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Víctor Gaviria: el cineasta, el poeta

Victor Gaviria: o cineasta, o poeta

Víctor Gaviria: the filmmaker, the poet

César Alzate Vargas*


* Escritor y periodista. Premio Nacional de Novela de la Cámara de Comercio de Medellín con La ciudad de todos los adioses (Editorial Universidad de Antioquia, 2001). Beca Nacional de Creación del Ministerio de Cultura en el área de Literatura, convocatoria 2001. Coordinador de comunicaciones del Festival de Cine y Video de Santa Fe de Antioquia. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla. .


Resumen

El cineasta antioqueño está próximo a estrenar su tercer largometraje. Este artículo lo muestra en su faceta de hombre reflexivo, maestro generoso y artista visitado por la verdadera musa, que en su caso es la de la poesía. Asistimos al proceso de sus películas y lo vemos inmerso en el universo del que toma las ideas que a través de su espíritu se transforman en arte: la ciudad en la que nació, ama y vive, y de la que nunca ha estado dispuesto a marcharse.

Palabras clave: cine colombiano, poesía, niños de la calle, provincia, formación audiovisual.

Abstract

The Antioquian filmmaker is about to introduce his third feature film. This article shows him as a reflexive man, a generous master, an artist visited by the true Muse, the poetry Muse in his case. We attend his motion pictures process and see him immerged into the universe from which he takes the ideas transformed through his spirit in work art: the city where he was born, where he lives and loves and from he is never willing to leave.

Key words: colombian motion picture, poetry, homeless children, province, audiovisual training and education.


A esta hora de la tarde, mientras escribo y en Medellín palpitan las historias que luego se convertirán en su próxima película, Víctor está en Santa Fe de Antioquia dando un taller de guión a jóvenes provenientes del occidente del departamento. Hace dos días regresó de España con Marcela y algunos integrantes del equipo de Sumas y restas. Allí presentaron la película por primera vez, y por primera vez ellos mismos la vieron en formato de 35 milímetros, en un estreno digno del cine más importante: el de San Sebastián es uno de los cinco festivales de primer orden que se hacen cada año en el mundo, por lo que el mero hecho de figurar en la selección para la competencia oficial equivale a un bautizo de lujo. Lo mismo, y quizá con mayor contundencia, ocurrió cuando sus dos primeros largometrajes se estrenaron en la competencia oficial de Cannes en 1990 y 1998: Rodrigo D. No futuro y La vendedora de rosas. Baste decir que ningún otro director colombiano ha tenido semejante recepción.

Ayer estuvimos preocupados porque no sabíamos si tras las dos semanas intensas en San Sebastián y Madrid Víctor estaría en condiciones de ir hoy a Santa Fe de Antioquia. Con él nunca se sabe. Él dice siempre que sí, y lo dice con auténticas generosidad y disposición, pero a veces se le olvida, a veces se distrae con alguien en el camino, a veces soplan otros vientos que lo llevan volando a no sabemos dónde, a esas nebulosas en las que se pierden los poetas. Pero en esta ocasión está bien juicioso y a pesar del cansancio acumulado hizo el esfuerzo, se levantó, viajó a la ciudad donde desde hace cuatro años dirige el festival de cine más didáctico y encantador de América Latina, y tiene ese encuentro con jóvenes que lo admiran y se emocionan, aprenden y harán películas que no se parecerán a las de él, pues los jóvenes –lo hemos descubierto en las jornadas pedagógicas que se hacen a instancias del Festival– ya no imitan a sus maestros, lo cual está muy bien: aprenden de ellos y enloquecen; ya ni siquiera es necesario esperar a que cumplan el imperativo parricida a que la modernidad los obligaba para consolidarse como artistas; ahora son huérfanos desde el comienzo y lo que esperan de sus maestros es que les muestren el camino pero no pretendan llevarlos de la mano, pues ver el camino es para ellos una forma de saber por dónde no ir (pobrecitos: en esta época las generaciones no pierden vigencia por envejecimiento físico, sino porque las siguientes vienen empujando con una fuerza que desplaza todo lo que les es anterior). En nada creen, lo cual, por supuesto, también está bien.

