David Manzur, historia de una obra de fantasia y misterio*
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David Manzur, historia de una obra de fantasia y misterio
David Manzur, story of a work of fantasy and mystery
David Manzur, história de uma obra de fantasia e mistério
María Cristina Laverde Toscano**
* Esta crónica emerge de entrevistas con el pintor y de investigaciones sobre su obra.
** Socióloga, Directora del Departamento de Investigaciones de la Universidad Central y de su revista NOMADAS
1. Encuentros y desencuentros de un camino hacia su identidad
Entre las diversas acepciones de la palabra maestro, María Moliner considera que es la persona de extraordinaria sabiduría o habilidad en una ciencia o arte; igualmente, está referida, «con especial respeto», a aquella de quien se han recibido enseñanzas de mucho valor, al punto que permite la frase común de «beber en los grandes maestros». Pero David Manzur, con energía rechaza para él este adjetivo; le molesta profundamente porque, entre otras razones, «lo compromete a uno con lo que aún no ha hecho». De otra parte, considera que jamás ha enseñado su oficio a otros: el arte no se puede enseñar; el artista nace, no se hace. Alguna vez fundó un taller que permaneció durante varios años y, lejos de ser el lugar de la cátedra, lo convirtió en el espacio del diálogo en equipo. No quería réplicas personales ni coartar la iniciativa de quienes allí acudían; se propuso romper con cualquier manifestación de paternalismo y optó por la mesa redonda donde con frecuencia la pregunta se traducía en la esencia de la mejor clase. Este taller transcurría ajeno a programas preestablecidos que impidieran «el milagro de cada día…». Milagro que invariablemente irrumpía como un canto a la magia de la creación. Por eso no cree en la academia tradicional ni en las escuelas de arte.
Manzur es un ser especial, amante como pocos de la serenidad, esa cómplice de muchos años encontrada tras el conocimiento de la historia del arte. Para él su obra es su vida y por ello los días transcurren en derredor de la pintura que ocupa hasta el más recóndito de sus rincones. Su taller es blanco, de techos inmensos que acogen la claridad imprescindible a su rutina cotidiana: mira a la ciudad y las montañas boscosas. En él dedica a cada cuadro las horas, las semanas o los meses que éste reclame, buscando aproximarse al ideal construído en una mente obsesionada por la perfección, por la luz y por las sombras.
Manzur es austero, disciplinado y riguroso. Enfático pero mesurado expone sus ideas hiladas en un discurso de asombrosa claridad conceptual. Ama la música como a otra de sus más íntimas compañías; por momentos pensamos que su vocación primigenia rondara por estos parajes. Podría ser la razón de que laúdes, flautas y partituras parecieran entonar aquellas melodías de sus grandes compositores. Es un artista dueño, además, de esa experiencia que otorga la vida sólo cuando se asume intensamente. Descarta la idea de construir su propio museo porque piensa que si una obra es buena, al final se impone y la historia se encargará de consagrarla en el lugar que le corresponda.
Entre las preocupaciones de nuestro artista, la defensa de los niños -aunque le aburren y no sabe qué hacer con ellos-, de la naturaleza y de los animales, está en el lugar de sus apegos. Por ello se declara opositor furibundo de las corridas de toros y de cuanto se les parezca: son los rezagos del Circo Romano y de toda la posible barbarie que le cabe a la humanidad, «es el triunfo de la inteligencia sobre la inocencia»- señala-; al igual que cuando se maltrata al menor o se abusa de los bosques y los ríos. Y ante la depredación compulsiva que agobia a nuestro territorio -sin pensar en otras latitudesse maravilla de que aún puede ser verde y bello.
Las remembranzas fantasiosas de Neira
Colombia es un país de pueblos hermosos, colmados de fábulas y testimonios. Conforme a los procesos de colonización, muchos de ellos se adueñan de aquella impronta que en sus calles y plazas, en sus viviendas y balcones, acunan la tradición de la colonia española, conservada a lo largo de varias centurias y asumida como parte de nuestro patrimonio cultural. Otros, tienen vida más reciente. Datan de mediados del siglo XIX y el sabor de su arquitectura y de las formas de convivencia que ella convoca, es decididamente republicano: son los pueblos de Antioquia, Caldas, Risaralda, Quindío, Valle… Construcciones en guadua elaboradas en armonía con la topografía que, como lo manifiesta el pintor invitado, caminante de nuestros NOMADAS, están llamadas a desaparecer si no emprendemos ofensivas culturales para preservarlas. En la fisonomía de estos poblados existen elementos sustantivos de la identidad de amplias regiones colombianas que por encontrarse en el camino intermedio, ni coloniales ni modernas, corren inminente peligro de extinción. Es preciso comprender que también hacen parte de nuestra historia y que, como tales, el cambio de estatus de sus pobladores no puede traducirse en fachadas de cemento, ruina de casas auténticas y solariegas, por años convocadoras de tantas familias en sus credos y costumbres.
A esta tipología pueblerina pertenece Neira, el sitio donde hace algunas décadas naciera David Manzur. Allí vivió hasta los cuatro años en un ambiente que recibía compañías teatrales de diferentes procedencias, contaba con notable banda musical y gozaba con las más distintas manifestaciones culturales. En su primera infancia, creció rodeado de una familia en diversos aspectos peculiar para la época. Su madre, caldense de ancestros antioqueños, fue una mujer de gran intuición artística: amante de la poesía, escribía y, en aquel tiempo, fundó con Antonio Morales -personaje legendario y caballeresco de los cuadros de Manzur- el primer teatro de aficionados en la región. Por sus recuerdos difusos de esta etapa desfilan la pianola en la casa del abuelo; la tía María, aficionada a la música y a la fotografía, y más adelante convertida en monja; la tía Teresa, también de excelente gusto musical… Seguramente aquí se anidan el carácter melómano de Manzur y mucha de su sensibilidad creadora.
Entre las evocaciones conmovedoras de estos años, alimentadas por las narraciones de la abuela, el artista encuentra una peculiar que en color de leyenda muestra lo que, a su juicio, es la esencia del ser colombiano: Neira mira hacia el “Alto del Roble», una montaña virgen, de bosques profundos y pequeños valles. Cada domingo el pueblo entero, comandado por el cura y el alcalde, se desplazaba hacia ella en torno a un sancocho colectivo; las horas transcurrían mientras contemplaban de lejos su poblado. De la misma manera a como él hoy lo contempla: «es mi visión onírica de Neira, alterada por el tiempo, por las remembranzas y por el lenguaje de mi propia madre que jamás nos habló escuetamente de él ; siempre apelaba a la fantasía». Quizás por ello el pueblo llega a sus pinturas entre las cuatro y las cinco de la tarde, cuando el sol se pone y empieza a golpear las montañas. «Tus cuadros -le decía un amigo- son como un anochecer de luna; cobran vida en el último crepúsculo».
En este vecindario experimentó las honduras de esas ceremonias y rituales inherentes a la religiosidad heredada de España, preñada de los misterios medievales de una iglesia imbuída de majestuosa teatralidad. Particularmente las procesiones de Semana Santa impresionan y asombran al pequeño David convirtiéndose en su primer encuentro con el arte: «esos desfiles interminables de figuras rígidas, acicaladas con sedas y terciopelos brillantes, caminando al ritmo de música de percusión -posiblemente desafinada- e iluminadas con antorchas, tenían para mí un aroma entre misterioso, bello y aterrador que dejó huellas… Huellas que tras la desfiguración de la memoria y la idealización que produce el tiempo se transforman en imágenes mágicas que van apareciendo en mis cuadros». Con Hernando Giraldo, su amigo de infancia, jugaban remedando estos cortejos, otorgándoles, como cualquier niño, un valor universal; lo mismo sucedía con el más nimio acontecimiento: la muerte de una paloma, la llegada de un carro, las fiestas del pueblo…
Doña Cecilia Londoño Botero, madre del artista, no congeniaba con la época. Es la «oveja negra » que hasta decide casarse con un pragmático comerciante libanés recién llegado a Neira. A más de David nace Sara, y ante la recesión económica del período el padre determina viajar con esposa e hijos hacia Africa donde trabajaban algunos de sus parientes. Sólo en una oportunidad visitan a los abuelos paternos; vivían en una región ubicada en el norte del Líbano; era un pueblo de casas de piedra, heredadas de una generación a otra, con más de tres siglos de historia inmersa en esa iconografía bizantina manifiesta hasta en sus paredes. El abuelo era un pastor con la sabiduría del tiempo, fervoroso católico maronita, cuidador de sus cabras y viñedos.
El mundo cambiaría definitivamente para este chiquillo que apenas empezaba la vida. Es el inicio de una infancia nutrida de ires y venires, de barcos, despedidas y desarraigos y de una inconmensurable soledad que le signó para siempre. En principio, llegan a las Islas Canarias y luego se desplazan hacia Bata, capital de la que hoy se conoce como Guinea Ecuatorial, región selvática y, por aquellos días, primitiva en toda la extensión de la palabra. Ingresa al kinder dirigido por monjas en un colegio al que para llegar debía atravesar bosques espesos, seguido de negritos nativos y de esos chimpancés que por costumbre eran las mascotas de las casas pobres como la suya; porque la pobreza fue su inseparable compañera de muchos años. Con frecuencia estos primates husmeaban las ventanas del aula aguardando a sus pequeños amos. Allí nació Jaime su hermano, a quien un buen día, “Mulata”, una chimpancé amiga de nuestro pintor, sacó de la cuna trepándose con él a un árbol. Todos esperaron expectantes a que descendiera como en realidad lo hizo sin ocasionar daño alguno al bebé.
