Institute for Contemporary Social Studies – IESCO
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• Retrato de Rebecca Maskos, mujer con discapacidad, 2001, acrílico sobre papel | Pintura y foto: Riva Lehrer. Tomada de: CBC Riva Lehrere
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Jhonatthan Maldonado Ramírez**
El artículo impulsa una crítica anticapacitista a la composición afectiva de la discapacidad en el contexto del neoliberalismo. En este sentido, busca desplazar la narrativa del optimismo cruel e inspiracional que circula en las formas de vida de personas con síndrome de Down, hacia la incipiente reorientación afectiva del fracaso como sensibilidad radical que desenmascara el capitalismo emocional del pensamiento positivo.
Palabras clave: discapacidad, síndrome de Down, crítica antioptimista, racionalidad neoliberal, capacitismo, optimismo cruel.
O artigo impulsa uma crítica anticapacitista à composição afetiva da deficiência no contexto do neoliberalismo. Neste sentido, procura deslocar a narrativa do optimismo cruel e inspiracional que circula nas formas de vida de pessoas com síndrome de Down, para a incipiente reorientação afetiva do fracasso como sensibilidade radical que desmascara o capitalismo emocional do pensamento positivo.
Palavras-chave: deficiência, síndrome de Down, crítica antioptimista, racionalidade, neoliberal, capacitismo, optimismo cruel.
The article promotes an anti-ableist critique of the affective composition of disability in the context of neoliberalism. In this sense, it seeks to shift the narrative of cruel and inspirational optimism circulating in the lifestyles of people with Down syndrome, towards the incipient emotional reorientation of failure as a radical sensitivity that unmasks the emotional capitalism of positive thinking.
Keywords: Disability, Down Syndrome, Anti-Optimistic Criticism, Neoliberal Rationality, Ableism, Cruel Optimism.
*Este artículo se desprende de la investigación “Contra la eroticidad capacitista: un acercamiento cripfeminista a la experiencia de la sexualidad de personas con síndrome de Down”, actualmente en desarrollo como ejercicio académico del Doctorado en Estudios Feministas de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), Unidad Xochimilco.
**Miembro investigador del Grupo de Trabajo sobre Estudios Críticos en Discapacidad del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso), Puebla (México). Estudiante del doctorado en Estudios Feministas de la UAM, Unidad Xochimilco. E-mail: This email address is being protected from spambots. You need JavaScript enabled to view it.
[…] l*s fracasad*s y l*s perdedores, l*s gruñones e irritables quejicas que no quieren “tener un buen día” y que no creen que padecer cáncer les haya hecho mejores personas, la política les ofrece un mejor marco explicativo que la predisposición personal. Para est*s pensador*s negativ*s, hay una serie de claras ventajas en el fracaso. Eximid*s de la obligación de estar siempre sonriendo durante la quimioterapia o la bancarrota, [quien piensa] negativo puede utilizar la experiencia del fracaso para enfrentarse a las graves desigualdades de la vida cotidiana.
Jack Halberstam1
La intención de repensar la discapacidad como una forma de vida siempre dispuesta tocarnos implica una distancia crítica frente a la narrativa de la catástrofe latente, “algún día seremos viejos, tendremos un accidente o una enfermedad”, algo que suele anunciarse como advertencia para que tomes consciencia de que algún día tú puedes ocupar ese lugar de dependencia, deterioro progresivo y deficiencia.
Utilizo la palabra catástrofe intencionalmente para destacar que la racionalidad neoliberal nos hace comprender la discapacidad aprisionada en el entramado semiótico-material de un colapso social que se presenta como acontecimiento individual en tanto patología y desgracia, después de todo, parafraseando a Leonor Silvestri (2017), ¿elegirían ser discas si pudieran hacerlo?
Lo sabemos, es una mala pregunta que nos recuerda las supersticiones del sujeto sano y autosuficiente que decide sobre sí, entonces no es tan mala después de todo, ya que confronta la versión de sí mism* como sujeto capaz de controlarlo todo. Una versión a la que es importante oponerse en aras de evidenciar la ontología individualista y moderna que no admite la dependencia y la relación. Si cuestionamos esa ontología que produce al sujeto capacitado2, quizá logremos desplazar la discapacidad a su dimensión de proximidad, contacto y responsabilidad con l*s otr*s.
