Cultura de la guerra y contemporaneidad: ¿la "purificación étnica" es una práctica "de otros tiempos"?
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Cultura de la guerra y contemporaneidad: ¿la “purificación étnica” es una práctica “de otros tiempos”?
Cultura de guerra e contemporaneidade: a “limpeza étnica” é uma prática “antiga”?
Culture of war and contemporaneity: is “ethnic cleansing” an “old-time” practice?
Véronique Nahoum-Grappe *
Traducción Gisela Daza Navarrete **
* Investigadora en Ciencias Sociales de la Ecole d´Hautes Etudes en Sciences Sociales. Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla. .
** Investigadora de la línea de Socialización y Violencia del DIUC. Especialista en traducción científica. Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla. .'; document.write(''); document.write(addy_text82015); document.write('<\/a>'); //-->\n Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Resumen
Este artículo se refiere a la extrema violencia política cometida contra poblaciones civiles, específicamente durante la guerra en exYugoslavia1. En él se analiza la negación que en el extranjero acompañó a esos crímenes, sin embargo conocidos, lo que implica asir la cuestión de la subjetividad desde un punto de vista de las ciencias sociales en el que se supondría que quizás hubiese una amplia subjetividad colectiva que no podría reducirse al simple asunto de la opinión. La experiencia de esta guerra, en todo caso, obliga a plantearse la pregunta por la contemporaneidad de prácticas que podrían considerarse de otros tiempos.
Abstract
This article refers to the extreme political violence committed against civil populations, specifically during the war in ex-Yugoslavia. It analyzes the negation of these crimes that went along in the international arena, however well they may have been known, which implies taking on the question of subjectivity from the point of view of the social sciences where it would be supposed that perhaps there is a wide collective subjectivity that cannot be reduced to the simple concept of opinion. The experience of this war, in any case, forces the question of the contemporaneous character of practices that tend to be thought to belong to other times.
No se trata de escribir aquí sobre la historia propiamente dicha de la ex Yugoslavia –la bibliografía internacional al respecto es abundante2– ni de promover algún tipo de diagnóstico general, sino, más bien, de esbozar brevemente la hipótesis de las mutaciones específicas que conciernen al reciente uso político de la peor criminalidad de derecho común y de las nuevas condiciones en la construcción de esa mentira, antaño llamada “ideológica”, a saber, la de un poder que quiere enmascarar el crimen que ejecuta y que es denunciado. En efecto, en este cambio de siglo ya no es posible ocultar una tentativa criminal de Estado, excepto que se haga parte del bando de naciones como Corea del Norte, pues la historia técnica de la difusión de la información y la historia política y económica de la homogeneización transnacional de las sociedades, le impide al tirano enterrar, en medio de la noche, su crimen de masa. Demasiada gente e información circulan en tiempo real.
Así, el conflicto en ex Yugoslavia nos ofreció una especie de aniquilamiento de su ritmo histórico. En efecto, el conflicto estuvo acompañado por la denuncia, la intervención humanitaria, el tribunal que también juzgaba los crímenes por venir, e incluso los bombardeos de la primavera de 1999 que luchaban contra una agresión que dejaba al país deshabitado, que lo arruinaba y que hacia proliferar las fosas comunes; igualmente la original situación en Kosovo, donde Milosevic utilizó la paradójica “sombrilla” de los bombardeos para realizar, por fin, su “ajuste demográfico” del asunto albano, es decir, su expulsión masiva por medio de la violencia y el impedimento de su regreso por el incendio de las casas.
La propaganda del agresor –heredera de la lograda práctica de la “mentira desconcertante”, retomando la bella expresión de Ante Ciliga, es decir, de las técnicas que trabajan sobre la opinión del régimen anterior– se amoldó al marco conceptual de quienes la denunciaban, tanto al interior del país como frente a las fuerzas internacionales, lo cual, además de implicar un uso particular del lenguaje, produjo, también aquí, una especie de aniquilamiento de los comentarios, pues todo el mundo, incluido Milosevic, estaba “en contra de la guerra”, en contra de la purificación étnica –espantoso crimen cometido contra los serbios– todo el mundo quería que se protegieran los derechos humanos, todo el mundo quería la democracia y “vivir juntos”, “pluriculsturalmente”, incluso Milosevic. En fin, todo el mundo detesta a Hitler y al nazismo, especialmente Milosevic y su socióloga, feminista y marxista radical, esposa. Entre la versión del agresor, de hecho entre su propaganda y las interpretaciones teóricas exteriores de los hechos, se amalgamó una salsa homogénea que fue la que finalmente se sirvió.
Ya no estamos en la época de los francos fascismos de antaño que, entre otras cosas, mostraban teorías reconocibles expresamente racistas o antisemíticas. Nunca más será Hitler quien mate, incluso en Ruanda, y esta diferencia protege a cualquier asesino contemporáneo que sepa mostrarla, lo cual Haider nunca comprendió. Es por ello que, durante todo el conflicto, la dimensión propiamente militar de la acción en el terreno fue poco cuestionada desde el exterior, mientras que los comentarios se remontaban a los turcos, al gran cisma y sobre todo, por supuesto, a la última guerra mundial. La temática de los comentarios era general, a la vez que una especie de amplio horizonte histórico y geopolítico vino a recubrir, desde el comienzo de la guerra, las conversaciones más banales, las menos sabias. Este modo de interpretación colectiva se generalizó en países como Francia, antes de que un verdadero cambio ocurriese con la guerra de Kosovo en 1999.
