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Desbordes y conflictos entre la cultura escolar y la cultura mediática

Perturbações e conflitos entre cultura escolar e cultura da mídia

Disruptions and conflicts between school culture and media culture

Jorge A. Huergo*


* Director del Cento de Comunicación y Educación y Director del Programa de Investigación en Comunicación y Cultura de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social, Universidad Nacional de La Plata (Argentina). E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.


Resumen

El trabajo articula distintas conclusiones teóricas de investigaciones interdisciplinarias y prácticas de intervención en espacios educativos (consideradas como instancias de investigación- acción), entre ellos los escolares, realizados en los últimos años por el equipo del Centro de Comunicación y Educación de la Universidad de La Plata, Argentina. En él se muestran algunos conflictos en la cultura escolar debido al crecimiento de la cultura mediática, con el fin de replantear el sentido de “lo educativo” en esta cultura, en tanto juego de interpelaciones a los sujetos y de reconocimientos subjetivos. Finalmente, se presentan algunas consideraciones acerca del papel de las políticas culturales en tiempos de revoltura cultural

Abstract

This work articulates certain theoretical conclusions from interdisciplinary investigations and field interventions in educational contexts (considered as instances of investigative action) among those considered are those conducted by the team from the Centro de Comunicación y Educación of the Universidad de la Plata (Argentina). Certain conflicts are presented of school culture due to the increasing influence of media culture, with the aim of reconsidering the sense of “educative” within media culture - interpreted as a game of interpellations of subjects and subjective recognition. In the final analysis, some reflections are presented about the role of cultural politics in times of cultural disarray.


1. Algunas señales de la crisis de la “escolarización”

La escolarización, como estatuto moderno de la educación, se ha visto desafiada en los últimos tiempos por una completa situación de revoltura cultural. En particular, los ejes de la escolarización (como el disciplinamiento de los sujetos y los saberes, la racionalización de las prácticas culturales, la identificación de un estatuto de la infancia, el centramiento en la lógica escritural y en el texto, la misma educabilidad) se encuentran en una profunda y novedosa crisis.

En la actualidad el disciplinamiento ha sufrido un corrimiento hacia novedosas formas relacionadas con un nuevo régimen de la visibilidad, por un lado, y con la atomización de los cuerpos, por otro (cfr. Piccini, 1999). Lo real se haya convertido en un lugar de tránsito, un territorio en el que el desplazamiento es un imperativo. Vivimos bajo el imperio de la inestabilidad social articulada con la fluctuación y la fugacidad, donde el mundo vivido es, en buena medida, el mundo visible gracias a los artificios de la técnica, que hacen del mundo un objeto de visión. El mundo vivido se convierte gradualmente en imagen que acontece afuera y, a la vez, se integra como una secuencia más dentro de las escenas de lo privado. Incluso el otro, como exterioridad irreductible, se desmaterializa, se deslocaliza y se ve sometido a la estética de la desaparición, diluyéndose su carácter concreto e histórico1.

Pese a los esfuerzos (a veces paranoides) de la racionalización escolarizadora, como obsesión por la claridad y la distinción frente a la oscuridad y confusión de los procesos y las prácticas culturales, con el desorden sociocultural emergen algunos fenómenos a los que tenemos que prestar atención. En primer lugar, el ser alguien, caracterizado como una libertad rodeada de objetos, se articula con las nuevas modalidades de consumo que redefinen el horizonte del progresismo civilizatorio. En segundo lugar, la creciente percepción de los jóvenes como violentos, delincuentes, desviados sociales o “incorregibles” (en el sentido de Foucault), lo que contribuye a tejer una criminalización de la juventud. Finalmente, emerge la violencia como desarregladora de los procesos escolares en cuanto acción destructora, invasora o depredadora contra las escuelas o sus materiales; como una revancha de lo bárbaro.

Por su parte, la educación del niño entendida como preparación para, ignora y acalla las revolturas socioculturales contemporáneas: una cultura de lo efímero, una imagen del “joven” que deviene deseo para los adultos, una desarticulación entre “educación para el trabajo” y el mundo del empleo, una desigualdad globalizada en el mercado. Ignora y acalla, además, la emergencia de una cultura pre-figurativa en la que se produce un cambio en la naturaleza del proceso cultural: los pares reemplazan a los padres (cfr. Gutiérrez, 1974; Martín-Barbero, 1996). Sobre todo, la educación como preparación para ignora o acalla una revoltura en el “estatuto de la infancia”. La revoltura, que alcanza a los sujetos de la educación, implica una crisis, corrimiento y redefinición de lo que fue el “estatuto de la infancia”, no sólo originada por el consumo cultural de los niños (que no se corresponde con las los productos/ ofertas del mercado para niños) o por la aparición (como expresan algunos europeos azorados) de los “teleniños”, sino como consecuencia de la total depredación y precariedad sociocultural producida por los modelos neoliberales (cfr. Barberena y Fernández, 2000). En efecto, asistimos al dramático carácter socioeconómico de las culturas prefigurativas, donde la pobreza y el empobrecimiento ha llevado al reemplazo del adulto por el niño y por el adolescente en el sostén económico de la familia. Con lo que cambia la naturaleza del proceso socioeconómico: el futuro, las edades y las etapas se alteran y provocan la configuración del desorden cultural.