Los meses transcurrían en la carencia sin límites. Cualquier juguete elemental era desconocido en la infancia de este niño que descubrió a cambio el mejor de los trebejos: pasaba las horas contemplando la mar y un viejo barco encallado hecho de herrumbre y de sombras. Cuando la marea bajaba, el envés de la proa voluptuosa y arrogante lo miraba para nuevamente esconderse cuando aquella subía; esa forma redondeada y sensual le enseñó el esplendor que más adelante reencontraría en sus laúdes, personajes perpetuos en las estancias de sus cuadros. «El barco me llamaba y yo obedecía porque decidí ser su capitán -enfatiza Manzur-. Al caer de las tardes, progresivamente y a nado exploraba sus entrañas apropiándome de él… Lo disfrutaba con desmesura hasta el momento en que en uno de sus compartimentos, de frente, me encontré con el esqueleto de un hombre recostado, solitario, cuya cabeza era una esponja verde… Mi fascinación fue total porque sin temor percibí una forma de perfección desconocida, poseída por la soledad absoluta». Ya no fue más su capitán porque éste se marchó con el niño de entonces. Empezó el camino de un ser acosado por las imágenes bellas y fantasiosas que le regalara su barco; esas que, sin lugar a dudas, recrea teatralmente en su pintura…
Neira se le perdía en el recuerdo a no ser por las historias que de vez en cuando relataba su madre, convirtiéndoselo en el «país mágico» -que no el pueblo- donde todo era hermoso y nada malo sucedía a pesar de los recuerdos tenebrosos de aquellas figuras rígidas en procesión. La especulación poética de doña Cecilia era la causa de que todo lo condujera al terreno de la fantasía. El teatro de Antonio Morales y la leyenda de San Jorge y el Dragón los recibía envueltos en infinidad de imágenes que confundidas no lograba ubicar. Son reminiscencias, origen de muchos cuadros con ese Neira mágico de fondo; es el homenaje al pueblo con sus antenas, sus afiches y sus señales contemporáneas; el homenaje que otorga a los pueblos republicanos de nuestra Colombia.
La soledad de los claustros medievales
No alcanzaba los diez años cuando sus padres deciden internarlo en un colegio de las Islas Canarias regentado por padres claretianos. Quince días demoraba el viaje en medio de las escaramuzas de la guerra, otra de las constantes de su infancia y adolescencia en tanto creció en medio de la segunda conflagración mundial. «Aún cuando uno a esa edad -subraya el pintor- no sabe lo que es la felicidad o desconoce el significado del estar mejor, sí sentí que las condiciones del internado eran miserables».
Académicamente el colegio tenía fama pero la disciplina era irracional, la severidad transcendía hasta lo innecesario y la austeridad era total. España atravesaba por una de las peores crisis de su historia y ello se reflejaba hasta en el tipo de comida que podían consumir; con mayor razón en un colegio pobre como el suyo: «La alimentación era atroz -y con humor exajera-, comíamos suela de zapato, tacón viejo, piedras adobadas con cebo de marrano muerto o, de vez en cuando, uno que otro cadáver sospechoso. !Y el gofio!. Esas horribles bolas de maíz molido con sal que ya nadie prueba en España porque hasta les trae malos recuerdos». Sin embargo, él jugaba con la luz que iluminaba su plato colándose a través de las pequeñas ventanas del comedor.
El colegio era lo más parecido a una cárcel: Una armadura de cemento antigüa y ensombrecida, desprovisto de árboles y colmado de soledad. Corredores en piedra desapacibles y lúgubres. Las únicas distracciones posibles, el frontón y ver jugar fútbol los domingos, deporte que para nada le interesa; en aquella época lo veía como el simple ejercicio de la fuerza bruta sin ninguna expresión de inteligencia. Así se lo hizo saber algún día al tenor Alfredo Kraus -quien estudiaba en el mismo colegio- y a cambio recibió dos bofetadas. Sobre seguro que estas experiencias moldean sus pinturas de futbolistas sin cabeza, a pesar de que hoy piensa diferente; tanto que desde antes de la muerte de Andrés Escobar viene preparando una obra sobre este jugador. Será una más en su historia de mártires y martirios.
David gozaba observando los barcos y aviones de guerra que a diario circundaban el lugar: los dibujaba y, a cambio de juguetes, en el papel se apropiaba de ellos. La guerra tenía su encanto para él y sus compañeros. Durante muchos meses permaneció en el puerto el barco Italiano «Duchessa de Ostra». Algunas veces lograban escaparse del colegio, jugaban recorriéndolo y recibían chocolates de sus marinos. Una tarde se lo llevaron y la tristeza fue total porque con él le arrebataron los dulces y el único juego que lograba atraerle. Cuando había bombardeos los llevaban al refugio construído especialmente en la isla; allí, a más de no recibir clases, les daban una mejor alimentación. Cada vez que sonaba la sirena alborozado corría con estudiantes y profesores.
En el verano, todos se marchaban a sus casas y él debía permanecer enclaustrado: sus padres vivían muy lejos y no contaban con el dinero para su viaje. Deambulaba sin compañía por esos claustros pedruscos o iba a la playa cuando se lo permitían: «hablaba solo o con mi sombra -nos revela- y me sentía hijo de nadie en el abandono absoluto; era la rotunda soledad donde el concepto de mamá no sonaba para nada y menos aún el de familia».
La vida escolar transcurría bajo el régimen de un catolicismo amenazante e inquisidor. Diariamente se rezaba el rosario que le aburría por completo. El rezo, además, era el castigo ante cualquiera de las faltas que a menudo cometía: se vengaba del encierro y la melancolía molestando a los compañeros, incumpliendo en las tareas o dibujando a los profesores desnudos y en ademanes comprometedores. Al final… se recuerda de rodillas sobre granos de maíz o piedras, recitando letanías y oraciones vacías impuestas por el oscurantismo.
No obstante, paradójicamente, la religión fue su refugio y el lado amable de tanta pesadumbre. Las misas provocaban su fascinación: embelesado escuchaba sus cánticos, la música solemne del órgano y el momento de la consagración que, a su criterio, guarda infinita majestuosidad. Se maravilla ante las historias sobre la Virgen, la iconografía y la música que le circundan. En el refectorio, las comidas transcurrían entre el mutismo de los estudiantes y las lecturas solemnes de vidas de santos generalmente envueltos en el misterio purificador: cabezas cortadas, dagas, flechas y lanzas atravesando corazones; hogueras, sangre, muerte, dolor… Por allí transitaron Santa Teresa, Santa Juana de Arco, San Sebastián, Santa Tecla, San Jorge… El padre leía con intención sagrada y mística enseñando la sabiduría divina encarnada en el instrumento del suplicio. «Más adelante, como pasó con la leyenda de San Jorge y el dragón, el tiempo con las fantasías que anidara mi madre, idealizó estas leyendas y me las devolvió en mil formas distintas».
David Manzur reconoce el papel determinante de la religión en la historia del arte: el teatro medieval, grandes compositores, la pintura elaborada al servicio de sus iglesias… Por esto le aflige la pérdida del ceremonial y la ritualidad que le otorgaban un sentido mágico, sereno y esperanzador por el que fácilmente se llegaba a Dios; porque «el hombre siempre ha buscado a Dios; va tras ese gran misterio que existe más allá del lugar de la ciencia…».
Quizá por lo anterior una de las experiencias más entrañables de su vida fue el encuentro con Juan Pablo II en su visita a Colombia. El Presidente Betancur le pidió pintarle un cuadro que el artista personalmente le entregó: «Me enteré -le dijo al Papaque usted aprendió español con la poesía de San Juan de la Cruz y, posiblemente leyendo a Santa Teresa. Por esto y por el impacto que provocó en mí la Santa Teresa de Bernini en Roma, quise elaborar ésta para su Santidad ». Juan Pablo II le respondió: «A tí esta Santa Teresa no te viene de Roma; te viene de Castilla». Ciertamente es la influencia de esa iconografía religiosa que indirectamente llega a América a través de la Colonia.
En la religiosidad de su infancia fue encontrando inmensas maravillas en las cuales no descarta su propia temática. Fueron años de congoja de los cuales logró salir sin resentimiento pero sí receloso y desconfiado. Amó a su madre pero el sentimiento de abandono lo marcó para siempre porque le impidió conocer el calor del hogar. Cuando regresó a Colombia a los diecisiete años, la familia se le convirtió en sinónimo de aburrimiento y de tedio. Ante la pregunta sobre su hipotético presente si hubiera permanecido en Neira, sin vacilaciones responde: «Pienso que no pintaría en grises sino en amarillos alegres; sin embargo, no concibo mi vida distinta a lo que ha sido. ¡Incluidos el internado y el gofio!».
Tal vez la severidad, la austeridad y la religiosidad castigadora de aquellos tiempos guarde alguna relación con la definición que del artista hace Hans Ungar -su gran amigo y persona de inmensos aportes a la cultura colombiana-: «Manzur es un hombre gótico». A más de identificarse con este período medieval, de sentirse atrapado en su arte, posee la sensibilidad que conduce su espíritu tras la amalgama entre belleza y misterio, evocadora de la obra manzurina. No hay imitación del arte gótico; más bien es la psicología del hombre gótico.
El retorno a un país de ensueños
Su madre, separada desde años atrás de ese padre ausente, decide el retorno al lugar que pervive en la ensoñación fantasiosa de David Manzur. Este joven se sorprende al encuentro de un país hermoso, colmado de verdes y gamas multicolores que resplandecen a mamparo de nuestros soles y lunas. Tenía diecisiete años cuando, continuando la errancia, se marcha hacia Armenia, donde un tío era conocido sacerdote de la región. En el colegio de los Hermanos Maristas concluye el bachillerato y determina regresar solo a Bogotá. Realmente la familia era un concepto vacío que ya para nada le interesó.
