable. “La vida”, aquello que parecía enteramente sometido al capital o reducido a la mera pasividad, aparece ahora como la fuente mayor de valor, reserva inagotable de sentido, manantial de formas de existencia, germen de direcciones que extrapola las estructuras de comando y los cálculos de los poderes constituidos, aun cuando estos se ejercen en sus modalidades menos centralizadas, rizomáticas e inmanentes. Las fuerzas vivas presentes en la red social dejan así de ser reservas pasivas a merced de un monstruo insaciable, para convertirse en positividad inmanente y expansiva que los poderes se esfuerzan en regular, modular o controlar. En esa perspectiva, la producción de lo nuevo ya no aparece como exclusivamente subordinada a los dictámenes del capital, ni como proveniente de él, mucho menos dependiente de su valorización –ella está diseminada por todas partes y constituye una potencia psíquica y política–. Como dice Maurizio Lazzarato, basado en Gabriel Tarde: todos y cualquiera inventan, en la densidad social de la ciudad, nuevos deseos y nuevas creencias, nuevas asociaciones y nuevas formas de cooperación. Manera original de leer la vitalidad social que exige una mirada menos detallada sobre los modos de dominación, analizándolos en general y reencontrando la potencia de variación y la fuerza-invención de la que ellos pretenden apropiarse, pero que no emana de ellos. Sería necesario recorrer esas dos vías mayores como se recorre una cinta de Moebius, el biopoder, la biopotencia, el poder sobre la vida, las potencias de la vida. El propio término biopolítica tiene un sentido paradójico. Tal como lo define Foucault, en algunos casos designa ciertas formas de dominación sobre la vida; tal como Toni Negri y otros, en parte inspirados en Deleuze, le subvirtieron el sentido, la biopolítica en otros casos designa justamente lo opuesto o lo mismo visto desde abajo, a saber, la vitalidad social y su potencia constituyente.
Voy a intentar sacar provecho de esa inversión que, como se verá más adelante, no es solo semántica, sino que rompe con la fidelidad al concepto original. Hecho eso, en un segundo momento, leeré ese contexto biopolítico a la luz de la problemática del nihilismo y de los movimientos contra-nihilistas de la contemporaneidad. Me explico: el control de la vida, del monitoreo de sus formas y su rebajamiento actual en vida expuesta, puede ser caracterizado como la culminación histórica de un proceso nihilista en el sentido más originario, tal como Nietzsche lo formuló. La depreciación de la vida alcanza allí un grado extremo: vaciada de sus determinaciones cualitativas, ella se ofrece como materia bruta para la infinita manipulación calculadora. Desde los prisioneros de Guantánamo hasta la oveja Dolly, desde los ciberzombis hasta la gregariedad contemporánea, todo nos conduce al título del libro de Gilles Châtelêt, Vivir y pensar como puercos. Sin embargo, en ese punto extremo de desnudamiento y vaciamiento, la “vida” aparece no sólo como “singularidad de existencia” y “afirmación absoluta de ser”, como lo dice Jean Luc Nancy (1994; 1993-4: 111) en un contexto concentracionario, sino como virtualidad inhumana cuya potencia de transvaloración todavía está por ser pensada. Es así como la tematización del nihilismo podría ayudarnos a pensar sobre el contexto biopolítico, pues una lógica semejante parece presidir toda la reflexión de Nietzsche acerca del nihilismo, su travesía y el más allá del hombre.