El tradicional centramiento en el texto, en el libro como eje tecnopedagógico escolar y en el modo escalonado, secuencial, sucesivo y lineal de leer (que responde a una cierta linealidad del texto y a las secuencias del aprendizaje por edades o etapas), sumado al solipsismo de la lectura y la escritura, ha desencadenado una pavorosa desconfianza hacia la imagen, hacia su incontrolable polisemia, hacia la oscuridad de los lazos sociales que desencadena y hacia la confusión de las sensibilidades que genera (Martín-Barbero, 1996). La crisis de la lectura y la escritura, atribuida defensivamente por la escolarización a la cultura de la imagen, debería comprenderse como transformación de los modos de leer y escribir el mundo (no ya sólo el texto), como des-localización de los saberes y como desplazamiento de “lo culto” por las culturas. A esto se suma el conflicto entre la lógica escritural y la hegemonía audiovisual. En general las mayorías populares latinoamericanas han tenido acceso a la modernidad sin haber atravesado un proceso de modernización económica y sin haber dejado del todo la cultura oral.

Las revolturas culturales actuales, permiten pensar en un nuevo régimen de la educabilidad2. Así como G. Simmel pensó la socialidad como trama de diferentes relaciones e interacciones condensadas en la noción de “sociedad” (Simmel, 1939), no es posible mantener nuestra vieja idea de educación, tan presente en las persistentes concepciones “bancarias”. El aporte de Simmel al pensar la socialidad ha de ser una huella para pensar los nuevos modos de comunicación (transmisión/formación) de prácticas, saberes y representaciones en la trama de la cultura, como espacio de hegemonías. Un nuevo régimen de educabilidad articulado con la tecnicidad mediática como dimensión estratégica de la cultura, que va configurando un ecosistema comunicativo en el cual se modifican los campos de experiencia al ritmo de la configuración de nuevas sensibilidades, de modos diferentes de percibir y de sentir, de relacionarse con el tiempo y el espacio y de reconocerse y producir lazos sociales.

2. Desbordes: más allá de las estrategias y las innovaciones

En este panorama, el abordaje de la relación cultura escolar/cultura mediática ha sido significativamente reducido por algunas perspectivas históricas que, generalmente, ponen atención al rol formativo de sujetos que ha sido asumido por la escuela y otras instituciones educativas. Pero el problema no es sólo un problema de incorporación y uso de aparatos técnicos (viejos o nuevos). Tampoco es sólo un problema de estrategias educativas y/o comunicacionales. Ambos caminos, entre otras cosas, tienden al repliegue de lo escolar y al reforzamiento de las viejas obsesiones pedagógicas por la claridad, la distinción, la velocidad y la eficiencia.

Hablamos de “revolturas” culturales para designar la imposibilidad de trazar un mapa de un territorio cultural revuelto. La capacidad del trazado, en fin, se relaciona genealógicamente con los intereses de la guerra: un ejército resulta ser la matriz de una organización y de un saber basados en el estudio de la campaña, el movimiento, la colonia y el territorio, con el fin de fortalecerse frente al enemigo a través de implantaciones y de distribuciones, de divisiones y de controles espaciales, de ordenamientos de dominios y de estrategias (cfr. Foucault, 1980). Pero un territorio cultural revuelto no sólo imposibilita el trazado de un mapa sino que, además, hace espasmódicas y pone en suspenso a cualquiera de las estrategias que se plantearan.

El problema no es de incorporación de aparatos e innovaciones ni de capacitación tecnológica, sino de transformación cultural. El problema es empezar por comprender que los acontecimientos comunicativos mediados por dispositivos técnicos se insertan en un dinamismo permanente que responde a exigencias y procesos sociales, produciendo modos de comunicación, reestructuraciones en las formas de percepción y evoluciones de las acciones, las creencias y la imaginación colectiva3.

