Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
Correo electrónico: nomadas@ucentral.edu.co
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Ha sido interés de IESCO, además de presentar debates en torno a la generación de conocimiento en temas prioritarios en Ciencias Sociales, consolidar un proyecto donde la investigación en sí misma sea objeto permanente de discusión. En tal sentido y continuando con la reflexión que ya otras NÓMADAS han planteado en torno a la producción de conocimiento, presentamos este número titulado La práctica de la investigación: poder, ética y multiplicidad, que propone como punto de discusión el hacer mismo de la investigación, en donde el propio sujeto que investiga se pone en escena no solo como sujeto de pensamiento sino como sujeto de la acción de conocer y de narración.
Entendemos la práctica investigativa como un "saber hacer" que se construye no solo a partir de un bagaje teórico, conceptual y metodológico, sino por el hacer mismo cotidiano de la investigación, que coloca al investigador frente a actores heterogéneos, condiciones de producción diversas, escenarios de poder complejos y retos diferentes. "Saber hacer" que suele quedarse en el investigador como un cúmulo de experiencias imposibles de atrapar, porque la dinámica propia de investigación así como las exigencias de la institucionalidad del investigador(a) no dan tiempo para detenerse a pensar (mucho menos para investigar) sobre lo que se hace, se dice que se hace o se sabe que se hace. De esta manera ese "saber hacer" se convierte en una especie de patrimonio personal cuya mirada reflexiva termina siendo un ejercicio solitario del investigador para aprender sobre lo aprendido o para profundizar en un tema específico.
En tal sentido, la invitación de esta NÓMADAS fue a que el investigador se asumiera narrador y protagonista de la experiencia de investigación, ya porque desde una temática específica se ha hecho la pregunta por el hacer investigativo o ya porque su tema de estudio ha sido el proceso mismo de investigar.
Así, en el primer eje titulado Ética y política en las prácticas de investigación, se agrupan los artículos que de manera explícita abordan como centro de reflexión las posturas del investigador frente a los hechos que estudia. En este grupo de artículos los investigadores explicitan los lugares ético/políticos de donde parte la acción académica y la manera como dichas posicionalidades se van alimentando del proceso de investigación; al tiempo dejan ver los efectos políticos que se derivan de estas posturas, los cuestionamientos y conflictos que causan en los investigadores y en los colectivos y, las maneras como se asumen tales consecuencias.
Los tres primeros artículos colocan en un primer plano el trasegar del investigador y sus afectaciones con las realidades en las que se sumerge; así no solo se registran acontecimientos sino que se narran las maneras como el investigador se involucra con personajes, situaciones, hechos y circunstancias que le permiten hacer una comprensión de lo que estudia pero también otorgar unos sentidos específicos que están atravesados por sus propias experiencias vitales, que ineludiblemente lo llevan a una posicionalidad abierta y deliberada de su lugar ético y político, muchas veces acompañada de una gestión que lo confronta con las tensiones de poder propias de la producción de conocimiento o de los contextos en que éste se desarrolla.
Los dos artículos finales de este eje, ponen al descubierto esas relaciones de saber/poder que definen condiciones específicas para la producción de conocimiento. La virtud de estos dos artículos está, además de los hallazgos que presentan, en el acercamiento juicioso al corazón mismo de los investigadores, de sus ambientes laborales, de las presiones institucionales y de las políticas globales que condicionan no solo los temas a trabajar, las maneras y perspectivas con las que lo hacen sino las relaciones con sus pares y con los que están en procesos de formación. En este escenario se hace visible la difícil situación del académico quien encuentra obstáculos para hacer explícitos los lugares desde donde habla, asumir posturas críticas tanto a los gobiernos como a los organismos financiadores o hacer apuestas epistemológicas o metodológicas diferentes, ya que todas estas condiciones ponen en riesgo su estatus, su condición de investigador y hasta su subsistencia académica y personal.
Vale la pena resaltar que un elemento importante en estos artículos lo ocupa el lenguaje como un lugar legítimo de la narración y de la comunicabilidad del conocimiento que con todas sus metáforas y sus vueltas expresan las intenciones, los conceptos, las metodologías y los sentimientos entre quienes participan en la investigación. El lenguaje como un instrumento ético –político de los investigadores en tanto posibilita la visibilidad de los involucrados en los procesos de investigación pero que también tiene sus límites y trampas. En este sentido, rondan inquietudes en torno a quién o quienes hablan, quién o quiénes dicen la verdad, cómo se cuenta o traduce la realidad y si es posible contar lo que ya no se deja narrar.
El segundo eje al que denominamos Prácticas y compromisos de investigación: la demanda por lo múltiple, indaga por con quién hacemos lo que hacemos –tanto en términos teóricos como prácticos– desde el encuentro y la producción en sentido "múltiple"; término que aquí usamos para referirnos a lo interdisciplinario, lo transdisciplinar, lo adisciplinar, y lo contradisciplinar. Nociones que ya no sólo son entendidas como posibilidad, sino como demanda política.
Los artículos de este eje tienen en común la inquietud por las relaciones entre quienes participan en la investigación y los retos que tales relaciones plantean para producir conocimiento. Un primer aspecto tiene que ver con el reconocimiento de los contextos en los que se desarrolla la investigación lo cual obliga al investigador no solo a aclarar su posicionalidad en el proceso sino a desarrollar estrategias para que su saber dialogue y sirva a los grupos sociales e incluso a otras disciplinas. Tiene que ver también con los impactos inesperados de los resultados de la investigación en los grupos sociales, en agremiaciones o instituciones políticas, los cuales pueden ser incluso contrarios a los principios y objetivos de la investigación y que ponen en juego tanto el profesionalismo del investigador como sus compromisos éticos y sus afectos.
Un segundo aspecto tiene que ver con el reconocimiento real de los otros sujetos con quienes se comparte la experiencia de investigar. Investigar con el otro y no sobre el otro es quizá uno de los retos y de las inquietudes que alimentan estos artículos. Así, se reconoce que la capacidad de producir saber no es propia de los académicos y frecuentemente se encuentra instalada en las comunidades y en las organizaciones sociales quienes también viven procesos de reflexividad que les permite hacer los tránsitos y rupturas entre institucionalizarse, dejarse cooptar, aprovechar las oportunidades, hacer resistencias o plantear alternativas a las nociones de desarrollo, de apropiación del territorio, de producción de saber, etc.
Un tercer aspecto que emerge en los artículos de este eje tiene que ver con las nuevas formas de producir saber, la necesidad de arriesgar nuevos instrumentos, combinar marcos teóricos, construir maneras particulares de interpretación y de análisis. En este contexto aparece nuevamente el lenguaje como instrumento ético/estético/político de la investigación, solo que ya no se ocupa únicamente del lenguaje escrito sino que procura nuevas apuestas comunicativas en donde el performance, el arte, la fotografía y los medios audiovisuales se tornan relevantes no solo como puntos de partida para facilitar la expresión o como producto final que da cuenta de un proceso sino como marcos teóricos, epistemológicos y metodológicos que en sí mismos proponen lógicas para pensar, para indagar y para comunicar, dando lugar al acercamiento de narraciones varias, afectaciones distintas y voces diversas.
El espíritu de esta edición se traslada también a los artículos que publicamos desde las otras secciones. Así, los Nuevos Nómadas apuestan por discutir conceptos que parecen obvios o suficientemente trabajados cuando se aborda el tema de juventud pero que en estos artículos se evidencia la necesidad de volverse a preguntar desde otras perspectivas o desde otras afectaciones.
El invitado a procesos de creación es un personaje que desde las ciencias sociales ha actuado asumiendo riesgos por sus posturas y buscando, no siempre como protagonista, no siempre con reconocimiento social, hacer la diferencia y transformar desde sus actuaciones políticas, académicas y sociales. Finalmente, las reflexiones desde la Universidad, inician con unas reseñas póstumas de dos Científicos sociales: Roberto Pineda y Orlando Fals Borda, cuya búsqueda constante por el debate, por nuevas maneras de hacer y por formas novedosas de pensar la realidad, se constituyeron sin lugar a dudas en precursores de muchas de las reflexiones que están planteadas en esta NÓMADAS.
Finalmente, las investigaciones que desde la física y la ingeniería se describen, demuestran un compromiso importante y una preocupación por acercar estas disciplinas a procesos como la educación tanto básica como universitaria y sus posibilidades de conectarse con realidades concretas.
Agradecemos a los articulistas de esta NÓMADAS quienes aceptaron el reto de dejarse ver, de narrarse en primera persona o, en todo caso de poner en primer plano sus experiencias más vitales en torno a la investigación. Con ellos queremos dejar abierta la invitación para abrir esa caja negra en la que se ha convertido nuestras prácticas investigativas y proponer más puentes y lugares de encuentro en donde no solo hablemos de los resultados y avances de los proyectos sino en donde compartamos y discutamos cómo nos enfrentamos a la investigación desde nuestras preguntas, miedos, vacíos, perspectivas, éticas, riesgos, afectos: desde nuestras prácticas de investigación.
Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos
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Alejandro Castillejo-Cuéllar*
* PhD en Antropología de la New Scholl for Social Sciences, New York. Profesor visitante de Zayed University, Dubai (Emiratos Árabes). Profesor Asociado de la Universidad de los Andes, Bogotá (Colombia). Coordinador del Comite Internacional de Estudios sobre Violencia, Subjetividad y Cultura. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
En este texto se presenta una experiencia de investigación originada en el trabajo con el Centro de Acción Directa para la Paz y la Memoria y el Instituto para la Justicia y la Reconciliación, ambos en Sudáfrica, mediante una serie de viñetas etnográficas que permiten adentrarse en la manera como un antiguo excombatiente del Congreso Nacional Africano, en Sudáfrica, reconstituye el sentido del mundo mediante su articulación en el lenguaje. La pregunta que se plantea es por el espacio que se constituye en esta configuración y los problemas que emergen para el investigador en el intento de entenderlo.
Palabras clave: recorridos etnográficos, palabra y escritura, espacio-apartheid, memoria, transiciones políticas.
Neste texto apresenta-se uma experiência de pesquisa originada no trabalho feito pelo Centro de Ação Direta para a Paz e a Memória e pelo Instituto para a Justiça e a Reconciliação, ambos na África do Sul, mediante una série de vinhetas etnográficas que permitem entrar mais a fundo na maneira como um antigo ex-combatente do Congresso Nacional Africano, na África do Sul, reconstitui o sentido do mundo mediante sua articulação na linguagem. A pergunta que se da é pelo espaço que se constitui nesta configuração e os problemas que emergem para o pesquisador o intento de entendê-lo.
Palavras-chaves: percursos etmográficos, palavra e escritura, espaço-apartheid, memória, transições políticas.
This text is about a research experience based on the work with the Direct Action Centre for Peace and Memory and the Institute for Justice and Reconciliation, placed in South Africa. Through a series of ethnographic vignettes one can learn the way in which a former African National Congress combatant gives meaning of the world, through language articulation. The question unfolds on the space constituted in this configuration and the problems the researcher faces when trying to understand it.
Keywords: ethnographic journeys, word and writing, space-apartheid, memory, political transitions.
"Mami, ¿y es que acaso ese señor [Pol Pot] no tenía mamá?"
Prisión "Toul Sleng" o "S-21", Phnom Penh, Cambodia, julio del 2008.
A mi Hija Sarah
La palabra "catástrofe" habita simultáneamente un doble lugar. Por un lado, nos habla de eventos o instancias, no siempre repentinas, de destrucción masiva, cósmica, que hunden a la persona en la oscuridad existencial y metafísica. Sin embargo, en la antigüedad clásica, catástrofe era también la parte final de la tragedia, su epílogo, para ser más preciso. La música de la época, por otro lado, nos da una clave adicional, aunque en otro sentido: catástrofe era entendida como "el retorno al punto de descanso y equilibrio axial de la cuerda de una lira luego de haber cesado de vibrar" (Comotti, 2006; Martin, 1953; Paniagua, 1979). La palabra no hacía referencia, pues, a la caída del ser humano en la oscuridad metafísica o existencial (que tantos pensadores tratarían de explicar en sus teodiceas seculares), sino lo contrario, al retorno del equilibrio, al instante en donde el presente perdido, y en el caso de la música, el silencio, se recuperan. Sería imposible, sin embargo, localizar el momento epistémico en el que la vibración se trasformó, semánticamente, en la fuente del caos. Es esa vibración en tanto destrucción la que llegaría hasta nosotros en el idioma español. La palabra, en consecuencia, habita una cierta ambigüedad de la que no quiero despojarme.
Este texto aborda la unidad inherente a la idea de catástrofe como caída y como retorno o epílogo, intentando comprender la manera como seres humanos específicos, luego de destierros y guerras –marcados por todo tipo de calamidades–, tratan de reconstruir un sentido en el mundo. Esto con la intención de "extraer las palabras del exilio" al que las hemos sometido en la academia (Stanley, 2006). Así, hablar de aquello que es catastrófico implica pensar aspectos de la experiencia que se "resisten a los conceptos", en la medida en que habitan lugares simultáneamente familiares y extraños. Para realizar este ejercicio quiero concentrarme en la palabra, como mediación de la experiencia, ya que ella se teje, o su propia ausencia, con la idea misma de catástrofe.
Para ello, este trabajo se concentra en las lacónicas palabras de Mandla, un antiguo miembro del ala militar del Congreso Nacional Africano, extraídas de una presentación pública de su poema "El vientre" (haciendo referencia al vientre materno), una noche fría en Ciudad del Cabo hacia finales del año 2003: "Soy [dice Mandla para describir su existencia] un squatter dentro de un squatter". El término inglés squatter es de por sí difícil de traducir: por un lado, hace referencia a los habitantes de barridas miserables, ocupadas ilegalmente y diseñadas por el apartheid en todo su masivo programa de ingeniaría racial. Simultáneamente, el término hace referencia al "lugar" ocupado por estos "invasores". "Asentamiento ilegal", "invasión", podrían ser unas posibles traducciones.
Aquí el sujeto, en tanto locus de experiencia, se confunde o se entrelaza con el espacio de la dominación: de ahí la doble connotación del término sujeto (Smith, 1988). Hay en este verso una cadena que lo lleva desde la madre, pasando por su cuerpo –por sus contenidos fenomenológicos–, para terminar en el lugar que los contiene a todos juntos, el espacio social. La palabra "soy" es una articulación de la experiencia que habla de sí mismo en relación con una comunidad moral más amplia. Es una frase paradójica, sin duda, donde lo íntimo, el lugar de la simbiosis con la madre, y lo extraño se confunden, donde el retorno y la caída se entretejen. ¿Qué quiere decir entonces retornar al lugar en el que nunca se ha estado pero que se reconoce con la intimidad de haberlo vivido? ¿Cómo se entretejen las palabras y los cuerpos en este retorno?
A la traducibilidad (Steiner, 1998), como problema metodológico, a los ecos que deja la palabra en su camino, como señalaría Walter Benjamin, y a su densidad semántica, que en estos extractos se encuentra esparcida en diferentes lugares e idiomas, dedico las siguientes viñetas2.
En un manual de ciencia policial citado extensamente por el ministro de la ley y el orden, Adrian Vlok, durante los años críticos del apartheid, cuando imperaba el estado total de emergencia en 1988, se encuentra el siguiente párrafo que de entrada afianza, como ejercicio cartográfico del Estado, al hombre negro en el orden de lo salvaje, la fuente de todo terrorismo:
Los bantúes [un término despectivo] son menos civilizados. Entre más primitivas son las personas, menos son capaces de controlar sus emociones. A la menor provocación, se tornan violentas. No pueden distinguir entre los asuntos serios y los menos serios. Son menos auto-controladas y más impulsivas (Bell y Buhle, 2001).
Ahora, un extracto de mis notas de campo, en un intento por darle continuidad histórica al párrafo anterior.
En el verano africano del 2003 tuve la oportunidad de realizar una larga entrevista con V. J. Cronje, miembro de la Afrikaner Broederbond, veterano de la Guerra de Rodesia y ex-oficial de inteligencia militar trasladado al Cabo durante la crisis de mediados de los años ochenta. Lo conocí en Maun, una pequeña población de Botsuana, entrada al Delta del Okavango. Para pescarlo tuve que hacer una reservación en una empresa particular que ofrecía en Johannesburgo paquetes turísticos para avezados viajeros. Varios conocidos me habían confiado que este particular grupo de administradores turísticos tenía entre sus filas antiguos soldados del apartheid. Finalmente, una madrugada, partí hacia Botsuana y Zimbabue desde Johannesburgo para experimentar "la emoción y la adrenalina de una aventura en Sudáfrica". Una noche, luego de más de diez horas de un incómodo recorrido en un microbús a lo largo del borde del Kalahari, en pleno verano, con una temperatura que alcanzaba los cincuenta grados centígrados, llegamos por fin a un refugio elegante, casi lujoso: una hilera de chozas estilizadas, las mismas que figuran en muchas tarjetas postales representando el "África tribal".
