Spanish English Portuguese
  Versión PDF

 

Como una caja de pandora. Contextualización y reforma universitaria ante la ambigüedad postmoderna

Like a Pandora’s box. Contextualization and university reform in the face of postmodern ambiguity

Como uma caixa de Pandora. Contextualização e reforma da universidade diante da ambigüidade pós-moderna

Juan Carlos Orozco Cruz*


* Licenciado en Química de la Universidad Pedagógica Nacional, con una Maestría en Docencia de la Física. Actualmente se desempeña como Profesor Asistente del Departamento de Física de la Universidad Pedagógica Nacional, Jefe de la División de Gestión de Proyectos de la U.P.N. y Profesor Catedrático de la Facultad de Mercadología de la Universidad Central.


Resumen

Como un ejercicio inicial en torno al significado que revisten los procesos de Reforma Universitaria desencadenados en las instituciones colombianas a partir de 1992, se adelanta en este artículo un análisis sobre el sentido y contenido de las fases de contextualización que suelen constituir las primeras etapas de dichos procesos y frente a las cuales se asume, por regla general, una actitud desprovista de crítica, acompañada de una concepción del contexto como realidad externa que determina de manera objetiva las dinámicas institucionales.

“Pensar suscita la indiferencia general. Y no obstante no es
erróneo decir que se trata de un ejercicio peligroso”.
G. Deleuze - F. Guattari
1


En un memorando remitido a los regentes de la Universidad de California en agosto de 1978, Gregory Bateson señalaba, entre otras cosas, que “Si bien gran parte de lo que las universidades enseñan hoy es nuevo y está a la orden del día, los presupuestos o premisas sobre los cuales se basa toda nuestra enseñanza son antiguos y, en mi opinión, obsoletos2.

Con dos décadas de por medio, en una reciente entrevista concedida a Alfonso Carvajal, el profesor Rafael Gutiérrez Girardot, refiriéndose a la responsabilidad que compete a la institución universitaria frente al conjunto de la situación nacional, anotaba: “Fatal en ese contexto la Universidad de los Andes, que ha formado gringos, y gringos ignorantes y arrogantes. La economía del país no es buena por la buena gestión de los economistas de los Andes, sino por el narcotráfico; eso que no vengan a echar cuentos…”3.

Dos comentarios, correspondientes a espacios diferentes y épocas distintas, conectados por un elemento en común: la crisis, mejor aún, la obsolescencia de la institución universitaria en tanto uno de los más pretenciosos productos de la modernidad. Con el primero se pone de presente el carácter histórico del agotamiento de la universidad como proyecto cultural acabado4 en íntima comunión con la racionalidad científico-tecnológica y se plantea, en consonancia, la necesidad de una revisión profunda y radical de los presupuestos de base de la universidad contemporánea, cuyo cuestionamiento había dado lugar a los procesos reformistas que sucedieron a las movimientos universitarios de la década de los sesenta.

El comentario del profesor Gutiérrez Girardot, por su parte, subraya la patética situación de la universidad colombiana la cual, casi en su totalidad, ha permanecido impermeable a toda crítica, obnubilada por discursos foráneos asumidos sin beneficio de inventario, ajena al máximo a los más apremiantes problemas de nuestra sociedad, incapaz incluso de consolidarse como “colectivo de intelectuales. dispuestos a reconocer en su contexto un universo digno de ser explicado y en su actividad académica una fuente viva de construcción de nuevas realidades.

En su conjunto, ambos comentarios nos llaman la atención sobre el profundo vacío cultural y espiritual que acompaña a una época que, vaya paradoja, se jacta por haber elevado el conocimiento a la categoría de valor supremo de cambio, en un ritual que bien podría cerrar el círculo satánico del árbol del paraíso: El conocimiento más allá del bien y del mal.

Apenas sugerentes, pues, estos dos comentarios para ilustrar en uno de sus matices (el relativo al contexto) la complejidad que reviste el proceso de reforma universitaria que, de manera paulatina, se ha venido dando a partir de la expedición de la Ley 30 de 1992 en instituciones estatales y privadas. Y uno de cuyos propósitos centrales es definir los referentes y las dinámicas de acreditación con miras a asegurar la excelencia académica y a colocar a la universidad colombiana a tono con la época.