Por su parte, muchas estrategias de lectura “crítica” de medios y de “educación para la recepción” reavivan una perspectiva funcionalista o celebran un sujeto autonomizado en la lectura o recepción y, en ciertos casos, representan un aggiornamiento de las características de la agonizante tradición escolarizadora. En especial cuando las estrategias educativas de recepción (en especial televisiva) pretenden recuperar el espacio perdido por la hegemonía escolar por la vía de la crítica al desorden cultural, entendiéndolo como deformación, o por la vía del disciplinamiento de la entrada de una cultura descentrada a una conciencia que se forme en el orden de “lo culto”. En muchas experiencias, “conciencia crítica” no es más que rechazo a un nuevo sensorium, a la polisemia y las discontinuidades propias de la imagen, a la multivocidad de la cultura audiovisual, al drama del reconocimiento conjugado por la expresividad cultural y la interpelación televisiva, entre otras cosas.

3. Revolturas culturales: cultura escolar y cultura mediática

Los desencuentros, los conflictos discursivos y las pugnas por el significado de la experiencia y del mundo en el espacio escolar tienen relación con una novedosa situación de revolturas culturales. Éstas no deben percibirse, sin embargo, sólo como sumatorias o agregamientos de fragmentos culturales superpuestos y en caos, sino como emergentes de tres tipos de procesos: el primero, es el de crisis y deslegitimación de las instituciones (entre ellas, la institución moderna destinada a la formación de sujetos); el segundo, el de asechamiento por parte de sucesivas y diversas reformas políticas neoliberales (entre ellas, las que tienden a articularse en los sistemas educativos); el tercero, es el proceso de explosión de diversos modos de enlazarse socialmente y actuar más allá de las estipulaciones de los “contratos sociales” (modos que irrumpen descontroladamente en los espacios escolares). En particular, nos interesa resaltar que la institucionalidad (como serie de anudamientos significativos) y la docencia (como agencia de control simbólico) se ven permanentemente desafiados por lenguajes y discursos provenientes de otros campos, como el mediático (aunque, también, el callejero, el comunal4, el del mercado, etc.).

Para abordar esos desencuentros y conflictos, necesitamos hacer, al menos, dos grandes reconocimientos. El primero es que nos constituimos como sujetos en y de esa cultura en conflicto y revuelta. De hecho, nuestras prácticas y los procesos culturales pueden comprenderse en la dualidad, expresada por Bourdieu (1991) de la investissement: como inmersión en la cultura y como inversión en ella. La totalidad de las prácticas y procesos (inmersos en las revolturas culturales pero, a la vez, momentos de inversión en esa cultura) conforman saberes y sujetos en una época de crisis de los saberes y sujetos preexistentes y prescriptos por el “deber ser” (propio de equipamientos institucionales más o menos fijos, constantes y cerrados). En segundo lugar, necesitamos reconocer que los diferentes espacios sociales emergentes (como resultante de la crisis de las instituciones modernas) resultan formadores de sujetos y productores de sentidos y de saberes, aunque de manera muchas veces transitoria; lo que contribuye a percibir esas instancias de formación de sujetos y producción de sentidos y saberes como abiertas y como referencias relativas.

Con lo que resulta imposible describir los conflictos entre cultura escolar y cultura mediática en la forma de manipulaciones ni meramente de procesos de reproducción. Tampoco es posible sostener que exista autonomía absoluta de ninguna de ambas respecto de la otra (no basta con la percepción del paralelismo entre la escuela y los medios o el desplazamiento de la escuela por los medios), por más que produzcan, en distintas medidas, discursos y representaciones excluyentes y absolutas. El problema central para describir los conflictos entre cultura mediática y cultura escolar es el de las pugnas culturales por el sentido.

Para avanzar, es preciso aclarar de qué hablamos cuando nos referimos a “cultura escolar” y a “cultura mediática”. La cultura escolar comprende un conjunto de prácticas, saberes y representaciones producidas y reproducidas a partir de la institución escolar. Pero también incluye las modalidades de comunicación y transmisión de saberes para poder actuar socialmente (más allá de la escuela) que operan de acuerdo con la “lógica” escolar. En este sentido, la cultura escolar es una forma de producción, transmisión y reproducción que tiende a la organización racional de la vida social cotidiana. La cultura escolar, entonces, transforma desde dentro la cotidianidad social, imprimiendo en ella formas de distribución, disciplinamiento y control de prácticas, saberes y representaciones aún más allá de los ámbitos identificados como la “institución escolar”.

Con el concepto cultura mediática, en cambio, hacemos referencia a una categoría trabajada desde la semiótica, la sociología y otras disciplinas. Este concepto (o el de “sociedad mediatizada”) alude a un diferencial de poder: a la capacidad modeladora del conjunto de las prácticas, los saberes y las representaciones sociales que tienen en la actualidad los medios masivos y las nuevas tecnologías. Esta cultura indica el proceso de transformación en la producción de significados por la existencia de esas tecnologías y medios. La cultura mediática, en cuanto transformadora de prácticas, saberes y representaciones sociales, opera también desde dentro de la cotidianidad, más allá de las situaciones específicas de “recepción”, “audienciación” o del carácter de “público”, “consumidores” o “usuarios” de los sujetos, extendiéndose a todas las formas de la vida social.