Me pareció sorprendente hasta qué punto estos personajes, muchos de los cuales –como me enteré después– habían estado involucrados en operaciones de contrainsurgencia y guerras fronterizas, "administraban" el circuito de "reservas de animales salvajes", la industria que maneja el acceso a "lo salvaje", a lo "peligroso" y a la experiencia de la sabana africana. Al conocerlos, no pude evitar preguntarme si habría alguna suerte de continuidad histórica y profesional entre sus vidas "anteriores" en tanto soldados y sus negocios actuales: cazadores de bestias que habían cambiado el rifle por la cámara; conexiones no sólo en relación con habilidades específicas aprendidas a lo largo de los años en el frente, como la destreza para sobrevivir o el conocimiento de "lo salvaje" (incluyendo "los negros"), sino otras, quizás más sutiles, como la adicción a la adrenalina.
El encuentro con Cronje estuvo precedido por conversaciones que, estimuladas por la monotonía del paisaje semiárido de Botsuana, se desarrollaron alrededor de narraciones presentadas como historias de despojo, maltrato físico y frustración de los blancos en "la nueva Sudáfrica, una letanía de quejas que escuché en tantas ocasiones: historias de robos, asesinatos y violaciones, que supuestamente reflejaban la 'barbarie' de la población negra en oposición a 'la amorosa y pacífica comunidad blanca'".
La atmósfera de la conversación fue calma, casi amistosa, mientras que el calor del día se atemperaba y la luna brillaba con las primeras luces de la noche. Poco a poco, los guías turísticos que se conocían entre sí se fueron congregando a medida que cobró fuerza la discusión sobre política con los comerciantes de diamantes. El refugio era un lugar seguro para su conversación, ya que se trajeron a colación tópicos prohibidos, como la situación política de Zimbabue y la polémica reforma agraria del presidente Robert Mugabe. Fue este último tema, la posibilidad de que Sudáfrica se convirtiera en Zimbabue, el que desencadenó la desinhibida interpelación de Cronje: "Escuché que usted está escribiendo un libro sobre Sudáfrica. Yo tengo algo que contarle".
En retrospectiva, el discurso de Cronje esa noche fue, en una frase, un recuerdo nostálgico de la época en que "el salvaje", o el "hombre negro", estaban política y militarmente reducidos a las "localidades" asignadas por los ingenieros de la segregación. En su opinión, uno de los problemas de la Sudáfrica contemporánea era el hecho de que "los negros" hubiesen excedido los territorios ideados originalmente para ellos. Al referirse a "los negros", Cronje usaba el despectivo y denigrante términokaffir: una palabra de origen árabe que significa "infiel" y que entra al swahili, lengua transnacional del África, a través de traficantes musulmanes de esclavos durante el siglo XIX. En el mundo islámico no hay peor epíteto que éste.
Fue un vocablo ampliamente usado durante los años del apartheid, en un tono secularizado aunque de matices cristianos, pero con un largo historial de circulación durante los tiempos coloniales a través de las crónicas de viajeros europeos en África. En español la palabra cafre proviene de kafir. Con tono casi de pontífice, benevolente y condescendiente, Cronje se identificaba a sí mismo como un "pensador". Frases cortas, casi meditativas, encapsulaban las ideas de este hombre sobre filosofía racial. Me impactó su carácter pacífico, siempre haciendo gala de una paciencia estoica frente a mis enojosos interrogantes y comentarios.
Quizá la más perturbadora de todas las declaraciones de Cronje durante aquella noche –lo recuerdo con una brutal claridad– fue la siguiente: "usted puede sacar a un kaffir del bush, pero no puede sacarle el bush al kaffir". La frase misma era, en apariencia, un locus clasicus, dado que todos los que estaban alrededor de la mesa asintieron con respeto mientras él la repetía varias veces en afrikáans, como si a fuerza de repetirla estuviera asegurándose de que ésta perdurara en mi memoria. Difícil de traducir, sin duda: enunciada en afrikáans, un idioma cuya base es el holandés y que se mezcla en los siglos XVII y XVIII con el malasio y otros idiomas traídos del sur de la India, Ceilán y el Sudeste Asiático a través del comercio global de esclavos. La frase se entrelaza con el swahili a través del árabe y la palabra kafr. Y la palabra bush, finalmente, proviene del inglés: matorral, arbusto. Pero en el África del colonialismo británico, bush tiene una fuerte genealogía que la emparenta con la penetración de la civilización, cristalizada en el cuerpo de los héroes-exploradores, a la feminizadatierra incógnita. Ese lugar de encuentros con ese otro mundo, de lucha entre la razón y el caos, es lo que se denomina bush. Los blancos, especialmente aquellos que tuvieron contacto con la sabana, crecen escuchando historias del bush, de la misma manera que en otras latitudes circulan historias de fantasmas y espíritus.
Cronje naturalizó un orden del mundo en el cual cada criatura tenía un lugar específico, asignado según una singular cartografía de la diferencia. La frase encapsula el miedo al inmanejable "salvaje" que habita en los confines de los espacios humanos. Ilustra su teoría rememorando una "experiencia en el bush" ocurrida en su infancia: cuando él era chico, su padre encontró un cachorro de león pedido. Al darse cuenta de que el animal había sido abandonado por su madre, el benevolente padre decidió llevarlo a la granja y conservarlo como mascota. El león creció en cautiverio, se hizo grande y fuerte y pareció adaptarse, coexistir e incluso desarrollar cierto tipo de afecto hacia los seres humanos. Cronje evoca con nostalgia la reciprocidad de esos sentimientos. Como todo niño, él había cimentado una cercanía especial y una "amistad" con un animal conocido por su fuerza y su poder. Un día, a varios metros del límite de la que Cronje recuerda como "la inmensa propiedad familiar", pasó una pequeña manada de antílopes. De repente, "instintivamente", el león se agachó, a hurtadillas, escondiéndose, mientras observaba e inspeccionaba la manada. Esto sucedió a varios kilómetros de distancia del principal espacio habitado de la estancia, donde solía vivir toda la familia, en un punto remoto de la granja. Fue precisamente en este espacio liminal, donde el león reaccionó atacando y matando a un antílope.
El narrador, de alguna manera desilusionado con aquello que acababa de ver inesperadamente, un arranque de agresión e instinto asesino por parte de su amada mascota, recordaba este incidente casi como una epifanía, una instancia del despertar de la conciencia y la claridad, un encuentro con las verdades perennes y un momento ritual en el que el orden natural de las cosas y las leyes de la naturaleza habían sido, literalmente, re-establecidas. Los animales salvajes y las personas pertenecen a dos órdenes separados en la naturaleza y no tiene sentido mezclarlos, pues tienen formas de vida diferentes e inalterables: un animal salvaje siempre será un animal salvaje, imposible de domesticar, que anda suelto, dominando la sabana africana, viviendo a campo abierto y, sobre todo, usando la violencia como medio para sobrevivir, para imponerse. La intención de Cronje era, por supuesto, explicar lo que a su parecer era una analogía evidente entre "el hombre negro" y "el animal salvaje". Al igual que el león, "el hombre negro" podría crecer y vivir entre "los blancos" y, sin embargo, nunca sería capaz de dejar atrás las costumbres del bush porque, según Cronje, está indeleblemente definido por un sentido de conexión ancestral, primitiva, desde tiempos inmemoriales, con lo salvaje, con un salvajismo que está marcado en su cuerpo con el color de su piel.
Cronje, experto rastreador de animales que creció escuchando a su padre narrar cuentos del bush, y veterano soldado del apartheid en las guerras fronterizas, afirmaba haber aprendido sobre "los negros" por medio del "conocimiento" directo, producto de las batallas entre la vida y la muerte que encaró en la sabana salvaje. Fue precisamente esta íntima relación adquirida con lo salvaje, este interés por diseccionar la otredad del Otro, el que le dio elementos para comprender "la mente negra". Fuente tanto de desconcierto como de terror. Como lo establecía sin rodeos el manual de entrenamiento, él estaba convencido que "a la menor provocación, ellos [los bantú] recurrirían a la violencia".
Al igual que un viejo patriarca sermoneando en un tono seudofilosófico y meditativo, Cronje insistía: "Escuche cuidadosamente, usted debe escribir esto en su libro, esto es verdad". Y así lo hice. Su deseo de exponer "la verdad" funcionaba como una armadura contra preguntas inquisitivas. Su tarea no consistía en legitimar su visión de la palabra, "la verdad", y el orden particular del mundo que a su parecer había colapsado durante y después del proceso político de Sudáfrica, sino en exponerlo, presentarlo, develarlo, con el fin de iluminar, de sacar de la ignorancia. Era precisamente el fracaso del orden, o en otras palabras, el derrumbe de la manera como se asignan ciertas categorías de personas a espacios específicos, lo que él ponía en evidencia. Haber desmontado el orden legal llamado apartheid era ir contra las leyes naturales. Era debido a esto que él tenía una visión apocalíptica del futuro: un apartheid a la inversa, blancos segregados, rodeados por los mismos negros voraces, deseosos de engullir y atiborrarse con el dinero, la tierra y la riqueza del país.
La conversación con Cronje evidenció una serie de relaciones entre la asignación de cuerpos a lugares específicos –particularmente los cuerpos negros a las "localidades"– y el mantenimiento del orden de las cosas y los usos de la violencia para producir y reforzar fronteras. Esto, parcialmente, explica por qué el apartheid desplazo millones de personas a las localidades negras en un programa de dislocaciones masivas que los expropiaba de todo. En el centro de todo esto estaba la idea de "lo negro" como "exótico", como ininteligible, como encarnación del caos y de la violencia destructiva. De ahí el llamado proyecto civilizador del colonialismo (notas de campo, cuaderno segundo, 2003).
Cuando Mandla nació a mediados de la década de 1960, había nacido, paradójicamente, en el seno de este desarraigo. Cuando creció, decidió tomar las armas, primero para sacar a los blancos de África (su tío había sido miembro del Congreso Pan-africanista), pero luego para buscarse un lugar en un mundo en el que había sido forzado a convertirse en extraño. En cierta forma, la lucha de liberación encarnaba la idea de un retorno. Pero para lograr este retorno, Mandla tuvo que exiliarse, esta vez por decisión propia, para luego volver como guerrillero, con el fusil.
El apartheid fue esencialmente un régimen de dislocación forzada, donde la violencia, que no era leída como derrumbe sino como restauración, era la violencia de la asignación del cuerpo a un espacio creado por la racionalidad técnica: el gueto. El "color de la piel como uniforme" hizo de Sudáfrica un lugar de culturas ininteligibles entre sí: el relativismo posmoderno hubiera caído como anillo al dedo: la idea de autodeterminación cultural, tan central para movimientos de resistencia en América Latina, constituyó, junto con la idea de inconmensurabilidad, el sumo conceptual del racismo. Hizo del destierro el hogar de muchos y del control de lo salvaje y lo exótico, el presupuesto para la tortura. Claro, en el marco de una acelerada expansión capitalista. Pero ese "exótico" de las décadas precedentes, en esencia, no había cambiado. En la Sudáfrica de la transición, las localidades seguían siendo el locus del caos: por un lado, producto de la violencia endémica luego de centurias de colonialismo, expresada en el maltrato corporal, el hambre y el sida; y en segundo lugar, de la violencia epistémica que circunscribe ese lugar como lugar de lo otro. En ese mundo, la guerra de la liberación, la versión oficial, se había convertido en artículo de consumo, mientras que sus minucias existenciales se habían hecho invisibles. Fue a este tercer exilio al que Mandla vuelve con profunda esperanza para re-comenzar su vida. En él descubre, contrariamente a lo esperado, relaciones de continuidad con el pasado en esta nueva entidad llamada la "nueva Sudáfrica". Pero lo más aterrador, en un momento dado, era que Mandla había descubierto que había sido expropiado por el mercado de su propia historia y de su propia experiencia como parte de la lucha por liberación. Él era contado por otros: su hogar se había convertido en un lugar extraño. Regreso de nuevo a mis notas de campo:
En una ocasión, mientras tomaba notas sobre la industria del ocio y el entretenimiento en Ciudad del Cabo, me decidí a explorar la ciudad, esta vez, con un operador de turismo que atendía visitantes extranjeros, en su mayoría europeos. En mi diario de campo anoté los muchos silencios del guía; los largos y ambivalentes suspiros que salpicaban, con previsible monotonía, su idea de la ciudad, de lo que consideraba digno de mencionar o de hacer invisible y de la manera en que debían ser reconocidos ciertos rastros y señales en el espacio social: "Aquí vemos Table Mountain", dijo en un obvio intento por trazar un mapa del área, "el verdadero centro de la Ciudad Madre". Literalmente, estábamos siendo conducidos por una serie de itinerarios que eran una amalgama entre las rutas establecidas por las autoridades turísticas durante los programas de entrenamiento para estandarizar el servicio y la versión personal del guía sobre el significado histórico y social de tales rutas.
"¿Qué es eso a nuestra izquierda?", preguntó un inquisitivo viajero con un marcado acento alemán. Se refería a los asentamientos informales y a las localidades que aparecían junto a la autopista a medida que pasábamos por las Torres de Refrigeración, uno de los hitos "periféricos" de la ciudad, un punto tanto de convergencia como de división en la cartografía racial de Ciudad del Cabo.
"¡Ah, sí, las localidades segregadas! ¿Muy desafortunadas, no?", respondió el guía en tono indiferente y con una rigidez y una indolencia casi quirúrgicas, evadiendo cualquier comentario que pudiera conducir a una mezcla potencialmente explosiva de historia y política.
Fue complicado comprender los matices semánticos de la palabra "desafortunadas" en ese contexto particular. Un mar de ambigüedad la devoró. ¿Era la genealogía del concepto la que resultaba tan "desafortunada" o era la historia de su legislada producción en Sudáfrica? ¿O quizás él se refería a las insoportables condiciones de vida de los residentes y a la tristeza arquitectónica de esta masivaestética de la desolación: una interminable masa de chozas, letrinas y polvo con vista a la carretera? ¿Sentía alguna culpa o era consciente del hecho de que su favorable posición en la jerarquía social de Sudáfrica estaba correlacionada – en intrincadas y complejas formas– con la pobreza extrema de otras personas? ¿O se refería al hecho de que –a pesar de todo– el amor, la compasión y la belleza florecen en medio de semejante sufrimiento histórico? Por supuesto, se me cruzó por la mente que el guía era de aquellos que opinaban –como escuché en muchas ocasiones– que el apartheid había sido una buena idea mal implementada, un experimento que salió mal. ¿Fue "desafortunado" que no hubiera funcionado? o ¿podría ser otro ejemplo de una enunciación políticamente correcta, una especie de respuesta automática, a la que son forzados a exhibir los guías turísticos con el fin de mostrarle al visitante extranjero que Sudáfrica está "dejando atrás su pasado"? La palabra fue arrojada en la conversación para que todos la interpretáramos como quisiéramos, como un comodín en manos de un jugador de cartas.
"Territorio de pandillas", dijo enfática e impacientemente, después de inhalar una larga y casi meditativa bocanada de un chesterfield light. Luego continuó con una interminable letanía de estadísticas sobre el crimen en Sudáfrica y una explicación poco convincente de los orígenes de esta violencia: no de los orígenes históricos de este fenómeno (de la colonización o el apartheid), con los cuales él, como ciudadano, no hallaba ningún tipo de conexión; sino de los que suponía los orígenes geográficos, lugares donde la violencia se multiplicaba como mosquitos después de una lluvia tropical. En su opinión, Soweto, Mitchell's Plains, Thokoza o cualquier otra localidad del país eran, simultáneamente, metáforas de la violencia así como su principio explicativo. La violencia empezabaallí, fue su veredicto tácito mientras detuvo su mirada algunos segundos en ese inagotable océano de pobreza. La frase "territorio de pandillas" me sonó como los letreros tipo "prohibido el paso" que los propietarios blancos –o las elites de otras latitudes– cuelgan a la entrada de sus casas en los barrios opulentos, sólo que – en esta ocasión– la Ciudad Madre era "el hogar", la entidad que abrigaba, el espacio de la seguridad y el afecto, en tanto que la localidad era el exterior irracional, un lugar de la guerra, el sida y la violación de niños y bebés. Era el squatter. Resultó asombroso darse cuenta cómo las conexiones entre "negritud", crimen y espacio eran aún tan persistentes. La única diferencia era el contenido del discurso.
No hicieron falta más palabras aquella tarde. Luego, mientras rondaba por el Cabo de Buena Esperanza, en el extremo más austral de la península que sobresale del continente africano, fue inevitable que la reflexión se volcara sobre la producción social de la invisibilidad y la ininteligibilidad. "Territorio de pandillas" es una manera de reactualizar viejos terrores, lugares a los que hace veinte años se denominaba "zonas de desorden" y con los que se asocian determinado tipo de cuerpos. De alguna manera, el guía exiliaba aún más esos lugares: una masa infinita de zonas de invasión y de áreas informales. Muchas de ellas no pueden verse desde ninguna autopista. Uno sólo percibe la punta del iceberg. Para verlas hay que calibrar la percepción. Al observar, la mirada del pasajero es rápida, superficial, vertiginosa e incapaz de localizar, discernir, identificar claramente, o fijarse en detalles específicos en este mar de uniformidad visual. Pocas cosas pueden atraer la mirada del viajero a 100 kilómetros por hora: el tamaño reducido de las chozas; el imaginado hacinamiento de los espacios habitables; la falta de color; el paisaje polvoriento, grisáceo y sin árboles, "infestado de grafitis y pandillas", que parece vivir, como un artefacto habitual en un espacio familiar, adyacente a un caño de desechos (en Ciudad del Cabo, como en otros lugares, la "pobreza" –como una experiencia sensible del mundo– ha sido frecuentemente asociada con la suciedad de las aguas residuales, los peligros químicos de los drenajes industriales y la proximidad incestual de los desechos humanos).
