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¿Instituir ciudadanía desde la niñez?

Estabelecer cidadania desde a infância?

Establish citizenship from childhood?

Uriel Ignacio Espitia Vásquez*


* Psicólogo, especialista en Comunicación-Educación, coordinador académico del IESCOUC. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.


Resumen

Apoyado en la teoría histórico-social de Cornelius Castoriadis, el autor analiza la condición de la niñez en la experiencia del mundo contemporáneo, explorando cómo los modos de socialización actuales de las nuevas generaciones podrían representar posibilidades para que la niñez devenga constructora de ciudadanía, lo que no se trataría de algo consustancial a la humanidad o efecto de cumplir con los “derechos del niño”, sino a costa de vencer enormes obstáculos psíquicos y sociales.

Palabras clave: niñez, significaciones imaginarias sociales, derechos del niño, reflexividad.

Resumo

Apoiado na teoria histórico-social de Cornelius Castoriadis o autor analisa a condição da infância na experiência do mundo contemporâneo, explorando como os modos de socialização atuais das novas gerações poderiam representar possibilidades para que a infância venha a ser construtora de cidadania, o que não se trataria de algo consubstancial para a humanidade ou com efeito de cumprir com os “direitos das crianças”, mas a custa de vencer enormes obstáculos psíquicos e sociais.

Palavras-chaves: infância, significados imaginários sociais, direitos das crianças, reflexividade.

Abstract

Supported on Cornelius Castoriadis’s historical-social theory, the author analyses condition of the childhood in the experience of the contemporary world, exploring how the current manners of socialization of the new generations might represent possibilities in order that the childhood earns construction of citizenship, which would not treat itself of slightly consubstantially to the humanity or effect of expiring with the “rights of the child”, but at the cost of conquering enormous psychic and social obstacles.

Key words: childhood, social imaginary significations, children’s rights, reflexivity.


Las transformaciones de los atributos de la niñez1

Como experiencia en el sentimiento de realidad de los adultos y como campo social de significaciones, la infancia tardó mucho en nacer en Occidente. Su existencia histórica es producto de una invención socio- cultural que hoy parece asistir a un desarraigo de sus prácticas institucionales y sociales que la constituyeron como lo opuesto a la “madurez”.

Los historiadores han ayudado a mostrar que el sentimiento de infancia, la conciencia social de la particularidad de lo infantil o la significación “ser niño” es un concepto propio de la modernidad, porque fue durante los siglos XVII y XVIII que –al menos en Europa– sobre los hechos naturales de la maduración biológica se instituyó la separación de la niñez del mundo adulto, lo que fue consustancial a la transformación ocurrida en la “familia nuclear” y a la consolidación de la monogamia como institución social obligatoria.

Esta institucionalización de la infancia como “mundo aparte” o fase distintiva de la vida, registró la influencia de los ideales sociales propuestos por los humanistas y moralistas, quienes desde el siglo XVI ayudaron a concebir un sistema de reglas de urbanidad, aspiraciones familiares e ideales educativos que, más tarde, con la expedición de leyes de protección para la infancia, terminaron regulando las relaciones paterno-filiares y consolidando un régimen deseante de amor y protección en el seno familiar, pero a la vez de hostilidad, al buscar transformar al niño en un ser juicioso y socialmente útil (Gallo, 1999).

De un aprendizaje por prácticas o de experiencias directas de los niños en la vida cotidiana con el mundo adulto, se pasó al establecimiento de contratos de aprendizaje de oficios y habilidades fuera del núcleo familiar, al tiempo que también empezó a existir el aprendizaje por libros. El conjunto de estas alteraciones conformó un proceso gradual de exclusión de los niños de las experiencias propiamente adultas como el sexo, el trabajo remunerado, el consumo de alcohol, y su resguardo de espacios públicos como la calle o la participación política.

La niñez es entonces el resultado de procesos sociales y discursivos, que expresan los deseos y temores adultos, lugar en donde se materializan un conjunto de relaciones de poder sobre la vida de los niños. Su resultado histórico más reciente es un conjunto de prácticas promovidas por los Estados burgueses tales como la conservación de los hijos, la vigilancia de la crianza dispensada por las nodrizas, los contratos de aprendizaje, la utilización de los niños por los comerciantes y los extranjeros, el control de la población, la escuela obligatoria (Donzelot, 1990).

