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Fundamentos éticos de la gestión del riesgo

Fundamentos éticos da gestão de risco

Ethical Foundations of Risk Management

Gustavo Wilches-Chaux**


* Este texto es la edición parcial de otro, presentado en junio de 2002 en el UNDP Expert group meeting on risk management and adaptation, realizado en La Habana (Cuba). Es resultado de años de trabajo del autor con comunidades vulnerables tanto a las amenazas naturales como a las amenazas antrópicas, la más grave de todas, la violencia. El escrito fue, en su momento, adaptado del texto “De nuestros deberes para con la vida”, Gustavo Wilches-Chaux (CRC, Popayán – Colombia, 2000), el cual se puede bajar completo de http://amauta.org/deberes.htm

** Escritor payanés. Abogado y graduado en Ciencias Políticas y Sociales, Universidad del Cauca. Estudios posgraduales en manejo de desastres y producción de audiovisuales, Inglaterra. Consultor en el campo ambiental y de la gestión del riesgo. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.


Resumen

Especialistas en gestión del riesgo concuerdan en que la humanidad será testigo de nuevos y mayores desastres, tendencia que viene en aumento desde la última década. Esto se debe, por una parte, al incremento de la población humana en condiciones de vulnerabilidad y, por otra, a que los fenómenos de la naturaleza están incrementando su poder destructivo. El autor de este artículo se encuentra entre quienes interpretan esto último como una expresión del sistema inmunológico de la biosfera intentando deshacerse de una especie que, por una parte, constituye “la obra maestra” del Cosmos, pero que simultáneamente ha adquirido la condición de plaga. Una de las claves de la supervivencia de nuestra especie en el planeta está en la Ética.

Palabras clave: riesgo, autorregulación, resiliencia, plaga, compasión, senestesia, ética.

Resumo

Especialistas em gestão do risco concordam que a humanidade será testemunha de novos e maiores desastres, tendência que vem aumentando desde a última década. Isto ocorre, por uma parte, pelo incremento da população humana em condições de vulnerabilidade e por outra parte, pelos fenômenos da natureza que estão incrementando o seu poder destrutivo. O autor deste artigo está entre as pessoas que interpretam este último como uma expressão do sistema imunológico da biosfera que está tentando se desfazer de uma espécie que, por uma parte, constitui “a obra prima” do Cosmos, mas que simultaneamente adquiriu a condição de praga. Uma das chaves da suprevivência da nossa espécie no planeta está na Ética.

Palavras-chave: risco, auto-regulação, resiliência, praga, compaixão, sinestesia, ética.

Abstract

Specialists in risk management agree of humanity will be witness of new and bigger disasters, tendency that has been growing in the last decade. This is due to the increase of human population in a condition of vulnerability, by the one hand, and to the increase of the destructive power of natural phenomena, by the other. The author of this article is among the ones who interpret the last aspect as an expression of the immunological system of the biosphere that is trying to get rid of a species that, although is the “masterpiece” of the Cosmos, has become a plague. One of the keys for the survival of our species on the planet is on Ethics.

Key words: risk, self-regulation, resilience, plague, compassion, coenesthesia, ethics.


A manera de introducción

El ser humano se puede considerar “la obra maestra” del Universo conocido, entre otras razones porque su cerebro conforma la estructura más compleja de que puede dar cuenta la ciencia. Además, cada organismo humano es el resultado de la interacción de varios trillones de células, cada una especializada en cumplir una función específica. Los seres humanos, por otra parte, han creado una estructura que puede llegar a ser más compleja que el cerebro humano: la “noosfera” conformada por los cerebros humanos interconectados entre sí en tiempo real y cuya primera “versión” conocemos hoy como la world wide web. Al mismo tiempo, se debe reconocer que en los cuatro mil millones de años que lleva la vida de existencia sobre la Tierra nuestra especie se ha convertido en la peor de cuantas plagas han azotado a este planeta. Fenómenos como el calentamiento global y sus efectos sobre eventos naturales como los huracanes o los fenómenos de El Niño y La Niña, pueden interpretarse de dos maneras: una, como resultado del impacto de la actividad humana en perjuicio de los mecanismos de autorregulación de la biosfera; y, segunda –tesis que suscribo–, considerar que lejos de haberse deteriorado, los mecanismos de autorregulación de la biosfera se encuentran en perfecto estado y, a través de fenómenos como el calentamiento global y su impacto sobre los fenómenos naturales descritos, están actuando para deshacerse de la plaga. La gestión del riesgo busca evitar que los fenómenos naturales, socio-naturales y antrópicos se conviertan en amenazas contra los seres humanos y, en consecuencia, que den origen a riesgos y desastres. ¿Quienes se dedican a la gestión del riesgo estarán, entonces, evitando que los mecanismos de autorregulación de la biosfera cumplan sus objetivos, y, en consecuencia, estarán favoreciendo a la plaga? Para mí, la única ética aceptable es la que tiene como objetivo último la felicidad humana. Pero, al mismo tiempo, creo necesario garantizar que nuestra especie sea consciente de su condición de plaga y adopte decisiones trascendentales para que no se convierta en una amenaza contra los ecosistemas. Lo anterior exige, entre otras cosas, escuchar a la naturaleza y reconocerle su derecho a participar en todas las decisiones que la afectan. De lo contrario, la naturaleza pasa la cuenta.