Víctor lo tiene claro y a diferencia de tantos maestros sabe que la tarea no consiste en formar malas copias de sí mismo, sino en brindar conocimiento, escuchar ideas, sugerir maneras de llevarlas a cabo; en síntesis, participar en procesos de formación en que los muchachos sepan que la única lealtad se la deben a sus propias vidas. Y al arte, claro, pero ese es un descubrimiento que le compete a cada cual en su fuero interior (Emily Dickinson sugería otra lealtad: al misterio).

Imágenes en la provincia

Junto con el festival de cine y video que en diciembre de este año llegará a su quinta edición en la antigua capital de Antioquia, Víctor y su gente se dieron a la tarea de irradiar por el departamento la cultura audiovisual. Los canales locales de televisión dotados con precaria tecnología y monumental entusiasmo, los formatos de video que hacen transportable en el morral el cine que hasta hace una década viajaba en aparatosos rollos de incosteable franquicia, y sobre todo la voluntad hacedora de tantas personas que en los pueblos de provincia se la juegan por no quedarse atrás en las alocadas volteretas del mundo, constituyen una turbulenta marejada de creatividad a la que es necesario atender. Unos cuantos cursos –de guión, de realización, de apreciación cinematográfica; en fin– en un municipio bastan para que la gente se exprese y haga obra. La prueba de esto es que los momentos más emocionantes del festival de Santa Fe de Antioquia han tenido lugar cuando entre película y película de grandes directores clasifica para exhibición el documental que hicieron los de El Carmen de Viboral, el argumental de los de El Bagre o el videoarte de los de Ciudad Bolívar.

La función pedagógica fue una de las que se propusieron cumplir Víctor y los suyos cuando en el año dos mil cayeron en la cuenta de que Santa Fe de Antioquia llevaba muchas décadas sirviendo de locación a numerosas producciones de televisión y cine, sin que a ningún realizador se le ocurriera nunca el mínimo acto de gratitud de presentar su obra a los mismos habitantes que le prestaran su pueblo y su capacidad de trabajo. Dicha tradición viene de mediados de los años veinte, cuando Arturo Acevedo y Gonzalo Mejía filmaron allí buena parte de la legendaria película Bajo el cielo antioqueño, y el propio Víctor rodó en los alrededores su cortometraje Los músicos y el especial de televisión Que pase el aserrador, ambos en 1985, el primero muy bello y el segundo la única de sus realizaciones que me gusta poco1.

Así que les pareció importante reunir todas esas películas y series de televisión en un solo paquete al que denominaron “Primer Festival de Cine y Video de Santa Fe de Antioquia”, y como cuando uno dice “Primer” implícitamente está prometiendo que habrá un segundo y muchos más, y ya que el evento gozó de tan buena acogida por un público que vino de muchos lugares del país, constituyeron una corporación e instituyeron este certamen que hoy es cita anual de grato cumplimiento para la cinefilia colombiana. Pero la idea no era simplemente presentar películas con una temática determinada (Conquista y Colonia en el 2001, cine colombiano en el 2002, cine latinoamericano en el 2003, cine de las periferias en la edición de este diciembre), sino además aprovechar la cantidad de realizadores, escritores, cineastas de todo género que convergen en el grupo y ponerlos a compartir sus conocimientos y experiencias en los municipios de Antioquia. Escribe el propio Víctor la justificación de tal idea:

La Corporación Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia entiende cada película no sólo como un producto comercial, sino como un cruce de saberes culturales que se reúnen en torno a un tema cualquiera. Esta convicción es lo que nos hace ver en el cine un camino cultural de conocimiento, de reflexión, de valoración de una historia pasada. Las jóvenes generaciones de nuestros municipios, alejadas desafortunadamente de las grandes obras literarias o filosóficas, alejadas también cada vez más de la posibilidad de pensar por sí mismas o expresarse a través de la palabra escrita, pueden encontrar en el cine y en el video un camino de retorno a la cultura.

“Los niños que juegan a existir de mentiras”

Alrededor de Víctor siempre han girado jóvenes. Los más notables de entre ellos son esos muchachos de las barriadas de Medellín que aparecen en sus películas y cuyo destino me ha inquietado mucho. He llegado a pensar que tal vez el cine fue para ellos una quimera y me he preguntado si no les habría ido menos mal en la vida si se les hubiera permitido proseguir sus existencias sin el deslumbramiento de las cámaras y la fama traicionera. Desde luego, la réplica a esta inquietud sería el Ramiro Meneses que hoy, década y media después de Rodrigo D. No futuro, aparece con éxito en la televisión nacional, ha participado en otras películas y se perfila como director.

