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Impacto de las catástrofes naturales en sociedades coloniales

Impacto dos desastres naturais nas sociedades coloniais

Impact of natural catastrophes on colonial societies

Margarita Gascón*


* Doctora en historia de la Universidad de Ottawa, Canadá. Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones (Conicet Argentina), Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales, Centro Regional de Investigaciones (CRICYT, Mendoza). Financiamientos del Conicet –PIP 0295 y PEI 6293– permitieron la elaboración de este trabajo. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.


Resumen

En este trabajo resaltamos la relación entre la dinámica de una sociedad y los cambios operados por catástrofes masivas, tanto en lo material como en la economía, la política y las ideas y valores religiosos. Examinamos casos coloniales, como la erupción del volcán Villarrica (1640) en el sur de Chile y otros terremotos destructivos del siglo XVII. Adoptaremos una perspectiva comparativa para mostrar cómo las catástrofes modifican las condiciones locales y provocan cambios en la vida de las sociedades coloniales.

Palabras clave: terremotos, erupciones volcánicas, Chile, Perú, siglo XVII.

Resumo

Neste trabalho ressaltamos a relação entre a dinâmica de uma sociedade e as mudanças que ocorrem por catástrofes massivas, tanto no material quanto na economia, na política e nas idéias e nos valores religiosos. Examinamos casos coloniais, como a erupção do vulcão Villarrica (1640) no sul do Chile e outros terremotos destrutivos do século XVII. Adotaremos uma perspectiva comparativa para mostrar como as catástrofes modificam as condições locais e provocam mudanças na vida das sociedades coloniais.

Palavras-chave: terremotos, erupções vulcânicas, Chile, Peru, século XVII.

Abstract

We will analyze the relationship between society and the changes that massive catastrophes provoked on the economy, the political life, the religious values and ideas. We will examine colonial cases, such as tha erpution of the Villarica Volcano in Chile (1640) and other seventeenth-century destructive earthquakes. We will compare cases of massive natural catastrophes in order to better illustrate how these natural events have modified the material, the economic, and the political life of societies during colonial times.

Key words: earthquakes, volcanic eruptions, Chile, Peru, seventeenth century.


Introducción

Están suficientemente establecidos los contenidos de los conceptos amenaza, riesgo y vulnerabilidad dentro de una ecuación que relaciona la exposición de una comunidad a un evento natural y las circunstancias políticas, sociales y económicas que la hacen proclive a recibir el impacto negativo de destrucción material y pérdidas de vidas y bienes (Blaikie, 1996; Maskrey, 1993). Se ha discutido también abundantemente sobre esos tres conceptos en relación con la Década para la Reducción de los Desastres Naturales que fuera convocada por Naciones Unidas a partir de 1990. La pregunta sobre cuán “naturales” son las catástrofes se basa en que nuestra vulnerabilidad está generada por comportamientos tales como construir en áreas propensas a inundaciones, deforestar, contaminar,- por citar solamente tres casos frecuentes. Así mismo, los acontecimientos tales como las crecidas de los ríos, los huracanes o los terremotos, son, ante todo, eventos propios de la naturaleza que solamente se clasifican como “amenazas” en la medida en que nosotros nos exponemos a ellos con conductas inapropiadas (Quarantelli y Dynes, 1976; Mansilla, 1990).

Actualmente confiamos en nuestra capacidad tecnológica y conocimiento científico para solucionar las deficiencias que, en el pasado, nos hacían más vulnerables por ser las construcciones más frágiles. Sin embargo, la vulnerabilidad se ha incrementado debido al aumento demográfico y a las migraciones del campo a la ciudad. Esto ha hecho que las ciudades se extiendan hacia lugares inseguros. A su vez, el crecimiento urbano ha obligado a disponer de obras de infraestructura más sofisticadas y, en consecuencia, cada vez más caras.

Por eso, cuando estas obras son afectadas por una catástrofe los costos de su reconstrucción suben en proporción geométrica con respecto al pasado (Bourriau 1992; Quarentelli, 1998).

Por otra parte, si bien la tecnología ha resuelto algunos inconvenientes, también es cierto que nuestro estilo de vida ha provocado efectos indeseables debidos a la industrialización. Especialmente, uno de esos efectos es el calentamiento global y cambio climático, que acelera el ciclo del agua, con los consecuentes disturbios meteorológicos que afectan en forma cada vez más severa a las ciudades, incluso a aquellas localizadas en países con gran desarrollo tecnológico, pero que, igualmente, sufren daños severos y muertes por tifones y huracanes (Sub Foro Ginebra; 1999, Fanagan, 2004).