Mi modo de interpretar esto es desde una críp-tica afectiva3 en la que discapacidad signifique una forma de vida siempre dispuesta a tocarnos, no como la advertencia de una desgracia o la búsqueda de la empatía inclusiva, sino como una experiencia que, en términos de Eve Kosofsky Sedgwick (2003), nos estaría acariciando, conectando, alcanzando y abrazando a través del carácter relacional e interdependiente de nuestra vulnerabilidad. A mí en lo particular me alcanzó y desarmó hace trece años a través del nacimiento de mi hija quien tenía síndrome de Down.
Aunque también es necesario mostrar que la negligencia estructural traduce la experiencia de la discapacidad en escenas de descarte y abandono4, ya que la temporalidad del neoliberalismo sólo desea cuerpos rentables y empleables, por ende, quienes no pueden competir, quienes no logran ser eficientes y eficaces en su actuar, sistemáticamente se convierten en personas desechables; la situación de estas personas se tiende a pensar como un problema individual y no como consecuencia de la racionalidad neoliberal, algo que inicialmente podría definir la precarización como una condición políticamente inducida a ciertas poblaciones para exponerlas a enfermedades, pobreza, hambre, violencia, abandono y muerte, sin ninguna protección (Butler, 2010; Lorey, 2016).
Se tiende a pensar que la discapacidad es un efecto secundario o la consecuencia de un accidente, del envejecimiento, de una anomalía cromosómica o una enfermedad, “un problema, un defecto o un padecimiento” encontrado en el individuo. No obstante, ¿qué sucede con la toxicidad agroindustrial5, la pobreza, la violencia y la patologización?, ¿en qué momento nos encontramos cuando hablamos de sexualidad, educación, empleo, seguridad social y sostenibilidad?
La discapacidad no es la secuela de esas realidades, sino una singularidad del devenir vulnerable que constantemente tensiona una condición de precariedad que nos constituye dependientes de diferentes apoyos sociales, y una condición de precaridad que a menudo hace que la discapacidad literal sea una sentencia de muerte sostenida6.
Por tales motivos, este texto es un rechazo a las estrategias neoliberales que otorgan privilegios a las soluciones individuales en detrimento de las colectivas, al capitalismo emocional que incentiva una comprensión disolutiva de la desigualdad social (y el sufrimiento que causa) como un asunto heroico del pensamiento positivo7.
En las siguientes líneas esbozo una crítica anticapacitista a la gestión neoliberal de la discapacidad; particularmente, desde una narrativa epistemológica de la localización8, desvelo el optimismo cruel e inspiracional que circula en las formas de vida de personas con síndrome de Down, intentando moverme hacia la propuesta de Jack Halberstam (2018) sobre la potencia del fracaso, para exponer las contradicciones de una sociedad obsesionada con la autosuficiencia competitiva y el éxito voraz.
Es posible incluso que la expresión de malos sentimientos se vuelva habitual en cierto momento o lugar, con el objeto de indicar la pertenencia a una comunidad afectiva. El uso de la queja como un modo de vinculación social sería un claro ejemplo de ello.
Sarah Ahmed
Soy padre de una niña con síndrome de Down9, soy un antropólogo interesando en los estudios críticos de la discapacidad y un activista de closet10 que considera, específicamente, más importante generar prácticas anticapacitistas que alcanzar conciencias “inclusivas”. A partir de esas tres singularidades intento participar en los procesos de articulación. Hablo como padre, antropólogo y activista, estas tres localizaciones mantienen mi subjetividad en una tensión constante y contradictoria.
Recientemente en la academia han dicho que escribo “enojado”, a veces respondo matizando mis afectos y otras tantas simplemente sonriendo; aunque sintiéndolo de nuevo y declarando que sólo podemos pensar aquello que podemos sentir: ¡sí, estoy muy enojado! Permítanme explicarles de dónde viene mi inadecuada competencia emocional para escribir y producir conocimiento “científico”11.
En este momento estudio un doctorado con una beca12 que sobre todo utilizo para costear la educación de mi hija13, a pesar que en el artículo 3 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos se establece que toda persona tiene derecho a recibir educación obligatoria y gratuita (educación básica y media superior)14.
Resulta que a los tres años de Marthié nos acercamos a la escuela pública de educación regular para que ingresara al preescolar; acto seguido, la directora nos hizo saber de la existencia de “escuelas especiales”15 para niñas “especiales” como ella, sin dudar aseveró que en esas fundaciones y asociaciones civiles estaba la atención que necesitaba. Por supuesto, no cuestioné nada16.
