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Manuel Mejía Vallejo: “una oposición que se llama la vida”

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Manuel Mejía Vallejo: “una oposición que se llama la vida”

Manuel Mejía Vallejo: “an opposition that is called life”

Manuel Mejía Vallejo: “uma oposição que se chama vida”

Santiago Mutis Durán*


* Director de la revista literaria GRADIVA (1987–1996); de la «Nueva Biblioteca Colombiana de Cultura» (50 tomos, Procultura), de los departamentos de publicaciones del Instituto Colombiano de Cultura (1975–1985) y de la Universidad Nacional (1987–1993).


Para Miguel Escobar Calle,
Juan José Hoyos y Policarpo Varón.

“Escribo por defender una concepción del mundo más generosa”


Manuel no es literatura de exportación; no hay quién traduzca su extraordinaria novela Aire de tango (“La poesía salvaje y triste de los arrabales”, según Ernesto Volkening) a ninguna lengua de la tierra. Marta Traba de Zalamea (1954) dividió en dos las artes plásticas colombianas, para dedicarse sólo a una de ellas: la exportable. Otro tanto queremos hacer hoy con la literatura en Colombia, aunque sin tanta vehemencia. Este anhelo secreto es el que selecciona nuestra literatura, con injusticia, e impone como criterio único de valoración lo que es apenas una circunstancia.

Con el paso de los años algunos libros de Manuel han sido publicados en otros países de América y también de Europa, pero Bogotá sigue pensando en él como en un escritor provinciano, costumbrista, regional; es decir, como una obra que proyecta una imagen del país con la cual no se compromete la Colombia autodenominada “moderna”: una Colombia aldeana, una literatura local. Como si tal cosa fuera una condena; o como si las grandes constelaciones no brillaran también –o mejor– sobre las aldeas.

La desbordante salud de Manuel, su vitalidad de “campesino”, nunca fue aceptada del todo, nunca fue comprendida en la capital, que ejercía la tiranía en materia del “buen gusto literario”, y del “buen gusto. a secas (hoy totalmente encanallecido). El pavor al ridículo, a lo provinciano, a lo que no estaba acorde con la imagen del país que promocionaba la clase exportadora y dueña del buen gusto –y del poder–, no nos permitió ver en él a un hombre culto, de una manera distinta, menos avara, nada culterana pero más vigorosa, más humana, más fecunda y, sobre todo, más vivible, por generosa y auténtica. Nunca supo el país qué hacer con Barba Jacob ni con Fernando González ni con Jorge Zalamea ni con Osorio Lizarazo, que contrariaban con su manera torva, con su rebeldía, con su exacerbada independencia, los dictámenes culturales capitalinos. Ni sus libros ni sus vidas le servían de nada al arribismo cultural, siempre mirando hacia los beneficios del gobierno, a los altos cargos burocráticos, a las cuotas de poder, a la buena imagen del país en el extranjero.

Manuel rechazaba abusos, imposturas, desdenes, privilegios escandalosos “ y eso no debía tolerarse. Había que desprestigiarlo, “denunciarlo “ por ser campechano, escritor de coplas y costumbrista. Es decir, un hombre, en el sentido cabal de la palabra: Una persona con un alto sentido de la dignidad y de la libertad. Un escritor que no estaba dispuesto a sacrificar su vida personal, íntima, por merecer los privilegios del gobierno, de la capital, de los “intelectuales”, siempre tasados en dinero y en compromisos, en prestigio y adulación.

“Dicen que soy un campesino porque me interesa el habla del pueblo”, y el pueblo mismo, y cuanto es auténtico, libre, pleno; todo cuanto merece ser respetado y vivido, o sobrepasa los límites de nuestra egoísta existencia.

1. “La tierra éramos nosotros” (1945)

“Oh Señor! Líbrame de toda ignorancia y olvido…”
San Juan Crisóstomo

Manuel Mejía Vallejo escribió su primera novela a los 20 años, en plena y ardiente juventud, lo cual explica su inmanejable abundancia, la avalancha de emociones, su probable falta de maestría, su desbordante y espléndido caos, y el magnífico espectáculo de vida que nos brinda con su don natural de narrador: el de permitirnos ver nacer a un hombre y al mismo tiempo a un escritor. La fascinante complejidad de cualquiera de estos hechos está aquí contada con todas sus profundidades y matices, con todas las contradicciones, dudas y revelaciones, que como ángeles y demonios venidos del fondo del aire, del misterio mismo de la condición humana –atada al mástil del tiempo– se lanzan sobre una criatura que dolorosamente comienza a despedirse de la juventud y a internarse en la sombra que aún lo separa de la madurez. El escritor Joseph Conrad (a sus 57 años), dedicó una hermosa novela a contar lo que para él fue esta misma travesía, cegado intermitentemente por la luz y la oscuridad, y a merced de decisiones irreflexivas, de violentos y decisivos golpes de timón que lo alejarían para siempre de su juventud, conduciéndolo por entre un mar de sombras en donde apenas si se oía el murmullo de su destino, que no podía ser otro que el de cualquier mortal: la vida adulta, ser hombre, y, en este caso –como en el de Manuel– convertirse en escritor, es decir, entregarse a una vocación, tiránica, que será su destino.

Es este el mágico recorrido que Mejía Vallejo nos deja presenciar en ésta su primera novela, itinerario de maravillas y pesadumbres, que todos alguna vez hemos de emprender, con mayor o menor fortuna, según la suerte que nos tengan reservada nuestros dioses tutelares.

En ese momentáneo país de la niebla que es tener 20 años, en donde inevitablemente se muere para renacer, sucede La tierra éramos nosotros, esa breve edad del hombre que Conrad llamó “la línea de sombra”, y en donde Manuel se interna contando con lujo de detalles este lugar del tiempo –repentinamente nublado– en donde el hombre se hace hombre, y apuesta la vida a un destino clamorosamente intuido. “Veo en mi novela –escribió el autor casi veinte años después– el testimonio de los apasionamientos primeros, del nacer a la vida y a la literatura.

No conozco entre nosotros un ejemplo más intenso, más dramático, más complejo y veraz, ni más diáfano, que éste que nos brinda Manuel de cómo un hombre se aventura en la línea de sombra, este repentino eclipse que nos nubla el corazón y la inteligencia, y navega en sus aguas siguiendo sólo una estrella, la suya, “arrastrando el alma entre peñascos”, con una honestidad, un talento y una entrega dignas del mayor respeto.

Cuatro años a bordo de mí mismo (Eduardo Zalamea Borda, 1930), es también la novela de un joven que busca al hombre que será, y se embarca hacia la Guajira, en donde no lo encontrará porque apenas está naciendo dentro de sí mismo: “…ver cómo los días se suceden, pasan los meses vacíos de un dolor y de una alegría. ¿Así, qué sentido, qué significado tiene la vida? Y menos mal que aquí estoy dentro de la aventura rodeado por la muerte, cerca del mar, del amor, bajo el cielo claro, y soy libre. Si deseo irme mañana, no habrá quién pueda impedírmelo”. Al describir el mundo interior, Zalamea descubre “campos de dulzura, valles profundos donde mi memoria encuentra riachuelos de cristalino recuerdo”, pero al describir el mundo de indios y negros que lo rodea, es un citadino, una mano injusta que apenas palpa la cáscara de una fruta desconocida y probablemente amarga. El mundo al que Zalamea ha acudido no es otra cosa que una mancha terrible que brilla por su falta de luz, en donde la mueca brutal a la que se ha reducido la vida de negros, indios, marineros (mercachifles) y gentecilla del lejanísimo gobierno no es tal vez un camino hacia el infierno sino el infierno mismo.

La tierra éramos nosotros es una pieza autobiográfica y la sorprendente bitácora de un viaje interior por el que debe pasar “la humanidad entera”: la determinación de tomar la vida en las propias manos, en forma viril –como lo hace silenciosamente toda mujer–, asumir el destino que brilla desde lo más lejano del alma y leer en el tiempo “el lugar del mundo en que se halla”. En esto, la novela de Manuel es admirable, y su lectura una lección que pocas veces se nos da en forma tan honrada.

Para tomar un camino hay que renunciar a todos los demás. Tal vez sea esto lo que de espantable tiene la decisión que el personaje de la novela –y Manuel– deben tomar, lo mismo que cualquiera que cumpla 20 años. Hay que abandonar demasiadas cosas (talentos, afectos, la casa materna, “una vida vivida”, una mujer…) para obtener lo que en verdad nos pertenece, desde siempre. ¿Qué es? Tenemos que luchar con todas nuestras fuerzas para saberlo. Entre más virtudes se tengan, entre más talentos asedien nuestra vida, más difícil será la elección, más tortuosa y oscura. La “falta de maestría. de Manuel en La tierra éramos nosotros está en haber llevado a la novela todo cuanto aquejaba su alma, todo cuanto sab ía y había visto y oído, todo cuanto amaba y deseaba, todo cuanto quería poner a salvo. La complejidad de asuntos que Manuel intenta exponer en ella es abrumadora, y fascinante, y se funde con su vida.

El tema de la novela es la inevitable venta de la finca paterna, en donde ha vivido por años la familia, que se ve de pronto ante la realidad de dispersarse, de dar por terminada una vida, una vida que ha sido plena, feliz, y en donde Manuel tiene anclados su infancia y sus afectos. La rotunda verdad que se les viene encima obliga a Manuel, un muchacho que apenas cursa el bachillerato, a encarar los mayores problemas de su existencia, todos a la vez. Manuel empieza por enumerar las cosas que ama y que va a perder, auscultando en ellas cuanto de suyo hay en cada una. En forma un tanto abrumadora, Manuel recorre la tierra, su tierra natal, reconstruyendo sus días, sus personajes, sus conversaciones, nombrando lugares y gritando a los cuatro vientos su amor por todo cuanto le obligan a abandonar: el paraíso de la infancia, los montes y cañadas, los guayabales, las serenísimas acacias, las secretas orquídeas, los abismos, el silencioso musgo, el sinsonte, los altos robles… y la vida sencilla, llena de canciones viejas, de leña y caña, de mansos bueyes, de brujas y miel, de historias, panela, pesebres, limoneros, cascadas y una que otra aparición del diablo… Ingenuamente se ha pensado –“oh las intonsas gentes, siempre dando opiniones”– que Manuel, por estas minuciosas y a veces sentimentales enumeraciones, por este largo inventario de afectos, es un escritor costumbrista, señalando esto –algunos críticos– como quien descubre un error, una carencia.