Si la mirada está adiestrada para leer entre líneas, puede incluso percatarse de "extraños" materiales de construcción, como cajas de cartón, trozos de madera, plástico y trapos (todos sirviendo al simultáneo propósito de ser muros, techos y puertas): la implacable yuxtaposición de una vida hecha de fragmentos, de huellas de distintas épocas y diversos lugares. Sin embrago, si el visitante se aventura a transformar las relaciones de cercanía y distancia con este lugar, al mirar con detenimiento la esquina de alguno de estos espacios habitados, emerge una serie de reliquias: estático cuelga, de una pared de plástico, un anuncio de la campaña electoral de 1999, en que el Congreso Nacional Africano promete un cambio radical en la calidad de vida. Y en otra esquina veo rastros de la historia: efigies de camaradas caídos y asesinados, Chris Hani y Steve Biko, retratos de Nelson Mandela, recortes de periódicos de momentos icónicos durante la guerra de liberación y viejas y borrosas imágenes de cuerpos de mujeres desnudas tomadas de diarios amarillentos y pegadas a las paredes (notas de campo, cuaderno tercero, 2003).
Aquí abandono el texto un instante sólo para anotar que mientras cruzábamos por aquella larga autopista, imágenes de Mandla en su camuche asaltaban mi memoria. El poder mágico de los objetos y el pasado, lo que los lugares dicen de aquellos quienes los habitan. Su historia como sujeto político se entrelazaba con su espacio íntimo, ininteligible desde la mediación del guía turístico. En ese contexto específico, los procesos históricos globales no se conectaban con los personales, con el sujeto como agente histórico. Unos años dentro la transición, cuando la idea de la lucha anti-apartheid se había ya tornado en mercancía, la industria del turismo había expropiado a Mandla de sí mismo, incluso de su propia voz, de su propio dolor para reducirlo nuevamente al orden de lo exótico.
Ahora sí, concluyo esta parte de la narración.
Después de un rato, de lejos –desde el asiento del conductor y desde el mundo para el que sirve de intermediario, desde los suburbios del sur, donde apretadas pinceladas de luz crepuscular se esconden detrás del bosque– las barriadas se tornan familiares y naturales y, sin embargo, tan alejadas, como un estante oxidado en el rincón olvidado de una sala de visitas. De alguna forma, y a pesar de su magnitud, las localidades, su historia, se han vuelto invisibles (notas de campo, cuaderno tercero, 2003).
Al volver al país a comienzos de los años noventa, Mandla se encontró con otro mundo, con un país ebrio de expectativas ante las transformaciones por venir. Creyeron, por ejemplo, que hacer filas frente a las cabinas de votación cada cinco años traería justicia social, incluso riqueza a la basta mayoría miserable. Conocí historias de mujeres que habían renunciado a su trabajo como empleadas domésticas ante las promesas de empleo que Mandela anunciaba en las propagandas políticas televisivas. Y al comienzo fue así, sin duda, un cambio dramático que llevó a una sociedad de la oscuridad del racismo a la posibilidad del presente. La visión del mundo que Cronje habitaba parecía estar desterrada. De un momento a otro, Sudáfrica se había convertido en el centro del mundo. Y en ese momento, Mandla fue recibido como héroe por su familia cercana. Pero esa narrativa de la nueva Sudáfrica tiene sus múltiples clivajes, donde la imagen especular y pulimentada de la transición se craquela como cuadro renacentista ante la mirada cercana e intimista. Mandla era la fisura dentro de la nueva nación. Para finales de la década, muchos antiguos combatientes habían sido abandonados o relegados a la desolación de la pobreza y el trauma de la tortura: recuerdo con pavor las historias de choques eléctricos en el ano y de confinamiento solitario sin fin que Nkhule solía contarme, una y otra vez, voz en cuello, cuando violábamos la etiqueta racial en algunos de los restaurantes más exclusivos de la ciudad, como tratando de gritar, en medio de la indiferencia, "miren lo que los Boers [los nacionalistas] me han hecho". Hace poco murió de cáncer del sistema intestinal y el estómago, resentido con la vida. Él comenzó a morir hace más de quince años, en la celda. Aquí lo recuerdo con mucho afecto. A los ojos de muchos, las localidades seguían siendo ese impenetrable mundo de lo otro, donde la violencia y el sida se replicaba como la metástasis en el cuerpo ya sin destino. Con un agravante para jóvenes como Mandla: su historia política, su experiencia como soldado, como parte de un proceso global, había sido absorbida, esfumada en medio de la neblina, por la historia oficial de la lucha de liberación: y no hay peor cosa que ser sustraído de la propia historia, por más fragmentada y fantasmal que sea. La transición, el retorno, le trajo otro exilio, el de su voz, el de su experiencia. Es precisamente en la institucionalización de esta historia y de los sacrificios hechos por algunos, donde se crean vacíos; vacíos que sólo pueden ser llenados desde las comunidades de base. En este punto, continuo con mis notas de campo, en sus entradas del mes de diciembre del año 2003:
[P]ara confrontar el silencio social, Mandla solía, junto con otros antiguos guerrilleros, llevar visitantes a los lugares que lo vieron nacer y combatir. A esta práctica le llamé, en su momento, "memorialización peripatética": una forma incorporada del pasado, en donde Mandla se convertía en un "guía testimonial", donde las palabras se amalgaman con el espacio, y a través del cuerpo, en un intento por reconocerlo, por reconocerse, por llamarle "hogar". El objetivo principal era pues leer el paisaje urbano, localizar entre los intersticios de su organización las claves de un pasado que aún convive con el presente. Él hablaba extensamente de las autopistas, los lotes baldíos, las líneas férreas, como mojones espaciales, como fronteras perfectamente establecidas por la ingeniería racial. Su visión del presente invitaba a ampliar el marco de referencia de la ciudad, de tal manera que las distinciones artificiales entre grupos humanos se veían íntimamente relacionadas a través de un sistema que se encargó de distribuir la pobreza.
Durante el recorrido, Mandla hace una parada importante: en el lugar donde el 15 de Octubre de 1985 varios jóvenes fueron asesinados por la policía. En ese punto, su narración se convierte en un espacio testimonial y en un lugar de apropiación del pasado como parte integral del sujeto. En la voz de Mandla, una voz que ha requerido años para leerse y reconocerse a sí misma dentro de este territorio, la narrativa histórica es la narrativa de la primera persona. En este punto de la geografía del tiempo emerge, en letras amarillas evanescentes, un grafiti que testarudamente se ha amarrado a esa pared por varios años: "recuerda la masacre del caballo de Troya", se lee, mientras el guía testimoniante hace referencia al papel de las protestas populares de las que fue parte, para contextualizar lo sucedido en esta esquina.
Un conocimiento profundo de estos procesos, de sus alcances y limitaciones, complementan su narración. Sin embargo, lo más importante en este momento es la relación que él establece con el pasado, como parte del proceso histórico "revolucionario". En este momento, la saga heroica se extiende, para bien o para mal, más allá de los confines de los sacrificios realizados por Nelson Mandela y los líderes del Congreso Nacional Africano. Pero a medida que esto sucede, paradójicamente, la misma narración histórica se fragmenta, se hace más compleja y, por supuesto, menos canónica. Y es en estos planos de clivaje donde adquiere un valor particular, ya que el sujeto enfrenta sus propias contradicciones y asume responsabilidad de sus actos, un acto de dignidad personal y valor: "en ese momento, yo no sólo estaba dispuesto a dar mi vida por la causa, sino a matar por ella". Era evidente que esa no era la historia de verdaderos torturadores, desde Cambodia hasta Colombia, que se autoproclaman "víctimas", en un verdadero "acto de escapismo", en todo el sentido Haudini del término, para deslizarse sospechosamente en el tobogán de la llamada transición y su economía política.
Desde esta y otras esquinas se divisa el recuerdo como cuando el océano se observa desde la punta de un faro: para hallar claridad y sentido de continuidad y pertenencia, el sujeto moldea la historia, centrándose él mismo en ella, en parte ampliándola. En este punto, la historia canónica se diversifica, extendiéndola, haciéndola más compleja, incluso más contradictoria. En este contexto, el ejercicio de la enunciación en el lenguaje, de la cristalización de la palabra, es vital: paradójicamente, no hay voz propia si no es en compañía de otros; así como no habría ni creatividad ni independencia sino hubiera una comunidad de diálogo. La interacción que el visitante tiene es con las palabras y las vidas de quienes las articulan. En este sentido, el trasegar esos lugares –metafóricos y literales– es un ejercicio que requiere de paciencia, ya que demanda concentración, y sobre todo, intención de comprender. En esto instante de palabras nómadas y de empatías pasajeras, es cuando Mandla surge del anonimato histórico convirtiéndose en un actor del proceso histórico a través del acto mismo de recordar, de caminar. Su testimonio, una modalidad de articular de la experiencia y la verdad, no es extraído –recordemos que la antropología es un disciplina extractiva–, sino que es la base sobre la que se fundamenta todo este encuentro pedagógico, esta fenomenología del otro, en lo peripatético. Aquí la palabra es el evento en tanto tal.
En estos encuentros no hay interés en diseccionar la alteridad del otro. El universo discursivo que Mandla construye sencillamente tiene en el escucha, un testigo de segundo orden, un efecto desfamiliarizador, incluso perturbador. Quien escucha está forzado de alguna manera a interpelar, incluso en silencio, lo que él dice. Un desencuentro en ese instante, una mirada de indiferencia técnica y lo único que emerge es el fracaso, quizás mi fracaso, para entender el dolor de otros. Es por eso que en ese ámbito, en el universo que se construye por unas cuantas horas, la relación entre el escucha y el testimoniante es íntima. Mandla, no sólo le abre la puerta al otro para que indague, ya que él es quien se convierte en el hilo conductor del recorrido por el espacio urbano, sino que lo hace partícipe de este retorno. En este sentido, el espacio de interacción e interlocución se hace más denso en la medida que lo lleva del espacio a la experiencia (notas de campo, cuaderno tercero, 2003).
La combinación de estos diferentes registros de la experiencia con los que "el escucha" interactúa en relación con los territorios que recorre, tiene el efecto de crear un espacio de interlocución dinámica, de relativa intimidad, de cercanía cognitiva, o lo que llamo "re-calibración": un momento de reconocimiento histórico que permite que "la mirada" y el orden del mundo perceptual sobre el que descansa, logre encontrar "lo mismo" en lo que aparentemente es "lo otro", uno de los rostros, como escribió Freud, de lo unheimlich: la palabra, hecha "corpórea" en el ejercicio de deambular y re-habitar, en eternos instantes, los espacios familiares y a la vez ajenos, se convierte, al mismo tiempo, en un lugar de lo pedagógico, como lo genuinamente antropológico, donde "el 'otro' (como dijera el filósofo Levinas) es un destello de posibilidades". Con esto, Mandla trata de desterrar y deconstruir a Cronje, en su elemental patetismo, para poder volver él mismo. Estos "itinerarios de sentido", como les denominé en un momento crucial de pérdida existencial durante los años de trabajo de campo, y haciendo referencia a la textura semántica y a la genealogía de la frase, plantean, por un lado, el problema de los recorridos que los seres humanos realizan para articular sentido en el mundo de cara a la calamidad y a la catástrofe. Itinerarios que emergen como articuladores entre el pasado y el presente, moldeándose mutuamente y configurando una gramática de la experiencia en el que el "sacrificio", el "dolor", el "reconocimiento histórico" y el "retorno como posibilidad" negocian –en el ámbito de lo social– el significado de la vida en general. En Sudáfrica, como en otros lugares, el futuro se habla en el idioma del pasado. De ahí la nostalgia, una de las formas como nos relacionamos con la ausencia.
Por otro lado, hay varias direccionalidades en estos itinerarios. No solamente geográficas, en la medida en que el recorrido nos lleva de un lugar a otro en la ciudad, de los suburbios a los guetos, a través de una paulatina inmersión histórica, sino que, por razones generacionales (Mandla tenía quince años cuando fue guerrillero), es un trasegar por una época: la década del ochenta, los "años difíciles" y "oscuros", a los cuales no todos sobrevivieron. Caminar esa década es como ver desde la entrada la profundidad oscura y silenciosa de la celda donde se recluyó al individuo en el universo del confinamiento solitario. Desde la luz, la oscuridad se hace más oscura, más intensa, confundiéndose incluso con la ceguera, o quizás, viceversa. Sin embargo, desde esta encrucijada se vislumbran tenuemente los pasos que nos han traído hasta aquí, hasta este punto de no retorno, crítico, en el sentido clásico del término. Estos itinerarios son, en alguna medida, fragmentos de esa teleología personal que busca reconstituir lo disperso, lo fracturado, lo desplazado. Pero, entonces, ¿no es la vida, desde cierto punto de vista, una sucesión de puntos de no retorno que disfrazamos con los ornamentos de la certidumbre y el mito del eterno regreso, devorando incluso, y sin querer, nuestras propias entrañas?
Finalmente, estos itinerarios involucran también, y fundamentalmente, la integralidad de los sentidos. Mandla recorre y menciona los lugares y las personas donde habita el dolor, y las experiencias visuales, táctiles y olfativas asociadas con estos espacios. Sin embargo, esta sensorialidad, la experiencia de lo que denominamos las cualidades de lo bello o lo grotesco, de lo agradable y lo repugnante, por ejemplo, emergen no de una experiencia trascendental sino de la economía política de dicha experiencia, una experiencia situada entre la contingencia y el determinismo del poder, entre la dominación cotidiana y las posibilidades de la resistencia.
Cuando Mandla se sentaba a vislumbrar el recorrido de alguno de aquellos días, en una tienda donde la dueña lo conocía desde la infancia, parecía percibirse –entre ráfagas de aire tibio, silencio y cielo terrenalmente azul– que la lira había por fin dejado de vibrar, que había vuelto "al punto de equilibrio axial". Sin embargo, la última vez que supe de él me contaron que estaba en la cárcel, debido a un problema que tuvo con una pistola. No era claro si era por no reportarla durante el periodo de desmovilización (siendo encontrada en su poder por la policía en alguna redada callejera), o si, por el contrario, la había usado contra alguien: finalmente la guerra arrastra enemigos hasta la tumba, cuando sus efluvios y emanaciones nos hacen indefectiblemente habitantes del mundo de los muertos.
En todo caso, en ese instante, pensé en el carácter histórico de algunas calamidades y las condiciones materiales que las determinan, en la manera en que algunas personas son forzadas a habitar exilios una y otra vez, como cuando, recordando el poema de Mandla, se está extraviado en medio de la intimidad de lo familiar o se siente augusto en la interminable extrañeza del mundo (Royle, 2003). Me pregunté entonces, ¿es a esta imposibilidad de reconciliar estos mundos, a su conciencia, lo que llamamos "retorno"? Y ¿no es la "nostalgia", una manera de relacionarnos con la ausencia, el lugar histórico de esa imposibilidad?3
1 Todos los extractos aquí presentados son extraídos de mis diarios de campo y entrevistas realizadas entre el 2001 y el 2004 en Sudáfrica y Botsuana. Hacen parte de una investigación más amplia sobre memoria y violencia en el contexto de organizaciones de sobrevivientes y excombatientes del Congreso Nacional Africano en Sudáfrica. Estoy en deuda con el Solomon Asch Center for Ethnopolicical Conflict, la Fundación Mellon, la New School for Social Research, la Fundación Wenner-Gren, la British Academy y la University of London, la Comisión Fulbright, el Direct Action Center for Peace and Memory y el Instituto Colombiano para el Desarrollo de la Ciencia y la Técnica, por su ayuda financiera en momentos cruciales de esta investigación.
2 Algunos de estos conceptos los he desarrollado en los siguientes textos: Los archivos del dolor: ensayos sobre la violencia y el recuerdo colectivo en la Sudáfrica contemporánea, Bogotá, Universidad de los Andes, 2008 (en prensa); "The Courage of Despair. Fragments of an Intellectual Project", en: Roy Eidelson (ed), Peacemakers 101: Confronting Careers with Conflict, Philadelphia: University of Pennsylvania Press, pp. 231-331, 2007; "Knowledge, Experience and South Africa's Scenarios of Forgiveness", en: Radical History Review No. 97, winter, pp. 1-32; "Unraveling Silence: Violence, Memory and the Limits of Anthropology's Craft", en: Dialectical Anthropology, No. 29, pp. 1-22.
3 Sobre el tema de la ambivalencia de la idea de retorno puede consultarse a Stanley Rosen, The Elusivness of the Ordinary: Studies in the Possibility of Philosophy, New Heaven y Londres, Yale University Press, 2002; Philip Hodgkiss, The Making of the Modern Mind: The Surfacing of Consciousness in Social Thought, Londres y Nueva York, The Athlone Press, 2001.
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Juan Pablo Aranguren Romero**
* El artículo hace parte de la propuesta metodológica de mi tesis doctoral: "Inscripciones significantes de la violencia en el cuerpo: tortura, subjetividad y memoria en el contexto de violencia política en Colombia (1977 – 1985)", la cual realizo gracias a una beca del Consejo Nacional de Investigación, Ciencia y Tecnología (Conicet).