Si el rostro de la gente expulsada (a quienes nadie llamaba “deportados”) de Srebrenica en julio de 1995, o incluso el de los habitantes de Vukovar en noviembre de 1991, hubiese sido mostrado con el mismo ahínco, si sus relatos hubiesen sido escuchados, este cambio que permitió una clara denuncia de la agresión ¡cuánto tiempo hubieran ganado los albaneses de Kosovo, así como a los oponentes de Serbia y Montenegro! ¿Fue acaso necesario que Francia se comprometiera en la guerra para que su prensa levantara el bloqueo y se movilizara? ¿Por qué tan pocos relatos de las víctimas ruandesas o bosnias aparecieron en primera página de la prensa radial, televisiva y escrita durante todos esos años de gestión humanitario- mediática del conflicto? ¿Por qué tan poca información sobre las condiciones de represión y de apartheid en Kosovo desde 1989? Si el rostro de los deportados albaneses sirvió a la propaganda de guerra de la OTAN fue porque antes, cuando la OTAN no hacía parte del asunto y la purificación étnica asolaba el país, ese trabajo no se había realizado aún.
Sucede que este conflicto, tratado y administrado desde sus inicios como si ya se hubiese resuelto, como si hubiese terminado, ha continuado, continua aún. Ocurre que gravísimas prácticas criminales retornaban a Europa porque, desde el comienzo, la acción militar propiamente dicha consistía en una acción militar y paramilitar contra la población civil, definida como comunidad reconocible que debía desaparecer de un paisaje que tenía que ser “limpiado”. Es sobre esta criminalidad, sobre su forma, podríamos decir, su estética, sobre lo que queremos preguntarnos para entender mejor el fracaso que hubo en su comprensión durante el período 1991 y 1995 y, por tanto y forzosamente, el fracaso en su prevención.
Es claro que nuestro objeto no es la historia diplomática, como tampoco la historia institucional, del conflicto. Nuestro campo son las interpretaciones del conflicto en el seno del espacio público contemporáneo, aquel de las conversaciones cotidianas, las maneras de describir la gestión cotidiana de la actualidad política internacional. Por ello mismo, la recepción de las informaciones atroces, publicadas a veces en la prensa, debe ser aprehendida y descrita tanto como se pueda, ya que la capa interpretativa más frecuente e incesantemente “ofrecida” de manera estereotipada durante todos esos años, no puede asirse a través de encuestas de opinión, aunque bañe con su música todo el ambiente de recepción de la información sobre esta guerra tan cercana. Nos parece que durante todos esos años sucedió algo particular que hacía que, a partir del momento en que uno finalmente entendía, se pusieran en marcha mecanismos de desrealización: la relación con el tiempo se hacía amnésica, la relación con los hechos se hacía irreal.
Uno de esos mecanismos concierne la cuestión de la crueldad, crueldad practicada en este conflicto como estilo de su violencia, su aparente desfase cultural, su exageración obscena y también un poco grotesca (la violación, los guerreros, la “tierra”, el “pueblo”). Nos parece que la atrocidad de la política de Milosevic funcionó como una protección y es este el punto que es objeto de reflexión en este texto.
Sólo podemos aquí intentar proponer una pista para la reflexión sobre la “contemporaneidad” de esos conflictos recientes, basándonos en un trabajo que hemos venido realizando desde 1992. Es el espacio de la opinión corriente, difícil de objetivar, aquella opinión que circula en las conversaciones comunes y que funda un consenso cultural, por ejemplo respecto de lo cómico de un chiste, opinión que se apoya en evidencias estereotipadas implícitas, lo que decide sobre el círculo de la contemporaneidad. En ningún momento de nuestra reflexión salimos de ese círculo banal y colectivo de la cultura política ambiente, aquella que, sin ser sapiente o experta, trata el presente con los recursos que se tienen a la mano.
Antes de volver sobre algunos de los términos problemáticos aquí utilizados, tales como “contemporaneidad” o criminalidad “política”, es necesario desplegar y explicitar mejor el más importante de los estereotipos que, a nuestro parecer, ha marcado la recepción de las malas noticias de las guerras contemporáneas, a saber, aquel que opone “barbarie” a “civilización”.