Esta tarea, emprendida en muchos casos de manera casi vergonzante, evitando la opinión de la Sociedad Civil o de sectores académicos que aventuran profundos cuestionamientos al sentido de sus instituciones5, ha sido encomendada a un conjunto de expertos a quienes se les ha entregado el poder deliberativo y decisorio como un reconocimiento más a la responsabilidad que a muchos de ellos les compete en el actual estado de cosas. No obstante estas diferencias, es necesario reconocer, en los diversos ejercicios de reforma, la importancia que se asigna a la tarea de contextualización, en cuanto proporciona valiosos elementos de juicio para adoptar un cierto modelo de universidad y provee a los equipos encargados de adelantar la reforma de criterios “objetivos” para interpretar de manera adecuada las necesidades de las comunidades académicas y señalar, de paso, las soluciones “más apropiadas”.

Explorar una serie de implicaciones contenidas en la tarea de contextualización de instituciones culturales, como la universidad, en una época caracterizada por la relativización de los absolutos, el desdibujamiento de los referentes universales, la complejización creciente de las relaciones entre los diferentes ámbitos de la cultura y la construcción abrumadora de nuevas realidades, constituye el propósito de este artículo en lo que sigue.

Como bien puede entenderse, una reflexión de esta naturaleza corre, entre otros, con el riesgo de caer en los innumerables lugares comunes y las afirmaciones de Perogrullo características de la gran mayoría de consideraciones que, en la actualidad, se hacen con relación a la identificación de contextos. Trivialización que ha terminado por comunicar a expresiones como “internacionalización de la economía”, “globalización de la cultura”, “modelo de democracia liberal”, “reconocimiento de la diferencia”, “fortalecimiento de la sociedad civil” y “regulación del estado”, por citar apenas algunas de las que cruzan todos los discursos contemporáneos sobre la educación, no sólo significados ambiguos y contradictorios sino la aparente sensación de que constituyen conceptos objetivos y necesarios que encarnan las realidades deseables para toda la humanidad, en las proximidades del siglo XXI. Esta creciente ambigüedad ha terminado por constituirse en una fuente adicional de problemas, cuando no de obstáculos, para la interpretación de las expectativas y las demandas sociales, así como para la construcción de referentes esporádicos para la definición de prioridades de actuación por parte de organizaciones como la universidad.

No es extraño, en efecto, escuchar hablar a los personajes más disímiles en los mismos términos y suponer, por cuanto emplean las mismas palabras desprovistas de sentido, que están efectivamente hablando de lo mismo; resolviendo los problemas de la misma manera, practicando –por ejemplo– la misma democracia. Este hecho se expresa, en relación con la temática que nos convoca, en la suposición implícita e ingenua de que el contexto al cual todos nos referimos es el mismo, que las descripciones que logramos establecer de nuestro entorno en función de los significantes andróginos de la era de la información son representaciones de una realidad objetiva frente a la cual tendremos, a lo sumo, diferencias de apreciación.

Se impone así una lógica según la cual basta con una enunciación del contexto, en cuyos rasgos generales todos coincidamos, para presentar cualquier solución propuesta a los problemas que allí tienen lugar como necesariamente justificada. Si, además, dicha solución proviene de quienes pueden lograr una descripción más detallada del contexto, con toda seguridad resultará ser la “más eficaz”. Así, amparados en el cuestionable supuesto de la posibilidad de conocer de manera completa y consistente el contexto donde se inscribe una determinada institución, se abre toda posibilidad a una forma sutil para consolidar la hegemonía de una cierta racionalidad y enmascarar la efectiva dictadura de los expertos en nuestras sociedades.

Como una muestra apenas tímida del tipo de prácticas que se generan en esta dirección, podríamos citar los análisis de entorno que suelen constituir requisitos sine qua non para dar viabilidad a cualquier tipo de propuesta planteada en nuestro medio y, dada su reciente e improvisada realización, los llamados planes indicativos a la luz de los cuales culmina siendo fundamental ajustar la información disponible a los parámetros formales imaginados por algún grupo de expertos, independientemente de si el tipo de aproximación se corresponde de manera efectiva con las condiciones, las expectativas y los compromisos reales de quienes, en última instancia, serán los encargados de realizar los proyectos. En estas operaciones, irónicamente, termina desdibujándose la especificidad de las organizaciones sociales y culturales, a tal punto que las diferencias acaban siendo eclipsadas por indicadores macroeconómicos o algún otro artificio técnico. ¿Cuáles son, por ejemplo, las razones que justifican la imposición de la planeación estratégica como el único paradigma en el ámbito organizacional?

