Spanish English Portuguese
  Versión PDF

 

Ciudadanía y territorio: variaciones sobre el caso mexicano

Cidadania e território: variações no caso mexicano

Citizenship and territory: variations on the Mexican case

Juan Manuel Ramírez S. *


* Investigador de la Universidad de Guadalajara, México. Autor de: Actores sociales y proyectos de ciudad; Los movimientos sociales y la política y ¿Cómo gobiernan Guadalajara?


El objetivo de este ensayo es precisar las implicaciones teóricas de la ciudadanía y de su relación con el territorio. A partir del contenido de ambos conceptos, se analizan las vicisitudes del pasado inmediato y las búsquedas del presente, por parte de los mexicanos, para recuperar la dimensión territorial de su ciudadanía e incidir en la reordenación de su espacio nacional así como de los regionales y locales.


Introducción

Desde mediados de los ochenta, tanto en el discurso común de los mexicanos como en el académico y, sobre todo, en el de los políticos, los términos “ciudadano. y “ciudadanía. están siendo objeto de un uso recurrente y generalizado, pero no exento de ambigüedades. También en esos diferentes discursos se establecen relaciones, sugerentes pero poco precisas, con el concepto de “territorio”, el cual está siendo objeto de re-descubrimiento por las ciencias sociales (Giménez, 1996). Por otra parte, la literatura especializada sobre la problemática articulada a ambos términos (ciudadanía y territorio) se está incrementando significativamente, manteniendo abierto el “estado de la cuestión”. Obviamente resultaría ingenuo y pretencioso intentar resolver dichos asuntos en este breve ensayo. Consciente de su actualidad, importancia y complejidad, abordo modestamente tres aspectos: a) las premisas básicas que definen el contenido de la ciudadanía, b) la relación existente entre ciudadanía y territorio, y c) la experiencia mexicana en este campo.

1. Las dimensiones de la ciudadanía:

La ciudadanía es la conquista más importante de los gobernados para regular, es decir, someter a normas sus relaciones con el poder político. Consiste en que los miembros de un estado- nación dejan de ser objeto de gobierno y son reconocidos como sujetos activos, con derechos y responsabilidades, en el proceso político. Pero, al mismo tiempo, el principio de ciudadanía (igualdad, libertad y fraternidad o solidaridad) constituye un ideal y una meta no alcanzados en buena parte, a pesar de estar incluido en las constituciones políticas de todos los países del mundo y haber sido objeto de varias declaraciones internacionales por la Organización de las Naciones Unidas.

En la abundante literatura sobre el tema de la ciudadanía hay consenso acerca de que existe relación directa y correspondencia, entre cada tipo de derecho y las modalidades de la ciudadanía. Por ello se reconocen tres dimensiones de ésta: la civil, la política y la social (Marshall, 1976). La ciudadanía civil gira en torno a las libertades personales; la política, al sufragio universal y la participación política; y la social, al bienestar social (Escalante, 1992). Por otra parte, los principales usos y significados del concepto de ciudadanía son tres: como estatus atribuido, en cuanto prácticas sociales y como proceso institucional. De estos tres significados predomina el primero, es decir, el de la ciudadanía como estatus o situación legal. Consiste en el conjunto de garantías y obligaciones que el Estado reconoce a los miembros de una nación y que los convierte en sujetos de la comunidad política en igualdad de condiciones (Marshall, íbid.). Se trata de una concepción jurídica según la cual el Estado otorga la ciudadanía. Bajo este aspecto, es una condición formal o legal en el espacio institucional definido por el Estado (Escalante, íbid.). La concepción de la ciudadanía como prácticas sociales es de carácter sociopolítico. Parte del hecho de que la ciudadanía es algo más que el goce pasivo de derechos otorgados por la autoridad del Estado (Habermas, 1994). Consiste en prácticas emancipatorias (sociales, legales, políticas y culturales) que explican el reconocimiento y la promulgación de los derechos. Porque éstos son el resultado de demandas y luchas sociales enclavadas institucionalmente y que definen a una persona como miembro competente de la sociedad para intervenir en ella (Turner, 1994). Por lo anterior, este uso del concepto se interesa en la manera en que los ciudadanos llevan adelante acciones correspondientes a su condición de tales para ejercer o hacer efectivos los derechos, ya consagrados constitucionalmente, o lograr el reconocimiento de otros nuevos: culturales, ecológicos, étnicos, etc. (Foweraker, 1992); porque la ciudadanía es también un proceso constructor y ampliador del “derecho a tener derechos “ (Arendt, 1993).