La pregunta sobre cuán naturales son estos sucesos es también válida para la investigación histórica; los análisis históricos sobre los desastres naturales no son nuevos. Sin embargo han estado concentrados en el evento en sí mismo y en la fase de emergencia, es decir, en sus efectos a corto plazo (Fernández, 1996). En otras palabras, las catástrofes destructivas masivas han sido consideradas más como episodios históricos (Caputo, 1983; García, Acosta 1997), que como explicaciones pertinentes de los cambios sociales y de la evolución de una comunidad en una escala ampliada, tanto geográfica como temporal. Tal actitud se relaciona con que los historiadores y las historiadoras han dado prioridad a otros elementos explicativos de la evolución de una sociedad en el pasado. La mayoría de tales elementos pertenecen a la esfera política, de las ideas y de los cambios en la producción y flujos económicos. Sin embargo, desde la perspectiva de esta investigación, las catástrofes masivas han provocado cambios bruscos y truncado el desarrollo de numerosas ciudades coloniales. Han afectado las relaciones sociales, modificado el comercio regional y dejado huellas en las ciudades, cultos y valores comunes. Por eso las catástrofes debieran incorporarse de una forma más integrada a los esquemas interpretativos de la historia y se debiera superar el relato de corte anecdótico, es decir, debiera ponerse más atención a sus impactos en escalas ampliadas geográfica y temporalmente.

La catástrofe devela aspectos importantes de una sociedad que, en tiempos normales, suelen quedar ocultos. Para empezar, en las comunidades coloniales que analizaremos, la relación con el ambiente y con los eventos de la naturaleza era diferente de la que mantenemos nosotros hoy con nuestro ambiente. Aquellas sociedades no habían elaborado todavía una tecnología –o una ingeniería– que les hiciese pensar que era posible enfrentar exitosamente esos eventos destructivos masivos con los que ocasionalmente los sorprendía la naturaleza.

El comportamiento actual, en cambio, suele estar basado en una gran confianza en la ingeniería que es, ciertamente, poderosa y ha resuelto varios problemas. Pero esto también nos ha vuelto desafiantes. Este es un comportamiento reciente que difícilmente puede retrotraerse más allá de mediados del siglo XX. Las sociedades coloniales, en cambio, se percibían a sí mismas como más vulnerables frente a los desastres, empezando por las pestes y las enfermedades que se contaban entre las principales “catástrofes naturales”. Además, aquellas sociedades contaban con menos recursos materiales para hacerles frente y tardaban más en superar la fase de emergencia y en organizar la reconstrucción (Gascón, 2004).

Para un historiador la catástrofe es una fuente de información valiosa aunque a menudo ha sido despreciada. La catástrofe daba la oportunidad de denunciar aspectos de la vida local que, de otra manera, quedaban ocultos en la normalidad y cotidianidad. Por ejemplo, una catástrofe era la oportunidad de escribir a las autoridades virreinales o de España para explicar los sucesos, pedir ayuda y, de paso, denunciar la situación local. En consecuencia, la producción de documentos en estos momentos provee de una ventana al pasado a través de la cual podemos verificar conflictos sociales y percibir las ideas y los comportamientos de una población.

En este trabajo ejemplificaremos tales afirmaciones. Comenzaremos con la erupción del Villarrica (1640) en el sur de Chile, porque es una explicación que ha sido ignorada por los historiadores sobre las razones que llevaron a los nativos a pactar un cese al fuego en el parlamento de Quillín en 1641. Este pacto ha sido siempre considerado como el que inaugura una política de arreglos de paz en las relaciones interétnicas en Chile. En consecuencia, habría sido un evento natural lo que favoreció el inicio de una etapa nueva en las relaciones entre españoles e indígenas en la frontera (Gascón y Fernández, 2001). Luego examinaremos otros terremotos destructivos del siglo XVII por sus repercusiones económicas y políticas. Finalmente, adoptaremos una perspectiva comparativa para mostrar cómo las catástrofes han modificado condiciones locales y provocado cambios en numerosos ámbitos de las sociedades, tanto en escala local como regional. Esto nos permitirá entender aspectos del pasado y explicar tanto la evolución material como ciertas modificaciones de los comportamientos sociales.

