Descentralización y política social en Colombia: la coalición de los objetivos cercenados
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Descentralización y política social en Colombia: la coalición de los objetivos cercenados
Decentralization and social policy in Colombia: the coalition of severed objectives
Descentralização e política social na Colômbia: a coalizão de objetivos cortados
Carlos Moreno Ospina*
* Economista. Asesor externo del proyecto “Transferencias municipales y esfuerzo fiscal en Colombia” del DIUC.
Resumen
Este artículo procura realizar un balance del proceso de la relación entre descentralización y política social en Colombia durante la última década. Balance que se hace básicamente a partir del análisis de las disposiciones adoptadas por el Estado en cuanto a transferencias de recursos hacia las entidades territoriales, en particular hacia los municipios. El texto pretende mostrar cómo, en sus contenidos globales, esa relación se hace más diáfana pero a costa de una reducción sustancial de los objetivos tanto de la descentralización como de la política social.
Introducción
Desde los inicios mismos, a mediados de la anterior década, el proceso de descentralización colombiano fue analizado como una estrategia de readecuación del Estado para impedir y contrarrestar su aguda pérdida de legitimidad, producida por la ineficiencia y la ineficacia para satisfacer las demandas sociales. Ya entonces dichos análisis, así no fuera en forma explícita, establecían una relación entre la descentralización y la política social, entendida esta última en términos amplios, es decir, como la intencionalidad, las decisiones y las acciones estatales dirigidas a garantizar y a mejorar las condiciones de vida de todos los ciudadanos del país, con miras a establecer un ambiente más propicio para su convivencia y su interacción en comunidad.
No otra cosa podía leerse en decisiones adoptadas por el Estado colombiano, con las cuales se buscaba robustecer a los municipios y departamentos del país para que fueran entidades idóneas en una prestación más eficaz y eficiente de los servicios públicos a la ciudadanía (descentralización administrativa); al mismo tiempo, se acercaba la acción estatal a la sociedad mediante mecanismos de participación ciudadana y de elección directa de las autoridades públicas(descentralización política), y se asignaba, mediante transferencias, una proporción considerablemente mayor de recursos públicos a los gobiernos locales (descentralización fiscal).
De manera paulatina, la normatividad que acompaña y reglamenta el proceso de descentralización ha hecho evidente la intencionalidad de la política pública de establecer una relación cada vez más estrecha entre dicho proceso y la ejecución de las diversas acciones de política social, definidas como prioritarias en los sucesivos programas de gobierno. Lo que resulta paradójico es que tal relación no se establece, como cabría esperar, en la legislación relativa a las dimensiones administrativa o política de la descentralización, sino en la normatividad referida a las relaciones fiscales intergubernamentales y en particular a las transferencias.
Las Transferencias a los gobiernos locales en Colombia
La expedición de la Ley 60 del 12 de agosto de 1993, «Por la cual se dictan normas orgánicas sobre la distribución de competencias de conformidad con los artículos 151 y 288 de la Constitución Política y se distribuyen recursos según los artículos 356 y 357 de la Constitución Política y se dictan otras disposiciones», se constituye en un hecho normativo fundamental que clarifica la coincidencia de los propósitos que alumbran al Estado colombiano en cuanto a la ejecución de la política social, y los alcances reales del proceso de descentralización iniciado desde mediados de los años ochenta.
Como se señaló antes, esta coincidencia no representa una gran novedad ya que ella siempre ha estado implícita en la normatividad relativa a las transferencias de recursos desde el nivel central de gobierno hacia los entidades subnacionales, y ha adoptado cambios en consonancia con el proceso de descentralización territorial que se viene adelantando. A partir de 1968, los municipios cuentan con una transferencia automática (no dependiente de las fuerzas políticas) por parte de la nación, que modificó una situación previa en la cual primaban las transferencias discrecionales, lo cual no impide que sigan recibiendo recursos adicionales bajo esta última modalidad.