El lobo en el hombre, desde siempre…
La manera como se denuncia la atrocidad de un crimen dibuja, de entrada, una causalidad. El adjetivo mismo, pronunciado en el tono adecuado por un testigo externo, consternado y desconcertado por su propia emoción: “¡es atroz!” encierra a la constatación en un juicio. El signo de exclamación hace casi inútil, incluso cómplice del verdugo, la necesidad de describir aquello de lo que se trata, necesidad sentida por el juez, la policía y la víctima. Al estupefacto suspiro que pregunta “¿por qué?”, la respuesta esperada en las conversaciones corrientes no es teórica; en el almacén, entre vecinos, la buena respuesta a la mala noticia frecuentemente es una sentencia general estereotipada. Así por ejemplo, las noticias de Roy Gutman “la misma Yanet pero con un peinado distinto” (dicho rumano), es decir, las noticias de esta historia incesantemente repetida de las guerras humanas que son la prueba de la “barbarie” en el hombre y que resurgen con la menor fisura en la coraza del proceso de civilización. Y, por tanto, éste último había sido llevado a su punto de apogeo en Europa, en este cambio de siglo, con el comienzo de la realización del deseo de Victor Hugo a favor de los “Estados Unidos de Europa”, única solución verdadera a las guerras europeas del siglo XIX. Pero esta cosa bestial nombrada de mil maneras, agazapada en el fondo de lo humano, volvería una vez más a ensombrecer el horizonte para producir atrocidades, guerras y sufrimientos. Como el hombre y el sol, la crueldad potencial del hombre contra el hombre data, sin duda, “de la más remota antigüedad” (expresión de Alexandre Viallate); pero suele dormitar en la oscuridad, en el fondo, apaleada por su propio exceso, contenida por la moral y la civilización y tratada por la cultura bajo su forma estética. A veces se despierta, como aquí en los Balcanes, como allá en Argelia, en África, como en otros lugares o, como en otros tiempos, durante el saqueo a Roma o a Troya donde los bandos armados, regulares o no, ebrios de vino y sangre, agregan “exceso” y “atropellos” a la victoria propiamente militar. A ese excedente espumante de cólera, lo que nuestro derecho contemporáneo llama crimen contra la humanidad, se agregan, además, los crímenes de guerra propiamente dichos. El “salvajismo” del hombre contra el hombre sería entonces esta instancia explicativa de algunos episodios históricos en los cuales los crímenes contra la humanidad se acrecientan en cantidad y en calidad negativa. Una matriz durmiente, exterior a la historia pero interior al hombre, produciría de nuevo el horror político y, en consecuencia físico y moral… de nuevo, pero como desde “siempre”.
El despertar lunático de la violencia histórica siempre resulta sorprendente para el testigo que quisiera dormir bajo el cielo de la pantalla - ¿por qué todo esto, estas violaciones, estos horrores, para qué sirven? -. Esta sorpresa de espanto también es atrapada por la inconmensurable banalidad, prevista desde siempre, la llave misma de toda comprensión histórica del “mal”, ese signo evidente de la “verdadera naturaleza del hombre”. El humanismo positivo ha sido frenéticamente deconstruido por el pensamiento filosófico francés de la segunda mitad del siglo XX, pero el humanismo negativo ha estado como dispensado, se mantiene siempre vivaz, renace con el primer relato de horror. El hombre “malo” parece más verdadero que su contrario”. Entonces, el hombre, a la vez colectivo e individual, pasa su tiempo tratando de controlar y de distraer la bestia salvaje que hay en él. Algunas coyunturas como la peste, la crisis, el “fin de los valores”, el fin del Estado, la miseria… se perciben como favorables para el despertar del lobo, de “eso” que lo empuja a la violación y al crimen. Algunos lugares geopolíticos típicos, como los “salvajes Balcanes” serían también propicios para ese despertar.
El característico sufrimiento punzante, liberado del dolor propiamente físico de la verdadera víctima, que el relato de las crueldades que se expanden le produce al testigo externo a la escena, sólo se alivia con el potente estereotipo del “mal en el hombre”. Nos parece que este primer efecto del relato de la crueldad, a saber, la producción del estereotipo seductor -en cuanto viril y libertario- del “lobo en el hombre”, es el de socavar todo análisis al articular la realidad de una escena histórica violenta con una información sobre la “verdadera” naturaleza del hombre. En las conversaciones y comentarios que la sociedad produce sobre sí misma, multiplicadas por las pantallas y las publicaciones, se puede revelar y reconocer el potente lazo entre infierno y verdad, como entre paraíso y mentira, especialmente cuando las noticias son malas noticias. La mala noticia por excelencia, aquella del crimen contra la humanidad que está cometiéndose (y no aquel que, una vez pasado, le sirve al presente como lección costosamente pagada), se resiste a las propuestas de reflexión más contextualizadas y con frecuencia recurre a esta creencia de un vínculo entre sufrimiento humano y verdad eterna, creencia que, a nuestro parecer, se halla profundamente inscrita en nuestra cultura.
La pregunta que queremos plantear aquí se apoya exactamente en lo contrario de lo que implica la evidencia estereotipada. El conflicto en ex Yugoslavia estuvo saturado de comentarios que denunciaban una violencia que esos mismos comentarios ayudaban a aceptar como necesaria y aleatoria, clásicamente familiar como trama trágica, cuyo signo era la atrocidad, sobre todo en los “Balcanes” o en África, o bien durante las guerras de religiones, momento en el cual todo se desmorona, se deshace, recula, retrocede, en una caída hacia el fondo.