“Soy un hincha de la literatura costumbrista”, ha dicho García Márquez, pero no es este el punto. Se trata de que Manuel hace costumbrismo mientras muy maliciosamente –sabiamente, habría que decir–, impone sus valores, enfrentados abiertamente a los que en aras del progreso se han impuesto hoy en el país, dejando inmensas fortunas y dolorosas llagas de miseria. Defender la vida simple, la soledad, la austeridad, el amor, la independencia, la libertad que dan los bosques, el aprender a pensar por sí mismos, el respeto por el pasado, el interés por los otros, la verdad irreemplazable de los afectos… tiene muchos más riesgos y consecuencias que los que encontramos en un cuadro de costumbres. Es como si Manuel pensara: “Antes lo que tenía valor no tenía precio, hoy lo que no tiene precio no tiene valor”. Y denuncia y encarna este problema. Por eso defender, por ejemplo, el ferrocarril –“la única forma humana de viajar”, ha escrito recientemente García Márquez– por encima del “transporte vehicular”, no es sólo una anécdota ni una actitud puramente sentimental, vana o pintoresca –romántica dicen los críticos– sino una lúcida advertencia contra un negocio multimillonario que deformaría al país y haría invivibles las incipientes ciudades colombianas, cambiando para siempre la vida de las provincias y del campo (“Los gringos están felices. Petróleo, carreteras y automóviles. Y ustedes. hagan carreteras, bautícenlas con sangre. y adelante ¡Idiotas!”, escribe César Uribe Piedrahíta en su novela Mancha de aceite, 1935). Cuando Manuel insiste en mencionar las noches de luna, el verano, las luminosas mañanas, las palmas, los helechos, los loros, el silencio de los bosques, la simple yerbabuena y los turpiales… está dando rienda suelta a sus convicciones, que nada tienen que ver con el costumbrismo. “La huerta”, “las cosas sencillas …. no las nombra Manuel sin intención, las quiere salvar de la destrucción, nos quiere reconciliar “con lo elemental”, con lo que no tiene precio: “¡Qué sencillez!.; “la quietud, el extraño encanto de la irremediable monotonía aldeana.; “su ingenuidad… conmovedora …. Hasta que revienta contra el mundo que amenaza su bienestar: la finca (la naturaleza), la vida en el campo (una elección, una forma de vida, una tradición), el pueblo (una cultura), su familia (los afectos)… están amenazados por la torpe y drástica aparición de nuestro muy singular capitalismo: “La tierra sirve no más pa. sacarle plata”, dice el hombre que les comprará la finca, que “tiene dinero y le sobran derechos para ser imbécil.:

“A caballo recorremos la finca por todos los rincones. Al pasar frente a la casa grande de arriba, dice refiriéndose a la parte que fue nuestra escuela:

– Y ese rancho pa. qué? Hay que tumbarlo siquiera por la madera. – Allí aprendimos a leer y a escribir [reclama Manuel]. – Pa. comer no necesitan letras.

Gruñen unos cerdos en la ciénaga, y tuerzo una sonrisa. No es sino rabia lo que siento”.

Manuel sabe que desde ese momento no sólo cambiaría su vida sino que comenzaba a cambiar la de toda la región. “La tierra que por tantos lustros fue de la familia quedará en manos profanas. Han aislado nuestras vidas.; “vender esta finca es negociar los recuerdos.; “la tierra se irá quedando sola…”. La relación con la tierra ha cambiado, los nuevos dueños han traído una nueva vida: “Los pobres tamos pa.que los ricos arrecojan plata”, se lamenta un personaje de Manuel ante esta nueva desesperanza, más cruda y brutal que todas las ya vividas:

“Abraham, que al llegar a la huerta se sentó junto a la cocina, escucha con aparente indiferencia. Pero por su cabeza ruda corren pensamientos de desánimo. Sin mirar a nada ni a nadie, habla en tono de rezo:
“¿No te dije, vieja? ¡Pa’qué sembrar! ¡Pa’qué aporcar el maíz si en vez de amejorarnos nos empioramos!. Si juera mozo me iba p’al Cauca, onde los lunarejos, pero ya tamos viejos y–hay–quiaguantar. ¡Pa’lo que se demora la tierra en tragarnos!”.

Claro que en Colombia esto es costumbrismo, pero merece más atención. “Yo creo que todo escritor es costumbrista”, dijo en una entrevista García Márquez. ¡Y qué costumbres las nuestras!

“Se nos va muriendo [la patria]” –dicen en el pueblo de Manuel– “porque no saben gobernarla”.

Por eso no es inocencia –o sí lo es, y purísima– cuando Manuel dice “huele… el aire a salvia y a toronjo”; “la vida era para vivirla en la tierra, buenamente, con la oración de la mañana, el trabajo del día y el descanso por la noche.; se oye la oración del verano y su voz “asciende por el hilo luminoso de una estrella”; “su vida ha sido larga y meritoria, y dio a la tierra más de un trabajador”; “le duele su extrema pobreza”. El país cambia, y éstos ya no son sus valores.

En su novela Manuel funde símbolos y realidades… pero debilita a veces las fronteras de los hechos, abandonando en su propia nitidez a los personajes, y así se resienten sus méritos literarios, por intentar nombrarlo todo, aumentando la complejidad de cuanto sucede, que no es más que la vida. Qué otra cosa iba a ser.

No se trata sólo de vender una finca, sino de tener que ponerle precio a los árboles, a las aguas, a los animales, a la libertad que se aprendió entre las montañas; no se trata sólo de separarse de la familia, sino de poder saber qué va a hacer con un mundo que lo despoja; no se trata sólo de amar o de dejar a una novia, sino de ser capaz de renunciar a su clase social por una mujer campesina cuya vida respeta más que la suya, agudizado todo esto por la inesperada aparición de su vocación de escritor, que golpea en su alma con demasiado vigor. La sombra de la que habla Conrad se instala dentro de Manuel y nos cuenta su emoción y su terror con un realismo absoluto, digno de un gran escritor, derrotado a veces por su insistente voluntad poética. Su inexperiencia de escritor y de hombre no lo conducen a error, lo conducen a una obra respetable y a un hombre respetable, que de aquí en adelante impondrá una manera de escribir y una manera de vivir, extraordinariamente armónicas.

Manuel sabía que se acercaba diciembre, y “no porque lo diga el almanaque sino porque en el monte brillan las flores…”. Otro rasgo ingenuo y costumbrista, dicen sus críticos de hoy. Pero es, en verdad, un rasgo más de su decisión y de su valentía, pues él sabe que ahora la vida sí la dicta el calendario, la máquina, el trabajo mecánico, el dinero… porque la vida ha dejado de ser libre:

“Esto es exactamente lo que yo creo que debe ser un hombre –dice un personaje de Uribe Piedrahíta–: eficiente, trabajador y no importarle nada más. ¡Al infierno con los romanticismos y las consideraciones de otra índole! Petróleo es dinero, dinero es lo único que puede dar bienestar”.

Y soledad. Y ruina. Contra este nuevo “orden” acaba de encauzar su vida don Manuel, el hombre, y también su escritura, el oficio que él más respeta, porque es el de contar la vida, y la posibilidad de no traicionarla.

Es sobrecogedor darse cuenta de que Manuel en esta novela ha dicho todo lo que quiere ser, todo lo que hará en la vida; ha enumerado sus convicciones, sus lealtades, sus debilidades, sus demonios, sus apegos… Y nosotros, sus lectores, 50 años después, podemos afirmar que ha cumplido su visionaria certeza, después de haber sido capaz de contar lo incontable y de vivir la oscuridad de la línea de sombra, acosado por el aguijón de su propio futuro, por la irresistible esperanza en su porvenir, por el dolor del adiós, por el deseo y la duda:

“Quiero estar en todas partes, ser todo, saberlo todo”/ “Necesito vivir. Conocer, viajar sentir y más sentir”/ “No encuentro mi ruta”/ “Pronto me iré”/ “Tal vez regrese”/ “Soy un campesino”/ “Seré un fracaso “/ “Me iré, no puedo ser un campesino”/ “Fuera de mí, dentro de mí, todo es oscuro”/ “Mañana empezaré otra vida”/ “Me maté a mí mismo”/ “¿Vida? ¿Muerte?”/ Quiero “en las noches con brisa de trópico… recordar, recordar y adormecerme bajo la tela de las evocaciones”/ “¿Quién me llama?”/ He roto “el lazo que me unía a la tierra”/ “Regresaré”/…/“Ojalá encuentre su camino”.

2. “Hay que resacralizar la vida”

Por no ser un culterano, la crítica literaria ha pensado que Manuel no es un escritor lo suficientemente culto, y porque es un autodidacta –como García Márquez, como José A. Silva, como Álvaro Mutis–. La verdad es que Manuel ha planteado muy graves problemas al país, y entre ellos muchos culturales, expuestos de una manera que va más allá de la lucidez; problemas y soluciones por lo general resbaladizos para nuestras universidades.

Uno de ellos, nunca visto por la crítica literaria colombiana, ni por nuestra sociología ni antropología (salvo por Gerardo Reichel Dolmatoff y por doña Virginia Gutiérrez de Pineda) –y visto por Manuel a los 19 años–, es el de las causas –o al menos una de ellas– de la pérdida de sentido de la vida (interior), que ha entregado el país a la cacería de bienes materiales, a la desbordada insatisfacción, a la avidez con que miramos el dinero, el poder, el éxito; y al desprecio que sentimos por lo que Manuel exalta en su primera novela, no por ingenuo, sino porque sabe que ahí están las razones que suavizarían nuestra codicia, nuestra impaciencia, nuestra voracidad, nuestra “mala levadura” (como dice Rubén Darío, tangencialmente citado por Manuel en la novela): “Aprenderás a querer estas montañas como yo” –dice su abuelo–, “como tu padre”.

El problema del desarraigo, de la pérdida de respeto a la vida sencilla, a la vida de todos los días, a los vínculos de amor y responsabilidad de cuanto somos y nos rodea, Manuel lo ve como una desorientación, como una catástrofe que probablemente nos lleve a la errancia, a los desfiladeros de la vida material, plana, insatisfecha, que terminar á envileciendo los motivos que tiene el hombre para vivir, y la vida misma. A todo esto, Manuel, un hombre laico, ve una sola respuesta: “inmortalizar. la naturaleza, sacralizarla, verla como a un dios que se ocupa de nuestro bienestar, de nuestra plenitud, porque ella es la mayor fuente de riqueza que pueda encontrar el hombre –no como recurso alimenticio, al decir de los ecólogos–, pues ella es la vida, capaz de ocupar toda nuestra inteligencia, de despertar todos nuestros sentidos, de abarcar todo nuestro ser. Ocupar nuestras vidas en “problemas. inferiores –como la especulación, el dinero, la mecanización– es reducir drásticamente la naturaleza humana, su capacidad de conmoción, de relación, de lucidez. Renunciar a la naturaleza es reducir las capacidades humanas, las posibilidades de vida del hombre, y arriesgar su cordura (“La muerte ha de ser que no haya más árboles”, Alegría Somers).