Las anteriores consideraciones nos ponen de presente que, si bien la labor de contextualización puede resultar necesaria –o por lo menos útil– para llevar a cabo acciones que pretendan transformar los rasgos, valores o prácticas de un determinado conglomerado en un tiempo particular, ella no constituye en sí misma una acción neutra, de una parte desprovista de intenciones y, de otra, conducente a representaciones uniformes e incuestionables de una realidad dada. Por esta razón, la pregunta por el sentido de la contextualización deviene de especial importancia.

¿Por qué resulta imprescindible la labor de contextualización en cualquier vecindad de intercambio simbólico? ¿Qué presupuestos alimentan la necesidad de esta labor? ¿De dónde proviene el imperativo por construir un universo particular en el que un conjunto de acciones, debidamente programadas o no, encuentren sus sentidos? ¿A quién compete y en relación con qué mandatos esta tarea? Estas son algunas de las múltiples maneras de hacer explícita la pregunta por el sentido de la contextualización. Para efectos de nuestras elaboraciones consideremos que la cuestión del sentido remite por lo menos a preguntarnos sobre el qué, el cómo, el para qué y el quién del contextualizar.

¿Qué contextualizar?

Este primer aspecto toca de plano el problema de la concepción de realidad en relación con el cual es posible reconocer como mínimo dos perspectivas: Aquélla que considera la realidad como toda exterioridad dada objetivamente, en todos sus aspectos idéntica a la naturaleza y caracterizada por su independencia de toda conciencia cognoscente. En esta perspectiva, contextualizar no es otra cosa que capturar esa realidad objetiva con lujo de detalles, acción al cabo de la cual todo tipo de intervención estará plenamente determinado y podrá ser controlado en su dinámica sin mayores problemas.

No sobra decir que es ésta la concepción que ha primado históricamente en nuestro medio y la que nos permitiría explicar la renuencia y desinterés de muchos de los consejos académicos y directivos por “pensar. efectivamente su Universidad: Ella como realidad dada no es susceptible de redefinición, no requiere que agreguemos o suprimamos algo de su esencia, nos basta con redisponer sus partes, por demás claramente identificadas, para asegurar una reforma. Apenas comprensible, por tanto, la ausencia de un debate público sobre la pertinencia de la institución universitaria tal y cual ha devenido en nuestro medio, sobre la naturaleza que debería revestirla y sobre la responsabilidad que le compete a los intelectuales en su dinamización o estancamiento.

Para la segunda perspectiva la realidad es una construcción intersubjetiva, caracterizada, por lo tanto, por su permanente mutabilidad histórica, por una naturaleza altamente flexible y por una multiplicidad ontológica. En relación con esta concepción es bueno subrayar que no basta con afirmar el postulado gnoseológico del constructivismo para develar en toda su claridad el problema que subyace a la realidad como una construcción. Desde este punto de vista el argumento no constituye una realidad predada y la tarea de contextualizar no presupone la existencia de un contexto independiente del acto mismo de su construcción. La Universidad que, por ejemplo, entra en crisis en la cultura europea a finales de la década de los sesenta sólo se hace posible como expresión cultural de la racionalidad occidental que precisa de unos espacio-tiempos particulares para consolidar el proyecto emancipador de la modernidad y, en contraposición, para hacer posibles los rituales en los cuales la razón científico-tecnológica se reconoce a sí misma como razón trascendente. Su agotamiento estaba inscrito, en cierta forma, en su propia ansia hegemónica.

¿Cómo contextualizar?

Este segundo aspecto nos remite a considerar el tipo de relaciones que se establecen con el contexto, asumido como dado en un caso o como construcción en el otro. Dentro de las muchas relaciones posibles me voy a permitir destacar las llamadas relaciones de causalidad por cuanto, en términos generales, constituyen un soporte fundamental para el tipo de acciones que configuramos en nuestros contextos.

Recurriendo a una de las metáforas que con cierta insistencia utiliza E. Morin6 para ilustrar las realidades complejas de las que la humanidad se ha provisto en la época contemporánea y entre las cuales las instituciones culturales constituyen apenas un ejemplo, podemos vislumbrar en la universidad una serie de relaciones internas y de conexiones con su entorno que se regulan mediante una imbricada red de causalidades.