Por otra parte, los diferentes derechos y los tipos correspondientes de ciudadanía no sólo constituyen un modelo ideal de relaciones jurídicas y sociopolíticas. Se sustentan en sendas instituciones y arreglos normativos, que son creados para contribuir a su respeto así como para darles cumplimiento (Bobbio, 1991). Es decir, la ciudadanía cristaliza en instituciones, que deben estar dotadas de recursos a fin de que puedan garantizar que el reconocimiento de los derechos se traduzca en efectos prácticos permanentes a favor de aquellos a quienes se incluye como sujetos de ellos. Se trata de condiciones objetivas que permitan el acceso efectivo a los beneficios derivados de la pertenencia a una comunidad política (Rosaldo, 1992). De estas instituciones, a los derechos civiles corresponden los tribunales; a los políticos, las instituciones electorales y los cuerpos representativos; y a los sociales, los servicios de seguridad o bienestar social. Este proceso se encuentra integrado por dos componentes: el instituido y el instituyente. El primero viene dado por las instituciones ya creadas, y está conformado por las estructuras vigentes o el sistema institucional. El segundo consiste en la posibilidad de construir nuevos acuerdos normativos o reglas así como en su instauración misma. Porque así como somos creadores de ellos, podemos modificarlos cuando, debido a las diversas transformaciones en curso, se requiere su ajuste o adecuación, a través de los canales establecidos, para que cuenten con sanción institucional (Villasante, 1995). Estas tres acepciones de la ciudadanía (estatus, prácticas y proceso institucional) no son excluyentes. Nadie postula que históricamente los derechos han sido reconocidos en un solo acto y conjuntamente, como un paquete o bloque único; ni que se hayan obtenido sin luchas, avances y retrocesos. Tampoco se sostiene que es imposible identificar y conquistar nuevos derechos. Y es difícil admitir que, por sí misma, la inclusión de los derechos en una Constitución sea suficiente para que se hagan efectivos.

2.El componente territorial de la ciudadanía:

El territorio es una configuración espacial compleja. En cada país opera como símbolo de la nacionalidad así como de la soberanía y la autodeterminación, las cuales poseen un carácter político estratégico (Tönnies, 1963). Es, además, el recurso básico con que cuenta una nación y el soporte físico de todos los demás. Respecto de la ciudadanía, cada una de las tres acepciones señaladas de ella (estatus, prácticas e instituciones) se encuentra mediada territorialmente, porque cristalizan en la pertenencia a un espacio acotado, desde el punto de vista político y administrativo, en el que tienen vigencia determinados derechos. Se trata de comunidades territorializadas e institucionalizadas, es decir, reguladas por acuerdos políticos entre sus miembros. La identidad y pertenencia a ellas están acompañadas por la capacidad de establecer normas y fijar reglas para el funcionamiento consensuado de las relaciones entre sus habitantes, que se reconocen como sus miembros responsables. Bajo este aspecto, la relación entre ciudadanía y territorio es estrecha y directa. La primera supone y se basa en un espacio apropiado por una comunidad política. Y donde hay comunidad política territorializada, existe ciudadanía. Por ello la ciudadanía real no se reduce a la de tipo individual o liberal, sino que nace del hecho de sentirse parte de una comunidad política asentada en un territorio. Tiene, por tanto, una dimensión colectiva y espacial y no sólo privatizante y autoencapsulada.