También es preciso resaltar la importancia de la escuela como dispositivo de consolidación de la noción de infancia, de un espíritu humanitario civilizador y disciplinante de las culturas populares y en general, como agencia principal del proyecto moderno de Occidente:

La educación escolarizada y pública sintetiza, en cierta forma, las ideas y los ideales de la modernidad y del iluminismo. Corporifica las ideas de progreso constante a través de la razón y la ciencia, de creencia en las potencialidades del desarrollo de un sujeto autónomo y libre, de universalismo, de emancipación y liberación política y social, de autonomía y libertad, de ampliación del espacio público a través de la ciudadanía, de la progresiva desaparición de privilegios hereditarios, de movilidad social. La escuela está en el centro de los ideales de justicia, igualdad y distributividad del proyecto moderno de sociedad y política. No sólo resume sus principios, propósitos e impulsos: es la institución encargada de trasmitirlos, de hacerlos generalizados, de conseguir que sea parte del sentido común y la sensibilidad popular, la escuela pública se confunde, así, con el propio proyecto de la modernidad. Es la institución moderna por excelencia (Da Silva, 1997: 273).

La niñez no es entonces una categoría universal, inmutable, o determinada esencialmente por la biología, sino una construcción social en la que es posible identificar un conjunto de intervenciones institucionales sobre los niños y la familia que a través de abigarradas prácticas filantrópicas, médicas, escolares, jurídicas, psicológicas –amparadas estatalmente– fueron fijando los atributos de sus respectivos regímenes de saber y poder con las que también legitimaron sus intervenciones para criar, educar, proteger, controlar, vigilar, asistir, prevenir, castigar o tutelar la condición de la niñez.

Sin embargo, con la generalizada crisis de las significaciones imaginarias sociales y de las instituciones en que estas se corporizan, con la transformación del Estado-nación en Estado técnico-administrativo y con el progresivo abandono de sus funciones políticas al desplazarse hacia el mercado para cumplir funciones gerenciales, las instituciones parecen haberse vuelto prácticamente ineficaces, como irregulares los atributos y prácticas2 con que se solía investir la niñez, especialmente por el trabajo subjetivante y socializante de la familia y lo educativo en general. En ese sentido, el movimiento para pensar nuevas políticas de y para la niñez estaría afianzado básicamente –según dice Corea– en una lógica restauradora de las antiguas funciones del Estado, lo que “les impide pensar un funcionamiento político por fuera del dispositivo estatal” (1999: 91-92).

Esta misma autora destaca además, que las propias instituciones son ciegas para poder vislumbrar su capacidad activa instituyente y para aceptar las variaciones históricas de su objeto: la infancia en crisis; por lo que, de “máquinas productoras de infancia”, ellas mismas se relegan a simples “agentes de asistencia, protección, prevención y ayuda” (Corea, 1999: 93).

Un correlato de estas transformaciones institucionales y discursivas que tienen lugar en el “siglo del niño”, son las fuertes alteraciones subjetivas por las que atraviesa la cultura. A nivel psíquico, la cultura occidental, heredera de la tradición monoteísta, constata desde hace tiempo un declive social de la imago paterna que ha vulnerado el comando del lugar del padre en relación con la ley y el deseo, por lo que discursivamente se ha emborronado lo que está permitido y lo que no, qué deseos son legítimos y de qué y cómo se puede gozar. Esto se relaciona con problemas del saber de muy distinto orden, tales como la pérdida de significado de la paternidad y la maternidad o incluso el avance del malestar docente respecto de su función pedagógica.

También vemos disolverse en una dinámica de inclusión- exclusión respecto del consumo y el mercado, lo que antes fueron las edades sucesivas del hombre desde la infancia hasta la vejez. Los viejos son despreciados y sus formas de ser y saber desinvestidas. La sociedad adulta niega a toda costa cualquier vestigio de senectud y de mortalidad. Muchas de las funciones que antes fueron responsabilidades familiares ahora son suplidas por expertos u organizaciones de todo tipo. La niñez y la juventud al tiempo que sobrevaloradas, son temidas como fuente de desorden, conflicto y criminalidad. Asistimos entonces a un cambio en el estatuto o la condición actual de la niñez, porque parecen haberse disuelto las diferencias simbólicas que antes existían entre los adultos y los niños. Las nuevas identidades infantiles y juveniles acicateadas por el mundo de la imagen digital, persiguen anhelados mundos de ficción, sin atender a los principios de separación, de espera o de progreso con que se caracterizaban antes la niñez y la juventud. Los medios masivos de comunicación y especialmente la televisión, así como las nuevas tecnologías y sus técnicas de realidad virtual han contribuido a homogeneizar la experiencia de niños y adultos, posibilitando que los niños socialicen en parte a los adultos en un estado de novedad permanente y desrealización del presente, producido por la institución imaginaria de la sociedad de la información.

La compleja relació de la niñez con los medios de comunicación de masas

Como campo de problemas por pensar, esa condición cambiante de la niñez ha sido debatida desde finales de la década de los ochenta como “pérdida” de un tiempo pretérito de inocencia, juego y libertad, así lo proponen quienes defienden la tesis de la “desaparición de la infancia“3. Según Buckingham (2002: 33-53) sus argumentos servirían de portavoces del discurso parental adultocéntrico preocupado por la pérdida de poder de los dispositivos tradicionales sobre la niñez, en busca de afianzar la idea de la vulnerabilidad y necesidad de protección del niño frente a los medios de comunicación y especialmente respecto de la televisión.