Catástrofe natural y paz en la frontera con los araucanos

A fines del siglo XVI una rebelión masiva de araucanos forzó a enviar un ejército profesional al sur de Chile. La Araucanía fue rápidamente evacuada de españoles y un ejército permanente se estableció en las orillas del río Bio-bio. Cuatro décadas más tarde, sin embargo, la pacificación de la frontera seguía sin conseguirse por medios militares, principalmente porque la presencia de un ejército pago había favorecido ciertos desarrollos políticos, militares, sociales y económicos (Gascón, 2001b). Uno de esos desarrollos sociales, y que debemos considerar ahora, es que el ejército estuvo auxiliado por grupos locales de indígenas. Estos araucanos eran los llamados amigos, quienes terminaron siendo la parte más importante y nutrida del ejército español de la frontera (Ruiz Esquide, 1993). En efecto, antes de mediados del siglo XVII el número de amigos ya superaba al de los soldados españoles. Las consecuencias de que el ejército español fuese más bien un ejército de indios amigos se vería con claridad en 1639, cuando el gobernador Baides informó que una peste (la principal catástrofe “natural” de la época) había debilitado a los indígenas rebeldes, pero que también había acabado con los amigos. La peste, en consecuencia, había acabado con el ejército de la frontera, porque sin los amigos, como afirmaba el gobernador, las campañas eran imposibles. Baides aseguró que los amigos eran quienes guiaban a las tropas por los caminos, nadaban primero los ríos buscando los mejores pasos, juntaban la leña, salían a cazar, entraban en las zonas más peligrosas para quemar y talar las sementeras de los rebeldes, llevaban los caballos a pastar y a beber, cuidaban del ganado y se encargaban de cocinar. Los amigos, concluía el gobernador, eran el “nervio de la guerra”1. Esta falta de masa crítica humana (es decir, de indios-soldados) a un lado y otro de la frontera (amigos dentro del ejército español y guerreros dentro de las tribus araucanas) estableció la condición demográfica necesaria (falta de soldados) que obligó a suspender las actividades bélicas. Esto abrió el camino hacia el pacto de Quillín y el cese al fuego en 1641.

La historiografía chilena, sin embargo, ha desconocido este hecho que provocó cambios abruptos en las relaciones interétnicas, así como ha desconocido el impacto posterior que provocó sobre la sociedad indígena la erupción del Villarrica. Lamentablemente, entre estos dos eventos catastróficos (peste y erupción) no podemos establecer ninguna otra relación que no sea la de una simple sucesión cronológica. Lo que sí podemos afirmar es que ambos eventos, posiblemente combinados y reforzándose mutuamente, afectaron severamente la relación gente-recursos naturales, que es un primer, pero esencial, nivel interpretativo de la dinámica de una comunidad. La historiografía chilena ha evaluado Quillín como un ejemplo de las capacidades negociadoras del gobernador, el Marqués de Baides, y ha señalado otras causas tales como el agotamiento y cansancio después de tantos años de guerra o la necesidad de activar la economía local (Villalobos, 1989; Pinto, 1996; Foerster, 1996; León, 1991; Boccara, 1999; Bengoa, 2003).

Como señalamos, la historiografía tampoco ha atendido a la otra catástrofe natural que estuvo involucrada en las condiciones que llevaron al acuerdo entre los españoles y las tribus de araucanos en guerra. Se trata de la erupción del Villarrica, que hizo que los glaciares de la cumbre se derritieran y que los cursos de agua y la Laguna se calentaran y contaminaran con azufre. Las reservas de agua fresca sufrieron las consecuencias, muriendo peces y destruyendo cultivos. Un documento dice que “en la tierra del cacique Aliante reventó un volcán (p. 245), piedras y cenizas en el río Alipen cocieron los peces… hirvieron las corrientes del río Toltén… cuatro meses no se pudieron beber sus aguas ni probar pescado… mal olor y sabor a azufre… aguas espesas por las cenizas (p. 246)… la laguna de Villarrica creció e inundó los pueblos de los indios” (p. 247)2.

Como los indígenas veneraban a las montañas la erupción fue vista como un mal presagio en función de la guerra. Al pedir la paz, en 1641, los indígenas solucionaban al mismo tiempo dos aspectos de su problema porque, por un lado, podían despreocuparse de las campañas militares de los españoles en sus territorios y, por el otro, conseguían alimentos, ya que éstos eran parte de los regalos ofrecidos por los españoles a los indígenas como uno de los beneficios de la paz. El desequilibrio demográfico por la peste y la posterior catástrofe natural de la erupción del Villarrica dan las claves explicativas de Quillín desde una perspectiva diferente de la aportada por la historiografía tradicional. Nuestra explicación desplaza el centro de atención de la sociedad española a la sociedad indígena, por una parte y por la otra, se sale de las interpretaciones centradas en las ideas y actitudes de un gobernador para resaltar, en cambio, las limitaciones fundamentales que impone la naturaleza cuando deja a una sociedad sin gente y sin los recursos naturales esenciales para la vida (Gascón, 2001; 2002; 2003).