Este texto fue escrito en Colombia y, por supuesto, está marcado de lado a lado por la dolorosa realidad de la guerra que hoy vive el país y que, en palabras del investigador francés Daniel Pecaut, más que una guerra civil, es una guerra contra la sociedad civil.

La violencia en Colombia produce cuarenta mil homicidios en el año, de los cuales cerca de treinta mil se atribuyen a la delincuencia común. Los restantes, a los enfrentamientos entre actores armados (fuerzas militares y de policía, grupos guerrilleros y grupos paramilitares); a los efectos de esos enfrentamientos sobre la población civil desarmada que, como sucedió hace un tiempo en Bojayá (Chocó), suele quedar atrapada entre dos fuegos; y a las masacres que la guerrilla y los paramilitares llevan a cabo, indistintamente, contra las comunidades que sindican de ser colaboradoras o simpatizantes del bando contrario, o cuyos territorios poseen interés estratégico para cualquiera de esos grupos, lo cual motiva su desplazamiento forzado. El número de desplazados internos en Colombia, en junio de 2002, se acercaba a los tres millones de personas1.

Pero al mismo tiempo, mientras esto se escribía, un porcentaje muy alto del territorio colombiano y de las comunidades que lo habitan en ciudades y en zonas rurales se encontraba literalmente bajo el agua, debido a los fuertes aguaceros registrados y al consecuente crecimiento de los ríos y otros cuerpos de agua del país, cuyas orillas se encuentran densamente pobladas2.

La población colombiana, al igual que sucede con otras comunidades del mundo, está perdiendo su capacidad de adaptación a unos cambios del entorno, que si bien son aparentemente naturales, cada vez son más contundentes y que interpreto como expresiones del afán de la biosfera por recuperarse de las agresiones de que ha sido víctima por parte de la especie humana.

Si los ecosistemas poseen una capacidad de resiliencia que les permite “sanar” o recuperarse de las crisis que los afectan, la biosfera, conformada por todos los ecosistemas del planeta y por las estrechas interrelaciones e interdependencias entre unos y otros, también posee una capacidad global de resiliencia (expresión de la capacidad de autorregulación u homeostasis de los seres vivos), que se expresa de manera planetaria o a través de procesos locales. Se trata de un sistema inmunológico propio de la condición de ser vivo que ostenta la Tierra y que, al igual que el sistema inmunológico del organismo humano, produce “fiebre” cuando registra el ataque de algún virus. En este caso, posiblemente los virus seamos los seres humanos y el sistema inmunológico del planeta está intentando deshacerse de nosotros. Paradójicamente, vistas así las cosas, nuestra función como promotores de la gestión del riesgo, podría interpretarse, entonces, como evitar que el sistema inmunológico del planeta tenga éxito en su propósito de deshacerse de la plaga. A menos que, como parte de la gestión del riesgo, logremos encontrar la manera de seguir actuando en beneficio de la especie humana, pero sin mantener –y mucho menos incrementar– nuestra condición de plaga.

Para ese propósito, la ética constituye una herramienta de primer orden.

Los colombianos estamos comenzando a comprender que simultáneamente a nivel local y a nivel de la Tierra, y tanto en nuestra condición de colombianos como de integrantes de la especie humana, la ética es para nosotros, en este momento, un requisito de supervivencia. El punto de partida para solucionar constructivamente las crisis que nos afectan, es el reconocimiento del carácter sagrado de toda forma de vida (incluida por supuesto la humana), el reconocimiento de la unidad del fenómeno vital (que se expresa en la interdependencia entre todos los seres vivos que conformamos la biosfera y entre los ecosistemas de los cuales formamos parte) y el reconocimiento de la responsabilidad que nos corresponde asumir, como seres humanos, frente a la vida terrestre.

Somos una obra maestra del devenir universal

Nuestro sol, la estrella de la cual se deriva toda la energía que consumimos en la Tierra, se encuentra en la periferia de una galaxia –la Vía Láctea– de la cual forman parte, según el más prudente de los cálculos, cien mil millones de estrellas más. Los astrónomos afirman que existen en el cosmos otras cien mil millones de galaxias, algunas con dos, tres o cuatro veces más estrellas que nuestra Vía Láctea.

Suponiendo que todas las galaxias tuvieran en promedio unas cien mil millones de estrellas, existirían en el universo cien mil millones de estrellas al cuadrado, es decir, diez mil trillones de estrellas, un uno seguido de 22 ceros, cifra imposible para nosotros de concebir3.

No todas esas estrellas poseen planetas girando a su alrededor (de hecho se presume que, por ejemplo en la Vía Láctea, sólo el cinco por ciento de las estrellas los poseen), ni en todos los planetas se dan las condiciones para que en ellos surja la vida, al menos en alguna forma similar a como la conocemos en la Tierra, para lo cual es necesario que el agua en estado líquido exista.