** Psicólogo de la Universidad Nacional de Colombia e Historiador de la Universidad Javeriana. Candidato a Doctor en Ciencias Sociales de la FLACSO– Argentina y becario del Conicet. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
El artículo desarrolla un análisis acerca de las cuestiones ético-metodológicas que subyacen a la investigación en ciencias sociales en torno a situaciones límite que han degradado y atentado contra la dignidad humana. Sitúa una serie de consideraciones teóricas en torno a la escucha, el silencio, la rememoración y la posibilidad de resignificación de los hechos de violencia, a partir de una deconstrucción de la noción de entrevista, de una puesta en tensión de los lugares de poder que guían el conocimiento social y del reconocimiento del lugar político del investigador.
Palabras clave: violencia, sufrimiento, ética en la investigación, lenguaje.
O artigo desenvolve uma análise sobre as questões éticas metodológicas que subjazem à pesquisa em ciências sociais em torno de situações de limite que tem degradado e atentado contra a dignidade humana. Situa uma série de considerações teóricas em torno da escuta, do silêncio, da rememoração e da possibilidade de resignificação dos acontecimentos de violência, a partir de uma desconstrução da noção de entrevista, dos lugares de poder tensionados que guiam o conhecimento social e de reconhecimento do lugar político do pesquisador.
Palavras-chaves: violência, sofrimento, ética na pesquisa, linguagem.
This article analyses the underlying ethical-methodological questions in social sciences investigation, specifically around some extreme situations that have diminished human dignity. It states some theoretical considerations about listening, silence, memory and the change of meaning of violence acts, starting from a deconstruction of the interview notion, a questioning to the power positions which are leading social knowledge, and the acknowledgement of the researcher political posture.
Keywords: violence, suffering, ethics in investigation, language.
Una palabra sin presencia no logra ningún efecto concreto ante el oyente sin rostro.
David Le Breton
Enfrentado al terreno ignoto de descifrar el horror con una suerte de valentía y arrojo, dispuesto a entrever el padecimiento con la prudente distancia de un supuesto objetivismo, de una asepsia metodológica, de una congruencia conceptual; curtido en la indagación de experiencias que bordean los límites de la humanidad, de algunas franqueadas por la ignominia y la crueldad, y de otras que sólo lo son en una pequeña medida; cargado de trizas de afecto, de trozos de sufrimiento, de agonías e impunidades, fragmentos de narraciones incipientes, silencios y silenciamientos, huecos y vacíos de una memoria caprichosa, de un lenguaje insuficiente. Enfrentado así.
Situar la pregunta de investigación en torno a las formas subjetivas de rememoración de experiencias de dolor y sufrimiento, supone que el investigador se enfrente a la fractura del lenguaje, a la ruptura de las disposiciones del enunciado, a intentos fallidos por gestionar lo indecible, a todo eso que de incomunicable tiene el horror. Este enfrentamiento pone, de un lado, al investigador con sus marcos de interpretación, sus necesidades de indagación, sus urgencias de producción académica y su narrativa diluida en menor o mayor grado en los regímenes del discurso científico; del otro, la ruptura de las condiciones de posibilidad de la comprensión de hechos de degradación y muerte, la necesidad de hablar, la urgencia de ser escuchado, la emergencia del silencio para preservar la intimidad o el anonimato, el hueco, el vacío, el mismo dolor. La pregunta, por lo tanto, no puede abrirse camino en el trasegar de una investigación en ciencias sociales sin antes haberse considerado la necesidad de que el investigador re-sitúe su perspectiva ética y re-descubra su lugar político, es decir, cuando el investigador ha sido sacudido por la indecibilidad de lo siniestro1. Confrontado con el silencio del "testimoniante", enfrentado a las rupturas de las disposiciones mismas de lo narrable, el investigador también empieza a ser invadido por el dolor de los demás. Tendrá que pensar en cómo describir con pudor y dignidad los actos que han degradado y humillado a miles de personas, porque habrá podido entrever que las narraciones del otro, con sus silencios, sus huecos y sus vacíos, irrumpen también en la conciencia ética de quien los escucha.
Esta escucha que se des-centra y se re-sitúa, no podrá ser más una reflexión crítica surgida de la revisión de la investigación acabada, sino un punto de partida, una condición de posibilidad del encuentro con el/la otro/a. Tampoco seguirá siendo una suerte de "toma de conciencia" del investigador quien, tras un giro retórico, descubriría su lugar ético y político, sino la gestión abierta y deliberante de dicho lugar, capaz de confrontar los efectos de poder y verdad de un cientificisismo que sostiene los estatutos de lo universal a través de exclusiones y silenciamientos. No será más, el grupo de lecciones aprendidas, ni el despertar epistemológico a una evidencia empírica. Será más bien un descentramiento de dicha episteme, surgido desde la base de la investigación misma, desde los postulados que sostienen el quehacer del investigador, condición que obliga a partir desde otras metodologías.
Intento proponer en este artículo2 algunas consideraciones metodológicas para un abordaje de situaciones límite vinculadas con el testimonio de personas que han padecido experiencias de dolor y sufrimiento en contextos de violencia política. Recurro para ello, en la primera parte, a la discusión sobre las condiciones de enunciabilidad de tales testimonios, reflexionando sobre la relación entre las formas de "acceso" al pasado y los estatutos de verdad, así como sobre los silencios y silenciamientos que subyacen a estas experiencias. En la segunda parte, discuto sobre los límites que traza la indecibilidad de estos hechos, en virtud de las fracturas del lenguaje y de las condiciones éticas, sociales y políticas de quien testimonia y de quien escucha. Así, en la parte final propongo un esbozo para construir una ética de la escucha que convoque la experiencia corporal en tanto resonancia del(os) sentido(s).
Al proponer la oralidad como puerta de entrada a las experiencias de dolor y sufrimiento, ya sea desde el testimonio, o desde otra de las posibilidades dentro de la gama que ofrecen las fuentes orales, la investigación en ciencias sociales apunta a situar la necesidad de reconocer los rasgos de subjetivad del devenir histórico. Este "enfoque biográfico" ha dado pie a diferentes indagaciones sobre la identidad, que han tomado como referencia aquellas situaciones que ponen a los individuos en situación de ruptura con su mundo habitual. Sin embargo, este escenario de investigaciones sobre la identidad en situaciones límite ha planteado que son estas condiciones de ruptura las que, justamente, les impediría a las víctimas dar cuenta de su experiencia (Pollak, 2006: 55). Los límites de posibilidad y de enunciabilidad estarían dados, por lo tanto, por esta situación de quiebre y, en consecuencia, en los diferentes enunciados y narraciones, testimonios escritos, biografías e historias de vida u otras situaciones en las que distintas personas planteen su interés o necesidad de "contar su historia", el investigador se hallará ante silencios, huecos y vacíos.
Estos límites de la enunciabilidad remiten al hecho de que no puede haber una suerte de muestra representativa cuando de situaciones límite se trata. En primer lugar, porque quien testimonia no puede hacerlo en representación de los que no sobrevivieron. Enfrenta, por el contrario, la desesperación para dar cuenta de ello, tal como lo narra Primo Levi al hacer referencia a los hundidos y los salvados en el caso del exterminio judío (Levi, 2005), o como lo expresa Catela cuando habla de los ex detenidos-desaparecidos en Argentina:
Ellos cargan sobre sus espaldas el hecho de haber "sobrevivido", estigma que moviliza ideas ambiguas sobre la "suerte" o la sospecha de "por algo será". Están vivos para relatar aquello de lo cual "es mejor no hablar": por un lado la lucha armada y la militancia de los setenta, por otro, las aberraciones de la tortura, la deshumanización de los centros clandestinos de detención, las respuestas individuales ante una situación límite (Catela, 2000: 73-74)
En segundo lugar, y justamente por lo dicho hasta aquí, porque no es la selección del investigador la que ha de determinar quiénes serán sus "testimoniantes", ni la condición de investigador audaz, ni otro tipo de características propias son condiciones suficientes para el testimonio. Ello da cuenta de que el enfoque del modelo cientificista, según el cual, sería necesario imponer un distanciamiento ante el "objeto de investigación" como si el investigador pudiera operar a la distancia ante hechos que, por el contrario, suscitan todo tipo de afectos y convocan su cercanía y su involucramiento, no responde a las demandas y retos de la escucha.
Ahora bien, es importante contrastar este lugar de cercanía e involucramiento al que convoca la escucha, con lo que supondría familiarizar un pasado traumático. Como han señalado Izquierdo y Cruz, las prácticas de familiarización con el pasado traumático "poco contribuyen a que las víctimas se apoderen del horror no sólo recordándolo sino también entendiéndolo" (Izquierdo, 2008: 200; Cruz, 2005). Y es que Izquierdo invita a la extrañeza y al distanciamiento, no frente a la víctima, sino respecto al pasado como condición para una elaboración de los traumas precedentes3, postura que va de la mano con una deconstrucción tanto de la función de legislador del historiador, como de la concepción de la identidad como a-histórica:
Concebir el pasado como un lugar habitado por interlocutores implica abrirse a la otredad, es decir, reconocer la alteridad del antecesor [...] Incentivar esa alteridad es un primer paso para que la víctima pueda hacerse cargo de la dimensión temporal de su identidad […] Desde esta posición que niega la existencia de un sujeto unificado en el tiempo es plausible que la víctima historice su dolorosa experiencia y comience a capturar reflexivamente su pasado (Izquierdo, 2008: 204).
La invitación a entablar una relación de extrañeza con el pasado, supone el reconocimiento de la responsabilidad del historiador y del cientista social a la hora de reflexionar sobre la actividad que desarrolla. Esta responsabilidad será mucho más demandante donde el dolor y el sufrimiento se han instalado por años, a través de impunidades perpetuas y con permanentes afrentas contra la dignidad humana. En esa medida, es una extrañeza que no emerge del distanciamiento en relación con una pretendida objetividad, sino del reconocimiento del lugar ético y político del investigador, posible a través de su involucramiento y cercanía con la alteridad. Si la invitación de Izquierdo es a avivar el malentendido y a no enterrar el pasado bajo la lápida de una interpretación definitiva, habrá que reconocer que esto será posible, siempre y cuando se pueda entrever que el dolor y el sufrimiento del otro también impactan a quien lo escucha4.
Este panorama remite así a una reflexión sobre las condiciones de posibilidad de lo testimonial, y abre la pregunta por los factores que intervienen en la enunciabilidad, en general, y por aquellos que materializan la disposición de las víctimas de hechos de situaciones límite para hablar, en particular. Tal como ha señalado Pollak, el carácter del enunciado varía según las distintas formas de lo testimonial: "desde la exposición judicial hasta el relato de vida solicitado, pasando por la obra o el artículo autobiográfico, o aún las entrevistas recabadas en el marco de una investigación cualitativa" (Pollak, 2006: 55) plantean escenarios de encuentro entre la disposición de la víctima a hablar y sus posibilidades de ser escuchado. Es así que este marco de narrabilidad de las experiencias límite estaría constituido por las condiciones subjetivas y sociales tanto del "testimoniante" como de su escucha.
Esto plantea la necesidad de reflexionar sobre las relaciones que cada sociedad establece con su pasado, interrogando además el lugar mismo de la oralidad en dichas relaciones (Joutard, 1999: 14). Como se sabe, ya desde el siglo XIX esta relación ha estado mediada por el relato "oficial" que apunta a la construcción de homogeneidad y unidad alrededor de la historia nacional. La oficialidad del relato de nación y la presunción de cientificisismo que lo validaba, funcionaban en un esquema de valoraciones de los relatos sobre el pasado en el cuál éstos eran considerados o excluidos por ser o no funcionales a los intereses de las elites decimonónicas o a las presunciones del objetivismo historiográfico. Si bien ahora, terminando la primera década del siglo XXI, los relatos sobre el pasado son un poco más heterogéneos, el esquema de valoración perdura junto con los anhelos de una verdad más incólume, más real, más verdadera.
Esta lógica de valoración queda en evidencia en el largo trayecto de discusiones en torno a los usos de los testimonios de víctimas de violencia política en América Latina en la investigación en ciencias sociales. La discusión se expresa bien en los avatares de la publicación en 1983 de la entrevista de Elizabeth Burgos Debray, Me llamo Rigoberta Menchú, las polémicas suscitadas por David Stoll (1999), quien acusara a Menchú de tergiversar la verdad, y las revelaciones que hiciera el historiador guatemalteco Arturo Taracena (1999) sobre las omisiones que habría efectuado Burgos Debray en la entrevista a Menchú. Evidentemente, las polémicas sobre el testimonio de Menchú han dado pie a consideraciones de orden teórico sobre la verdad, de orden metodológico sobre la entrevista, e incluso de orden ético sobre el lugar del entrevistador (Burgos, 2002). Sin embargo, poco se ha ahondado sobre aquello que estaría en el fondo de la episteme moderna y que pondría en debate el lugar de las ciencias sociales como legitimadoras de un cierto régimen de verdad. Se trata, sin duda, de un punto que convoca más a una reflexión de orden político sobre la gestión del conocimiento, y que atañe a las responsabilidades del investigador como legislador y experto (Bauman, 1997).
No se trataría ya más de seguir sosteniendo la diferencia entre lo verídico y lo verdadero, sino justamente de la ruptura de este esquema de juzgamiento y de la supuesta autoridad que dispondría de los criterios para calificar el grado de verdad que entraña cada testimonio. La mirada crítica a este esquema del juez supremo puede permitir que el acercamiento al testimonio de las víctimas sea considerado no por ser la versión más fiel alpasado5, sino por la relevancia ética que plantea su escucha.
Saúl Friedlander, en la introducción a una compilación de textos sobre los límites de la representación (publicada en inglés en 1992 y luego en español tan sólo hasta 2007), analiza el clásico y discutido texto de Lyotard (1988). Lyotard reflexiona sobre el Holocausto judío como si este hubiese sido un terremoto capaz de destruir todos los elementos de medición, por lo que los investigadores no habrían tenido posibilidad de enterarse de su ocurrencia, pero a partir del cual, sin embargo, en el "hombre común" quedaría el recuerdo de que había ocurrido algo indefinido. Al respecto Friedlander considera que:
[…] por un lado, nuestras tradicionales categorías de conceptualización y representación bien pueden ser insuficientes, y nuestro lenguaje mismo bien puede ser problemático. Y por otro lado, frente a estos sucesos sentimos la necesidad de contar con algún relato estable; un campo infinito de discursos posibles plantea la cuestión de los límites con marcada severidad (Friedlander, 2007: 27).
Sin embargo, esta necesidad de un relato estable opaca la posibilidad de una crítica a las formas autoritarias de conocimiento sobre el pasado (y que reclaman dentro de esa estabilidad una verdad hegemónica y un pasado al cual sería posible acceder a través de ciertos "métodos") y niega con ello la posibilidad de la multiplicidad de sentidos y de la interpretación6. Al respecto, Hayden White (2007), en la misma compilación hecha por Friedlander, plantea algunas cuestiones que amplían la discusión.
White parte de la idea de que "en toda representación de fenómenos históricos hay una relatividad irreductible. Dicha relatividad es una función del lenguaje que se usa para describir –y por ende para construir– sucesos del pasado en tanto posibles objetos de explicación y de comprensión" (2007: 69). Arguye que, al igual que las afirmaciones objetivas, los relatos son entidades lingüísticas y pertenecen al orden del discurso, articulándose, por lo tanto, como entramados históricos. El discurso histórico tradicional supondría que, sigue White, "hay una diferencia crucial entre una 'interpretación' de los 'hechos' y un 'relato' sobre los mismos, una diferencia que se aprecia en la recurrencia de las nociones de relato 'real' (opuesto a 'imaginario') y relato 'auténtico' (opuesto a 'falso')" (Ibíd., 72). En ese sentido, desde el punto de vista de White, y al reflexionar sobre el negacionismo del holocausto Nazi, la condición para entender un relato como inaceptable es justamente entenderlo en sus tramas de lenguaje.
Ello lleva a entender además que "lo inaceptable" aparece como tal en una valoración ética o moral y, no necesariamente, como un problema de verdad. Así, un relato sobre una experiencia límite contado en forma "cómica" puede ser empezado a considerarse como "válido" o ser rechazado, si el sistema de valores morales de la sociedad en la que se inscribe dicho relato lo permite. De igual forma, un relato contado en forma solemne pero que atente contra la dignidad de las víctimas puede ser rechazado o validado.
Empero, justamente por lo dicho hasta aquí, es posible pensar que no son las tramas de lenguaje subrayadas por White (2007) lo esencial para que un relato sea "aceptable" en una sociedad, sino las valoraciones que dicha sociedad hace sobre el relato, el lugar que ocupa el relator y la postura ética y política que guía su actividad. Acaso se podría pensar que dependería en mucho, del poder de persuasión de cada relato para posicionarse en ese régimen de aceptabilidad (Aranguren, 2007); pero acaso se podría también suponer que no depende plenamente de este entramado discursivo, sino de lo que "el relator" considera que debe ser puesto en esa trama de discurso. La postura ética y política del constructor de ese relato, será significativa en la definición de la trama y el contenido de su narración. La capacidad de persuasión es posterior a la elección del lugar desde donde se elige narrar –escribir– esta historia. Aunque no por ello es irrelevante.
