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Cultura e identidad nacional, una mirada desde la historia

Culture and national identity, a look from history

Cultura e identidade nacional, um olhar da história

Fabio Zambrano Pantoja*


*Economista y D.E.A. en Historia. Profesor del Departamento de Historia de la Universidad Nacional y asesor externo de investigación en el Departamento de Investigaciones de la Universidad Central.


Resumen

En el mundo colonial se dió una división normativa y nominal entre una república de españoles blancos y otra de indígenas, lo cual afectó la visión que tenían estos últimos del entorno como lugar social, para convertirlo en mero lugar jurídico del ejercicio del poder. Esta tesis, expuesta minuciosamente por el autor, sustenta la idea de la imposibilidad de una completa identidad nacional, así como de un entendimiento pleno entre distintos actores históricos, pues el hecho quedó registrado en la memoria, imaginarios y tradiciones de los diversos sectores del pueblo colombiano.


1. El mundo al revés

La sociedad colonial significó el establecimiento de un modelo de dominación que pasaba por la invasión, el saqueo, la "muerte de los dioses", y la brutal transformación de las sociedades indígenas. El nuevo ordenamiento ético político se basaba en un conjunto de medidas económicas y políticas que regimentaban la sociedad colonial, y que buscaban, entre otros objetivos, la reducción de la población dispersa a pueblos nucleados, la homogeneización del tributo en dinero, la reglamentación de la mita y la catequización obligatoria. Todo esto fue establecido con el propósito de escindir y diferenciar a los indios y a españoles.

En el campo jurídico el estado colonial perfeccionó esta escisión con la promulgación de las Leyes de Indias, en 1680, que recogían una serie de medidas que protegían a los indígenas del desmedido interés del colonizador por explotar la fuerza de trabajo nativa. Legislación en la cual quedó consignada la división normativa del mundo colonial en dos "repúblicas": la de españoles y la de indios. Esto se inspiraba en antiguos preceptos del derecho medieval que reconocían la existencia de diversos fueros o jurisdicciones especiales, que debían estar regidos por distintas normas y derechos1.

La división formal en dos repúblicas, si bien estaba dentro de la lógica del estado colonial español que estructuraba la sociedad en un orden soñado, segregado espacial y políticamente, terminó por formar en las comunidades indígenas una compleja visión de su entorno no como un espacio apropiado donde se desarrollan sus relaciones comunitarias, sino como una jurisdicción, como un lugar donde se ejercitaba el poder colonial.

Esta experiencia del pasado, que afectó a amplios sectores de nuestra sociedad, ha tenido efectos directos en la identidad nacional y la cultura de este país, en vista de que son los diversos aportes de los distintos grupos sociales los que van configurando, con el transcurso del tiempo, los sentimientos de pertenencia a esa "comunidad imaginada" que es la nación. Ello se vuelve más evidente si tenemos en cuenta que la cultura es un agente activo de la identidad nacional. En el proceso de formación de una nación, los elementos culturales tienen un peso definitivo en la definición de la identidad de un pueblo y en su conformación histórica. En la separación de los dos mundos que mencionamos, este hecho quedó como un registro histórico en la memoria colectiva, como un factor de tensiones y diferencias, que excluyó la posibilidad de un entendimiento, de un consenso entre los diferentes actores de la historia nacional.

El conflicto en el reconocimiento de pertenencia y en la formación de imaginarios colectivos, perturbó profundamente la formación de una sólida identidad nacional. La coexistencia de dominados y dominadores se dió en una relación conflictiva y excluyente, y a partir de ese momento, al no resolverse la formación de un solo imaginario consensual, comenzó a acumularse el fraccionamiento y a adquirir con el tiempo una consistencia estructural. De esta manera se fue formando la nación, sin que ello fuese la consecuencia de un proceso de integración cultural, ni la aceptación explícita de valores que concurrían a conformar una sola identidad. La ausencia de un proceso explícito de integración, forjó dudas y tensiones tempranas en torno a la nación, que aún persisten en algunos sectores sociales.

A su vez, las experiencias diversas fueron formando tradiciones diferentes. Lo que surge de estas realidades asintóticas es la interferencia en el proceso de integración cultural en un país complejo, heterogéneo, que fue creando diversos ambientes incomunicados entre sí. Estos mundos diferentes, las "repúblicas" coloniales, no consiguieron fusionarse, y en muchos casos ni siquiera lograron convivir. El reconocimiento de pertenencias y el proceso de adhesiones culturales nació conflictual y perturbó la formación de la identidad nacional.