Por eso en sus novelas Mejía Vallejo ama a sus “mentirosos”, a los cuenteros del pueblo y sus leyendas, incluso a los curanderos, y desprecia nuestras improvisadas ciudades y su “vivir” de espaldas a la más compleja urdimbre que nos ha sido dado contemplar, origen mismo del pensamiento y la imaginación, que nada tiene que ver ni con la fantasía ni la inventiva, sino con la capacidad de relación y de descubrimiento. Nada exige tanto de las facultades humanas como la naturaleza –de la cual formamos parte. Al traer a la novela a sus “mentirosos” –hecho que se ha considerado como un rasgo de pobre romanticismo, además de una defensa desafortunada de costumbres atrasadas y supersticiosas–, Manuel encara el problema de manera luminosa, no sólo porque defienda o quiera identificarse con la tradición oral –de indudable riqueza– sino porque señala el verdadero peligro y tambi én su solución. El peligro es que el hombre al ver un árbol –suponiendo que el hombrecillo moderno lo haga– ya no vea en él más que un negocio, un beneficio económico, un bien útil y codiciable; la solución es ver en él –como lo dice Joseph Campbell en El poder del mito–, “algo más que un árbol”. “Aquí donde me ve” –habla el vagabundo de la novela– “yo tengo un jarabe de magia”.

Manuel narra este episodio con gracia, con humor, a veces con burla, en diálogos maestros y con una clarividencia tan natural y fresca que es fácil pasarla por alto o no tomarla en serio (como algunos de los propios personajes que escuchan el relato), y calificarla de inculta. Como si apenas con nosotros –criaturas del fin del siglo– comenzara la vida.

Basta oír el discurso de los ecólogos visionarios, para comprender cuánta razón tenía la escandalizada ternura de Manuel ante el oprobio de no respetar la Naturaleza.

El documentalista Jacques Costeau, en su libro sobre el río Amazonas, cuenta una anécdota observada por un par de indios: un grupo de blancos recién llegados a la región “orinan sobre una pequeña fuente de agua”. “Ha llegado el fin del mundo”, piensan ensombrecidos los indios: “Cuando un hombre orina en el agua que bebe, ha llegado el fin del tiempo”. O como lo dice Thomas Merton: “No puedo tener confianza en sitios donde primero. se hace mortífera el agua y luego se hace inofensiva con otros venenos”.

Por eso Manuel quiere a “sus mentirosos. –.la flor de la leyenda.–, porque cuentan y vuelven a contar entre los pueblos historias que –en forma no religiosa– sacralizan la naturaleza: le cantan y le temen, la exaltan, la respetan, la necesitan. No saben vivir sin ella, ni expresarse sin mencionarla. Por eso Manuel, amparado en este asombro, en este vínculo inquebrantable, anhela los ríos, las noches y sus presagios, los relámpagos, La Llorona, las luciérnagas, los cedros, el laurel…: “Todos los viernes santos” –dice uno de sus campesinos– “una estrella grande como… una flor de borrachero cae del cielo…”. Manuel busca esta comunión y sabe que ella es posible: “Le place la vida solitaria, confundirse con el boscaje como cualquier tronco viejo. Ahí se encuentra a sí mismo, a solas con su espíritu. Permanece entre los árboles días enteros. Ya no teme [a los] encantamientos selváticos. Esos misterios le atraen, y él, bajo la cúpula de hojas, es otro misterio”.

Mejía Vallejo hace que las mujeres viejas le recen a la naturaleza: “Gracias te damos, Señor, por lo que nos das. Por el solecito que calienta los montes y …”.

Con estos últimos salmos –“dictados por el corazón”– termina una cultura –sepultada hoy entre sus propios escombros, por la tecnología y la superstición modernas–, a la que Manuel será fiel, porque en ella se vive mejor, al pie de la “ceiba inmortalizada”, que es más que un árbol; una forma de vida a la que Manuel regresará para “vivir entre árboles”, porque ellos “mueren menos”.

Si el autor se va por las ramas una y otra vez en esta novela, sabiendo “con sonreída seguridad que esta obra no cambiará el curso de la literatura”, estas ramas, a veces doradas, para un buen lector, son de enorme interés humano, sociológico y cultural y, en muchos casos, también literario. “Hay que tener una memoria inconsolable”, parece que dijera Manuel, como secreta razón de ser de su vida de hombre y de escritor, definitivamente inseparables.

Su forma de ver al pueblo, al campesino y su pobreza tampoco es ingenua, ni nostálgica ni paternalista, ni apologética: es aguda, y cálida; es crítica e inteligente, pero con afecto; es dura, pero Manuel también sabe ver con humor, con la inteligencia necesaria para la convivencia. Exalta el supuesto heroísmo de los lances viriles, es verdad; en esto fue más sereno Osorio Lizarazo (en sus Historias de bandidos, 1945), pero Manuel sabía de nuestra inclinación a la crueldad: “dioses primitivos, brutales y rencorosos”, dice.

A diferencia, por ejemplo, de Eduardo Caballero Calderón, jamás “define. al campesino, al desheredado, al pobre y su realidad con adjetivos como “apestoso”, “brusco”, “sucio”, “pegajoso”, “bruto”, “escuálido”, “legañoso”, “agrio”, “repelente…. Manuel recurre al humor, a la simpatía: llevaba “sobre la camisa, cuyo color se ignora, una ruana del mismo color.; “chozas en forma de vivienda.; tiene “un sombrero de fieltro, una caricatura de sombrero que parece fabricado con hojas secas.; “amo indiscutible de su sólida ignorancia”. Manuel no pierde nunca esta comprensión, ni siquiera en los momentos extremos del terror, que nunca elude:

“¡Sálgase pa. juera pa. que nos arranquemos l.alma!”. Y se salen, y sucede lo peor: ….hasta que li–arrebanó la cabeza, voló lejos, maqui el cuerpo mocho se quedó un rato parado, como buscándola”. Manuel nunca se erige en juez, nunca condena, y menos aún si se trata de un condenado.

Caballero dice (en Siervo sin tierra):

“el repelente olor de las cebollas y el agrio y tibio aroma de los cuerpos sudados y trajinados por el cansancio… el desapacible hedor del callicida.; “En la calle había riñas y disputas de borrachos. Un coro de pordioseros y lisiados se arremolina a las puertas del bus, pidiendo limosna a los viajeros. En el rayo de luz que proyectaba la tienda de la esquina, aparecían y desaparecían como polillas los rostros feos, lívidos, deformes, algunos prolongados extrañamente por el coto, de los cargueros y vagabundos del pueblo. El chofer tomaba cerveza en la trastienda, a pico de botella, y engullía a tarascadas…”.

La luz es “mezquina”, el bus “destartalado”, las campanas están “rajadas”, la mesa es de “palo”, los floreros de “lata”, los claveles de “papel”, la taza está “desorejada. y “sin esmalte”, y, para colmo, con “una mosca gorda y verde. nadando (muriendo) en su interior; la “criatura. no llora sino que “berrea”, el “hombrecito. no es calvo sino que “una brocha de pelo hirsuto le brota por encima de la tronera que tenía en la corrosca”, los “ojos turbios”, los “dientes verdes”, etc”, etc. Claro, se trata de mostrar cómo ven al pueblo el alcalde, el personero y los concejales –y el progreso–, a quienes “sólo les interesa manejar la platica del pueblo, y seguir mandando y haciendo contratos con el municipio”. Observador agudo y letal, culto, descarnado, veraz, real, Caballero Calderón jamás se funde con el problema; Manuel, en cambio, lo hace propio, y se dedica a convencernos de que esa gente sabe cosas que nosotros hemos olvidado; como, por ejemplo, creer que la naturaleza es un milagro.

Para Manuel, en esta tierra “todo tiene la sencillez del pan”, la muchacha es de “risa sana”, la madre borda y remienda “en comunión con Dios”, el pueblo es un “universo en pequeño”, el hombre “la requirió en amores”, la “oración fue con ellos…. porque “Ave María Purísima, la tierra se nos enreden la mismita alma….

Ya no se trata de “aquí no pasa nada. o de “nuestro lindo país colombiano”, con los que se silenciaba la realidad, la verdad, la vida del país y sus problemas, y entre ellos “la lucha de las gentes por la tierra”. El periodista Alberto Zalamea escribía en esos años: “la necesidad que han experimentado nuestras clases dirigentes de disfrazar su fracaso como rectores del país y de ocultar los problemas nacionales que no han sido capaces de resolver, no obstante la largueza con que el país los ha colmado de privilegios”.

Caballero dice lo que el gobierno calla. “Esta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia”, dice García Márquez: es “la hora de recargar un taburete a la puerta de la calle y empezar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores”. Y los críticos literarios.

Manuel cree que “América necesita novelistas de su tierra y de sus hombres”, y aspira a ser “tal vez… uno de ellos”. Menos ordenado, menos claro muchas veces que Caballero Calderón, con errores y tropiezos. Cuatro años a bordo… puede ser más “poética. y moderna que la novela de Manuel, pero la estela que en ella deja la vida humana (de la Guajira) es el camino del desdén, del escepticismo, de la falsa superioridad del progreso sobre la tradición, mal contada por Zalamea. Manuel siente con mucha más intensidad las vidas ajenas, y sabe que “quien no siente no vive”. Por eso le dice a su muchacha, sin miedo al sentimentalismo –ni a la condena al ridículo–: “Cada lágrima tuya me duele más que el mismo dolor”. Y él tiene razón, porque es verdad, y su compromiso es real: Por eso se dedicó también al periodismo, a la educación, le interesó la política, “llevar la voz a un pueblo, que necesita rumbos”, o al menos apartarse de los que le han trazado:

“Los pobres tamos pa. que los ricos arrecojan plata”. Manuel sabe todo esto, ¡ lo que no sabe es odiar! Como dice otro de sus personajes (tal vez él mismo) en su novela semilla, en su novela inagotable:

  • “¿Y si supieras?
  • Tampoco (odiaría)”.