Foucault, biopoder, Resistencia
El biopoder fue definido originalmente como el mecanismo que anexa la vida, que la genera y administra, para producir fuerzas y hacerlas crecer. Si antes el poder tenía por objetivo cuidar el alma, dice Foucault, ahora trata de cuidar el cuerpo y, más aún, la vida misma. A una primera “toma de poder” sobre el cuerpo por el modo de la individualización disciplinar, le sigue una segunda, por el modo de la masificación biopolítica. Al lado del sometimiento de los cuerpos a través de las escuelas, colegios, talleres, se pudo cuidar los problemas de natalidad, longevidad, salud pública, habitación, inmigración. En algunos fragmentos Foucault llega a asociar la emergencia del biopoder y de sus dos formas, disciplinar y biopolítica, con una exigencia de ajuste del capitalismo. En todo caso, ante la explosión demográfica y la industrialización, la antigua mecánica del poder de soberanía se habría hecho inoperante, impulsando una primera transformación de esa mecánica dirigida a la captura del cuerpo individual, y una segunda dirigida a la captura de los fenómenos globales de población. De ahí el privilegio de la sexualidad, que se encuentra precisamente en ese entrecruzamiento entre los dos ejes de la tecnología política de la vida, la del individuo y de la especie, la del adiestramiento de los cuerpos y la regulación de las poblaciones, la de los controles infinitesimales, el micro-poder sobre el cuerpo, por un lado, y las medidas masivas, estimaciones estadísticas, intervenciones que tienen como objetivo el cuerpo social como un todo, por otro. Si al poder de soberanía correspondía la sociedad de la sangre, la era del biopoder se corresponde con la sociedad del sexo y, tal vez después, con la de los genes… En un artículo en torno de las propuestas de Illitch sobre la antimedicina, Foucault insiste en que la unión de la medicina con la biología tiene efectos imponderables:
(…) la posibilidad de modificar la estructura genética de las células no afecta apenas al individuo y su descendencia, sino a la especie humana entera; es el conjunto del fenómeno de la vida que se encuentra colocado inestablemente bajo el campo de acción de la intervención médica. No se sabe todavía si el hombre es capaz de fabricar un ser vivo de naturaleza tal que toda la historia de la vida, el futuro de la vida, sean modificados. El médico y el biólogo no trabajan más superficialmente al nivel del individuo y de su descendencia, ya que comienzan a hacerlo al nivel de la misma vida y de sus acontecimientos fundamentales (Foucault, 1994a: 48).
El poder ya no se ejerce sobre sujetos de derecho, pero sí sobre seres vivos; ya no utiliza mecanismos jurídico-legales o sólo disciplinares, sino mecanismos de seguridad, tal como Foucault los definió: gestión de las series abiertas, estimativa de las probabilidades, haciendo intervenir, por consiguiente, la gubernamentalidad, con sus componentes de poder pastoral, de policía, con su racionalidad propia de autolimitación, etc. Así, rechazando los universales disponibles en el pensamiento político, Foucault forja instrumentos específicos para reflexionar sobre los modos de gestión biopolítica de la población, sus mecanismos verídicos apoyados en la economía, y la propia coordinación entre ésta y la política atribuida a la gubernamentalidad.
Al reflexionar sobre esa transformación en su conjunto, Foucault dice: “El poder se tornó materialista. Él cesa de ser esencialmente jurídico. Él debe tratar con cosas reales que son los cuerpos, la vida… mutación capital, una de las más importantes, sin duda, de la historia de las sociedades humanas” (Foucault, 1994b: 182). Esa inflexión materialista y vitalista en los mecanismos de poder, y en su análisis, no podría dejar de lado la problemática de la resistencia: ésta pasa a apoyarse en aquello mismo que es investido por el poder –es decir, sobre la vida y el hombre en cuanto ser vivo–. Y Foucault aclara, en un pasaje célebre: desde entonces las luchas no se hacen más en nombre de los antiguos derechos, pero sí en nombre de la vida, sus necesidades fundamentales, la realización de sus virtualidades, etc. Si la vida fue tomada por el poder como objeto político, ella también fue puesta en contra del sistema que de ella se apoderó. El derecho a la vida, al cuerpo, a la salud, a la felicidad, a la satisfacción de todas las necesidades, es la réplica política a los nuevos procedimientos del poder, tan diferentes del derecho tradicional de la soberanía. Sabemos cuan ambiguo eso nos parece hoy, y en qué medida es justamente en nombre del derecho al cuerpo, a la salud, a la felicidad, a la satisfacción de todas las necesidades, que los sujetos toman para sí mismos la gestión domesticadora de sí, en una incorporación activa de las actividades de encuadre, prescindiendo de las mediaciones institucionales e invistiendo por cuenta propia modalidades de auto-adiestramiento. Por otro lado, sería preciso inclinarse sobre el modo por el cual, en esa revancha, las fuerzas de vida que resisten al biopoder dan oportunidad a formas de subjetivación que escapan a ese mismo biopoder –pensamos con Deleuze que ese es el sentido de la última fase del pensamiento de Foucault–. Ante la claustrofobia que sus lectores pudieran sentir con sus análisis, Foucault no se cansa de repetir: “la resistencia es tan inventiva, cambiante y productiva en lo que concierne al poder; desde que haya una relación de poder, hay una posibilidad de resistencia; nunca estamos totalmente acorralados por el poder; siempre se puede modificar su alcance, en condiciones determinadas y según una estrategia precisa” (Foucault, 1994a: 267). En la ausencia de cualquier exterioridad posible en relación con el ámbito de los poderes, ¿de dónde vendría la resistencia?
