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El sur en el sistema mundial en transformación*

O Sul no Sistema Global de Transformação

The South in the Global System in Transformation

Samir Amín**
Rémy Herrera***

Traducción Gisela Daza****


* Este texto, cedido especialmente por los autores para Nómadas, es la versión original de la ponencia escrita por ellos y presentada por Herrera en el II Encuentro Internacional de Economistas cuyo tema central fue Globalización y problemas del desarrollo, llevado a cabo en La Habana, Cuba, entre el 24 y 29 de enero del 2000.

** Director del Foro del Tercer Mundo, Universidad de las Naciones Unidas, Sede Dakar, Senegal.

*** Investigador del Centre National de Recherche Scientifique CNRS, Francia.

****Investigadora en la línea de socialización y violencia del DIUC.


Este artículo intenta responder fundamentalmente a dos cuestionamientos: ¿Cuál sistema mundial busca imponer la tríada que conforman los Estados Unidos, los países de la Unión Europea y Japón, a través de la mundialización neoliberal actual y, en contrapartida, cuál sistema mundial alternativo sería posible y deseable?


Comencemos por analizar brevemente el período histórico transcurrido desde 1945 para aclarar la índole de los problemas que se plantean en la actualidad. Este medio siglo se caracteriza por una hegemonía multidimensional de los Estados Unidos (en el ámbito económico, ideológico, político y militar) que, a pesar de haber entrado en crisis por la amenaza que representa la evolución actual de las relaciones de fuerza mundiales, en este momento se afirma más que nunca. Pues, ni la Unión Europea, que no constituye una fuerza política unificada, ni Japón, que redujo sus ambiciones a una escala regional, poseen en este momento la capacidad para contrarrestar la hegemonía norteamericana.

El período histórico comprendido entre 1945 y el año 2000 parece estar dividido en dos fases diferentes: la correspondiente al auge (de 1945 a 1975) y la correspondiente a la crisis (a partir de 1968-1975). El auge económico del primer período se fundaba en la complementariedad de tres grandes proyectos societarios de la época, puestos en marcha luego del doble fracaso del fascismo y del colonialismo: el proyecto del Welfare State en Occidente, el proyecto de Bandung de la construcción nacional burguesa en la periferia del sistema y el proyecto soviético de un “capitalismo sin capitalistas” en los países del Este.

Durante el segundo período se derrumbaron las bases sobre las que reposaba el auge anterior dando paso a la instauración, no de un nuevo orden mundial, sino de un caos que está lejos de resolverse. Aunque las políticas aplicadas a partir de los años setenta buscaban esencialmente manejar la crisis de la expansión del capital, fracasaron en este objetivo porque el proyecto espontáneo de una gestión del mundo por el mercado y por los intereses inmediatos de las fuerzas dominantes del capital, sigue siendo una utopía, al carecer del marco que, por sus reacciones le impondrían las fuerzas sociales contrarias al sistema.

La idea de una gestión capitalista de la crisis es una utopía porque, desde el punto de vista teórico, el capitalismo no es el desarrollo (la realidad de la expansión del capital no supone ningún resultado en términos de desarrollo); el capitalismo realmente existente no es tampoco la economía de mercado (el mercado, por su naturaleza, se refiere a la competencia, mientras que el capitalismo se define por el límite que impone a la competencia el monopolio de la propiedad privada) y finalmente, el capitalismo no es la ausencia de Estado (el Estado no puede separarse del capitalismo en cuanto su funcionamiento exige la intervención de una autoridad colectiva representante del capital en su conjunto, lo cual se analiza como el resultado del conflicto entre capital y sociedad). La confusión de estos conceptos, mantenida por el discurso dominante, es la fuente de un debilitamiento peligroso de las críticas dirigidas a las políticas puestas en marcha para conducir la crisis actual del sistema mundial.