Michel de Certeau, en las primeras páginas de La Escritura de la Historia (1993), plantea justamente que esta escritura y esta historia –la historiografía– se construyen y se sostienen en las inscripciones de un discurso de poder que hace del otro –lo narra como si fuera– terreno colonizado. Lo que subraya De Certeau es, por lo tanto, el problema político que entraña la escritura de la historia en tanto silenciamiento, rechazo, exclusión y ficcionalización del sujeto, de su cuerpo y de la enunciación de su palabra.
Con todo, los planteamientos de White (2007) remiten a varios niveles de discusión sobre la posibilidad de representatividad del Holocausto en particular, y de las experiencias límite en general. Así, White reflexiona en torno a la postura según la cual, las experiencias como el Holocausto son irrepresentables en el lenguaje. Ello lo lleva a analizar ampliamente los planteamientos desarrollados por Berel Lang (cit. White, 2007), quien señala que en lo que respecta al genocidio, habría que contar solamente los hechos, pues de lo contrario se caería en un discurso figurativo y en una estilización o esteticisismo del suceso7. Lo que plantea Lang (Ibíd.) es que sólo una crónica de los hechos tendría la autoridad para narrar este tipo de acontecimientos, pues de lo contrario, se caería en los peligros de la narrativización y la relativización de la narración. Sin embargo, Lang señala una suerte de tercera vía, e invocando el concepto de escritura intransitiva de Roland Barthés8, propone que el autor no escriba para dar acceso a algo que es independiente tanto del autor mismo como del lector, sino que "se escriba a sí mismo":
En la visión tradicional se piensa que el escritor primero mira un objeto con ojos ya expectantes y estructurados, y luego de haber mirado, representa lo que vio en su propia escritura. Para el escrito que se escribe a sí mismo, en cambio, el hecho de escribir se vuelve en sí el medio del mirar o del comprender, no un espejo de algo autónomo, sino un acto y un compromiso, una actividad y una acción antes que un reflejo o una descripción (cit. White, 2007: 83)9.
Sin embargo, las perspectivas de White y Lang pierden de vista lo que Michel de Certeau subraya con vehemencia, y es que la escritura está aunada al silenciamiento de otras formas de sentido, paradójicamente como forma de hacer enunciable "el mundo" del "otro":
Una estructura propia de la cultura occidental moderna se indica sin duda en este tipo de historiografía: la inteligibilidad se establece en relación al "otro" [sic], se desplaza (o "progresa") al modificar lo que constituye su "otro" […] A través de variantes, heterónomas entre ellas […] se desarrolla una problemática que elabora un "saber decir" todo lo que el otro calla, y que garantiza el trabajo interpretativo de una ciencia ("humana") al establecer una frontera que la separa de la región donde la espera para darse a conocer (1993: 17).
Ahora bien, la problematización de esta inteligibilidad que "sabe decir" lo que el otro calla, es particularmente significativa cuando se analizan las condiciones de posibilidad de lo narrable en torno a situaciones límite. Está vinculado con el hecho de que la eventualidad del enunciado testimonial acerca de la experiencia en torno a situaciones límite está cargada de silencio. La emergencia del silencio, lejos de entenderse como el olvido, conlleva una forma de representación de lo traumático ante la insuficiencia de las palabras para dar cuenta de la magnitud de una situación límite. Al mismo tiempo, puede ser expresión de las formas de inscripción de los hechos violentos, y reflejo así del poder de las intenciones deliberadas de los perpetradores de tales hechos, en cuyo caso, se podría explicar como el éxito del silenciamiento a través de las prácticas de dolor, muerte y desaparición. En un sentido similar a este, el silencio puede ser el resultado de la vigencia de las situaciones de violencia, ante lo cual entrará a reflejar miedo y la necesidad de preservar la propia vida. También, y aunado a las situaciones ya descritas, el silencio será una forma de protección, ya ante las amenazas de una violencia vigente, ya ante la necesidad de preservar unas condiciones psíquicas, morales o sociales alcanzadas a través de una historia personal que se narra sin hacer necesariamente referencia a episodios relacionados con la situación límite.
El silencio puede constituirse como expresión de un límite para acceder a una supuesta necesidad del investigador social que anhela la comunicabilidad de sus entrevistados, justamente porque parte de que el silencio es nada, vacío. Evidentemente, con ello el imperativo de comunicar cuestiona la legitimidad del silencio, y erradica cualquier posibilidad de reconocer allí una interioridad. Tal imperativo
no deja tiempo para la reflexión ni permite divagar […] reclama urgencia, transforma al individuo en un medio de tránsito y lo despoja de todas las cualidades que no responden a sus exigencias […] La ideología de la comunicación asimila el silencio al vacío, a un abismo en el discurso y no comprende que, en ocasiones, la palabra es la laguna del silencio (Le Breton, 2006: 2).
De ahí que perfectamente la palabra pueda emerger una y otra vez en un ciclo monótono y repetitivo sin tener la posibilidad de ser escuchada, asimilada y respondida, pues ante el ruido del mundo, la palabra se torna incluso, insuficiente. La palabra se convierte así en monotonía: "un murmullo permanente y sin contenido relevante, importante tan sólo en su forma: su presencia incesante nos recuerda que el mundo sigue y seguirá existiendo" (Le Breton, 2006: 4). Inserta en la comunicación en tanto que "ideología moderna", se convierte en "ratificación de las posiciones –emisores y receptores– de los individuos, delimita, como si de un servicio público se tratara, los espacios en los que pueden sentirse seguros: 'Tú estás ahí, existes porque me oyes, y yo existo porque te hablo'" (Ibíd.: 4).
Sin embargo, la palabra también puede constituir un poderoso antídoto contra el autoritarismo y la represión que busca imponer el silencio –el silenciamiento– de voces disidentes. Un recurso ante las intenciones de los totalitarismos que restringen la circulación colectiva de significados y pensamientos. Es este otro silencio, el impuesto con violencia y terror, el inscrito con dolor y sufrimiento, el que impone límites a lo decible; su emergencia es también diciente de las barreras impuestas a la palabra. La presencia de este silencio igualmente testimonia. De ahí que el silencio no sea el sobrante del testimonio, el vacío incómodo de la entrevista por llenar, sino contenido de las condiciones de producción del relato.
Tales condiciones de producción incluyen tanto la liberación del "ruido de la comunicación moderna", la restauración de la palabra silenciada y la restauración del silencio en la disposición de una escucha abierta, como las condiciones personales del testimoniante. El sujeto que testimonia bien puede retener su palabra también como una forma de mantener ciertas condiciones psíquicas o morales o como una manera de mantener el control de la interacción con el otro que escucha. Como bien lo expresa Le Breton, esta retención "concede un cierto distanciamiento a la espera del momento más favorable, sin tener que exteriorizar la eventual vulnerabilidad o las propias dudas" (2006: 59). De igual manera puede constituir la protesta, la resistencia a entrar en un orden comunicacional que lo violenta, lo burla o lo humilla y, por lo tanto, es diciente de otro orden simbólico10 a través del cual se gestiona lo indecible.
Indudablemente, el lugar del otro que escucha se torna determinante para comprender lo que el silencio estaría expresando: bien puede dar cuenta de la imposibilidad del testimoniante de encontrar en ese otro un interlocutor válido para su narración, o bien puede reflejar la resistencia a ser usado en la extracción11 de historias de vida, de relatos de dolor y sufrimiento para beneplácito del recolector y para la construcción de un saber12. En un escenario donde predomina esta perversa lógica de la sustracción, pero donde a la vez existe una necesidad de la palabra, se crea, como bien retrata Castillejo para el caso de Suráfrica, "una profunda ironía y una tragedia: la de querer hablar para sanar y al mismo tiempo evitarlo, la de querer ser reconocido manteniéndose en la invisibilidad" (2005: 55). En este tipo de casos, poco ajenos a las situaciones latinoamericanas, el testimonio que se "recolecta" como parte de la investigación en ciencias sociales, si bien fractura las barreras de los silencios, puede terminar recolonizado, desfigurado y desterrado, haciendo del "reconocimiento" de las víctimas y de su dolor "una realidad vaga, una serie de dispositivos inventados por el experto para legitimarse, en la cual las voces de los sobrevivientes –a menudo fuera de contexto– llenan los 'vacíos' dejados en sus textos" (Ibíd.: 55).
Puede entonces emerger el silencio o miles de palabras, pero ambos pueden ser insignificantes por la ausencia de oyentes, por el ruido del mundo, por no encontrar nada que autorice social y moralmente a testimoniar. Las vibraciones de la palabra del testimoniante chocan ante la imposibilidad de resonar en el otro su silencio tampoco hace eco en la escucha. La buena voluntad de la escucha, en todo caso, no es suficiente para hacer inteligible lo inimaginable: "El silencio ensordecedor que rodea el escenario del suceso y su memoria supone una confrontación con lo indecible, con la retorsión de la palabra, que se va diluyendo en un silencio que no es más que la forma extrema del grito" (Le Breton, 2006: 82).
Si las condiciones que hacen posible el sentido han sido destruidas por lo que supone esta experiencia límite, es decir, si justamente por ser una experiencia que traspasa los límites de la comprensión, se fracturan las posibilidades de lo narrable y la viabilidad de una lengua inteligible, no emergerá otra cosa sino "el abismo insondable que compele al hombre al mutismo ante tal cantidad de horror" (Ibíd.: 82), es decir, el vacío. Ya Blanchot (1969) había hecho referencia al hecho de que, dado que en este tipo de casos lo único que entra en el marco de la narrabilidad es del orden de lo incomprensible, estas experiencias sólo pueden ser captadas en su indecibilidad.
Gabriel Gatti, poniendo en tensión la posibilidad de captar el sentido de la desaparición forzada de personas y analizando lo que implicaría pensar en que esta captación de sentido fuera atribuida al lugar del "ex detenido-desaparecido" como una forma de hacer visible lo invisible, señala que en esa atribución de sentido al no-sentido, el rasgo distintivo de la experiencia límite –su no sentido– se pierde:
Si los subalternos se centran; si los balbucientes empiezan a hablar claro; si los deslenguados hablan en lenguas oficiales; si los desexiliados o los insiliados se hacen ciudadanos o, en fin, si las tensiones que rodean a la figura del detenido-desaparecido se resuelven, estas peculiares y (desde el punto de vista sociológico) monstruosas entidades serán, es cierto, más fácilmente entendidas, pero, también lo es, serán entendidas con menos rigor: dejarán de ser lo que son (Gatti, 2006: 31).
En ese sentido, Gatti plantea que, si bien hacer visible lo invisible es un acto de "justicia política", no será tanto de "justicia epistémica", pues
lleva el fenómeno más allá –o lo deja más acá– de la lógica que le corresponde; visibiliza lo que no puede serlo. Al eliminar de la figura del detenido-desaparecido uno de sus datos característicos – las tensiones que introduce en la representación– no sólo se los convierte en otra cosa, sino que, y sobre todo, se obvia que en esa tensión, en esa pelea con los dispositivos hechos para representar las cosas, está buena parte de su naturaleza (Ibíd.: 31).
Gatti opta por recurrir entonces a la noción de vacío: "algo que es pero no se puede ver, algo que existe, en donde hay cosas, pero cosas que siempre escapan del estatuto que le damos a las cosas y que siempre escapan de los instrumentos que inventamos para pensar las cosas. Un espacio habitable; pero a todas luces irrepresentable" (Ibíd.: 31). Este lugar del vacío, existe pero es irrepresentable; no es la inexistencia de sentidos, sino "la existencia de cosas que rehúyen del sentido" (Ibíd.: 32). El lugar del vacío invoca no la imposibilidad de narrar, sino la posibilidad de dar cuenta de la incomunicabilidad. Las palabras sólo podrán dar cuenta del borde, del límite; una frontera que puede ser transitada pero no traspasada por lo narrable, que bordea las costas de ese inaprehensible mar de horrores y de lugares imposibles. Tendrán que ser dicientes de esa imposibilidad, porque no hay una inteligibilidad capaz de dar sentido al horror, no hay palabras con tal "virulencia expresiva": "Hasta las palabras más duras no alcanzan esos límites, expresan una realidad a la medida del hombre, en los confines de su entendimiento" (Le Breton, 2006: 83).
Al dar cuenta de esta "catástrofe lingüística", en consonancia con los planteamientos de Gatti, el testimonio no estaría renunciando a su utilidad jurídica, política y social. Al contrario, justamente por ello, por su vacilación y su límite, sería expresivo de la fuerza misma del hecho violento, reflejo de la magnitud de una ruptura efectuada en el terreno mismo de lo representable; puesta en cuestión de la razón, puesta en evidencia de la incapacidad para que el otro en su escucha pueda proferir desde la atalaya de su análisis: "ah, ya entiendo"13. Esta puesta en cuestionamiento de la inteligibilidad, convoca a la emergencia de una ética de la escucha que deja de enfrentarse a lo indecible y lo siniestro, explorando a tientas una oscuridad que se iluminaría de pronto con una nueva representación, con un nuevo juego de lenguaje, y más bien se pone ante el otro, ante su dolor, reconociendo los límites de lo inteligible. Invadido en su conciencia ética, podrá situar la imposibilidad de hacer comprensible tanto dolor y muerte. La inconmensurabilidad será la puerta de entrada de su análisis, el conjuro contra el olvido. Es, con ello, también la dirección para dejar de enfrentar al testimoniante a la reiteración del padecimiento ante el fracaso del lenguaje; es, por lo tanto, otro diálogo, sostenido en otras formas de preguntar e incluso en otros contenidos del interrogante: nuevas pausas para el silencio, nuevo lugar para abrir camino al vacío.
Con todo, tal como hemos dicho, el silencio no es, estrictamente, vacío, nada. El silencio también es la respiración entre las palabras, la condición de posibilidad de entablar un vínculo comunicativo, la apertura momentánea de una mirilla que permite entrever la indecibilidad. El silencio, de tal forma, es como el lapsus del lenguaje, la emergencia de una pequeña ventana al inconsciente (Nasio, 1996). Pero en este caso, emergencia del intersticio, límite de la palabra y, a su vez, condición de posibilidad de lo narrable. Un enunciado que "nace del silencio interior del individuo, de su diálogo permanente consigo mismo" (Le Breton, 2006: 7), completado por los ritmos del intercambio conversacional, "la voz, las miradas, los gestos y la distancia que se mantiene con el otro también contribuyen al fluir de los significados" (Ibíd.: 14).
La necesidad de una ética de la escucha no es pues un punto menor en este escenario. Es realmente el punto de partida de una propuesta de investigación que persigue reflexionar sobre las experiencias subjetivas en torno a situaciones límite. Esta ética resitúa los lugares comunes de las entrevistas y abre la reflexión sobre la necesidad de decolonizar epistémica y metodológicamente14 el "trabajo de campo".
En la reflexión que brindan Elizabeth Jelin y Susana Kaufman acerca del trabajo realizado en el marco del proyecto de investigación "Memorias de la represión", en relación con la forma en que se involucra el lugar de la subjetividad de los investigadores que participaron en el proyecto sobre la memoria en escenarios de terrorismo de Estado, las autoras subrayan que frente a temas como la represión y la violencia política, las pérdidas y las experiencias dolorosas, esta "subjetividad" no puede ser omitida: "Estamos en presencia de investigaciones ancladas en el compromiso político y afectivo […] Los sentimientos, los límites personales y la involucración debían ser incorporados en el proceso de investigación mismo" (Jelin y Kaufman, 2006: 187).
Una incorporación tal, como se ha señalado hasta aquí, supone una reflexión sobre las dinámicas –las posibilidades y los límites– del involucramiento. El sujeto ante la escucha, también queda expuesto en ese encuentro con el otro, algo de sí se ofrece para entablar ese diálogo y, en la palabra o en el silencio de quien testimonia, su propio ser resuena para intentar hacer enunciables los límites de lo decible.
Jelin y Kaufman dan cuenta de ello cuando señalan que el grupo de investigadores, ya desde el inicio de su trabajo, empezaban a entrever el "reto" de "cómo describir y transmitir el sufrimiento, cómo reconocerlo y hacerlo visible, tratando de transformar algo de lo 'indecible' en palabras y sentidos" (Ibíd.: 187). Entre las opciones y reflexiones que propone el grupo liderado por Jelin, se considera la observación, el análisis y la narración en primera persona, como una forma de incluir la subjetividad del investigador.
Con lo dicho en este texto, hablar de una inclusión de la subjetividad del investigador connota de por sí una cierta contradicción, o acaso una cierta imposibilidad, ya que esta no puede ser excluida o desprendida de todo el proceso de investigación, por lo que, realmente, no habría nada que incluir. Sin embargo, a lo que hacen referencia Jelin y Kaufman –y de por sí este texto– es a la propuesta ante dicha imposibilidad de estar fuera o en frente del otro cuando de situaciones límite se trata (y tal vez también en todas las situaciones), de profundizar en la reflexión sobre el lugar que esta subjetividad juega allí. Y no sólo entendiendo dicho lugar como el memorial de las metodologías y los conceptos empleados, sino también como la reflexión sobre los afectos involucrados, sobre las posturas éticas y políticas que guían las reflexiones del investigador, sobre el lugar de poder que lo constituye como "legislador", "experto" o "traductor". Y sobre todo, sobre la reflexión crítica que pueda hacer en relación con todo lo anterior, considerando los límites y limitaciones que trazan los significantes que, como lugares comunes, se inscriben y se escriben a lo largo de informes de investigación o artículos académicos.