Santiago de Chile en el siglo XVII: una capital vulnerable

En los albores del siglo XVII Santiago era pequeña, con unas 286 casas y un crecimiento lento, como ocurría en todas las colonias de las periferias de los virreinatos en las cuales había poca actividad minera, que era el motor de la economía colonial. Santiago había sido fundada hacia mediados del siglo XVI al costado del río Mapocho. La importancia del Mapocho en la vida urbana se aprecia en un famoso plano del XVII, donde la representación del río abarca casi la totalidad del trazado urbano. Esto es una muestra del significado que tenía el río en la percepción de sus contemporáneos. Las catástrofes recurrentes eran las crecidas del río en verano, por el derretimiento de las nieves y por las fuertes tormentas estivales, pero en 1651 la ciudad fue sorprendida por un aluvión, en mayo, a comienzos del invierno3.

Sin embargo, al igual que ocurre en nuestros días, fueron los terremotos de 1647 y de 1657 los eventos destructivos más notorios del siglo XVII. El del 13 de mayo de 1647, según una fuente documental, “duró cuatro credos”. Medir el tiempo con oraciones era común en aquellas sociedades. Por ejemplo, el tiempo de cocción de un huevo era de un avemaría en voz alta (Thompson, 1984). En uno de los lienzos más famosos de la catedral de Cuzco también se afirma que su célebre terremoto de 1650 duró tres credos. Hoy sabemos que la duración de los terremotos es de segundos; aunque para quienes los están experimentando la sensación es que duran varios minutos, suficientes como para rezar tres largos credos.

Un primer informe refiere que la destrucción de los edificios públicos de Santiago fue completa: “no hay audiencia, ni casas reales ni cabildo ni sala de armas”. Agregaba que todos se encontraban suplicando que “no corra la flecha”, es decir, para que los araucanos rebeldes en la frontera no decidieran una alianza bélica contra los españoles, ya que éstos se encontraban sin protección alguna. El mismo documento describe las actividades de la fase de emergencia, que son las mismas que realizamos actualmente: enterrar muertos (que llegaban a unos 600, en el primer cálculo), “entretener el hambre, parecer con animo, no desmayar”4. Según otro documento murieron alrededor de 1.000 personas, número importante en una ciudad pequeña como era Santiago. Se registraron fenómenos de licuación de suelos y pronto escaseó la comida, pues se cerraron las acequias de riego que conducían el agua que movía los molinos.

En la emergencia, el temor por la seguridad de personas y bienes demuestra el profundo recelo racial del siglo XVII. Se aseguraba que los indios y negros urbanos aprovecharían la ocasión para matar a los españoles. Pero, en realidad, los esclavos y el personal doméstico no pensaban en acercarse a sus dueños y matarlos, sino más bien en alejarse de ellos lo más rápido posible, así que aprovecharon la ocasión de la confusión de los primeros momentos para huir al campo. Por una parte, la emergencia era la ocasión para liberarse de un patrón o de un dueño indeseable. Y, por otra, huir en ese momento los liberaba de los trabajos pesados que vendrían a partir de la reconstrucción de la ciudad. Tampoco debía ser menos importante la consideración de que, al huir, se liberaban del hambre por la poca comida que les sería repartida en esos momentos de escasez posterior al terremoto. La estrategia de huir, entonces, los ponía a salvo, además, de las pestes que llegarían debido a las condiciones deplorables de vivienda y sanidad en que quedaba la ciudad. Por eso, al poco de iniciarse la fase de la emergencia se dio un bando para que ningún varón, entre 14 y 70 años, dejase la ciudad5.

Económicamente, la destrucción de las propiedades urbanas tuvo un efecto en el mediano y largo plazo sobre las finanzas, porque la destrucción de los bienes inmuebles afectó al crédito. Para entender esta situación hay que considerar que, en la economía colonial, los censos que tenían hipotecadas las propiedades urbanas habían desaparecido. Solamente quedaban ruinas y escombros, de modo que los censos o hipotecas eran incobrables. El sistema financiero colonial más frecuente no era bancario, sino eclesiástico y conventual; es decir, los conventos tenían censos y prestaban dinero, pero dejaron rápidamente de dar créditos ya que ahora ellos habían perdido sus caudales en las hipotecas que nunca cobrarían.