Ahora puedo reflexionar que la sociedad de la normalización intenta mantener el mito de una “educación para tod*s”, empero cada sujeto que varía del estándar normativo de funcionalidad tiene su sitio. Es común que algun*s profesionales de psicología, trabajo social y educación recomienden que el aprendizaje, la socialización y el estado de ánimo es mejor en su propio mundo (compuesto por su misma “especie”); quienes estamos (cuidadores, padres, madres, familiares) junto a personas con síndrome de Down pronto nos damos cuenta de que “su mundo” (ya también el nuestro) es un universo muy pequeño motivado por la distinción jerárquica entre la pulcritud del desarrollo intelectual y la deficiencia cognitiva.
• Performance de Mari Katayama, artista japonesa con discapacidad, sentada y rodeada de vestidos brillantes, 2018 | Tomada de: Good Reads
La negación del lugar en la escuela pública orilló la “decisión” de inscribir a Marthié en la escuela especial privada (asociación civil registrada con el nombre papal de Karol Józef Wojtyła), obvio, pagando una colegiatura mensual para que asistiera a clases y socializara con personas “iguales” a ella.
En una ocasión, acudí a una ceremonia donde le harían entrega de un premio a la escuela; el “premio” era un cheque-donación de parte del Supermercado Soriana. Durante el discurso de agradecimiento, la directora repetía una y otra vez la palabra especial, acompañada de angelit*s y bendiciones, apuntando la inmensa fuerza de voluntad que tienen por “salir adelante”. El final del evento llegó cuando la directora de la escuela y el representante de Soriana firmaron un convenio para realizar terapias ocupacionales en la empresa, lo que se convirtió en un semillero de sujetos que no recibían ninguna paga por el trabajo que realizaban en el supermercado, desde el argumento de “estar en capacitación”.
Por otro lado, había visitas de colegios católicos a la escuela especial; eran comunes las caras de desconcierto de much*s estudiantes del colegio católico cuando se les acercaba algún* chic* con Down, hay quienes se esforzaban por conocer y también quien evitaba el contacto. No obstante, lo que me desconcertó totalmente fue una mujer (nunca supe si era maestra, catequista o madre de alguien) que se acercó y dijo: “Te felicito por la hija que tienes, es una guerrera”.
En América Latina los grupos conservadores y las empresas “socialmente responsables” operan, administran y mantienen organizaciones filantrópicas o comunidades dedicadas al “cuidado” de “l*s necesitad*s”-abandonad*s por el bienestar social, quienes les sirven para evadir impuestos17 o ganar votos en las elecciones políticas: aquí no hay caridad, aunque así se contemple, lo que hay es una constante eliminación de servicios sociales básicos.
Tanto en la ceremonia de “premiación” como en las visitas de los colegios católicos nunca se discutió el hecho de la exclusión laboral y educativa, todo se reducía al “acto caritativo” de la empresa y el catolicismo o a las ganas de “salir adelante” de las familias y l*s nin*s con síndrome de Down. Estas dos escenas fueron importantes para que “decidiera” mover (después de seis años) a Marthié de la escuela especial a la escuela regular, admito, dentro de un empecinamiento por el ejercicio de sus derechos18.
La inscribí en una escuela regular “privada” y del mismo modo que en la escuela especial pagué colegiaturas mensuales. Al principio todo marchó bien, la maestra atendía las necesidades particulares de aprendizaje de Marthié y la hacían participar en los festivales de la escuela. Por el contrario, las relaciones con sus compañer*s nunca fueron las mejores; Marthié saludaba y no era correspondida, se acercaba a interactuar y l*s demás se movían de lugar. No sé cómo mi hija lidiaba con eso dentro del aula en el día tras día; esto me hace pensar en mi propia subjetivación con la sensación de riesgo y la necesidad de brindar protección-seguridad, resuelta individualmente.
Luego de dos años en esa escuela, “decidí” incorporarla a la escuela pública apelando al argumento de su derecho a ocupar un lugar dentro de la educación regular y gratuita. De este modo se actualizaron las prácticas de exclusión en nuestra vida. En agosto del 2017 la directora de la primaria comentó que “negarle” el lugar implicaría discriminarla, pero advirtió que no contaba con l*s docentes para atender las necesidades de aprendizaje de Marthié19.
Esto me hace recordar una de las escenas iniciales de la película Buscando a Dory (Stanton y McLane, 2016): Dory (con pérdida de la memoria a corto plazo) y Marlin nadan junto a Nemo (aleta de la suerte) al punto de reunión para asistir a un viaje de estudios; al llegar, Dory expresa la intención de unirse a la clase, enseguida el maestro Raya comenta a Marlin: “Pensé que le habías dicho”. Segundos después, Marlin indica a Dory: “El maestro Raya hoy tiene demasiados peces a quienes vigilar […]. Y el maestro Raya no tiene tiempo para preocuparse por peces que deambulan […] digo, no tiene suficiente ayuda”. Mareas que alcanzan la cotidianidad de personas con discapacidad intelectual y psicosocial en las escuelas públicas.