En alguna entrevista le pregunté a Víctor por el asunto: ¿qué les había quedado a esos muchachos de su paso por el cine? Respondió:

La realidad es, digámoslo, mucho más pesada. No se deja influir lo suficiente para cambiar por estas cosas que son de la cultura. No cambió la vida de estos muchachos, no cambió la vida de Medellín, no fue una alternativa. Las películas son documentales de un mundo que tiene una lógica en sí mismo, y esa lógica no fue posible torcerla con el éxito de las películas ni con lo que pudo haber influido en los muchachos, en los actores y actrices (…) De ellos me queda todo. Tuve una vida llena de la vida de estos muchachos, de compartir, de ser afín a sus destinos, sus problemas diarios, sus pequeños problemas que eran preciosamente interesantes (Alzate, 2004: 90).

La antropóloga Marcela Jaramillo, su esposa, es testigo de las vicisitudes de Víctor frente a la vida y muerte de estos muchachos. Ella recuerda, y se le nota un vuelco de la sangre cuando se refiere al asunto, los terribles momentos que vivió el director cuando a sus primeros actores, los de Rodrigo D., los empezaron a matar en las calles de la ciudad. Nada se podía hacer. Y él había hecho bastante: los había respetado, les había dado la oportunidad invaluable de expresarse, de asomarse a un lado amable del mundo, y se había convertido en su amigo. Sentía esas muertes en su propia alma, porque de verdad se había llenado de sus vidas. Años más tarde, a propósito de su trabajo de campo con los niños de la calle que participarían en La vendedora de rosas, varios de los cuales también perecieron por bala o cuchillo, le explicó al periodista Fernando Cortés en una entrevista para la revista Número: “Era una vaina mutua, una conversación, un diálogo lindísimo, de ellos ver cómo vivíamos nosotros, porque de todas maneras ellos se daban cuenta de que uno es un tipo de gente que tiene su familia, su casa, que ha estudiado… Entonces se produce un ensamble y la película se vuelve una co-creación permanente”.

Por si alguna duda quedara sobre el tema, demos la voz a uno de ellos. A una, mejor dicho: la que lleva en este momento la carga más pesada de destino (o quizá no; quizá alguna de sus compañeras de la película, alguna de las que todavía están en la calle, soporte una carga incluso más pesada que la de ella: la prostitución, la exclusión, el desarraigo, el olvido). Me refiero, por supuesto, a Leidy Tabares, la niña que vendía rosas y que otro día protagonizó aquella película y después quiso trabajar por su gente, regalar una casa a su mamá, amar al muchacho del que estaba enamorada, ser una buena madre para su hijo, pero luego mataron al muchacho, su mamá se enfermó, ella se enamoró de otro, volvió a quedar embarazada, la involucraron en un asesinato, la llevaron a la cárcel, le impusieron una condena esperpéntica de veintiséis años.

Cuando Leidy habla, se le nota ese rasgo tan íntimamente humano que consiste en no haber acabado de discernir las consecuencias de las cosas que le han sucedido. En algunos aspectos aparece agradecida por la fama que le llegó de la mano del director de cine que se cruzó en su vida hace una década, en algunos otros se duele de esa fama, pero en todo momento tiene la certeza de que el destino fue generoso al ponerla en la ruta de Víctor Gaviria. Destino socarrón, pues en la caprichosa cadena de sucesos que es la vida tuvo que acaecer la muerte violenta de otra niña, Mónica Rodríguez, quien inspiró e iba a protagonizar esa película, para que La vendedora de rosas terminara siendo encarnada por Leidy. Así habló ella cuando el periodista Juan Carlos Roque la entrevistó este año para Radio Nederland:

A mí Víctor me ha dado una felicidad muy grande porque el hecho de que Víctor me hubiese encontrado, me hubiera elegido, ya eso para mí es lo máximo (…) Lo que dijiste, que si de pronto Víctor no me hubiera sacado, no me hubiera mostrado, no hubiera corrido la misma suerte de los demás: a lo mejor, pero los demás murieron porque quisieron, sí, porque pudieron haber escogido otra vida, si sabían que habían (sic) enemigos marcharse a otro lugar, trabajar, buscar oportunidades, pero el éxito los volvió más agresivos, con un nivel de superioridad, que los hizo que se destruyeran.