Ingresa a la Escuela de Bellas Artes teniendo como profesor a Gómez Jaramillo y compartiendo clases con Alfonso Mateus -gran pintor, desconocido en Colombia por su permanencia en Alemania-. Desde los primeros meses comprende que las aulas tradicionales son ajenas a sus inquietudes y al mundo que empieza a construir. Por aquel entonces se funda en Bogotá la Escuela de Arte Dramático que lo acepta como alumno fundador. El teatro será por siempre una de sus grandes pasiones que por años disfruta, hermanado con la pintura y la música, esa amiga de todas las horas.
Logra alquilar un pequeño estudio-habitación en la calle veinte con carrera quinta. Es la terraza de un viejo edificio, concebida para alojar al servicio doméstico. Allí pinta con fervor pero intuitivamente pues su única referencia artística es la música; ella alimenta el espíritu mitigando el hambre de su pobreza. Las Canarias, el colegio, el encierro, la soledad, con- curren emotivamente como temas concebidos en la inmadurez de sus veinte años: «Sentía que eran obras importanes y buenas. Hoy, me parecen aterradoras». Así empieza a preparar su primera exposición, realizada luego en el Museo Nacional.
La vida de este artista, acaso en compensación a tantas carencias, comienza a transformarse propiciando las condiciones que le permitirían entrar por la puerta grande del competido mundo del arte. A través de un amigo, encuentra a una mujer extraordinaria hacia quien guarda inmensa gratitud. Emilia Ayarza es uno de esos seres fortuitos en el trasegar de la humanidad: inteligente, vital, generosa, sensual, fascinante… Además destacada poeta y escritora. Su casa es el espacio que acoge y convoca a intelectuales y artistas de la Bogotá de entonces. Allí conoce a Alejandro Obregón, a Enrique Grau, a Dora Castellanos, a León de Greiff, a Arturo Camacho Ramírez, a Omar Rayo, a Carmelina Soto, a Juan Lozano, a Silvia Lorenzo, a Jorge Zalamea… Todos queridos amigos del artista. A Andrés Holguín y Jorge Rojas, los conocería luego por intermedio de Luis Antonio Escobar, otra de sus más cálidas amistades. Si estos últimos no asistían a las tertulias sin fin de Emilia Ayarza era porque no pertenecían al «grupo de El Espectador», periódico en el cual ella escribía y con el que mantenía estrechos vínculos familiares; en ese grupo quedaban matriculados quienes disfrutaban el ambiente maravilloso de este centro cultural, en el que Manzur extasiado escuchaba discusiones por las que, en la magia de la palabra, transcurrían la novela, la poesía, la música, la plástica, la política, la historia…
Tal era la calidad humana de Emilia que frecuentemente llegaba a las guardillas paupérrimas de sus amigos artistas e intelectuales llevándoles mercados y elementos que pudieran necesitar. Nuestro pintor jamás olvidará el día en que arribó a su territorio, conduciendo motocicleta, con las cortinas descolgadas de su casa que permitieron vestir las ventanas del ruinoso estudio. Por algo Alejandro Obregón le decía alguna vez a Manzur: «Nunca le hemos hecho un homenaje a esta mujer, uno de los pedestales más importantes del arte y la cultura en colombia». Infortunadamente, jamás se lo hicieron…
Ella lo presentó a El Espectador, diario hacia el cual Manzur tiene reconocimiento perenne: siempre le ha brindado su apoyo. En aquella oportunidad, antes de su primera exposición escribieron elogioso artículo sobre la obra del joven pintor: «tiene madera -decían-; su trabajo está lleno de posibilidades». Por esos días, igualmente y en otro escenario, le presentaron a Calibán quien, tras visitarlo personalmente en su humilde taller, anuncia la exposicion en su «Danza de las horas». Por estas circunstancias diversas acudió mucha gente y el primer cuadro lo vendió en mil pesos a don Miguel Planas, dueño del Palacete que hoy ocupa el Club Médico y gran coleccionista de arte figurativo.
En este ámbito su afición por la lectura se torna en parte de sus apetencias: de Julio Verne y Edgar Allan Poe fueron los libros de cabecera en el primer período; le interesa luego la obra de aquellos pintores-escritores como el poeta del prerrafaelismo, Rossetti; más adelante, Balzac, Víctor Hugo y la ciencia ficción de Arthur Clarke. Desde hace algunos años, en Marcel Proust encuentra significaciones psicológicas y metafísicas que le seducen, en particular, «En busca del tiempo perdido». Y el teatro le obsesiona. En 1955, Hernando Salcedo y Manuel Drezner deciden montar la «Historia del soldado» de Stravinski: Manzur es el protagonista; en uno de sus ensayos conoce a Marta Traba, «una persona a quien quise mucho a pesar de que durante años cuestionó mi obra. Fue, más bien, una querida enemiga» -advierte el pintor-. Más adelante actuó en diversas obras bajo la conducción de notables directores.
Estados Unidos: un país al que le debe todo
En ese año realiza también su tercera exposición. A ella asiste un ciudadano canadiense residente con su esposa en Estados Unidos, quien busca al artista, compra algunos cuadros e inician una amistad que le permite afirmar: «es la primera persona en el mundo que realmente se interesó por mí». Le ayuda a conseguir una beca y el primero de enero de 1956 David Manzur inicia sus viajes comenzando por Estados Unidos. En años posteriores, Europa sería motivo de múltiples visitas en las que recorre una y otra vez sus museos apropiándose de los misterios infinitos del arte eterno. Al llegar a Norteamérica, “me encontré con un país donde todo es amable, donde hay respeto, aceptación y estímulo. A Estados Unidos, y lo digo con absoluta claridad, le debo lo que soy: mis estudios, mi contacto con lo mejor del arte, con la música. Jamás lo he sentido como el lugar de lo pragmático, según muchos afirman. Voy en busca de lo cultural y logro lo maravilloso: las mejores y más disciplinadas orquestas; las más importantes exposiciones; los más estupendos artistas contemporáneos; los más destacados museos y galerías. Siempre viviré en Colombia pero necesitaré viajar a este país admirable que permite nutrir mi espíritu. Es el mundo de la alegría, de la belleza, de la libertad…».
Vive con una familia de inmigrantes judío-rusos, residentes de Norteamérica por muchos años; de ellos recibe el afecto y la bondad que nunca había tenido. En compañía de sus amigos canadienses acude a los mejores conciertos. Una noche asistieron a la opera «Sansón y Dalila», dirigida por Pièrre Monteaux y en el camerino le presentaron a este magnífico director ya anciano. Así mismo, entra en contacto con otros famosos músicos norteamericanos y empieza a comprender el sentido profundo de la música. Entiende que el oído no se puede saturar porque se llega a la memorización que acaba con el encanto de la obra y ello conduce a su muerte. Eso le sucedió con Chopin y Liszt: los escuchó hasta el cansancio y terminó odiándolos. Sólo pintando a «San Sebastián» retornó a ellos, reencontrándose en la magnitud de estas creaciones. A partir de estas experiencias fue entendiendo también que el hecho de oir música implica un trabajo tan demandante como el analítico y que por ello, igualmente, debe dosificarse. Pero, por sobre todo, la asumió como el arte abstracto por excelencia donde se pueden condensar sentimientos tan abstractos como la ansiedad, la soledad, la tristeza…
Se sorprende con Vaughan Williams y el manejo medieval de sus coros y melodías; pero Bach continúa como el maestro de maestros, acompañándolo en sus más distintas circunstancias. En años posteriores, Mahler ocupa lugar especial: «no logro poner en palabras las razones, pero me siento muy cercano a sus sinfonías; me provocan impulsos o imágenes visuales. Es muy curioso, guardan relación con mis estados de ánimo. La Quinta Sinfonía, por ejemplo, es sólo para cuando el sol se pone…»
Se matricula en The Art Student´s League de Nueva York. Estados Unidos vive el apogeo del arte abstracto expresionista o pintura de acción, una de las propuestas más importantes del siglo XX. Por aquellos días muere Jackson Pollock, padre de este movimiento. Manzur no es aún consciente de su trascendencia. En ese momento, cuando él fervoroso trabaja en la figuración o en lo que llama su «narrativa», no se concebía un buen pintor que no perteneciera al abstracto. Se entró en él sin mayor raciocinio, «simplemente porque se conocía la fórmula, aunque se ignorasen los contenidos. Manchones alegres, carentes de consistencia. Por supuesto, con honrosas excepciones, utilizadas por los avivatos que sin el menor empacho intentan apropiarse de cuanto hacen los pocos grandes» - enfatiza Manzur-.
En 1958 regresa a Colombia y continúa su trabajo, guiado por sus conocimientos y pasiones crecientes sobre la historia del arte; cercano a sus naturalezas muertas que «siempre tuvieron para mí un sentido de lo inmediato como forma». Pintura decorativa, de ornamentación -conforme lo señalan algunos críticos-, realizada al óleo sobre lienzo o madera; elaborada con elementos muy figurativos y simples -vaso, flor, jarra, copa o granadillaque aparecen como personajes relativamente planos. Se reconoce la influencia de Obregón en los núcleos de luz al servicio del claroscuro. Por muchos años un foco iluminará como eje esa composición integradora de formas, sin pretender subordinaciones de ninguna índole. El detalle y la totalidad dialogan en el equilibrio otorgado por la geometría, exigiéndole a las frutas y flores delicadas el contrapunto con las formas duras de la mesa que las soporta, de la pared o del piso. Todo en el encuentro armonioso y mágico de la luz y la sombra manzurinas; porque ya en esa época empezaba a ser dueño de su «yo», de su propio lenguaje en el que el tema está sujeto a la manera de su tratamiento. Según Rubiano, sus cuadros adquieren identidad en Colombia a partir de la estilización de sus figuras, conforme a las tendencias del arte latinoamericano, tras la influencia del cubismo de los años veinte; ese cubismo que pretende mostrar cómo la descomposición de las representaciones en pequeños segmentos, a la postre, resultaba amable y bella.