La escena de Buscando a Dory resuena en mí porque durante el primer día de clases, la maestra responsable de grupo dijo que no podía recibir a Marthié y sin preocupación alguna expresó: “Señor, para niñas como ésta hay escuelas especiales. Aquí tenemos muchos niños, así que no le prestaré atención”. Después de ese comentario, quedé pasmado. No pude reaccionar. El antropólogo y el activista fueron rebasados por la cruda cotidianidad. Sé que eso era discriminación, ubico que el artículo 24 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad20reconoce el derecho a la educación en igualdad de oportunidades, sin embargo, no dije nada. Únicamente se estimularon los recuerdos de la cantidad de veces que la han excluido del espacio escolar desde que tenía la edad de tres años. Sin poder reaccionar, llegué a mi casa y lloré con mi abuela.
¡No es posible que nos siga pasando! Por más artículos académicos leídos, por más revisión de la Convención y por más escritos que hubiera hecho sobre el tema, ese día no pude hacer más. Con esto quiero decir que las tres localizaciones mediante las cuales hablo están en una constante articulación, no sólo en la constitución de mi propia subjetividad, sino también en las relaciones sociales que establezco con mi familia, la academia, el activismo y la sociedad en general.
Actualmente, Marthié asiste a una escuela privada que pone énfasis en la atención de discapacidades intelectuales y psicosociales21. Es la primera vez en mucho tiempo que ella se involucra con sus maestras y compañer*s. Habla de su cotidianidad, de las cosas que hace en el aula con la miss Naye, de las actividades que comparte con Rodrigo y Chuy y de sus clases de danza.
En efecto, continúo pagando una mensualidad y participando en la venta de boletos de las rifas anuales (lo que es obligatorio porque mi hija cuenta con una beca del 15% en la colegiatura total), por el momento, ella está bien. Entiendo que goza de un “bienestar” por el que “pago” y eso es lo que me hace sentir incómodo, inconforme y enojado.
Sé que esa intranquilidad necesita problematizarse en lo personal para desplazarse a lo político, para enfatizar que la desigualdad social a la que están expuestas las personas con discapacidad es un asunto estructural y no de responsabilidad individual; necesitamos desplazarnos hacia experiencias donde la discapacidad no signifique una tragedia, un calvario o algo que “vale la pena”; reconocer que su histórica exclusión está atravesada por una biopolítica que desea cuerpos rentables y autosuficientes.
Las desigualdades sociales y los trabajos precarios son algunos de los factores desencadenantes de los problemas de salud mental, pero en vez de ofrecer servicios sociosanitarios y maximizar los derechos laborales, se intenta convencer de que perder el trabajo es una “gran oportunidad para abrirse nuevos horizontes”.
Clara Valverde
El neoliberalismo es fructífero en la edificación del consentimiento de cara al desarme del Estado de bienestar, es decir, para garantizar la aceptación de la privatización, el extractivismo, la flexibilización laboral, la desregulación financiera y la reducción de protecciones sociales, la racionalidad neoliberal necesita exhibir a las poblaciones precarizadas como culpables y responsables de su propia situación, con el fin de incorporar la competencia y la autogestión como vínculos actitudinales de un pensamiento positivo que impulsa la sentencia: “No seas pesimista, el cambio comienza en ti”.
En este sentido, el “consentimiento” y la “libre elección” son ejes nodales para reducir la desigualdad social a concepciones individualistas que fomentan un capitalismo afectivo dirigido al pensamiento positivo, la responsabilidad individual y los relatos de autorrealización como vías para superar la discriminación y la violencia estructuralmente orquestada.
La multicitada frase “la única discapacidad en la vida es una mala actitud” fue acuñada por el patinador olímpico Scott Hamilton para hacer referencia a su condición de sobreviviente de cáncer, por otro lado, Neil Marcus recuerda que la discapacidad no es una lucha valiente o el coraje ante la adversidad, sino una manera ingeniosa de vivir. Por tanto, parece admisible la comprensión de la discapacidad desde una serie de actitudes negativas o positivas hacia la vida, cuando se restringe a la experiencia de la tragedia íntima o la fortuna individual.
No obstante, Stella Young (2014) va más allá y advierte que la discapacidad ocupa un lugar clave en la sociedad para orientar escenas de inspiración en favor de las personas “sin” discapacidad, así se convierte en excusa para promover parámetros de superación, reto y optimización: “A pesar de su discapacidad encontró un trabajo y tú que estás bien te quejas de la falta de oportunidades”.