Sin embargo, a este origen dividido y fragmentado se le sumó, de una manera perturbadora por demás, el surgimiento de mestizos, quienes, perteneciendo a dos culturas diferentes y antagónicas, van a participar en la sociedad colonial agobiados por la cuestión del origen y la pertenencia, preocupaciones que los van a lanzar a la búsqueda de una identidad.

La múltiple división de los blancos en españoles y criollos, y de los nativos en indígenas y mestizos, además de las comunidades negras, va a provocar un profundo "caos de dobles" en el mundo colonial, donde se confunden las preguntas de quién es el otro, quiénes fuimos y quiénes somos. Todas estas preguntas confluían en el problema de la ausencia de una identidad propia, debido a que la respuestas pasaban por el modelo de dominación colonial que excluía la autoderminación, y que imponía una pertenencia a una"comunidad imaginada" imperial, la cual negaba las diversas identidades americanas.

De esta manera se fue configurando el escenario donde va a nacer la nación colombiana, marcado por la carencia de un proceso explícito de integración, y, en su reemplazo, se fue estructurando un imaginario dividido y fragmentado, en lo que Serge Gruzinski denominó "la guerra de las imágenes"2. No se pudo entonces contar con antecedentes que permitieran iniciar un proceso de integración cultural, ni la aceptación explícita de valores que concurrieran a conformar una sola identidad. Esto, a pesar de los esfuerzos por imponer una identidad cultural construída con los valores de la cultura occidental.

2. La nación mestiza

Este modelo cultural se impuso como la cultura dominante y subordinó al resto de elementos aportados por los indígenas y los negros. Además, asimiló a los criollos y mestizos, quienes configuraron la élite cultural dominante, y que fue la encargada de participar en los aparatos de dominio cultural y político; proceso que impidió que desde la población mestiza, el grupo social más importante demográficamente desde el siglo XVIII, se construyera un proyecto de nación mestiza.

Los mestizos fueron apareciendo como un grupo social culturalmente no sujeto, de bajo control y fuente de problemas, puesto que así como en los centros urbanos más importantes estaban dispuestos a convertirse en parte de la élite cultural funcional en el sistema dominante, en los pueblos y las zonas rurales preferían mantenerse al margen de las instituciones de dominación y control.

Las dificultades de controlar y sujetar a la población mestiza, igual que a los blancos pobres, se comprenden mejor si se tiene presente que la ocupación del territorio durante la colonia era muy parcial, y que existían amplios espacios de "tierras realengas" o baldías, donde la población libre podía refugiarse para escapar al dominio de la sociedad colonial. Germán Colmenares ilustra esta situación, ejemplificada por el viaje de Antonio De La Torre y Miranda, enfatizando que "el fenómeno de dispersión de la población, que escapaba a las coerciones impuestas por la vida urbana y a la subordinación de rígidas jerarquías sociales, manteniéndose en despoblados o en sitios más o menos inaccesibles, era casi general"3. Se alude a Antonio De La Torre, ingeniero militar español, encargado en 1774 de reagrupar a la población dispersa de la provincia de Cartagena, que vivía "arrochelada", como se llamaba a la población campesina.

Los cambios poblacionales ocurridos en el altiplano cundiboyacense, que son notorios desde los comienzos delsiglo XVIII, también crearon nuevos espacios al margen de la sociedad mayor. Para el fiscal de la Audiencia, Francisco Antonio Moreno y Escandón, era muy claro que no había que preocuparse por el hecho de que el Nuevo Reino se hubiera convertido en una nación de mestizos: sólo había que reorganizar el poblamiento general, particularmente el de los resguardos y pueblos de indios, de acuerdo con la nueva situación. El informe de Moreno y Escandón, de 1772, evidencia la continua deserción de indios de sus pueblos y resguardos en búsqueda de refugio en los pueblos vecinos o en lugares apartados, donde no eran controlados, ni obligados a pagar tributos4.

La continua migración hizo que las tierras bajas, relativamente cercanas a la capital, tuvieran una población poco controlada por el Estado español y por la Iglesia Católica. Por ejemplo, en el área de Fusagasugá el problema era bastante grave, según el informe de Moreno y Escandón de 1775. Para entonces, sólo quedaban en la zona cuatro pueblos de indios, los demás habían tenido que ser suprimidos por la disminución de los indígenas, "dimanada sin duda ya de la libertad con que voluntariamente abandonan sus pueblos, ya de confundirse con la multitud de vecinos y gentes de color agregados al feligresado de los mismos pueblos y de sus iglesias, de que por consecuencia resulta ser cada día menor el número de indios y aumentarse el de vecinos de diferentes castas"5.