La denuncia de los crímenes atroces ha producido entonces una especie de tejido interpretativo global sobre el hombre, sobre su naturaleza: el odio. Las lecturas, provenientes del trabajo sobre la opinión del poder de Belgrado en cuanto a los odios ancestrales religiosos, la guerra civil de todos contra todos, la tradición de la crueldad en la región, pueden entonces entrar ahora en ese lecho de estereotipos ya esbozados aquí. La atrocidad de los crímenes se convertía entonces en la prueba de este famoso “odio étnico” y ayudaba a la consolidación de la versión de los hechos hecha por el agresor. La visión pesimista del hombre y de la política, probada por el horror y la crueldad, es compartida por Belgrado y París y, en esta guerra todo el mundo, víctimas, asesinos y testigos dicen lo mismo. La ideología, muy correcta políticamente, simpática, no burguesa, de la película de Kusturica, premiada (mientras Srebrenica caía), financiada y filmada en Belgrado en plena guerra, es el ejemplo típico de esta capa interpretativa que todo hombre honesto puede adoptar, en Cannes, en Belgrado, en París, que otorga un estatuto moral y filosófico a la atrocidad de la guerra, siempre la otra guerra emblemática de mediados de siglo. En efecto, es característico de esta guerra que la propaganda produzca semejante consenso gracias al mimetismo plástico de la ideología de Belgrado; la tinta del pulpo, el efecto de perturbación, juega aquí con la indignación y el horror frente a los crímenes de guerra, de todas las guerras, sobre todo de la última guerra… La trampa de la denuncia de los crímenes atroces se cierra cuando el criminal se adhiere al coro de los denunciantes y ayuda a la producción de una estética pesimista e irónica, viril y seductora, la cual todo el mundo puede aceptar. Durante esos terribles años, entre 1991 y 1995, el tejido interpretativo global del conflicto ya estaba presente: frente a las malas noticias de los hechos, la amplitud de un elegante pesimismo global permitía la reducción inmediata de la amplitud del desastre concreto al tamaño de una pequeña caneca de basura de la historia ya desocupada a mitad.
La noche, la violación: la cultura de la matanza
La descripción del crimen decide sobre su calificación, y ésta define con precisión la naturaleza política del régimen que la ha decidido y la ha puesto en marcha. Lo crucial de la descripción no es entonces la emoción sino la precisión de aquello de lo que se habla. Es necesario entonces, rápidamente, recordar, repetir, aquello que designa esta forma de criminalidad política de Estado llamada “purificación étnica” en ex Yugoslavia.
Las violaciones a los derechos humanos durante el conflicto armado –que aún no terminaba en el año 2000– producido en el corazón de Europa en el último decenio del siglo XX, sorprendieron a la opinión internacional por su extrema violencia: las violaciones sistemáticas, los campos de concentración, las masacres, las torturas, las deportaciones masivas, el encierro arbitrario, la destrucción de lugares no militares, el robo total de los bienes de las personas expulsadas, incluso bienes bancarios, son el objeto del minucioso trabajo jurídico del Tribunal Penal Internacional de La Haya, instituido en 1993.
Desde el 2 de agosto de 1992, fecha de publicación del artículo de Roy Gutman en el News Day sobre las sistemáticas violaciones y los campos de concentración creados por las autoridades serbias contra los no serbios en las zonas “purificadas”, la sospecha ya no puede seguir siendo tal: desde Vukovar (caída en noviembre de 1991) Brcko, Zvornik (zonas “purificadas” en 1992) hasta Srebrenica (caída el 11 de julio de 1995), la “purificación étnica” ahora ya es conocida, está inscrita en los paisajes y descrita a través de trabajos confiables y diversificados (de médicos, abogados, periodistas venidos del mundo entero), verificados luego. Es importante leer los diecisiete notables informes Mazoviecky.
Fue gracias a la credibilidad acordada a un testimonio que la fosa común de los enfermos de Vukovar fue encontrada, así como la mayor parte de aquellas, más de quinientas, halladas en Kosovo. La duda recurrente, que regularmente vino a intentar minimizar los crímenes cometidos por el poder de Belgrado, fue reactivada por la guerra de Kosovo en la primavera de 1999, activada por el potente rechazo, en Francia, de la mano americana inmiscuida en la política europea. Pero esa duda, aún alimentada por el antiamericanismo, es extrañamente resistente a la lógica histórica que surge de un engranaje, hoy bien balizado, a saber, que el poder de Belgrado, retomado por Milosevic, reintrodujo en Europa, por primera vez desde la última guerra mundial, una gravísima criminalidad política de Estado: apartheid y represión étnicas en Kosovo en el momento en que cesa en África del Sur, agresión armada pasmosa de violencia contra los civiles no-serbios en Croacia y Bosnia, matanzas masivas en la nariz de la ONU en Vukovar, en Srebrenica.
¿Por qué y cómo la opinión puede aceptar la negación de esta violencia a pesar de ser casi caricaturesca? ¿Bajo qué condiciones se hace aceptar, en un país democrático como Francia que funda toda su ideología oficial sobre la necesidad de “resistencia” frente a políticas racistas y antisemíticas, la mala noticia del crimen contra la humanidad que se conoce y se denuncia por todas partes? Ya veremos como la especificidad de este conflicto también da cuenta, en parte, de la seducción de la postura de la duda. Y, sin embargo, Milosevic, primer Presidente en ejercicio inculpado por una jurisdicción internacional, lo es a título de los crímenes cometidos en Kosovo en 1988, pues el tribunal no puede correr el riesgo de un expediente que no sea irrefutable.