Por su parte, al estado colonial no le iría mejor en cuanto al crédito y al financiamiento para la reconstrucción. Primero, porque se limitaron los ingresos a las arcas del estado por concepto de los impuestos. En tal sentido, el terremoto había afectado a la producción y, en consecuencia, había paralizado el comercio. La destrucción generalizada fue inicialmente la razón (pero al poco tiempo fue la feliz excusa), para argumentar que era imposible pagar los impuestos basados en el comercio. El impuesto de la Unión de las Armas en Santiago, por ejemplo, que ascendía a 17.000 pesos anuales, dejó de pagarse tras el terremoto6. La elite comercial urbana, además, argumentó que ese dinero, que no iría a las cajas reales en concepto de impuestos, podía aplicarse a la reconstrucción urbana. Pero nada de eso ocurrió. Si bien ellos dejaron de pagar sus impuestos, no hubo mejora urbana alguna. Tampoco se reconstruyeron los edificios públicos por falta de ingresos de impuestos. Así es que siete años después, en 1654, el cabildo de Santiago todavía discutía la construcción de los edificios públicos y argumentaba que carecía de fondos para reconstruirlos7.

Es cierto que al principio, y como efecto inmediato del desastre natural, surgieron dificultades en la producción, por lo tanto en el comercio, y en consecuencia, en la recaudación de impuestos. Estas dificultades se debían, según los locales, a la escasez de mano de obra, lo cual impedía trabajar el campo y enviar los productos a los mercados. La elite capitalina consideró que tal razonamiento podría traerle un beneficio adicional, de modo que solicitaron la autorización al rey para comprar esclavos en el puerto de Buenos Aires8. La Corona se negó a aceptar la petición. España tenía claro que una cosa era dejar de pagar impuestos y otra muy diferente era autorizar a los comerciantes de Santiago a operar comercialmente en Buenos Aires, nada menos que en un rubro y una ciudad en la cual el contrabando era groseramente ejercido hasta por los propios funcionarios encargados de evitarlo y de sancionar a los infractores9.

Durante todo el siglo XVII la escasez de mano de obra le había servido a la capital de Chile para sus mejores propósitos a la hora de acceder a mano de obra esclava, en especial a la hora de justificar la esclavitud de los indígenas tomados como “piezas” en la guerra. Con mayor razón todavía, la destrucción provocada por el terremoto y, por lo tanto, la buena disposición de la Corona para concederles pedidos, no podía dejarse escapar para conseguir más beneficios. El terremoto, en otras palabras, ponía en manos de la elite la posibilidad de procurarse dos ansiadas cosas al mismo tiempo: una, no pagar impuestos y, dos, conseguir más mano de obra esclava. Incluso Mendoza solicitó ingresar en la exención del impuesto de la Unión de las Armas, argumentando los efectos negativos del terremoto en Santiago. La excusa fue totalmente desestimada por improcedente. El terremoto de Santiago no había provocado ningún problema en esta colonia que, para empezar, quedaba bastante alejada de Santiago, atravesando los Andes.

En los hechos Santiago consiguió evadir el impuesto de la Unión de las Armas, que se cobraba en todas las ciudades del imperio para costear los gastos de defensa. Santiago solamente lo pagó hasta 1647. Después, el padre Alonso de Ovalle consiguió una prórroga por otros seis años y como vino un alzamiento de araucanos en 1655 y después el terremoto de 1657, Santiago disfrutó de una exención impositiva tras otra. Sin abstenerse de exagerar los datos de sus calamidades para conseguirlo, exponía que: “con el terremoto del año 47 hemos dado cuenta a VM que se asoló esta ciudad y que a penas se recuperaban los ánimos… otro terremoto mató a 4000 personas”10.

Otra de las consecuencias en el largo plazo del terremoto de 1647 fue que llevó al río Mapocho a su antigua madre, generando inundaciones en la ciudad por tres años consecutivos. Una fuente afirma que “el año pasado (1650) las aguas inundaron parte de la ciudad y en el 51 han comenzado con tanta fuerza que se espera una inundación grande”. Otro aluvión se llevó un puente sobre el río Maipo, lo que impedía la llegada a la ciudad de ganado, con su notable encarecimiento para los segmentos urbanos más pobres que debían comprarlo en el mercado local11. La primera respuesta a las inundaciones fue bastante ecológica, en términos actuales, porque el cabildo propuso plantar sauces en esa parte del curso del río, mientras la Corona decidía qué otras obras hacer y, sobre todo, decidía cómo financiarlas12.