Digamos que lo único bueno que me ha dado la fama son mis hijos y la casa que tengo para mi mamá. Del resto todo ha sido malo, porque donde yo he vivido totalmente feliz fue en todos los viajes que tuve, porque la gente me respetó, me quiso, me alzó, me hicieron sentir como lo que yo era: una persona de mucho valor (…) Al regresar de esos lugares, aquí volví a ser la misma, todo el mundo me veía igual y se olvidaron de esa persona, que en algún momento hizo algo bueno (…) Con esta fama, mi mamá se ha vuelto más enferma, llora más, mi hermana en vez de subir ha bajado. Se supone que la fama es algo bueno, que debe cambiarles la vida para bien a las personas. Y yo ahora soy más infeliz que cuando no era famosa.

De alguna manera Leidy y sus compañeros pueden ser vistos como herederos de la “pornomiseria”, esa tradición cinematográfica del Tercer Mundo que tiene antecedentes como el Pixote (1980) de Héctor Babenco.

Si no el primero, Fernando Da Silva, el protagonista de Babenco, es el más recordado de los niños trágicos a quienes el cine deslumbró por un tiempo para que la vida se encargara luego de arrinconarlos y conducirlos a una muerte sórdida2.

No sé. Tengo la idea de que entre la “pornomiseria” y el cine verdadero, en las películas de un Víctor Gaviria median dos elementos fundamentales que los alejan definitivamente: el compromiso y la poesía.

La poesía, el amor, la vida

Marcela y Víctor se conocieron en 1980, cuando ambos estudiaban en la Universidad de Antioquia. Ella antropología, él sicología. Ella iba a la biblioteca en busca de materiales para un trabajo de campo sobre los famosos silleteros de Santa Elena en el oriente de Medellín y él, que se ganaba unos pesos como monitor (estudiante con funciones administrativas), la atendía. Fue amor a primera vista y para siempre, según relata Marcela. Y bien les ha mostrado la vida que en las flechas del amor eterno Cupido mezcla –aunque en dosis no letales– elíxires sutiles y furibundos venenos.

Por entonces Víctor hacía, con niños de una institución especializada en ciegos, el cortometraje Buscando tréboles, con el que ganaría un concurso organizado por la cinemateca El Subterráneo y que además se trenzaría en la memoria de Marcela con la fascinación del enamoramiento. Víctor había tenido su primer contacto con las cámaras a través de su padre, un médico oriundo del municipio de Liborina que gustaba de poner en el proyector las reuniones familiares y registrar los momentos importantes de los hijos. Acabó haciéndose a la camarita del padre y organizando puestas en escena con los niños de su entorno. Después su hermana le envió desde Chicago una cámara superocho y ahí empezó todo.

Sin embargo, su vocación inicial fue por la palabra más que por la imagen. Al terminar el bachillerato su padre le obsequió los cuentos completos de Hans Cristian Andersen, en uno de cuyos volúmenes se encontraba el relato de La niña de las cerillas que después, junto con su investigación sobre las niñas de la calle en Medellín, convertiría en La vendedora de rosas. Durante mucho tiempo se encerró en su habitación a leer, a escribir descripciones, poemas. Y para la época en que conoció a Marcela había ganado dos de los premios de poesía más importantes del país: el Eduardo Cote Lamus de Cúcuta y el de la misma Universidad.

Eran épocas de efervescente juventud, pero ya él había aceptado los rigores del paso del tiempo: “A los veinticuatro años ya han terminado tantas cosas/ nunca más podrás ser adolescente/ aunque montes en bicicleta y te gusten tremendamente las muchachas/ y te tires a la hierba y mires arriba las heladas jóvenes del cielo”, decían los primeros versos de La luna y la ducha fría, el más famoso de sus poemas y de la segunda parte de cuyo título saldría después el nombre de la productora local de Sumas y restas. En el mismo poema fijaba el derrotero a seguir: “Muchos de mis amigos han viajado ya/ preferentemente a París/ y hacen de incipientes directores de Cine/ y sé que hacen bien/ pero en cambio permanezco/ y me demoro más de los días necesarios para aprender/ una mínima cosa/ que ellos aprenden en segundos en el metro”.