Desde el primer informe de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU hasta 1999, la limpieza étnica se presenta bajo la forma de una predecible repetición, acompañada con algunas variaciones, según se trate de una toma mediatizada de una ciudad o de un avance en el campo, totalmente ignorado por el mundo, como por ejemplo el avance sobre Dubrovnik en 1991 que desapareció notables pueblos históricos, arrasados durante la guerra contra Croacia, sin que nadie se conmoviese, ni se opusiese. El ejército montenegrino presentó excusas este año por los crímenes cometidos en esa región en 1991.
Esta “purificación” o “limpieza”, el mismo verbo en serbocroata, constituye la finalidad de esta guerra, y no el medio, como en esa táctica de “quitarle el agua a los peces” en la que se hace la guerra a los civiles para destruir la base de apoyo del enemigo “terrorista” armado. Hoy ya está comprobado que el proyecto deliberado de las guerras de Milosevic contra su propio país era el de hacer desaparecer del paisaje a una mayoría de no serbios que vivían en una Serbia engrandecida bajo la máscara de la Federación Yugoslava de la que sería la heredera, en todos los planos.
No se trata entonces de un proyecto de exterminio de todos los individuos que pertenezcan a la comunidad que ha de destruirse, y de la que el más mínimo “resto de sangre” (expresión de Racine que designa al heredero que sobrevive a la matanza de su raza), bastaría para mancillar el suelo, sino de desaparecer del paisaje a una comunidad, en tanto tal, percibida a través de los signos de su diferencia. Las personas deportadas sobreviven en los campos de refugiados y, en Belgrado, una vitrina pluricomunitaria es mantenida en superficie. Pero sobre el suelo “que ha sido limpiado”, los lugares de culto y de culturas de la comunidad que ha de desaparecer, los nombres de las calles, su idioma y alfabeto, su visión de la historia, sus elites particularmente seleccionadas, torturadas y exterminadas, las costumbres y hábitos, en fin, todo espacio de transmisión colectiva y de investimento identitario comunitario de los noserbios, son borrados. Tanto las escuelas de párvulos, como los cementerios y la capacidad reproductora de las mujeres son el punto de mira cuando al enemigo se le llama “étnico”.
No se trata entonces de “matarlos a todos”, sino de hacer que no hayan nacido ahí, de deshacer los signos de su inscripción histórica en el suelo, de impedir cualquier retorno posible. La figura del enemigo colectivo es sexuada y el proyecto de desaparición se interesa por el vientre de las mujeres, matriz de futuro para los suyos. Separadas, las mujeres enemigas son entonces definidas en función de sus capacidades reproductoras; una campesina refugiada de la región de Ilock (zona “purificada” en 1991) mirando la caída de Srebrenica en la que se veía, en la televisión del campo de refugiados, a los hombres separados de las mujeres en el momento de la deportación, nos había explicado claramente y llorando de rabia: “les hacen lo mismo que a nosotros, ponen de lado a las mujeres, como a las vacas, los acorralan, los tratan como a las vacas”.3
Las matanzas son aleatorias, pero la deformación del paisaje rural y urbano, así como el maltrato a la gente, son sistemáticos: los crímenes contra la filiación, violaciones, embarazos forzosos, son numerosos y característicos de la “purificación étnica”. El informe Foca se refiere a las violaciones y a la esclavitud sexual de las mujeres bosnias no serbias de la región. La violación es un crimen particular que busca atacar el lazo de filiación y tocar físicamente este blanco colectivo que constituye la identidad de una comunidad transmitida por la sexualidad en la reproducción. Es la madre quien es el blanco en la mayoría de las injurias conocidas. En Francia las expresiones “búrlate de tu madre” y “búrlate de tu raza” son equivalentes. En el Tíbet4, la injuria “cadáver de tu madre” es la peor de todas.
Lo que el odio racista o étnico quiere mancillar a través de la madre es su proyecto de descendencia, su hijo, futuro o presente, transformado en cadáver y que le es devuelto y que es reemplazado por el otro gracias a la violación… La “limpieza” de un territorio, verbo típicamente militar utilizado por todos los ejércitos del mundo en las sucias guerras contra las poblaciones civiles racialmente o étnicamente (la diferencia depende de la época) despreciadas y/o detestadas, precisamente produce la guerra sucia donde los crímenes sexuales y las violaciones a los derechos humanos se multiplican.
El crimen de la violación de guerra del soldado frustrado de vida sexual y estimulado por la situación de impunidad ligada a su victoria en el terreno, se redobla aquí con un coeficiente de eficacia ideológica, si puede decirse, que permite apuntar al enemigo colectivo en tanto que colectividad capaz de reproducirse.
Esta extrema violencia contra las poblaciones civiles, que irrumpe en pleno periodo de la euforia de la construcción europea, obligó a la comunidad internacional a instituir un Tribunal Penal Internacional ad hoc que servirá como modelo para otras situaciones y que será un factor de impulso político a favor de una jurisdicción internacional permanente contra la gran criminalidad política de Estado.