En 1654, a siete años del terremoto, el cabildo de Santiago argumentaba que carecía de fondos para sufragar los gastos de la reconstrucción de los edificios públicos13. A pesar de que en esos siete años los comerciantes más ricos no habían pagado ciertos impuestos, supuestamente por la paralización de la producción y el comercio; algo que además –según habían argumentado– permitiría la reconstrucción de la capital, las obras seguían sin realizarse. Los templos, en cambio, habían tenido mejor suerte con la reconstrucción. Se habían organizado colectas aprovechando los actos de arrepentimiento, las confesiones públicas de los pecados y las “procesiones de sangre” con cadenas, látigos y mortificaciones corporales, comportamientos religiosos muy comunes en las ciudades latinoamericanas después de las catástrofes naturales. Estas manifestaciones creaban un ambiente propicio para que los piadosos y los arrepentidos ciudadanos se volvieran más generosos en sus donaciones a iglesias y conventos. Pero a nivel de las construcciones civiles se carecía de tales recursos para generar ingresos. Hubo, entonces, un pedido de colocar un impuesto a los bienes de consumo básico que también se exportaban hacia el Perú; pero un impuesto sobre bienes de consumo significaba que, en última instancia, el peso financiero de la reconstrucción de Santiago recaería casi exclusivamente sobre los pobres, porque los ricos de la ciudad, si bien exportaban a Perú, tenían sus haciendas y de allí se aprovisionaban de carne, trigo y otros alimentos para su consumo cotidiano14. Quienes carecían de ganados y de tierras de cultivo, en cambio, debían comprar sus alimentos diarios en el mercado local.

Más lejos todavía, en la frontera con los araucanos, los efectos negativos del terremoto en Santiago en los rubros de la producción y distribución de alimentos se sintieron poco después. El gobernador Mujica informó a las autoridades virreinales que tenía problemas con el abastecimiento de las tropas, porque las cecinas habían quedado arruinadas con el terremoto, igual que las cuerdas para los arcabuces. Como el alimento disponible se destinaba mayoritariamente a abastecer a la ciudad en emergencia, se generó emergencia alimenticia en la frontera. En otras palabras, como Santiago vendía al ejército trigo, harinas y vacas, no había sustento para la guerra15. También, para el gobernador, pestes y hambre por falta de gente para trabajar en el campo después del terremoto eran los responsables de los inconvenientes en la frontera16.

El otro terremoto destructivo ocurrió el 15 de marzo de 165717. Le siguieron sesenta temblores de réplica, un tsunami y pestes18. Sus efectos se experimentaron en un amplio radio, ya que en Concepción, el principal núcleo urbano en la frontera sur, hubo iglesias derribadas19. Esta serie de terremotos indica una fuerte actividad en las placas tectónicas desde 1640, con la erupción del Villarrica y con los terremotos de 1647 y 1657 en Santiago. En esta serie se ubican el terremoto de 1650 en Cuzco y de 1630, 1655, 1678, 1687 y 1690 en Lima. En el siglo siguiente, el terremoto de 1746 volvió a destruir a la ciudad de Lima y provocó un tsunami que arrasó con el puerto del Callao.

Cambios y renovación

Un impacto de las catástrofes en las ciudades coloniales se refiere a la escala en la cual interpretamos sus efectos. Normalmente, es posible determinar los efectos inmediatos y dentro de una escala local. El evento destructivo provoca cambios y renovación material urbana, comenzando con la reconstrucción de los edificios que son fácilmente percibidos. A veces, incluso, una destrucción lleva al traslado de la ciudad a una nueva localización (Cecchini, 2000). A continuación rescataremos efectos que se hacen evidentes cuando se utilizan escalas ampliadas para evaluar los impactos de terremotos destructivos en el siglo XVII.

Un ejemplo de la escala ampliada para entender los efectos de los terremotos son los sucedidos en Lima, porque afectaron a la frontera araucana. En 1695 el principal inconveniente en la frontera del sur era la carestía de trigo y el aumento de los precios de los cereales. Esto se debía al aumento de la demanda de cereales en Lima20. En 1690 se habían establecido ocho asientos con el objeto de asegurar el aprovisionamiento de las tropas en Arauco. El asiento de harinas se había negociado a 16 reales, aunque valía 20 en el mercado, debido a que la lejana Lima, después del terremoto de 1687, había incrementado sus importaciones de cereales y sebo desde el Valle Central de Chile21. No obstante eso, los exportadores preferían los beneficios del monopolio a largo plazo de venderle al ejército antes que los beneficios del mayor precio del mercado en el corto plazo, pero que también los dejaba expuestos a las fluctuaciones de precio del mercado limeño. Lima había garantizado su abastecimiento de granos acelerando sus importaciones desde Chile ante el cambio de cursos de los ríos y la reconversión de la agricultura costeña. El terremoto de 1687, en efecto, había producido cambios en los cursos de los ríos en una amplia zona que va desde Ica hasta Cañete. Por efecto dominó, se habían incrementado los precios y esto provocado un efecto regional en una escala amplia que iba de la capital del virreinato al último extremo del imperio, con dificultades para aprovisionar al ejército ubicado en la lejana frontera del sur de Chile.