Martín-Barbero, citando a Meyrowitz (1996), refiere una relación cambiante de los medios escritos y de la alfabetización producto del desorden cultural introducido principalmente por la televisión, que estaría vulnerando las formas culturales de control simbólico de la infancia respecto del estado secreto o velado del mundo adulto. Como resultado de una difusa decisión social, la cultura habría autorizado a que los mensajes audiovisuales, televisivos y de otras industrias culturales puedan trastocar las demarcaciones sociales y los modos tradicionales de circulación de la información dentro de la familia y la sociedad. Tal auge mediático sería lesivo para los propósitos de la alfabetización y la cultura letrada, no sólo por el quebranto de los valores instituidos, la destrucción de la imaginación infantil y el debilitamiento de las culturas orales, sino por ser expresión de una ideología de masas difundida por los capitales de las grandes corporaciones de las industrias culturales, que en su lugar tendría que ser resistida por una pedagogía crítica que logre contra-adoctrinar la susceptibilidad psíquica de los niños hacia esta cultura de masas electrónica, que no sería otra que la ideología del libre mercado (Giroux, 2001).

En contraposición, otros teóricos de la niñez y de su relación con los medios de comunicación, no entienden a niños y niñas como víctimas pasivas, plantean en cambio que las actuales “generaciones electrónicas” poseen una sabiduría innata del territorio de la informática y la telemática de la que carecerían los adultos, celebran los nuevos medios de comunicación como formas educativas y de entretenimiento que estarían ayudando a potenciar y liberar la espontaneidad e imaginación de los niños gracias a que se los imaginan “democráticos, más que autoritarios; diversos, más que homogéneos; participativos, más que pasivos” (Buckingham, 2002: 55). Este discurso no sólo destaca al niño como “consumidor autónomo”, sino que con su retórica generacional ubica a niños y jóvenes como agentes de una gran transformación social.

Tanto el discurso de la “desaparición de la infancia” como el de la “generación digital”, se caracterizan por un determinismo tecnológico que descontextualiza los desarrollos de la tecnología de las significaciones e instituciones sociales, como de los contextos y procesos culturales que atraviesan las sociedades particulares.

La generalización de las nuevas tecnologías en la sociedad, la omnipresencia de la información mediática de las industrias culturales, la fragmentación de las audiencias, el aumento de la interactividad digital y el afanoso empuje comunicativo cobrado por la cultura, no pueden ser comprendidos solamente como fruto de un despliegue tecno-científico. Las técnicas y tecnologías no son objetos neutros, meras tecnicidades, sino “‘encarnación’, ‘inscripción’, presentificación y figuración de las significaciones esenciales del capitalismo” (Castoriadis, 1989: 309-310).

Habría entonces una reducción explicativa cuando se propone que la aparición de tal o cual técnica en un determinado momento histórico sea la responsable de los cambios en las sociedades y en los individuos. Si esto es cierto, no puede esperarse que con la utilización de la técnica con “fines” sociales distintos, emerjan repentinamente otras relaciones sociales, pues lo histórico-social no se sujeta a un determinismo de artefactos sino que es producto de “la alteración de los individuos, de las cosas, de las relaciones sociales y de las ‘instituciones’ por el mundo de las significaciones imaginarias sociales4 instituidas en cada sociedad” (Castoriadis, 1989: 311-315).

Más que máquinas, el sistema tecnológico integrado por las técnicas y tecnologías actuales, es nuestra mentalidad del dominio racional del mundo con sus afanes de eficiencia y funcionalidad y sus imperativos de modernidad y de progreso. Como dispositivos del hacer social para obtener efectos prácticos, la tecnología la constituyen planos, modelos de organización y procedimientos de decisión, prácticas operativas, programas y fórmulas que involucran el conocimiento5. Éstos han revolucionado nuestra noción del trabajo, las relaciones interpersonales y las visiones que nos hacemos del mundo, nuestros modos de aprehender la realidad y las expectativas de vida, de salud, como de muerte.

La técnica moderna o las nuevas tecnologías de la información y la comunicación no producen por sí solas el cambio social, es su imbricación con la “temporalidad del progreso” y con significaciones tales como “el futuro es hoy” en los discursos públicos (Cabrera, 2003), que puede identificárselas, más que como medios o instrumentos, como mediaciones sociales que están transformando los procesos de distribución, recepción, uso y apropiación de las formas de saber, y solidariamente, las de ser y hacer.