Durante este período realiza diversas exposiciones en el país; dos de ellas de especial relevancia en la Biblioteca Luis Angel Arango. En mil novecientos sesenta y uno participa en el Salón Nacional de Artistas obteniendo uno de sus premios. A este Salón asiste José Gómez-Sicre, Director del Departamento de Artes Visuales de la OEA; conoce su obra y le invita a participar en una exposición de este organismo internacional. Este había sido el escenario de salida de artistas como Botero, Villegas, Grau y Obregón. Una notable crítica norteamericana, Leslie Ahlander en el Washington Post, hace una grata apología de su obra que, sin lugar a dudas, marcó la pauta en el éxito de la muestra: se vendieron todos los cuadros el primer día. Son las razones de que por dos años consecutivos ganara la beca Guggenheim, otorgada por la Fundación del mismo nombre.
De la geometría romántica a la astronomía
De nuevo en el país del norte, empieza a comprender la magnitud de las propuestas del abstracto expresionismo que, paradójicamente, inicia su derrumbe en el imperio del arte pop. Y comienza uno de los períodos de confusión en el proceso de nuestro artista: «Siento que mi curva cultural es diferente a la de un país poderoso e industrializado donde todo es gigante como lo son las propuestas del arte abstracto expresionista y encamino mi trabajo hacia lo que he denominado la “geometría romántica”: fundamentado en la geometría, en lo cerebral pero dando cabida a lo romántico de mi espíritu, a lo emocional; ligado a esa sensibilidad tan cercana a lo impreciso». Realiza homenajes a los grandes maestros del Renacimiento, tomando algunos de sus puntos de partida pero llevándolos al terreno de la geometría, soporte de la forma esencial en la obra. No son cuadros figurativos. Más bien, resultan sustitutivos de la realidad pero en intimidad con ella. El sentido del paisaje del bodegón está presente. De ellos existe una serie de treinta bocetos que ama inmensamente porque, a su juicio, aquí se encuentra la esencia de cuanto realiza actualmente. Por eso Diego Franco, un ser sensible y maravilloso amigo y compañero de muchos momentos, los conserva con infinito aprecio.
Es su acercamiento a la abstracción como esencialización de formas concretas; jamás como abandonando al objeto. Renuncia en tanto a su «narrativa» y comienza a trabajar sólo con planos. Nunca pensó ser un artista abstracto: cada obra concebida, era guiada en su desarrollo por una forma figurativa. Personajes frecuentes de sus cuadros se recrean en esta nueva perspectiva en donde adquieren transparencia; los colores manchados se tornan agrisados, sugiriendo la luz, la sombra y el volumen, mientras las formas planas van quedando atrás. Nuevas texturas colman las superficies dotando a los cuadros de esa homogenidad en la que las formas y el fondo juegan cadenciosamente.
La crisis del arte abstracto expresionista es total. En destacados titulares, hasta John Canady, el gran crítico norteamericano, anuncia su caída en el New York Times, señalando que las obras escondidas en los desvanes del siglo XX, pronto harán su aparición. Y, como lo asevera nuestro artista, así fue: a los pocos meses el Museo de Arte Moderno de Nueva York presenta una gran exposición de Gustave Moreau -maestro de Matisse, entre otros-, quien había sido proscrito por la crítica, sometido al ostracismo. «Con él -indica Manzur- revive el movimiento figurativo. En el arte, al final lo bueno se impone.
En medio de la confusión de aquel entonces, recuerda la conversación que en un café de Nueva York sostuvieron con el crítico uruguayo Meneguetti y el Maestro Fernando Botero, quien visionariamente impugnaba el abstracto como única forma posible en el arte. Indudablemente, representa un gran atractivo como alternativa de expresión ajena a las exigencias de la representación, como estrategia de acercamiento a la realidad íntima de las cosas y del espacio que los circunda y también como posibilidad de nuevos materiales. Pero Manzur sabía que esa no era su perspectiva; tampoco lo era la sugerida por la moda del momento: no se podía imaginar siquiera recreando una de las latas de sopa de Andy Warhol o realizando una serigrafía de Marilyn Monroe.
Inmerso en la crisis se encuentra de pronto con un aviso sobre los cursos de la Escuela de Astronomía de Chicago y, tras solicitar el debido permiso a la Fundación Guggenheim, se matricula en uno de ellos. Eran finales de mil novecientos sesenta y tres. No quería saber nada de arte y optó por la ciencia. «Y me fué como a los perros en misa. Anhelaba encontrarme con los planetas y esas maravillas del universo con las cuales empecé a soñar desde mis lecturas de Julio Verne. Y me enfrento a un rigor peor que el del internado de las Canarias; todo eran altas matemáticas en un momento en el que se empezaba a hablar de computadores. En una ocasión pregunté a un profesor si era posible la existencia de habitantes en Marte. Su respuesta fue categórica: “sea serio o retírese. La ciencia sólo puede aceptar lo comprobado”. Yo era artista y querían arrebatarme la especulación y la fantasía. Entonces, el mundo se me cerraba aún más». Fue uno de los momentos críticos de su proceso creador.
Naun Gabo: un maestro que a la postre le cambió la vida
En los inicios de mil novecientos sesenta y cuatro asiste a una exposición en la que Naun Gabo, de quien apenas conocía algo de su obra, dicta una conferencia que por los planteamientos y el magnetismo de aquel, le cautivó. Al fin y al cabo está ante uno de los genios del constructivismo: su fundador en Rusia, junto con Tatlin y con Malevich. Gabo gestó el cinetismo del siglo XX: en mil novecientos pinta un paisaje sobre un disco que pone a girar en su victrola de la RCA Víctor y se le convierte en algo diferente. Es el artista que cuando se enfrenta al «Pájaro en espacio» de Brancusi -una escultura estática que sin embargo vuela en el movimiento magistral de su inclinación- siente que llegó la hora de entrar en el «movimiento real». Por ello en 1920 concibe su varilla vibratoria movida por un motor escondido en la base de una escultura. Pero despreciaba esta obra: no podía aceptar que el motor no fuera estéticamente parte de la escultura, cosa que en pocos años logrará Duchamp, alcanzando la cinética perfecta.
David Manzur se acerca a Gabo aquella tarde, solicitándole le permitiera estudiar con él: «yo no dicto clases -le respondió- pero puede venir a mi casa cuando lo desee». Así lo hizo y se encontró con una familia ruso-judía estupenda que con inmenso cariño lo acogió: «Le caí en gracia a Myriam, su esposa. La gente judía ha sido muy especial conmigo. Soy de origen libanés-árabe pero adoro a los judíos. Han sido mi apoyo de todas las horas; empezando por la fundación Guggenheim. Myriam me recibió con el afecto de la típica madre judía que es igual al de la madre árabe. Por ese afecto terminé de ayudante de Gabo. Nada de alumno. Era bravo, riguroso y exigente como el que más… Su casa, adicionalmente, era todo un espectáculo: la tapa del inodoro era pintada por Dalí; el techo por Chagall -pariente de Myriam-; la manta de la cama -que imaginé elaborada por una tía vieja- era nada menos que de Fernand Léger… Y la Paloma de la Paz de Picasso, dedicada a Gabo…»
Este escultor ruso laboraba con hilos de nylon y en sus diálogos permanentes, en sus reuniones con otros grandes de la época, enriquece a nuestro pintor. Conversan sin límite sobre la historia del arte y su proceso en el siglo XX y comparte con él mil experiencias de su trabajo creador. En este ambiente reencuentra su proceso, mermando la angustia del trance. Conscientemente era dueño de la carga emocional mística-religiosa española, anidada desde la infancia, trascendiendo sus distintas etapas.
Durante estos años pinta numerosos cuadros en la perspectiva de abstracción que venía trabajando; el bodegón cobra relevancia incorporando paulatinamente instrumentos musicales entre los cuales el laúd, sensual y bello «como la barriga de ese barco hundido al revés, como una sandía o una redondeada forma humana», hace su aparición, convertido en personaje incesante de períodos y temas. Utilizando técnicas mixtas que le aproximan a sus ensamblajes, acude al uso de materiales de desecho que mezclados con la pintura otorgan a la obra una apariencia distinta; los colores y esos materiales adheridos sugieren luces, sombras y volúmenes en los que cada obra adquiere dimensiones fantásticas.
Ensamblajes que conducen a la ingeniería inútil de sus hilos
Manzur vuelve a Colombia en mil novecientos sesenta y seis rodeado de muchos de sus cuadros que expone en la Luis Angel Arango propiciando elogiosos comentarios. Continúa su pintura con los temas y técnicas que traía; los nuevos conocimientos de astronomía preservaron su amor por el universo obligándole a instalar en su estudio un telescopio de largo alcance; desde allí cada noche contempla la luna y las estrellas que nos circundan y las convierte en motivos de cuadros en grandes formatos. Son verdaderas construcciones geométricas de partes superpuestas y formas orgánicas que permanecen, y con superficies evocadoras de pequeños cráteres. A fines de la década las obras se van simplificando; los planos se diferencian del color uniforme del fondo que adquiere la apariencia de imponente telón. Temas sobre ciencia ficción ocupan parte de sus inquietudes: ovnis, naves espaciales, aves mecánicas…
Hacia 1966, en definida aproximación hacia Gabo, entra de lleno al constructivismo. Preludia la belleza en la precisión de las cosas. «La estructura geométrica es lo más importante, las formas de la composición saltan de la superficie y se refuerzan con la sombra, mediante mecanismos de ensamblaje. Los colores son planos y corrientes de hilos atrapan la luz. Me lanzo a la ingeniería inútil de mis hilos» -explica Manzur en uno de sus libros-. En esa “inutilidad”, desde entonces, encontrará la mejor definición del arte: si artistas como Cesan o Chamberlain aplastan un automóvil y lo colocan en el pedestal de un museo, es porque el objeto perdió toda su utilidad inmediata, adquiriendo una dimensión misteriosa que no es nada diferente al arte. Si el carro volviera a andar, se acabaría el misterio y allí moriría la obra de arte. Para no caer en el terreno del artista ruso, Manzur mantiene firme su referencia al cuadro: hilos de nylon que le atraviesan horizontal y verticalmente enalteciendo el misterio de figuras geométricas ubicadas en el centro de maderas y lonas. Y algo prodigioso sucedía a nuestro artista: «Lograba alcanzar la luz con mis hilos y allí estaba vivo el sentido de lo místico».