De esta tormentosa, oscura y al mismo tiempo iluminada “línea de sombra”, saldrá Manuel convertido en lo que añoraba ser.

Después de conocer la errancia, el periodismo, la política y la fuerza del “progreso. –que aprieta como “una mano que se cierra lentamente “– aparecerá su segundo libro, no tan complejo, ni tan fecundo ni tan absurdamente vivo, rico y pleno, sino magistralmente escrito. Ha nacido en Colombia un gran escritor. Como dice Manuel en La tierra éramos nosotros (“y nos fuimos”): “de la niña de antes fue brotando pura y compleja la mujer, como brota la imagen de un árbol en el espejo de agua que poco a poco se aquieta”.

3. “Tiempo de sequía” (1957)

“–Son sabios los sueños y llevan su moraleja en el fondo.
–¿Por qué lo dices?
–Siempre me han revelado una verdad mía o una tremenda verdad del hombre…”.
“Caballo para toda la eternidad”, 1952

Doce años separan la publicación de su primer libro (1945) de la del segundo (cuentos). Manuel es ahora un hombre en el cenit de su vida. Ha estudiado Bellas Artes y se ha convertido en periodista, rechazado para siempre la altivez de Bogotá, vivido en Venezuela, Nicaragua, Costa Rica, Guatemala, El Salvador y México.

Se ha dicho que la figura de Porfirio Barba Jacob le trazó el camino. En este momento (1998) la influencia del Barba Jacob periodista no se puede comprender, porque la parte que conoció Colombia de su labor la ha olvidado, y porque no ha reunido aún su inmenso trabajo, realizado en México y Centro América. Cuando se edite, esta herencia se comprender á con claridad. La obra periodística de Barba Jacob no sólo es extensísima sino extraordinaria: lúcida, insubordinada y magníficamente escrita. Nuestra negligencia para reconocer el trabajo de generaciones anteriores es sabida, e imperdonable, además de fatal.

Una tradición vital, vigorosa y abundante, la juzgamos hoy inexistente. Cuando podamos ver reunida la obra periodística de Zabala, Rojas Herazo, de Enrique Pérez Arbeláez, Eduardo Caballero Calderón, de los Fuenmayor, de Eduardo y Jorge Zalamea … y de Porfirio Barba Jacob, se verá con nitidez, se comprenderá mejor esta línea continua, fecunda, intensa, de la que hoy sólo tenemos algunos –brillantes– fragmentos: Luis Tejada, J. A. Osorio Lizarazo, Hernando Téllez, León de Greiff, García Márquez, tal vez Cepeda, Alberto Lleras (quien como Ministro de Gobierno decretó la censura de prensa “y envió un funcionario a cada periódico para revisar y unificar la información: oficiales “de la política vigilaban estrechamente el semanario (Jornada), eliminaron el lema “Por la Restauración Moral de la República “ como subversivo y escandaloso… suprimían artículos a última hora, y opusieron tan metódicas y despóticas restricciones, que careciendo en absoluto de recursos, no pudo soportar tan exagerada limitación. –palabras del director de Jornada, órgano del gaitanismo). Este fue el camino que se llevó a Manuel, y al que le dedicó sus energías. “El periodismo… yo lo recomendaría como un servicio militar obligatorio para todos los escritores”. Y mientras Manuel escribe en los periódicos (largos años de los que sólo conocemos una blanca punta del iceberg), denuncia, vive, es expulsado de varios países, aprende, conoce “las pequeñas historias de los presidiarios, de las prostitutas, de la gente que hace la historia sin nombre propio…”, y escribe sus primeros cuentos.

Con “La muerte de Pedro Canales” (1955) abrirá su libro Tiempo de sequía” El cuento es magnífico, una verdad de a puño escrita con madurez, con sabiduría, con el aplomo de quien domina el oficio y ve con luminosa serenidad en el alma propia y en la ajena.

Aunque sé que no hay que confundir la literatura con la vida, sé también que no hay que ignorar la lección de vida que hay en la literatura. Nuestra actual crítica universitaria niega esta lección, o la desdeña, pero ella no sólo existe en toda narración literaria sino que deber ía considerársele primordial. Al fin de cuentas es la vida lo que importa, o debiera importar.

Si hay escritores que enseñan a escribir, hay escritores que enseñan a vivir –como le gustaba distinguir a don Eliseo Diego–. Y Manuel es uno de ellos. No porque nos diga cómo vivir –todos sabemos que la experiencia es intransferible–, sino porque en él vemos hasta dónde es posible ir, hasta dónde hay que exigirse, hasta dónde debemos pedirle a nuestra propia vida que dé y encuentre y se afirme. En el denso, caudaloso y bellamente escrito relato sobre el bandido Pedro Canales, Manuel llega a los límites de la libertad: el umbral del mal. La rebeldía aquí corre a sus anchas. El azar es el sol de sus caminos. “No creía en Dios pero había endiosado su destino”. Es un relato en el que podemos ver por dónde se descarriló Colombia. “En él [Pedro Canales] detesté la exuberancia del trópico, ese ir al desgaire, desatadas las fáciles emociones para echar en olvido la disciplina de la obra seria. Rabiaba al verlo desperdiciar sus energías con alma de tahúr, desplegar cierta gozosa amoralidad y lanzarse sin objeto noble, por el simple hecho de no quedarse en reposo”. Conrad reclama para cada hombre la oportunidad de una tormenta, la oportunidad de poder medir sus fuerzas; una oportunidad que no podría negársele a nadie: la de saber de qué está hecho. Es esa oportunidad la que aquí Manuel le ofrece a sus dos personajes. “La vida hay que merecerla”, ganársela cada día. Por eso Manuel mantiene a los personajes en el límite, por eso invoca los elementos, las tempestades, los relámpagos, lo impredecible del bosque, la fuerza de los raudales… por eso insiste tanto en la libertad, en los momentos críticos, y por eso despoja a sus criaturas de toda atadura, hasta dejarlas en lo que en verdad son, frente a la secreta verdad de su ser. Y por eso también cree tan importantes la soledad y la pobreza. Sólo existe la pobreza, lo demás es simulación, “máscaras [que] se inventa el hombre para su engaño”.

“Era soberbio el espectáculo de este hombre [dice Manuel de Pedro Canales], lanzado al abismo por la sola esperanza de hallar una rama y dominarlo para burlarse de él y sentirse viviendo… Detestaba la quietud. Alguna vez en que observamos un derrumbe en la montaña, dijo: –Así debería ser la vida–”. Así debería exigirnos la vida para dar todo de nosotros, de lo contrario nunca sabremos quiénes somos, ni a qué vinimos.

Manuel dice: “detestaba la pasividad de los hombres organizados por decreto”. Conrad dice: “El ambiente administrativo es de tal naturaleza que es capaz de matar, incluso, la esperanza”. Europa ofrecía el heroísmo, el mar, el conocimiento, la solidaridad, el sacrificio, el arte, el monasterio… ¿Y Colombia? La aventura al lado de la muerte, la política (casi siempre con minúscula), la venganza, la familia, la embriaguez, el paludismo, la errancia, la miseria, el horror… Manuel le da a sus personajes sus ansias de libertad, el coraje de su rebeldía, su deseo inmanejable de vida, pero sólo a uno de ellos le dará la fuerza de su nobleza. El enfrentamiento de dos vitalidades hacen el relato: “Juntos hicimos la guerra. Juntos íbamos al azar de los caminos tirando la vida a manera de sogas… Yo maté a Pedro Canales para matar en él aquella parcela de mí mismo que amaba sus audacias, su vida de pícaro. En él maté aquello que en mí odiaba”. El bandido colombiano que describe Manuel, antes contado por Osorio Lizarazo (Fuera de la Ley, 1945), recorrería después los montes violentos del país, a los que años más tarde “cantaría. el nadaísmo de Gonzalo Arango en su visionaria elegía al malhechor “Desquite. y, más recientemente, la novela de Fernando Vallejo La virgen de los sicarios; cuatro edades distintas de una misma tragedia. “Lo más terrible que puede haber es el choque con la violencia, es decir, con el mal que lleva en sí otro hombre. (Andrei Tarkovsky); “un corazón limpio de todo delito es mil veces más valiente que el alma de un criminal. (A. Hilarión, 1959).

Tal vez a esto se refieren algunos críticos al señalar:

“(su) aguda conciencia social” (Kurt Levy) / “odia la violencia” (K. L.) / “Es un intérprete genuino de la realidad” (Eduardo Pachón P.).

Mejía Vallejo ha fundido en forma maestra una parte de la historia de Colombia con una enseñanza que sólo puede darnos la literatura, elaborada con su más profunda materia: “Las palabras alumbran el camino e inventan un lenguaje en el que todos los hombres pueden entenderse”.

Aunque Manuel evita –despreciatoda moraleja, su literatura no puede desprenderse de su propio aprendizaje de ser hombre, “libre y digno en su responsabilidad”. La oportunidad que Conrad cree necesaria para que cada hombre se conozca a sí mismo y pueda ocupar el lugar que le corresponde en el mundo, Manuel se la ofrece a sí mismo y a sus personajes. Y de ellos brota –he aquí una de sus lecciones, y su aprendizaje– “una concepción del mundo más generosa”. Después de haber creado en su relato la oportunidad de ser y de escoger –oportunidad que en Colombia es histórica y brutal–, Manuel se adentra en su propio pensamiento y ve las dificultades, las tentaciones embriagadoras, lo duro que fue el camino: hacerse un hombre de bien fue una elección, llena de claridad, de energía, de generosa y doméstica grandeza. Por eso este relato, hecho de pura Colombia, alcanza una realidad, una verdad, que son sólo de la intimidad y de la literatura. En la posterior elegía a “Desquite” de Gonzalo Arango, esta profunda verdad personal –que en Manuel es el aire del relato–, se sacrifica –en forma valiente– porque la afrenta social es demasiado grave como para poder renunciar a la denuncia y al escándalo, desafíos que no se permite Manuel, porque confía más en otras zonas del alma.