La consideración de estas fronteras implica entonces que el investigador, ante la escucha, descubra que no es posible decirlo todo de sí mismo, ni saber todo del otro, que hay una intimidad que se reclama siempre. Secretos, dignidades y memorias que no son "comunicadas" por la necesidad de ofrecer la posibilidad de un mundo distinto al que vemos. El sujeto ante la escucha, descubre en la resonancia de su(s) sentido(s) –en su cuerpo y su comprensión– los límites de lo inteligible. No sólo en el relato del otro, sino en eso que en sí resuena para sí como doloroso y sufriente o como intimidad y secreto, o como silenciamiento impune.
Esta puesta en resonancia, acaso emerja del lado de la escucha como preferible a la puesta en evidencia que emerge en la mirada (la clínica, la científica, la colonial), aunque "cada uno de esos lados también toca al otro y, al tocar, pone en juego todo el régimen de los sentidos" (Nancy, 2007: 13). Es así que el sentir de la resonancia es, como la aisthesis de Aristóteles, un sentirse sentir:
Un sujeto se siente: esa es su propiedad y su definición. Es decir que se oye, se ve, se toca, se gusta, etc., y se piensa o se representa, se acerca y se aleja de sí, y de tal modo, siempre se siente sentir un "sí mismo" que se escapa o se parapeta, así como resuena en otra parte al igual que en sí, en un mundo y en otro (Nancy, 2007: 24).
De ahí que, y siguiendo con Nancy, estar a la escucha sea siempre estar tendido hacia un acceso al sí mismo o en él. Lo que resuena, en este sí mismo, es también un sentido en relación con el cuerpo que vibra y en relación con el régimen de lo inteligible. En esta última acepción –la del sentido como lo inteligible– es también necesario reconocer su resonancia; su marco de posibilidad viene dado por el resonar de sí en el otro. Sin embargo, el "sí mismo" (el del otro y el de sí) no es algo "disponible (sustancial y subsistente) en el que se pueda estar 'presente', sino justamente la resonancia de una remisión" (Ibíd.: 30). Estar a la escucha es una "presencia de sí", no en tanto que acceso al sí mismo, sino como la realidad de ese acceso, "una realidad, por lo tanto, indisociablemente 'mía' y 'otra', 'singular' y 'plural', así como 'material' y 'espiritual' y 'significante' y 'asignificante'" (Ibíd.: 31).
Escuchar supone, en consecuencia, ingresar a una suerte de espacio del otro y al mismo tiempo ser invadido y penetrado, abierto, por dicho espacio. El silencio15 hace de sí una vibración y una resonancia, y dispone la posibilidad de la invasión y la apertura, como en el encuentro de un diapasón ante otro. La resonancia de (los) sentido(s), cuando se está a la escucha, es la del propio cuerpo (los sentidos) ante la vibración de otro cuerpo, y el del sentido de sí ante la vibración del otro (el sentido). Una ética de la escucha podrá erigirse en el reconocimiento de una resonancia tal; condición de posibilidad para empezar a pensar en el(los) sentido(s) de la escucha y en la forma en la que el otro también vibra y resuena en mí16. Es pues, una puesta en vibración de todo el cuerpo, de todo(s) (los) sentido(s) y, por lo tanto, una posibilidad de reclamar para esos momentos en los que se está ante la escucha, una experiencia que pone en cuestionamiento nuestra propia corporeidad.
Esta ética de la escucha se sitúa también como una postura deliberante y crítica frente a un cientificismo que ha colocado al cuerpo en el silenciamiento, y que opera en la narración y en la escritura de la historia. Entra en tensión con la entrevista, pues descentra el encuentro con el otro del ver y el decir, para situarse en una experiencia corporal, ya como una semiología práctica (Grosso, 2007), ya como el retorno de lo rechazado, "de todo aquello que en un momento dado se ha convertido en impensable para que una nueva identidad pueda ser pensable" (De Certeau, 1993:18).
Las reflexiones sobre las condiciones de posibilidad de la escucha en resonancia, han sido puestas en consideración en este texto como significativas para una entrada a las investigaciones que abordan experiencias en situaciones límite. Estas reflexiones no pueden ser más las evaluaciones de una investigación acabada, sino los cuestionamientos que surgen en el punto de partida de ésta.
1 Sobre lo siniestro puede analizarse el concepto de haecceidad abordado por Deleuze y Guattari (2000).
2 Agradezco los valiosos comentarios de Elsa Blair y Ludmila da Silva Catela, así como las recomendaciones de lecturas de Gabriel Gatti y Pablo de Marinis. Las discusiones teóricas surgidas en el seminario "Semiopraxis y discurso de los cuerpos: modernidad social, relaciones interculturales y políticas del conocimiento" de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, dictado por José Luis Grosso, fueron de gran ayuda para las reflexiones finales. Al profesor Grosso y a los/as compañeros/as del seminario les hago extensivo este agradecimiento.
3 En relación con este tema ver el interesante trabajo de Beatriz Sarlo (2005).
4 Nathan Wachtel, al comentar un libro de una escritora francesa que recolecta relatos autobiográficos de mujeres y hombres que durante su infancia habían perdido a sus padres en los campos de exterminio, se pregunta "Un libro escrito con lágrimas que sólo se puede leer a través de las lágrimas, ¿es un libro de historia? ¿Lo vivido, lo puro y trágico vivido, se puede (y se debe) conceptualizar?" (Wachtel, citado por Joutard, 1999: 184). Philipe Joutard comenta a Wachtel y señala que dicho libro "nos propone una lección de método: por medio de la encuesta oral, hace comprender un fenómeno que ciertamente conocíamos, pero que ningún documento escrito permitía hasta el presente analizar: el traumatismo infligido a una generación e incluso a varias generaciones", y agrega que "ninguna historia de vida puede ser leída como un simple libro de historia" (Joutard, 1999: 184).
5 Tal como subraya Joutard, el desinterés en la historización de las memorias se mueve en la misma lógica que la de aquellos que niegan las torturas, las desapariciones y los genocidios (1999: 10). Al respecto, Lyotard también dirá que una búsqueda de totalidad y consenso al estilo de una verdad termina siendo el fundamento mismo de los emprendimientos fascistas (Lyotard, 1988).
6 En ese sentido, es interesante analizar la posición de Jenkins quien señala que lo que en último extremo determina la interpretación va más allá del método y la evidencia, y descansa en la ideología (Jenkins, 1991).
7 Sontag, reflexionando sobre la fotografía de hechos de violencia, subraya como ésta ofrece señales encontradas, pues dice a un tiempo: "Paremos esto, nos insta. Pero también exclama: ¡Qué espectáculo!" (2003: 90).
8 Barthes ofrece una tercera posibilidad frente a las voces activa y pasiva: la voz media del griego antiguo: mientras que en la voz activa y la pasiva se supone que el sujeto del verbo es externo a la acción, ya sea como actuante o como objeto de la acción, en la voz media se supone que es interno a la acción (Barthes, cit. White, 2007: 84).
9 La lectura que Lang hace de la escritura intransitiva, como bien recuerda White, pasa por alto que Barthes la empleó para caracterizar las diferencias entre el estilo dominante de la escritura modernista y el estilo del realismo clásico, de allí que White plantee que las falencias que se encuentran al intentar analizar la representación de experiencias límite como el Holocausto, son el producto de "una concepción del discurso demasiado apegada a un realismo que resulta inadecuado para representar sucesos que son en sí de carácter ‘modernistas' como el Holocausto" (2007: 86) Evidentemente, con ello White omite dar respuesta al debate sobre los límites de la representación.
10 El lugar de lo simbólico y su imposibilidad de ser gestionado, es desarrollado, para el caso Colombiano, por María Victoria Uribe (2004), en especial en el capítulo: "Las masacres como síntoma social". De igual manera, pero en relación con el arraigo del dolor en el terreno simbólico y la consecuente potencia de la acción simbólica en el "debilitamiento" del dolor, es trabajado por Le Breton (1999: 90).
11 Al respecto, es importante considerar los planteamientos desarrollados por Alejandro Castillejo en relación con el papel del antropólogo cuando se enfrenta al silencio y al dolor de los demás. Las reflexiones de Castillejo, desarrolladas en el marco de su experiencia de trabajo en Suráfrica, apuntan a señalar la necesidad de reflexionar éticamente sobre el lugar que ocupa como académico en este escenario y sobre las prácticas extractivas de voces, historias y testimonios que han enmarcado el escenario contemporáneo surafricano. La propuesta de Castillejo apunta a una ética de la colaboración (Castillejo, 2005: 55). Ludmila da Silva Catela, por su parte, recuerda la importancia de "devolver" el relato de las entrevistas a los entrevistados (Catela, 2004).
12 Bien lo señala Michel de Certeau: "En Occidente, el grupo (o el individuo) se da autoridad con lo que excluye (en esto consiste la creación de un lugar propio) y encuentra su seguridad en las confesiones que obtiene de los dominados (constituyendo así el saber de otro o sobre otro, o sea la ciencia humana)" (1993: 19).
13 Algo similar es señalado por Sontag en relación con la fotografía cuando dice: "Las fotografías objetivan: convierten un hecho o una persona en algo que puede ser poseído. Y las fotografías son un género de alquimia, por cuanto se las valora como relato transparente de la realidad" (2003: 94).
14 En ese sentido vale la pena reflexionar sobre los planteamientos de Susan Sontag en relación con la fotografía que expone y ofrece el dolor de los demás. Al respecto dice: "la exhibición fotográfica de las crueldades infligidas a los individuos de piel más oscura en países exóticos continúa con esta ofrenda, olvidando las consideraciones que nos disuaden de semejante presentación de nuestras propias víctimas de la violencia; pues al otro, incluso cuando no es un enemigo, se le tiene por alguien que ha de ser visto, no alguien (como nosotros) que también ve" (Sontag, 2003: 86) Ello va en consonancia con lo que hemos reseñado de Castillejo (2005) para el caso surafricano.
15 El silencio para Nancy, se entiende no sólo como una privación, sino como una disposición de resonancia: "un poco –y hasta exactamente– como cuando, en una condición de silencio perfecto, uno oye resonar su propio cuerpo, su aliento, su corazón y toda su caverna retumbante" (Nancy, 2007: 46). En un sentido similar, ver: Agamben (2003). El mismo Agamben proclama como problema político esencial, cómo es que se hace posible cierto hablante, cómo es que éste llega a emerger bajo los imperativos normativos de un Otro que está en constante cambio, según el devenir histórico. Agamben considera que el testimonio puede ser pensado entonces por sus efectos políticos en virtud de la relación con ese Otro. El testimonio será pensado como el "sistema de las relaciones entre el dentro y el fuera de la langue, entre lo decible y lo no decible en toda lengua; o sea, entre una potencia de decir y su existencia, entre una posibilidad y una imposibilidad de decir" (2000: 151-152).
16 Al respecto, es interesante confrontar algunos de los planeamientos de La Capra (2007) en relación con el concepto de transferencia en el psicoanálisis.
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Sandro Jiménez-Ocampo**
* Las reflexiones y el trabajo académico que soportan este texto son una combinación del trabajo empírico en varias investigaciones sobre la gestión del conflicto armado en Colombia y en el desarrollo de mi disertación doctoral para la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO.
** Candidato a Doctor en Ciencias Sociales, opción Estudios Políticos, de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO-Ecuador. Docente/investigador del Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos, IESCO - Universidad Central. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Este artículo presenta un revisión cruzada entre el debate contemporáneo sobre la guerra y la violencia en tanto objetos de investigación empírica y una práctica particular que se ha apoyado en la etnografía para abordar escenarios de crisis, específicamente los relacionados con el trabajo con víctimas de la violencia en Colombia y con el seguimiento a la respuesta del Estado desde sus mecanismos de intervención política de la guerra en este país. El texto parte de una contextualización de la violencia política en tanto campo de saber y poder, para luego adentrarse en un diálogo cruzado entre las apuestas éticas y metodológicas en diversos enfoques y mis conjeturas frente a los retos identificados desde mi propia experiencia de investigación.
Palabras clave: guerras contemporáneas, violencia política, etnografía de la crisis, antropología política.
Este artigo apresenta uma revisão entre o debate contemporâneo sobre a guerra e a violência em tantos objetos de pesquisa empírica e uma prática particular que se apoia na etnografia para abordar cenários de crise, especificamente os relacionados com o trabalho com vítimas da violência na Colômbia e com o surgimento à resposta do Estado desde seus mecanismos de intervenção política da guerra neste país. O texto parte de uma contextualização da violência política tanto no campo do saber e poder, para logo adiantar-se no diálogo entre as apostas éticas e metodológicas em diversos enfoques e as conjeturas do autor frente aos retos identificados desde sua própria experiência de investigação.
Palavras-chaves: guerras contemporâneas, violência política, etnografia da crise, antropológica política.
This article presents a review between the contemporary debate about war and violence as an empirical research topics, and a research practice which have use the ethnography in crisis environments, specifically those related with victims of political violence in Colombia and the monitoring of state responses in terms of its political management of war. The text starts with a conceptualization of political violence as a knowledge-power field to get in a crossed dialogue between the ethical and methodological proposals in diverse approaches and the author's conjectures about the challenges identified during his own research experience.
Keywords: contemporary wars, political violence, crisis ethnography, political anthropology.
Es importante aclarar al lector que las reflexiones aquí recogidas las realizo desde una condición de enunciación del tipo insider/outsider, pues si bien mi trabajo no puede asumirse como una voz de la antropología, ya que no soy antropólogo (outsider), sí es claro que gracias a varios años de trabajo sistemático con fuerte influencia etnográfica (insider) asumo esta entrada metodológica como parte del patrimonio general de las ciencias sociales y no sólo de aquella que se constituyó como nicho original y natural para el trabajo etnográfico, la antropología.
Otra precisión es la de una delimitación que pone distancia de aquella visión que simplifica la lectura de los procesos de la guerra y la paz como simples tránsitos por el reformismo institucional en el marco del discurso de la paz como "bien supremo" y del derecho internacional humanitario como "fuente única de legitimación", para ir más allá y observar la historicidad en que ocurren tales acontecimientos, así como las formas de apropiación/resistencia que tales discursos generan.
La forma narrativa del texto se plantea desde una presentación doble entre un texto y un meta-texto, en donde se podrá apreciar el lugar del debate de los temas planteados (texto) al tiempo que la posicionalidad desde mi propia experiencia de investigación (meta-texto). Este último estará marcado como "enlace" y con estilo "itálico" en distintos lugares dentro de la secuencia discursiva del documento.
Finalmente, si bien en este artículo se presenta un recorrido bibliográfico importante, este no pretende ser exhaustivo, pues no se trata de inscribir el trabajo como un "estado del arte", sino como una apuesta reflexiva para mostrar la convergencia y las tensiones en la construcción de una red conceptual y la capacidad o incapacidad de mi experiencia de investigación concreta para conectar el trabajo etnográfico cercano y comprensivo con debates más globales y generales en las ciencias sociales.
Después de ciento cincuenta años de teorización e investigación sobre la guerra (Balibar, 2006), este campo de saber pareciera haberse consolidado como una especie de "lugar común" no sólo en el mundo de la reflexión teórica, sino en el ámbito de la acción política. A pesar de la normalización que un horizonte de tiempo tan significativo supone, al lado de la abundante historia de experiencias de guerra, nos encontramos en un momento revelador en términos de los alcances y las limitaciones de las redes conceptuales hasta ahora usadas para dar cuenta de uno de los fenómenos que mayor atención acarrea en nuestra historia.
Después del fin de la Segunda Guerra Mundial y la creación del sistema internacional de naciones para el sostenimiento de la paz, que hoy conocemos como Naciones Unidas, dos temas en las agendas de seguridad mundial han ocupado la atención de esta organización: la primera fue la contención de conflictos o la intervención sobre los mismos durante el período de la guerra fría; y en segundo lugar, las gestiones humanitarias para atender la proliferación de conflictos armados internos, en adelante CAI, desde finales de los años ochenta hasta nuestros días.
De esta manera, los CAI se convirtieron en la razón permanente para que la comunidad de naciones, y las agencias especializadas para tal fin, realizaran permanentes llamados para aminorar los daños, mediar o apoyar en la resolución de este tipo de confrontaciones que generalmente son catalogadas como "emergencias complejas". De hecho, las Naciones Unidas, para el período de tiempo de referencia, han tenido que realizar sesenta y cuatro llamamientos para recaudar 11.000 millones de dólares para programas de socorro, y han obtenido 7.000 millones (Fisas, 2004: 65).
En este sentido, este tipo de fenómenos se han convertido en un campo de conocimiento especializado y en un ámbito de intervención política altamente institucionalizado, pues alrededor de él se articulan centros de investigación, agencias multilaterales y un sinnúmero de sistemas de regulación, tanto de tipo político (como el poder de sanción del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas), como de orden jurídico (por ejemplo, el establecimiento del Estatuto de Roma y la Corte Penal Internacional).