En el año de 1986, mediante la Ley 12, se estableció un incremento significativo y gradual de la transferencia, que pasaría del 25% del impuesto al valor agregado (IVA) recaudado por la nación, a representar el 50% de dicho recaudo en el año de 1992. Los propósitos del esquema de transferencias establecido en la ley 12 de 1986 eran:
- Elevar la capacidad fiscal de todos los municipios del país, en particular aquellos con población inferior a 100.000 habitantes. La ley planteó un claro efecto redistributivo en favor de los municipios menores al ordenar que la mayor proporción del incremento en la transferencia se dirigiera a este grupo de localidades.
- Aumentar la provisión de bienes y servicios públicos locales, en especial lo relativo a infraestructura física requerida por los municipios. Para este propósito determinó que, a partir del año de 1987, el incremento en los recursos debería destinarse a inversión en un amplio conjunto de sectores determinados de manera explícita en el texto de la Ley. Dentro de estos límites, los municipios podían definir la composición y el monto de las inversiones destinadas a proveer los bienes y servicios cuya responsabilidad recayera en las instancias estatales y que fueran considerados prioritarios para su población.
- Aumentar el esfuerzo fiscal local, para lo cual la Ley determinó que en la fórmula de distribución se considerara un factor de esfuerzo basado en el comportamiento del recaudo del impuesto predial. De este modo se aspiraba a premiar a aquellos municipios cuya tarifa efectiva de recaudo del impuesto predial fuera superior a la tarifa efectiva del conjunto de municipios.
La Ley no contempló criterio alguno de pobreza (u otra variable) como factor a considerar para que la distribución de los recursos entre los municipios respondiera en alguna medida a la diversidad de requerimientos que caracteriza a los municipios colombianos1. La única exigencia establecida fue en términos de racionalización del gasto, al determinar que debería prepararse un plan de inversiones para justificar el uso de los recursos, lo cual se normatizó con el Decreto-Ley 77 de 1987, reglamentario de la Ley 12.
De acuerdo con la clasificación que establece la teoría fiscal basándose en las características de las transferencias, la ordenada por la ley 12 de 1986 era, por tanto, automática, sin contrapartida, basada principalmente en un criterio poblacional para su distribución, y condicionada.
La condicionalidad de la transferencia, que se convierte en la característica fundamental para el tema en discusión, era evidente en el artículo 7 de la Ley, aunque debe señalarse que tal condicionalidad tenía un alcance parcial. Una cuarta parte de la transferencia era de libre asignación entre gastos de funcionamiento y de inversión, y la otra parte de obligatoria destinación a inversión, aunque el municipio bien podía elegir los proyectos y programas en los cuales invertir, dentro del conjunto relativamente amplio de bienes y servicios que la Ley estableció en el artículo citado. Aunque limitado, existía, pues, un margen de elección y de decisión del gobierno local sobre la asignación de los recursos. Estos debían utilizarse guardando la proporción señalada para funcionamiento e inversión, y esta última comprendía la construcción, mantenimiento y dotación de las obras requeridas por las áreas de vías urbanas y rurales, recreación deporte y cultura, salud, educación, protección ambiental e infraestructura urbana, incluyendo en ella los servicios domiciliarios de acueducto, alcantarillado y energía. Dentro de estos marcos, las autoridades municipales de manera autónoma distribuían los recursos de la transferencia, aplicándolos en aquellos proyectos que, a su juicio, consideraban de mayor importancia para satisfacer necesidades de la ciudadanía en su jurisdicción, lo cual, en principio, debía redundar en el mejoramiento de la calidad de vida de la población.