El segundo relato de Tiempo de sequía, “Al pie de la ciudad”, muestra otra convicción de Manuel, otra alarma, otra advertencia, profundamente humana (y también latinoamericana): el agudo problema de nuestras amorfas, amargas y difíciles ciudades, y el abismo insalvable que ellas tienden a quienes han tenido que renunciar al campo, a una vida donde las relaciones son directas, afectivas; donde se cree ser dueño de la propia vida; donde la naturaleza gobierna con sus brillantes lluvias y sus árboles dormidos bajo constelaciones; donde los tratos entre hombres se hacen con fe en la palabra; donde cada quien levanta con las manos su casa; donde las cosas están ligadas a su origen; donde el agua es agua, y la madera y la piedra y la nube forman parte del mundo, como la leche, el fuego, la montaña o el silencio. La idea de este cuento está también en una crónica periodística de Osorio Lizarazo sobre la ciudad de Buenos Aires: un grupo de gentes que viven de extraer de las aguas negras todo lo de valor que la ciudad deja escapar por las alcantarillas: anillos, monedas, aretes, chucherías… Sólo que en Manuel este grupo de personas son familias, desalojadas de sus tierras por la violencia, el progreso, la política, el gobierno… y llegadas a los márgenes de la ciudad trayendo consigo sólo sus cuerpos, sus necesidades, su miedo y su enorme pobreza. Manuel no sólo siente compasión por esta vida imposible, no sólo plantea un problema real que nuestros gobiernos y nuestra gente no son capaces de asumir ni entender –ni mucho menos resolver–, sino que nos muestra su propio desencanto por la vida que ofrecen nuestras ciudades, su deshumanización, su crueldad, su torpeza, su “orgía de poder (e) indiferencia. y sus drásticas limitaciones. La ciudad, para Manuel, no siempre es una forma aceptable de vida, sino más bien una industria, un negocio, una fábrica de miserias y espejismos en donde “poderes ocultos [mandan] sin apelación”. A Manuel le preocupa el país, le preocupan sus ciudades, le preocupa la mucha o poca vida que ofrecen, y le preocupa su negligencia, su frialdad, su incapacidad ante los problemas vitales.

“Aquí termina la vida y comienza la sobrevivencia”, parece decirnos Manuel. Al río Bogotá, por ejemplo, los ecólogos lo llaman el río de la muerte, y sus gases pestilentes tumban casas, y espantan una razón para vivir.

Como siempre, Manuel no denuncia un problema social, no critica ni juzga (no nos impone su mundo, nos lo ofrece con amistad), sino que cuenta una historia, en este caso la vida de un niño, de un padre, de una cabra –a la que habrá de proteger de la crueldad–, de un paisaje humillado, de una ciudad en donde se vive casi sin lograrlo, y que destruye toda manifestación de vida que no sea la suya propia. Los problemas en Manuel tienen nombres de personas. Cada norma abstracta, impuesta por la economía, por los negocios o por los gobiernos, cambia la vida, la mejora, la empeora o la prohibe: de estas consecuencias se ocupa Manuel. De cómo se va cerrando y ensombreciendo el corazón de un hombre, que ha quedado a merced de un mundo que le niega la posibilidad de ser, de vivir, de dar, de existir. Manuel escoge para sus historias la existencia en el borde, en el límite, para poder sentir así la vida diaria –la de todos los días–, la del pan y el agua, la vida “cotidiana”, con el heroísmo que ésta merece, que ésta tiene para él. Cuando el bellísimo niño de este relato se encuentra una cabra por los despeñaderos, su padre le advierte, al verlo encariñarse con ella, que vendrán sus dueños a buscarla y que tendrá que devolverla:

“– Le pediré al Niño Dios una cabrita igual”, dice el niño, buscando consuelo, sin dejar escapar su momentánea alegría. Pero esta misma alegría infantil, al ver a su padre conforme con la solicitud de semejante milagro, le sugiere otra posibilidad:

“– Mejor pediré al Niño Dios y a Papá Noel dos cabras para el que la perdió, y así me quedo con ésta. ¿No te parece?”.

“Era un trato justo “ –piensa Manuel–. “El padre nada quiso decir. Vio a su hijo salir abrazado al animal, que parecía a gusto con él, y tomando pala, azada y canastos, se dirigió a los desagües”. Manuel no omite ternuras ni crueldades, propicia el buen humor y no le saca el quite a la violencia, que siempre acecha a quienes han renunciado a ella.

Aunque el cuento no busca culpables, después de leerlo es difícil no encontrarlos, no ver los dolorosos errores con que hacemos la vida, por la cual Manuel nos trasmite su admiración y su amor a través de la magnífica lección de dignidad e integridad que nos dan sus personajes.Aunque Manuel no lo dice en su relato, sabemos que esta ciudad es Medellín –o Bogotá, o Lima…–, monstruosamente crecida por los desplazados de la violencia y convertida en gigantesco tugurio, en un patio penitenciario –donde reina el más fuerte y las “fuerzas económicas desencadenadas”.

Adolfo Castañón, para quien la educación es convertir al “discípulo en maestro”, y toda “convivencia. es una “ética”, sabe con Montaigne que el “amor paterno se manifiesta más allá de la procreación y de la crianza… en la educación moral y espiritual de los hijos, a saber: la enseñanza de cómo valerse por sí mismo ética e intelectualmente… Es cierto que el padre deberá proveer y cuidar las necesidades materiales que exige la crianza… pero… con un fin: … transformar a sus hijos en sus discípulos… pero resulta que la primera paternidad responsable que ha de asumir el hombre es la de sí mismo”. Es este el tremendo problema que acecha al padre de “Al pie de la ciudad”, y al hijo, al que amamanta una cabra. Cumplir con la más alta, la más hermosa exigencia que el amor y la vida le hacen a un hombre. Pero la “convivencia “ de la ciudad no es ética, la educación moral y espiritual se vuelve heroica, y la enseñanza de valerse por sí mismo… imposible.

Cada relato de este nuevo libro plantea un problema semejante, porque Manuel no quería que sus lectores, ni él tampoco, llegaran algún día a convivir con el horror, el horror con el que hoy convivimos. Pero en esto la literatura nada puede.

Manuel expone en este libro sus preocupaciones, con gran validez literaria y humana. Ha puesto en todo, hasta en lo más ínfimo, “un supremo interés.: En el hombre bueno, que jamás se librará de quien se aprovecha de él (como sucede en su relato “Caballo para toda la eternidad”); en la frontera en donde el delito deja de serlo, y nos es imposible juzgar, condenar o estar de acuerdo con la ley (“El milagro”); en el hombre que entra a vivir un destino que no es el suyo (“Los julianes”); en las trampas que nos tienden los instintos (“Luna de tiempo seco”); en los sacrificios sin regreso a los que tiene que llegar un hombre perseguido por la necesidad (“Tiempo de sequía”); en el miedo que crece en el alma de la “gente acosada”, y en los horizontes que vislumbra el terror (“Miedo”)…

Asombra en Manuel su capacidad de comprender los motivos todos del alma humana, su cercanía a cuanto sucede en la intimidad de la gente, su capacidad para asumir en carne propia los problemas ajenos y para mostrar en carne ajena los propios abismos de su condición. Y esto, sin dejar ni un instante de hacer literatura, gran literatura, porque en él, una vez más, “el dios de la magia es el dios del lenguaje”.

Siempre me ha conmovido el relato de Nathaniel Hawthorne en el que describe a un hombrecillo mediocre, solo, anodino, al que contempla vestirse, lenta y escrupulosamente, hasta verlo salir de su apartamento, ignorante de su insignificancia; Hawthorne lo ve desde la ventana hundirse en la multitud: “Pobre” –escribe–, “si supiera que sólo yo me ocupo de él”. En este punto de piedad en donde termina Hawthorne, comienzan los relatos de Manuel, hasta hacer caber en ellos buena parte de la humanidad. Los profundos sentimientos de Manuel tienen nombres de personas en sus relatos, los cuales bautizan las regiones de su espíritu. Leyendo sus libros, se tiene por momentos la certeza de que Manuel es el nombre de muchos innombrables, de los cuales formarnos parte.

4. Periodista, editor, educador, “político”… y hombre

La ausencia de vigilancia, de interés, de cuidado por parte nuestra respecto a nuestra propia gente y a nuestra propia vida ha impedido que podamos conocer toda la labor que Manuel sembró a lo largo de años en los periódicos de Venezuela, El Salvador, Guatemala… y Colombia. En este momento es imposible conocer la vida que dejó en esos cientos de páginas que esperan quién las reúna. Yo tengo una sospecha, que esa desdibujada tradición nuestra me confirma. José Eustasio Rivera, comisionado por el gobierno colombiano, participó en los trabajos preparativos para establecer nuestras fronteras territoriales con Venezuela. Allí conoció con horror los problemas de los indios huitoto, la descarnada realidad de las caucherías y quiso ayudar a solucionarlos, por creer que, como hombre, tenía que intentar poner fin a esta crueldad. Informó al gobierno de las atrocidades que vio en la selva y buscó respuesta oficial a esta carnicería, cuya sola existencia nos deshumanizaba a todos. La respuesta no se hizo esperar: Al volver Rivera a la capital lo esperaban para asesinarlo. Gente del gobierno había entregado sus incandescentes informes a los dueños –sus socios– de las caucherías. Rivera salvó la vida y denunció el atentado. Nada pasó, y ante semejante pesadilla, con un grave problema en su propia conciencia, de hombre y del poeta que era, decidió escribir La Vorágine. Pienso que algo así pasó con la intensa e inacabada labor periodística de Manuel. Nada se podía redimir. La realidad es un animal poderoso contra el que poco o nada se puede. Hacer periodismo para un hombre libre era una ilusión. El poder y el dinero son una “orgía” imbatible.

Entonces renunció, se dedicó a ser hombre y volcó su fe y sus energías en la literatura, y también en la enseñanza. A esta última tendría igualmente que renunciar, convencido, sin amargura, de que tampoco servía para mucho, mejor dicho, para “nada”, como dijo en su carta de renuncia a la universidad, después de catorce años de trabajo. Por eso nuestra literatura –desprestigiada por nosotros mismos– es, además, parte de nuestra verdadera historia.

La crítica literaria no puede –nunca he entendido por qué– dar cuenta de la vida del escritor, como si en cada palabra, en cada idea de su obra no latiera la sangre, la esperanza, la decepción, las ganas de su autor. El alma de un escritor está cautiva en sus personajes, irremediablemente. Toda esta vida vivida en el periodismo, en la mesa de trabajo del editor que también fue, en las clases universitarias, no le incumben sólo a Manuel, pues son pura historia patria, vivida también por nosotros; Manuel no hizo más que intentar afianzar una manera de ser y de sentir una Colombia real que todos hemos vivido, cada quien a su manera.

La coherencia que brota al entender estos problemas, estos propósitos de Manuel, explica extraordinariamente su obra, su visión de la vida y su vida misma.