Así, concebida la Universidad como una organización, esto es como un todo autoestructurado y autorregulado en una dinámica de relaciones con su vecindad, no basta con presuponer que las leyes o criterios que definen y regulan dichas relaciones se siguen linealmente y según un esquema causa-efecto claramente determinable. Por el contrario, es necesario aceptar la pluricausalidad como un hecho de permanente expresión en tales organizaciones. Pluricausalidad que contempla, cuando menos, los siguientes matices:

  • Causalidad lineal: La cual expresa el esquema clásico de causalidad, a todo efecto le antecede una causa y dada ésta es de esperar la expresión de su efecto necesario. Este esquema ha predominado no sólo en la lectura de nuestra realidad sino en la formulación de acciones prospectivas que, entre otras cosas, han terminado por resolver el problema del contexto en términos de un cierto condicionamiento adaptativo en virtud del cual se acepta religiosamente que estamos determinados por una realidad trascendental; pensemos, nada más, en los usuales análisis de oferta–demanda que en el ámbito universitario se suelen adelantar para justificar determinadas acciones administrativas como la apertura o cierre de programas, o en la ciega lógica del mercado que impone toda clase de decisiones por parte de las instancias pertinentes.
  • Lógica aberrante que ha yuxtapuesto al problema de la calidad académica la formación postgradual por sí misma, inundando la oferta universitaria con todo tipo de programas improvisados; muchos de los cuales, además de no consultar la problemática nacional, en un afán de mercadeo oportunista anteponen el facilismo y la feria de los títulos al rigor investigativo y a la pertinencia socio–cultural de la actividad académica. Nada extraño resultaría, por ejemplo, que al cabo de unos años nuestro país no sólo exhiba –como otro de sus tristes logros– uno de los mayores índices de violencia sexual a la par del mayor número relativo de especialistas en educación sexual en el planeta.

  • Causalidad circular retroactiva: Es indudable que toda instancia cultural, empresa o universidad por ejemplo, necesita ser regulada; en otras palabras, requiere ser dotada de los elementos que le permitan identificar en su interacción con el exterior la forma como sus acciones la afectan. Dicho en otras palabras, debe llevar a cabo los procesos que le resultan inherentes (producción de bienes o servicios) en función de las demandas exteriores, de su fuerza de trabajo y de sus capacidades energéticas internas. Consideraciones alrededor de este tipo de causalidad han sido, por lo general, ajenas a las reflexiones en la mayoría de nuestras instituciones y su ausencia ha contribuido al paulatino aislamiento, rayano en el autismo, que caracteriza las relaciones de buena parte de nuestras universidades con su entorno. Apenas obvio afirmar que este tipo de análisis no puede reducirse ni confundirse con los esquemáticos y, muchas veces, poco fiables estudios financieros y de factibilidad.
  • De otra parte, el desconocimiento de esta relación causal no ha permitido a muchas instituciones reconocer a tiempo la pérdida de relevancia social, con el atenuante de que el desinterés de la Sociedad Civil por las mismas ha sido capitalizado por los enemigos de la diversidad cultural7, para constreñir cada vez más los espacios de democratización del saber que, mal o bien, aún representan muchas universidades.

  • Causalidad recursiva: En este ámbito, los efectos y productos resultan necesarios para el proceso que los genera. En palabras de Morin, “el producto es productor de aquello que lo produce”, en el caso de una institución como la nuestra, ésta deviene como producto de su propia acción, todo cuanto hace la universidad termina configurando a la univerdad que lo hace posible. No basta, por ejemplo, con un espacio de enunciación en una ley para hacer de la Universidad una instancia efectiva de asesoría del Ministerio de Educación Nacional en cuanto tiene que ver con el diseño y socialización de las políticas educativas, ni para asegurar el reconocimiento correspondiente, si no se incide de manera permanente y tangible en este tipo de actividad. De manera análoga, una universidad que no investiga no puede pretender ser aceptada ni reconocerse a sí misma como universidad investigativa, por más que tal epíteto se consigne en algún Acuerdo o Resolución, o se acuñe en el slogan de turno: Una institución se hace investigativa investigando; he aquí, de paso, una –y la misma, causa y efecto– de las grandes deficiencias (y de los grandes retos) de la universidad colombiana.
  • Resulta apenas palmario afirmar que la consideración de estas diferentes expresiones de la causalidad imponen una serie de retos particulares a los procesos de contextualización y llaman la atención sobre la imposibilidad de atrapar el contexto en un ejercicio de descripciones estáticas y asépticas como a las que usualmente nos hemos limitado.

