Ciencia, educación y desarrollo: Un nuevo ethos cultural
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Ciencia, educación y desarrollo: Un nuevo ethos cultural
Science, education and development: A new cultural ethos
Ciência, educação e desenvolvimento: um novo ethos cultural
Guillermo Hoyos Vásquez*
*Doctor en Filosofía. Profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia.
Resumen
«Haz si quieres la prueba con este pequeño grano de arena que estás contemplando. Imagínale un sólo paso más allá del sitio en que se encuentra. Necesariamente el viento que le ha transportado hasta aquí desde el mar habría sido diferente de lo que ha sido, y en este caso la temperatura que ha determinado ese viento, habría sido otra que la que fue. Ahora bien, esta temperatura no hubiera podido ser tal, sin que la del día anterior hubiera sido también distinta, produciendo en los cuerpos otro estado diferente del que había producido. La fertilidad o esterilidad de los campos habría variado, por la distinta duración de esta temperatura, y también la misma vida de los hombres. ¿Cómo podrás penetrar en el interior de la naturaleza, cosa que no nos es concedida, y señalar sus distintas posibilidades? ¿qué sabes tú si en aquella conmoción del universo producida por el movimiento de un pequeño grano de arena, no habría perecido alguno de tus abuelos de hambre, de frío o de calor antes de haber engendrado al hijo de que tú procedes? Según esto tú no existirías, y todo lo que en la actualidad haces o has hecho y harás en lo porvenir, no existiría sólo porque un grano de arena cambió de lugar» (Johann Gottlieb Fichte, El destino del hombre).
Introducción
La reciente Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo plantea en su primer Informe conjunto, titulado «Colombia: al filo de la oportunidad» en diversos lugares el «imperativo fundamental (de) hacer una gran transformación de carácter educativo» (p. i), la cual, como lo afirma en dos pasajes Rodolfo Llinás, «supone un nuevo ethos cultural, que supere la pobreza, violencia, injusticia, intolerancia y discriminación que mantienen a Colombia atrasada socioeconómica, política y culturalmente» (p. 11) y debe generar al mismo tiempo «un nuevo ethos cultural, el cual permita la maximización de las capacidades intelectuales y organizativas de los colombianos» (p. 12).
Ya en la Proclama «Por un país al alcance de los niños», con la cual lanzaba la Misión García Márquez, en un discurso que con toda propiedad podría caracterizarse con Richard Rorty como «edifying» - con lo que, por lo demás, perdería mucho de su virulencia la crítica del historiador profesional (Lecturas Dominicales, 15/01/95) - se decía: «Creemos que las condiciones están dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma. Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y conciba una ética —y tal vez una estética— para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal» (p. 7).
Nos encontramos pues con un proyecto cultural para reformar radicalmente la educación de los colombianos, en el cual se tiene explícitamente en cuenta la complementariedad entre ciencia y tecnología por un lado, y por otro, cultura, humanidades y ciencias sociales. La manera de designar esta complementariedad puede variar, pero lo importante en todo caso es el principio: es un imperativo ético cultural lograr un cambio radical del sistema de educación para alcanzar la formación integral de los colombianos. Ya la Misión de Ciencia y Tecnología de 1990 había acertado al considerar el desarrollo científico y tecnológico para Colombia desde una perspectiva de «Cultura, Modernidad y Modernización» (Vol. 2, Tomo II, pp. 479-592), teniendo en cuenta la reflexión filosófica (Hoyos 1990), y a la par con el estado de desarrollo e inserción social de las ciencias naturales, el de las ciencias sociales (Vol. 3, Tomo II).
Por otro lado la nueva Misión ha sido enfática en afirmar cómo la educación, entendida en el sentido anotado anteriormente, es el principal recurso con el que contamos para el cambio, por lo cual es importante no sólo insistir en lo que se enseña, sino también en cómo se planifica, organiza, financia y administra todo el sistema educativo. Sin que fuera necesario entrar en el discurso de los «post-», la Misión supo reconocer aquellos retos que se proyectan en La sociedad postcapitalista: «el verdadero recurso dominante y factor de producción absolutamente decisivo no es ya ni el capital, ni la tierra, ni el trabajo. Es el conocimiento.» (Drucker 1994, p. 6). Esta afirmación tiene como consecuencia: «hay una cosa que sí podemos predecir: el cambio más grande será en el conocimiento; en su forma y en su contenido; en su significado; en su responsabilidad; y en lo que significa ser una persona educada» (ibid., p. 238).