Amigos que conocían de computadores le ayudan en sus ensamblajes en tanto éstos involucraban conceptos de alta ingeniería: cálculos, resistencias, tensiones… «Un hilo de nylon de un metro -explica Manzur-, al templarse puede ejercer una tensión de una libra; cinco mil hilos equivalen a dos toneladas y media. ¿Te imaginas cómo debía ser el bastidor?. Había que realizar cálculos según el diseño».
Su taller continúa como el espacio que congrega a jóvenes y adultos interesados en el arte. Algún día deciden con Ana Vejarano de Uribe destinar uno de sus salones para que Marta Traba, al margen de la cotidianidad del lugar, dictara ciclos de conferencias dirigidos a intelectuales y artistas. Marta despertaba gran interés y fueron muchos los asistentes. «Ella llegaba antes de la conferencia y subía a mi estudio, ubicado en la parte alta de la casa, tomábamos café y conversábamos mientras trabajaba en mis “hilos inútiles”; no desaprovechaba oportunidad para criticar y echarme vainas. En alguna oportunidad, paradójicamente, me ayudó a sostener los hilos de una de mis construcciones… Le guardé siempre enorme afecto y admiración y hasta me acostumbré a sus visitas».
Sus ensamblajes constructivistas eran obras de inmensa belleza que, no obstante, dejaban en el artista un enorme vacío: el vacío de la obra tan rígidamente programada que al final le negaba las sorpresas. En otras perspectivas del arte el impulso no permite el análisis en el proceso y se concluye el cuadro sin comprender muchas veces cómo se logró. Y eso es muy importante para alguien de la sensibilidad de Manzur.
Con una de estas obras, en 1970 gana el Premio Gobernación de Antioquia, Segunda Bienal de Coltejer. Dos años después, durante la administración Pastrana, se le encarga un mural para el Club de Empleados Oficiales. Realiza el proyecto pretendiendo retomar la cinética pasiva de Calder para que su espectador girara no trescientos sesenta sino ciento ochenta grados en torno a una pared de noventa metros cuadrados. Eran treinta y seis mil hilos de acero. Quería agotar todas las posibilidades conocidas por él sobre la tecnología del constructivismo. Veinte módulos de acero en láminas que partían de la pared irrumpiendo en el espacio con apariencia tridimensional. El desarrollo de la propuesta coincide con la invitación a un viaje cultural a los Estados Unidos, hacia donde se desplaza con la maqueta y los bocetos de su proyecto.
Crisis y reencuentros de un dibujante orgánico
Le presenta a Gabo la propuesta de su mural «Elementos del progreso »; él para entonces había recorrido ochenta y seis años de su vida y con inmenso afecto, como un padre, manifestó su interés: «El proyecto no es sólo una bella creación sino un alarde de ingeniería. Sin embargo, por lo que conozco de tí y de tu trabajo, considero que lo que hay en tí es un dibujante orgánico, romántico, impredecible. Más que un ingeniero. Si vas a seguir con esto, temo que estás llegando a los límites y vas a tener que saltar a la tridimensionalidad absoluta. Si yo tuviera tu edad, volvería a dibujar y retornaría a lo impreciso en donde sabes que comienzas pero ignoras cómo vas a terminar. Saca todo lo que de español pueda haber en tu sangre y pinta. Vuelve a los dibujos de Rafael, de Miguel Angel… No le temas a lo que estéticamente pareciera ir en contravía del momento. Retoma el dibujo como cualquier principiante». David Manzur era ya dueño de una tradición, de un nombre y no lograba asimilar los consejos del Maestro. Se sintió decepcionado. «No podía creer que me invitara a dibujar cuando yo pensaba, como muchos, que el arte estaba libre de los prejuicios renacentistas y dibujísticos. Pero él era un vidente…». Ejecuta el mural, logrado como una obra de imponente esplendor, comandada por un sistema de luces móviles que le otorgan sensación de movimiento al conjunto de piezas e hilos distribuídos en tres secciones.
Fue la segunda gran crisis de su proceso. Un año largo le llevó comprender las honduras de lo sugerido por Gabo. Sumido en el desconcierto comienza dibujando en forma de lecciones en su taller hasta que con espontaneidad empieza a encontrar la respuesta; desentraña las inconmensurables posibilidades del dibujo llevándolo hasta la forma donde de una vez se garantiza el uso del espacio. En este caminar llega a sus grandes bodegones de mil novecientos setenta y seis, uno de los cuales aparece en una revista de arte latinoamericano. A los pocos días, recibe una carta de Marta Traba, residente por esos años en Caracas: «Por fin estamos de acuerdo. Esto es lo que esperaba de tí». Fue un estímulo para el pintor quien, además, ya sentía que de nuevo su rumbo se iluminaba.
Por esos días Traba viene a Colombia y en una larga caminata por las montañas que rodeaban su estudio de entonces, conversan sobre el arte, los artistas contemporáneos y sus cambios. Analizan la permanencia de algunos y la vulnerabilidad de muchos que careciendo del talento o la madurez suficientes, en un momento determinado la crítica los ensalza ocasionando daños irreparables a sus procesos.
Así llega Manzur a esta nueva y decisiva etapa de su desarrollo artístico. «El dibujo que siempre fue el punto de partida en todas mis experiencias anteriores, se convierte en meta definitiva. Los ajustes de color y forma son más precisos en mis pinturas y encuentro todas las soluciones que antes perseguía por otros caminos » -señala en una de las anotaciones a sus cuadros-. Arriba a la conclusión definitiva de que el dibujo es para las artes visuales el testigo más cercano del pensamiento humano: «El pensamiento es esencialmente fugaz y debe plasmarse de inmediato en el dibujo que permita la frescura de la idea. Pintar viene después». En principio fueron dibujos sujetos más a la mecánica que a la intuición libre del arte. Hasta cuando descubrió que la línea es infinita, que el dibujo es en sí mismo un lenguaje jamás agotable, a pesar de Rafael, de Ingres, de Picasso… Que nada puede ser más fiel a la mente que él y que la razón sin la emoción es imposible en una gran obra de arte.
A pesar de estas aparentes rupturas -ocasionadas porque nunca le ha temido al cambio y menos cuando siente agotadas las contingencias de una opción- y de «otras pequeñas revoluciones contra sí mismo», la geometría atraviesa etapas como esa constante que estructura sus cuadros, unificados por principios de apreciación y de especulación sobre los elementos reales: Son constantes también dos inquietudes fundamentales pertenecientes a la esencia de su creación: la recuperación del pasado y su interés por los avances científico-tecnológicos; por ello el romanticismo logró amalgamarse con el rigor del constructivismo, acogiendo en la entraña de sus obras la fantasía y el misterio concebidos al amparo de sus luces y sombras. «En un artista -señalase repite un poco la historia del arte. Tiene momentos de primitivo, de apoteosis, de gran refinamiento y de decadencia. La historia del siglo XX repercute bombardeándonos con innumerable información. Es la gran diferencia con los pintores clásicos que avanzaban aislados en sus talleres. Ya no se puede hablar de arte local. Todos vivimos en función de la universalidad. Botero utiliza temas locales pero está haciendo una pintura universal, como Obregón, como Grau… Otro de los artistas al cual debo un homenaje, porque además es un gran amigo…» Manzur, ciertamente ha transitado por los distintos procesos del siglo XX, desde el expresionismo hasta su figuración de hoy.
De las estancias a las escenas historiadas
En la década de los ochenta el lenguaje manzuriano logra presencia inconfundible. Se aproxima a la madurez, como él lo asegura, cuando empieza a reconocer los defectos en su propia pintura, buscando aquellos recursos que le permitan nuevas soluciones. Por eso muchos cuadros los percibe incompletos, fríos. Es consciente de la distancia entre el acto mental de concebir una obra y el acto físico de llevarla al lienzo. Comprende cuánto le falta aún, pero sabe que es él y conoce el camino que no debe seguir. Admira lo de otros pero acepta las diferencias y entiende que lo suyo debe responder a su sensibilidad porque «un cuadro es el espejo propio; una manera de dibujarse ante los otros y, seguramente, ante uno mismo».
Continúa el diálogo con los antiguos maestros del Renacimiento guiado por un proceso de formación en el que, a más de su nítida claridad histórico-conceptual, alcanza el dominio magistral de las técnicas pictóricas, patrimonio de los genios de la plástica universal. De allí lo profundo de sus afectos hacia el clasicismo: el orden, la justeza en la composición, la ecuanimidad de sus formas, la cadencia, el riguroso equilibrio que otorga desde la geometría, enalteciendo volúmenes en el juego mágico-misterioso de luces y sombras.