Como ocupantes y usuarios del territorio, los ciudadanos poseen derechos y obligaciones sobre él. Constituyen elementos centrales de estos derechos: el libre tránsito por el territorio nacional, la libertad de asentamiento, el acceso igual y justo al suelo, la participación en la definición de las políticas territoriales (planeación urbana, planes sectoriales: de usos del suelo, vivienda, infraestructura, servicios básicos, implantación industrial, etc.), así como en el seguimiento o monitoreo de su aplicación por los gobernantes y funcionarios (gobierno, administración y gestión del territorio). La obligación fundamental de los ciudadanos ante el territorio es la corresponsabilidad en su correcto uso y preservación. Parte de esta corresponsabilidad ciudadana estriba en exigir que el gobierno cuente con planes y programas de desarrollo territorial, así como políticas claras y medios adecuados para regular y controlar el ordenamiento y la gestión del territorio. Esta función estatal tiene hoy un carácter estratégico frente a la influencia y presión que realizan las fuerzas transnacionales para privilegiar e imponer sus intereses exclusivos al implantar filiales de sus empresas en el espacio nacional. Esta implantación debe someterse a reglas precisas. Pero en la actual competencia que existe entre países y gobiernos para lograr la llegada de inversiones extranjeras y la consiguiente instalación de empresas, a menudo prefieren jugar con ventaja y, para ello, aumentar los incentivos y las exenciones fiscales y, al mismo tiempo, reducir los controles. Esto implica, de facto, recortar la soberanía sobre el territorio.

Usualmente estos supuestos sobre la relación existente entre ciudadanía y territorio se aplican a la dimensión nacional de ella. Por lo tanto, las concepciones clásicas acerca de la ciudadanía la vinculan con los estados nacionales (Bendix, 1974). Ciertamente, éstos son las principales comunidades políticas y cuentan con un ámbito o estructura territorial claramente determinados por barreras o fronteras nacionales. Pero no constituyen las únicas. Como es sabido, en el caso de los regímenes federalistas, otros ámbitos o unidades territoriales son el municipio y la entidad federativa. Lamentablemente, en América Latina la constitución de los estados nacionales implicó, de facto, el relegamiento de los espacios políticos autónomos intermedios (regionales o locales). Históricamente, después de la independencia de la metrópoli española, este proceso fue considerado cuasi-necesario para lograr la conformación de la unidad nacional. Pero una vez lograda, es válido rescatar la importancia de esos ámbitos intermedios y sus consiguientes ciudadanías. Este es un supuesto central de los estados federados. En ellos, la unidad nacional no implica la abolición de las facultades político-administrativas propias de las entidades federativas ni de los municipios. Ambos ámbitos son espacios políticos, cuentan también con comunidades políticas territorializadas y, en consecuencia, dan lugar a ciudadanías regionales o estatales y locales. Cabe hablar, en sentido estricto, no sólo de una ciudadanía nacional sino igualmente de una local y regional, si se explicitan sus respectivos componentes. Pero a partir de estos mismos principios cabe también mantener la hipótesis de que desde hace varios años se encuentra, en proceso de construcción, una comunidad política territorial y una ciudadanía nuevas, es decir, las metropolitanas. De hecho en algunos países de Europa y en Estados Unidos existe, en sentido estricto, el gobierno metropolitano como ámbito político -administrativo intermedio entre el ayuntamiento y la entidad federativa. Se trata de un espacio político-administrativo distinto, de una comunidad política diferente y, en consecuencia, de la correspondiente ciudadanía. Al respecto, en México está reconocida en la Ley General de Asentamientos Humanos la posibilidad de declarar la existencia jurídica de una conurbación, es decir, de una unidad (geográfica, económica y social) entre dos o más centros de población asentados en el territorio de una entidad federativa o de varias de ellas. Y esta declaración ya ha sido decretada para las áreas metropolitanas más importantes del país. A pesar de ello no existe, formalmente constituido, un tercer nivel político-administrativo intermedio con facultades específicas y distintas de las correspondientes a los restantes. Se trata, entonces, de una ciudadanía metropolitana en proceso de construcción. A favor de esta hipótesis están la existencia del territorio común o unidad funcional (constituidos por cada área metropolitana del país), la declaración político administrativa de las conurbaciones y el proceso de constitución de actores socio-políticos metropolitanos de esas nuevas comunidades.