El objetivo de este ensayo es mostrar cómo estos planteamientos, si bien íntimamente ligados a los orígenes de la modernidad, pueden permitir, dado su énfasis más prospectivo que correctivo, comprender mejor el sentido de crítica y responsabilidad, que acompaña en el pensamiento moderno la necesidad de la reflexión ética sobre la ciencia y la técnica. Esto naturalmente no significa que sólo con la modernidad hubiéramos podido ganar un concepto crítico del conocimiento, susceptible de ser caracterizado como ethos cultural; pero dado que precisamente la ciencia moderna es la que, en sus orientaciones acertadas y también en las erráticas, nos pone un nuevo reto, pensamos que reconstruir las relaciones entre moral y ciencia en la modernidad, puede aclararnos no sólo su crisis, sino sobretodo el sentido «positivo», «propositivo» de la ética como responsabilidad de fomentar el conocimiento auténtico.
Queremos aquí en dos pasos mostrar el desarrollo de esta idea a partir del sentido optimista en el que se proponen las relaciones entre ciencia y moral en los orígenes ilustrados de la modernidad (1), pasando por el sentido de crisis de las ciencias descubierto por la fenomenología y radicalizado desde una posición fundamentalista por los fundadores de la Teoría Crítica de la Sociedad (2), en un intento por develar en qué sentido la modernidad es teoría crítica y de que forma es necesario comprender hoy la racionalidad y la ciencia si se busca un nuevo ethos cultural. Esto nos ayudará a concluir cómo efectivamente la moral puede ser asumida a la vez como precio y premio de la modernidad (Höffe 1993).
1. La relación necesaria entre ciencia y moral
El pensamiento de Fichte que sirve de epígrafe a estas consideraciones muestra de dónde parte la reflexión del idealismo alemán acerca del sentido y de los límites de la ciencia moderna. Para la ciencia misma, basada en el principio de causalidad generalizado, la libertad como razón de ser de la acción humana, o es de nuevo causalidad funcional (es decir, no-libertad) o pura «fantasmagoría», como lo formula Kant en la antinomia de la causalidad y la libertad (Kant 1960, II, pp. 158-159). Es por tanto necesario pensar en la íntima relación entre causalidad y libertad desde dos perspectivas complementarias acerca del hombre y su mundo de vida: desde el punto de vista del conocimiento con base en la experiencia y desde el punto de vista moral (Hoyos 1994). Esto lo formula el mismo Kant en la «Conclusión» de la Crítica de la razón práctica:
«Dos cosas llenan el espíritu con renovados y crecientes respeto y admiración, cuanto más reiterada y persistentemente se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado que está sobre mí y la ley moral que hay en mí… La primera arranca del sitio que yo ocupo en el mundo sensible externo, y ensancha el enlace en que yo estoy hacia lo inmensamente grande con mundos y más mundos y sistemas de sistemas, y además su principio y duración hacia los tiempos ilimitados de su movimiento periódico. La segunda arranca de mi yo invisible, de mi personalidad y me expone en un mundo que tiene verdadera infinidad, pero sólo es captable por el entendimiento… La primera visión de una innumerable multitud de mundos aniquila, por así decir, mi importancia como siendo criatura animal que debe devolver al planeta (sólo un punto en el universo) la materia de donde salió después de haber estado provisto por breve tiempo de energía vital (no se sabe cómo). La segunda visión, en cambio, eleva mi valor como inteligencia infinitamente, en virtud de mi personalidad, en la cual la ley moral me revela una vida independiente de la animalidad y aun de todo el mundo sensible, por lo menos en la medida en que pueda inferirse de la destinación finalista de mi existencia en virtud de esta ley, destinación que no está limitada a las condiciones y límites de esta vida» (Kant 1961, p. 171).