Además del impacto comercial, la sucesión de eventos catastróficos generó cambios en los comportamientos asociados a valores religiosos. Veamos algunos ejemplos. Con consecuencias significativas a finales del siglo XVII, en Chile surgió la convicción de que el fin del mundo estaba cerca y que los eventos naturales catastróficos de erupciones y terremotos eran las señales. Ante esto, había que apurarse a bautizar a los nativos que aún pudiesen quedar en la Araucanía sin haber recibido ese sacramento. En contraste, durante la primera parte de ese siglo, los predicadores habían puesto atención para que las conversiones fuesen sinceras y los sacramentos solamente se recibiesen después de una catequesis cuidadosa y significativa. Había indicadores de que la conversión y el bautismo no cambiaban los comportamientos paganos: los araucanos seguían con sus celebraciones ligadas a los ritos de fertilidad, con sus cultos a la naturaleza, con sus juegos en los que –se decía– invocaban al diablo (el llamado “juego de la chueca”), con las ofrendas en los cementerios y con la práctica de la poligamia. Pero como hacia fines del siglo XVII la sucesión de desastres naturales se interpretó como portentos, como anuncios del fin, poco importaba entonces si la conversión existía o era superficial; lo que importaba si se acababa el mundo era que los nativos estuviesen bautizados, porque así el diablo no podría reclamar esas almas para él.

También asociado a la esfera religiosa en varias ciudades latinoamericanas, durante la colonia, se registraron cambios en los patronos y en las principales invocaciones, con consecuencias importantes aún en la actualidad. El culto al Señor de los Milagros es oficial y extendido en Lima, con celebraciones importantes y una magnífica procesión en octubre. Su veneración comenzó después del terremoto de 1687, aunque el culto no libró a la ciudad de desplomarse nuevamente durante el terremoto de 1746 en el que murieron casi dos mil de las sesenta mil personas que habitaban la ciudad. Algo similar ocurre con el culto al Señor de los Temblores, en Cuzco, cuya salida en procesión desde la catedral se realiza el lunes santo y cuyo culto comenzó después del terremoto de 1650. Asimismo, la invocación de Santiago es el otro culto bastante extendido y que se relaciona con la protección contra los temblores22. Fue una frecuente invocación que no salvó ni a Santiago de Chile en el siglo XVII ni a Quito en 1797, cuando casi la totalidad de la población murió aplastada por un terremoto. En Mendoza, el patrón de la fundación fue rápidamente reemplazado por Santiago al primer movimiento telúrico que los españoles registraron. El nuevo patrono tampoco evitó que la ciudad fuese completamente destruida por el terremoto de 1861. Durante la reconstrucción, se decidió su traslado al lugar en que se encuentra actualmente y cada agosto, el santo patrono sale de su iglesia a recorrer la ciudad en una de las pocas procesiones cuya convocatoria popular se acompaña de la creencia de que “si no hay procesión, habrá temblores”.

Hay evidencias de cómo se encauzan los intereses dentro de las devociones. Un ejemplo ocurrió en Santiago de los Caballeros de Guatemala, cuando la iglesia sacó la imagen de la virgen para llevarla al cementerio e impedir así el traslado de la ciudad23. En 1776, finalmente, la capital de Guatemala fue trasladada a su actual emplazamiento, que era una localización más conveniente para los principales comerciantes, quienes aprovecharon así que un terremoto hubiese destruido parte de la ciudad vieja para beneficiarse con una nueva localización. Rumores de que la ciudad vieja se hundiría en una laguna acompañaron las campañas a favor del traslado de la ciudad. Pero aquella capital de Guatemala (hoy conocida como Antigua) nunca fue totalmente abandonada, sólo que quedó al margen de los desarrollos urbanos típicos del siglo XIX. Paradójicamente, esa marginalidad finalmente redundaría en su favor al ser declarada patrimonio de la humanidad por Unesco en 1979, a raíz de la permanencia de sus construcciones coloniales.