Los ámbitos educativos son escenarios de pugnas culturales que las exceden; son los lugares donde diversas formas de luchas se ponen de manifiesto (Huergo, 1998). Así, es imprescindible poner atención a la autonomía parcial (o “autonomía relativa”) de las culturas que juegan en el escenario escolar, y al papel del conflicto y la contradicción existente en el proceso de reproducción social. Por este camino es posible comprender los modos en que trabaja la dominación política aun cuando los estudiantes rechacen desde sus culturas la ideología que está ayudando a oprimirlos. En esos casos, puede observarse en perspectiva cómo la oposición que impugna activamente la hegemonía de la cultura dominante pone en conflicto a la reproducción, pero puede también asegurar un destino de relegamiento a situaciones de desventaja socioeconómica. Particularmente en el escenario escolar, además, se visualiza cómo el drama de la resistencia (emparentado con el “drama del reconocimiento”) está directamente relacionado con el esfuerzo de incorporar otras culturas (como la mediática, la callejera, la comunal) al salón de clases. Las resistencias, en ese caso, son formas de pelea en contra de que la escuela borre las identidades; son luchas contra la vigilancia y el disciplinamiento de diversas formas de la pasión y del deseo.

4. Carácter discursivo del conflicto cultura escolar/cultura mediática

El problema de los encuentros y los desencuentros entre la cultura escolar y la cultura mediática debe comprenderse más allá de las situaciones particulares que emergen en los microespacios educativos y de las coyunturas actuales. Antes bien, dicho problema tiene que considerarse según coordenadas sociales más amplias que han producido pavorosas escenas de marginalidad, de injusticia y de depredación social, según tiempos históricos largos de dominación en América Latina, que van de la conquista (como protoglobalización) a la globalización (como tardoconquista). Es cierto que las confusiones, las distancias, los choques entre una y otra culturas pueda explicarse por el clima de profundas revolturas culturales experimentadas en la vida cotidiana y por las novedosas disposiciones subjetivas producidas por diferentes equipamientos culturales. Pero, también, es evidente que el conflicto debe situarse en las articulaciones de la cultura, en cuanto campo de lucha por el significado de la experiencia y del mundo, con lo político, como proceso de configuración de distintas manifestaciones de poder regidas según una lógica de cooperación o antagonismo entre voluntades colectivas.

El desencuentro se produce, precisamente, en las distancias y fisuras entre los saberes, prácticas y representaciones provenientes de los discursos diferenciales (el escolar, el mediático, el callejero, el comunal, el del mercado). Por otra parte, cada discurso refuerza su especificidad en la medida en que ubica axiológicamente a cada uno de los otros. Por ejemplo, para el discurso escolar, el mediático está atrapado por la cultura masiva que deforma y degrada la cultura, mientras que el callejero, en cuanto anómalo, contiene las marcas del desorden, el descontrol y la peligrosidad social. Para el discurso mediático, el discurso escolar se juega entre la conservación de lo arcaico y la cualificación por la vía de incorporación tecnológica (entre otras cosas)5, y el discurso callejero (como en el escolar) condensa series de anomalías sociales y situaciones de peligrosidad o de riesgo. Para el discurso callejero, finalmente, el discurso escolar contiene una falsa epistemología, inservible para enfrentar los problemas de la vida cotidiana, mientras que el discurso mediático se articula con las propias formas y lenguajes disponibles para la “lectura y escritura” del mundo. En todos los casos, las distancias y los límites, construidos como fronteras discursivas, permiten el refuerzo de los propios estatutos y representaciones en pugna.

Cabe aclarar, sin embargo, que todos los agentes que contribuyen al reforzamiento, incluso consciente, de sus propios discursos y de sus campos de significación, se apropian de los otros y los hibridan en sus prácticas, aunque lo hagan pretendiendo dar continuidad a sus propios intereses6. En este sentido, parece mucho más difícil cualquier hibridación entre los discursos escolar y callejero, lo que implicaría cierto reconocimiento del carácter ideológico de la cultura escolar7.