Los astrónomos tienen en cuenta otros factores para calcular la probabilidad de que en algún otro lugar del universo pueda existir vida, y en especial alguna forma de vida consciente de su propia existencia y de la existencia del cosmos, tal y como somos los seres humanos: es decir, lo que orgullosamente denominamos “vida inteligente”, o por lo menos “vida consciente”.

Entre esos factores está la probabilidad de que, en efecto, en un planeta propicio para la vida, este fenómeno haya llegado a surgir; la probabilidad de que en ese planeta la vida haya alcanzado a evolucionar hasta una forma “inteligente” de civilización y que haya logrado sobrevivir a su propio desarrollo tecnológico, sin caer en fenómenos autodestructivos como una hecatombe nuclear.

Lo cierto es que por muy bajas que fueran esas probabilidades, por decir cualquier cosa, de uno por cada diez mil millones de estrellas, en un universo de diez mil trillones existirían un billón (un millón de millones) de estrellas a cuyo alrededor giraría al menos un planeta habitado por una civilización.

Es decir que, desde el punto de vista de las probabilidades, no solamente es posible, sino casi seguro, que en algún otro lugar del universo existan seres vivos, e incluso otros seres como nosotros, conscientes de su propia existencia.

Nuestra existencia sobre este planeta se debe a la confluencia de múltiples factores, tan extraños como la presencia del gigante Júpiter en su órbita alrededor del sol, cuya enorme influencia gravitacional determina que choques como el que se produjo hace 65 millones de años al estrellarse un cometa contra la Tierra, no se produzcan con una mayor regularidad (lo cual habría impedido que la vida alcanzara a evolucionar hasta llegar a nosotros).

Pero aún así, como ya dijimos, por compleja que sea la confluencia de factores necesarios para que surja y permanezca la vida sobre un planeta y por muy pequeña que sea la probabilidad de que todos esos factores se den, no resultaría concebible que en un universo de dimensiones tan gigantescas (1033 años luz cúbicos de espacio, según Timothy Ferris), solamente se haya desarrollado la consciencia en un pequeño planeta que gira alrededor de una estrella insignificante situada cerca del borde exterior de una galaxia de tamaño promedio.

Más aún cuando pueden existir formas de vida y formas de consciencia no necesariamente ligados a procesos biológicos similares a los de la Tierra, sino materializados en otras formas de energía o en otro tipo de procesos que no llegamos a sospechar.

En conclusión: tiene que haber vida –y además vida consciente– en algún otro lugar del universo, sobre lo cual no puede caber duda alguna, por lo menos desde el punto de vista de –incluso las más prudentes– probabilidades.

Sin embargo, en este universo de diez mil trillones de estrellas, únicamente tenemos la absoluta seguridad de la existencia concreta de vida en un solo planeta: la Tierra.

Y solamente estamos completamente seguros de la existencia concreta de una sola forma de vida consciente de su propia existencia y consciente de la existencia del cosmos: la especie humana, nuestra propia especie.

Debo anticiparme a decir que comparto las críticas que se le formulen a la anterior afirmación, en el sentido de que es posible que otras formas de vida, como los animales e incluso las plantas (o las montañas y las nubes), también puedan ser conscientes –a su manera– de su propia existencia. Como también es posible que algunas especies animales (¿los elefantes, las ballenas, los delfines?) puedan ser conscientes –también a su manera– de la existencia del cosmos.

Es más: me atrevo a afirmar que yo creo que sí lo son (el mero acto de ser lo que se es, esa “dignidad sin palabras de los animales salvajes” de que habla Timothy Ferris (1993: 98) , podría entenderse y vivenciarse como otra forma de conciencia cósmica). Pero entramos en el terreno de la subjetividad, en el cual (si bien no les niego validez), entran a jugar la cosmovisión de cada quien y los valores personales.

En cambio parece objetivamente comprobado que, posiblemente con algunas excepciones, todos los seres humanos somos conscientes de nuestra propia existencia, así no podamos estar tan seguros de que todos los seres humanos sean igualmente conscientes de la existencia del universo y de que forman parte de él. Pero esto último por razones culturales, y no porque existan diferencias cerebrales que les impidan a algunas personas adquirir esa conciencia de pertenencia y de totalidad.

El universo es consciente de su propia existencia a través de nosotros. Se conoce a sí mismo por intermedio del cerebro humano y siente que existe y que está vivo a través de nuestros sentidos y de nuestra senestesia. Podríamos afirmar que los seres humanos constituimos la propiocepción del universo, el sentido de su propia existencia (o por lo menos uno de sus órganos de propiocepción), es decir, su cenestesia (con “c”), pero que a su vez somos la senestesia (con “s”) del cosmos: ese sentido a través del cual el cosmos capta la sensación de existir y percibe (o se interroga sobre) el significado y la dirección de ese existir (Wilches-Chaux, 1996).