Desde 1975, sin prescindir del ornato mesurado, bello y sensual, los temas que ocupan su pintura involucran desde el retrato tradicional y las estancias, hasta las «escenas historiadas » -como las denominara José María Salvador-; en estas últimas la figura humana, desnuda o vestida, adquiere privilegio en sus óleos y pasteles: futbolistas acéfalos -vivos en sus recuerdos de infancia-; retratos de mirada infinita y absoluta serenidad, a la manera de los grandes maestros. Jinetes evocadores del gótico italiano, montando briosos y veloces caballos; músicos de laúdes y flautas que tornan en melodía cada cuadro; imponentes personajes engalanados a la usanza medieval; burócratas y notarios; santos y santas, mártires contemporáneos, fervorosos y heroicos. Protagonistas algunos que nos dan la espalda; otros, amputados o rotos por el privilegio de lo esencial y el desprecio por lo innecesario; figuras decapitadas o carentes de identidad en rostros anónimos o apenas esbozados. Y Neira en el fondo de la escena con sus montañas y casas tradicionales, con sus calles de señales modernas. Allí están, husmeando desde las ventanas, el pintor mismo y sus más entrañables amigos a quienes rinde homenaje otorgándoles un lugar en su pueblo: Alejandro Obregón, Diego Franco, Alfred Wild…; ellos observan las escenificaciones realistas de Manzur, concebidas entre el misterio y el sueño, emparentadas así con el surrealismo.
Las naturalezas o las estancias, como prefiere denominarlas Manzur, colmadas de arcanos y añoranzas se narran en la penunbra de espacios cerrados; descritas en la precisión absoluta del dibujo que muestra el rigor de formas y volúmenes en la totalidad y en el detalle. Allí acuden objetos elementales y simples que identifican la iconografía manzurina: granadillas, cerezas y manzanas; flores y floreros; copas y cafeteras; partituras, laúdes y flautas rompiendo el silencio en conciertos sin fin. Y moscas que desde años anteriores en ocasiones invaden lienzos y papeles: llegan cuando atraídas por las luces y reflectores con los cuales trabajara Manzur, una de ellas posó para él, adquiriendo tridimensionalidad. Por eso, lejos de morir, continuó viviendo en sus cuadros en donde adquiere vida por su presencia. El afirma que sólo es un recurso plástico, no literario; puede ser, sin embargo -como lo señala algún crítico- uno de esos elementos que aporta a la dualidad estética entre belleza y fealdad, entre atracción y repulsión, como estrategia de resultados asombrosos. Son historias y bodegones ordenados por la geometría que hace factible el juego armonioso de las formas rectilíneas en los distintos planos y las curvas que ondean en el movimiento sensual de instrumentos, partituras, cuerpos redondeados, vestimentas…
2. LOS PROCESOS DE CREACION EN EL LENGUAJE MANZURIANO
David Manzur es un hombre de férrea disciplina en las distintas instancias de su vida. Consciente de la importancia del tiempo, logró convertir a la serenidad en esa aliada que sabe brindar el consejo oportuno y solaza su espíritu en la adversidad y el alborozo. Siendo muy joven aprendió la necesidad de su cuidado físico: rigurosamente, cada mañana trota, hace gimnasia; no bebe, no fuma; con dificultad asiste a cocteles o reuniones sociales porque -aunque los disfruta distraen su trabajo de todos los días. Desde la época del taller realizaba campañas furibundas contra la droga en tanto fue testigo del hundimiento de muchos talentos a causa de su consumo. Aunque no se considera un santo, sí pacato en materia de esparcimientos. Como ermitaño vive feliz en su estudio, encontrando la suprema satisfacción al alcanzar cada uno de sus cuadros.
Aún así, admite que la labor del artista, lejos de ser divertida, implica esfuezos y angustias permanentes; en mayor medida, cuando se es como él, el más implacable crítico de su obra. «La gente no sabe que, con frecuencia, detrás de una exposición hay muchos cuadros perdidos; así intente, por tacañería, reutilizar sus lienzos. Cualquier raya es sometida a un juicio desde lo plástico, lo apreciativo, lo conceptual… Cada vez me vuelvo más selectivo».
Ha tenido momentos de inmenso desánimo ante las crisis del proceso y «ante cambios conmigo mismo». «En esto del arte hay fibras que uno no sabe quién las mueve; es algo misterioso. Hay días en que trabajo físicamente y todo se pierde: Bueno, -me digo- hoy no. Hoy soy un burro y no logré nada». Eso, por fortuna, es infrecuente y tiene que ver con la disciplina que implacable lo liga al trabajo. Por eso los viajes le molestan. «No soy de los que debajo de la cama del hotel guardan el caballete para sacar los pinceles y en cualquier momento pintar». Al contrario, sólo puede hacerlo en el escenario de su estudio y la parafernalia que cotidianamente le rodea.
Constantes imperecederas de su proceso
Como lo hemos analizado, la geometría mantiene la unidad de la obra manzuriana impidiendo rupturas definitivas en el proceso. Siempre partió de las cuatro esquinas del cuadro, del ángulo de noventa grados. Existe afán definido de claridad geométrica en la composición. No puede existir algo flotando en el espacio: la relación entre la recta matemática y la flexibilidad de la curva es íntima. Es una constante que entrelaza sus períodos. «Por eso nunca fuí un expresionista en el sentido del término; invariablemente tengo en el cerebro la geometría que me señala el camino. Aún en San Sebastián. Para mí la línea limita al color, desaparece absorbida por él y entra al fondo con la precisión con la que un módulo tocaba el plano del fondo en mi obra constructivista».
Nuestro artista considera que los avances notables de la modernidad se han dado consultando al pasado. Por eso desconfía de las modas y se le torna sospechoso el afán por la novedad y los «aportes». El ayer va dejando en él series de imágenes que, cuando pinta, reaparecen y se funden con las del presente, «y con las que uno refleja de la vida real: allí se logran dimensiones insospechadas y es lo que permite crear escenarios donde no se agota la factibilidad de soluciones mágicas».
De este vínculo con el pasado proviene en parte su amor por el dibujo como un fin en sí mismo; no necesariamente como una etapa de la obra. «El me fue llevando a un oficio más complejo. Entré entonces a la pintura, la cual continúa siendo muy dibujada, ajustada a la línea, aportando una dimensión más: como el color, la textura, acentuando el concepto de luz para alcanzar una rotunda tridimensionalidad aparente”.
La esencia del pensamiento del artista, se plasma en el dibujo. «El permite trazos caligráficos rápidos que sólo uno puede leer: aquí se acuna esa especie de firma que es el propio estilo. Puede pasar un mes y logro resolver exactamente lo allí registrado. Ponerlo en términos de dibujo formal o de pintura, implica el gran proceso de mi oficio». Dibujo no significa en rigor figuración como imitación de la realidad, sino su equivalente conforme a la sustancia que desentraña el artista. De aquí la diferencia con la fotografía y ese afán anecdótico de llevarlo al terreno de lo literario. Por eso encuentra resultados diferentes a los del ojo humano en la cámara que capta todo de un solo golpe y que, como tal, puede convertirse en excelente instrumento de trabajo. Cuando él dibuja un modelo, el estado anímico palpita y el centímetro cuadrado de arriba no es igual al de abajo, en tanto han transcurrido diez horas o días o semanas… Estos planteamientos de nuestro artista, y muchos otros, se han visto fortalecidos por los aportes de un gran amigo italiano, mantenedor de la escuela de Perugino.
Intimidades de procesos, indagaciones y técnicas
Para David Manzur los procesos son diferentes, según las técnicas utilizadas. Cuando lleva el dibujo a una elaboración más compleja como el pastel, se enfrenta a obras que reclaman para la composición mayor rapidez de efecto emocional y técnico al unísono. Con el óleo es distinto: « Parto de una grisalla, el planteamiento gris de la obra, y debo retener la emoción porque en el acto de pintar, así se esté en los pequeños rellenos de oficio, hay que mantener el hilo de la emotividad que liga la obra de principio a fin. Tardé pintando el primer San Sebastián dos años y medio, aislado del mundo en una finca. En intervalos realicé bocetos de otros temas porque en el óleo hay que ir despacio, esperar secamientos definidos para poder continuar. El solo estudio del modelo implica infinidad de fotografías: sus tensiones musculares diversas no pueden ser vistas por el ojo porque duran fracciones de segundo; se captan a través de fotogramas de cine de gran velocidad. Realizar luego mil dibujos caligráficos hasta memorizar ese cuerpo en sus cambios de tensiones musculares; más adelante, cientos de dibujos formales para llegar después al estudio de la composición y acercarme posteriormente a una obra de tres metros de alto por dos de ancho». Era la entrada a una nueva técnica. Ahora, familiarizado con ella y reteniendo en su mente el modelo, se demora menos: de seis a ocho semanas le lleva realizar cada uno de estos cuadros.
El tema y el elemento protagónico del mismo involucra estudios minuciosos. Cuando llegó a los caballos, en su finca entró a uno de estos ejemplares al estudio con piso de baldosas y en cuántas no se vió ante los resbalones del animal. Nada sabía de ellos; ni siquiera montarlos. Buscando conceptos básicos se acercó a la anatomía cutánea, a la miología, a la osteología. Todo importa para encontrar, entender y memorizar los accidentes visuales de luz y sombra que interfieren el modelo, especialmente en cuanto a músculos se refiere. El proceso es igual para el caballo o para el cuerpo humano: dibujos, fotogramas, dibujos, hasta atraparlo en la mente prescindiendo del objeto real. Decenas de bocetos encaminados a la recreación de esas nuevas formas, logradas finalmente en sus pinturas.