Este vecindario habitaba bastante retirado de las poblaciones, ya que carecía de propiedad y no podía establecerse dentro de las tierras del resguardo: la distancia a las respectivas parroquias y los difíciles caminos hacían que estos vecinos tuvieran que privarse de asistir a la iglesia en los días festivos y fueran administrados con dificultad por los curas. Según Moreno, esto se comprueba por la vista "que presenta en todo el valle la multitud de casas y chozas de vecinos situadas dentro de los montes, cañadas y amagamientos de ríos y quebradas, viviendo separados de la sociedad, retirados de la iglesia, sin asistir a misa sino muy rara vez y en manifiesto peligro de su salud eterna, así por la facilidad de incurrir en los excesos a que vive expuesta su naturaleza, sin temor a ser conocidos ni corregidos"6.

Además, la actitud de los mestizos frente al cura católico distaba mucho de ser sumisa, según aparece tanto en los estudios históricos sobre la familia realizados por la antropóloga Virginia Gutiérrez de Pineda, como en los testimonios de un testigo ocular de la época, el padre Basilio Vicente de Oviedo en su obra Cualidades y riquezas del Nuevo Reino de Granada, que fue terminada en 1761, y que recoge sus experiencias como cura desde 1721. Doña Virginia, basándose en informes de alrededor de 1800, anota que la acción de la Iglesia en Melgar era muy amplia sobre los aborígenes "reducidos a poblado y a son de campana", pero que los españoles y mestizos de negaban a someterse al control de la Iglesia, "para no ser catalogados dentro de los grupos étnicos de status inferior". Lo mismo ocurría con los blancos y mestizos de Coello y El Espinal.

Por ello, concluye la autora que los problemas morales y de asimilación religiosa de estas zonas de la tierra caliente de Cundinamarca y Tolima son producidos por "individuos sin tierra, que se asientan en las zonas anexas a las de los propietarios y que, en razón de su pobreza, roban las haciendas de ganado de cerdo y vacunos, y viven normas libres en su constitución familiar"7.

Las dificultades de control de estas poblaciones por parte de las autoridades civiles se evidencian en las reiteradas instrucciones a los funcionarios al respecto, lo que indican que no se cumplían. Finalmente, los virreyes terminan por aceptar la situación y tratan de convivir con ella. En ese sentido, las instrucciones reservadas al virrey Pizarro, en 1749, y al virrey Messía de la Cerda, en 1760, insisten repetidamente en la necesidad de controlar y organizar a los "vagamundos" mestizos, atraídos "por la misma delicia de la tierra y la disposición de fácil subsistencia por su fertilidad"; "tal gente sólo sirve para infestar" la tierra "causando inquietud y otros perjuicios además de la ruina lamentable de sus almas". Por eso, los virreyes deberán procurar "dar las más conducentes y precisas órdenes para perseguirlos en el modo posible en el tránsito de unas provincias a otras(…) y si discurriéseis podrá haber disposición, o medios de reducirlos a población, como a toda otra gente dispersa, y a que hagan establecimientos fijos"8.

Por todo lo anterior, al finalizar la Colonia, la estructura de jerarquías sociales y de normas legales que España había introducido tenía una aceptación bastante restringida. Sin exageración se puede afirmar que fuera del estrecho ámbito de las ciudades más importantes, la aplicación de la justicia y, con ella, la efectiva presencia del Estado, eran bastante problemáticas. Sólo dentro del perímetro urbano existía un sistema efectivo de jerarquías sociales y de atribuciones políticas aceptadas en la sociedad y donde se podía proyectar la autoridad del Estado9. En las zonas más controladas e integradas, la proyección de la autoridad estatal, ejercida a través de la jerarquía social existente, se dió en primera instancia en la administración de las localidades y la justicia, las cuales se delegaban a los poderes existentes de hecho en esos ámbitos: cabildos de notables, hacendados, mineros y comerciantes, elegían a los alcaldes y autoridades de orden local. Esta delegación de poderes en el orden local era la única manera como las autoridades virreinales podían hacerse presentes de alguna manera en ese mundo de las localidades. Lo cual significaba un particular equilibrio y articulación entre los espacios público y privado, pues el control del Estado pasaba por la jerarquía y la cohesión social que se daba de hecho en las localidades.