Cada ser humano, cada uno de los seis mil millones de seres humanos que hoy poblamos el planeta, somos un universo único, irrepetible y particular. Cada uno de nosotros ha recorrido en nueve meses, dentro del vientre materno la historia de la vida en la Tierra, desde cuando comenzó a existir hace cerca de cuatro mil millones de años en un medio acuoso similar al líquido amniótico dentro del cual se desarrolla nuestra gestación, hasta la aparición de los primeros seres humanos sobre la superficie terrestre. Timothy Ferris afirma que no se conoce en el universo una estructura más compleja que el cerebro humano, quizás con excepción de lo que el ruso Vladimir Ivanovich Vernadsky, y los franceses Edouard Le Roy y Teilhard de Chardin, denominaron la noosfera, es decir, el encadenamiento de todos nuestros cerebros a través de la biosfera.

Aun cuando efectivamente existieran en el universo otros seres conscientes, a través de los cuales el cosmos se perciba a sí mismo y se interrogue sobre su razón de ser, nosotros, los seres humanos, no dejaríamos de ser, si bien no “la obra maestra” (así con un artículo tan antropocéntricamente determinado), sí por lo menos “una de las” obras maestras del devenir universal.

Reconocernos ese carácter no se opone a la conciencia de nuestra pequeñez en términos tanto espaciales como temporales. En términos de dimensiones o de duración podríamos afirmar que no es nada. Pero en términos de significado podemos considerar que lo es todo.

Nuestra capacidad para el amor, para el descubrimiento, para la creatividad y para la poesía en todas sus expresiones (incluida nuestra capacidad para escrutar el universo a través de la ciencia académica y “popular” y muchas de las aplicaciones de la tecnología), me hacen sentir orgulloso de pertenecer a la especie humana.

Somos la peor plaga que existe o haya existido sobre la superficie de la tierra

Ninguna especie constituye una plaga por sí misma, pero cualquier especie animal o vegetal puede convertirse en plaga si desaparecen los mecanismos que regulan su impacto sobre los ecosistemas de los cuales forma parte; impacto que puede provenir del tamaño de la población, del comportamiento ecológico de la especie o, por supuesto, de la combinación explosiva de los dos factores mencionados.

En los ecosistemas naturales esos mecanismos de regulación se materializan y llevan a cabo a través de las múltiples interacciones que conectan a unas especies con otras y a los seres vivos (animales, plantas, microorganismos) con los llamados componentes abióticos o supuestamente no vivos de los ecosistemas (minerales, humedad, luminosidad, temperatura, etc.).

El crecimiento de una especie está controlado, entre otros factores, por las condiciones que le garantizan un hábitat para protegerse, para alimentarse, para reproducirse y para levantar a sus crías; por la cantidad de alimento disponible y por los “enemigos naturales” o predadores que se alimentan de esa especie en particular. Esa telaraña viva de interacciones determina que, por ejemplo, si la presión de una especie sobre su fuente de alimento es muy grande, el alimento disminuye, con lo cual disminuirán las posibilidades de la especie para reproducirse y en consecuencia disminuirá la especie, reduciéndose así la presión sobre la especie animal o vegetal que le sirve de alimento.

O si se incrementa la población de una especie habrá más alimento para sus predadores (las especies que se alimentan de ella) y en consecuencia más predadores, lo cual conllevará a que disminuya la especie predada. De esta manera, a través de mecanismos permanentes de autorregulación (basados en una combinación dinámica de retroalimentaciones positivas y negativas) los ecosistemas naturales, al igual que los llamados agro-ecosistemas (sistemas productivos administrados por los seres humanos con base en los principios de los ecosistemas naturales), mantienen una condición de estado estable, que se traduce en una relación armónica (aunque no necesariamente “equilibrada”)4 de las especies vivas entre sí y de estas con su entorno.

Si en un ecosistema se talan los árboles en los cuales anidan unas aves que se alimentan de unas mariposas, debido a lo cual esas aves se ven obligadas a migrar, muy posiblemente las mariposas se convertirán en plagas. Y si esa tala se realiza para reemplazar los árboles por un monocultivo de una planta que les sirva de alimento a las mariposas, se reforzará aún más esa condición.

Los seres humanos hemos ido eliminando paulatinamente todos los mecanismos naturales que en algún momento regularon nuestro impacto sobre los ecosistemas que ocupamos, con lo cual nuestra especie ha adquirido no solamente la condición de plaga, sino de la más destructiva de cuantas plagas han existido o existen hoy sobre el planeta.

En primer lugar, hemos acabado con casi todos los “enemigos naturales” que amenazan nuestra existencia (aunque, como ya vimos, en los ecosistemas naturales, si bien unas especies constituyen una amenaza para los individuos de otras especies, en términos más globales contribuyen a la supervivencia de la especie que les sirve de presa). Los pocos seres vivos que podríamos considerar nuestros “enemigos naturales” se encuentran a nivel de microorganismos (virus y bacterias). Los científicos siguen trabajando para eliminar, o por lo menos para controlar, esos “enemigos naturales”, por ejemplo mediante la búsqueda de una vacuna contra la malaria o contra el Sida, o de medios para combatir estafilococos y otros microorganismos que constituyen un dolor de cabeza para nuestra especie.