Esta crisis se expresa en el hecho de que las ganancias obtenidas de la explotación capitalista no encuentran salidas suficientes en inversiones rentables, susceptibles de desarrollar las capacidades de producción. El manejo de la crisis consiste entonces en encontrar otras salidas para ese excedente de capitales flotantes con el fin de evitar su desvalorización masiva y brutal.

Una solución distinta a la crisis implicaría, por el contrario, la modificación de las reglas sociales que rigen la distribución del ingreso, el consumo y las decisiones de inversión, pasando por la construcción de otro proyecto social, coherente y eficaz, y por completo diferente de aquel que se orienta exclusivamente al provecho inmediato. La crisis sólo tendrá solución si las fuerzas sociales “antisistémicas” imponen al capital restricciones exteriores a su propia lógica.

En el marco de los Estados nacionales la gestión capitalista de la crisis consiste, según el dogma antiestatal neoliberal, en debilitar las “rigideces sindicales”, liberalizar precios y salarios, reducir el gasto público y los servicios sociales, privatizar, abolir la regulación del comercio exterior. Detrás de este engañoso término liberalizar …porque todos los mercados están regulados y sólo funcionan bajo esta condición…, se esconde una realidad inconfesable: la “regulación” unilateral de los mercados por el capital mundialmente dominante.

La mundialización capitalista exige que el manejo de la crisis funcione también en el ámbito global. Esa gestión debe enfrentar el gigantesco excedente de capitales flotantes que genera la sumisión de las economías al exclusivo criterio de la ganancia. En estas condiciones, la liberalización de las transferencias de capitales, la adopción de tipos de cambio flotantes, las altas tasas de interés, el déficit de la balanza externa de Estados Unidos, la deuda del Tercer Mundo, la privatización de las empresas públicas, constituyen en su conjunto una política racional que ofrece a los capitales flotantes un escape en los depósitos financieros especulativos. Los movimientos internacionales de capitales flotantes representan cerca de cien billones de dólares por año.

Ahora bien, esta gestión capitalista de la crisis, que en parte depende de las funciones de las instituciones internacionales (el FMI, el Banco Mundial, especialmente la OMC) produce sus víctimas: las clases populares y los pueblos más vulnerables del sistema mundial. Estas instituciones, sujetas al llamado ajuste “estructural”, cuya única finalidad es la de asegurar la continuidad del pago de la deuda externa del Tercer Mundo, obligan unilateralmente a los más débiles a someterse a una lógica que funciona sólo en beneficio de los más fuertes. Las devastaciones sociales y políticas catastróficas, provocadas por este manejo del sistema mundial en términos de pobreza, precariedad y marginalidad, de aceleración vertiginosa de la desigualdad social, son lo suficientemente conocidas como para ahondar al respecto.

A pesar de una creciente diferenciación de los países del Sur, al punto que el concepto “Tercer Mundo” ha terminado por estallar, el contraste entre centros y periferias sigue manteniéndose de manera violenta. Inclusive allí donde el progreso de la industrialización ha sido importante, las periferias continúan siendo percibidas por el capital mundialmente dominante como reservorios de mano de obra; reservas que no fueron absorbidas ni en Rusia, ni en China o en India (donde constituyen quizás el 80% de la fuerza laboral), menos aún en Africa y que no entraron en la revolución industrial, son marginalizadas, cuartomundializadas.

Durante el período de Bandung (1955-1975), los Estados del Tercer Mundo pusieron en práctica políticas de desarrollo de carácter autocentrado, a escala nacional, para reducir la polarización mundial. Con ello se apuntaba a reducir las reservas de trabajo de poca productividad mediante su transferencia a actividades modernas de productividad más elevada, aunque no fueran competitivas en los mercados mundiales abiertos. El resultado del éxito desigual de esas políticas fue la creación de un Tercer Mundo contemporáneo muy diferenciado. Actualmente se pueden distinguir:

Los países capitalistas del Asia Oriental (Corea, Taiwan y Singapur), el territorio de Hong Kong y tras ellos otros países del Sudeste asiático (Malasia y Tailandia), así como China, registraron tasas de crecimiento acelerado, mientras que esas tasas disminuían en casi todo el resto del mundo. Por lo general ese dinamismo económico va acompañado de una menor agravación de las desigualdades sociales, de una menor vulnerabilidad y de una participación eficaz del Estado, que conserva un papel determinante en la aplicación de estrategias de desarrollo, aunque fueran abiertas hacia el exterior.