Con lo dicho, es preciso revisar el carácter performativo8 de los discursos producidos por los campos escolar y mediático, entre otros. Tal cuestión contribuye, por lo demás, a hacer comprensibles las pugnas por el significado de las experiencias y de la vida que se dan, en este caso, en el espacio escolar. Pero para reconocer la performatividad de dichos discursos, en cuanto puestas en acción de sistemas lingüísticos, necesitamos introducir una noción: la de sistemas de sentido. En ellos los discursos se inscriben y, a partir de ellos, los sujetos se reconocen y se encuentran. Los “sistemas de sentido” no pueden comprenderse solamente como configurados desde posiciones de clase social, articuladas con organizaciones políticas (de clase). En América Latina, los “sistemas de sentido” están constituidos por las articulaciones entre, al menos, tres dimensiones que se imbrican y se definen mutuamente. (i) Una dimensión que está constituida por la estructuración socioeconómica: las diferencias de clase, las fracciones o sectores sociales articulados en función de la propiedad, la distribución y el control de los recursos económicos estratégicos, más las condiciones de acceso a mejores condiciones de vida. (ii) Otra dimensión que está relacionada con las conformaciones de las identidades culturales, que otorgan los lineamientos u horizontes de sentido de pertenencia al nosotros (que implica el reconocimiento de las diferencias), vinculado además con las cuestiones nacionales o “regionales”. (iii) Finalmente, una dimensión que se configura en torno a las definiciones del espacio público y sus “redefiniciones posmodernas”, lo que comprende las relaciones de nuestra sociedad con otras y el entrecruzamiento de estas con las micro, las meso y las macroesferas públicas y, además, los modos particulares de resolución de los conflictos y las contradicciones singulares.

5. El campo cultural en cuanto educativo: el juego de las interpelaciones y los reconocimientos

Pensar el campo cultural como educativo implica comprenderlo como dialógico9 y, a la vez, conflictivo. Pero, por sobre todo, implica entenderlo como campo de articulación entre diferentes y sucesivas interpelaciones y los reconocimientos subjetivos que ellas provocan10. Para esto, necesitamos trabajar con una noción de lo educativo que nos permita interpretar los territorios culturales revueltos, en cuanto formadores de sujetos. Es posible sostener que “lo educativo” consiste en que, a partir de una práctica de interpelación, un agente se constituye en sujeto de educación activo incorporando de dicha interpelación algún nuevo contenido valorativo, conductual, conceptual, etc., que modifique su práctica cotidiana en términos de una transformación o en términos de una reafirmación más fundamentada (Buenfil Burgos, 1993). A partir de los modelos de identificación propuestos desde algún discurso específico (sea escolar, mediático u otro), el sujeto se reconoce en dicho modelo, se siente aludido o acepta ser lo que se le propone ser.

Los medios (y en especial la televisión) han contribuido a una proliferación inusitada de modelos de identificación que alcanzan el orden cultural11: formas de ver, de sentir y de actuar, agendas temáticas, modos de relacionarse y de resolver los conflictos… Pero, además, los sentidos mediáticos proliferantes no están “afuera” como un objeto. Se han hecho cultura, se han hecho hilos en la trama cultural, se han mezclado, se han resignificado, han adquirido nuevos alcances, no por la acción resignificadora de los individuos (de las audiencias) aisladamente, sino en virtud de todo el proceso cultural en el que esos individuos están inmersos y por el que están configurados.

Por esta vía se hace posible comprender el carácter de la lectura y de la recepción. La “recepción” de interpelaciones, entonces, no tiene tanto que ver con el orden del conocimiento, de los códigos o de los mensajes; tiene más relación con el orden del reconocimiento, de las matrices y de los formatos culturales. De manera que las diferencias (constituidas a través de historias de lucha material y simbólica y constitutivas de nuestra identidad) no se configuran en o por la recepción de interpelaciones, sino que se “encuentran” y se “reconocen” en ella (y no siempre de manera armoniosa y feliz); y al reconocerse y encontrarse se refiguran. Y se encuentran a partir de encuentros y de reconocimientos previos, multitemporales (de allí su carácter dialógico); a partir de matrices de sentido que anteceden esos encuentros y reconocimientos; matrices ya constituidas pero en permanente proceso de constitución, precisamente en esos acontecimientos de encuentro y reconocimiento.

Todo producto cultural, en cuanto interpelador, habla al pueblo del que habla12. De este modo, el reconocimiento trabaja en el mar de la reconciliación entre la producción cultural y las masas populares. Así, entre la fascinación, la idealización y la seducción, en el reconocimiento (como drama) se juega la hegemonía. “Drama del reconocimiento” ya que es (en el producto y en la recepción) una lucha por hacerse reconocer; porque sea reconocida la voz y la memoria, la socialidad y la sensibilidad, la historia y la trayectoria de la que están hechas las diferencias en cuanto identidades. De allí que el reconocimiento tenga más que ver con la telenovela, el fútbol, el rock y la cumbia, que con las instituciones políticas, la escuela o los partidos (que muchas veces no hablan al pueblo del que hablan, es decir, no trabajan para posibilitar el reconocimiento). De allí, también, que las estrategias pedagógicas deberían tener más en cuenta el contar/relatar de los sujetos (las identidades preexistentes al acto de formación), que el concientizar a los sujetos; deberían tener más relación con el reconocimiento que con el conocimiento (que muchas veces es la reproducción/imposición del reconocimiento de otras culturas, que nos han hablado, que han hablado por nosotros).