En segundo lugar, hemos logrado que no existan ni ecosistemas ni condiciones ambientales completamente vedadas para nuestra especie: los seres humanos hemos conquistado los polos, los trópicos, las zonas costeras de distintas latitudes, los desiertos, y comenzamos a aventurarnos en el espacio exterior y los fondos oceánicos. Si bien el espacio exterior y los fondos oceánicos todavía no están habitados de manera permanente por los seres humanos, sí es notorio el impacto que sobre los mismos causa la actividad de nuestra especie. Alrededor de la Tierra giran en este momento varios cientos de toneladas de chatarra espacial.

En tercer lugar, hemos logrado liberarnos de los mecanismos mediante los cuales la selección natural limita las posibilidades de supervivencia de los individuos “menos aptos” desde el punto de vista estrictamente biológico, al igual que hemos logrado superar –y seguimos superando– la “esperanza de vida” de los seres humanos. Y si bien es cierto que un porcentaje muy alto de la población humana vive por debajo de los límites de la pobreza, lo cual se traduce en condiciones de hambre, también lo es que dicha hambre no se debe a que nuestra especie no esté en condiciones de producir todos los alimentos que necesitamos, sino a que ni los recursos están equitativamente distribuidos, ni a nivel global los mercados tienen como prioridad la satisfacción de las necesidades humanas, sino la protección de los intereses económicos de unos pocos productores e intermediarios. Por eso vemos que con frecuencia en los países “desarrollados” –y algunas veces en el nuestro– se destruyen alimentos “sobrantes” para conservar elevados sus precios. En términos teóricos, la humanidad podría producir los alimentos que necesitarían aún el doble o el triple de sus habitantes actuales. Otra cosa es el impacto sobre el planeta que esa producción implicaría y las posibilidades reales de mantenerla en el largo plazo, es decir, de llevarla a cabo de manera sostenible.

En cuarto lugar, la población de nuestra especie se incrementa cada vez más rápido. “En la actualidad la población mundial asciende a unos 6.000 millones de seres humanos. Si el período de duplicación se mantiene constante, dentro de 40 años (hacia el 2040) habrá 12.000 millones; dentro de 80, 24.000 millones; al cabo de 120 años, 48.000 millones... Sin embargo, pocos creen que la Tierra pueda dar cabida a tanta gente” (Sagan, 1998: 29).

En quinto lugar, ninguna especie ha tenido la capacidad de impacto sobre el ambiente (no sólo a nivel local sino también global), que ha alcanzado la tecnología humana en sus efectos tanto directos e intencionales, como indirectos o accidentales. Para citar sólo unos cuantos ejemplos, en pocas décadas hemos deteriorado la capa de ozono que filtra las radiaciones ultravioleta procedentes del sol, y que la vida tardó cerca de dos mil millones de años en formar. El fenómeno del calentamiento global, producido por la contaminación humana sobre la atmósfera terrestre, ha agudizado la capacidad destructiva de huracanes y tornados, así como de otros fenómenos

naturales como El Niño y La Niña.

Hoy es un hecho la posibilidad de manipular los códigos genéticos de los seres vivos, incluidos los seres humanos, con consecuencias todavía impredecibles para el futuro del planeta y de la especie. Poseemos la capacidad tecnológica para transvasar aguas de unas cuencas a otras, para crear nuevos elementos químicos, para extraer la energía encerrada en los átomos, para desecar zonas costeras y humedales, para extraer cualquier mineral o sustancia encerrada en la corteza de la Tierra, ya sea en la superficie o en el fondo del mar.

No sabemos, en cambio, qué hacer con una gran mayoría de los desechos que producen todos esos procesos en que se materializa el “desarrollo” y que cada día invaden de manera más agresiva los suelos y subsuelos, la atmósfera y los cuerpos de agua, además del –hasta hace pocas décadas todavía incontaminado– espacio exterior. Refiriéndose a la pérdida de la reciprocidad en la relación entre la comunidad humana y los ecosistemas que ocupamos, afirma Thomas Berry que “lo que ocurre ahora y el origen de nuestra tragedia (ecológica), es nuestra negativa a devolver lo que se nos ha dado; el sistema industrial es un esfuerzo para evitar la devolución, el precio de nuestras comodidades actuales. Tomamos de la Tierra sin darle. Así de simple. Tomamos recursos y devolvemos productos venenosos” (1997: 143).

En sexto lugar, la cultura, que antes sustituía en la sociedad humana los mecanismos de autorregulación que rigen en los ecosistemas naturales, a través de creencias y conductas como los mitos y los ritos que los materializaban, o del animismo de las llamadas “religiones primitivas” (que reconocía el carácter sagrado que poseen todos los seres que comparten con nosotros el planeta), hoy está cada vez más al servicio de nuestra condición de plaga. Desde el hecho mismo de que carezcamos de una cosmovisión totalizante que nos permita aprehender el universo como un todo y descubrir el papel y la posición del ser humano dentro de esa trama compleja que es el cosmos, hasta el desconocimiento de los derechos de otras especies animales y vegetales, derechos inherentes a su condición de seres vivos, independientemente de que sean o no “útiles” a los intereses (especialmente económicos) de los seres humanos.