Hacia una niñez participativa, deliberante e instituyente

Lo que pueda pasar o no respecto de la relación entre los medios de comunicación y la niñez, en gran parte es producto del tipo de formación ciudadana o de educación que cada sociedad ponga en práctica y del tipo de imaginario sociocultural que guíe tal proyecto. El ideario liberal de la democracia es fundamentalmente regulativo de la subjetividad y la ciudadanía, pues reduce su participación política a la representación y más puntualmente al ejercicio del voto. Si bien los derechos y deberes ensanchan la subjetividad abriéndole horizontes de autorrealización personal, lo hace mediante deberes generales y abstractos “que reducen la subjetividad a lo que hay de universal en ella, transforma a los sujetos en unidades iguales e intercambiables en el interior de administraciones burocráticas públicas y privadas, receptáculos pasivos de estrategias de producción (…) y de estrategias de dominio” (Sousa, 1998: 292).

La significación de los proyectos varía entonces, si su horizonte auspicia una democracia radical como manera de construir instituciones que introduzcan el máximo posible de reflexividad en la actividad instituyente y el ejercicio del poder explícito de los sujetos y colectivos. Aquí la educación, como “dimensión central de cualquier política de autonomía” (Castoriadis, 2000: 73) es una paideia (desde el nacimiento hasta la muerte) orientada hacia el interés público y, por tanto, a la discusión colectiva sobre la forma y los contenidos deseables de las instituciones para favorecer la construcción directa de proyectos de autonomía individuales y colectivos. No está demás recordar, que la institución de la sociedad existe en tanto incorporada en los individuos sociales por efectos de la socialización de la psiquis. Únicamente desde tal formación social, es que podría fundarse o justificarse el proyecto de autonomía de los “derechos del hombre”, relanzado hoy como discurso de los “derechos del niño” y, tal vez, como nuevo “lenguaje de la política progresista” (Sousa, 1998: 345).

Una forma de ejemplificar si tal materialización está teniendo o no lugar en nuestro contexto, son los resultados del estudio Escuela, medios y nuevas tecnologías: una caracterización de las prácticas en Bogotá que permitió identificar tres tendencias de trabajo con los medios de comunicación en la educación básica, pública y privada de la ciudad (Rodríguez, 2003).

Una perspectiva informacional reduce los medios de comunicación como dispositivos técnicos para el soporte de información dentro de la linealidad de la transmisión escolar de las prácticas de enseñanzaaprendizaje o como recursos didácticos del docente; en cualquier caso, plegados al mensaje civilizador y disciplinante de las culturas populares –en especial de las culturas juveniles– por la escuela. La perspectiva de los comunicadores sociales en la escuela, dinamiza un estudio sistemático de los medios y de los códigos culturales mediáticos en el espacio formal del currículo; para esta orientación educativa, los medios antes que meras tecnicidades son formatos, narrativas y lenguajes que sirven de vías para una lectura crítica y para enseñar a articular las lógicas de uso, producción, circulación y recepción de la comunicación. Aunque profundiza en el análisis de las tecnicidades, su funcionalismo no le permite avizorar la reflexividad crítica que puede ser puesta en juego para dimensionar las características conflictivas y desiguales de nuestra sociedad.

La perspectiva pedagógico-crítica, entiende la institución escolar como un espacio de diálogo entre lo local y lo global, propicio para la reconstrucción de vínculos comunitarios entre los sujetos, un desborde de los espacios escolares hacia la ciudad y la estructuración de un pensamiento más universal y menos parroquial en los sujetos. Este modelo pedagógico busca provocar espacios dialógicos frente a los materiales y equipos utilizados, integrándolos en un proyecto educativo, que al tiempo que sirve a la construcción curricular, busca articulaciones entre lo sociocultural y lo institucional (Huergo, 1999: 63), como reflejo del interés por una transformación de la cultura escolar hacia prácticas comunicativo-educativas para la ciudad.

Esta última tendencia representa un reducido número de innovaciones educativas que ya advierten la estrecha relación que subyace entre el modelo comunicativo autoritario y la tediosa secuencia memorística de las prácticas de aprendizaje tradicionales que, como lo documentó extensamente el Proyecto Atlántida hace unos años en nuestro país, reproducen la insignificancia del sistema educativo frente a las expectativas de las nuevas generaciones y a los grandes problemas nacionales.

Pese a lo periféricas que puedan resultar estas tendencias encontradas en este tipo de experiencias de trabajo educativo con los medios y las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC), muestran, de una parte, que no son las redes telemáticas o las iniciativas de modernización tecnológica las que transformarán nuestros lazos sociales o el sistema educativo y, por la otra, ayudan a constatar con preocupación, que la apropiación social de los medios de comunicación y las TIC como una forma de articular nuevas prácticas comunicativo-educativas para los niños y niñas, no forma parte de la agenda de política educativa, que como sabemos, trasiega ahora por los rumbos instrumentales de las pruebas de competencias que garantizan una minuciosa contabilidad social pero no la calidad educativa. Tampoco es posible encontrar como prioritaria una política de medios para la formación ciudadana en los dictados de política pública del MEN o de la Secretaría de Educación del Distrito; más bien prevalece una perspectiva instrumental sobre la ciencia y la tecnología en la Agenda de Conectividad y en el programa Computadores para Educar del Ministerio de Comunicación, gracias a su interés por aumentar los índices de conexión digital o incrementar el uso de software y de computadores.