Tanto el abordaje de las matrices y las tradiciones residuales en la vinculación entre lo educativo, lo cultural y lo político, como la consideración de los espacios escolares en su complejidad, nos ha llevado a la necesidad de reconocer “lo educativo” en otros espacios sociales que han privilegiado los lazos antes que la institucionalidad y los contratos sociales. En este sentido, hemos investigado y desarrollado prácticas de aproximación a diferentes espacios urbanos considerados como “polos de identidad” o, mejor, de identificación14. En esos polos, los sujetos forjan sus identidades en la medida en que experimentan un sentido del nosotros, una representación de distinguibilidad (los otros) y una narrativa histórica común (cfr. Giménez, 1997).

6. De las revolturas a la revolución cultural: el desafío de construir políticas culturales democratizadoras

A partir de las interpelaciones y de los modelos de identificación propuestos desde los distintos discursos específicos (sea el escolar, el mediático, u otro) el sujeto se reconoce, se siente aludido o acepta ser lo que se le propone ser, e incorpora algún saber, práctica o representación. Se constituye como sujeto. Desde allí produce modificaciones en su práctica cotidiana en términos de una transformación o en términos de una reafirmación más fundamentada. Sin embargo, una comprensión imprecisa de estas situaciones puede llevarnos a conclusiones falsas, desde el punto de vista político (cosa que suele ocurrir en corrientes de los cultural studies celebratorias de las posibilidades de una autonomía absoluta en la resemantización de los textos, en cuanto interpelaciones). Para ser precisos, debemos distinguir entre los niveles lingüístico y experiencial en la constitución subjetiva y en los posicionamientos no crítico y crítico, una cuestión central, a mi juicio, en toda pedagogía de la comunicación. En el nivel del lenguaje, un posicionamiento no crítico se caracteriza por una general aceptación de discursos de orden y por una lectura dominante de las interpelaciones discursivas textuales. Entretanto, en el nivel de la experiencia, este posicionamiento se caracteriza por conductas y prácticas conformistas con el sistema hegemónico. Por su lado, un pocisionamiento crítico subjetivo, en el nivel del lenguaje, desarrolla una oposición y desmantelamiento (desnaturalización) tanto a los discursos de orden como en las lecturas de los textos culturales dominantes. En el nivel de la experiencia, la culminación de la posición crítica se da en distintos tipos de prácticas de resistencia y de transformación de las situaciones de dominación. Pero no es posible la vinculación necesaria de lecturas y prácticas oposicionales con experiencias resistenciales y transformadoras. Es decir, no toda oposición significa resistencia (cfr. Giroux, 1985); muchas veces una oposición discursiva (en el sentido de lingüística) suele estar acompañada por conductas, actitudes y experiencias conformistas (como lo han demostrado las investigaciones, por ejemplo, de Paul Willis, 1977). De ahí que el desafío de una pedagogía crítica de la comunicación no tiene tanto que ver con la “crítica” de los medios y la cultura mediática, sino con una desnaturalización de las representaciones hegemónicas (por la vía de historización de los anudamientos entre significantes y significados y de la conformación de estatutos). Pero, además, con una rearticulación del lenguaje y la experiencia, con el fin de posibilitar modos de subjetividad más autónomos. Es decir, al reconocer cómo somos leídos y escritos por los lenguajes hegemónicos disponibles, podemos ampliar (desde la expresión de la voz y desde el combate hermenéutico) los horizontes de nuestras experiencias, haciéndolas transformadoras o resistenciales; podemos, también, leer y escribir la palabra y el mundo de manera más autónoma.

Tal vez, si retomamos la matriz de pensamiento freireano, necesitemos saltar de las revolturas hacia una “revolución” cultural. Más allá de las acciones culturales contrahegemónicas, lo que caracteriza a la revolución cultural es su capacidad en la construcción permanente de una cultura liberadora (cfr. Freire, 1975: 98). El territorio cultural revuelto (en cuanto formación social) ha sido subjetivado desordenadamente: en él estamos inmersos, por lo que no es fácil percibirlo como un objeto separado. Sin embargo, parecen radicalizarse dos posiciones:

- bien nos replegamos en una cultura escolar, de naturaleza arcaica, que reconstruye incesantemente la representación de separación entre ella y el mundo de la vida y de “las” culturas (mediática, callejera, etc.), incluso al elaborar una sutura inestable frente a la tecnocultura a través de diversas estrategias espasmódicas;

- bien desarrollamos diversas formas de lucha democrática que asuman un territorio cultural revuelto, sin trazados prematuros ni estrategias de frenaje, y que reconozcan y subrayen la multiplicidad de espacios políticos que, a la vez, conforman culturalmente modalidades de formación de sujetos y producción de sentidos.