Dentro de este desarrollo institucional, han surgido dos sub-campos especializados en los distintos frentes de lo que aquí llamaremos la gestión o la administración de los CAI: por un lado, las intervenciones sobre crisis humanitarias por violencia política (dedicadas a la asistencia y protección de víctimas sobrevivientes, refugiados y desplazados internos), y por otro, los mecanismos de justicia transicional (que definen los caminos legitimados internacionalmente para las transiciones del conflicto hacia el post-conflicto).
Estos dos sub-campos, muchos de los cuales se articulan alrededor de casos históricos y sociedades objetos de la intervención (casi todos geopolíticamente clasificados como del Tercer Mundo, con excepción de la experiencia de los Balcanes), entran y salen del horizonte de visibilidad de la comunidad internacional, tanto por lo hecho como por lo dejado de hacer. Con lo hecho hago referencia al tipo de mecanismos de intervención humanitaria desplegados o el nivel de profundidad en la aplicación de los dispositivos para dar cuenta de la verdad, la justicia y la reparación durante las transiciones; y con lo dejado de hacer, trato de señalar los debates sobre la intervención tardía o incompleta respecto a los estándares del derecho internacional humanitario y los derechos humanos.
De lo que poco se establecen registros son de las condiciones internas de tales sociedades vinculadas con los procesos de trasformación política y social que supone plegarse al discurso y las instituciones internacionales para la gestión de los CAI, y al tiempo, reconocer las transformaciones endógenas que se esperaría complementen la aplicación de los mecanismos de transición.
Las dos áreas más afectadas del planeta por el desarrollo de conflictos armados internos han sido Latinoamérica y África. Para nuestra región sobresalen los casos de El Salvador (entre 1980 y 1992), Guatemala (entre 1960 y 1996), Perú (entre 1980 y 2000) y Colombia (conflicto vigente y el de más larga duración de la historia contemporánea). Todos ellos unidos por la profundidad de los daños asociados con la confrontación y por la complejidad para el abordaje de salidas sostenibles hacia procesos de paz de estirpe social.
Cada uno de estos casos ha sido objeto de aplicación de los distintos mecanismos de intervención de conflictos, disponibles para su época, en tal sentido, es claro que no son equiparables entre sí, pues las especificidades de los actores en contienda y el tipo de víctimas no son irreductibles a una categoría común; pero lo que sí ha sido punto de encuentro, es que cada uno fue lugar de experimentación de los dispositivos de intervención humanitaria y de los procesos de negociación del conflicto bajo la perspectiva de la justicia transicional. De hecho, en todos ellos se planteó una comisión de transición o de verdad.
Como en todo campo de saber, existe una distribución de objetos, categorías y abordajes metodológicos que asumen determinadas convergencias y divergencias de acuerdo con el peso específico de cada disciplina. En este trabajo se presenta cómo en dicha distribución existe un lugar ambiguo y apenas en constitución desde la etnografía en escenarios de violencia política, pues según lo plantea Scheper- Hughes y Bourgois (2004: 5) la mayor cantidad de teorías sobre las causas, significados y consecuencias de la violencia masiva y de los genocidios viene de disciplinas como la historia, la psicología, la psiquiatría, el derecho comparado, los derechos humanos y la ciencia política.
En tal sentido, es mi propósito compartir algunas exploraciones en donde una perspectiva etnográfica se enfrenta a las formas dominantes de dar explicaciones y realizar intervención sobre estos fenómenos. Este ejercicio también implica revisar críticamente la guerra y la violencia política como objetos de estudio plagados de ideas normalizadoras y moralizantes que inhiben la discusión crítica y reflexiva sobre los límites conceptuales de dicho campo y, al tiempo, explorar la manera en que la etnografía de las crisis políticas puede aportar de manera diferencial a esta discusión, para desde ella recuperar la relación con lo particular, en lo que Greenhouse denomina la relación entre inestabilidad política y vida social (2002: 1); todo para presentar cómo el trabajo etnográfico sobre escenarios de conflictos marcados por la aplicación sistemática de violencia, conduce al replanteamiento mismo de las nociones con las que definimos lo político y la propia vida en sociedad.
De esta manera, la crisis de la guerra como sujeto y objeto de conocimiento en las ciencias sociales, justifica este intento de observar la forma en que la aproximación etnográfica puede ayudar a zanjar esa separación entre lo universal y lo singular, lo público y lo privado, lo visible y lo invisible, lo legítimo y lo ilegítimo. Este intento no supone en ningún caso abandonar la lectura crítica ante la tradición totalizante o la emergente presencia de lo singular y lo particular a cada experiencia de guerra y violencia; incluyendo en dicha crítica la propia apuesta de la antropología política, pues como plantearon Scheper- Hughes y Bourgois: "los antropólogos han sido muy lentos, muy ambiguos, muy reflexivos y el saber etnográfico producido muy local" (2004: 4), cuando de dar cuenta de los contextos de guerra y violencia política se trata.
Pero reconociendo lo anterior, la decisión del énfasis propuesto busca explorar lo que Mertz observa respecto a que
los antropólogos que trabajan asuntos relacionados con la violencia, han planteado lo inadecuado de lo estándares y las convenciones de la ciencia social, cuando tratan de representar el desorden y la emocionalidad involucrada en el proceso; pues para el momento en que contamos una historia, hemos a su vez removido la voz original a través de la narrativa de las ciencias sociales, al tiempo que hemos domesticado y obliterado gran parte de la inmediatez y la falta de estructura que caracteriza tales eventos. (2002: 361, traducción mía).
En otras palabras, el tipo de escenarios aludidos por Mertz, implican lo que Mac C. Lewin (2002) presenta como los límites y la opacidad de nuestro entendimiento, que es a su vez el reto de la etnografía para delinear la relación entre campos sociales y estructuras. Condiciones ambas que nos enfrentan a los límites del lenguaje y a nuestra ambigua forma de representar este tipo de realidades.
La decisión de usar las dos categorías enunciadas busca dar cuenta de la manera en que las ciencias sociales abordan el conflicto armado moderno, sin pretender hacer de ellas un símil, pues la consolidación de los términos en la comunidad científica y en la vida política obedece a que cada uno de ellos ha tomado un camino explicativo distinto dentro de una especie de sentido práctico aceptado tácitamente en los ámbitos mencionados. Por un lado, el término "guerra" ha sido convencionalmente aplicado a casos donde el sujeto histórico de la confrontación estaba claramente definido como un Estado o una nación, que según Balibar (2006), representa el modelo clausewitzeano puro, es el "sujeto" de la estrategia defensiva que al final se asume victorioso. Para usar una categoría filosófica, puede ser identificado con cierta figura típica de una unidad moderna militar, pueblo o Estado, ya sea preexistente, o construida durante el proceso mismo de la guerra.
Por su parte, el término "violencia política" ha sido aplicado fundamentalmente en el sentido de Nieburg (cit. Braud, 2006: 16), según el cual, ésta se caracteriza por un conjunto de actos de desorganización y de destrucción y lesiones cuyo objetivo, elección de blancos y de víctimas, circunstancias, ejecución y/o efectos adquieren un significado político, es decir, tienden a modificar el comportamiento ajeno en una situación de negociación con repercusiones sociales.
En tal sentido, la primera diferenciación en el uso de uno y otro término se ha derivado de una condición de escala, donde se advierte que lo que se pone en juego es el alcance de la confrontación, lo que comporta una preocupación en la cual la guerra debe ser un estado transitorio (en términos clausewitzianos, la política por otros medios), mientras que la violencia política puede ser una manifestación naturalizada de la conformación del sujeto histórico que legítimamente puede llegar a hacer la guerra, es decir, el Estado-nación; pero esta vez no frente a otro Estado sino frente a su "enemigo interno".
Alrededor de estas dos miradas se han desarrollado múltiples entradas y desplegado variados esfuerzos por capturar analíticamente la guerra y sustituirla por la paz. Para el caso colombiano, Zuleta (2006) afirma que estos esfuerzos fracasaron: la guerra creció y junto con ella, los estudios basados en la moral de la soberanía imperialista que en virtud de una pretendida justicia universal diviniza la paz, su propia paz como marco de referencia científica de la guerra.
Dada esta matriz analítica de corte moral, al lado de la evolución y la mutación de las formas y el sentido de la guerra, lo que terminó por convertirse en la excepción fue la paz, en lo que Bobbio (1982), Alliez y Negri (2003), Scheper-Hughes y Bourgois (2004), Richmond (2006) y Paris (2006), se asume como el continuo guerra-paz-guerra. Achille Mbembe en "Necropolitics" (2003) y Michel Foucault en Society Must be Defended (2003) realizan advertencias igualmente dramáticas sobre la artificialidad de la línea que separa la guerra y la paz (Richards, 2005).
Es justo en este movimiento donde la polemología gira su atención hacia la violencia política, no ya en las causas, ni tampoco en las salidas, sino en las formas del acontecimiento y de los eventos (en este sentido, son importantes los trabajos de Nagengast (1994), Richani (2002) y Braud (2006)).
Enlace 1: esta secuencia genealógica de la consanguinidad al tiempo que la diferencia entre las formas de posicionamiento y la utilización de las nociones de guerra y violencia política, dejan de ser un problema discursivo y se tornan en un problema material para un programa de investigación que apunte a establecer desde la etnografía una relación con la compresión cercana de los casos de estudio, al lado de la crítica conceptual y considerando las implicaciones de la historicidad propia de cada caso. En mi experiencia de investigación sobre las formas de gestión del conflicto armado colombiano y de la política de respuesta al daño asociado con la violencia política, los lugares desde donde se lee la guerra, la violencia y la paz, han sido parte integral de la disputa y la confrontación. En tal sentido, el investigador debe enfrentarse a un conjunto de lugares comunes y de lugares prohibidos, unos y otros asociados con el momento dominante del debate público, sea este en la dirección del péndulo hacia la consolidación de la confrontación armada. O sea en el sentido de la pacificación. El reto de una perspectiva de investigación como la mencionada es superar la trampa del acontecimiento que dicta siempre respuestas sobre la coyuntura y la emergencia de dicho movimiento pendular y superar los lugares comunes en la interpretación desde las ciencias sociales que terminan por sumarse a la naturalización de cierta forma ser-estar en escenarios de excepción continua y, en tal sentido, resignarse a respuestas siempre parciales, sustancialistas y esencializantes de la violencia.
En este contexto, la distribución del interés de las distintas ciencias sociales frente a la guerra y la violencia política como objetos de conocimiento no es accidental. La tensión entre totalización y particularización (Zuleta, 2006), estructura y proceso (Richani, 2002; Howard- Ross, 1993), política y vida social (Greenhouse, 2002) y entre lo local y lo global (Scheper-Hughes y Bourgois, 2004), ha sido asumida desde varias perspectivas: la primera de ellas, la estructural. Zuleta (2006) –volviendo al caso colombiano– argumenta que ello ha supuesto el derrocamiento de la sociología como conocimiento imperante para la explicación de la violencia y, en cambio, entronizó al de la historia, en alianza con la economía y la ciencia política y el derecho comparado. Se dio por sentado una juridicidad entendida "como la tendencia o criterio favorable al predominio de las soluciones de estricto derecho en los asuntos políticos y sociales" (Diccionario de la Real Academia, II, 1984: 805)1.
La segunda perspectiva, la dimensión de lo particular, lo local y la experiencia diferenciada de la violencia política, ha sido asumida desde las discusiones que le dan a cada caso un carácter no equiparable a otro y, en esa medida, se busca dar cuenta no de las cercanía o diferencias entre los casos, sino de la manera en que ellos son intervenidos y valorados; de allí los trabajos sobre los conflictos internos y las guerras civiles (Fajen y Yudelman, 2001) los análisis socio-históricos sobre los efectos de la violencia en la sociedad (Pecaut, 2001) y las consideraciones sobre la relación entre agentes internacionales y agentes locales en el mapeo de los conflictos intestinos o encajonados en el dominio del discurso de la soberanía del Estado-nación (Fisas, 2004; Minn, 2007; Frost, 2001).
Finalmente, la tercera perspectiva refiere a aquellos trabajos que intentan dar cuenta de cómo se constituye y se resuelve la relación víctima-victimario (Zuleta, 2006; Castillejo, 2007; Theidon, 2006), o cómo se afrontan los cambios dramáticos en el orden político producto de la violencia (Greenhouse, Mertz, 2002) y con ellos cómo se transforman las subjetividades en escenarios de guerra y violencia prolongadas (Das, 2000; Comarrof y Comarrof, 2006). Frente a todos ellos aparece un caso fuerte sobre lo que ofrece la especificidad de la etnografía como antídoto efectivo contra este imaginario epidemiológico de la violencia, a través del cambio de énfasis que mira más allá de la respuesta sobre lo que dispara la guerra, para preguntarse por los énfasis que permiten explorar cómo la gente hace la guerra y la paz (Richards, 2005).
Enlace 2: ¿una trayectoria de investigación con un sentido etnográfico en el marco de relaciones complejas, como las acabadas de presentar, debe tratar de responder si es posible una etnografía de la crisis que no quede atrapada en el acontecimiento y pueda dar cuenta de las condiciones de enunciación desde donde construye sus interpretaciones? Con condiciones de enunciación trato de invitar a explicitar las implicaciones de asumir una y otra de las posicionalidades presentadas, es decir: ¿qué implica una postura de corte estructural en términos de su posibilidad de reconocer los puntos ciegos sobre los que un enfoque de este tipo se construye, todo cuando de generalizar una explicación se trata? ¿Qué aporta el énfasis sobre lo local mas allá de una mirada comprensiva que además establezca relaciones entre los discursivo y lo extradiscursivo?, en otras palabras, ¿cómo la mirada sobre lo cercano, particular y diferencial permite que la etnografía pueda ayudar a llevar al límite nuestros conceptos (lo discursivo) y cómo lo emergente en la convergencia de lo históricocultural presenta formas alternativas de enunciación (lo extradiscursivo)? Finalmente, ¿cómo lograr que la entrada privilegiada de la etnografía a las subjetividades, y para el caso en discusión, a las subjetividades de experiencias de crisis, no se quede en las crónicas que con gran sentido empático y gran riqueza fenomenológica, sean incapaces de conectar la historicidad y las grandes trayectorias co-constitutivas de dichas experiencias subjetivas?
La discusión teórica para enmarcar el debate del manejo de conflictos armados internos es de tal amplitud que desborda las posibilidades de un único texto de reflexión; por tal motivo, esta lectura paralela del debate internacional y de mi experiencia investigativa no considera el campo de los llamados "conflict studies", pues muchos de ellos no necesariamente profundizan los asuntos de violencia política y los que sí lo hacen se concentran en el comportamiento de los actores, la economía política de la confrontación y la demografía de las víctimas no sobrevivientes. Esta segunda parte de la discusión prioriza la manera en que se interviene el conflicto armado en la perspectiva de su transformación hacia el post-conflicto. Más concretamente, se interesa por pensar el "más allá" del conflicto, en tanto cambio político.
Dentro de este campo destaco cuatro entradas pertinentes para esta reflexión en donde se expresan distintos lugares no sólo en el debate teórico, sino en la investigación empírica. Estos recogen los trabajos más significativos para delimitar el campo de reflexión y acción aquí propuesto. Estas entradas son: la teoría política, el análisis jurídico y del derecho internacional humanitario, el análisis comparado y las aproximaciones histórico-etnográficas.
En primera instancia, abordamos algunas de las discusiones en teoría política. Allí se destacan los debates sobre los alcances y limitaciones de la noción liberal de la justicia cuando ésta se trata de aplicar en escenarios de guerra o de daños masivos y generalizados. Los trabajos de Barkan (2000 y 2006) y Allen (1999) son buenos ejemplos de tales reflexiones. El elemento más importante por destacar en esta discusión gira alrededor de la incapacidad de la perspectiva moderna-liberal para reconocer la necesidad de trascender las lógicas de retribución-compensación individual de los daños, argumento de base en la idea de justicia del liberalismo clásico, en desmedro del reconocimiento a los daños de corte masivo y al resarcimiento de carácter colectivo, que no han sido adecuadamente teorizados y que son la condición general en todas las sociedades afectadas por conflictos armados internos de larga duración (Colombia) o de alta intensidad (Ruanda).
Otra preocupación fuerte en esta primera entrada referenciada, gira alrededor de las implicaciones éticas y las formas de legitimación que se construyen alrededor de los mecanismos de gestión de los conflictos y de su transición, es decir, sobre los alcances de la verdad y las implicaciones de la reparación. A este respecto encontramos los planteamientos de Brooks (1999), Frost (2001) y Rotberg y Thompson. (2000). El punto central en esta discusión es el cuestionamiento de hasta dónde las medidas indirectas de la verdad, el otorgamiento de disculpas y el reconocimiento del daño, pueden garantizar efectivamente movimientos hacia el sostenimiento de la paz.
Finalmente, una de las discusiones más importantes en este primer ámbito de análisis –que al tiempo es uno de los puntos menos tratados sistemáticamente–, es la crítica a la noción liberal de la paz. En este sentido, Paris (2006) y Richmond (2006), critican el carácter epistemológico no cuestionado otorgado a una idea de paz que sólo da cuenta de las necesidades de ampliación de los principios básicos del liberalismo: el mercado, las instituciones y el discurso universalita de los derechos humanos. Estos autores ayudan a comprender el carácter restrictivo de las transiciones cuando la paz es reducida sólo a las reformas hacia democracias electorales, la apertura económica y el privilegio de derechos individuales.