• Viktoria Modesta, modelo con pierna de prótesis "bionic pop star", 2014 | Foto: Nick Knight. Tomada de: Imgur.com
Clara Valverde (2015) indica que hay que cuidarse del pensamiento positivo, ya que quienes lo predican suelen desplegar una ética empresarial que exhorta a toda persona a hacerse cargo de su vida sin depender de ninguna institución ni de nadie más, exponiendo aún más a ciertas poblaciones a la pobreza y socavando derechos referentes a la salud, el trabajo, la vivienda y la educación pública.
Se tropieza con un gran problema si admitimos que la desigualdad y la exclusión de las personas con discapacidad se debe únicamente a las “malas actitudes” de quienes no se encuentran en la misma situación, pues se crea la ilusión de que será suficiente con un cambio actitudinal afirmativo para lograr una sociedad “inclusiva”.
El capacitismo excede el hecho de la “actitud personal”, situándose en una combinación de ideas, prácticas, instituciones y relaciones sociales que postulan la materialidad de ciertos cuerpos en términos de deficiencias e inadecuaciones, privilegiando el cuerpo íntegramente productivo como modelo y requisito necesario para el progreso de la sociedad, no sólo en términos de meritocracia, sino también de somatocracia neoliberal.
• Al fondo, dibujo de dorso desnudo femenino; al frente, hombre semidesnudo sin brazos sentado sobre parte del lienzo, Lorenza Böttner, fotografía, c.a. 1982 | Tomada de: Domestika.com
Por esto, antes que aceptar un modelo social que entiende la discapacidad como discriminación sobre la base de una deficiencia dada previamente, sigo la propuesta de la teoría crip que sostiene que la “discapacidad” se entiende parcialmente como un efecto de la historia del capacitismo22, que sus fronteras y significaciones se producen corporalmente a lo largo del tiempo, no sólo al servicio de éste, sino también de la integridad corporal obligatoria.
La integridad corporal obligatoria (McRuer, 2006; Moscoso, 2009) es un régimen biopolítico del orden, el autocontrol y la compostura; de la eficacia y la eficiencia; de la regeneración, la funcionalidad y la rectitud; es un dispositivo de poder que conduce a un ideal del humano viable, estándar y deseable, donde el proceso de distinción y jerarquización entre capacidad/discapacidad da materialidad a sujetos que devienen de una construcción histórica, política, económica y cultural comprometida con la normalización de conductas, movimientos, gestos, estilizaciones, pensamientos y relacionamientos.
La integridad corporal obligatoria produce la discapacidad en términos de falta, degeneración, deficiencia y tragedia, la vuelve foco de acusaciones, injurias y rehabilitaciones, creando la expectativa del cuerpo íntegramente productivo –bello, sano, completo y funcional– como la figura válida y el capital deseable, dentro de un conjunto de decisiones económicas y políticas interesadas en ostentar los criterios de autosuficiencia, competencia, rendimiento y optimización como horizontes de sentido de la cultura capacitista.
De esta manera, postulo que una crítica anticapacitista (críp-tica) requiere desmontar el horizonte de sentido históricamente designado con el que una determinada sociedad dispone para evaluar-tratar-nombrar la “discapacidad”, desde una supuesta inferioridad de atributos físicos, mentales y emocionales que justifican su exclusión estructural –inclusive, su exterminio–.
¿Cómo explicar el surgimiento de una narrativa de identidad que impulsa, ahora más que nunca, un ethos de autoayuda, pero que, paradójicamente, es también una narrativa de sufrimiento?
Nuestras potencias de relacionamiento y afectación siguen limitadas a un conjunto de posibilidades normativas (como la integridad corporal obligatoria)23 que traducen ciertas experiencias (como la discapacidad) en obstáculos, dificultades y sufrimientos por superar-vencer.
En este sentido, quienes vivimos los “padecimientos” somos también responsables de imponernos a la propia adversidad, así no sólo dignificamos nuestras formas de vivir (eso quieren hacernos creer), sino también favorecemos las narrativas optimistas de la fuerza de voluntad que necesita la racionalidad neoliberal para fomentar la estructuración de la desigualdad social24.