Ciudadanía y no sólo “derechos del niño“

Como agenda global de política pública, la Convención Internacional de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño (CIDN), asentada en la racionalidad occidental liberal y, por tanto, en la creencia en una naturaleza humana universal –cuya dignidad debe ser defendida por la sociedad y el Estado–, amalgama en su discurso dos tipos de derechos de muy distinta naturaleza: los que buscan incidir en una cultura adulta favorecedora de los niños y niñas (a través de prácticas de protección, prevención y promoción para establecer estándares mínimos de nutrición, salud, educación y seguridad social, resguardándolos de guerras, torturas, explotación económica y abusos sexuales), y los que insisten en su participación activa, donde pasan de objeto de provisión y protección a sujeto, actor y ciudadano6 –sin que ello implique que la niñez tenga derechos políticos–.

Sin embargo, habría que cuestionar seriamente si un discurso sobre la niñez, instaurado a través de instituciones enraizadas principalmente en prácticas de enseñanza, protección y bienestar social, realmente puede dinamizar cambios estructurales en el reconocimiento del niño como sujeto social. En gran medida porque la propia CDN hace del niño un objeto de discurso, sin que tras varios años de vigencia de tal política podamos reconocer espacios públicos donde pueda constatarse una implicación activa de los niños como sujetos, que les permita producir o dar cuenta de su propia condición subjetiva y social, o lugares para interpelar de manera directa y colectiva a la sociedad y a los adalides que asumieron representarlos (principalmente las ONG, las agencias del Estado y los propios intelectuales).

El reconocimiento de la participación de los niños y niñas como interlocutores válidos en la cultura puede llegar a representar otro espacio posible de restitución del significado de la política: el redimensionamiento de una ética de la niñez, “rebajada y reducida a una moral hecha por adultos, de y para ellos” (Camargo, 1996), así como la vivificación de los procesos de expresión de la ciudadanía donde se comparten las decisiones que afectan la vida privada y colectiva.

No obstante, esta metamorfosis sociocultural no se instituirá fácilmente ni por decreto, porque se trata de cambios en el régimen de la representación o de las significaciones imaginarias sociales, que carecen en sí mismas de sentido, es decir, que no son representación de algo determinado o acabado de una vez y por todas, sino ex-nihilo (a partir de condiciones previamente instituidas, por tanto apoyadas en lo dado), pero no cum-nihilo, sin medios y sin condiciones, ni in-nihilo, sobre una tabula rasa, fuera de uno o varios puntos de origen inaccesibles o insondables (Giraldo y Malaver, 1997: 24). Además, no son inscritas de manera racional y consciente por individuos aislados, sino producto de los colectivos anónimos, que son los únicos capaces de hacer surgir lo nuevo en el individuo y la sociedad.

Estas nuevas realidades de la infancia, la niñez y la juventud, forman parte de las dramáticas transformaciones sociales e históricas de la época contemporánea, que se han venido efectuando de manera colectiva, anónima y cotidiana, producto tal vez, de lo que Castoriadis (1994) llamó: “dos revoluciones silenciosas”. Éstas venían fraguándose desde hace varios siglos, sin que nadie hubiera podido preverlas científica o políticamente, o hubiera sabido reconocer la envergadura antropológica de las mutaciones ocasionadas por los cambios en la situación de la mujer y de su papel en la sociedad, como de las nuevas actitudes de los niños y de los jóvenes, y que no fueron resultado de ningún programa político deliberado. Igualmente la nueva situación se produjo sin que las ciencias humanas hubieran sabido reconocer la envergadura de este tipo de fenómenos sociales cuando comenzaron a manifestarse.

La posibilidad de que la niñez pase de un estado de invisibilidad, omisión y abyección psicosocial a una condición de protagonismo y empoderamiento sociocultural implica una transgresión de las relaciones de poder instituidas en los distintos espacios y prácticas sociales, y enfrentar por tanto, las resistencias de padres, maestros y gobernantes, y de la sociedad como un todo, que siente como amenazante y caótico ese nuevo estatuto porque cambia las ideas de minoridad y desvalimiento, como las ideas de control y protección.

El reconocimiento de los niños, niñas y jóvenes con un valor igual al de todos los seres humanos y la afirmación de que es deber de cualquier colectividad garantizar las mismas posibilidades efectivas en lo que se refiere al desarrollo de sus facultades y capacidades, no se funda en una supuesta evidencia o necesidad trascendental de los “derechos del hombre”, o más particularmente de los “derechos del niño”, pues tales afirmaciones conducen a paradojas y a una particular discordancia, subrayada varias veces por Castoriadis (1999, 2000 y 2004) como “la antinomia entre el universalismo que concierne a los seres humanos y el universalismo que concierne a las ‘culturas’ (las instituciones imaginarias de la sociedad) de los seres humanos”.