Los países de América Latina y la India disponen de capacidad industrial importante, pero aquí la integración regional es menos marcada y la participación del Estado menos coherente. La agravación de las desigualdades, ya gigantescas en esas regiones, es mucho más dramática en cuanto las tasas de crecimiento siguen siendo modestas.

Los países del África y del mundo árabe e islámico, que en su conjunto han permanecido en una división del trabajo obsoleta, siguen siendo exportadores de productos básicos, ya sea porque no han entrado en la era industrial o porque sus industrias son débiles, vulnerables y no competitivas. Los problemas sociales se traducen en la producción de grandes masas depauperadas y excluidas.

El criterio de la diferencia que separa las periferias activas de las que están marginadas no es sólo el de la productividad de su industria; es también un criterio político. Los poderes políticos en las periferias activas y tras ellos la sociedad en su conjunto, tienen un proyecto y una estrategia para poner en práctica. Por el contrario las periferias marginadas carecen de proyecto y estrategia propios. Los círculos imperialistas son los que tienen la iniciativa exclusiva de los proyectos relacionados con esas regiones, a los que no se opone de hecho ninguna fuerza local. Por lo tanto esos países son sujetos pasivos de la globalización.

Incluso allí donde los progresos de la industrialización han sido más marcados, las periferias siguen siendo los yacimientos de gigantescas reservas, entendiéndose por esto que proporciones variables, pero siempre muy importantes, de su fuerza laboral son empleadas (cuando lo son) en actividades de muy poca productividad. La razón para ello es que las políticas de modernización, es decir los intentos de recuperación, imponen opciones tecnológicas modernas para ser eficaces, incluso competitivos, que son en extremo costosas en términos de utilización de recursos escasos como capitales y mano de obra calificada. Esta distorsión sistemática se agrava más cuando la modernización en cuestión se añade a una desigualdad creciente en la distribución del ingreso. En esas condiciones el contraste entre los centros y las periferias sigue siendo violento. En los primeros esa reserva pasiva continúa siendo minoritaria; en las segundas es siempre mayoritaria.

En cuanto a la relación probable de esas relaciones entre el contingente trabajador activo, comprometido en actividades competitivas al menos en potencia, y la reserva pasiva, G. Arrighi sostiene una tesis que merece convertirse en un punto central del debate. Según ésta, los países de la tríada continuarían el desarrollo iniciado por su evolución neoliberal reconstituyendo por ello un gran ejército de reserva de trabajo en sus propios territorios. Nosotros añadimos que si para mantener su posición dominante esos países se organizan principalmente alrededor de sus monopolios, abandonando con ello grandes segmentos de producción industrial tradicional trivial, relegada a las periferias dinámicas, pero sometidas a la actividad de esos monopolios, la reconstitución de ese ejército de reserva sería mucho más importante. En las periferias en cuestión surgiría una estructura dual, caracterizada por la coexistencia de un contingente activo, empleado aquí en producciones industriales comunes y de uno de reserva. Por lo tanto, de cierta manera la evolución acercaría ambos conjuntos, centros y periferias, aunque los monopolios sigan manteniendo la jerarquía.