Pero, en el polo opuesto de estos procesos constructivos de ciudadanía, es preciso reconocer la existencia y el crecimiento acelerado de otra tendencia de carácter excluyente. Consiste en la proliferación de ciudadanos “de segunda. o de ciudades (así como pueblos y regiones) “sin ciudadanos”. La segregación y exclusión (civil, política o social), que se aplica sobre ellos, les impiden que se cumplan o materialicen los requisitos de la ciudadanía, es decir, el acceso real a las condiciones objetivas que convierten en efectivos los derechos; e igualmente imposibilitan que tengan vigencia para ellos la existencia de una comunidad que los incorpora, la inclusión en los consensos políticos que se asumen, así como la intervención en la definición de las reglas para la convivencia política y la administración del territorio. Estos ciudadanos no tienen ninguna injerencia en las decisiones que se adoptan sobre el espacio de su adscripción política y, por ello, su ciudadanía y sus derechos territoriales son inefectivos.

Finalmente, conviene advertir que en la valoración y puesta en práctica de la ciudadanía y su vinculación con el territorio suele plantearse como modelo deseable el de la Grecia clásica y sus ciudades-estado con un espacio autogobernado por sus ciudadanos mediante la democracia directa. Al respecto conviene aclarar que su asamblea general, como órgano soberano, tenía un quorum máximo de seis mil ciudadanos, que estaban repartidos en cien distritos territoriales locales. Pero era el “Consejo de los Quinientos. el que asumía la responsabilidad de organizar y proponer las decisiones públicas. Y este consejo se ayudaba del “Comité de Cincuenta”, que formulaba las propuestas (Held, 1992). Es decir, existían mediaciones en el ejercicio de la democracia directa y de la ciudadanía. Con mucha mayor razón, el actual tamaño y población de las comunidades territoriales (ciudades, municipios, áreas metropolitanas, regiones y países) obligan a combinar el recurso a las formas de democracia directa (referendum, plebiscito e iniciativa popular) con el de la representativa o delegada (procedimental o electoral). Pero la aplicación de esta segunda modalidad no implica perder, o que se vean disminuidos los derechos y obligaciones ciudadanos sobre el territorio de adscripción (local, regional o nacional).

3. La ciudadanía y el territorio mexicanos

A nivel mundial, la experiencia de las ciudades- estado de la Grecia clásica y de la Italia renacentista constituyen excepciones. Por ello, cabe sostener que la ciudadanía es una construcción sociopolítica moderna. En los países de América Latina, el estado- nación y la ciudadanía nacen con la independencia respecto de la metrópoli española, al liberar el territorio de su dominio. Posteriormente, en México, buena parte de su historia independiente transcurrió en medio de luchas entre federalistas y centralistas, los cuales planteaban proyectos de nación y modelos de organización territorial opuestos. Y desde la independencia hasta entrado el siglo XX, el país contaba con habitantes que, también en buena medida, eran ciudadanos “imaginarios. (Escalante, íbid.). Porque era objetivamente imposible hacer efectivos los derechos, que formalmente les otorgaba la Constitución, debido a las condiciones civiles, sociales y políticas en que aquellos vivían. La revolución armada de principios de siglo (1910- 1917) fue una sublevación popular, que reivindicó el acceso a la tierra contra los latifundistas porfirianos. Otorgó a la nación la propiedad “originaria “ del suelo (art. 27 de la Constitución). Fue, por ello, una lucha por la recuperación social del territorio y por su reparto. Los gobiernos posrevolucionarios cumplieron inicialmente la tarea fundamental de lograr la unidad nacional frente a los caudillos y caciques que convertían a parte significativa de las entidades federativas en feudos cuasi autónomos. Aprobaron una nueva Constitución política en la que recibieron tratamiento especial los derechos sociales; y se reconocieron los civiles y políticos que ya incluía la vieja Constitución. La progresiva materialización de “los sociales. (estado de bienestar o sistema de seguridad social) fue discrecional, puesto que privilegió a los sectores vinculados directamente al partido oficial (PRI). Y el precio que se pagó por ello fue la corporativización de la sociedad, en la que el principio de ciudadanía política quedó fuertemente mediatizado. Hasta finales de los ochenta, México vivió una democracia formal y tutelada. A ella correspondió el ejercicio limitado de los derechos políticos, cuyo margen de acción se reducía prácticamente a participar en elecciones en las que los candidatos eran ya gobernantes designados, de facto, antes de ser electos. El rito electoral confirmaba, a posteriori, una decisión ya tomada por “el gran elector “ (el presidente de la República) con la complicidad del secretario general del PRI, el “partido prácticamente único”, como reconoció el propio Carlos Salinas de Gortari. El proyecto revolucionario de nación fue perdiéndose a medida que el gobierno optaba por el modelo “modernizador. e industrial (sustitución de importaciones). Hasta finales de los ochenta, la estructura y ordenamiento del territorio, tanto en el campo como en la ciudad, se supeditaron a las actividades económicas más rentables que se encontraban, al mismo tiempo, fuertemente subsidiadas.