Lo que Kant plantea aquí no es un dualismo que lleve a confusiones, sino un análisis abre las posibilidades de un discurso constructivo acerca de las relaciones entre ciencia y ética. Se distinguen sí las dos regiones, pero se las considera como constituídas por competencias del mismo hombre, capaz de relacionar en su vida una y otra, para comprenderlas como modos complementarios del actuar humano, necesarios para su realización histórica. El hombre es el autor de la ciencia y a la vez el sujeto de la ética. Sólo él es capaz de establecer la relación: un conocimiento científico, referido al mundo como totalidad, y la reflexión moral sobre la persona como sujeto libre. Por ello no basta la admiración entusiasta de la naturaleza y de la persona humana, hay que desarrollar la investigación sobre una y otra, naturalmente de acuerdo con sus métodos específicos: sólo esto puede liberarnos de falsos prejuicios, de la superstición, del dogmatismo y de los moralismos. Por eso concluye Kant: «En una palabra: la ciencia (buscada con crítica e iniciada con método) es la puerta estrecha que conduce a la sabiduría, si por ésta se entiende, no solamente lo que debe hacerse, sino lo que ha de servir de guía a los maestros para allanar y hacer cognoscible el camino a la sabiduría, que cada cual debe recorrer, y poner a los demás a cubierto de extravíos: una ciencia cuya guardiana debe seguir siendo siempre la filosofía.» (ibid., p. 173).
La filosofía relaciona la ciencia y la ética al mostrar cómo la naturaleza y sus leyes son idóneas para los fines del hombre. Sólo así es posible comprender la complementariedad entre razón teórica y razón práctica. Mientras la primera se ocupa del conocimiento de los objetos dados, la segunda tiene que ver con la producción de realidades de acuerdo con una concepción, una representación, una idea de dichas realidades, como por ejemplo, la constitución de un pueblo, un sistema de enseñanza, un cambio social, una obra de arte (Rawls 1993, pp. 93 y 117). En esto se apoya el optimismo de la modernidad con respecto al aporte del conocimiento para el desarrollo de la sociedad y a la vez de la persona: gracias a él se consolida la capacidad científico-técnica para resolver los problemas relacionados con la naturaleza y con el mundo de la experiencia, y a la vez se toma conciencia de la competencia discursiva, crítica y moral para organizar la sociedad, emanciparse y desarrollarse cultural y políticamente en la historia.
El no haber logrado la realización razonable y armónica de estas dos tareas complementarias constituye la crisis de la modernidad. Quienes más acertadamente señalan esta situación lo hacen caracterizando nuestro presente como «condición postmoderna», desde la cual denuncian en toda su radicalidad el sentido del cansancio y del agotamiento de los ideales de la Ilustración. Una de las causas de la crisis de la modernidad radica en que hemos terminado por considerar ingenuamente que sus propuestas y tareas se realizan en un único tipo de racionalidad, cuando no inclusive en un sólo modelo de ciencia y de desarrollo social, llamado hoy modernización. El reducir la modernidad a meros procesos de modernización, termina por hacer inútil todo tipo de reflexión filosófica y de actividad cultural crítica.
2. La crisis de las ciencias y la renovación del ethos cultural
Entre el 2 y el 7 de septiembre de 1934 tuvo lugar en Praga el VIII Congreso Internacional de Filosofía, para el cual envió Edmund Husserl, al no poder participar personalmente, una ponencia, que le serviría un año más tarde como base, de su Conferencia de Viena (1935) sobre «La filosofía en la crisis de la humanidad europea» (Husserl 1981): en ambos documentos se encuentran sus tesis en torno al proceso de positivización de las ciencias en relación con la crisis de la cultura, que ha conducido al ocultamiento del mundo de la vida y al olvido de la subjetividad.
«Filosofía, -escribe Husserl-, es el órgano de una nueva forma de existencia histórica de la humanidad, de un modo de ser desde el espíritu de la autonomía. La forma originaria de la autonomía es la de la autoresponsabilidad científica. La forma originaria de las culturas que proceden de este espíritu son las ciencias, a su vez miembros dependientes de una ciencia plena y total, la filosofía.» (Husserl 1989, p. 240).
Para el fundador de la fenomenología esta idea de cultura científica está en crisis. La causa es el desarrollo «trágico de la ciencia objetiva», su «dispersión en especializaciones y la expertocracia». «El tecnificarse y el especializarse de la ciencia -si falta un movimiento en contrario hacia la clarificación de su sentido hasta lo más profundo y englobante, el universo filosófico,- es decadencia. Los especialistas se convierten, si mucho, en ingenieros ingeniosos de una técnica espiritual, la cual puede posibilitar en alguno de los campos del quehacer en el mundo, por ejemplo en la práctica económica, una ‘técnica’ extraordinariamente útil en el sentido popular de la palabra. Ingenieros no son filósofos, no son en sentido estricto científicos, a no ser que se deforme el concepto de ciencia en el sentido moderno. Su ingeniosidad permanece por tanto siendo ingeniosidad y la admiración de que gozan descansa en lo que practican, no en lo que no logran, así muchas veces lo pretendan» (ibid., p. 209).