En el sistema colonial español las jerarquías sociales poseían también un carácter político: " En América, la equivalencia entre subordinación social y subordinación política se derivaba del hecho mismo de la conquista sobre pueblos aborígenes. Desde el punto de vista del Estado español, la existencia de diversas jerarquías y esferas en la sociedad debía garantizar un eslabonamiento indispensable para transmitir la autoridad regia. Colocada en un extremo de la cadena, ésta requería de un orden social inalterable para hacerse sentir, a través de sus intermediarios, hasta el eslabón más bajo de la cadena, tan alejado del primero. La fundamentación de este orden era también de naturaleza religiosa. El privilegio social premiaba la lealtad, y la lealtad más esencial era la debida a la ortodoxia religiosa"10.

Por ello, toda situación que pusiera en duda la estructura de las jerarquías sociales, socavaba los principios de la autoridad política y ya hemos señalado que esta sólo era efectiva en los recintos urbanos y zonas aledañas. En la mayoría de los espacios vacíos que se estaban colonizando en la Nueva Granada en el siglo XVIII, este poblamiento estaba a cargo de los grupos sociales que se recuperaban demográficamente, como eran los mestizos11.

En consecuencia, fuera de los pequeños recintos urbanos, las jerarquías sociales que servían para ejercer un control inmediato sobre las grupos subalternos apenas tenían un reconocimiento nominal12. Fuera de las ciudades, existían grandes zonas donde las autoridades sociales, políticas y religiosas no tenían presencia. Eran contadas las ciudades que disponían de un sistema de alcaldes pedáneos que extendieran la jurisdicción de la ciudad en los términos de la misma, y que por lo tanto reprodujeran el orden jerárquico colonial.

Por otra parte, la irrupción de los mestizos provocó una gran perturbación de la sociedad ideal pretendida por la corona española, la cual, como ya lo señalamos, estaba dividida en la "república de blancos" -la ciudad- y la "república de indios" -el campo-. La presencia de los mestizos distorsionaba profundamente el modelo de dominación español, y creaba tensiones en la sociedad colonial entre los diversos grupos.

El control de las autoridades coloniales sobre esta población era bastante débil. Los mestizos estaban acostumbrados a una tenue presencia del Estado y su posición en la sociedad estaba marcada por la ambigüedad. Los acompañaba la creencia en el derecho al acceso a la tierra y al uso de sus productos; una creencia en el derecho de producir y consumir artículos de primera necesidad sin impuestos, que ellos consideraban arbitrarios, y la idea de que las costumbres locales deberían ser respetadas y de que la justicia debería ser administrada honestamente13.

De estas convicciones se derivaba la creencia en el derecho a resistir intrusiones arbitrarias por parte del gobierno y sus agentes. Esta actitud era consecuencia de la forma laxa como se ejercía el poder desde el Estado colonial, y de la distensión de los lazos de control social que ya hemos señalado. Posteriormente representaría la ocasión de innumerables conflictos políticos cuando se modificó la concepción del Estado al llegar la dinastía francesa de los Borbones al trono de España.

Los disturbios del orden establecido no pueden ser considerados como explosiones espontáneas y descoordinadas, sino que se deben interpretar como síntomas de la debilidad de las estructuras de control social y político. Estos eventos refuerzan los testimonios de algunos observadores de la época, para quienes la masa de la población podía volverse ingobernable y en una fuerza potencialmente turbulenta; lo cual es el resultado directo del débil control territorial del Estado, y la consecuencia de que la mayoritaria población mestiza estaba acostumbrada a una leve interferencia de los organismos estatales y eclesiásticos. Por ello, a pesar de que la población estaba dividida por considerables desigualdades en la riqueza y en el status social, los hábitos de deferencia de las clases populares frente a los "notables" no eran muy acentuadas14.

En el sentido de lo que se ha expuesto, el mestizaje como producto cultural era de carácter subversivo y por ello fue en algunos casos controlado, en otros admitido con tolerancia, y en la mayoría de los casos visto con temor. A pesar de estas actitudes, la identidad mestiza se mantendrá latente, manifestándose en distintos momentos de nuestra historia. De todas maneras, este escenario de tensiones y contradicciones que hemos descrito, se convirtió en un factor que impidió construir un marco mutuamente consentido que permitiera tanto integrar e intercambiar elementos simbólicos cargados de un significado valorativo, como elaborar referentes que sirvieran de base para los sentimientos de pertenencia que fueran comunes a todos los habitantes, indepedientemente del grupo socioracial colonial al que se perteneciera. Las aportaciones culturales de los mestizos se hicieron desde la marginalidad.