La Constitución de 1991 modificó de manera sustancial algunos aspectos de la transferencia hacia los municipios que un lustro antes se había establecido con la Ley 12. Dispuso que ahora los municipios participaran recientemente en los ingresos corrientes de la nación, modificó los criterios para la distribución hacia los municipios del monto total de la participación incorporando las necesidades básicas insatisfechas (NI) como variable fundamental,y determinó que las autoridades locales deberían demostrar ante las entidades nacionales encargadas de la evaluación de resultados la correcta utilización de los recursos. Comenzando en 1994 con un 14%, la transferencia llegará a representar el 22% de los ingresos corrientes de la nación en el año 2002. La Ley 60 de 1993 reglamentó los criterios de distribución y otorgó un mayor peso a factores de pobreza tanto en términos absolutos como relativos, los cuales determinan el 60% del total de la transferencia, dejando un 22% para el factor poblacional y un 18%, dividido por partes iguales, entre eficiencia administrativa, eficiencia fiscal y progreso en calidad de vida. La nueva fórmula se aplicará plenamente a partir de 1988, por cuanto la Ley fijó un período de transición con el objetivo de garantizar que los municipios continuaran recibiendo, en términos reales, por lo menos el mismo valor que en el año de 1992.
La transferencia a los municipios dispuesta por la Constitución de 1991 y reglamentada por la ley 60 de 1993, aparte de la inclusión de los factores de pobreza (las NI) de los municipios en reemplazo de la población como criterio de distribución, mantiene las mismas características que tenía la Ley 12 de 1986: automática, sin contrapartida y condicionada.
El grado de condicionalidad, sin embargo, es muy superior al que se presentaba con el esquema anterior. Igual que antes, parte de la transferencia es de libre asignación por el municipio para gastos de funcionamiento y la otra parte debe destinarla a inversión dentro de los bienes y servicios determinados por la Ley. No obstante, la parte correspondiente a libre asignación se irá reduciendo gradualmente hasta desaparecer en el año de 1998, salvo las excepciones autorizadas por las Oficinas de Planeación Departamental que se otorgarán únicamente cuando el municipio demuestre que sus recursos propios no alcanzan para cubrir los gastos de funcionamiento. Por el otro, en la parte correspondiente a inversión, la ley introdujo unos porcentajes mínimos para los sectores de educación (30%), salud (25%), agua potable (20%) y recreación y deporte (5%). Sólo el 20% restante es de «libre» inversión para las autoridades dentro de un listado de sectores y funciones definido por la norma.
Es evidente que la ley 60 de 1993 aumentó significativamente el grado de condicionalidad en la utilización de la transferencia. Bajo el esquema anterior, el de la Ley 12, los municipios tenían completa autonomía para determinar la distribución de la totalidad de los recursos de transferencias destinados a inversión, entre los proyectos considerados por él mismo como de mayor prioridad. En la actualidad no poseen sino posibilidades mínimas de decisión al respecto; el 80% de los recursos transferidos para inversión tienen destinación específica. Los recursos para los proyectos priorizados por el municipio sólo se pueden asignar si éstos corresponden a los sectores de educación, salud, agua potable y recreación y deporte. La antigua autonomía sólo es aplicable al 20% restante, con el cual se tendrán que financiar sectores o actividades tan importantes como los recién mencionados para el mejoramiento de la calidad de vida de la mayoría de los municipios y del país y de sus habitantes, como los de vías de comunicación y desarrollo agropecuario.
Así, la evolución de la normatividad relativa a las transferencias intergubernamentales parece ir en contravía (o, por lo menos, hacia la reducción de los alcances) de la descentralización en Colombia, si ésta se entiende como el traspaso de poder - y, por ende, de capacidad de tomar decisiones- hacia los gobiernos locales. Los presupuestos municipales se encuentran prácticamente definidos por los mandatos de la Ley 60. Y si ellos son, como deben ser, la expresión de los planes de desarrollo y éstos, a su vez, de los programas de gobierno, cabe preguntarse sobre qué bases de diferenciación escogerán los colombianos a sus futuros alcaldes cuando todos los eventuales candidatos presentarán casi un mismo programa. O, desde el ámbito de análisis del Derecho Administrativo, indagar si en lo que se encuentra el país es en un proceso de delegación de funciones desde la nación hacia las entidades territoriales y no propiamente en un proceso de descentralización.
Evolución reciente de la politica social colombiana
Durante los últimos años, la política social colombiana viene siendo objeto de una profunda reconceptualización dentro de los procesos de intervención del Estado, que se traduce en un acentuado recorte de sus ámbitos de acción y de aplicación, y que encuentra su expresión más clara en las formulaciones que, con respecto a ella, se consignan en el plan de desarrollo «La Revolución Pacífica » que orientó la administración Gaviria.