Esta posición crítica frente a la positivización de la ciencia tiene su origen en la reflexión que hace Husserl desde finales de la Primera Guerra Mundial acerca de la decadencia del ethos cultural de Occidente. En esa época pronunció ante los soldados que regresaban del campo de batalla sus famosas tres lecciones sobre el «Ideal de hombre de Fichte», de las cuales la segunda se intitulaba: «El orden ético del mundo como principio creador del mundo» (Husserl 1987, p. 267 ss.).
Punto de partida de las Lecciones es su diagnóstico con respecto al olvido de la tradición filosófica por causa del positivismo científico: «El dominio de esta filosofía (la del idealismo) sobre los espíritus fue reemplazada por el dominio de las nuevas ciencias exactas y de la cultura técnica determinada por ellas» (ibid., p. 268). Este desplazamiento de la filosofía por las ciencias le hace exclamar: «Qué inoportuna es la fariséica autojustificación de las ciencias exactas, qué injustos los juicios despreciativos acerca de la filosofía por parte de quienes han sido educados en las ciencias rigurosas de nuestro tiempo!» (ibid., p. 270).
La evaluación que hace de la guerra no podría ser más negativa: «Lo que ha puesto al descubierto la guerra es la indescriptible miseria, no sólo moral y religiosa, sino filósofica de la humanidad» (Husserl 1989, p. XII). Esto transforma todos los valores: «Todo, ciencia, arte y cuanto siempre ha podido ser considerado como bien espiritual absoluto, se convierte en objeto de apologética nacionalista, de mercado y de mercancía nacionalista, de instrumento de poder»(Ibid., p. 122). Los efectos ideológicos de esta transmutación de valores son patentes: «La fraseología y la argumentación política, nacionalista y social tienen tanto y más poder que la argumentación de la más humanitaria de las sabidurías» (ibid., p. 117).
A esta crítica corresponde por otro lado el entusiasmo que percibe Husserl en los jóvenes, que al regresar de la guerra llenan las clases de filosofía, profundamente desconfiados de la «retórica bélica» y de la manipulación propagandística de «ideales filosóficos, religiosos y nacionales», ahora en búsqueda de un trabajo académico autónomo, crítico frente a lo tradicional, inspirado por ideales fuertemente fundamentados en un saber auténtico (Ibid., p. 94).
Con esta observación, como signo de los tiempos, pensaba comenzar Husserl sus artículos sobre renovación cultural para la Revista Japonesa The Kaizo (Renovación). Pero prefiere hacerlo desde la otra cara de la moneda, destacando el sentido trágico de la situación: «Renovación es el clamor generalizado en nuestra actualidad lamentable y lo es en el ámbito general de la cultura europea. La guerra, que la ha desolado desde el año 1914 y que desde 1918 sólo ha cambiado los medios de coacción militar por ‘los más refinados’ de las torturas espirituales y de las necesidades económicas moralmente depravantes, ha develado la falsedad interior, la falta de sentido de esta cultura. Y precisamente esta develación significa la interrupción de su impulso motriz» (ibid., p. 3).
Este sinsentido, en el que ha terminado la modernidad, amenaza con repetirse veinte años más tarde, como parece preverlo Husserl, en vísperas de la Segunda Guerra, en el final de su Conferencia de Viena (1935): «La crisis de la existencia europea tiene solamente dos salidas: o la decadencia de Europa en un distanciamiento de su propio sentido racional de la vida, el hundimiento en la hostilidad al espíritu y en la barbarie, o el renacimiento de Europa por el espíritu de la filosofía mediante un heroísmo de la razón que triunfe definitivamente sobre el naturalismo. El peligro más grande que amenaza a Europa es el cansancio.» (Husserl 1981, 172).