“¿Es el hombre capaz de vivir en condiciones inhumanas y seguir siendo hombre?”, se pregunta el poeta –y cineasta– Andrei Tarkovsky, como si fuera el mismo Manuel. Pero Manuel no espera una respuesta a semejante interrogante; quiere evitar que lleguemos al extremo de tener que hacérnosla. Se dedica al periodismo porque sabe poner en palabras la forma de vida que él cree respetable y los peligros que hacen a veces imposible este propósito. Quiere hablar de los mineros, de las prostitutas, de la infancia, de los gobiernos, de los dueños de la tierra, de los engañados, de sus campesinos, de Antioquia, de la violencia, del “derecho a no obedecer” de Fernando González, de la gente con miedo, de la educación del pueblo, de la salud para todos, de los ancianos obligados a la mendicidad, de la orfandad, de las fiestas, de su manera de vivir, de sus amigos (antorchas en la oscuridad), de Carrasquilla, de Efe Gómez, de la importancia del humor, del oficio de aprender a vivir, de la muerte, de César Vallejo, del destino del hombre bueno… De todo, porque todo, absolutamente todo es importante para él, y más que nada, la gente, la gente que ha tomado en serio la vida, y sus virtudes (que no son el ahorro y la cautela, sino la generosidad y la franqueza; no la astucia y el encubrimiento, sino la lealtad y la austera grandeza; no el éxito y el dominio, sino la solidaridad y la vida sin ventajas …).

De lo que Colombia ofrecía en política, Manuel escogió a Jorge Eliécer Gaitán, quien le parecía íntegro, veraz y capaz de no separar la palabra de la realidad; era inteligente, quería al pueblo y tenía un plan, un programa para hacer un país y para emprender la “restauración moral de la República”.

A Manuel le conmueve y preocupa la pobreza del pueblo y admira su entereza, su habla, su vida dura… Manuel cree en Gaitán: “el equivocado concepto de que la política sólo debe interesar a los grupos reducidos de dirigentes nacionales y locales que en ella intervienen o que de ella derivan ventajas, honores o privilegios. No debemos seguir creyendo que es legítima la indiferencia…”.

Nada más lejano a Manuel que la indiferencia; nada más distante a él que hacer algo pensando sólo en su propio provecho, o desatender por negligencia al otro, o a la vida misma. El que es servil con los poderosos y déspota con los débiles lo indigna, se trate de una institución, una idea, un matón de barrio o un ministro… ¡Cuánta inteligencia se necesita para comprender la estupidez humana!. Manuel comparte la visión de Gaitán respecto a la burocracia encargada de manejar el Estado – y el país–: “El trabajo es desplazado por la intriga; los méritos por las influencias; la voluntad de servicio por el afán de lucro… [Han] perdido la noción del interés general y sólo reaccionan ante el estímulo de subalternos intereses, no se mueven en favor de una idea, ni de un ambicioso programa de realizaciones, ni siquiera de una clase o de una región. La ley que los gobierna no es otra que la del arbitrario individualismo y la irresponsabilidad sin sanciones. En las batallas sin cuartel de ese submundo en que pierden las mejores energías, desaparecen las fronteras morales…”.

Nunca ha confiado Manuel en los gobiernos, no le merecen ningún respeto; sabe que no hay nada bueno qué esperar de ellos; pero la realidad de la calle no es más esperanzadora: es una trampa elaborada con astucia, imposible de desmontar:

“Las denominaciones [liberal, conservador], que surgieron con vigoroso contenido ideológico, acendrado en las guerras civiles, fueron perdiendo sus esencias pero quedaron de manera indeleble en el corazón del pueblo, que permaneció para siempre dividido en dos fracciones irreconciliables, en tanto que las clases altas fusionaban sus intereses por encima de toda diferencia partidista, se agrupaban en sociedades comerciales, industriales, o simplemente especuladoras, y alzaban la insuperable muralla que sitúa a todos los hombres de trabajo en círculos inferiores”.

Para Manuel, Colombia es una democracia sin pueblo, y si el “pueblo vota, la oligarquía escruta”. El gaitanismo crece y poco a poco se convierte en un revólver engatillado. El 7 de febrero de 1948, en “La oración por la Paz”, Gaitán le pide al señor Presidente de Colombia, durante una estremecedora y silenciosa manifestación de labriegos y gente humilde, detener la violencia oficial contra el pueblo liberal: “Os pedimos hechos de paz y de civilización… Impedid, señor, la violencia…”. Nada de esto sucede. Viene el asesinato de Gaitán, quien enardecido había gritado con inteligencia: “es monstruoso… entregar nuestra vitalidad al odio.; pero ya el horror es indetenible. Ese revólver engatillado en el que se había convertido su movimiento político, se dispara contra sí mismo al ver a Jorge Eliécer Gaitán, su defensor, el hombre que había querido dignificar la vida de una nación pobre, campesina, abrirle la puerta del Estado al pueblo, “humanizar. el capitalismo, tenderle una mano inteligente al hombre analfabeta –sobre el que ya acechaba la “modernización. del país–… asesinado en la calle por un pobre diablo que disparó contra el único “miembro del gobierno. que había fundido su propia vida con la del pueblo colombiano. Comienza el incendio. La multitud mata a golpes a Juan Roa, el hombrecillo que disparó contra Gaitán, y arrastra y golpea con desesperación su cadáver, que arrojará a las puertas del palacio de Gobierno convertido en una masa sanguinolenta, como sus propias esperanzas de educación, de futuro, de salud, de dignidad… para sus hijos, para sus padres. Del 9 de abril dirá el novelista J. A. Osorio Lizarazo en su biografía de Gaitán (1952, Buenos Aires):

“demostraba cuán peligroso resultaba jugar con la buena fe del pueblo, que es como una fiera doméstica, resignada y triste, pero sujeta a cóleras tremendas cuando se le hostiga en exceso…”.

Después de la hecatombe, todo –para la gente humilde– habrá terminado:

“el dolor del pueblo había trocado su expresividad destructiva por una melancolía indescifrable, en la cual se mezclaban la desolación y la orfandad con el espanto de los días dementes que acababan de transcurrir”.

Aquí sucumbía el movimiento popular. Los hechos de “paz y de civilización. abandonarían, hasta hoy, al país. Osorio Lizarazo, otro escritor que creía en el periodismo, escribiría tres años después la novela El día del odio, lo único que habría de lograr la literatura.

“–¿Le teme usted a la muerte?
–No. En Colombia hay cosas peores.”

Manuel pondrá a un personaje a escribir su novela Al pie de la ciudad (Buenos Aires, 1958): un joven periodista, entre la espada y la pared. La novela retoma el cuento del mismo nombre, pero lleva la historia aún más lejos. Las mismas familias, desalojadas del campo por quienes codician sus tierras, llegan –desposeídas de todo, con el alma en las manos–, a una ciudad, ajena y que vive mal, esquiva, casi déspota, incapaz de ofrecerles la suave luz de la atención. Manuel –que aquí es el joven periodista (?)– se ocupa de ellas y lleva a su periódico esta grave historia humana; se siente conmovido por la abigarrada humanidad y hasta responsable de que exista tan extrema pobreza, silencioso clamor de humanidad donde, paradójicamente, la vida bulle a borbotones. Esta gente ha tenido que renunciar a toda una constelación –su propia vida–, a un enjambre de creencias y de realidades tejido con los más finos hilos del mundo –el alma–, de repente puesta a la intemperie.

La vida ya no tiene futuro. Salpicada de ternuras, de agudas crueldades, de amor dolido y de leves caricias, se perderá a medida que pasa el tiempo y sus perros de presa. Qué lejos han quedado los días que olían a “azahar y espigas”. Nada podrá hacer su periodista– personaje. El lazo que los unía a la tierra está roto, para siempre; la ciudad los ofende y hiere. “Maldita ciudad”. “Los techos sin palomas”, la “gente acosada”. Todos andan con su “soledad hacia afuera”, y con su intimidad “habitada por los demás”. Frivolidad, egoísmo, vacío, abigarramiento… Una vida sin talento, hecha en serie, que le cierra con dureza sus puertas a los recién llegados. La ciudad no es inteligente, es un torpe, un pobre animal: mal planeada, peligrosa –y no sólo para el cuerpo–.

El periodista que “escribe” la novela comienza a tener problemas; hay otras noticias que dar, otras chivas: “tocar la llaga sería peligroso para la armonía social… y el gobierno es popular y democrático”. “Imposible escribir”, le hace renegar Manuel a su periodista ante un colega, más hecho al oficio, quien como respuesta lo sermonea entre bocanadas de humo de cigarrillo, tinto, papeles de oficina, máquinas de escribir y orgullo derrotado:

“el periodismo es una porquería. ¿Piensas en reformar el mundo? Ya te aliviarás. ¿Libertad de prensa? Se enoja el comerciante si se le toca su punto, y retira los avisos. ¿Quieres atacar la importación? Hay grandes agencias importadoras que pagan [la publicidad]. ¿Quieres hablar de la desorganización social? Te ponen de patitas en la calle… La educación, la salud, los asilos, la policía… En la cárcel pararás, si te descuidas. ¿De qué puedes hablar que no tenga intereses creados?”.

¿Por eso habrá dejado el propio Manuel el periodismo? Sí, y por eso el periodismo lo dejó a él.

Paralela a la historia de ese barrio salido de la nada, fundado en la mitad de nada, está la historia del periodista, y paralela a estas dos realidades, Manuel intercala la historia del director del periódico, narrada entre el mismo humo de fumador y más tinto, por el mismo veterano periodista:

“El señor director tiene sus conexiones políticas… sociales, profesionales, industriales, de comercio, de Banca. Para él vivir es conectarse… El deber de toda institución libre, es el de subsistir. Y para subsistir su periódico tuvo que dejar de ser libre, pero este detalle no cambió la frase del encabezamiento ni sus convicciones. El es abanderado de las instituciones democráticas, de la verdad, de la justicia, de otras palabras que, de tanto ser manoseadas, perdieron su sentido…”.