Hay siempre algo, en el cuerpo social, en las clases, grupos, en los propios individuos, que se escapa de una cierta manera a las relaciones de poder; algo que no es la materia prima más o menos dócil u obstinado, sino que es el movimiento centrífugo, la energía inversa, la fuga… La “plebe” no existe, pero hay “plebe”, hay plebe en los cuerpos, almas, y en los individuos, en el proletariado, la burguesía… Esa parte de plebe es menos el exterior en relación a las relaciones de poder que su límite, su opuesto (Ibíd.: 421).
Posteriormente, Foucault parece reformular su idea en términos más tradicionales: el ejercicio del poder presupone el otro, su libertad, campo de acción eventual, la “intransitividad” de esa libertad, el agonismo allí en juego, por lo tanto, la insumisión, la fuga, la transformación eventual (Foucault, 1994b: 222). Contra una tradición crítica que piensa en el sujeto dominado como una especie de masa moldeable, como un sujeto objetivado, se trata de pensar no sólo en el residuo subjetivo sobre el cual incide el poder, pero además en la potencia subjetiva inscrita en toda relación de poder, susceptible, por lo tanto, de ser siempre reconducida a una transformación en la propia relación de poder en que ella se encuentra. Ante los juegos de poder, no se trata sólo de resistir a ellos, sino a veces rechazar el propio juego (Foucault, 1994a: 542). Con eso, y ya en la última fase de su transcurso, menciona la “creación de nuevas formas de vida”, ya sea a través de las preferencias sexuales, éticas o políticas, o a través de “estéticas de existencia”, de “estilos de vida”, e insiste en la propia afirmación como “fuerza creadora” (Foucault, 1994b: 736). Al destacar que estamos siempre en una situación estratégica, el filósofo rechaza la crítica de que su obra nos mostraría siempre acorralados, y concluye, en una frase que Deleuze aprovechó ampliamente: “La resistencia viene [pues] en primer lugar, y ésta permanece superior a todas las fuerzas del proceso; ella obliga, bajo su efecto, a las relaciones de poder a cambiar”. “Considero que el término ‘resistencia’ es la palabra más importante, la palabra-clave de esa dinámica” (Ibíd.: 741). Es una tesis que los italianos aprecian, y que fue utilizada ampliamente para explicar las mutaciones del capitalismo a principios de los años setenta, en respuesta a la nueva subjetividad, inmaterial, afectiva, colectiva, creadora, autónoma, allí naciente. Claro que la resistencia se apoya siempre en la situación que ésta combate, pero para reinventarla y ponerla en contra de ella misma. Todo el problema sería evitar que la relación de poder, que es relación estratégica, se torne relación de dominio. “Mi función, dice Foucault, es la de mostrar a las personas que ellas son mucho más libres de lo que piensan”, al evidenciar “el carácter arbitrario de las instituciones” y el “espacio de libertad del cual aún disponemos, cuáles son los corrimientos que todavía pueden efectuarse” (Ibíd.: 778). Pues Foucault lo admite expresamente: “nuestro futuro posee más secretos, libertades posibles e invenciones de lo que nos permite imaginar el humanismo”. La conjugación entre la hipótesis represiva y el humanismo, todavía de fundamento marxista, bloquea totalmente el sentido de la resistencia que se puede deducir de la última fase de la obra, a saber, como creación de formas de vida, como reinvenciones y subjetivaciones alternativas. Foucault expone su propia posición, ante un humanismo marxista que marcó inclusive la Escuela de Frankfurt: no se trata de reencontrar al hombre aún a través de un proceso de liberación, sino “de producir algo que todavía no existe y que no podemos saber lo que será” (Ibíd.: 74).