A diferencia de los planteamientos pesimistas y fundamentalistas de los padres de la Teoría Crítica de la Sociedad en su Dialéctica de la Ilustración (Adorno y Horkheimer 1969), partiendo de un diagnóstico semejante acerca de la crisis de la cultura moderna y de su relación con la ciencia, Husserl, uno de los filósofos de la ciencia más importantes de su época, piensa que es posible recuperar ese ethos cultural que reoriente responsablemente la actividad científica. «¿Debemos dejar pasar sobre nosotros como un ‘Fatum’ la ‘decadencia de Occidente’? -pregunta en 1923- Este ‘Fatum’ sólo se da, si nosotros miramos pasivamente - si pudiéramos mirar pasivamente. Pero esto ni siquiera pueden hacerlo, quienes nos predican el ‘Fatum’» (ibid., p. 4). Precisamente por esto el sentido de la renovación del ethos cultural es promisorio: «Luchemos contra este peligro de los peligros como ‘buenos europeos’ con aquella valentía que no se arredra ni siquiera ante una lucha infinita, y entonces resucitará del incendio destructor de la incredulidad, del fuego en que se consume toda esperanza en la misión humana de Occidente, de las cenizas del enorme cansancio, el fénix de una nueva interioridad de vida y de espiritualización, como prenda de un futuro humano grande y lejano: pues únicamente el espíritu es inmortal» (Husserl 1981, 172).
Para los padres de la Teoría Crítica de la Sociedad la ciencia ha llegado a su propia negación: «Si el cultivo y examen atento de la tradición científica constituye un momento importante del conocimiento, sobre todo cuando los depuradores positivistas la condenan al olvido cual lastre inútil, en el estado actual de derrumbamiento de la civilización burguesa se ha vuelto inclusive cuestionable no sólo la organización sino el sentido mismo de la ciencia». Así escriben Adorno y Horkheimer en 1947 en el prólogo de Dialéctica de la Ilustración.
En cambio Husserl, compartiendo como queda dicho el diagnóstico radical acerca de la decadencia de la cultura científica como causante de la barbarie, piensa que sí tiene sentido una renovación de la cultura científica. A quienes ya en 1935, haciendo eco «a los prejuicios de moda», quisieran preguntar: «¿No significa esto querer volver otra vez al error fatal de que la ciencia hace sabio al hombre, que la ciencia está llamada a crear una genuina humanidad feliz y dueña de su destino? ¿Quién tomará aún en serio hoy en día tales pensamientos?»; contesta: «También yo estoy convencido de que la crisis europea radica en una aberración del racionalismo. Más esto no autoriza a creer que la racionalidad como tal es perjudicial o que en la totalidad de la existencia humana sólo posee una significación subalterna» (Husserl 1981, 160).
De esta forma la crítica fenomenológica al positivismo científico, al ser comprendido éste como deformación del sentido de ciencia, abre un horizonte de reconstrucción del ethos cultural en la modernidad. En la Introducción a la Lógica formal y lógica trascendental. Ensayo de una crítica de la razón lógica (1929) hace Husserl el siguiente diagnóstico acerca del hombre moderno de hoy día que, a diferencia del hombre moderno de la Ilustración, no ve en la ciencia y en la nueva cultura formada por ella, una autoobjetivación de la misma razón humana: para él la ciencia y su método se han vuelto algo extraño, que en cierta forma enajena su mundo circundante y el mismo sentido de la vida. Pero siempre es posible reconocer en la ciencia y la técnica ese producto maravilloso del espíritu humano, que permite explicar nuestra situación en el mundo, prever sucesos, desarrollar procesos necesarios para la reproducción material del mundo de la vida. El no reconocer en la ciencia un producto del hombre mismo, lleva a que ese mundo de la vida se nos vuelva incomprensible, a que nos perdamos en él: «preguntamos en vano por su ‘finalidad’, por su sentido, otrora tan indudable porque era reconocido por entendimiento y voluntad» (Husserl 1962, p. 9).
La crisis para el fenomenólogo tiene sin embargo solución: «Ya que no nos basta la alegría de crear una técnica teórica, de descubrir teorías con las que pueden hacerse tantas cosas útiles y ganar la admiración del mundo -puesto que no podemos separar la auténtica condición humana de la vida vivida con radical responsabilidad propia y, por ende, tampoco podemos separar la propia responsabilidad científica de la totalidad de responsabilidades de la vida humana en general-, debemos colocarnos por encima de toda esa vida y de toda esa tradición cultural y buscar nosotros mismos, individualmente y en comunidad, por medio de reflexiones radicales, las posibilidades y necesidades últimas a partir de las cuales podamos tomar posición acerca de lo que existe efectivamente, juzgándolo, valorándolo, actuando sobre ello» (ibid.).