Pero la gestión capitalista de la crisis ha resultado, al mismo tiempo, extremadamente provechosa para el capital dominante: las transferencias anuales de capitales del Sur hacia el Norte se han triplicado a lo largo de las dos últimas décadas, pasando a 1 billón 364 mil millones de dólares a mediados de la década de los noventa. Era este el objetivo perseguido por los programas de ajuste estructural: acentuar el saqueo del Tercer Mundo, ¡no es posible calificarlo de otro modo!

Nos habían presentado el retorno a un capitalismo puro y duro como “el fin de la historia”. Ahora bien, en el marco de una mundialización neoliberal que se pretende sin alternativa, la gestión del sistema mundial afectado por una crisis permanente, ha entrado en su fase de derrumbe. Bastaron pocos años para que se derrumbara el mito absurdo según el cual la libertad de mercado iba a resolver los problemas sociales y políticos. Las luchas sociales se reanudan por todas partes. Simultáneamente, la extensión del área de mundialización financiera ha conducido, en muy poco tiempo, primero a la crisis de los países asiáticos (frente a la cual los Estados Unidos, seguidos por Japón, reaccionaron tratando de subordinar el sistema productivo coreano, especialmente sus oligopolios); luego a la crisis en Rusia (resultado de las políticas puestas en marcha desde 1990 y de la estrategia de saqueo de las industrias rusas por el capital mundialmente dominante aliado a sus “intermediarios comerciales y financieros” locales). Esta serie de quiebras anuncia el derrumbe de una parte entera del sistema, aquél de la mundialización financiera.

El auge de las luchas sociales, el derrumbe de partes enteras de la globalización financiera, la pérdida de credibilidad del discurso neoliberal, todo esto pugnaba para introducir en la retórica dominante el término de “regulación”: sería necesario según Joseph Stiglitz, jefe economista del Banco Mundial, “regular los flujos financieros” o, según el especulador Georges Soros “salvar el capitalismo del neoliberalismo” y del “integrismo del mercado”. El fin perseguido es en realidad el mismo: permitir que el capital dominante de las compañías transnacionales siga siendo el dueño del juego. Es evidente, la ideología económica neoliberal está perdiendo velocidad y su supuesta “renovación teórica”, asociada principalmente con los nombres de Douglass North, Paul Krugman o Joseph Stiglitz, no es creíble porque las escuelas del main stream siguen metodológicamente encerradas en el sin sentido de su “economía pura”.

Sin embargo no debemos subestimar el peligro que puede representar esta réplica. Muchos bien intencionados han sido y serán engañados. Desde hace varios años el Banco Mundial se dedica a instrumentalizar a las organizaciones no gubernamentales (ONGs) para ponerlas al servicio de su artificioso discurso de “lucha contra la pobreza”. Frente a esta estrategia para continuar con el proyecto de mundialización neoliberal …del que los pueblos no tienen nada que esperar… tenemos que saber desarrollar nuestras propias propuestas de alternativa, basadas en las luchas que sólo las víctimas del sistema mundial pueden llevar a cabo para transformar el mundo.

En la edición del New York Times del 28 de marzo de 1999 aparece un artículo instructivo sobre la estrategia política de los Estados Unidos. Su contenido se resume en la imagen de un guante de boxeo con los colores de la bandera estadounidense, la cual está acompañada de la siguiente leyenda: “Lo que el mundo necesita …la globalización… sólo funcionará si los Estados Unidos actúan con la fuerza todopoderosa de su posición como Superpotencia”. La razón por la que los puñetazos anunciados serían necesarios se explica en estos términos: “La mano invisible del mercado nunca funcionará sin el puño invisible. Mac Donald no puede prosperar sin Mac Donnell Douglas “que construyó el F 15”. El puño oculto que garantiza un mundo seguro para la tecnología de la Silicon Valley se llama el ejército, la aviación, la marina de los Estados Unidos”. El autor de este texto no es otro que Thomas Friedman, consejero de Madeleine Albright.