Yo soy padre de una persona con síndrome de Down y a través de esa experiencia quisiera denunciar el optimismo cruel que convierte a ciertas personas con discapacidad en estímulos inspiracionales. En particular, la diagnosis socioclínica y capacitista del síndrome de Down de algún modo designa a una persona en un sentido estático, como si sus “posibilidades” estuvieran ya descifradas y anticipadas, pero si alguien sobresale, termina la secundaria, ingresa a un trabajo, gana una medalla de oro o escribe un libro25, intentan describirla como estímulo de inspiración: testimonios vivientes de que no existe obstáculo alguno para terminar la escuela, encontrar un trabajo o alcanzar el ascenso social.
El estímulo inspiracional enseña a focalizar nuestra atención en el sujeto en tanto individuo, desde esta perspectiva es importante exhibirle en “desventaja” y cómo logró moverse por méritos propios a un lugar de bienestar; el peligro de estos estímulos reside en lo que grotescamente exhiben, pero aún más en lo que ocultan, pues hacen que la existencia de la desigualdad social se mude hacia un problema de actitudes negativas: no hay pobreza, negligencia, violencia, discriminación ni tampoco opresión, sólo apatía, pereza, vagancia y holgazanería.
Gracias a la invitación de la colectiva Queerpoéticas, en junio del 2018, compartí un curso sobre teoría crip y combinatoria straight en Guatemala, mayoritariamente asistieron al evento personas vinculadas con el movimiento LGBT y los feminismos, aunque también docentes de educación especial y una persona con discapacidad visual. Dentro de mi exposición presenté a la guatemalteca Isabella Springmühl como figura inspiracional26; Isabella tiene síndrome de Down y se ha hecho famosa por su marca de ropa Down to Xjabelle, ella hace blusas, faldas, huipiles, cinturones y chalecos con tejidos y diseños mayas. Fue la primera persona con síndrome de Down en presentar su línea de ropa “inclusiva” en el London Fashion Week en el 2016.
Después pregunté si no les hacía ruido que en ese mismo año las mujeres mayas tejedoras denunciaran a la modelo guatemalteca Alida Boer por apropiarse y registrar los diseños mayas en su línea de bolsos Maria’s Bags (que pueden llegar a valer hasta 6.000 dólares), pero no dijeran nada de Isabella. Una compañera feminista que conoce el movimiento maya de mujeres tejedoras explicó que no sabían cómo denunciarla sin que eso se interpretara como discriminación. Si me lo preguntan, creo que la discriminaron al no denunciarla27.
Por eso es imprescindible, escribe Aura Cumes (2012), entender cómo las formas de dominación interactúan, se fusionan y crean interdependencias. Isabella no es indígena y forma parte de una de las familias más ricas de Guatemala, así que las posibilidades de una persona con síndrome de Down van más allá del cromosoma extra, es importante comprender cómo la condición del síndrome de Down se relaciona con la clase social, el origen étnico, el género y la edad, lo que genera ciertas oportunidades en una persona concreta28.
Si bien mucha gente invierte bastante tiempo y energía positiva para extirpar las creencias del retraso en la vida de sus hij*s, es un hecho que también se esmeran para que lleguen a ser excepcionales y en varias ocasiones fracasan, ya sea en la aspiración para que se conviertan en Pablo Pineda29 o Madeline Stuart30; esto da paso a lo que Laurent Berlant (2011) denomina optimismo cruel, esa vinculación afectiva consistente en rendirse ante el objeto del deseo, al cúmulo de promesas que anhelamos que sucedan y cuya búsqueda se descubre ya sea como imposible o demasiado dañina para nuestro bienestar.
De este modo, retomo a Chelsea Werner, una gimnasta con síndrome de Down de California en Estados Unidos, que se incorporó en el 2018 a la industria del modelaje mediante la agencia We Speak. El titular que circula en redes sociales muestra una fotografía del rostro estilizado de Chelsea y suscribe: “Una campeona de gimnasia con síndrome de Down se convierte en modelo y rompe todos los estereotipos”; en la nota se relata lo siguiente: “Son tan capaces como cualquier otra persona de hacer lo que quieran. Chelsea les ha mostrado el camino para vencer su desorden y elevarse por encima de él” (Nation Share The Good News, 2019)31.
• Bel Oven, mujer de baja estatura que trabaja en la industria de la moda, 2015 | Foto: Džejk Kivanc. Tomada de: Vice
Se coloca a Chelsea como la excepción que logra satisfacer sus propias necesidades y atender sus ambiciones en el momento en que emula la apariencia deseable y normativa (a la que también están expuestas las mujeres “sin” discapacidad), todo esto desde una concepción del sujeto abstracto en tanto se define exclusivamente a partir y en contra del síndrome de Down: “[…] creer que el éxito depende de la actitud personal es mucho más preferible […] que reconocer que su éxito es el resultado de desigualdades basadas en la raza, la clase y el género” (Halberstam, 2018: 15).