Esta violencia obliga también al historiador y al sociólogo a plantear la siguiente pregunta: ¿el uso de la crueldad en esta guerra, crueldad ilustrada por los crímenes contra la filiación y la sexualidad de las víctimas, es el signo de un último estertor del salvajismo “clásico”, constatado a lo largo de las guerras civiles, de las guerras de religión, de las guerras coloniales y racistas, esas guerras antaño sin cuartel; o, por el contrario, esa violencia es el signo de un uso específico, propiamente contemporáneo de la violencia, con un prometedor futuro político por ser lo suficientemente provechoso para el poder que lo pone en obra?
¿Cómo ceñir el diámetro del círculo teórico de los eventos y de los estilos que, tan banalmente, definimos como “contemporáneos”? Los acontecimientos de mayo de 1968 son parte del pasado en el año 2000, el estilo físico de los jóvenes estudiantes en las imágenes de archivo ha caído en el “otro tiempo”, así como las falditas y peinados abombados de las jovencitas de los años cincuenta. Hay una barrera entre lo que es percibido como aún actual, formas, signos y hechos, y lo que, de manera evidente, “hace parte del pasado”.
El historiador lo constata sin explicarlo y el psicólogo comprende mal porque la semejanza con el padre entra en competencia con la “del tiempo”: Marc Bloch: “uno se parece más a su tiempo que a su padre”. En la pregunta que hemos planteado aquí y que se inscribe en un trabajo iniciado desde 1992, la crueldad en obra se parece tanto a nuestro imaginario cultural de las guerras antiguas, con sus violaciones y el aparente estatuto del vínculo de sangre, que parece falsa, como desfasada, mal “ordenada” históricamente. La palabra “pueblo” que retumba en la propaganda serbia nacionalista, en su doble resonancia política “marxista” y también “épica”5, es un poco grotesca. Para nosotros es siempre una mímica del recuerdo retrabajado por el cine de los “sans culottes” dibujados por Victor Hugo.
El uso de la palabra “pueblo” es típico del extremo nacionalismo serbio, de su activación ideológica como nueva línea del partido después de 1988. La guerra que hace “hermosos” a los guerreros, el saludable baño de sangre, son algunos de los temas de la prensa durante los años noventa en Serbia, estudiados por el antropólogo de Belgrado Ivan Colovic, especialista, lleno de humor, en ese tipo de discursos. Un Klemperer podría hacer el preciso y delicado trabajo de ese cambio ideológico que le tiende una trampa a las mentes más fuertes cuando, en la sociedad civil, crece el dominio sobre el pensamiento de la ideología mortífera.6 Toda una estética de la guerra y de la muerte, de lo masculino y de lo femenino, del honor y del riesgo cambia en los países donde una guerra se avecina. Esta juega sobre los gruesos registros de las creencias fáciles, como aquellas que hacen de la violación una iniciativa interesante.
En Francia, la referencia a una tal forma de guerra se encontraría más en las tragedias clásicas que en las epopeyas medievales: relatos de matanzas “de un pueblo” o de “una raza” a las que fatalmente “un resto de sangre escapa”, expresión de Racine, ese bebé heredero del apellido y del deber de venganza salvado por un “pobre leñador”. Para Pirro, la matanza se define claramente como intento contra la sangre, es decir, contra la identidad colectiva del enemigo transmitida por la filiación (y este modo de transmisión es una evidencia no pensada).
Es la rabia y la embriaguez de la sangre lo que lleva a eliminar a los “viles rebaños”, pero en Racine, eso produce gloria: “Sólo veo torreones de ceniza cubiertos/ Aquél río hecho sangre y desiertas campiñas/… Todo entonces fue justo: la vejez y la infancia/ Reclamaban en vano salvación por ser débiles/ La victoria y la noche, más crueles que el hombre/ Nos movían al crimen y cegaban de furia/”.7 Pirro recuerda la noche de la matanza, recuerda al vengador que en su embriaguez “de sangre” hace justicia asesinando incluso ancianos y niños y la noche es más cruel que él.
La embriaguez de la sangre es algo distinto de una excitación provisional, pero tiene que ver con una doble impunidad, es decir, un doble vértigo: aquella impunidad política producida por la victoria y, aquella secretamente evidente, de la noche que posa sobre los gestos su confuso manto de invisibilidad potencial, a pesar de las antorchas y fogatas que perturban los ensangrentados ojos del héroe. La legitimidad de la venganza hace bascular al crimen del lado de la “gloria” pues es “justa” la causa de la matanza erradicadora. Pero para que el relato se cumpla, también es necesaria la escena, también son necesarias la rabia, la noche, el fuego, es decir, toda una estética en el lugar de la acción con cenizas humeantes y ensangrentadas espadas.
Algunas veces se escoge como solución el combate singular en lugar de la muerte colectiva (en los relatos trágicos como en los Western contemporáneos). También a veces el vencedor es magnánimo y perdona a la mujer enemiga, a la mujer del enemigo: si la desposa, ella le estará ligada al portar su hijo. Nos parece que el imaginario cultural de las tragedias clásicas francesas, pero podríamos también mencionar las grandes novelas de aventura del siglo XIX entre las cuales Salambo de Flaubert es el emblema magistral y que fascinan el imaginario de nuestras películas de aventuras destinadas a los adolescentes, construye un imaginario de la guerra relativamente codificado y, ya antes del siglo XX, antes del horror nazi, existe toda una estética del asesinato guerrero causado por el odio a un “pueblo”, a una “raza”.