La muerte de Dios, la muerte del hombre
No hay cómo dejar de escuchar en esa posición un eco nietzscheano, sobre el último hombre, la transvaloración de todos los valores, el más allá del hombre. Dejemos de lado, por ahora, las demás relaciones conocidas entre Foucault y Nietzsche, desde la genealogía del poder hasta la problemática de la verdad y del sujeto de conocimiento. Ni hablemos de un cierto ethos filosófico, la relación entre experimentación filosófica y actualidad, tan importante para ambos. Concentrémonos por ahora en ese único tópico, el problema de la “destrucción de lo que somos y la creación de alguna cosa totalmente diferente, de una total innovación”. En un pequeño trecho de Las palabras y las cosas, en que Foucault anuncia la disolución de la configuración antropológica que su arqueología había detectado, escribe: “A todos los que pretenden todavía hablar del hombre, de su reino o de su liberación, a todos los que formulan preguntas sobre lo que es el hombre en su esencia… no se puede sino oponer una risa filosófica –es decir, en cierta medida, silenciosa”– (Foucault, 1968: 445). Posteriormente, él hace preguntas para deshacer falsos parentescos. Al comentar el sentimiento de que:
(…) alguna cosa de nuevo está en vías de empezar, alguna cosa de la que apenas se sospecha, un leve riesgo de luz en la base del horizonte –ese sentimiento y esa impresión talvez no sean infundados. Se diría que existen, que no han cesado de formularse siempre de nuevo desde el inicio del siglo XIX; se dirá que Hölderlin, Hegel, Feuerbach y Marx tenían todos ya la certeza de que en ellos un pensamiento y tal vez una cultura se culminaban, y que de lo más profundo de la distancia que tal vez no fuese invencible, otra se aproximaba– en la discreción del amanecer, en el fulgor del medio día o en la disensión del día que finaliza. Pero esa próxima, peligrosa inminencia de la que tememos hoy la promesa, de la que acogemos el peligro, no es en realidad del mismo orden. Entonces lo que ese anuncio prescribía al pensamiento era establecer para el hombre una estable residencia en esta tierra donde los dioses se habían alejado o perdido. En nuestros días, y una vez más Nietzsche indica de lejos el punto de inflexión, no es tanto la ausencia o la muerte de Dios que es afirmada como el fin del hombre (Ibíd.: 500).
La muerte del hombre, como la de Dios, a propósito, sólo es un espectáculo melancólico o pleno de pathos a los ojos de aquellos que no han aprehendido lo que allí se preanuncia. Para los demás, es motivo de lo que Nietzsche llamaría de jovial serenidad. Sería preciso citar el párrafo 343 de La Gaia Ciencia, titulado Lo que hay con nuestra serenidad, donde la destrucción aparece en su opuesto, donde destrucción y creación son como los dos lados de la misma moneda, o mejor aún, dos maneras de comprender el mismo acontecimiento:
El mayor de los acontecimientos recientes –que “Dios está muerto”, que la creencia en el Dios cristiano cayó en descrédito– ya comienza a lanzar sus primeras sombras sobre Europa. Para los pocos, por lo menos, cuyos ojos, cuya sospecha en los ojos es fuerte y refinada lo suficiente para ese espectáculo, parece justamente que algún atardecer, que alguna antigua, profunda confianza se convirtió en una duda: para ellos, nuestro antiguo mundo ha de aparecer día a día más poniente, más desconfiado, más ajeno, más antiguo. Pero en lo principal se puede decir: el propio acontecimiento es demasiado grande, distante, demasiado separado de la capacidad de aprehensión de muchos, para que si quiera su noticia pudiera ya llamarse llegada: sin hablar que muchos ya supieran lo que propiamente se dio con eso –y todo lo que, después de socavar esa creencia, tiene ahora que caer porque estaba edificado sobre ésta, apoyado a ella, arraigado en ella; por ejemplo, toda nuestra moral europea… – (Nietzsche, 1974: 219).
En el contrario del ocaso nihilístico, otra figura se insinúa, en nada sombría. Si hay nihilismo, es preciso tomarlo según la más alta definición de Nietzsche. Como en el caso del eterno retorno, también el nihilismo puede ser leído en una doble acepción: como la más despreciable de las formas de pensamiento, pero también la más divina. Depende, en última instancia, de quién la enuncia o, de acuerdo con los términos de Nietzsche, de la fuerza acumulada, de la materia explosiva, de las nuevas necesidades y de los nuevos insatisfechos que reivindican esa doctrina.
Nietzsche y el nihilismo
El lector de Nietzsche siente una gran dificultad cuando se enfrenta con sus análisis sobre nihilismo: en algunos casos, existe la impresión de que el filósofo está en vías de diagnosticar un nihilismo que él condena; en otros, existe la certeza de que, por el contrario, el propio Nietzsche es un nihilista y que, según su perspectiva, es necesario llevar este movimiento a su término.