Vivir en una cultura mediática no significa renunciar a la subjetivación y a la subjetividad autónoma. Cuando hablamos de cultura mediática nos estamos planteando un entorno cultural (y por tanto, comunicativo/ educativo) que no se reduce a la interactividad con los medios y las tecnologías. Queremos aludir a una dimensión estratégica para vivir la vida, donde - aún- es posible una acumulación narrativa (incluso a partir de la escuela o de otros escenarios micropúblicos educativos) que aspire a la autonomía, que aliente el cuestionamiento y la resistencia a los fundamentos de una fascinación que ha instituido la tecnoutopía como ilusión de un mundo mejor. Queremos imaginar una pedagogía capaz de quebrar políticamente las fronteras producidas por la hegemonía y capaz, a la vez, de alentar la heterotopía, construida desde las diferencias y las hibridaciones, y desde una narrativa “poscolonial” capaz de dar cuenta de las asimetrías, las injusticias y las nuevas y viejas formas de dominación, y de alentar una comunicación/educación transformadora.

7. A modo de conclusión: profundizar los desplazamientos

Los desbordes y los conflictos producidos por el enfrentamiento entre la cultura escolar y la cultura mediática deben comprenderse en y desde las articulaciones entre lo cultural y lo político. De lo que se trata, en definitiva, es de profundizar los desplazamientos con el fin de ampliar los horizontes de la autonomía, en el clima de la cultura como campo de lucha por el significado. Profundizar el desplazamiento de eje propuesto por el “paradigma de las mediaciones”, desplazamiento que va de estudiar la comunicación como proceso de dominación, a investigar la dominación como proceso de comunicación (cfr. Martín-Barbero, 1998). Profundizar el desplazamiento propuesto por el “paradigma dialógico”, donde el trabajo educativo, en todos sus sentidos y ámbitos, es entendido como proceso de liberación (transformación, resistencia, autonomía) con los otros, y no para ellos. Sólo por estos caminos será posible darle batalla a las nuevas formas de producción de hegemonía bajo las formas de las revolturas culturales.


Citas

1 Para los argentinos, hay otra estética que posee un contenido trágico. El arquetipo de nuestra posmodernidad es nada más ni nada menos que la “desaparición de los cuerpos”, pero no en una forma figurada o virtual, sino como entramado del genocidio, que inauguró una nueva forma de hacer política desde la resistencia: las “Madres de Plaza de Mayo”, encarnación de los cuerpos desaparecidos (de sus hijos).

2 El concepto de educabilidad había sido desarrollado por el pensamiento realista (especialmente neotomista) y por el pensamiento espiritualista, como la capacidad de ser educado, que respondía a una de las preguntas fundamentales de la pedagogía: ¿es posible educar?, y que se complementaba con la capacidad de educar o educatividad. Sin embargo, no es en esta línea en que necesitamos pensar un nuevo régimen de educabilidad.

3 Comprender, entre otras cosas, el desplazamiento de la “memoria” hacia el “archivo”; el creciente anudamiento entre los “hipermedios” y los “miedos” en la cultura urbana; las transformaciones en las sensibilidades y la producción de un “nuevo sensorium”, y el sentido pedagógico posible de las “redes de comunicación” (cfr. Huergo, 2000).

4 Aunque de manera prematura, estamos en proceso de distinción conceptual entre lo “callejero” y lo “comunal”. Tales denominaciones designan dos tipos de enlazamientos sociales, que se evidencian como relativamente contrarios en la medida en que el imaginario hegemónico los ubica en la formación social. Si bien ambos se articulan con residuos culturales no modernos (cfr. Huergo, 1998), por “callejero” se entiende cierta emergencia de lo bárbaro, lo desordenado, lo anómalo, construido como objeto de “pánico moral” (como, por ejemplo, las bandas juveniles); mientras que lo “comunal” designa modos comunitarios de agruparse y de presentarse públicamente, por parte de sectores perjudicados o invisibilizados por los modos neoliberales del contrato social (como, por ejemplo, los desocupados). De cualquier modo, ambos son objetos de diferentes modos de represión.