Ahí estaba, en este poema de 1979, como si en vez de una musa hubiera venido en su auxilio una pitonisa, trazado el destino de Víctor. No viajaba a formarse a París, como sus amigos, pero en cambio llegaría a ser el más importante director de cine de su generación. Se engañaban, y siguen engañándose aún, los que pensaban que ese muchacho de actitud distraída y a veces demasiado noble e ingenuo no sabía a dónde iba, y que veinticinco años después no lo sabe el artista que lo sucedió. Si algo he aprendido sobre Víctor es que tiene la mira muy bien puesta en lo que desea y no desperdicia energía en lo que no le interesa.

En el transcurso de los años siguientes abandonaría la universidad, emprendería la realización de sus célebres cortometrajes –de los que muchos aseguran constituyen el período mejor de su cinematografía–, haría en un lapso dilatado el primer largometraje, se casaría con la mujer que hoy por hoy es su polo a tierra, escribiría y publicaría otros libros de poesía, un volumen de crónicas, y demostraría en sí mismo lo que ya sabemos: que la distancia entre el exhibicionismo tercermundista y el cine verdadero está mediada por la poesía. Rodrigo D. No futuro cumple dos funciones primordiales como documento fílmico: la de mostrar la problemática común a los jóvenes desclasados de América Latina y la de testimoniar el Medellín tremendo de los años ochenta.

Hago hincapié en la palabra “documento”, porque esa es otra de las claves de Víctor. Si cada una de sus películas se ha demorado largos años en su proceso de gestación, más que a las dificultades económicas se debe a que Víctor y su equipo se zambullen en un tenaz trabajo de investigación que los lleva a conocer todos los vericuetos de esas existencias a documentar. No en vano, aunque con torpeza, se le ha llegado a “acusar” de hacer documentales en vez de argumentales (como si de hecho el documental fuera un género inferior). Miles de entrevistas, miles de horas vividas con los personajes, miles de horas vividas en las vidas de ellos, dan como resultado esos filmes intensos, verdaderos, honestos. Por eso tienen que ser actores naturales quienes interpreten a los personajes y por eso estos tienen que hablar y actuar como se vive y se habla en las calles.

Es lo que los periodistas literarios denominan “inmersión” y los cineastas románticos llaman “pasarse a vivir en una película”. De semejantes procesos resulta incluso más que la película misma. Ha declarado Víctor:

La ficción es el rodeo que hacemos a través de la imaginación para llegar a la verdad de lo que está aquí mismo, a la verdad de la elusiva realidad nuestra de todos los días (…) Ellos, los personajes, buscan angustiosamente con los ojos vendados su punto de equilibrio, donde se pongan por fin a la altura de su dignidad. Mejor dicho, de lo que ellos piensan que es su dignidad (Cortés: 1999).

El compromiso

A Víctor, pues, no se lo debe considerar heredero de la tradición de Pixote ni familiar de tecnicismos insensibles como la reciente Ciudad de Dios (2002) del brasileño Fernando Meirelles. Se lo puede ubicar con más acierto en una línea cinematográfica en la que habría hitos como Los olvidados (1950) de Luis Buñuel y ciertos títulos de Emir Kusturica, el más latinoamericano de los directores europeos.

Marcela lo reitera en siete palabras: “Antes que cineasta, Víctor es un poeta”. Casi con las mismas palabras se expresa la crítica Adriana Mora, quien además ilustra la evolución creativa del personaje con una ruptura que se produjo en el momento en que el realizador de cortometrajes encantadores sobre historias sencillas se encontró con el mundo de la marginalidad mientras preparaba la realización de Rodrigo D., que al principio sólo iba a ser la historia de un músico que no lograba hallar su espacio en la ciudad. “Y creo que no va a haber marcha atrás”, concluye Adriana cuando le pregunto si no le parece que algún día Víctor podría dar gusto a sus contradictores e intentar un retrato más “amable” de Medellín. Por cierto, todos sabemos que él nunca intentará semejante retrato, que su cine es testimonio y nada se puede hacer para cambiar la realidad: ni siquiera maquillarla con la ficción. Víctor se niega a actuar como esos realizadores que para hacer cine no se inspiran en la vida sino en el cine mismo, “y falta, como quien dice, ese aire que lo haga sentir a uno que realmente está acá, estamos acá, comprometidos con la gente de acá”.