La clase dirigente norteamericana sabe entonces perfectamente que la economía es política y que son las correlaciones de fuerza (incluso las militares) las que gobiernan el mercado. El principal instrumento de la hegemonía de los Estados Unidos es militar y está hecho de medios de destrucción masiva a distancia; el medio al servicio de su estrategia es la OTAN que hoy habla en nombre de la comunidad internacional expresando con ello su desprecio por el principio democrático que rige a esa comunidad por medio de la ONU. La OTAN que viola el derecho internacional prohibiendo toda intervención militar sin el acuerdo previo de la ONU; la OTAN que se otorga el derecho de felicitar al Tribunal Internacional de La Haya por su docilidad, siendo éste el encargado de la represión de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad. Todas estas prácticas, por el descrédito, le prestan el peor de los servicios a la causa de la democracia, a los derechos de los pueblos y al derecho internacional; asunto que todos los pueblos del mundo conocen. La nueva ofensiva neoliberal mundializada que sirve los intereses particulares de las grandes compañías se envuelve, como en las ofensivas imperialistas precedentes, en el ropaje de un discurso aparentemente generoso (basado hoy en la democracia tanto como ayer lo estuvo en la misión civilizadora de Occidente), pero que esconde sus reales objetivos: la explotación de los pueblos. Esta ofensiva ataca frontalmente al derecho internacional, substituyéndole un supuesto derecho de injerencia muy práctico para encubrir sus agresiones. Defender el derecho internacional e impedir que la ONU corra la misma suerte que la Sociedad de las Naciones constituyen hoy una tarea prioritaria para todas las fuerzas progresistas del mundo.

Nada sólido podrá realizarse sin la democratización en la marcha necesaria hacia un nuevo orden planetario. Democratización por los medios propios de un Estado de derecho y por el establecimiento de relaciones democráticas en todos los aspectos de la vida social (de la igualdad de género al respeto del derecho de los pueblos) pero, más aún, por medio de políticas sociales que garanticen la inserción de todos en la vida económica y una igualdad real creciente en el acceso a los medios materiales que la modernidad permite. Evidentemente, el mundo no está comprometido en esta vía, a pesar de los discursos ideológicos dominantes y de la matraca mediática que los hace repercutir a través del mundo.

No hace mucho, los Estados Unidos legitimaban todas las dictaduras bajo la condición de que respetasen los intereses norteamericanos, de hecho, que respetasen las transnacionales norteamericanas. Hoy la democracia y el derecho de los pueblos que ellos mismos invocan se utilizan como medios políticos coyunturales para manejar la crisis, complementados por los medios económicos de la gestión neoliberal. He aquí la democracia instrumentalizada cínicamente y sometida a las prioridades de la estrategia que la tríada intenta imponer. De ahí el uso sistemático de la regla “dos pesos - dos medidas”. Imposible intervenir a favor de la democracia en Afganistán, menos aún en los países petroleros del Golfo, tampoco de cuestionar a Savimbi en Angola, ni de indagar seriamente por la responsabilidad de las distintas diplomacias en el genocidio de Rwanda. El derecho de los pueblos es sagrado en algunos casos: Kosovo hoy (mañana quizás el Tíbet); pero no tiene ninguna importancia en otros, por ejemplo en Palestina, en el Kurdistán turco.

Alentados por su éxito en la guerra del Golfo (y el mantenimiento de la agresión contra Irak), los Estados Unidos se han incluso inmiscuido recientemente en los asuntos europeos, aprovechando las crisis yugoslavas, sometiendo a la Unión Europea a su ambición global y conduciendo al mundo a las peores catástrofes. La guerra de Kósovo constituye al respecto un giro político peligroso, cargado de amenazas para la democracia y los derechos de los pueblos.