5 La investigadora Paula Morabes, a quien dirijo su trabajo de Beca de Formación en la Investigación (UNLP), ha realizado un relevamiento general de los equipamientos mediáticos disponibles en las instituciones de Educación General Básica (EGB), en la ciudad de La Plata. Esto le ha permitido comprender, entre otras cosas, el carácter articulatorio de esos soportes o equipamientos con determinadas disposiciones subjetivas; pero, además, la impregnación del discurso escolar por parte de requerimientos vinculados con la cultura mediática.

6 Esta cuestión la hemos observado en una investigación que dirijo, en la que participan las profesoras Glenda Morandi (pedagoga), Alejandra Valentino, Gladys Lopreto, Susana Felli, Claudia Fino (todas de lingüística) y Sofía Calvente (de comunicación), entre otros. En ella, hemos abordado el problema de la recepción y el consumo de publicaciones destinadas a docentes de EGB en la ciudad de La Plata, para luego describir cómo las integran en sus prácticas educativas. Lo que hemos concluido, entre otras cosas, es que los docentes resuelven sus prácticas habituales (en tiempos de transformaciones culturales) apelando a saberes, representaciones y prácticas mediáticas, aunque lo hagan para reforzar sus intereses propios de la cultura escolar.

7 En investigaciones y prácticas coordinadas por mi colega, la profesora María Belén Fernández, ha resultado notable la producción de reforzamientos discursivos escolares sobre la peligrosidad, la violencia y la degradación de las culturas callejeras infantiles y juveniles. Otra, sin embargo, es la representación escolar de la “comunidad” (la cultura comunal), como zona donde emergen lazos relativamente solidarios y de colaboración. Por lo cual, las estrategias de relación con la comunidad que despliegan las escuelas, apuntan a su integración con la “comunidad”; pero lo hacen sólo con el fin de reforzar (no siempre conscientemente) el carácter hegemónico, en crisis, en la formación de sujetos, saberes y representaciones.

8 El concepto de “performance” o “performativo” debe ser reexaminado, desanudándolo de su significado tecnocrático y reconsiderándolo desde un punto de partida teórico diferente. Tal redefinición nos permite articular el despliegue de rituales, gestos, lenguajes, con la construcción y producción de la realidad. De este modo, se hace posible percibir cómo en los rituales, gestos y lenguajes “trabajan” ideologías societarias y culturales. Por otro lado, el concepto de “performatividad” avala la comprensión del vínculo entre la acción y su sentido.

9 La idea del diálogo (Bajtin, 1982) remite a que una configuración textual es básicamente interdiscursiva y, por consiguiente, un fragmento de la memoria colectiva. Es, en este sentido, una sedimentación posible de una determinada acumulación narrativa. En el diálogo la comunidad (histórica y geográficamente situada) habla y, en un mismo movimiento, es hablada. En el diálogo se expresa la cultura como campo de lucha por el significado, en la que se reflejan una multiplicidad de valores, voces e intenciones, con distintos grados de intensidad en sus contradicciones.

10 El interjuego entre interpelaciones y reconocimientos (o no reconocimientos) en la producción de una formación hegemónica y de la ideología, ha sido trabajado por Ernesto Laclau (Laclau y Mouffe, 1987) y por Slavoj Zizek (1992).

11 Los modelos de identificación son también presentados como “modelos mentales”. En este sentido, el italiano Luciano Gallino afirma que los modelos mentales -en cuanto representaciones que de vez en vez pueden asumir forma de imágenes, proposiciones o estructuras analógicas profundas- son mayoritariamente producidos por la cultura (Gallino, 1990). Por un lado, los “modelos mentales” pueden comprenderse como las únicas estructuras cognitivas disponibles; por otro, los medios difunden sin tregua modelos mentales, en una medida y con una capilaridad nunca vista precedentemente. De este modo contribuyen a estructurar la identidad y el sentido de sí mismo y la comunidad, y a reestructurar el imaginario, las expectativas y las acciones colectivas.

12 Como afirma E. Laclau, refiriéndose a la práctica política, la interpelación no reconoce en primer término intereses y, luego, los representa; antes bien, ella constituye los intereses que representa (cfr. Laclau y Mouffe, 1987: 139). En otras palabras, toda interpelación apunta a la constitución de sujetos y al sostenimiento de la ideología (cfr. Zizek, 1992). De todos modos, las interpelaciones (para ser performativas) no son del todo arbitrarias, sino que se producen asumiendo determinadas matrices culturales existentes y devolviéndolas como formato.

13 Además de la investigación que mencionaremos en la nota siguiente, en el contexto de las prácticas de los estudiantes que cursaron el último verano nuestra cátedra de Comunicación y Educación, y con la coordinación de los licenciados Pedro Roldán y Florencia Cremona, hemos realizado aproximaciones a unos quince espacios socioculturales urbanos de La Plata, en un trabajo que aún no hemos sistematizado.


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