Este hombre –el director–, una bestia de negocios, es un pobre incapaz en el momento de vivir, solo o con alguien: “todas las tardes de domingo “ sacaba a pasear su “alma domesticada “ como a un “perro viejo”. Manuel no respeta la falta de respeto, y ve esa vida como una casa sola, con el televisor encendido. El último pago que tiene que hacer el director para seguir reinando en semejante vida es entregar su mujer a otro hombre. Aquí se le ablanda la voluntad. Ya casi es un viejo y la vida ha comenzado a importarle, aunque no haya hecho sino atropellarla: “De tantos años, qué le queda? Advierte que su anterior bondad fue conveniencia egoísta, pues ha tenido pavor a los remordimientos… Se convence de que ha practicado una torcida vocación del ahorro por acumular años… Y llega a intuir que la avaricia con respecto a la propia vida es el más grave pecado contra la humanidad… La cautela de alma le trajo el miedo, y del miedo a vivir con todas sus consecuencias sólo nacieron virtudes convencionales. Ahora es tarde para todo… ¿Qué hizo para merecer su vida?”.

Uribe Piedrahíta, en Mancha de aceite (1935), tiene un episodio cercano a éste de Al pie de la ciudad; también él ha dado su vida al entusiasmo, a los demás, a la selva, al país… ¡a vivir!, y esas “vidas ejemplares “ de las páginas sociales de los periódicos –como las del director–, y en el caso de Mancha de aceite la del presidente de una petrolera, las ve como surtidoras de desdicha: “Un pequeño apartamento –habla de la mujer del petrolero– decorado con recortes de revistas y cortinillas de cretona florecidas habíanse destinado para la esposa de McGunn. Enferma de soledad, encerrada en la jaula a la orilla del lago, abandonada por su marido, Peggy pidió auxilio a los médicos del hospital y resolvió cambiar su melancolía por una enfermedad cualquiera. Realmente, Peggy necesitaba el tratamiento cariñoso de su amigo. Ni drogas ni inyecciones era lo que su cuerpo pedía. Quizás ni caricias… Necesitaba algo más tranquilo para cambiar la angustia de las noches eternas y los días planos de su vida como esposa del petrolero. Si al principio McGunn, hostil y rudo, iba tarde a la casa, luego dejó de ir. Conferencias, juntas, negocios importantes…”.

El amor es mejor que la vida, ha dicho siempre Manuel. “Los farallones de San Fernando, el Paramillo desde cuya cima se divisaban el Cauca y el Magdalena, casi el Pacifico”, invocaba Manuel en La tierra éramos nosotros: “Y en tono de lluvia “ le murmuraba el corazón: “Gracias por este don inmenso de querer la tierra”.

Manuel, como Rivera, se refugia en la novela. La política, el periodismo… son campos minados, y no lo quieren. “La historia la escriben quienes cuelgan a los héroes”, decía Osorio Lizarazo, mientras escribía su biografía de Gaitán en el exilio. Libro que Colombia nunca publicó, mientras era importante hacerlo.

En una entrevista sobre Colombia –Manuel siempre ha hablado de Colombia–, relativamente reciente decía: “Nunca vi una ruptura de [las razones] morales más desastrosa”.

La universidad y el trabajo editorial recibirán ahora la atención de Manuel, su entusiasmo, su criterio, su cuidado, su interés por la vida que cree más verdadera, más auténtica, más necesaria, más vivible. Alimentar las raíces que sostienen el árbol de la vida –que según García Márquez es “un almendro dormido bajo la lluvia “–, mientras una plaga trabaja y trabaja contra él, como “hachazos en lo oscuro”.

En Colombia, la cultura no siempre es la Cultura. Manuel sabe que el mundo no es un lugar “donde el alma se aventura”, sino “su aventura misma” (N. Gómez Dávila), y no quiere “fosilizar en cultura. la tradición que ha heredado, la vida que ha hecho ni el mundo que conoce. Quiere mantener –o fundar– un lugar en donde pueda hablarse seria e inteligentemente de “sus. escritores, del poder crítico que trae consigo la verdadera cultura, del periodismo, de poesía, de la necesidad de conocer el país y sus muchas vidas, de José Felix Fuenmayor, de Jorge Zalamea, de los clásicos de la literatura, de la tradición oral, de las mitologías indígenas de Colombia, de la universidad misma y de los tiempos que se viven.

Manuel quiere ahora formar un “fondo editorial pacientemente”, un fondo literario, un pequeño y fecundo tesoro que ayude a vivir y a entendernos. Cree en la universidad y en el trabajo editorial; a la primera la considera un centro del saber, al segundo un serio placer, una tarea generacional. Pero una especie de “ideología de la ganancia. vigila cada vez más de cerca a la universidad, se toma poco a poco la vida de la gente y vuela en círculo sobre el débil, intermitente, insuficiente y tímido trabajo editorial.

García Márquez, en la soledad del internado de su adolescencia, se leyó todos, del tomo uno al cien, los libros de la Biblioteca Aldeana de Colombia; otros lo hicieron con la Biblioteca Popular, otros con los ejemplares de la Colección El Navegante, otros con los volúmenes del Festival del Libro. Un trabajo editorial como el de Sur o el que comenzó en los años 40 el Fondo de Cultura Económica de México, o Losada, Suramericana, Porrúa, etc”, no ha tenido ni tendrá Colombia. Esa labor constante, perdurable, seria, libre de urgencias, de ambiciones, no la conocemos, no hemos sido capaces de fundarla, y cuando algo se ha comenzado ha sido imposible mantenerlo. Manuel publica medio centenar de libros colombianos, sin demagogia, sin intención distinta que la de hacer algo bien hecho, algo que nos debe interesar, donde se piense sobre “las cosas que le suceden a la gente”, a la nuestra, que es la vocación inquebrantable de Manuel. Y una vez más, el pero venido de otra realidad asfixia la labor. Hay que estar al servicio del mundo que se nos impone desde afuera, hay que acomodar la propia realidad al futuro que no será nuestro y que es el presente de los bancos, de la política, de la economía. La cultura que vive y fecunda Manuel es un mundo amenazado. La verdadera cultura es demasiado exigente, poco rentable, no da votos ni prestigio, ni poder, ni afianza la versión que desde los medios de comunicación y del poder se da de la vida colombiana. Sus héroes no son los héroes de la historia oficial; sus personajes no son personajes exportables; su vida no es la vida en la que está interesada la economía: “La vida moderna ha puesto la actividad vital al servicio de la propiedad, cuando debería haber puesto la propiedad al servicio de la actividad vital. (E. Zuleta). O como dice Manuel: “La pregunta debería ser …: no para qué sirve esto, sino si sirve la vida sin esto”.

¿Equivale esta realidad –una vez más– al fin del Editor?: “El problema del editor ya no es llevar a cabo una misión cultural tradicional, sino hacer dinero”. En aquel entonces, era el de “prestar un servicio a la comunidad”, entendiendo por comunidad a la gente del gobierno, la política y la especulación. En el mundo desarrollado el verdadero trabajo editorial fue asumido por las universidades (Estados Unidos, Inglaterra, Francia …), mientras las editoriales, por lo general empresas familiares, culturales y de gran tradición, eran adquiridas por monopolios que les exigían un índice de ganancias similar al que ellos obtenían en sus otras posesiones –los medios de comunicación–, es decir, pasar de un 3% (Gallimard) a un 20% de ganancia, esperando, naturalmente, incrementarlas “el año entrante”. Cuando la “gente ya no puede sentirse orgullosa de los libros que publica ni considera que su existencia está justificada por aquello que aporta al mundo, necesita recompensas más triviales; el dinero y el estatus viene a llenar el vacío moral. (Andre Schiffrin).

Una vez más Manuel se aparta de un mundo que se abre camino a costa de otro, el de él, que cada día es más duro de vivir, de hacer respetar, de defender.

Otro tanto le sucederá a Manuel con la universidad y su acercamiento a la enseñanza, un mundo en el que toda una generación colombiana sembró sus esperanzas –tanto maestros como alumnos–. En ella estaba la posibilidad de preservar la rectitud, la dignidad de un país y de un pueblo que vio en la educación su futuro y los nuevos vínculos –siempre amenazados– con la sociedad y la naturaleza, una cultura real, viva y propia, capaz de enfrentarse a una nueva realidad venida de afuera, una urdimbre de relaciones que no habían brotado de su propio ser, del mundo conocido, sino de un complejo totalmente extraño e inmanejable. Si el “progreso. iba a ser real y a extenderse al país, la educación era indispensable, y dentro de este plan la universidad sería el eslabón, y como tal se le aceptaba y respetaba. Pero la realidad fue otra. El “maridaje entre negocios y política. se estrechó aún más; la violencia en los campos arrojó sobre las ciudades a millares de labriegos; la clase alta tomó posesión de la cultura como signo de distinción; la educación se convirtió en un negocio:

“es claro que los esfuerzos de la política del Estado no se dirigen a incrementar el saber (que simplemente se importa) sino a adaptar la universidad a las exigencias de un aparato productivo manejado por empresarios privados… la universidad debe adecuarse a las necesidades de un mercado, y el mercado… quiere hacerse pasar como un reflejo de las necesidades sociales. Si un tipo de saber no tiene mercado, esto quiere decir, a los ojos de los organismos planificadores, que su necesidad social es nula…” (Germán Colmenares). La censura económica es pura, implacable, y no admite disidentes.

Manuel le había oído decir todo esto, años atrás, a Gaitán en Bogotá, y lamentablemente sus palabras se cumplirían al pie de la letra: “los poderes económicos como medio de influencia política; y la influencia política, como medio de ventajas económicas, la violencia desatada desde arriba contra los sectores populares demostró que los estamentos dirigentes no sufren inhibiciones morales cuando se trata de defender su condición. Cuando en un país la política llega a tales zonas, de espaldas a los serios intereses de la nacionalidad, podemos afirmar que. vendrá necesariamente esa onda de putrefacción moral que [hoy]circunda la vida colombiana “ Si nuestros hijos quieren triunfar dentro de esta situación, tendrán que transitar por bajos caminos, lo que no queremos para ellos. Triunfarán no por trabajadores, por consagrados… ni por desvelados en el estudio, sino por viles y abyectos con el cacique o con la situación creada…”. La educación era la llamada a evitar esto, pero le impusieron metas más cortas; ya no le interesa ni siquiera la “formación humana integral”. Todo esto se concretará en una política. Manuel, en su carta de renuncia a la Universidad Nacional de Colombia, dice: “Estoy en una desesperada búsqueda de desempleo. No creo que ni yo ni la universidad sirvamos para nada”. Lo importante, piensa, es no sacar conclusiones ni moralejas. “La vida es esquiva en dar oportunidades”. En sociedades como la nuestra “es un heroísmo sobrevivir intelectualmente”.