En un giro de 180 grados, la posterior reestructuración industrial y la apertura al mercado internacional, comandadas por los recientes gobiernos “neoliberales”, facilitaron la entrada de capitales transnacionales, de manera abrupta e indiscriminada, es decir, sin crear previamente condiciones internas de competitividad. Estos son hoy el factor central de organización tanto del territorio nacional como de sus ámbitos económicos más estratégicos. Como parte de la “semiperiferia. mundial (Wallerstein, 1984), se encuentran sometidos a duras decisiones por parte de las empresas globalizadas que buscan ventajosamente implantar en él filiales de sus matrices, y frecuentemente los usan y abandonan de acuerdo con su conveniencia exclusiva. Como resultado de estas políticas, el territorio y la ciudadanía mexicanos se encuentran hoy profundamente fragmentados. La parte del espacio nacional que está vinculada a las actividades económicas de punta y a las firmas internacionales, posee puntos de contacto con los países del primer mundo. El resto se halla sumido en el atraso. Asimismo, un sector de los habitantes podría formar parte de la ciudadanía de cualquier nación democrática. Pero millones de personas comparten la exclusión y las carencias de países que poseen sistemas políticos menos democráticos y economías más atrasadas que las de México (Aziz, 1997).

El auge y crisis económicos de las entidades federativas y de los municipios así como su reestructuración espacial se originan crecientemente no en su dinámica interna sino en los designios que sobre ellas tengan las multinacionales. Es decir, su despegue y decadencia están causados por decisiones tomadas fuera de ellos. Este es el caso de la frontera norte y su actividad central de la maquila así como de las ciudades binacionales o gemelas articuladas a sus pares de Estados Unidos y de las cuales dependen para su desarrollo económico. En situación similar se encuentran los centros turísticos de corte internacional del Pacífico y Caribe mexicanos, que constituyen uno de los ejes de la política territorial y económica del gobierno mexicano para la obtención de divisas. Por su parte, las principales áreas metropolitanas del país “que constituyen, en realidad, regiones urbanas ”, han sido los centros tradicionales de implantación industrial, pero hoy están terciarizando su actividad económica. Y las zonas de agricultura comercial del Bajío y noroeste se orientan, cada vez más, al mercado externo.

De las ciudades mexicanas, únicamente el Distrito Federal forma parte, a un nivel secundario, de la red de ciudades mundiales o globalizadas (centros financieros y bancarios internacionales, sedes administrativas de corporaciones globales, nudos de redes mundiales de servicios, información y comunicación). El resto de ellas constituye parte de la “semiperiferia. urbana mundial, es decir, de las ciudades de servicios o manufactureras que están integradas, de manera subordinada, a los centros productivos o mercados mundiales. Esta es también la situación de las zonas de agricultura de exportación. Y casi medio siglo después de haberse logrado la unidad nacional posrevolucionaria, están creándose nuevos feudos políticos en varias entidades federativas en las que todavía gobierna el PRI (Tabasco, Puebla, Yucatán y Guerrero). En ellos, las autoridades priistas instauran formas de gobierno y administración a través de las cuales la afirmación de las facultades de las entidades federativas se subordinan a las decisiones del gobernador autoritario y en desmedro de la vigencia del pacto federal.