No hace diferencia entre una mano o un cuerpo, de hombre o de caballo, o una cafetera o una granadilla. Todos son tridimensionales, todos son traducibles. Pero los objetos de utilidad inmediata como la cafetera, guardan un cierto compromiso geométrico, una cierta quietud; ahí sí repercuten en la intención y en la ejecución. «No es lo mismo dialogar con un ser inerte que con un cuerpo que respira, tiene vida y tensiones. Hay diferencias en la interpretación: el uno posee movilidad, nerviosismo, simultaneidad de imágenes; el primero no». Esa movilidad del cuerpo vivo -hombre o caballoobliga a la movilidad en la pintura. El objeto quieto, obliga al silencio. Estos últimos van adquiriendo importancia sin par y cuando los pinta habla con ellos. «Al pasar al cuadro van perdiendo el sentido de utilidad y se introducen en una perspectiva metafísica. Alguna vez Marta Traba me decía: “Una manzana puede ser pintada magistralmente por dos artistas, pero, ¿por qué razón a uno le queda como venida de otro planeta, como mística, y al otro le queda como de Carulla?»
Posibilidades infinitas de un tema
Más que cuadros trabaja temas en tanto una idea no se resuelve en una sola obra. Temáticas muy caras han sido, entre otras, San Sebastián, la Transverberación, el encuentro con sus Estancias, «que no bodegones» -insiste-, donde los sueños, lo lúdico y el misterio se entrelazan. Lo que importa en sus cuadros no es la narrativa; es la abstracción que los unifica en la composición, en la forma, en la luz, en la sombra, en el color… Las series especiales para él, lo son en razón de las circunstancias que rodearon sus primeros cuadros: frente a «La estancia de los recuerdos » (1979) o a «San Sebastián» (1987), «… escucho cierta música y me traslado a los momentos en que los realizara. Por eso trato de no oirla para quitarme los cuadros de las narices».
De otra parte, como un tema no termina en un cuadro, busca explorarlo en distintas posibilidades. Los temas son numéricamente moderados; en sí mismo no evolucionan tanto como sus variaciones que pueden ser infinitas. Además del pastel y el óleo, ha trabajado el acrílico y de vez en cuando la acuarela. Cada técnica brinda una respuesta ligeramente distinta, con problemas diferentes y eso le resulta maravilloso; ama los retos y considera que no hay nada peor que tener la pintura resuelta. Por eso lo frenó el constructivismo. Cuando se está cambiando, siempre se encuentra algo nuevo: «Uno vive en la unidad de lo fundamental, en la establilidad, pero inmerso en un espíritu experimental».
El pastel le interesa por ser una técnica inmediata y muy rica, con la ventaja adicional de ser un pigmento libre, carente de oxidantes que aceleren su deterioro cromático. «Con los años -señala- la goma del papel adquiere una especie de amarre, de aglutinante que lo sostiene. El error más grande es fijarlos». En otras oportunidades ha utilizado el grabado: a través de la litografía, el aguafuerte y, de pronto, la punta seca. Su obra no es propicia para la serigrafía en tanto ésta opera muy bien en lo plano pero resulta imposible exigirle matices o sugerir los volúmenes que caracterizan la obra manzuriana.
A pesar de haber realizado algunos murales, hoy no le interesan porque, a su juicio, el sentido de la arquitectura, base del mural, está cambiando: se habla ya de aquella mutable, de edificios en módulos cambiantes. La integración absoluta va perdiendo vigencia. El concepto del espacio grande sí le importa, más aún desde las últimas series, pero con referencia de caballete, de movilidad, proyectado para amplio público. «Ahora bien -reitera el pintor- el tamaño no determina la validez de la obra pero la intención sí es diferente. Un cuadro pequeño es para ser visto a corta distancia; uno de tres metros es para apreciarlo de lejos, lo que significa más gente al mismo tiempo. No soy de los que piensan que pinto para mí sino para la gente y entre más, mejor. Como cuando se exhibió «San Sebastián» en el Museo de Arte Moderno: era gratificante ver filas interminables para contemplar un solo cuadro en el fondo. Es como el público para el actor…»
Entre las temáticas de la última etapa, las Cuatro Estaciones de Vivaldi, dueñas de partituras que se pueden leer, ocupan un lugar importante. El Verano y el Otoño, elaborados en pastel, están concluídos; luego vendrán los óleos. La Primavera fue destruída por los bandidos que un día asaltaron el estudio del artista; hoy, por el trauma del atropello, le cuesta reiniciarla. El Invierno llegará después…. Desde antes de la muerte de Andrés Escobar, tenía planeada una serie sobre este personaje, «edecán de los futbolistas y prototipo de lo que deberían ser nuestros deportistas» - afirma Manzur-. Lo conocía a través de César Augusto Londoño, y le dolió en el alma su muerte. A partir de ella, una vez más entendió que, «Colombia es un país de san sebastianes, y Andrés se convertirá en el cuarto San Sebastián. Será una constancia histórica del martirio y de los horrores que a diario vive nuestro país. ¿Cuántas obras de arte no son testigos de las situaciones similares?. Incluso la muerte de Cristo, ha sido uno de los temas más llevados a la iconografía de todos los tiempos…»
Las rutinas de taller y los secretos de la Escuela de Perugino
Trabaja durante largas jornadas. De nueve de la mañana a una de la tarde; de tres a seis, cuando interrumpe para atender citas y compromisos que a otras horas le molestan porque alteran su ritmo; reanuda luego hasta las once de la noche. En ocasiones, cuando el oficio o el entusiasmo se lo exigen, puede llegar al amanecer. Labora en el juego de la luz natural y artificial: cuenta con un equipo de luces que hacia las cinco de la tarde se prende silencioso para suplir la somnolencia del sol. Con frecuencia el día se marcha y él ni siquiera se entera. Sus obras, en cambio, prefieren las penumbras. «San Sebastián», por ejemplo, es un cuadro de las cuatro de la tarde: pintaba todas las horas pero la substancia de su luz pertenecía a ese momento; debía, en consecuencia, captar y memorizar la esencia de esa luz. Ni qué decir de las estancias… Quizá por ello, nuestro pintor insiste en que deben ser vistas con la mínima iluminación; aún no ha logrado convencer a muchos…
Disfruta pintando solo. De pronto, no le incomoda la presencia de algún amigo cercano. En la época del taller, durante un mes al año dibujaba delante de muchos que regularmente asistían como una gran audiencia. Se sentía un poco el actor de ese teatro que le seduce el alma. Hoy, a pesar de que comparte sus «secretos» con inmensa generosidad, «me aterra el cuento de si me deja verlo pintar».
El tiempo le ha enseñado el camino para sortear los obstáculos de su proceso creador. Generalmente, la naturaleza se convierte en su oráculo. De allí los grandes ventanales que enmarcan su estudio: uno, mirando la ciudad, arropado en cortinas negras para negar la entrada al sol fuerte de la tarde y ocultar los horrores de la urbe; otro, contemplando despierto la montaña y sus bosques. «Si un color no responde a lo imaginado, miro el cielo, un árbol o una piedra y encuentro la respuesta precisa». Ante un momento de confusión, observa durante diez minutos el bosque o mira la arquitectura caótica de Bogotá y al volver tiene la solución.
Por lo general, cubre con papel especial absorbente aquella parte de la obra que avanza sustantivamente un color, por tres razones fundamentales: lograr que la evaporación de los aceites por secamiento sea uniforme y ello se alcanza dejando que el papel, guiado por sus filtros, transpire durante largas horas; protegerla de posibles salpicaduras; permitir la concentración en otros planos de la obra. Lo más importante es el control de la uniformidad en la evaporación porque ella permite la unidad reflectiva del cuadro y ésta determina la resistencia visual del espectador. Es preparar el cuadro para la galería. «Hay obras aparentemente muy bien pintadas -nos explica- pero con una confusión reflectiva en donde, por ejemplo, un color brilla más que otro y eso conduce a que se debilite en la distancia». Esto también lo aprendió del señor Visconti, ese rico noble milanés, amante insaciable del arte. Porque él no es pintor -como lo subraya Manzur-; es un “alquimista” de la técnica de Perugino, que no es otra que la técnica de Rafael.
Lo que, a juicio de nuestro artista más identifica el proceso de su creación es el espejo: es su complemento indispensable en el momento de trabajar. Se acostumbró en tal forma a él que pocas veces mira la obra directamente; quizás en el momento de dar el golpe cromático pero, como la madrastra de Blanca Nieves, consultando de inmediato al espejo. «Este me permite una imagen virtual, esto es, invertida, que enseguida señala los errores de composición. La composición tiene mucho que ver con el sentido de balance y de ritmo y el espejo te dice si estás equivocado. De otra parte, duplica el espacio que te separa de él y te obliga a la claridad en la resistencia a la distancia de los espectadores. Además, posibilita una visión tridimensional».
Los estados de ánimo como la inspiración -palabra que detesta- no importan para él porque poco tienen que ver con la realidad del arte: «El arte no es otra cosa que una larga paciencia ». Puede estar tenso, nostálgico o colmado de euforia, empieza a trabajar, penetra la obra y logra sustraerse de cuanto rodea a su espíritu. «El cuadro tiene su propia vida, sus propios problemas y su propio estado de ánimo que proviene del diálogo que entablamos los dos. Cuando murió mi mamá, hace dos años, al día siguiente entré a pintar y el dolor se mitigó. La obra me ha enseñado, incluso, a capear el estrés ante las distintas violencias del entorno».