Después de terminar Rodrigo D. todo conspiró para que Víctor se fuera de Medellín, mínimo a Bogotá. La situación misma de la ciudad era en extremo delicada y se generó en torno al director un ambiente que de alguna manera llamaba a su exclusión. Encima empezaron a ocurrir los asesinatos de los muchachos que habían participado en la película. Por todo eso no fue posible convertir el relato El pelaíto que no duró nada (Editorial Planeta, 1992) en el siguiente largometraje.

Marcela recuerda que hubo momentos en que la integridad física de Víctor corrió peligro. Fue una época de mucho miedo. Sin embargo él persistió en quedarse, porque sin esta ciudad no hay su mundo y sin su mundo no hay obra posible. Pasada la tormenta vino el proceso de La vendedora de rosas, una película quizá más depurada que la anterior (aunque si fuera preciso escoger, yo me quedaría con la ópera prima).

La vendedora gozó del éxito que todos sabemos. Y después el director, siempre en la línea de documentar la ciudad marginal, decidió explorar el fenómeno que en últimas venía siendo como un telón de fondo de todo lo que nos ocurría. Comenta en la multimedia de la nueva película:

Sumas y restas surge del deseo de entrecruzar el cine con esa otra “película” social que hemos vivido a la fuerza desde mediados de los setenta, el narcotráfico. La película nace de una historia real vivida por un amigo, uno de tantos de los que se involucraron en el negocio de la droga. Este comienzo nos permitió establecer la relación que hubo entre la ciudad formal y la ciudad emergente, pero no a partir de los legendarios capos y bandidos del Cartel de Medellín, sino de personajes de bajo perfil, que nos permiten profundizar más aun en el fenómeno del narcotráfico como un hecho cultural. Las preguntas que se planteaban eran: qué ocurrió de verdad con nosotros mismos, por qué cambiamos el código de nuestros valores anteriores por un tormentoso río de dinero ilegal.

Este tercer largometraje ha sufrido un proceso difícil y dilatado. El 23 de septiembre pasado, por fin, Víctor, Marcela, los actores, los productores pudieron sentarse en un teatro y verla en formato de 35 milímetros. La recepción ha sido dispareja, pues parte de la prensa apostada en San Sebastián le reconoció unos fulgurantes primeros minutos y le reprochó la dificultad para hacerse entender de un público ajeno a las particularidades del habla paisa de los años ochenta.

La crítica de cine de El País de Madrid escribió el 24: “Sumas y restas cuenta con un reparto que cumple, una fotografía competente y un despegue prometedor, pero sucumbe ante los estereotipos de su género y país de origen. Su duración de dos horas sólo ahonda y destaca estos problemas”.

Otros que la han visto, en cambio, se refieren a ella con un entusiasmo esperanzador. Ya veremos, ojalá pronto. Bueno, y ahora que por fin Sumas y restas empezó a rodar, que se verá y llegará a ese punto culminante al que debe llegar toda obra cinematográfica para validarse como tal, que es su confrontación con los espectadores, ¿cuál será el próximo proyecto de Víctor? Nadie lo sabe con certeza; ni siquiera él mismo. A mí me dijo hace un año, cuando lo entrevisté por primera vez, que se proponía completar un cuarteto de Medellín con una cinta que se titularía Verdugo de verdugos, basada en un relato de Fabio Restrepo, uno de los protagonistas de Sumas y restas. Después, este año en el festival de Cartagena, echó a rodar la bola de que estaba interesado en hacer algo con la historia de los soldados que encontraron una caleta llena de dólares de las FARC en la selva. A otros les ha hablado de la leyenda de una mujer que muere en su apartamento, de la historia de unos polizones paisas que van a dar a Puerto Rico…

Marcela está tranquila al respecto, porque hace unas semanas le pidió que le dijera en definitiva qué venía después, y él le respondió que, fuera cual fuera el siguiente proyecto, “el tema es lo de menos, para mí lo importante es hacer la película” y la historia no sería más que una excusa para hacer lo que él de verdad sabe hacer. Poesía.