Pero a contracorriente de este doble proceso (económico y político), está emergiendo lentamente una ciudadanía cada vez más consciente de sus derechos políticos y territoriales. Ambos son reivindicados a varios niveles espaciales y por distintos actores. En el nacional, un número reducido de grandes empresarios y, sobre todo, los medianos y pequeños “afectados duramente por la apertura económica indiscriminada y que no tienen posibilidad de sobrevivir en un régimen de competencia abierta con el capital transnacional. están redescubriendo la dimensión nacional y territorial de la actividad económica así como su derecho a establecer condiciones para la entrada de las empresas globales. Simultáneamente, desde 1991, una agrupación de Organismos no Gubernamentales (ONG) de distinto tipo crearon la Red Mexicana de Acción Frente al Libre Comercio (RMALC), como espacio de coordinación de organizaciones y personas interesadas en incidir en los procesos de integración, globalización económica y apertura comercial. En particular, esta red se planteó participar en el proceso de negociación del Tratado de Libre Comercio (TLC) que el gobierno mexicano estaba llevando a cabo con Estados Unidos y Canadá. No se opuso a la firma del tratado. Exigió que se incluyeran en él propuestas que aseguraran, para el país, posibilidades de desarrollo sustentable y, a los trabajadores implicados, la protección de sus derechos sociales. Es decir, defendió la regulación del territorio y el bienestar de la fuerza de trabajo (Arroyo y Monroy, 1996). Por su parte, el grupo de expertos en planificación Democracia y Territorio planteó propuestas para la recuperación, democrática y popular, del espacio nacional y del patrimonio natural a fin de que equitativamente tengan derecho y acceso a ambos todos los mexicanos (Propuesta, 1993).

El despertar de las identidades regionales es otro ámbito de emergencia de ciudadanía. Existen evidencias sobradas de que su afirmación unilateral puede derivar, a veces, en explosiones separatistas de minorías que descomponen el estado nación y desmembran su territorio. Pero su función ciudadana es definir criterios que regulen los esquemas centralistas con base en los cuales se negocia y decide la inserción de las empresas nacionales y transnacionales en el espacio regional. A primera vista, el levantamiento indígena del EZLN en la zona de Los Altos de Chiapas en 1994 se inscribe en esta lógica disruptora de la unidad de la comunidad nacional. Pero el sentido de este fenómeno es distinto. Obedece, por un lado, a la sublevación contra la expoliación del territorio y de los recursos naturales de esa entidad federativa, llevados a cabo por caciques, latifundistas y políticos locales; por ello, entre sus demandas plantean “la autonomía indígena y el territorio “ (EZLN, 1998). Y, por otro, responde a la defensa de sus derechos civiles, sociales y políticos. En los del tercer tipo se inscribe la creación, por parte de las comunidades indígenas, de municipios autónomos ante la inexistencia, de facto, de los libres, como estipula la Constitución política.

A nivel municipal es emergente en el país la involucración de diferentes movimientos sociales (urbanopopulares, de derechos humanos, frentes cívicos, etc.) en los procesos electorales y en el debate acerca de las políticas y decisiones sobre ese espacio político-administrativo. Por la vía de la observación electoral, defienden la voluntad popular hasta hace poco escasamente respetada. Y a través de la representación institucional (cabildo, asociaciones de colonos, comités vecinales, órganos de colaboración municipal, etc.), o mediante manifestaciones públicas, plantean sus intereses sobre el uso y destino del territorio. Proponen el establecimiento de mecanismos compensatorios que permitan desarrollar la infraestructura municipal, proteger los recursos naturales y amortiguar el impacto, territorial y social, provocado por la inserción de las empresas nacionales y transnacionales. Y exigen la aplicación del “derecho de anuencia”, o sea el de dar su aprobación (o negarla) a la realización de obras o nuevas construcciones, especialmente a nivel de barrio o colonia, es decir, del espacio residencial inmediato.

Ciertamente los mexicanos son más sensibles a la defensa de la ciudadanía como estatus o derechos reconocidos que como prácticas creadoras de nuevos derechos; y sus reclamos para la instauración de nuevos procesos institucionales son reducidos e incipientes. En este terreno la experiencia de Alianza Cívica (un frente amplio de ONGs y organizaciones ciudadanas), es excepcional por su capacidad innovadora. Por otra parte, a pesar del deterioro creciente que se registra en las condiciones materiales de vida de los mexicanos, es decir, en sus derechos sociales, la ciudadanía suele ser asociada principalmente con los políticos. Ello obedece a que la afirmación creciente de las expresiones organizadas de la sociedad ante el Estado así como la toma de conciencia y el rescate de esos derechos constituyen aspectos novedosos del nuevo panorama nacional. Implica enfatizar el interés en los asuntos colectivos, en la regulación de las instituciones públicas y en el control de la gestión gubernamental (Dietz, 1987). Esta ciudadanía política pone en juego el carácter público de la actividad estatal y la intervención de los individuos en las relaciones de poder. Significa una posición responsable y comprometida, es decir, la participación en la resolución de los asuntos de la comunidad política y la incorporación e intervención en el debate público (Pateman, 1970).