¿Para qué contextualizar?

Esta tercera cuestión se refiere a los propósitos y a las intenciones que alimentan el proceso mismo de la contextualización; en otras palabras al reconocimiento de que la acción contextualizadora no está desprovista de pretensiones particulares; no es un acto neutro sino que se desplaza también en una esfera ideológica y política; por ende, constituye la expresión de unos intereses y contribuye necesariamente al fortalecimiento de unos proyectos sobre otros. Contextualizar es también construir realidades en donde se hacen posibles ciertas formas de hegemonía y se realizan compromisos de poder.

En el caso que nos compete, bien podemos preguntarnos en virtud de cuál finalidad se hace necesario establecer con una claridad meridiana el tipo de espacio–tiempo y de prácticas específicas que pretendemos “reformar”. Unas pocas preguntas para llamar la atención sobre lo peligrosa que puede resultar una contextualización que no hace explícitos los propósitos a los cuales obedece y las intenciones que la animan. Una rápida mirada a nuestro alrededor, una revisión ligeramente crítica de la tradición institucional para reconocer la evidencia de este temor. En definitiva, ¿para qué reformamos?

¿Para seguir siendo lo que somos? ¿Para justificar cuanto hacemos? ¿Para transformar efectivamente y en una dada dirección donde nos encontramos y lo que somos? ¿Para hacer posible la construcción de nuevas realidades, así muchas de ellas difieran de manera sustancial de aquéllas que para algunos resultan más cómodas? O, por el contrario, ¿para generar procesos de uniformalización y homogeneización de los diferentes individuos y actores sociales que confluyen en nuestro entorno como una estrategia para asegurar la consolidación de nuestra hegemonía?

Siempre es bueno resaltar que al tenor de las más nobles “intenciones” se han cometido toda clase de arbitrariedades; que, bajo el estandarte del discurso democrático se ha incurrido en todo tipo de prácticas antidemocráticas, las más usuales de todas, en los últimos tiempos, han resultado ser, sin lugar a dudas, la deslegitimación del disidente vía rumor y verdades a medias, la generalización del “silencio administrativo” como la mejor forma para eludir responsabilidades y la disolución creciente de las instancias de toma de decisión. Siempre es bueno responder a qué intereses y con qué prospectiva nuestras universidades de élite han contribuido a la formación de una clase dirigente y una comunidad intelectual para este país.

¿Quién contextualiza?

Esta última cuestión, nos lleva a considerar la mentalidad que hace posible las tres emergencias anteriores y la suya propia. En esta dirección, a contemplar la conciencia en la que se realiza la realidad, sea esta trivial, simple o compleja, miserable, mezquina o generosa y, por tanto, nos conduce a hacer referencia a la capacidad para realizar esa conciencia. Así, no se puede construir una realidad diferente a la que nuestra conciencia nos permite realizar8.

El problema de la mentalidad que aquí se enuncia toca, por otra parte, con las interacciones sujeto-objeto, subjetividad-contexto, autonomía-heteronomía. Si en nosotros está, por ejemplo, el renunciar a la posibilidad de construir sentido para nuestra institución y esperar que éste se nos imponga desde una racionalidad ajena y circunstancial, no deberíamos esperar una universidad en la que los procesos académicos contribuyan efectivamente a la formación de sujetos autónomos y creativos. Si para nuestra mentalidad, las condiciones del espacio físico resultan esencialmente contingentes no nos debería extrañar una institución hacinada y en proceso de franca tugurización. Si, por otra parte, se juzga accidental el papel problematizador de la cultura y crítico de la sociedad y sus instituciones que podría desempeñar la universidad, no debería sorprender la ausencia total de una concepción sobre las instituciones culturales por parte de la Sociedad Civil, menos todavía esperar una acción consecuente del Estado frente a la generación de proyectos culturales.