La aporía neoliberal promueve el reconocimiento de la diversidad a la vez que los modelos de belleza se vuelven más estrictos: la blancura de la piel, la delgadez, la estilización en los rasgos del rostro, el cabello rubio y, sobre todo, la apariencia juvenil. Así, la discapacidad se privilegia como sitio de inclusión, aunque las formas de incluir también sean las promesas de su exterminio.
Desear la discapacidad es un anatema32 en una cultura que promueve prácticas, metáforas y narrativas encaminadas a vivirla como sufrimiento y padecimiento, por ende, es nuestra responsabilidad abrir múltiples oportunidades para interrogar las expectativas hegemónicas que fabrican la falsa idea de que los cuerpos sin discapacidad son de alguna manera perfectos, sanos y radicalmente autosuficientes o, quizá, precisamente, más válidos y, por tanto, más importantes para la sociedad.
Nuestras experiencias como familiares de personas con síndrome de Down usualmente se describen a través del duelo, la tragedia, el menosprecio y la vergüenza. Vivimos en una sociedad que enseña a entristecerse por la discapacidad, paradójicamente, se educa para sentir lástima y, al mismo tiempo, para hacer filantropía.
La primera modista, el primer universitario, la primera modelo, el primer empresario, la primera gimnasta, el primer músico, la primera chef o el primer matrimonio con síndrome de Down, un conjunto de primeras veces que están restringidas por la normalización, la convencionalidad y las expectativas que fertilizan la promesa consensuada de la “inclusión”, siempre y cuando se acompañe de autoayuda; esas primeras veces son la evidencia de una sociedad inclusiva: la sociedad del “¡si ell*s pueden, ¿por qué tú no?!”.
Los estímulos inspiracionales son parte crucial del pensamiento positivo, puesto que van acorde con la promoción de un nuevo espíritu de empresa sostenido por una mentalidad ganadora, entusiasta, voluntarista, narcisista y resiliente, donde el éxito es un efecto de la iniciativa individualizada y privatizada; sea por absorción o por dominación, quienes se adaptan eficazmente a esa realidad son distinguidos como personas “sanas, normales y triunfales”, individuos que adquieren una hiperbólica atención debido a sus esfuerzos por salir adelante.
Entonces, lo que resulta cruel (trágico o inconveniente) es el desgaste de la propia prosperidad y el sometimiento singular de las personas con síndrome de Down, dentro de sus propios contextos y posibilidades, por una serie de expectativas (obligatorias) que quizá nunca lleguen a pasarnos, ¿qué pasa con el registro de las formas de vida de personas con síndrome de Down que no llegan a ser inspiracionales, sino decepcionantes y ordinarias?
El neoliberalismo es una forma de gobierno que requiere vincular el pensamiento positivo con un estado mental saludable, de esta forma logra una concepción patológica de la desobediencia. Es decir, si el pensamiento positivo significa el conjunto de actos por los cuales nos hacemos gobernables en relación con la racionalidad neoliberal, entonces, la insurrección contra esas formas de gobierno y subjetivación nos convierte en sujetos con posibles trastornos del comportamiento.
Por tales motivos, según el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5) (APA, 2014), el trastorno negativista desafiante (TND)33 es un patrón de enfado e irritabilidad que nos conduce a la pérdida de la calma y al resentimiento, así como a discusiones y actitudes desafiantes, además de que se rechaza satisfacer a las figuras de autoridad (culpar a los demás por sus errores o su mal comportamiento), en este sentido, el TND impulsa una concepción patológica del yo que necesita corrección y transformación terapéutica orientada a la competencia de las emociones positivas (¡si quieres, puedes!)34.
• Mujer acostada de lado sobre el piso en el escenario. Lisa Bufano, artista de performance estadounidense en la obra “Open Mouths”, 2007 | Tomado de: WBUR
La pregunta es ¿cómo no ser gobernad* de esa forma, en nombre de esos principios, en vista de tales objetivos y por medio de dichos procedimientos, no de esa forma, no para eso? (Foucault, 1995); resulta necesario escribir sintiendo, y sabernos vulnerables pues no siempre podemos –o queremos–, así que antes de narrarme desde la estimulación inspiracional del padre feliz y excepcional que habla de su hija especial y extraordinaria, prefiero asumir el trastorno negativista en virtud de un posicionamiento crip: fracasar, no llegar a ser, enojarse y poner mala cara frente a una forma específica de gobierno que nos necesita funcionales, distantes, felices y obedientes.