3. El inacabado proceso de las identidad nacional

Uno de los aspectos a que hace referencia el tema de identidad es la de constituirse en una de las bases que le proporcionan estabilidad a la comunidad nacional. En los países seguros de su identidad, conformados por sociedades integradas y homogéneas, la construcción de la identidad es el resultado de un proceso contínuo que deriva a la consolidación del Estado-Nación. De este proceso resulta la formación de un imaginario que se convierte en patrimonio colectivo de los con-nacionales, quienes reconocen que comparten un proyecto común, así como elementos culturales e históricos con los cuales se identifican.

Este problema de la necesidad de una homogeneidad cultural surge en las sociedades industriales como un requisito de contar con un lenguaje y un sistema de educación unificados, que permitan la movilidad social y ocupacional15. Es en este momento en que la identidad nacional aparece como un mecanismo de unidad política, y se utiliza esa homogeneidad cultural, esa "cultura compartida", para crear el sentido de solidaridad, movilidad, continuidad, ausencia de barreras profundas dentro de esa unidad política, así sea un sentimiento ilusorio.

En nuestra historia la identidad nacional no surgió como resultado de una noción histórica procesal y evolutiva, de una construcción gradual, sino que fue un problema que impuso la necesidad de encontrar una solución a la crisis iniciada con la independencia, hecho que impuso la imperiosa obligación de construir una nación dentro de los límites administrativos heredados de la colonia. Por supuesto que este acontecimiento no significó una frontera definitiva con respecto al proceso de acumulación histórica de las "identidades negativas", es decir identidades basadas en el desprecio de las características y valores propios. Esto es observado por Simón Bolívar en 1815, quien señalaba:

"Yo concibo el estado actual de América, como cuando desplomado el imperio romano cada desmembración formá un sistema político, conforme a sus intereses y situación o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones; con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas observamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos ni indios ni europeos, sino una especie intermedia entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado"16.

En el fondo lo que se estaba presentando era la imposibilidad de resolver una situación que se había gestado desde los inicios del sistema colonial, como era el establecimiento de la imposibilidad de una identidad común. Como ya lo señalamos, la estructura fundamental de la organización radicaba en las dos repúblicas, la de blancos y la de indios, creándose así una sociedad fragmentada y conflictiva, estableciéndose la exclusión como elemento estructural y ordenador, situación que no fue superada por la independencia. La nueva república no pudo establecer un proyecto integrador, y se debatía entre el discurso liberal igualitario y la práctica de una concepción social conservadora. Además, la nación era un proyecto de una élite criolla, que por definición excluía cualquier intento de establecer unas bases mestizas como elementos fundamentales en la identidad nacional.

De esta forma, la nación del siglo XIX y XX se constituyó como una organización nominalmente unitaria, pero en la realidad la identidad nacional no se formó con un reconocimiento explícito de su carácter pluricultural y multiétnico. Así, se llegó a una situación donde hubo una ausencia de cualquier tipo de matriz orgánica -histórica o cultural-, que fuera aceptada por los habitantes de la nación.

Una forma de resolver esta situación fue a través del imaginario político generado por la república liberal. Sin embargo, la imagen de la nación no llegó a ser consensual y unificadora, como era el propósito. En efecto, desde un comienzo la iglesia católica se opuso a su supresión de ser cuerpo privilegiado como lo fue en la colonia. El enfrentamiento que esto originó empezó a permear las representaciones mentales que empezaban a generar los partidos políticos que por entonces se estaban formando.

Esta fue una de las razones por la cual la imagen de la nación no llegó a ser consensual y unificadora. Desde los comienzos de nuestra historia republicana se fueron imponiendo la diversidad geográfica, la multiplicidad de intereses, la heterogeneidad étnica y cultural, diferencias que no lograron ser superadas. Predominaron las fuerzas dispersoras de los políticos, lo cual se convirtió en un vehículo que potenciaba todas las diferencias. La política, vista como un conjunto de subculturas, comenzó a dividir en liberales y conservadores a los miembros de la nación. De esta manera, al fraccionamiento y exclusión heredados de la colonia, se le sumó la fuerza divisionista de los políticos, nueva frontera que se prolongó hasta entrado el siglo XX.