Manuel cerrará con resignación y gallardía este modesto y serio episodio de editor y catedrático. “Me he ganado el derecho a aislarme”, comenta, sin levantar polvareda. Y se va a vivir a Ziruma, su finca, que lleva un nombre terriblemente bello e irónico. Aquí reinará con alegría y severa bondad, con humor, gozoso, con generosa humildad. El camino no ha sido fácil, pero nunca pensó que debiera serio. Sólo quería vivir como le dictaba su conciencia: libre, pleno y digno en sus responsabilidades, impuestas por su idea del hombre y de sí mismo, fiel al mundo en que nació y al que respetó y quiso siempre, no por nostalgia sino por una profunda convicción. Ese fue el mundo que quiso proteger, sin recurrir a atajos, sin sentirse nunca superior a él, sin dejar de hacer lo que decía que había que hacer, sin someter la realidad a un propósito, a un ideal, ajeno siempre al “carnaval de miseria y derroche.: “Lo que el hombre teme por encima de todo no es la muerte ni el sufrimiento, en [los] que tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la necesidad de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el respeto. (E. Zuleta). No pedíamos a la vida, dice Manuel, sino que nos la dejaran vivir. Por eso no fue político, ni catedrático, ni dio consejos… Pero tampoco ahorró esfuerzos. Su persistencia y su vigor son admirables. Dice Zuleta, elogiando dificultades similares a las de Manuel: “Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos librado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos regresar a él”.

“Me pesa en el corazón la vida que voy llevando”

Por la novela de Manuel Los abuelos de cara blanca (1991) supe que uno de los más bellos poemas de Huidobro era en verdad de los indios aymará: “Poeta, no cantes a la lluvia: haz llover.; y supe de otro “verso. que contiene y define la poesía toda de Aurelio Arturo: “Cantar es pasear por las estrellas”, paladeado por los indios pampas, ebrios en busca de paraíso, como dice Manuel también de los indios Yoluga, pensando en las noches consteladas de la Guajira.

Cuenta Manuel al comienzo de esta novela –una “epopeya en prosa”–:

“desde niño. ejerció sobre mí una atracción singular ver a los indios “ sus costumbres, sus leyendas y su poesía, donde aparecía ante mi sensibilidad un mundo inusitado. Poco a poco fui amando ese conocimiento…”. “Nadie como ellos. para contar historias, celebra Manuel, quien no tiene prejuicios al ir tras las fuentes de la vida.

Nuestra narrativa ha sido dividida en dos, arbitraria, artificial y torpemente: la novela rural y la novela urbana; siendo esta última, para la crítica, la novela moderna, culta y exportable. Este orgulloso, “petulante desconocimiento del país”, es un nuevo capítulo de “la Cultura como simulación”, como instrumento de desdén, de dominio, de status social, de superioridad: la Cultura como “patrimonio de una clase social. (G. Colmenares), defensora y compañera del proceso de modernización en Colombia que no es más que un acomodarse “al son que le van tocando”. Denigrar de la novela “rural. es algo que paradójicamente apoyó la misma cultura. El nadaísmo erigió una pira con la literatura “rural. colombiana y entre las obras quemadas quedaron las cenizas de La tierra éramos nosotros. No valorar ni respetar “la diferencia “ es ignorar “lo que enriquece la vida e impulsa la creación y el pensamiento; esto es no sólo lo más difícil sino también lo esencial. (E. Zuleta).

La novela “rural. de Manuel contiene una visión intensa, fecunda, lúcida de la ciudad, de la modernidad, ese desastre vital de Colombia, que desde hace mucho “marcha al son…”

Lo único verdaderamente provinciano es el precario “universalismo. que promueve, premia y financia el “progreso. y la “modernización”, es decir, los buenos negocios “de la clase dominante”. “En Colombia. “la cultura. sólo se reconoce como una forma de suplantación de las peculiaridades nacionales. (Colmenares).

Los abuelos de cara blanca son los indios muertos de toda América, cuyas mitologías hoy vuelan en la oscuridad del inconsciente del hombre, como pájaros ciegos. Por eso Manuel llamó “Ziruma” a su casa en el campo, que quiere decir “bajo el cielo”, pero también fue el nombre de un refugio para indios que la gente del gobierno convirtió en prostíbulo. Ingenuo o no, Manuel habla de criaturas en cuyos hombros comienza el cielo, de juventudes risueñas con los labios bendecidos por la gracia de los colibrís que repentinamente se detienen en el aire, y de la insondable catástrofe de un mundo espiritual que se hunde, cantando, para que algunos escuchen sus voces.

Luis Fernando Macías en su libro sobre Manuel (1995) dice que Los abuelos de cara blanca sólo tendrá lectores dentro de veinte años. Nada sé decir sobre esto ni sobre las calidades literarias de la novela, o “epopeya en prosa. –como la califica el mismo Manuel–, pero sí comparto y admiro su interés, desplegado con grandeza, por la mitología indígena y por señalar en ella otra fuente extraordinaria de vida, destruida por el “proceso de modernización. y sus becerros de oro.

“En una síntesis breve –escribe Joaquín Molano (1998)– se puede decir que hay una inmensa dificultad para pensar y aceptar que el ser humano. es, se debe y pertenece a la naturaleza. hoy casi una abstracción, que no nos contiene”. El “pensamiento mítico aún pervive en cerca de ochocientos mil colombianos, quienes hablan más de sesenta lenguas y representan la más larga y auténtica tradición cultural; pues hoy, a pesar de los avances tecnológicos y científicos, no hemos podido alcanzar las respuestas que los pueblos nativos lograron hace milenios “La biogeografía contemporánea debe asumir un análisis e interpretación más profundos de la existencia y permanencia de la vida; sobre todo cuando hemos contrapuesto al hombre y la naturaleza; hemos desintegrado el tiempo y el espacio, hemos separado el conocimiento de la sabiduría, hemos opuesto al sujeto y al objeto y hemos aislado la teoría de la práctica, todas ellas dentro de un modelo de fragmentación del mundo y de la vida”.

Molano termina defendiendo, pidiendo y añorando para la ciencia lo mismo que admira y ama y ha vivido desde siempre Manuel: “la comprensión del mundo por la identidad con él”.

No hay un mundo ético entre nosotros al que Mejía Vallejo no se haya acercado, no haya querido y estudiado, comprendido y protegido. Por eso como periodista y editor, como hombre, como lector, como escritor. admiró profundamente el mundo vislumbrado por las tribus americanas; los indios tenían para él insondables lecciones, de las que no se privó. Otro mundo irrespetado por nuestra civilización, arrasado, ignorado, despreciado. Otro error más, otra tragedia, otra pérdida. Otra lastimadura para quienes saben que un árbol es algo más que un árbol.

Suponemos que los indios se harán campesinos; los campesinos, colombianos; los colombianos, ciudadanos del mundo. Pero, “ir entendiendo… es el castigo de los hombres”.

Alain Gheerbrant (1948) ve así el problema, que horrorizaría a Jung, y que resume brevemente todos los procesos colombianos de culturización, uniformización y modernización; actos de supuesta civilización deberían estremecernos:

“Han dejado –dice Gheerbrant en su crónica sobre el Orinoco– de correr desnudos por la selva, de respetar los cantos y las danzas requeridos por el dios Sol, y de progresar. según su tiempo propio, como lo hacían desde milenios atrás. Pero tampoco están completamente civilizados. Siguen viviendo en chozas ocultas en la selva. Siguen sin apreciar el progreso. No trabajan sino de vez en cuando, prestando sus servicios a los blancos justo el tiempo necesario para conseguir otro pantalón de algodón, cuando el que tienen cae en jirones, o un machete nuevo. Ha desaparecido el alma colectiva de la tribu y nada la ha reemplazado. Por eso los grupos de guayaberos se extinguen uno tras otro, alrededor de San José del Guaviare. La enfermedad, y sobre todo el cansancio de no comprender ya lo que son, ni lo que hacen, ni lo que deben hacer, los abaten como espigas que no tuvieran la fuerza de chupar en el suelo de qué alimentarse. Apenas quedan 200 guayaberos en toda la selva, y pronto no habrá ni uno solo”.

La frase “y nada la ha reemplazado”, se refiere a nosotros; y eso que se “extingue”, además de sus propias vidas –lo cual debería ser suficiente para detenernos–, es un caudal de conocimientos etnobotánicos, una más poderosa poesía que toda la que hemos sido capaces de escribir los colombianos, una relación con la naturaleza que la ciencia ecológica admira y aún no alcanza, y una exigente lección ética.

Todo mundo ético ejerce sobre Manuel una fuerte atracción, y tal vez sea éste el rastro que haya que seguir en toda su obra.

Un observador más penetrante, más formado que el cineasta y viajero Gheerbrant, don Gerardo Reichel Dolmatoff, padre de la nueva etnografía americana, dice en la introducción a su libro sobre los indios Ika de la Sierra Nevada de Santa Marta (1991), entre tantas otras cosas que duele no citar:

“A aquellos lectores que poco conocen de antropología y de la población aborigen del país, quisiera decirles lo siguiente: lo que los indios colombianos nos pueden enseñar no son grandes obras de arte arquitectónico, escultural o poético, sino son sistemas filosóficos, conceptos que tratan de la relación entre el hombre y la naturaleza, conceptos sobre la necesidad de la convivencia sosegada, la conducta discreta, la opción por el equilibrio “ En ninguna parte del país he encontrado tribus tan arraigadas a su tierra, tan conscientes de su historia y tan convencidas de tener una misión: la de vivir una vida ejemplar para una pobre humanidad desorientada”.

Es este el credo de Manuel, y el legado que quiere hacernos con Los abuelos de cara blanca, mientras la crítica literaria colombiana se entrega “a la búsqueda desesperada de defectos”. Volver nuestro interés hacia lo mítico, lo ético y hacia formas de vida más exigentes, más armónicas, más serias y más acordes con lo que somos: “Al preguntarle a Dios por la Naturaleza –dice un viejo poeta olvidado–, él calla, y con callar quiere decirnos que su cuidado es cosa nuestra”. Lo mismo pasa con el Estado al preguntarle por el país (él calla. porque el país es cosa nuestra), y con la vida misma, que, según Manuel y Carlos Martínez Rivas, debemos aprender a vivirla por nosotros mismos, como una espléndida “insurrección solitaria”.

Yo creo que la única crítica reveladora, la más justa y precisa que puede hacérsele a Mejía Vallejo y a su obra –una misma cosa, una misma realidad, una misma lección, digna de nuestro interés, dedicación y respeto– la dijo un personaje de Balzac:

“pertenezco a esa oposición que se llama la vida”.