Partamos, para aclararlo, de la pequeña frase extraída de El Anticristo. “Si se pone el centro de gravedad de la vida, no en la vida, sino en el ‘más allá’ –en la nada–, retiro de la vida toda gravedad” (Nietzsche, 1978: 43). Tenemos ahí expuesta la lógica que encierra gran parte del pensamiento de Nietzsche con respecto al nihilismo. El nihilismo empieza con un desplazamiento del centro de gravedad de la vida en dirección a otra esfera que no es ella misma –el resto es consecuencia–. Para decirlo de manera más precisa, el nihilismo consiste en una desvalorización metafísica de la vida, a partir de valores considerados superiores a la propia vida, con lo que la vida queda reducida a un valor de nada, antes que estos mismos valores aparezcan, según un proceso de desvalorización, en aquello que eran desde el principio, “nada”, culminando con la abismal orfandad de la vida misma. Lo más interesante en la progresión que Nietzsche evoca, sin embargo, es el punto terminal, la fase más penosa, más patológica, la del nihilismo pasivo. Es el tiempo del gran cansancio, en que predomina la sensación de que “todo es igual, nada vale la pena”1. Es la repulsión por la existencia repetitiva y sin sentido. Es el fin del optimismo moral, la conciencia de que con el mundo sin Dios y sin finalidad, no hay nada más para esperar, lo que intensifica los expedientes compensatorios de tranquilidad, cura, embriaguez, hedonismo. Pero, justamente, en la malicia propia de Nietzsche, cuando todo parece perdido se hace posible una reversión: si el pesimismo extremo puede ser indicio de un agotamiento vital, también puede ser el signo de que una potencia más amplia del espíritu está requiriendo nuevos valores.
Así, el nihilismo en Nietzsche es un concepto equívoco, precisamente porque es el síntoma de la decadencia y la aversión por la existencia y, simultáneamente, la condición para un nuevo comienzo, la expresión de un aumento de fuerza, hasta una promesa. La posición tan particular de Nietzsche consiste en sustentar que el reconocimiento de un mundo sin sentido nada tiene de amenazante, y sólo lleva a una parálisis de querer una voluntad depauperada, ya que una vida superabundante, por el contrario, soporta y hasta necesita de esa evacuación para dar lugar a su fuerza de interpretación, aquella que no busca el sentido en las cosas, pues lo impone a ellas. Apenas una especie fatigada necesita, para vivir, de creencia, de verdad, de instancias de autoridad que las legitimen y sancionen, en vez de ser ella misma legisladora, instauradora, creadora.
Nietzsche detecta en esa necesidad de creencia y veneración un sufrimiento de la voluntad, fuente de las religiones y fanatismos. Al contrario del creyente, Nietzsche (1974: 223) hace un llamado por un espíritu que “se despide de toda creencia, de todo deseo de certeza, ejercitado, como él está, en poder mantenerse sobre leves cuerdas y posibilidades, y aunque ante abismos aún bailar”.
En algunos casos, el nihilismo pasivo es el del hombre extenuado por la incredulidad, no conforme con la ausencia de un orden metafísico, y atascado de manera budista en el “todo es vano”. Es ese el pathos nihilista que Nietzsche trata de disecar y combatir, pero también, al acompañar su inconsecuencia y reivindicar la destrucción activa, trata de percibir en él el punto en que podría convertirse en su opuesto. Precisamente, Nietzsche (Ibíd.: 229) distingue dos tipos de destrucción: “El deseo de destrucción, cambio, viene a ser, puede ser la expresión de la fuerza repleta, llena de futuro […], pero puede ser también el odio de lo malogrado, de lo desprovisto, de lo expuesto”. La destrucción exaltada por Nietzsche no puede provenir del odio de lo malogrado, del veneno de lo resentido, del impulso reactivo de una aspiración negativista, sino que debe ser la consecuencia necesaria de una voluntad afirmativa. “Los creadores son los más odiados: de hecho, ellos son los destructores más radicales” (Nietzsche, 1982). En el límite, es la preponderancia del Sí: Deberíamos usar esa valoración como criterio para un diagnóstico diferencial de los nihilismos en nuestra posmodernidad… cuáles son hoy los nihilismos que dicen sí, los que dicen no, los pasivos, los activos. Se trata, en todo caso, de hacer del nihilismo una lectura no nihilística.
Contra-movimiento
Brevemente, mostraré el modo por el cual Nietzsche se contrapone al nihilismo que él diagnostica. En una lectura apresurada parecería que, recordando a los herederos de Hegel, Nietzsche se encaminara por la dirección de una reapropiación:
Toda la belleza, toda la sublimidad que atribuimos a las cosas reales e imaginarias yo las quiero reivindicar como propiedad y producto del hombre: como su más bella apología. El hombre en cuanto poeta, pensador, dios, amor, potencia: ¡la real munificencia con la cual él dotó todas las cosas para empobrecerse y sentirse miserable! Fue hasta entonces su mayor abnegación, que él haya admirado y adorado y que él haya sabido disimular que era él que había creado justamente aquello que él admiraba (Nietzsche, Op. cit.).