“Yo quiero que en siglos venideros se diga un día con terror: “Los que fueron judíos fueron una raza insolente; esparcidos por la tierra, cubrían su faz. Uno sólo de ellos osó atraer el furor de Amán; en seguida desaparecieron todos de la tierra”.8 El proyecto de Amán es entonces una venganza que responde a aquello que él recuerda y que en otros tiempos les ocurrió a los suyos: “Yo se que, descendiente de esa sangre desgraciada, un odio eterno me ha llevado a armarme contra ellos (amalecita) que fueron los que hicieron de Amalec una indigna carnicería. Que hasta los viles rebaños, todo probó su rabia y apenas se salvó un deplorable resto”.9 Ese “resto” que se ha salvado es él, el vengador, el futuro vengador cuya sangre, que es “resto” y que no corrió infecunda, grita venganza…
La purificación étnica, enmascarada y caricaturizada por Milosevic, juega con este antiguo imaginario de la guerra y de la sangre, de la violación y de la filiación, donde masculino y femenino están separados, donde el odio por una “sangre”, por una “raza”, empuja al héroe a los excesos de la matanza, incluso contra los rebaños, contra los muros. Su propaganda ha sabido encontrar esta vena de las epopeyas medievales cuyo relevo se da en los estratos de producción cultural diversificados, que los sociólogos de la cultura nos restituirán, esperémoslo, y que pasa por las novelas, las canciones de Dobrica Cosic, los poemas escolares, para acabar concentrados en las consignas de los milicianos contemporáneos.
En la boca de esos jóvenes milicianos, autores en la práctica de los peores crímenes, ávidos de video, de internet, de cerveza y de Hard Rock, tales consignas resuenan de manera extraña en este cambio de siglo europeo, donde no es evidente verlos como héroes épicos a estos antiguos hinchas de los equipos nacionales de fútbol. La atrocidad misma de la purificación étnica se encontraba con la más escolar de las culturas de la guerra, la más clásica, percibida como típica de las guerras del antiguo régimen, propia de un sistema de creencias que, en principio, había caído en desuso…
Este desfase entre una época y una práctica, este eco entre las noticias de una guerra contemporánea y un imaginario cultural demasiado clásico, protegieron durante los primeros años al poder asesino al legitimar la duda, porque era demasiado creer esas historias de ciudades arrasadas y de jóvenes violadas. Luego, con las noticias sobre el genocidio ruandés, sobre las masacres en Argelia, con esta acentuación mundial de las prácticas de crueldad políticas legitimadas por los Estados, tanto en África como en otras partes (hay que leer los muy controlados informes anuales de Amnistía Internacional), y en la medida en que los años 1994 y 1995 pasaron y que tuvo lugar la aceptación mundial, en la pantalla, del sitio de la ciudad de Sarajevo, sitio que duró cuarenta y seis meses (y que constituye uno de los expedientes del Tribunal Penal Internacional) donde la población civil era el blanco deliberado, como también fue el caso del sacrificio diurno de Srebrenica donde Mladic no tuvo que esconderse en tanto una especie de aceptación de la evidencia de esos crímenes inauditos se generalizó, pues “desde todos los tiempos” la guerra es eso y la prueba está en Racine.
Es, entonces, la no-contemporaneidad cultural de los crímenes de la purificación étnica de la cual la estética parecía ser “de otro tiempo” lo que permitió la aceptación “filosófica” de aquello que uno no podía creer. Fue la no-contemporaneidad la que hizo creíble las interpretaciones de sospecha que regularmente pusieron en duda la realidad de esos crímenes y la responsabilidad de Belgrado y, al mismo tiempo, hicieron cómoda la evidencia de las guerras de los Balcanes, civiles y religiosas, en las que “esa gente” se degüella y se viola desde “hace siglos” según un antiguo modelo de la guerra que está en desuso entre nosotros. La cuestión del odio es entonces central y viene a reemplazar aquella del mal en la despolitización del análisis. La estética obsoleta de la crueldad extrema, practicada durante la purificación étnica, al despolitizar el análisis protegió al asesino.
La crueldad como máscara
El relato de crueldad se parece a una mala película, a la mentira siempre exagerada en el otro sentido de la propaganda, donde el horror y la obscenidad se inflan y exageran tanto más cuanto son falsos. La trampa de la denuncia del horror estaba en que, como dos gotas de agua, éste se parecía a la mentira de la propaganda serbia que, en espejo, intentaba probar, por medio del horror, a los serbios, que eran el objeto de los crímenes que ellos practicaban.
Esta exagerada obscenidad de la mentira de guerra hecha para dibujar un enemigo bárbaro, violador, detestable, indigno, se encuentra en las prácticas de purificación étnica reales. Como si la mentira de la propaganda, también anclada en una cultura literaria y apoyada en sistemas de creencias arraigados, por ejemplo aquellos relativos a la filiación, hubiese servido de modelo estético a la criminalidad política del Estado.