Conclusión
Para comprender mejor el sentido innovador del ethos cultural proclamado por la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, establecimos una relación de sus propuestas con los ideales ilustrados de la modernidad; pero dado que estos han entrado en crisis, al reducirse la ciencia a mera técnica teórica, olvidando a la persona y su mundo de la vida, hemos querido señalar hacia las dos soluciones actuales, una pesimista y otra optimista propositiva. En esta última podemos ubicar las consideraciones y las propuestas de la Misión. En efecto, al destacar en el Informe Conjunto las bondades de la modernización, sin dejarse seducir sólo por ellas, la Misión contextualiza acertadamente dichos cambios: «Hay otro tipo de cambios, casi imperceptibles pero a la larga de mayor trascendencia en el contexto internacional. Se despierta un consenso entre las naciones por aclimatar el respeto a los derechos humanos y a los derechos culturales de las minorías. Una nueva aproximación al aprecio por las diferencias, que se manifiesta a través de la necesidad sentida por todos de abrir el debate en torno a la ética y los valores, aparece más como posibilidad que como realidad ampliamente difundida. Parece abrirse paso dentro del marco de una acción comunicativa que verifique los consensos ya logrados y proponga los posibles» (p. 36).
Contra quienes con toda razón, desde la llamada «condición postmoderna», quisieran ajustar definitivamente cuentas con la racionalidad formal de la ciencia, la tecnología y el desarrollo, por su olvido del hombre, un nuevo ethos cultural pretende poder suscribir todas las críticas a la modernidad, sin por ello mismo tener que dejar de apostar a formas comunicativas de la razón. Precisamente este es el aspecto cultural, crítico y ético que debe constituirse en la fuerza de la educación misma superando con ello modelos escépticos o autoritarios, solapados estos en la modernidad misma y aquellos en sus críticos: «Característica de toda comunidad académica es el compromiso con la ‘cultura del discurso crítico’. Discurso, es decir, manejo del lenguaje y de la conversación. Conversación cuyos participantes están orientados hacia la verdad, son sinceros en sus proposiciones que deben ser coherentes y comprensibles, y deben adoptar los medios apropiados y codificados de comunicarse» (Palacios 1994, con referencia al pie de página a La teoría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas).
No es necesario desarrollar aquí aquellos aspectos en los cuales la teoría de la acción comunicativa es dinamizadora de procesos culturales educativos, retomando así lo mejor de la modernidad como teoría crítica (ver Hoyos 1992, 1993). Interesa más bien insistir para concluir en el sentido positivo de la reflexión filosófica sobre la cultura científica, como un aporte a la renovación del auténtico ethos cultural, propuesto por la Misión de Ciencias, Educación y Desarrollo.
En su reciente libro acerca de la moral como «precio» y como «premio» de la modernidad, un ensayo sobre ciencia, técnica y medio ambiente, propone Otfried Höffe (1993, pp. 291-296) como síntesis de sus reflexiones 10 tesis «sobre ciencia y responsabilidad» (traducidas a continuación), que yo quisiera llevar a tres principios unificadores, que ayuden a sintetizar lo expuesto en estas reflexiones:
I - El principio ‘responsabilidad’ articulado en la comunicación: se trata por tanto de evitar los dos extremos en la reflexión sobre la cultura científica. Quienes consideran la necesidad de separar radicalmente ciencia y ética, optan por la neutralidad de aquella para maximizar su desarrollo; la respuesta desde el extremo opuesto suele ser el fundamentalismo moralista de quienes quisieran asumir una especie de magisterio infalible por parte de la filosofía. Se trata más bien de tematizar, clarificar y articular socialmente el sentido de responsabilidad, en el que están comprometidas tanto las ciencias, como la cultura, la ética y la reflexión filosófica misma. Dicha articulación es el debate crítico y público, del cual los procesos educativos son lugar privilegiado, acerca del ethos cultural y del sentido del desarrollo material y social de una nación. La responsabilidad no es sólo de la crítica sino de las propuestas que con la ayuda de la ciencia puedan hacerse para dinamizar los procesos sociales.
«Tesis 1: El debate sobre la responsabilidad no se debe llevar a cabo como en un tribunal, sino como un discurso.»
«Tesis 2: Un discurso se puede ciertamente dejar inspirar por visiones; pero el discurso mismo consta de conceptos, argumentos y ponderación de los argumentos.»