Nuestra cultura refuerza, a través de la mayor parte de sus expresiones, la convicción de que los seres humanos constituimos la razón de ser y el fin último de este planeta que ocupamos y explotamos. Hemos perdido la conciencia de las interacciones y de las mutuas dependencias entre unas especies y otras y entre los seres vivos y los demás elementos que conforman el ambiente. Como ya indicamos, los científicos sospechan con altas probabilidades de certeza, que la vida ha logrado evolucionar hasta formas tan complejas como la sociedad humana, gracias a la presencia del planeta Júpiter en su órbita. Saben, por ejemplo, que la vida aeróbica de la Tierra depende para su existencia de la sanidad del fitoplancton (plantas microscópicas en suspensión) que habita en las aguas marinas y que a través de la fotosíntesis genera la mayor parte del oxígeno que respiramos. La ciencia sabe también que la estabilidad de la temperatura de nuestro planeta depende de la capacidad de las selvas tropicales para regular, también por medio de la fotosíntesis, la cantidad de gas carbónico presente en la atmósfera terrestre. Así mismo, se sabe que en la biodiversidad de las selvas tropicales existen los principios activos capaces de curar muchas de las enfermedades conocidas, así como posiblemente enfermedades que todavía no se conocen o que todavía no existen, pero que, al paso que vamos, para cuando aparezcan, ya habremos destruido la farmacia natural que contiene las sustancias capaces de curarlas.

Como nos hemos hacinado en ciudades aparentemente independientes de los condicionamientos de la naturaleza, hemos olvidado nuestra dependencia de los ciclos estacionales, e incluso de la necesidad del día y de la noche. La disponibilidad de luz artificial nos ha hecho olvidar que la oscuridad cumple una función tan esencial para la diaria revitalización de la vida, como la función que cumple el sol como fuente de energía lumínica y de calor.

En lugar de maravillarnos ante los prodigios más tangibles del cosmos –de un cosmos que comienza en nuestros propios cuerpos y de cuya milagrosa voluntad de vida nosotros, los seres humanos, somos una expresión tangible, concreta e inmediata–, en vez de reconocer las más evidentes interdependencias que nos vinculan con otras especies y con otros seres que comparten con nosotros desde nuestro hábitat más inmediato hasta esa “comunidad sagrada” que es la biosfera, nos extasiamos ante la posibilidad de improbables dependencias, dictaminadas por “ciencias” ocultas y dudosas. Estamos tan obnubilados por las posibilidades de lo sobrenatural que hemos perdido la capacidad para reconocer los milagros cotidianos que nos ofrece la naturaleza, incluyendo el milagro de existir. Como afirma el escritor colombiano Arturo Guerrero, “solemos añorar al medio día las estrellas, sin advertir que el sol es una de ellas”.

Todo lo anterior determina que no solamente actuemos sino que además pensemos como plaga.

Nos arrogamos los derechos de vida y de muerte, y de extinción y de existencia, sobre las demás especies vivas y sobre los demás elementos del entorno, y nos consideramos la única razón de ser de este planeta, hasta el punto de eliminar todo cuanto pueda constituir un obstáculo para nuestra prepotencia; construimos múltiples discursos filosóficos y aparentemente “éticos” para justificar nuestro derecho a explotar otras formas de vida o a destruir sus hábitats.

Pero al mismo tiempo nos olvidamos del carácter sagrado de toda vida humana, del valor de cada individuo como manifestación del universo, como expresión de la “comunidad sagrada”. Esta afirmación no es mera retórica, en un país como Colombia en donde se asesinan cuarenta mil personas en el año, en donde el secuestro es una industria lucrativa y en donde existen un millón y medio de personas desplazadas, seres humanos arrancados violentamente de sus costumbres, de sus raíces, de su territorio, de su universo simbólico y de su historia. Sólo podemos entender el profundo drama humano de los desplazados si nos imaginamos que de la noche a la mañana alguien resuelve arrancarnos de raíz de nuestro hábitat y nos vemos obligados a trasplantarnos a un territorio desconocido y hostil.

Ninguna otra especie alcanza los extremos de crueldad contra sí misma y contra otras especies de que somos capaces los humanos.

Ninguna otra especie es capaz de los horrores del secuestro o la tortura en cualquiera de sus formas físicas o espirituales. Ninguna otra especie se divierte o se enriquece a costa del dolor planificado de otros seres vivos, ni se solaza en la crueldad como la especie humana. Ninguna otra especie propicia como forma de diversión las peleas a muerte entre otras especies e incluso entre seres humanos.

Nuestra capacidad para la crueldad y nuestro poder destructivo en todas sus expresiones (incluidas tantas manifestaciones perversas de la ciencia, la religión y la política, y muchas aplicaciones nefastas de la tecnología) me hacen sentir avergonzado de pertenecer a la especie humana.

La dimensión de nuestro dilema: ¿cómo actuar en favor del ser humano sin acentuar la condición de plaga?