Sin embargo, una lectura más atenta de algunos fragmentos revela que para la superación del nihilismo no basta un crepúsculo de los ídolos, es decir, la supresión de la esfera suprasensible y la reapropiación humanista; se hace necesaria la deconstrucción del propio hombre que proyectó en ellas sus necesidades, su debilidad, su inclinación a la reverencia, sus categorías. No basta, por lo tanto, situar al hombre en el lugar de Dios o devolverle los atributos divinos; el nihilista que destruyó el mundo sin destruirse a sí mismo prolonga el antropocentrismo, la decadencia y la metafísica que piensa combatir. La muerte de Dios implica la muerte del hombre pero, como dice Deleuze, ambas esperan todavía las fuerzas que les puedan dar el sentido más elevado.
A partir de ahí, y grosso modo, podríamos vislumbrar las dos posibilidades, negativa y positiva, que ofrece el nihilismo contemporáneo, simbolizadas por el respectivamente último hombre y por el más allá del hombre, conforme a lo descrito por Zaratustra. El último hombre es aquél que, después de la muerte de Dios, permanece en la reactividad, en la ausencia de sentido y valor, de deseo y creación, y que prefiere, acorde al comentario de Deleuze, una nada de voluntad a una voluntad de nada –entregarse a la extinción pasiva–. Si, por el contrario, el más allá del hombre consiste en un nuevo modo de sentir, pensar, evaluar, una nueva forma de vida, y hasta otro tipo de subjetividad, contrariamente a Heidegger para quien él es la realización de la metafísica de la subjetividad y su conclusión en la tecnociencia, es porque para Nietzsche, y en eso Deleuze y Foucault se encuentran completamente, la muerte de Dios significa necesariamente la muerte del hombre, pensada bajo el modo de un desafío ético y no de un evento empírico o metafísico. Contra cualquier pathos sobre el melancólico agotamiento de una promesa, se trata de la apertura de un posible cuyo entorno nos es completamente desconocido.
Es probable que la condición equívoca del posmodernismo se caracterice precisamente por la unión esquizofrénica entre esas dos tonalidades afectivas, correspondiendo a movimientos disparatados, sin embargo simultáneos, donde ya no sabemos si estamos en vías de morir o de nacer, de lamentar o celebrar. Nietzsche (1986: 45) tenía de eso la más viva conciencia: “Tengo para los síntomas de ascenso y declive un olfato más refinado del que jamás tuvo un hombre”. Sería el caso de preguntar si la lucidez que él demostró en lo que se refiere a la condición anfibia de su trayecto no es un trazo del propio pensamiento contemporáneo, o de la misma filosofía como tal. ¿Sería demasiado arriesgar la hipótesis de que la filosofía lleva hoy esa doble atribución, la de detectar lo que está en vías de perecer, pero hacerlo a partir de aquello que está en vías de nacer?
Deleuze y el nihilismo
Que me sea permitido, a estas alturas de esa continua libre asociación teórica, hacer ver en qué medida los dos hilos sueltos a lo largo de este texto, la doble dirección de la vida en el contexto biopolítico, y el doble sentido del nihilismo tal como es postulado por Nietzsche, se entrelazan forzosamente. El nihilismo, más que el imperio de la nada, es el reino de la negación, la voluntad de negación dirigida contra la vida como un todo, con todos los gemidos que la acompañan, de la angustia a la ausencia, del culto de la muerte a la apología de la renuncia, de la finitud a la castración –eso es lo que se trata de combatir, desde sus figuras especulativas hasta sus concreciones históricas–. Así, si el nihilismo equivale a la predominancia de la negación, y de la negación de la vida, ya podemos aseverar la inflexión conceptual de Deleuze en relación con Nietzsche: el nihilismo se define, en última instancia, por la negación… de la diferencia. Desde Platón hasta Hegel y Heidegger, es eso lo que está en juego siempre, en toda la evaluación filosófica de Deleuze relativa a los autores que él rechaza: la disminución de la diferencia, su estrangulamiento, su nivelamiento. Desde el punto de vista de las figuras que comandan el pensamiento y la subjetividad occidental, ya sea que se trate de la Idea, de Dios, del Yo, de la Razón, del Significante, del Edipo, del Estado o del Capital, estamos a la espera siempre con modalidades de decremento o negación de la diferencia, con dosis mayores o menores de trascendencia, venganza, aplastamiento. En cuanto a la vida, muy resumidamente, en la que pese la acusación de sus detractores, no existe para Nietzsche “la vida”, sino una tipología vital, vida activa o reactiva, amorosa o vengativa, agresiva o resentida, creadora o creyente, evaluadora o interpretante, legisladora o adaptativa, olvidadiza o memorial, inocente o culpada, enferma o saludable, alegre o que sufre, leve o pesada, alta o baja. Sabemos con qué cuidado es necesario manejar esos pares, al costo de cuántos entrelazamientos se conquista una salud, una liviandad, una inocencia.