La retórica de la inclusión en tiempos neoliberales está atravesada por la lógica de la reconquista y la reestructuración de cierto régimen de representación; el 23 de julio del 2018 la escuela Villas Juan Pablo AC, en la ciudad de Puebla, dedicada a la educación de personas con síndrome de Down, publicó en su página de Facebook una imagen con la etiqueta: “¡Felicidades Lulú por cumplir un año en tu trabajo!”.
La imagen presenta a Lulú (estudiante con síndrome de Down) posando con el mandil de la cafetería La Baguette du Four y debajo un eslogan que dice: “Tan buenos como el pan”. Aquí la injuria capacitista del Down inocente y amoroso, también sirve como marketing inclusivo. Asimismo, recupero la misión y la visión del proyecto de emprendimiento TQM Creativo Medellín:
Nuestra misión
TQM Creativo, [sic] suministra productos elaborados por personas muy especiales, amigables con el medio ambiente. Con nuestra labor buscamos que estas personas a través de su trabajo se sientan útiles para sus familias y la sociedad, colaborando en alcanzar un mundo más equitativo, incluyente y justo para todos.
Nuestra visión
En el 2019 ser reconocida como uno de los principales proyectos [sic] de emprendimiento social en el ámbito regional a través del apoyo constante de instituciones, empresas y clientes con alta sensibilidad hacia las personas en situación de discapacidad. (TQM Creativo, s/f: s/p)
El problema de la exclusión parece solucionarse mediante el trabajo, de ahí que los dos ejemplos refieran al modelo empresarial e inspiracional diseñado para las personas con discapacidad, así que si eres Down no sólo eres “bueno como el pan”, sino también producto de la ecología inclusiva, aquella que hace uso de la triple “R”: reducir, reciclar y reutilizar a esos sujetos constituidos como desechos en la gestión neoliberal de los cuerpos.
La demanda es por el derribamiento del binario jerarquizado capacidad/discapacidad sin caer en aseveraciones como “tod*s somos discas de una u otra manera”, pues aunque nuestro proyecto ético, somático y político sea por un futuro accesible en común, debemos reconocer que los privilegios de la integridad corporal obligatoria (como los de la heteronormatividad, el patriarcado o el colonialismo) no desaparecen mágicamente sólo por ser rechazados, aparentemente, de forma individual y voluntaria.
Un posicionamiento críticamente discapaz necesita cuestionar las condiciones materiales diarias: desempleo, pobreza y segregación. Insisto en que la discapacidad no es falla, disfunción, pérdida o sufrimiento, sino un proceso biopolítico donde las variaciones corporales se postulan benignas en la medida en que el capacitismo llega a ser un engranaje nodal de la racionalidad neoliberal.
Por tanto, es fundamental experimentar una política afectiva de articulación, ya que la discapacidad se ha empapado de vergüenza, vestido en silencio y enraizado en el aislamiento. En otras palabras, menciono esto no porque esté ausente en la actualidad, sino porque está en resonancia con la imposibilidad de críticas anticapacitistas sin complicidades antiheterosexistas, antirracistas y anticapitalistas.
Admito que las figuraciones (no esencias) de la discapacidad son mayoritariamente ficciones de la desigualdad, la vergüenza y la frustración; debo aceptar que en varias ocasiones he sentido eso en la vida compartida con mi hija, por eso considero que habrá que inventar otras narrativas, relatos y figuraciones a distancia y en contra de esa realidad atosigada por las historias de tragedia, salvación y superación personal.
Dadas las circunstancias y lisiando la propuesta de Jack Halberstam (2018), en una sociedad donde el éxito y el ascenso social se logran a través de la competencia, la meritocracia y el emprendimiento, la discapacidad será relegada al fracaso, siempre que no cumpla con la función de ponerle cuerpo a los relatos de superación y autorrealización que designa la cultura capacitista mediante su filantropía terapéutica.
De alguna manera, ese “fracaso” debe ser clave para la crítica anticapacitista y el posicionamiento crip, es decir, comprometerse con el fracaso como una forma de vida deseable: donde nuestras historias, singularidades y potencias no sirvan para curar a nadie, a ninguna persona, a ninguna familia “especial” ni a ninguna empresa “socialmente responsable”. Finalmente, no nos vamos a disculpar por ser discas (siempre posibles y en potencia) en una sociedad que exige habilidades para competir con l*s demás.
No hay final feliz. Asumamos el fracaso como la posibilidad creativa y cooperativa de estar en el mundo. No olvidemos que “el fracaso ama la compañía” (Halberstam, 2018: 131). ¡Contagiemos las ganas de fracasar y vivir en el intento!
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