Una de las formas en que Castoriadis aborda la explicación de tal antinomia es como:

la cuasi necesidad que tiene la institución de la sociedad de cerrarse, de reforzar el establecimiento de sus propias leyes, valores, reglas y significaciones, como lo único valioso y verdadero, afirmando que las leyes, las creencias, las divinidades, las normas y las costumbres de las otras sociedades son inferiores, falsas, malas, repugnantes, abominables, diabólicas. Y esto a su vez está en perfecta armonía con las necesidades de identificación de la psique del individuo. Pues, para ésta, todo lo que se encuentra más allá del círculo de significaciones que ella ha caracterizado tan penosamente a lo largo de su camino de socialización es falso, malo, insensato. Y, para ella, esas significaciones son coextensivas a la colectividad y a la red de colectividades a las que pertenece: el clan, la tribu, el pueblo, la nación, la religión (1999: 188).

El encuentro de una sociedad con la alteridad representada por los otros, abre tres posibilidades de evaluación: dos primeras posibilidades intolerables, que se excluyen porque arrastran a contradicciones lógicas; si las instituciones de los otros y esos otros son superiores, deberíamos renunciar a las propias y adoptar las suyas y sus identidades, y si fueran iguales a las nuestras, resultaría totalmente indiferente sostener cualquier tipo de identidad, lo que conduciría a abandonar los propios polos de identificación, cuestionando la propia identidad tan costosamente adquirida a lo largo del proceso de socialización, que se juega en y por significaciones. Lo que casi siempre se sigue es que las otras instituciones y los otros son inferiores, pero nunca que sencillamente son otros y que sus instituciones y las nuestras puedan ser iguales e incomparables. Esto sólo es posible, cuando socialmente se toma distancia de lo instituido en la propia sociedad, pues para reconocer esa alteridad esencial del otro y su cultura, ya se avanzaría en un movimiento de ruptura de la clausura de las propias significaciones imaginarias sociales, al cuestionamiento de la institución concreta de la sociedad y de su “realidad” (Castoriadis, 1999, 2004).

Un ejemplo de la antinomia entre el universalismo de lo humano y el universalismo cultural, se encuentra en las aporías con las que debe lidiar la política de erradicación del trabajo infantil que impulsa la Organización Internacional del Trabajo, que lo señala como una de las más graves violaciones de los derechos del niño en el mundo actual, dado que se trata de ocupaciones de tiempo completo, en condiciones peligrosas y de explotación, cuando no de trabajos forzados, servidumbres por deudas o incluso de esclavitud. No obstante, constituyen prácticas de socialización comunes en nuestras zonas rurales donde los niños trabajan desde edades muy tempranas y donde está fuertemente arraigada la concepción del trabajo como formador del carácter, instancia para el desarrollo creativo de los niños y las niñas, forma de enfrentar la vida, una manera más integral de vivirla y mecanismo de participación en la producción familiar, o que forman parte integral de los procesos de reproducción cultural de las comunidades indígenas.

Este cambio de condición de las nuevas generaciones no es simplemente un problema ético, como puede entrevérselo en esa rehabilitación actual que se viene haciendo de la ética como eslogan, malestar y pregunta contemporánea. Para Castoriadis (2004: 231), detrás de la ideología de los derechos humanos habría una pusilanimidad teórico-política disfrazada como una filosofía de la historia que traería una uniformización suficiente de la sociedad mundial, para que desaparezcan para siempre, por ejemplo, todo tipo de fanatismos o los nacionalismos. Cuando en realidad no todas las culturas son iguales, porque la tradición occidental, afianzada en los valores de la autonomía individual y social creada en Europa, es la que reconoce qué es igual, cuáles valores son superiores y por qué algunos pueblos tendrían que gozar de esos derechos e incluso cómo imponérselos por la fuerza. Luego, los derechos no traducen una esencia metafísica o trascendental del ser humano, sino que son una creación histórica y de cierta voluntad, producto de una tradición “para afirmar estos valores contra todo y contra todos”. En consecuencia, la política se encuentra por encima de la ética, sin que por ello la suprima como interrogante.