Una transvaloración, en todo caso, sólo es posible si el elemento de lo negativo cede el paso a la afirmación, de modo que la apreciación substituya la depreciación, la actividad a la reactividad. Pero para que tal transmutación se dé, es necesario que el nihilismo se ponga en contra de sí mismo, que la voluntad de nada retorne contra sí, inspirando al hombre un nuevo gusto, el de destruirse activamente. El combate al nihilismo no puede darse sino a partir del nihilismo que se pretende traspasar, devolviéndolo contra él mismo, en una especie de suicidio de la voluntad negadora. En otras palabras: el contra- movimiento no significa interrumpir, frenar, bloquear el ascenso del nihilismo –sino justamente intensificarlo, agotarlo, llevarlo a su término, hacer que se complete y en su extremo, retornarlo contra sí–. El contra-nihilismo, radicalmente pensado, es el nihilismo llevado a su límite suicida… Para que todo eso no sea una abstracción, pensemos en lo que proponen en El Antiedipo, Deleuze y Félix Guattari (s.f: 191):
¿Habrá así alguna solución, alguna vía revolucionaria? (…) Tal vez que –y desde el punto de vista de una teoría y de una práctica de los flujos altamente esquizofrénica– los flujos todavía no estén suficientemente desterritorializados, decodificados. Aguantarse en el proceso, ir más lejos, “acelerar el proceso”, como decía Nietzsche: en la verdad, nosotros todavía no vimos nada.
Si lo que el capitalismo decodifica con una mano, lo axiomatiza con la otra, se trata de discriminar los flujos decodificados “tal como entran en una axiomática de clase sobre el cuerpo pleno del capital, y los flujos decodificados que se liberan no sólo de esta axiomática sino también del significante despótico, que atraviesan el muro y el muro del muro, y se ponen a correr sobre el cuerpo pleno sin órganos” (Ibíd.: 196, 204). No se trata de combatir la desterritorialización capitalista, se trata más bien de hacer que estalle por dentro la ley del valor que constituye su axiomática nihilista. Así lo describió Lyotard (1976: 129):
El capitalismo nos aproxima a este límite esquizofrénico (…) Al aproximarnos a este límite, nos pone al otro lado… El deseo destruye efectivamente el campo del límite, y su acción no es transgredir el límite, sino pulverizar el propio campo en la superficie libidinal (…). Destruir sólo puede provenir de una liquidación todavía más líquida, de un crimen todavía mayor y de una recta de caída todavía menor, de más baile y de menos piedad. Lo que nos es necesario: que las variaciones de intensidad se vuelvan más imprevisibles, más fuertes; que en la ‘vida social’ los altibajos de la producción deseante puedan inscribirse sin objetivo, justificación, sin origen como en los tiempos fuertes de la vida ‘afectiva’ o ‘creadora’.
Sabemos que el Capitalismo Mundial Integrado puede mucho contra eso y mucho más de lo que en la época se creía, pero quizás, también, mucho menos –en todo caso hoy tal evaluación demandaría una “actualización” minuciosa–. Sea como fuera, no podemos decir que nuestro presente sea insensible a esa explosividad del deseo anunciada por Deleuze y Guattari y presentida en toda parte, que acompaña la omnipresencia del capital y su efecto de laminación, pero también que lo amenaza por dentro o por el lado, en la tangente imponderable… Ya que, si como lo quiere Vatimo (2002: 11), y en eso Deleuze podría estar de acuerdo, la consumación del nihilismo reposa sobre la supremacía del valor de cambio, del equivalente general, de la indiferenciación generalizada, es preciso aseverar que en el torrente demoníaco que todo arrastra, el demonio puede sufrir una transmutación, el proceso puede ser arrastrado por una línea de escape, el impulso mortífero redescubrir una vitalidad insospechable…
Pienso el vitalismo de Deleuze, aprendido de Bergson, de Nietzsche y, de otra manera, de Spinoza, como un contra-nihilismo. Como dice Guy Lardreau, al trío negación-trascendencia- dialéctica, Deleuze opone afirmación-inmanencia-vida. Pero para que esa vida aparezca en su inmanencia y afirmación, es necesario que se haya despojado de todo aquello que pretendió representarla, hipotecarla, volverla trascendente, contenerla, represarla, formatearla; en otras palabras, es preciso que se libere “en toda parte donde ella es prisionera”.