La crisis exacerba desde ya las contradicciones en el seno de los bloques de las clases dominantes. Nada garantiza a priori que esas contradicciones serán resueltas por vías democráticas. De manera general, las clases dominantes se atarean en evitar que los pueblos intervengan en los debates, bien sea mediante la manipulación de las opiniones, bien sea a través del uso de la violencia. Estos conflictos, hasta ahora suavizados, estarán llamados a adquirir una amplitud internacional más marcada si deben articularse con aquellos que oponen la tríada antes mencionada a Rusia, China, India y en general a los continentes del Tercer Mundo.

Simultáneamente, el período actual está marcado por el aumento de las luchas sociales que comprometen a las clases populares víctimas del sistema: campesinos sin tierra en Brasil, asalariados y desempleados solidarios en varios países de Europa, sindicatos que reúnen a los asalariados en Corea del Sur y en Africa del Sur... La lista de esas luchas crece cada día. La pregunta central es la de saber si esas luchas lograrán evitar ser manipuladas por los poderes dominantes y si lograrán conquistar su autonomía para constreñir a esos poderes a ajustarse a sus exigencias de progreso. Falta también saber si en la fase actual del caos, la violencia del proyecto imperialista continuará aplastando a las tres cuartas partes de la humanidad o si las reacciones de las víctimas de la polarización capitalista, pueblos de las periferias y clases populares de las sociedades centrales, lograrán ponerlo en jaque.

No es posible revisar aquí las numerosas posiciones de reforma económica y política del sistema mundial planteadas a lo largo de estos últimos años. Las más radicales sugieren, para relanzar el desarrollo, un retorno al keynesianismo, pero extendido a nivel mundial, por medio de una redistribución del ingreso en provecho de los pueblos periféricos y de los trabajadores de todas las regiones del mundo. Esto implicaría una importante reforma de las instituciones internacionales, fundamentalmente la transformación del FMI en un banco central mundial, o la creación de una organización internacional del comercio capaz de garantizar la multilateralidad y de orientar los flujos de mercancías y de capitales hacia una lógica de la demanda. En la idea de sus promotores, estas reformas no conducirían, sin embargo, ni a la constitución de una institución política mundial con poder real, ni al cuestionamiento del principio del libre intercambio. Retoman los proyectos de un banco central mundial concebido por Keynes en 1945 o del Nuevo Orden Económico Internacional propuesto por el grupo de los 77 en 1975, proyectos que, tanto el uno como el otro, abortaron porque suponían el problema resuelto así como que los centros aceptarían el desarrollo acelerado y autónomo de las periferias, lo cual era totalmente utópico por entrar en conflicto con los intereses del capital dominante y la polarización capitalista mundial.

Por halagüeñas que parezcan estas nuevas propuestas de reforma al sistema mundial, no son realistas por el hecho de que descuidan las estrategias necesarias para alcanzar esta mutación y porque hacen caso omiso de la contradicción que existe, de una parte, entre una mundialización de la economía fundada sobre la integración del mercado limitada a dos de sus dimensiones (flujos de mercancías y flujos de capitales) y, de otra parte, la persistencia del Estado nacional como estructura de organización política y social. Asimismo podríamos expresar algunas reservas respecto de la tasa Tobin propuesta por algunos: querer controlar la especulación es querer curar el síntoma sin atacar las causas de la enfermedad, las cuales tienen su origen en los desequilibrios sociales y políticos actuales a favor del capital.

En estas condiciones, ¿cuál sería una alternativa posible al desafío de la mundialización neoliberal? No se trata de formular recetas. La solución no puede ser sino el resultado de transformaciones en las relaciones de las fuerzas sociales y políticas, ellas mismas producidas por luchas cuyo resultado no puede saberse de antemano. Lo que es seguro es que existen diferentes opciones posibles pues siempre hay una alternativa. Es necesario reflexionar para formular un contra proyecto capaz de ligar, en todas las regiones del mundo, las fuerzas sociales suficientemente poderosas para imponer su lógica. Este proyecto podría ser el de la construcción de un mundo multipolar y democrático en el que la interdependencia organizada permitiese mejorar las condiciones de su participación en la producción y en el acceso a mejores condiciones de vida.