Como toda política pública, la política social es el resultado de la aceptación de la existencia de un problema como socialmente relevante, ante el cual el Estado adopta la decisión de enfrentarlo mediante el diseño de estrategias y la asignación de recursos para su superación. El problema que determina la existencia de una política social no es otro que la apreciación de la desigualdad de oportunidades que poseen los diferentes sectores sociales para acceder a los beneficios del desarrollo económico, político y cultural, y los eventuales efectos negativos que tales desigualdades puedan tener sobre el mismo desarrollo o sobre las condiciones de convivencia nacional.
Obviamente existen diversas apreciaciones distintas sobre la magnitud del problema y sobre su importancia frente a otros problemas también considerados relevantes para la sociedad, lo cual genera un conjunto de diferencias y fricciones que se ventilan en la esfera del debate político. La resolución de tales fricciones involucra intereses de los diversos actores e instancias del Estado y de la sociedad, su capacidad de presión política y, por ende, su participación en la toma de decisiones. La historia reciente del país permite ver que el llamado «sector social» de manera persistente pierde terreno en el reparto del gasto público. No sólo debe realizar ingentes esfuerzos para mantener su participación en la programación presupuestal sino que -lo que es más grave- es siempre el sector víctima de reducción de recursos en todos los casos que la política macroeconómica considera necesario establecer restricciones al gasto público.
La artificiosa contradicción que se quiere establecer entre política económica y política social se ha resuelto en favor de la primera de estas dimensiones. La preocupación sobre el control y el ajuste de las variables e indicadores determinantes del comportamiento económico de corto plazo ha ensimismado a tal punto a los actores decisorios de la política estatal, que éstos han relegado al plano de las utopías -utilizado el término en su sentido más peyorativo-los esfuerzos de transformación y mejoramiento de los recursos físicos, técnicos y humanos que requiere un desarrollo económico y social sostenido y sostenible2.
La prevalencia actual de los problemas del corto plazo en la agenda nacional ha permitido la imposición de los criterios tecnocráticos en la programación del presupuesto y su expresión mucho más nítida en la ejecución del mismo.
Con el monopolio en las funciones de dirección de la ejecución presupuestal y de elaboración del Plan Nacional de Desarrollo, el Minhacienda y el DNP configuran una verdadera tenaza que impone los criterios tecnocráticos en la definición de todos los Programas de desarrollo gubernamentales, así como una inclinación relativamente desfavorable hacia aquellos cuyo impacto no es mensurable en el corto plazo, como es el caso de casi todos los programas sociales.
La preocupación efectivista de mostrar resultados que caracteriza la tecnocracia ha conducido a que aquellas acciones que se pueden emprender para atacar las causas de la exagerada desigualdad de oportunidades sean sacrificadas frente a aquellos programas y actividades que, en el corto plazo, permiten transformar algunas de sus manifestaciones más indignantes y que, además, generan menos resistencia de los grupos sociales con mayor poder de presión sobre las decisiones estatales3.
Ello explica la ausencia de explícitos propósitos redistributivos (vía impuestos) y de mejoramiento de las condiciones de empleo dentro de la formulación de la política social y la prevalencia en ella de los programas destinados a satisfacer las necesidades mínimas de los sectores sociales caracterizados por la extrema pobreza. A la vez, el divorcio entre el largo y el corto plazo en el diseño de los programas y proyectos de desarrollo social conduce a la exaltación de la focalización de las acciones como el instrumento idóneo para combatir la pobreza, sin la debida consideración de su necesaria complementariedad con programas que transformen condiciones estructurales de empleo y de ingresos con el fin de garantizar una verdadera eficacia de la política social4.