Para darle vida a la pertenencia a la nación, la élite política creó mitos e inventó tradiciones en la búsqueda de que los diversos sectores sociales pudieran identificarse con la "comunidad imaginada", inscribiendo sus valores y las aspiraciones de su época en el destino de la nación. Sin embargo, estos propósitos iniciales no se llevaron a cabo, puesto que, como ya lo señalamos, la mitología política se fue dividiendo a medida que surgían los partidos políticos, rompiendo con la posibilidad de establecer imaginarios comunes aceptados por todos. Los miembros de los dos partidos comenzaron a verse como dos pueblos contrapuestos que no podían pertenecer a la misma patria. En consecuencia no se forjó una cultura política común, matriz de una identidad colectiva, y en su reemplazo se formaron varias culturas, cada una proyectando imágenes contrapuestas, buscando la propia cohesión a través de la descalificación del contrario. Cada partido forjó una mitología fundadora de la nación, y el resultado de ello fue el establecimiento de dos mitos fundadores contrapuestos, antagónicos, que alimentan una visión dividida de la comunidad imaginada y la ausencia de la unidad en la idea de nación.

Encontramos entonces que durante la república los dos partidos políticos, en vez de resolver las fuerzas divisionistas heredadas de la colonia, van a potenciar la división y el fraccionamiento de la identidad nacional, los sentimientos de pertenencia y los símbolos unificadores.


Citas

1. Silvia Rivera Cusicanqui. "Violencia e identidades Culturales en Bolivia ". En: Violencia en Bolivia. Un estudio Interdisciplinario. Xavier Albó y Raúl Barrios, editores. La Paz. Apep, 1993. p. 7.

2. Serge Gruzinski. La guerre des images. De Christophe Colomb a "Blade Runner". 1492-2019. París, Fayard, 1990.

3. Germán Colmenares, "El tránsito a sociedades campesinas de dos sociedades esclavistas en la Nueva Granada. Cartagena-Popayán, 1780- 1850", en: Memoria del Primer Congreso Departamental de Historia, Neiva, s. p. i., 1988, p. 82.

4. Fernán González," Espacios vacíos y control social a finales de la colonia", en: Análisis, No. 4, Bogotá, Cinep, 1990, p. 6.

5. Francisco Antonio Moreno y Escandón, Indios y mestizos de la Nueva Granada a finales del siglo XVIII, Bogotá, Banco Popular, 1985, p. 72.

6. Ibíd., p. 73.

7. Virginia Gutiérrez de Pineda, La familia en Colombia, Volumen I. Transfondo histórico. Bogotá, Universidad Nacional, 1963, pp. 340- 343.

8. Archivo General de Indias, Santafé, 677.

9. Germán Colmenares, La Ley y el Orden: Fundamento Profano y Fundamento Divino. En Boletín Cultural y Bibliográfico, volumen XXVII, Número 22, Bogotá 1990, p. 12.

10. Ibíd., p. 9.

11. Si observamos el caso de Santa Fe de Bogotá, podemos apreciar mejor la evolución demográfica a que hacemos mención. Así, en el siglo XVII la capital poseía una población mayoritariamente indígena, predominio que se pierde en el siglo XVIII: si en 1670, el 70% de la población santafereña era indígena, en 1778 tan sólo el 10% lo conformaba este grupo social. En contraste, el grupo blanco junto con el mestizo congregaba casi el 86% de la población, y luego, en 1793 más de la mitad de la población -el 57%- era mestiza. El grupo blanco, que crecía más lento, conformaba el 34% y el indígena solamente el 3%. (Ver: Julián Vargas, Historia de Bogotá, T. I, Bogotá Fundación Misión Colombia, Villegas Editores, 1988, p. 104.)

12. Ibíd.

13. Antony Mcfarlane, op. cit., p. 62.

14. Ibíd. Son numerosos los testimonios de funcionarios y viajeros peninsulares del siglo XVIII quienes registran con sorpresa la familiaridad y falta de respeto de las clases bajas con sus superiores. Esto se va a repetir con los viajeros extranjeros al comienzo de la república.

15. Ernest Gellner. Cultura, Identidad y Política. El Nacionalismo y los Nuevos Cambios Sociales. Gedisa, 1989, p. 27.

16. Citado por Fabio Zambrano, "La Invensión de la Nación". En: Revista Análisis No. 3, Bogotá, Cinep, 1989, p. 32.