Un mundo multipolar y democrático implica la formación, más allá de los Estados nación, de organizaciones regionales con contenido a la vez económico y político. Esta regionalización parece ser el único medio razonable y eficaz:

  1. para luchar contra los efectos de polarización de los grandes monopolios de la tríada (en materia de tecnología, de finanzas, de acceso a los recursos naturales, de comunicación y massmediación y de armas de destrucción masiva) que tomados en conjunto condicionan el marco en el que se expresa la ley del valor mundializado;
  2. para reforzar las posiciones sociales de las clases y de los países desfavorecidos del sistema mundial;
  3. para emprender negociaciones colectivas a nivel inter regional.

Ello requiere una nueva conceptualización de la regionalización, diferente de aquella neo imperialista operante actualmente en el sistema mundial capitalista y que no ve en ella más que una simple correa de transmisión de la mundialización polarizante, atando espacios geoestratégicos periféricos a los centros dominantes, a la manera de la ALENA, de los acuerdos de Lomé o de la franja Yen. Esta nueva regionalización no concierne únicamente al Tercer Mundo (América Latina, Africa subsahariana, mundo árabe, Asia con sus dos países continentes que son India y China), sino también los europeos (Europa Oriental, la ex URSS y la Unión Europea) aún si la Unión Europea parece haber despegado mal al optar por una concepción estrictamente economicista de su integración y por la mundialización neoliberal tras las huellas de Washington, que al apoyar al máximo el desmoronamiento de las fuerzas antisistémicas y la disgregación de las formas estatales de organización social, se opone a un mundo multipolar y democrático. Es a partir de una nueva regionalización que se hace posible proponer los ejes de una reflexión con miras a negociaciones que permitan organizar una interdependencia controlada, puesta al servicio de los pueblos. Esta reflexión permitiría discutir las siguientes cuestiones:

  1. La renegociación de las partes del mercado y de las reglas de acceso al mercado, proyecto que obligaría a modificar las reglas de la OMC, la que escondiéndose detrás de la “competencia leal” defiende los privilegios de los oligopolios mundiales.
  2. La renegociación del sistema del mercado de capitales con el fin de poner término a la dominación de las operaciones de especulación financiera y de orientar las inversiones hacia actividades productivas, tanto en el Norte como en el Sur, lo cual conduciría a cuestionar el papel y la existencia del Banco Mundial.
  3. La renegociación de los sistemas monetarios en la perspectiva de instaurar acuerdos y sistemas regionales que aseguren una estabilidad relativa de los cambios. Ello cuestionaría el papel del Fondo Monetario Internacional, el patrón dólar y el principio de cambios libres y fluctuantes.
  4. La puesta en marcha de un sistema fiscal de envergadura mundial, por ejemplo la tasación de rentas asociadas a la explotación de los recursos naturales y de su distribución mundial.
  5. La desmilitarización del planeta, comenzando por la reducción de los medios de destrucción masiva más poderosos.
  6. La democratización de la ONU, permitiendo complementarla por la constitución de un “parlamento mundial” capaz de conciliar las exigencias del universalismo y de los derechos del individuo, los derechos de los pueblos, los derechos políticos y sociales y la diversidad de herencias históricas y culturales.

Este proyecto no tendrá posibilidades de avanzar progresivamente sin que fuerzas sociales cristalicen primero a escala de los estados-nación, únicos con capacidad para agenciar las reformas necesarias, y sin una sociedad civil fortalecida, acompañada de una fuerte politización con organizaciones de clase vivas y activas. Esta etapa es previa e inevitable: sin ella la reorganización planetaria se mantendrá fatídicamente en la utopía. Pero consideradas conjuntamente, estas propuestas pueden constituir un programa de construcción de economías favorables a las poblaciones, concebidas como una nueva etapa en la transición del capitalismo mundial hacia el socialismo mundial.