Si por una parte, a nivel de especie, nos reconocemos a nosotros mismos como una de las obras maestras del devenir universal e interpretamos la razón humana como una de las formas a través de las cuales el universo es consciente de su propia existencia y se interroga sobre su razón de ser, y si a nivel individual aprendemos a valorar en cada ser humano una expresión única, particular e irrepetible de esa “comunidad sagrada” que es el cosmos, pero al mismo tiempo adquirimos consciencia de nuestra condición de plaga, nos veremos enfrentados a un dilema ético, pues todo cuanto hagamos en favor de la especie humana, de su calidad de vida y de su felicidad lo estaremos haciendo en favor de la plaga.

Personalmente no concibo una ética que no tenga como objetivo último mejorar las condiciones de existencia –materiales y espirituales– de los seres humanos. Creo, con el cura Camilo Torres, que “el amor es eficaz o no es amor” y que, así mismo la ética, que es una herramienta del amor, se convierte en acción eficaz a través de múltiples expresiones concretas de la actividad humana: la producción de más alimentos y de mejor calidad para satisfacer las necesidades crecientes de la población; el desarrollo de vacunas y de tratamientos para prevenir y curar enfermedades como el cáncer y el Sida; la reducción de la mortalidad infantil; la prolongación de la vida en condiciones de calidad y dignidad material y espiritual; la curación de enfermedades congénitas; la gestión de riesgos encaminada a prevenir la ocurrencia de desastres o a reducir las pérdidas y el sufrimiento que producen; la búsqueda de soluciones pacíficas a los conflictos; el desarme de las naciones; la abolición de las armas químicas, biológicas, informáticas y nucleares... Resultaría imposible enumerar todas las formas a través de las cuales varios cientos de miles de seres humanos se dedican y se han dedicado, a través de la historia, a trabajar en favor de nuestra especie.

Sin embargo, repito, si no logramos cambiar radicalmente la manera como nos relacionamos entre nosotros mismos y con nuestro planeta, todo cuanto sigamos haciendo en favor de los seres humanos lo estaremos haciendo en contra de la Tierra.

Aunque a nivel puntual resulte válido que los avances que logremos, por ejemplo, con miras a reducir la pobreza e incrementar las oportunidades de las comunidades marginadas, contribuye a la preservación de los ecosistemas con los cuales éstas interactúan y de las especies no humanas que los habitan, a nivel global esto solamente podrá producir efectos reales en favor de la biosfera, si somos capaces de revertir globalmente el rumbo de nuestra especie como plaga.

Como dice el antes citado Thomas Berry, “necesitamos una profunda terapia cultural”, una revolución ética que redimensione el sentido de cuanto hagamos en beneficio de la especie humana, para que al mismo tiempo beneficie a la Tierra.

Sería inconcebible que renunciáramos a la búsqueda de la cura de las enfermedades que afectan a nuestra especie, que les diéramos la bienvenida a las masacres y a las guerras como medio para reducir la población humana, que impidiéramos –de estar en nuestras manos– la posibilidad de salvar la vida de un niño enfermo o de prolongar con dignidad la existencia de un anciano, o que dejáramos de trabajar para evitar que los fenómenos propios de la dinámica de la naturaleza se conviertan en desastres para las comunidades humanas.

Pero creo sí en la necesidad de un “ambientalismo místico”, que nos permita sentirnos uno con el cosmos –con ese cosmos que arranca y tiene su expresión en nuestros propios cuerpos– y que nos permita reconocer y admirar en cada uno de los seres y fenómenos que nos rodean (también partiendo de nosotros mismos) a esa “comunidad sagrada de sujetos” de que habla Thomas Berry.

Aunque en algunos momentos pudiera parecer lo contrario, este texto se basa en una actitud esperanzada sobre el futuro de la especie humana y de nuestra capacidad para convivir armónicamente con la Tierra y con las demás especies que, junto con nosotros, conforman la biosfera.

En sus diálogos epistolares con Carlo María Martini, Obispo de Milán, Umberto Eco se pregunta si “existe una noción de esperanza (y de propia responsabilidad en relación al mañana) que pueda ser común a creyentes y a no creyentes. ¿En qué puede basarse todavía? ¿Qué función crítica puede adoptar una reflexión sobre el fin que no implique desinterés por el futuro, sino juicio constante a los errores del pasado?” (Eco y Martini, 1999: 21).

Posiblemente esa esperanza se pueda materializar en una actitud ética y comprometida tanto a nivel de la voluntad como de la razón, basada en la comprensión de la unidad e interdependencia entre todas las formas de vida que habitamos en la Tierra y con la Tierra misma, y en nuestra capacidad para sabernos y sentirnos uno con el cosmos.

Tenemos en nosotros mismos la posibilidad de la compasión, no entendida con el sentido restringido como la define el diccionario (“Sentimiento de lástima por el dolor o la pena ajena”) sino, volviendo a la etimología de la palabra, como la capacidad de compartir la pasión del otro o de la otra, sin que necesariamente ese otro o esa otra tengan que ser seres humanos. Poder sentir en nuestras propias tripas lo que sienten los demás seres que conforman el cosmos, es decir, la senestesia o sentido de ser a la cual hicimos referencia en párrafos anteriores.