También Foucault nos ofrece instrumentos de análisis poderosospara un contra-nihilismo, sobre todo, cuando escoge los modos de ejercicio del poder en las diversas esferas de la existencia, no sólo la locura, la delincuencia, la sexualidad, sino la materialidad del cuerpo y la población, la constitución de la individualidad y los modos de subjetividad y de gobierno que operan el ajuste entre lo económico y lo social. También, y especialmente, al convertir en su objeto la relación del poder con la vida, en esa clave biopolítica, que nos permite proyectar, sobre el diagnóstico de Nietzsche, una dimensión antes insospechable. Para decirlo de manera simplificada: ¿cómo entender que el poder tomó por asalto la vida sin interpretarlo críticamente a partir de un punto de vista todavía humano, demasiadamente humano? Como dice Ansell Pearson, en un contexto un poco distinto, todo discurso que se pregunta sobre la instrumentalización del humano a través de la tecnología, de Heidegger a Adorno, supone una dicotomía entre el humano y lo no humano y desemboca en la nostalgia de una esfera humana presupuesta como previa y autónoma, contraria a las evidencias históricas y materiales. Más aún, Pearson postula que la imaginación de la modernidad poco a poco deja traslucir su ingenuidad, ya que revela ser el resultado de una moralización y humanización de las fuerzas de la vida. El peligro consiste en suponer que el nihilismo podría ser superado con la reafirmación de la voluntad y de la autonomía de lo humano sobre las fuerzas heterónomas de la naturaleza y de la historia. Las teorías que critican la autonomización y trascendentalización del no vivo, por ejemplo, bajo forma de imágenes reestructuradas (Debord), persisten en una concepción humanista y moralista, en todo caso en un maniqueísmo que vuelve diabólicas las fuerzas de la vida y de la historia y les opone una metafísica de la autenticidad, un antropocentrismo con resonancias hegelianas.
El desafío consiste en sondear el futuro transhumano que se anuncia en el seno del nihilismo, sin antropocentrismo. En pensar en los poderes de la vida y sus procesos liberados de toda teleología en cuanto singularidades nómadas, anónimas y libres que atraviesan hombres, plantas y animales. El problema de las teorizaciones empieza cuando la vida desafía nuestra lógica antropocéntrica de los medios y fines. La condición transhumana trata precisamente de un proceso inmanente de “desregularización antropológica”. Cuando Nietzsche pregunta: ¿en qué puede todavía transformarse el hombre?, él estaría hablando de un futuro que no aborta lo humano, pero lo conecta inseparablemente a lo inhumano y transhumano (Pearson, 1997). En sus palabras: “Nosotros, hijos del mañana, ¿cómo podríamos sentirnos en casa en este momento? Somos opuestos a todos los ideales que podrían llevar a alguien a sentirse cómodo… en este frágil y débil tiempo de transición…” (Nietzsche, 2001: 281).
El nihilismo que nos asola serviría para minar nuestra perspectiva antropocéntrica. En ese sentido, lamentar la pérdida del centro de gravedad es más que una futilidad, es un equívoco. De ahí el interés que tiene una concepción que nos impulsa en una dirección de indiscernibilidad. Contrariamente al resurgimiento de grandes narrativas apocalípticas –inclusive por parte de aquellos que hasta recientemente declaraban su agotamiento y que insisten en que cabe en la filosofía pensar el acontecimiento del fin del acontecimiento–, cuya matriz es todavía totalmente antropocéntrica, lineal, racional, para no decir hegeliana, Nietzsche insiste en no naturalizar el carácter en constante crecimiento de nuestra evolución tecnológica y vital que es del orden de lo contingente y de lo no lineal.
Cita
1 Con pequeñas variaciones, en Así habló Zaratustra: II, “El adivino”; III, “De los tres males”, párr. 2, y “De las antiguas y nuevas tablas”, párr. 13 y 16; IV, “El grito de socorro”.
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- Última actualización en 04 Enero 2017