«Tesis 3: La responsabilidad de las tareas y de las acciones se presenta al tribunal, al discurso y a las razones y motivos que lo constituyen, de acuerdo con las siguientes cuatro preguntas: 1) quién, 2) de qué, 3) ante quién, 4) y según que criterios se es responsable?»
«Tesis 4: Sin conciencia de responsabilidad se queda todo discurso responsable en promesas áridas; sin sensibilidad por nuevas tareas llega la responsabilidad siempre tarde; sin criterios superiores por un lado, y sin la conformación de nuevas responsabilidades por otro, se reduce la responsabilidad en su conjunto a propósitos piadosos.»(ibid. pp. 291-293).»
II - El principio de la ciencia y la tecnología: si se reconoce que la ciencia es el resultado progresivo de actividades racionales, en ella misma hay que depositar la confianza del saber, de sus aplicaciones, de posibles correcciones. La criticabilidad, característica fundamental del conocimiento, es la nota promisoria de una educación para la responsabilidad, para la mayoría de edad, para un renovado ethos cultural, que capacite para reconocer los límites de la ciencia y la técnica, para discernir la oportunidad de determinadas aplicaciones, para comprender el sentido último de la racionalidad científica: siempre en relación necesaria con lo razonable expuesto en los motivos del actuar humano, en los principios de la participación, de la equidad y del desarrollo sostenible, y en las concepciones de la vida digna. Por ello, un capítulo importante de la responsabilidad con respecto a la ciencia y la tecnología es considerar muy positivamente aquellos campos en los que precisamente el desarrollo científico abre nuevas posibilidades de acción social.
«Tesis 5: En una sociedad estructurada funcionalmente las ciencias son responsables de la cultura del saber: de los criterios, de las áreas temáticas y también de los intereses mismos del conocimiento. Al mismo tiempo ofrecen las ciencias el modelo de una forma de vida, en la que no dominan los intereses económicos y políticos, sino más bien el conocimiento, que se deja criticar, y la creatividad intelectual.»
«Tesis 6: Los científicos, como profesionales, los estudiantes al menos por un tiempo, buscan en la ciencia como tal la realización y el sentido de sus vidas. Para poderlo lograr no deberían perderse ni en lo accidental ni en las actividades secundarias de la ciencia.»
«Tesis 7: Es un consejo de la prudencia y un imperativo de la sinceridad el reconocer que las ciencias desarrollan una nueva autocomprensión de sí mismas. Sin entregar sus ideales humanos deberían ser conscientes de la ambivalencia de sus logros y además de esto procurar que el proceso de civilización, aunque esto sólo sea posible en el límite, se oriente por una dirección querida y aceptada por el hombre.»
«Tesis 8: El defenderse a sí mismo de riesgos muy peligrosos es un consejo de la prudencia; un mandamiento de la justicia es no exponer a otros a tales riesgos sin contar con su aquiescencia.» (ibid., pp. 294-296).»
III - El principio de la razón práctica: en lugar de una crítica radical, con base en aplicaciones ambivalentes del conocimiento científico y de resultados negativos, no sólo es posible, sino que puede ser necesario, asumiendo el sentido radical de responsabilidad, orientar propositivamente el desarrollo de la ciencia: para fortalecer el proceso mismo de modernización, para resolver con su ayuda los nuevos retos que éste pone de presente y para integrar cada vez más razonablemente los aspectos del desarrollo material del mundo de la vida con los aspectos simbólicos, culturales, éticos y políticos de la sociedad civil. Por ello una responsabilidad que no quiera llegar tarde, debe en cierta forma adelantarse creativamente al desarrollo científico, gracias a propuestas humanitarias que orienten las organizaciones, los procesos educativos y las políticas culturales.
«Tesis 9: También aquí impera la sinceridad, para modificar la autocomprensión de las ciencias, y además para asumir la responsabilidad, que se sigue en parte del significado práctico de la investigación básica y en parte de su aplicabilidad, a veces ambivalente.»
«Tesis 10: En lugar de andar siempre detrás de la investigación, el discurso de la responsabilidad debería acompañarla, inclusive orientarla prospectivamente: si de todas formas el buho de Minerva sólo vuela al atardecer, entonces por qué no al atardecer de la víspera?» (ibid., p. 296).»
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- Última actualización en 10 Enero 2018