Posiblemente la importancia de que los niños convivan desde su más temprana infancia con seres de otras especies (siempre y cuando logren establecer con ellos lazos afectivos y no tratarlos como meros juguetes desechables), radica en que los animales tienen una capacidad infinita para convertirse en nuestros maestros de compasión. Nuestro contacto afectivo con otro animal nos enseña a entender lenguajes que van más allá o más acá de las palabras y a comunicarnos con otras formas vivas a través de la piel, del lenguaje corporal, de la intuición y del amor.

Tenemos el reto de descubrir de qué manera podemos continuar trabajando en beneficio de la calidad de la vida y de la felicidad de los seres humanos, sin que ello quiera decir que sigamos alimentando nuestra condición de plaga planetaria. Seguramente se requerirá una profunda redefinición de la cultura a partir de una ética no antropocéntrica sino biocéntrica, es decir, que no conciba el bienestar humano aisladamente –y mucho menos a costa– del beneficio de los demás seres vivos existentes en la Tierra, y de la Tierra entera, considerada en sí misma como un ser vivo, de la cual los seres humanos somos sistema nervioso, senestesia y conciencia.

Convertir ese reto en compromiso de vida y aceptar, en términos de Berry, que el universo no es una colección de objetos sino una “comunidad sagrada de sujetos” de la cual formamos parte, implica clara y expresamente una actitud religiosa frente al cosmos y frente a nuestra propia existencia. Actitud que se alimenta, entre otras fuentes, de la compasión que, como atrás se indicó, consiste en la capacidad para sentir en uno mismo la pasión de otros seres, y que, en palabras de Schweitzer, se expresa en que “así como en mi deseo de vivir existe un anhelo hacia la vida trascendente, y hacia esas misteriosas alturas del afán de vivir que se llaman placeres, y al mismo tiempo un terror de la aniquilación por ese misterioso enemigo de la voluntad de vida que se llama dolor; del mismo modo reconozco esas tendencias en la voluntad de vida que me rodea, ya se expresen de manera comprensible, ya permanezcan mudas” (1958: 104) .


Citas

1 Los desplazamientos forzados de población civil no combatiente, además de estar estrictamente consagrados como una de las prohibiciones a los actores armados de un conflicto por el Protocolo II de Ginebra, constituyen una clara violación a los Derechos Humanos.

2 Y, precisamente, mientras este texto se reedita para publicarlo en la revista Nómadas, las noticias del día (febrero 9 de 2005) informan sobre graves inundaciones en Girón (Santander) y sobre la situación de cinco departamentos de Colombia que a la fecha no se recuperan de las consecuencias de la oleada invernal de 2004 que, entre octubre y diciembre, produjo 29 muertes y dejó 444.126 damnificados en 24 departamentos. Por otra parte, la temporada de huracanes de 2004 superó todos los récords, con 14 tormentas tropicales y nueve huracanes, cuatro de ellos de intensidades máximas. Para nuestro país, en particular, resulta grave la tendencia de las rutas de los huracanes de desplazarse hacia territorio colombiano.

3 En su libro póstumo titulado Miles de millones, Carl Sagan (1998) calcula que si contáramos a razón de una cifra por segundo durante día y noche, tardaríamos 32.000 millones de años, posiblemente el doble de la edad del Universo, para contar hasta un trillón. Aquí estamos hablando de una suma diez mil veces mayor. La cifra de 1023 estrellas en el cosmos la corrobora Sagan en la obra citada.

4 En términos termodinámicos, es decir, de intercambios de energía, el equilibrio es sinónimo de muerte. Cuando se habla de “equilibrio ecológico” no se hace referencia al equilibrio termodinámico, sino, paradójicamente, a la capacidad de un sistema para mantener una relación estable de desequilibrios, que recibe el nombre de “estado estable”.


Bibliografía

  1. BERRY, Thomas c.p., Reconciliación con la Tierra. La nueva teología ecológica, Santiago de Chile, Cuatro Vientos, 1997.
  2. ECO, Humberto y Martini, Carlo María, ¿En qué creen los que no creen?, Bogotá, Planeta, 1999.
  3. FERRIS, Timothy, El Firmamento de la Mente, Madrid, Acento Editorial, 1993.
  4. NARANJO, Luis Germán, “Donde la tierra se encuentra con el agua”, en: Disoñadores del futuro, Pasto – Bogotá, Asociación para el Desarrollo Campesino ADC y Fundación Colombia Multicolor, 1997.
  5. SAGAN Carl, Miles de millones, Barcelona, Ediciones B.S.A., 1998.
  6. SCHWEITZER, Albert, El camino hacia tí mismo, Buenos Aires, Editorial Sur, 1958.
  7. WILCHES-CHAUX, Gustavo, “Sexo, muerte, biodiversidad, singularidad”, en: La letra con risa entra, Bogotá, Ecofondo, FES, Fondo FEN, 1996.