Existiendo -como existe- la prioridad otorgada por el Estado colombiano al ajuste macroeconómico y al control de la inflación, la toma de decisiones tiende obviamente a favorecer los factores que de manera más directa contribuyen a tal propósito.De manera inevitable, frente a las limitaciones de recursos, las políticas sociales sólo obtienen una atención residual. Esta situación, además, es agravada por el tratamiento sectorial de los problemas sociales (sector educación, sector salud, sector vivienda, sector saneamiento básico, afrontados todos y cada uno mediante estrategias por completo independientes), que se refleja en la consiguiente falta de integralidad de los programas destinados a enfrentarlos5.
Los anteriores criterios economicistas, tecnocráticos y sectorialistas primaron en la formulación del plan de desarrollo del gobierno Gaviria como es explícito cuando expone la orientación de la intervención del Estado, la cual «en vez de una acción universal e indiscriminada en materia económica y social que acreciente su presencia, sea selectivo en el tipo de mercados en que intervenga (centrándose en los bienes públicos y con externalidades); que focalice su acción en las gentes que requieren especial consideración (los más necesitados y de menores recursos); que, finalmente, en lugar de confiar en la financiación automática de sus actos, ignorando sus costos, considere la bondad de los usos alternativos de los recursos públicos y la necesidad de la consistencia macroeconómica para generarlos»6.
Adicionalmente, esta concepción recortada de la política social adquiere expresión normativa. La gran paradoja consiste en que la nueva Carta Política del país a la vez que avanza de manera importante en la ampliación y el reconocimiento de los derechos individuales y sociales, acoge una definición restringida de la política social cuando en su artículo 366 proclama que «El bienestar general y el mejoramiento de la calidad de vida de la población son finalidades sociales del Estado. Será objetivo fundamental de su actividad la solución de las necesidades insatisfechas de salud, de educación, de saneamiento ambiental y de agua potable».
Descentralización y política social: ¿una unión viable?
La Ley 60, en consecuencia, no es más que la expresión constitucional de la política social restringida, sectorizada y focalizada. Esta Ley, a partir de la definición de la estructura de los recursos destinados por la Constitución a las áreas prioritarias de intervención social, se convierte, de hecho, en un instrumento de gran fortaleza en la definición de competencias y, sobre todo, en la restricción de la autonomía de los entes subnacionales en cuanto a sus posibilidades de emprender esquemas coherentes e integrales de definición de las políticas públicas.
Desde el punto de vista de la asignación de recursos, la Ley recoge el propósito de los constituyentes de garantizar, con rango constitucional, una adecuada financiación para la inversión social. Así sea cierto que el criterio adoptado en la Carta se aparte sustancialmente de la ortodoxia constitucionalista, el hecho es que fue la manera encontrada por las fuerzas actuantes en la Asamblea Nacional Constituyente para evitar que la primacía de los factores determinantes de la política macroeconómica siguieran condenando la inversión social a la marginalidad en el Presupuesto General de la Nación.
En esta perspectiva, la Ley 60 se convierte en una decisión sin precedentes dentro de la normatividad colombiana que impide que la priorización del gasto establecida por cualquier tipo de modelo de crecimiento escogido por el gobierno deje a los programas dirigidos al mejoramiento de la calidad de vida en situaciones de estrangulamiento financiero.
Pero, a la vez, la misma norma profundiza la concepción recortada, segmentada y sectorial que ha caracterizado la formulación y ejecución de los programas sociales en el país. Los procedimientos y los requisitos que impone a las entidades territoriales (quienes son las destinatarias de los recursos) para acceder a la financiación establecida, de forma nítida presentan tal inclinación.
En síntesis, tal como se señaló al inicio de este artículo, la Ley 60 de 1993 realiza la imbricación entre el proceso de descentralización y la ejecución de la política social. Desde el punto de vista de la descentralización y la autonomía local es por completo regresiva. Desde el de la política social en general es reduccionista. Su único mérito es el de garantizar y resguardar, de una vez por todas, los recursos para los programas contra la pobreza que en otro evento serían asaltados por aquellos proyectos considerados de importancia para los intereses macroeconómicos del corto plazo.