Desde un llamado ético y de humanización se reclama hoy un lugar de preeminencia social para la niñez en función de un interés superior de la infancia. Tal ética está estructura en una política de mandatos universales de la CDN aprobada desde 1989, que terminó constituyendo un código internacional de disposiciones legales de carácter universal y obligatorio para los países miembros de la ONU que lo ratificaron, con mecanismos concretos de control, evaluación y verificación de los avances realizados por cada sociedad. Sin embargo, cualquier conjunto de acciones que puedan ser emprendidas al respecto, serán siempre actos particulares y no universales, en los que, además, cada caso por intervenir no se debe juzgar y obrar a partir de reglas mecánicas y objetivables, como las que tratan de proponerse generalmente desde las políticas públicas, las interdicciones jurídicas o las propuestas educativas, comunicativas y de atención psicosocial para atender los problemas de la niñez. Lo anterior porque tales intervenciones no pueden eliminar la idea de que obramos siempre en las condiciones trágicas de lo humano en que vivimos, que en cada acto es necesaria la resignificación, por la libertad humana, de los fines y de los medios luego, ningún tipo de práctica emprendida puede hacerse sólo en nombre de una autoridad teórica o técnica, o de la propia experiencia, ya que en la singularidad de cada caso no siempre se sabe siquiera meridianamente qué es lo bueno o lo indeseable a nivel individual o colectivo (Castoriadis, 2000).

Es política, y no solamente ética, la propuesta de Tonucci de revisar lo que significa que las sociedades se hayan construido alrededor de un ciudadano medio, adulto, hombre, trabajador y posible elector, y en su lugar, instituir la niñez como un nuevo parámetro social “para no perder de vista a ninguno”, haciendo de la diversidad intrínseca del niño “una garantía de todas las diversidades” (la del anciano, del minusválido y de las personas de otras comunidades y culturas), con el fin de adoptar “una filosofía nueva para evaluar, programar, proyectar y modificar la ciudad” (1998: 34-35). Se encara así, respecto de una inédita condición en la situación socio-histórica de las nuevas generaciones, un problema de naturaleza política que permita ir más allá de los presupuestos humanitaristas de aquellas morales felices (religiosas, filosóficas o científicas) que heredaron esa separación occidental entre ética y política, y entre el hombre interior y el hombre público.

Como propone Castoriadis (2000), para ello no sólo serían necesarias una ética, sino una política de la autonomía, que a nivel individual permitan elucidar un nuevo lazo con la dinámica inconsciente, para filtrar parte de esos deseos que pasan a los actos y las palabras respecto de la dominación, la explotación y la eliminación del otro. Pero en la medida en que el ser humano es un ser social, la cuestión del deseo, de la acción subjetiva y de la libertad se muestran absolutamente inseparables de la situación colectiva e histórico- social, lo que nos pone en relación con la libertad de los otros y, por tanto, con la construcción de una subjetividad reflexiva y deliberante, capaz de poner en cuestión las significaciones de la sociedad en la que vivimos; de un sujeto que no es simplemente consciente, sino capaz de discutir y transformar las significaciones y reglas que recibió de su sociedad (Castoriadis, 1996).

Autonomía individual que guarda un pesado condicionamiento institucional que hace necesaria la reconstrucción de las actuales instituciones bajo las cuales se reproduce la heteronomía social, buscando realizar un proyecto político verdaderamente democrático. Porque en toda persona es posible la creación de la política, siendo ésta el despliegue de lo político en el ser humano, situación que le permite convertirse en ciudadano y a la sociedad en ciudad, pero de manera directa y no a través de las propuestas de las burocracias políticas, de los “representantes” de las políticas públicas o de “los expertos” tecno-científicos del desarrollo o la educación del niño.

La aserción: “instituir ciudadanía desde la niñez”, señala, por un lado, que la profundización de los procesos de transformación de la cotidianidad donde vienen siendo modificadas las formas de relación entre las generaciones y las condiciones de vida de los niños y niñas, es ya una realidad histórica que fuera anunciada tempranamente por Margaret Mead (1977), cuando identificaba continuidades y discontinuidades temporales en la selectiva transmisión cultural realizada por la educación en distintas sociedades. De otra parte, y derivado de tales cambios socioculturales, la institución de ciudadanía desde la niñez demandaría que las subsiguientes transformaciones sociales no puedan seguir derivando de manera exclusiva de la iniciativa de los adultos, sino que deban integrarse los sentidos, perspectivas y capacidades de acción y proposición que otorgan los niños, niñas y jóvenes a su vida cotidiana.

Como planteaba Zuleta (1991), los derechos humanos no son la expresión máxima de la democracia, sino un mínimo de condiciones de posibilidad que auguran, pero no aseguran la libertad, y donde el derecho más clave es a diferir. La búsqueda de igualdad económica y cultural, exige que la pretendida igualdad de los ciudadanos ante la ley, deba ser también ante la vida. Para eso se necesitan individuos y colectivos activos, partícipes de la creación social y cultural, no seres pasivos, consumidores, que reciben libertades por decreto. Y eso exige trabajar con quienes tienen más necesidades y menos posibilidades concretas, por tanto, aprender a lidiar con el conflicto, la diferencia y las condiciones de exclusión.