El nombre en las obras de David Manzur tiene poca relevancia. Comúnmente no son preconcebidos: suele escribir algo en cada cuadro pero como consecuencia de él. Algunos sí, como los san jorges o san sebastianes, nacen con nombre propio. Para este último, «me estaba fundamentando en los san sebastianes de la historia del arte; además en la leyenda del mártir. Lo mismo sucede con la que desarrollaré sobre Andrés Escobar»…
Colores, luces y sombras de la escenificación teatral
La naturaleza es la que suele señalar el color de sus pinturas, alterado por las horas y por la luz. Colores austeros, tonalidades ocres. «Sobria paleta de negros, grises, tierras que tanto amaban los grandes maestros del Siglo de Oro español. Tonos del arco iris entre penumbras crepusculares » -como lo advierte José María Salvador-. Si pinta Neira, toma como referencia su cielo azul, los colores con los cuales adornan las casas de su pueblo, los grises del pavimento: «Los elementos de la naturaleza los señalan. Se alteran por las demandas del cuadro: la parte donde está el paralelo a lo formal de la vida real, no se aleja de la lógica y sólo es modificada por las horas en que la observo, por la luz que la ilumina». Pero como en toda su obra existe una zancadilla de la ilógica en el acercamiento a lo onírico, al surrealismo, es cuando de pronto aparecen los imposibles: un apacible paisaje realista y la extraña forma zoomorfa del dragón; esas figuras en maniquí; los caballos que no lo son; los trajes inverosímiles. Todo juega en simultáneo con la realidad, «allí se libera el color y no obedezco a la descripción, aunque sí consulto con la naturaleza».
Invariablemente luz y sombra están en relación. Como un indeleble registro le atrae esa luz del sueño de la tarde. «Mis cuadros la buscan. Las estancias se iluminan por ésa aguda que se cuela tras una pequeña ventana, a la manera medieval. De ahí que la sombra adquiera un papel fundamental enfatizando el volumen». No sabe si son remembranzas de vidas pasadas o si es la luz de los conventos de infancia: tramas nocturnas, penumbras, luces crepusculares. Algunas sutiles iluminan fragmentos de los personajes protagónicos; otras, se introducen tenues para resaltar superficies de objetos secundarios. De cualquier manera, como le interesó el teatro, la fuente que ilumina la obra es definida: de pronto irrumpen los reflectores del escenario…
El espacio compositivo en la obra de David Manzur es complejo: «convergencia de líneas hacia uno o varios puntos de fuga, disminución en la escala de los elementos»; imágenes ocultas y otras que adquieren presencia monumental ocupando los primeros planos; modelado todo por el claroscuro, provocando infinita sensación de profundidad en el manejo majestuoso de los distintos planos. Zonas desiertas de colores uniformes, sobretodo en las estancias, propician la armonía de la obra frente a aquellas pobladas por diversos elementos primarios y secundarios. Son espacios concurridos por tiempos diversos que danzan entre el ayer y el hoy: vestimentas renacentistas, escenas caballerescas, burócratas contemporáneos, plazas republicanas, avisos y vías de los albores del siglo XXI… Son composiciones realizadas desde la escenificación teatral, porque como lo señala Manzur, «la gran pintura siempre tuvo nexos con el escenario: ¿cómo no asociar Las Meninas de Velásquez con el teatro?. Es ni más ni menos que un sublime pasaje congelado en un momento para ser llevado a la escena». También aquí tiene algo que ver su condición de actor y de amante perenne del arte teatral.
Personajes misteriosos desplazan lo real
Gran parte de sus personajes son él, los conocidos en las fábulas de la infancia y de la historia, y sus más entrañables amigos. Autorretratos en los que tímidamente se muestra como jinete, como fisgón, como reflejo en una cafetera o en una copa… Y ellos husmeando desde las ventanas de su pueblo, protagonista de la obra por antonomasia. «No es propiamente un homenaje. A mis amigos… Es más bien una manera de retenerlos. Lo menos que puedo hacer es recordarlos dándoles vida en mis cuadros».
Pero también son personajes los objetos, algunos pobladores eternos de sus estancias por hacer parte del mundo de sus más íntimos afectos. Miremos sólo dos: las partituras y los laúdes, entroncados en su afán de permitir el canto a sus cuadros ante el músico que no pudo ser. «Yo no leo música -nos dice- y al no hacerlo y pintar con exactitud la partitura, mi anhelo busca romper el silencio de los lienzos». Para lograr la perfección de estos textos, se asesora de sus amigos músicos. Luis Antonio Escobar las corregía y muchas de las que aparecen en sus cuadros son de él; en alguna oportunidad, le compuso una pieza para no ser tocada; sólo podría existir en una de las estancias de sus recuerdos…
El laúd simboliza para nuestro artista, un momento crucial en la historia del arte: es esa esencia de la música medieval que sólo a través de este instrumento puede llevar a sus cuadros. Con frecuencia es la remembranza del barco de infancia… Es un elemento dotado de sensualidad al tacto. Con todos los objetos que él pinta existe un contacto sensual: «los acaricio con las manos, cierro los ojos y los veo palpitar; al traducirlos en la pintura siento como si cantaran o danzaran penetrando un espacio fantástico donde lo místico desplaza a lo real y ahí cumplen su función en mi arte… Cuando esto no ocurre, el cuadro falla; no supe dar la dimensión que dé este sentido a mis personajes «. Son objetos que transitan las obras y conviven con él en la cotidianidad de su estudio para retornar de pronto recreados en una nueva pintura. No importan los materiales primigenios que los constituyen; en el dibujo, el pastel o el óleo, pierden su sentido intrínseco. «Me importa la luz y la sombra que pueden propiciar el metal, la madera o la tela, permitiéndome imágenes fantasiosas, colmadas de misterio…»
Las «figuras mutiladas» que tanto impresionan en las obras de las últimas décadas son sólo cuestión de concepto. «Muchas veces la forma de una mano me dice que no hay que contar la historia de la otra; en ocasiones, la cabeza molesta porque puede resultar muy literaria; un golpe determinado describe al punto de sugerir el resto. No es preciso contarlo todo. En el caso de Andrés Escobar, del cual hemos hablado, no es el retrato lo que me interesa sino su esencia; de pronto el toque verde de la camiseta puede resolver la totalidad. Pero no es mutilación; es una especie de equilibrio, de aceptación de formas. Cuando hay una parte que se logra resulta innecesario continuar la narración…» En otros casos, son evocaciones tan lejanas que por ello carecen de rostro; nunca les vió la cara a los personajes fabularios que de niño le regalara su madre.
De la obra imaginada a la obra expuesta
Toda obra de arte tiene un pacto con la belleza inmediata. El Guernica de Picasso, obra escueta y gris, rompiendo con lo convencional da una nueva dimensión belleza. En la entraña de la fuerza inmensa de cualquier obra clásica existe una especie de ambientación complementaria emparentada con la decoración. En Manzur también está presente; con mayor razón su manejo preciosista del detalle y la totalidad. El carácter de ornato, sin embargo, está lejos de constituirse en meta de sus obras…
Para nuestro pintor, el humor es el punto de equilibrio frente al carácter trascendente de la obra. Es la manera de impedir resoluciones en términos de dramatismo: el dragón, las doncellas, los sombreros sin cabeza, evitan especulaciones de tipo literario. Apaciguan el cuadro. El hecho de jugar a la ilógica ya implica un compromiso con el humor, y también con la metáfora. A Manzur le interesa dejar formas congeladas de una historia donde la lógica no cuenta en tanto él se mueve en ese mundo fascinante de los sueños y los recuerdos.
Las exposiciones para él son importantes porque, en primer lugar, significan el espacio para el contacto con el público y éste es quien debe interesar al artista; no el coleccionista que encierra la obra para su disfrute individual. En segundo lugar, porque en ellos se está «expuesto» a todo: son el ámbito de la confrontación de cuanto se esté realizando. Pero siempre deben tener una razón de ser; no se puede caer en el afán de exponer sin sentido, cuando nada ha sucedido en la obra. «Cuando ella se muestra es porque se han dado cambios, hay avances o momentos de notorios contrastes ». Particularmente, las exposiciones provocan en Manzur angustias diversas porque su antesala involucra múltiples preocupaciones. Cuando vé sus obras en las galerías, las mira como realizadas por otra persona: «algunas provocan en mí el impacto de muchas de las que admiro en distintos museos del mundo, siempre y cuando logre abstraerme como su gestor…»
La vida de David Manzur ha transitado las más diversas circunstancias, enmarcadas en la guerra, las violencias distintas y la ausencia rotunda de la paz. La amistad para él es un don escaso; pero ha contado, sin embargo, con el privilegio de pocos y entrañables amigos hacia quienes guarda inmensos afecto y gratitud. En el arte, se acercó, conoció y se enamoró de aquellos movimientos definitivos en el proceso del siglo XX, amén de sus pasiones por el arte eterno… Buscando su lugar en él, encontró las posibilidades infinitas de lo elemental: una cafetera, una manzana o una flauta pueden ser objeto de la perfección sin límites… «Solamente aspiro a vivir ciento diez años buscando la meta que conduzca a lo mejor; ese mejor, aspiro, jamás pertenecerá al presente, siempre estará por venir. Vivo feliz con mi soledad egoista y maravillosa de la cual me ufano sin remordimiento…» tanto, que hizo suya la frase de Ayarza, «la soledad amiga mía, es la más dulce compañía»…
Esta es la posición de David Manzur ante la vida, ante el arte y ante su obra. Estos son los elementos del lenguaje Manzuriano y así es su proceso de creación: lento, mesurado, autocrítico; avanzando inmerso en ideas, dibujos, bocetos, dibujos, pinturas; oscilando entre la duda y la certeza en el diálogo guiado por un ideal: el dominio estilístico y emocional sobre lo material en favor de la perfección; la búsqueda de la belleza misteriosa entre el ayer y el mañana, entre las realidades, los sueños y las fantasías…
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- Última actualización en 09 Enero 2018