Pero lo evidente es que la Ley 60 en gran medida va a determinar la evolución de la gestión pública de las localidades, y lo seguirá haciendo hasta tanto éstas, la sociedad en su conjunto y los movimientos políticos no trasciendan los intereses segmentados y corporativos que hasta el momento han caracterizado sus pugnas políticas derivando hacia la falsa dicotomía federalimo-centralismo, para encauzar esfuerzos mancomunados hacia la reconstrucción, desde las entidades territoriales, del Estado unitario que pregona la Constitución Política.
Este gran propósito no es posible sin grados relativos de autonomía. Ella es indispensable para tener algunas posibilidades de éxito, y aún de la tan ansiada eficacia. Porque no debe olvidarse que desde la misma definición de los programas de gobierno, los candidatos a las alcaldías y la ciudadanía tienen un punto de referencia para presentar y elegir estrategias y mecanismos dirigidos a elevar el nivel de la calidad de vida de los habitantes de un municipio. Pero en el nivel local la calidad de vida no es percibida como la sumatoria simple de indicadores que de manera aislada señalen el grado de satisfacción de necesidades de educación, o de salud, o de vivienda y otros. Allí el concepto de calidad de vida adquiere un sentido mucho más integral, directamente relacionado con la vida cotidiana de las personas y de los grupos sociales, de sus posibilidades reales y potenciales de desarrollo e integración personal y comunitaria.
En las localidades, y más aún en el caso de las pequeñas como lo son la mayoría de los municipios colombianos, la usual segmentación de la política pública entre política económica y política social -y de esta última en política de educación, de salud, de vivienda y otras- resulta por completo absurda. La convivencia social sólo es garantizada por la presencia simultánea y complementaria de satisfactores de carácter integral.
El crecimiento económico no tiene sentido si él no se traduce en una reinversión de recursos que mejore las condiciones materiales de existencia y no implica la generación o el mejoramiento de las oportunidades de empleo productivo mediante el cual se atenúen las desigualdades en la distribución del ingreso y en el acceso a bienes y servicios. Así, desde una visión local, su objetivo no puede ser otro que el desarrollo social y no sería concebible, por ejemplo, un programa de gobierno basado en una economía de enclave.
Pero, a la vez, el crecimiento económico no es viable si no se presentan en la localidad las condiciones básicas de convivencia construidas sobre el reconocimiento, y por ende en el respeto, de unas normas que regulen las inter-relaciones individuales y colectivas, es decir, en la existencia de una sociedad constituida sobre la base de una justicia legítima. En el nivel local es identificable de manera más inmediata el proceso de construcción social sobre el cual se erige el concepto de justicia.
A este nivel, entonces, las llamadas política económica y política social se encontrarían estrechamente interrelacionadas y su tratamiento independiente parecería completamente estéril, apareciendo más conveniente el concepto de políticas públicas para el análisis de las relaciones entre el Estado y la sociedad.
Citas
1 Véase, Pilar Gaitán Pavía y Carlos Moreno Ospina, Poder local. Realidad y utopía de la descentralización en Colombia, Bogotá, Instituto de Estudios Políticos-Universidad Nacional-Tercer Mundo Editores, 1992.
2 Un examen acerca de la necesaria complementariedad entre la política económica y la social puede encontrarse en Ana Sojo, «Naturaleza y selectividad de la política social», en Revista de la CEPAL No. 41, 1990.
3 Véase el interesante análisis de Rubén Kaztman y Pascual Gerstenfeld, «Areas duras y áreas blandas en el desarrollo social», en Revista de la CEPAL No. 41, 1990.
4 Véase, Rolando Franco, «Cómo hacer más eficientes las políticas sociales en la década de los noventa», en Política social, desarrollo regional y modernización del Estado. La experiencia latinoamericana y colombiana, Pereira, Corpes de Occidente, 1993.
5 Véase, Bianor Cavalcanti y Armando Santos Moreira da Cunha, «Gestión integrada de programas sociales masivos», Caracas, CLAD, 1992.
6 Presidencia de la República, La revolución pacífica, Bogotá, DNP, 1991.
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- Última actualización en 30 Diciembre 2017