A manera de conclusión

El conjunto de las argumentaciones aquí esbozadas, invita a reconocer la complejidad de los obstáculos que impiden que la niñez realmente sea interlocutora válida para el mundo adulto. La exclusión del derecho a la interlocución que padecen la infancia, la niñez y la propia juventud, es una condición de abyección enraizada en parte en el aprendizaje civilizador a que es sometido todo niño en el proceso de socialización o alienación al magma instituido de significaciones sociales. Éstas constituyen una rigidez psíquica “que conduce a identificaciones extremadamente fuertes con cuerpos de creencias estancas compartidas y sostenidas por colectividades reales” (Castoriadis, 1999: 192), por tanto, a la aceptación del orden social, tal cual es.

Según esta interrogación permanente de Castoriadis sobre el psicoanálisis, la filosofía y la política, hablar de reflexividad y capacidad de acción deliberada es reconocer posibilidades inéditas del sujeto humano, que no están ahí desde siempre o de manera automática y que tampoco son producto de un voluntarismo consciente, pero en las que es necesario suponer una capacidad para desinvestir objetos e investir o introyectar nuevos sentidos de mundo, producidos a partir de rupturas históricas donde la humanidad ha podido construir proyectos de autonomía como posibilidades efectivas.

Así como en el proceso histórico-social ha sido factible construir instituciones para la autonomía, esto sólo ha sido posible porque tal autonomía se ha creado ejerciéndose, luego nos volvemos libres y reflexionantes, cumpliendo actos autónomos y deliberantes, por lo que pueden y deben facilitarse las condiciones institucionales para esta creación y este ejercicio. Así como hay instituciones de la autonomía también existen prácticas o actividades sociales poiéticas, como la pedagogía, la comunicación, el psicoanálisis y la política democráticas, que apuntan o deberían apuntar a facilitar el acceso de los individuos a la autonomía. Las posibilidades instituyentes de las nuevas generaciones, nos señalan a los propios formadores que deberíamos elucidar críticamente el tipo de institucionalidades y prácticas en las cuales fuimos socializados y en las cuales actuamos buena parte de las veces, de manera obediente. Pero para ello, habría que reconocer con mayor profundidad que la polaridad en lo humano, no es entre lo individual y lo colectivo, sino entre lo psíquico y lo social; de la misma forma que la psique es irreductible a la institución social, la institución social es irreductible a lo psíquico. Si la reflexividad deliberante es posible es porque hay un núcleo de la psique que permanece asocial, se conjetura que es posible explorarlo con el propio niño, porque la infancia no es una edad de la vida sino un no-lugar que habita en el adulto.


Citas

1 Se utiliza en algunos apartes de este texto la noción de infancia (del lat. infantia, derivado de infare, el que no habla, (Corominas, 1974)), como forma de designar a los niños más pequeños y los momentos fundantes de la estructuración psíquica y de tal significación social. Por niñez, se entiende el periodo de vida hasta antes de la adolescencia, aunque es preciso advertir que los trazados de política pública extienden la definición desde los 6 hasta los dieciocho años, haciendo indistinguible la niñez de la juventud.

2 Antes, el pasaje de la niñez a la adolescencia y a la adultez estaba ritualizado, organizado, estructurado, simbolizado, codificado. En las sociedades actuales tales rituales ya casi no existen o existen en menor medida. Como ni sociedades ni familias los transmiten ya, niños y jóvenes parecen instituir otras formas en sus agrupaciones de iguales.

3 Entre otros autores: Postman (1984), Meyrowitz (1985), Sanders (1994) y Steinberg y Kincheloe (2000).

4 Las significaciones imaginarias sociales son producto de la imaginación de los colectivos sociales cuando definen un mundo, las cosas que lo integran, las relaciones que allí priman entre esas cosas y con los individuos que habitan tal mundo. En estas significaciones confluyen tanto situaciones económicas y sociales como subjetivas, para configurar lo que nos representamos como “la realidad” o lo imaginable. “Semejantes significaciones imaginarias sociales son, por ejemplo, espíritus, dioses, Dios, polis, ciudadano, nación, estado, partido, mercancía, dinero, capital, tasas de interés, tabú, virginidad, pecado, etc., pero también hombre/mujer/hijo según estén especificados en una determinada sociedad. Más allá de definiciones puramente anatómicas o biológicas, hombre, mujer e hijo son lo que son en virtud de las significaciones imaginarias sociales que los hacen ser eso” (Castoriadis, 1988: 68).

5 En un sentido mucho más amplio, es también la techné la que da existencia a lo que sería el prototipo de herramienta jamás fabricado por la sociedad: el individuo social (Castoriadis, 1989: 175).

6 Estos derechos a la participación “aparecen de diversas maneras en los artículos 12, 13, 14, 15, 17, 30 y 31 de la Convención, que se refieren al derecho a formarse un juicio propio, expresar su opinión, a ser escuchado, a buscar, recibir y difundir información e ideas, a la libertad de pensamiento y conciencia, a la libertad de asociación y de celebrar reuniones, a participar en la vida cultural, artística, recreativa y de esparcimiento” (Corona y Morfín, 2001: 22).


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