De allí que el problema de la mentalidad se revele en la banal afirmación según la cual no podremos construir otra realidad diferente a aquella que nosotros hacemos posible: la realidad que nos construye en nuestro propio empeño por construirla a ella. Aquélla en donde, de una manera tangible, mejor se expresa nuestra intersubjetividad. Que, por demás, sólo nos competa a nosotros la construcción de esa realidad, que cualquier intento por imponer una mirada cuyo único referente sea la exterioridad (sin relación a ese adentro que somos en tanto sujeto social constituido como una red de individualidades diversas y variables) resulte totalmente inoperante; o, a lo sumo, constituya un ejercicio fallido más de aquéllos a los cuales nos han venido acostumbrando expertos y asesores.

Todo lo anterior probablemente no agota las múltiples implicaciones que acompañan la pregunta por el sentido de la contextualización y, en consonancia, apenas si nos permiten abrir el debate en torno a la pertinencia, la necesidad o la urgencia de una reforma. Una reforma que probablemente, no esté exenta de sinsentidos, ambigüedades o contradicciones, pero que habrá de resultar significativa en tanto cada institución se piense desde su individualidad y diferencia, reconociéndose como una en el universo de las demás universidades, con la clara convicción que sólo es posible transformar transformándose. Todo ello, como se entenderá, no equivale a arrasar aquellos proyectos que disientan del nuestro con el único argumento de los absolutos, y mediante el ejercicio pleno de la fuerza.

Al cabo de estas opiniones hemos logrado sugerir un vínculo entre contexto y reforma mucho más complejo y dinámico del que presupone la acción contextualizadora como una fase más, por lo general la inicial, dentro de un modelo metodológico tendiente a asegurar, de manera definida e indefectible la inserción de las instituciones en la sociedad que las hace posibles. Hemos, también, insinuado la importancia de la construcción de contextos en una época signada por la permanente mutabilidad de los procesos de intercambio simbólico y la consecuente ambigüedad en la definición de marcos de referencia. De allí la especial dedicación que demanda a las instituciones universitarias, en proceso de reforma, la definición crítica de sus correspondientes contextos y el establecimiento de múltiples canales de comunicación con las demás instancias culturales.

Finalmente, la oportunidad para llamar la atención, a propósito de las probables soluciones que se alleguen para resolver, en lo que viene, cada una de las situaciones relativas a la universidad y a su función social, sobre los riesgos cada vez más tangibles de diluir los conflictos y solucionar los problemas en el plano de esa versión posmoderna del nominalismo medieval, en virtud de la cual las simples palabras desprovistas de todo contenido y oportunistamente enunciadas terminan por sustituir las acciones.


Citas

1 G. Deleuze, y F. Guattari., ¿Qué es la Filosofía?, Barcelona, Anagrama, 1993.

2 Gregory Bateson, Espíritu y Naturaleza, Buenos Aires, Amorrortu, 1993, pp.231.

3 El Tiempo, Lecturas Dominicales, 6 de julio de 1997, pp.8.

4 Cfr., por ejemplo, Emilio Lledó, “Notas históricas sobre un modelo universitario”, en: F. Alfieri, et. al., Volver a pensar la educación, Vol. I, Madrid, Ediciones Morata, 1995.

5 En esta perspectiva se han venido adelantando una serie de estudios críticos en relación con el papel desempeñado por la universidad colombiana dentro de las dinámicas socioculturales del presente siglo; estudios que, sin razón aparente, no han tenido el eco que merecerían como parte del debate, ni siquiera entre los grupos de intelectuales vinculados a las instituciones en cuestión. A manera de ejemplos de estos trabajos me permito citar: Pedro A. Díaz A, Tras la universidad. “Ley, cartel y cascabel”, Santafé de Bogotá, El Buho, 1996. Rafael Díaz B., La Universidad Distrital. ¿Paradigma de la crisis y disolución de la Universidad Pública?, Santafé de Bogotá, Unidad Editorial Universidad INCCA de Colombia, 1997.

6 Cfr., por ejemplo, E. Morin, Introducción al pensamiento complejo, Barcelona, Gedisa, 1994.

7 La incursión del modelo neoliberal en todos los espacios de la actividad universitaria ilustra muy bien este hecho.

8 Es bueno advertir que esta idea no contempla el mismo sentido que se suele comunicar a expresiones como “todo pueblo tiene el gobierno que se merece”. De hecho, la línea de análisis que aquí se plantea contempla como uno de sus presupuestos una crítica frontal a los distintos tipos de determinismo.