Hay una estética de la criminalidad política que circula a través de la literatura violenta nacionalista de los años ochenta en Belgrado, donde la crueldad de la historia y del mundo jugaba contra los serbios cuya desesperación era absoluta, literatura en la cual los asuntos de la filiación, de la sexualidad femenina, de los hijos y de los hermanos, de la herencia del mártir, eran centrales, como en la novela Raíces de Dobrica Cosic, el padre de esta estética de la crueldad y de la desesperación de un “pueblo”.
Las consignas de los milicianos, sus bromas, así como los relatos de las víctimas, conllevan una misma marca, un mismo estilo, y el programa de purificación étnica se presenta entonces bajo la propaganda en espejo, bajo la forma de la mentira exagerada. La crueldad es eso, la exageración de la mentira política. Copiados en espejo, los crímenes verdaderamente cometidos mimaron la mentira del Estado, pero ese coeficiente de exageración permaneció ya que el embarazo forzado, eso era demasiado, obligar al padre a comerse el hígado del hijo feto sacado del vientre de la madre viva (testimonio obtenido durante la caída de Srebrenica) era demasiado. ¡Basta! Esta exageración producida por lo falso se nota en los verdaderos testimonios en los que la atrocidad es tal que el relato resulta sospechoso. Asimismo, en razón de la atrocidad, los verdaderos testimonios hicieron plausible la versión relajada y políticamente correcta de los hechos por parte del asesino sobre el odio como causa de la guerra. Mientras que quizá este odio ni siquiera fuera el efecto y, tampoco, en Kosovo…
Contrariamente a lo ocurrido durante la matanza de Timisoara, primer rumor en imagen, donde el régimen se protegió caricaturizando y enmascarando lo verdadero, a saber, las prácticas criminales de su propia policía política –se puede entonces mentir con lo verdadero y es esta la condición de la mentira política eficaz y, por tanto, siempre perversa– el régimen de Belgrado produjo verdaderos crímenes con su falso programa, construido únicamente sobre la base de una anticipación cultural, la anticipación de su efecto de seducción sociológica tanto al interior como en el extranjero. Mientras más la mentira sobre el enemigo por construir es falsa, más el relato que denuncia sus crueldades es atroz, más esta atrocidad insoportable de escuchar en tanto que relato, más performante y “bien lograda” resulta (“si no es verdad, está bien logrado”, proverbio italiano) y el relato de crueldad “bien logrado” es aquel que clásicamente se inscribe en los estereotipos y las imágenes culturales más fáciles, más banales, las más profundas antropológicamente, es decir, aquellas que giran en torno a la cuestión de la filiación, de lo que es sagrado culturalmente, de lo relativo al culto; la violación, la sexualidad, el crimen espantoso contra el niño y contra el anciano son los peores a oír y serán el topos recurrente de todo discurso de odio, no por causa de las pulsiones, sino debido a ese mecanismo de lo falso.
La purificación étnica y el uso del sadismo y de la crueldad de baja ralea en la guerra no están devaluados ni obsoletos. Los crímenes atroces de la purificación étnica de finales del siglo XX no son el signo del resurgimiento de la barbarie en el hombre, ni la nueva versión balcánica de las tragedias de Racine, sino que, por el contrario, ese estilo de criminalidad será cada vez más la única manera para un Estado criminal de negociar la continuación de su acción.
En un mundo cada vez más unificado y moralizado en su superficie y por razones técnicas y económicas, el uso político de la crueldad permite enredar el sentido político del crimen, permite enmendar al Estado responsable que es entonces planteado como un tercero respetable, presentado incluso como demostración de la versión revisionista en tiempo real que él construye de su propio crimen. En ex Yugoslavia es la crueldad de los crímenes lo que ha servido como prueba al argumento-máscara de los bárbaros odios étnicos religiosos balcánicos y de los que la exageración protegió la práctica.
Citas
1 Basado en numerosas encuestas realizadas por la autora en ex Yugoslavia durante toda la guerra entre 1991 y 1999.
2 En Francia, el libro de Florence Hartman, Milosevic la diagonale du fou 1999, muestra los más recientes y precisos datos y referencias.
3 Testimonios recogidos por el autor en julio de 1995.
4 Tenzin Kunchap, Patrik Amory, Carnets de lutte de ma vie au Tibet, ed. Plon, 2000, p. 60.
5 “Poétique et politique: le nationalisme extrême comme système d’images”, Tumultes , 4, 1994, p. 149-177. En este artículo hemos traducido y citado numerosos textos importantes relativos al vínculo entre moda literaria distinguida, estética de la crueldad, estilo de propaganda y prácticas criminales.
6 V. Klemperer, LTI la langue du troisième Reich, ed. Albin Michel 1997.
7 Racine, J. Andrómaca. Traducción en verso de Carlos Pujol, Acto primero, Escena segunda, pp 17 y 18, Barcelona, Editorial Planeta, 1992.
8 Racine, J. Ester. Traducción de, Acto segundo, escena primera, p. 222.
9 Ibid.
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- Última actualización en 29 Julio 2017