Conclusión

La conciencia del derecho a construir nuevos derechos, así como la capacidad de crear instituciones que los amparen, se dan entre segmentos reducidos de la población mexicana. Lo propio sucede con la percepción de la dimensión territorial de la ciudadanía y con el ejercicio de los derechos y obligaciones sobre el territorio. En consecuencia, su injerencia en las decisiones sobre el espacio (nacional, regional o local), es limitada. Para muchos de ellos ciudadanía y territorio constituyen realidades todavía débilmente vinculadas. Pero entre ambos existen múltiples articulaciones. Y la defensa y el ejercicio de los derechos que se tienen sobre el territorio, retroalimentan las dimensiones comunitarias de la ciudadanía. Porque, en términos sociales y políticos, el territorio pertenece a los ciudadanos que lo habitan. Sus prácticas responsables y solidarias son las creadoras del espacio social y las que le dan sentido. En consecuencia, son los ciudadanos quienes deben contar con mecanismos para definir sus intereses democráticos sobre el territorio así como para establecer las condiciones del acceso a él y de su uso por los propios ciudadanos así como por las empresas nacionales y extranjeras. Rescatar y hacer valer los derechos ciudadanos sobre el territorio es un nuevo y decisivo campo de lucha política y parte substancial de la tarea de definir el proyecto democrático de nación. Es también un ámbito de ejercicio y construcción de ciudadanía.


Bibliografía

  1. ARENDT, H.: La condición humana, México, Paidós, 1993.
  2. ARROYO, A. y Monroy, M.: Red Mexicana de Acción frente al Libre Comercio. 5 años de lucha (1991-1996), México, 1996.
  3. AZIZ, A.: “Miradas de fin de siglo”, en: Sociedad Civil, México, # 1, vol. II, Otoño 1997.
  4. BENDIX, R., Estado nacional y ciudadanía, Buenos Aires, Amorrortu, 1974.
  5. BOBBIO, N., El tiempo de los derechos, Madrid, Sistema, 1991.
  6. DIETZ, M., “El contexto es lo que cuenta: Feminismo y teorías de la ciudadanía”, en: Debate Feminista, México, 1990, # 3, pp. 114-140.
  7. ESCALANTE, G.F., Ciudadanos imaginarios, México, El Colegio de México, 1993.
  8. EZLN, “Quinta declaración de la selva lacandona”, México, en: La Jornada, 1998.
  9. FOWERAKER, J., Theorizing social movements, London, Pluto Press, 1995.
  10. GIMÉNEZ, G., Territorio y cultura, Colima, Universidad de Colima, 1996.
  11. Grupo Democracia y Territorio: “La recuperación democrática del territorio y el medio ambiente”, en: Coyuntura, México, # 46, marzo, 1994, pp. 27-45.
  12. HABERMAS, J., “Citizenship and national identity”, en B. Steenbergen: The condition of citizenship, Sage, London, 1994, pp. 20- 25.
  13. HELD, D., Modelos de democracia, México, Alianza Editorial, 1992.
  14. MARSHALL, T.H., Class, citizenship and social development, Westport, Connecticut, Greewood Press, 1976.
  15. PATEMAN, C., Participation and democracy, Cambridge, Cambridge University Press, 1970.
  16. ROSALDO, R.: “Ciudadanía cultural en S. José California”, en N.G. Canclini et al: De lo local a lo global: perspectivas de la antropología, México, UAM-I, 1994, pp 67-88.
  17. TÖNNIES, F., Comunitá e societá, Milán, 1963. TURNER, B., Citizenhip and social theory, London, Sage, 1994.
  18. WALLERSTEIN, I., The politics of the world economy, Cambridge, Editions de la Maison des Sciences de l’Homme, 1984.
  19. VILLASANTE, T. R., Las democracias participativas, Madrid, HOAC, 1995.