Obra de Víctor Gaviria

Largometrajes

1990 Rodrigo D. No futuro. Presente en la sección oficial del Festival de Cannes, 1990. Premio Glauber Rocha en el Festival de La Habana, 1991. Premio a la mejor película en el Festival Latino de Nueva York, 1991.

1998 La vendedora de rosas. Presente en la sección oficial del Festival de Cannes, 1998. 2004 Sumas y restas. Selección oficial a Concurso Festival de San Sebas-tián, 2004.

Cortometrajes

1979 Buscando tréboles.

1980 Sueños sobre el mantel vacío.

1981 El vagón rojo / La lupa del fin del mundo.

1983 Los habitantes de la noche. Premio al mejor corto argumental en el Festival de Bogotá, 1985.

1984 La vieja guardia.

1985 Que pase el aserrador / Los músicos.

1986 Los cuentos de Campo Valdés. / ¿Quién escucha a Vieco?

1987 Poetas en Medellín.

1988 El obispo llega el 16 / El paseo / Mirar al muerto, por favor.

1989 Darío Lemus: un retrato / David y Roberto: los polizones de Nueva Colombia

1990 Mamá Margarita.

1991 Los polizones de la Nueva Colonia - documental. Premio Simón Bolívar de periodismo en televisión, 1991.

1991 Yo te tumbo-Tú me tumbas.

1992 Los derechos del niño.

1993 Simón el Mago.

1994 The Final Kick (creación colectiva en todo el mundo).

1995 La mita. Una viejita inolvidable.

1999 Como poner a actuar pájaros.

2000 El gol que costó un muerto.

Libros

1980 Con los que viajo sueño. Premio Nacional de poesía Eduardo Cote Lamus, 1979.

1980 La luna y la ducha fría. Premio Nacional de poesía de la Universidad de Antioquia.

1982 El campo al fin de cuentas no es tan verde, crónicas.

1991 El Pulso del cartógrafo, selección de textos.

1992 El pelaíto que no duró nada, relato.

1993 El rey de los espantos, poesía.

1995 De paso.

1998 El Tío Miguel, crónicas / Los días del olvidadizo, poesía.

2003 La mañana del tiempo, poesía.


Citas

1 Basada en el cuento de Jesús del Corral (Santa Fe de Antioquia, 1871-Bogotá, 1931), la adaptación de Que pase el aserrador le fue encargada en 1985 a Víctor Gaviria en ocasión de la salida al aire del canal regional de televisión Teleantioquia. El cuento propone como arquetipo del habitante de la región al hombrecillo mentiroso, manipulador y oportunista del que tanto se enorgullecieron muchos paisas durante largo tiempo y que tantas tragedias ocasionó en las décadas recientes, y que a los antio-queños de hoy nos disgusta sobremanera. Esta producción es, en todo caso, menor en el conjunto de la obra de Víctor.

2 Sobre la tragedia del pequeño Da Silva, el director brasileño José Joffily hizo en 1996 la película ¿Quién mató a Pixote?


Bibliografía

  1. ALZATE VARGAS, César. “A ustedes, pensamientos, agradezco que no me hayan traicionado”, entrevista con Víctor Gaviria, en: Revista Kinetoscopio, Vol. 14, No. 69, Medellín, Centro Colombo Americano, 2004, pp.88-92.
  2. CORTÉS, Fernando, “Víctor Gaviria por Víctor Gaviria: entrevista”, en: Revista número. http://www.revistanumero.com/18victor.htm [Bogotá] Acceso: 6-8-1999.
  3. GAVIRIA, Víctor, “La luna y la ducha fría”, en: Diez años Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia, Medellín, Universidad de Antioquia, 1990, pp.33-38.
  4. ROQUE, Juan Carlos, Leidy Tabares: Cenicienta otra vez, Entrevista para Radio Nederland, 2004. http//:www.rnw.nl/informarn/html/soc040602_vendedoraderosas.html
  5. RUFFINELLI, Jorge, “Gaviria y Medellín”, en: Cuadernos de Cine Colombiano, Bogotá, Cinemateca Distrital, No. 3, 2003.