Por último, lo más extraño es que un terremoto despierte gustos estéticos, pero hay un ejemplo, quizás único, de poesía colonial inspirada por el terremoto de Lima de 1609. Es un largo poema que Pedro de Oña le escribió al virrey, describiendo lo que sucedió en la ciudad. Oña nos dejó versos como el siguiente: creciendo va el terrible terremoto/azórase el caballo, el perro aulla/y sin saber a dónde, el vulgo ignoto/corre mezclado en confusión y bulla. Además, Oña ofreció como explicación de los movimientos telúricos la existencia de cavernas de fuego y de vientos subterráneos; explicaciones de un comportamiento inusual de la tierra durante los temblores que circularon hasta avanzado el siglo XIX24.

Conclusión

¿Cuán naturales son las catástrofes naturales? Es sin duda una pregunta que, en un recorrido histórico, muestra que siempre hemos estado expuestas a ellas y que ellas han provocado modificaciones importantes en el desarrollo de nuestras comunidades. Hemos visto algunos casos de catástrofes masivas para demostrar que, desafortunadamente, una suerte de homocentrismo ha hecho que pongamos a la naturaleza casi siempre como un mero escenario, inerte y sin cabida entre las principales explicaciones del devenir histórico. Se suelen acentuar las ideas políticas o sociales como explicaciones de los cambios históricos, siendo que algunos eventos de la naturaleza son más definitivos; para empezar, nos privan de la vida, de los bienes y de los recursos naturales. Las catástrofes masivas obligan a cambiar leyes, a relocalizar ciudades y a modificar la economía. Por eso, volver a colocar al evento de la naturaleza, a la catástrofe, en un diseño interpretativo de cómo los seres humanos nos relacionamos con nuestro entorno y cómo este entorno, a su vez, fija condiciones (a veces extremas) para nuestra vida, ayuda a conocer el pasado. También es una valorización que da respuestas a un presente en el cual todavía quedan huellas de lo que fue ese impacto de la catástrofe en una sociedad del pasado, a través no sólo de los aspectos materiales y constructivos de una ciudad, sino también a través de las invocaciones, los cultos y los comportamientos.


Citas

1 Biblioteca Nacional Sala Medina, Manuscritos (en adelante BN MM), “Carta del Marqués de Baides a don Juan de Solórzano. Concepción, 18 de marzo de 1641 (varios asuntos del gobierno)”: volumen 137, documento 2485, p.101.

2 “Relación verdadera de las paces que capituló con el Arauco rebelado el Marqués de Baides, conde de Pedrosa, gobernador y capitán general de Chile y presidente de la Real Audiencia. Sacada de los informes y cartas de los padres de la compañía de Jesús que acompañaron el Real ejército en la jornada que hizo para este efecto el año pasado de 1641 (Madrid 1642)”, en Alonso de Ovalle (1601- 1651), Colección de Libros Raros o Curiosos. Tomo XIII (Newberry Library, Chicago).

3 BN MM, tomo 141, documento 2646.

4 BN MM, tomo 139, documento 2565 y 2570.

5 BN MM, tomo 137, documento 2488.

6 Idem.

7 BN MM, tomo 142, documento 2667.

8 BN MM, tomo 145, documento 2752.

9 Los comerciantes chilenos ya tenían numerosos contactos en las provincias ubicadas al este de los Andes. Véase Gascón (2000).

10 BN MM, tomo 146, documento 2787 y tomo 163, documento 3287

11 BN MM, tomo 141, documentos 2644 y 2646.

12 BN MM, tomo 141, documento 2635.

13 BN MM, tomo 142, documento 2667.

14 Idem.

15 BN MM, tomo 140, documento 2600.

16 BN MM, tomo 141, documento 2636.

17 BN MM, tomo 144, documento 2719.

18 Idem.

19 BN MM, tomo 143, documento 2693.

20 BN MM, tomo 170, documento 3541.

21 BN MM, tomo 168, documento 3479.

22 “Relación del temblor y terremoto que Dios Nuestro Señor fue servido de enviar a la ciudad del Cuzco a 31 de marzo este año pasado de 1650”, Madrid, 1651 (John Carter Brown Library, Providence, RI, USA).

23 “Verdadera Relación del modo con que se instituyó de nuevo la devoción del santísimo rosario en la insigne y noble ciudad de Santiago de Guatemala por todas las horas del día y de noche y juntamente de los terremotos que sobrevinieron en uno de los días del novenario en que se celebraba la dicha fiesta…” Génova, 1652 (John Carter Brown Library, Providence, RI, USA).

24 Pedro de Oña: “Temblor de Lima del año 1609… y una canción real panegírica”, Lima, 1609 (John Carter Brown Library, Providence, RI, USA).


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