La segunda entrada importante de producción frente a los mencionados sub-campos de saber dentro de las nuevas guerras contemporáneas es el análisis jurídico y del DIH. Este ámbito es el más prolífico de todos, ventaja cuantitativa que es muy indicativa de la centralidad otorgada a esta dimensión en los debates sobre la violencia política organizada y las transiciones conflicto/post-conflicto. Cabe preguntarse si la judialización de asuntos de alto raigambre político resulta una salida sostenible a problemas tan complejos. En cualquier caso, en este campo encontramos trabajos referidos en primer lugar a la descripción de la batería de derechos y disposiciones internacionales que se ponen en juego en cualquier proceso de intervención sobre conflictos armados y en los intentos de transición, Call (2004), Lekha Sriram (2004), Nash (2000). De otro lado, están las discusiones sobre cada uno de los componentes específicos de los mecanismos especializados en la justicia transicional, con gran atención sobre las comisiones de verdad y reconciliación; aquí se destacan los trabajos de Teitel (2003), Hayner (2001), Espinoza y Ortiz (2001), Ally (1999). También hay desarrollos sobre el componente de las reparaciones a las víctimas de los conflictos, que de hecho es el aspecto menos tratado con profundidad, si se considera la amplitud en el tratamiento de la tipificación de violaciones elegibles y a la discusión sobre los estándares aceptados en justicia y perdón. Estos debates son tratados en Colson (1998), Galaway y Hudson (1996), De Greiff (2004).
La tercera entrada de desarrollo que es pertinente destacar es la del análisis comparado –histórico y político–. Aquí los esfuerzos por comparación son diversos, aunque no es muy claro el nivel de sistematicidad de estos esfuerzos. Uno de los primeros intentos está en las comparaciones en el nivel teórico, entre los sistemas de contención de conflictos o los dispositivos de justicia transicional, frente a otros mecanismos de intervención en escenarios de violación de derechos humanos de corte más local y menos verticalista –en el sentido de la comunidad internacional hacia sociedades nacionales–; al respecto se encuentran los textos de De Greiff y Cronin (2002), Orozco (2003), Van de Merwe, Dewhirst y Hamber (1998).
El siguiente criterio de comparación utilizado es el regional o multicaso, que da cuenta de manera muy descriptiva y casuística de las formas de unos y otros frente a la aplicación y la cercanía o la distancia del estándar esperado de los acuerdos internacionales o de los señalamientos de los grandes poderes de la geopolítica global. Se destacan los trabajos de Arnson (1997), Harper, (1996), Kritz (1995). Con esta misma lógica son varias las comparaciones entre la comisiones de la verdad y reparación, como se puede ver en Andrews (2003) y Steiner (1997).
La cuarta entrada importante a destacar es la de corte histórico - etnográfica. Es importante regresar a la precisión inicial, cuando demarcaba esta propuesta del campo de "conflict studies", pues allí es probable encontrar una gran cantidad de trabajo sobre la historia política de los conflictos y sobre la etnografía de casos emblemáticos de victimización. En la perspectiva de mi reflexión interesa la relación entre historia política de la transición y la etnografía de la acción política asociada con tal proceso. En tal sentido, destaco los trabajos de Beristain (1999), Boraine (2000), Elster (2003 y 2004), Lira y Morales (2005), Molina (2005), Castillejo- Cuellar (2007). Pero dado que el propósito de este texto no es el de una revisión bibliográfica exhaustiva, este último componente quisiera desarrollarlo desde una discusión metodológica un poco más detallada, que considere límites y posibilidades, aspecto que se presenta en el siguiente punto.
Enlace 3: en mi experiencia de investigación sobre el conflicto armado en Colombia con sus peculiares manifestaciones de violencia política, es curioso y altamente problemático la paradójica centralidad de los discursos sobre la guerra y la paz, al tiempo que el vaciamiento que se ha hecho sobre los contenidos del debate en estos conceptos. De este modo, las prácticas académicas y socio-políticas parten de esa continua guerra-paz como una condición dada, en donde el trabajo académico define su pertinencia por su capacidad de dar cuenta de cómo acontece la guerra o por allanar caminos hacia la paz. Muy poca discusión se encuentra sobre el tipo de paz de la que hablamos, no en tanto anhelo de escenario post-conflicto, sino respecto a las implicaciones de la presunción teleológica donde la paz se asume indistinta y homogéneamente para todos los actores sociales que la anhelan o se disputan el derecho a definirla. En este contexto, las discusiones internacionales sobre los límites del liberalismo moderno, para dar cuenta de conflictos de una fuerte base y afectación colectiva, son de gran pertinencia para el caso colombiano. El problema para el investigador es cómo introducir el debate sobre lo inimaginado o lo inimaginable; me refiero a que la noción de un Estado liberal (en alguna versión de democracia o de poder popular representado en un soberano, sea presidente, parlamento o partido único) pareciera ser lo único posible. Así, una crítica académica a la clave liberal (de reformismo institucional, libre mercado y discurso universalista del derecho) para la gestión de conflictos armados y la construcción de transiciones hacia escenarios de paz o pacificados, es una empresa que nace fracasada y, en consecuencia, pareciera confirmar el fin de la historia en términos de Fukuyama. Pero como no nos hemos enfrentado al fin de lo real, una ciencia social crítica sí debería asumir la aventura abismal de adentrarse en lo inimaginable.
Lo primero por aclarar es que uno de los aportes más importantes de las perspectivas etnográficas a los estudios sobre violencia política, ha sido el esfuerzo metodológico para dar cuenta de la diversidad de los frentes que se presentan para la discusión en este campo. Estas entradas metodológicas van desde el interés por acceder a los relatos y narrativas de los sujetos afectados por la violencia política –aunque el sujeto de la experiencia siempre ha sido del interés de la antropología–, particularmente en lo relacionado con las formas de seguimiento, a las transformaciones políticas de gran dimensión y la exploración de los intersticios del Estado sobre los que se construyen nuevas formas de subjetivación (Greenhouse, 2002). Así mismo, se intentan comprender las formas emergentes de organización social para dar cuenta de la capacidad de agencia de los sujetos en contextos de profundas crisis institucionales y sociales (Howard- Ross, 2003).
Frente a las maneras de abordar la crisis asociadas con la violencia de carácter sistémico, Mertz (2002: 352) nos ofrece una idea del reto metodológico que implica el trabajo etnográfico en estos campos, cuando se pregunta por ¿cómo configurar un acto cercano de comprensión de fenómenos donde las condiciones básicas de certeza sobre alguna conexión social desaparecen, o donde la propia fibra de la condición humana ha sido trastocada?
Este reto metodológico y ético se ha venido resolviendo sobre la práctica de diversas maneras. En primer lugar, frente a los procesos de subjetivación construidos alrededor de la experiencia de crisis extrema y violencia, una primera entrada que presentan distintos investigadores, es el análisis de narrativas que les permite evidenciar las diferentes formas de racionalizar y de registrar emocionalmente la experiencia límite del sufrir. Un ejemplo de ello es la entrada de Warren (2002: 385), quien enfatiza en la necesidad de identificar en dichas narrativas las estrategias de borramiento de víctimas por parte de victimarios, cuando se ponen en circulación discursos de una realidad dividida en donde la narrativa que se legitima es la del sujeto que produce el daño.
Mertz (2002: 357) destaca como Greenhouse (2002) va más allá de este choque de ámbitos de la verdad, para explorar nuevas concepciones de la agencia de los sujetos, frente a sus formas de respuesta a la sujeción de un lado o de subjetivación movilizadora del otro. En la visión de Greenhouse (2002), estas experiencias se deben observar como un proceso de desacoplamiento entre la agencia y la estructura, lo que a su vez ofrece mayores posibilidades de superar la ilusión de la concreción en sociedades que permanentemente se están rehaciendo desde la interacción (Mertz, 2002: 358). Esta posición nos previene sobre la clásica relación agencia-estructura versus cambio social, pues en procesos donde el cambio deviene de experiencias profundas de violencia, las dos primeras pierden conexión en un complejo e incierto proceso de recreación y adaptación.
Otro elemento altamente problemático en la aproximación etnográfica a estos contextos gira alrededor del lugar de la voz de los actores. Aquí caben las preguntas por quién habla, quién silencia, quién traduce. A este respecto, Das (2000) y Poole (2004), exponen cómo el hablante es el administrador privado de poblaciones –que en sus trabajos está documentado en la figura del representante de la casta dominante o el gamonal, en uno y otro caso respectivamente–. Mientras que por el lado del reconocimiento del daño por violencia, Herman (1992: 7) plantea la tensión entre el deseo del victimario de no hablar del daño, mientras que las víctimas demandan el reconocimiento del dolor y de sus pérdidas (Mertz, 2002: 361).
En este sentido, vale la pena mencionar uno de los efectos más importantes sobre el lugar de la narrativa de las víctimas en estas disputas por el reconocimiento. Me refiero al llamado de Castillejo- Cuellar (2007) por incorporar a las víctimas como agentes en la historia, en donde la restitución de su voz se entienda desde la valoración epistemológica y política del testimonio en tanto experiencia y narrativa en ejercicio dentro del proceso de restitución de la dignidad humana; distanciándose así de las prácticas dominantes en los procesos de transición de la violencia política que privilegian el discurso factual y forense de datos y hechos de víctimas anónimas, en donde sólo aparecen traducciones pálidas de la realidad, representadas en vocabulario controlado y respuestas sin significado histórico y carentes de sentido y valor político en el reconocimiento del daño.
También es importante destacar las advertencias de Greenhouse (2002) y Richani (2002). La primera se refiere a las dificultades y complejidades entre actuar en el contexto de violencia y tomar medidas sobre los efectos de la misma, hecho que implica asumir los retos de la relación insider - outsider (Greenhouse, 2002: 8).
Enlace 4: esta relación es particularmente problemática si se considera la sociología política de muchos de los académicos de las llamadas economías emergentes, en donde las agendas de investigación están condicionadas no sólo por las visiones restringidas e instrumentales de los gobiernos en el Tercer Mundo, sino también por los términos de referencia y las condiciones de financiamiento de agencias internacionales y del mundo de las ONG humanitraristas o del aparato de desarrollo. En este escenario se torna inestable la posición del académico y borrosa su relación entre "estar adentro" y "discutir desde afuera", sobre todo cuando los dispositivos de financiación y control de los resultados comunicables de la investigación condicionan el desarrollo de agendas de largo aliento y el espíritu crítico frentes a los agentes de un lado –los gubernamentales – o hacia el otro –los no gubernamentales–.
Por su parte, Richani (2002: 4) hace un importante llamado a no minimizar el análisis de las relaciones de poder entre los actores desde una lógica que sólo mira la causas de las disputas y los efectos de las mismas sin tener en cuenta la manera en que estas relaciones se articulan con procesos de más largo aliento y escala, que a su vez pueden influenciar la posicionalidad de los mismos. En síntesis, se plantea un importante llamado a no hacer del proceso y la historicidad de los mismos una caja negra, como ha sucedido en muchos de los abordajes que planteamos inicialmente sobre los campos del derecho y la política comparada.
Enlace 5: el reto metodológico surge cuando –como lo mencionaba antes– la agencia y la estructura pierden su relación vinculante y además, las manifestaciones de la agencia están profundamente marcadas por la sujeción violenta o autoritaria, al tiempo que la estructura se hace inenteligible estratégicamente para garantizar el desarrollo de determinadas estrategias de control social y de legitimación del poder. Frente a este escenario el énfasis en la etnografía de lo extraordinario en lo ordinario, permite romper esos circuitos cerrados en los que agentes y estructuras se manifiestan en escenarios de crisis institucional por violencia política.
Los énfasis de Das (2004) sobre las firmas del Estado en la India o de Poole (2004) sobre los procedimientos y los movimientos de la administración de justicia en los márgenes del Estado peruano, son perfectos ejemplos de este tipo de abordajes, en donde a través de la identificación de los intersticios del Estado, se hace posible acercarse a la materialidad que asume el mismo frente a los más diversos problemas en la relación agenteestructura, al tiempo que permite develar cuando esta última se presenta como un borramiento de la primera.
De esta forma, Das (2000) recuerda la importancia de estas entradas metodológicas que permiten plantear debates por las disputas sobre lo real en la presencia o influencia del Estado, además de poder interrogar la vida diaria como lugar de lo ordinario donde acontece los extraordinario. Estas posturas son éticas al tiempo que metodológicas, pues como lo plantea Mertz (2002: 367), establecen una difícil línea de separación entre etnografía y acción social, lo que en el fondo ha sido la lucha histórica de la antropología política contemporánea, al tratar de no caer en los enfoques monolíticos y generalizantes de la interpretación en la distancia.
Otra entrada metodológica interesante por destacar es la de la antropología de los eventos. La estrategia la plantea Hoffman y Lubkemann (2005), quienes parten de precisar que los eventos son difíciles de reconocer, pues ellos tienen cierta ininteligibilidad. ¿Es un evento, un ejemplo o una excepción? ¿Manifiesta la estructura, un proceso, una situación o los invalida a todos ellos? Un evento es por definición un momento singular (Hoffman y Lubkemann, 2005: 316).
La referencia a lo particular podría llevar a cierta sustancialización de la explicación de las experiencias asociadas con la guerra y la violencia política. Para evitar esta tendencia, Hoffman y Lubkemann afirman que "podemos plantear con seguridad que lo que constituye un evento, lo que lo diferencia de un momento o de otro, frente a su significado particular, es que siempre es socialmente construido y localmente significativo" (2005: 317, traducción mía).
Ante estas dificultades que presenta el trabajo etnográfico en zonas en conflicto, cabe preguntarse: ¿cómo podemos entonces hacer una etnografía de eventos tan complejos? ¿Qué tipo de regularidades, si existen, pueden estructurar las irregularidades que caracterizan las zonas de guerra? y ¿dónde y cómo las podemos encontrar? (Hoffman y Lubkemann: 2005: 319). Pero tal vez la pregunta que comporta mayor complejidad es ¿cómo desde un evento se puede articular un comprensión global de lo que acontece y toma lugar en lo local y lo cercano?
Para responder a estas preguntas, Hoffman plantea con claridad que los eventos ganan su fuerza de las imágenes amplias, globales, y de la potencia de las yuxtaposiciones creativas con las cuales los narradores ofrecen o iluminan las circunstancias específicas y las audiencias con las cuales ellos hablan (Hoffman y Lubkemann, 2005: 320). Importante destacar que estas audiencias en el contexto de la geopolítica de la guerra y los conflictos armados contemporáneos son de carácter trasnacional. De nuevo, no sólo desde el diálogo o la influencia de los actores globales macro estructurantes, sino desde las propias redes de actores sociales y de circulación no hegemónica de discursos.
De allí se deriva la necesidad de tener en cuenta que entre las estrategias analíticas más importantes compartidas entre los etnógrafos de las zonas de guerra, se encuentran la manera en que ellos exploran el inter-juego de la historia y la biografía; sea en términos de memoria o narrativa, de rituales o representaciones; cada una de estas contribuciones, ofrecen indicios teóricos sobre cómo la inmediatez de un evento es en gran medida una pregunta por el encuentro del sujeto con su pasado (Hoffman y Lubkemann, 2005: 321).
Enlace 6: una aproximación amplia a los "eventos" que disuelva la división entre aquellas definiciones que enfatizan la ruptura, asociadas comúnmente con la historia social, y el significado de las prácticas sociales, que son características desde el punto de vista etnográfico, se constituye en una fuente central de problematización, no sólo en el sentido y las formas en que se despliegan relatos y discursos que pretenden totalizar la memoria colectiva, sino desde la manera en que se construyen formas de resistir y adaptar los distintos dispositivos políticos desde los actores sociales diversos que cada vez más requieren enfrentar los conflictos armados y la violencia política como regímenes excepcionales, donde los estados de emergencia y transición permanente "guerra-paz-guerra", se vuelven fuente de legitimación para los regímenes autoritarios o pseudos populares que se conforman o usan estratégicamente la administración regulada del "desorden".
Mertz plantea una frase que parece más una premisa que tenemos que aprender a asumir como base del trabajo en el mundo académico contemporáneo: "la ciencia social es incapaz de confrontar el dolor, la incertidumbre y la incapacidad de cierre" (2002: 360, traducción mía).
Con esta afirmación podemos rastrear a lo largo de la sociología, la antropología, la ciencia política y la historia, ámbitos y lugares comunes donde se presume la presencia de regularidades que permiten la articulación de múltiples experiencias en una narrativa totalizante. Por el contrario, los ejemplos aquí discutidos presentan esos intentos de dar cuenta de lo no totalizable, sin perder de vista la relación con una totalidad, que en muchos casos se presenta opaca e inenteligible.
Esta entrada permite tensionar los límites explicativos de diversas nociones centrales para las ciencias sociales; por ejemplo: nociones como identidad, donde el movimiento va de lo estable a lo mutante; la ley, donde el foco se mueve de la enunciación abstracta a la materialidad de su constitución y desarrollo; el Estado, que pasa de la mera abstracción o fetiche a la concreción desde sus mecanismos de sujeción o de legitimación; los márgenes, que dejan de ser el límite no alcanzado por el progreso, para convertirse en el dispositivo sobre el cual administrar las estrategias de inclusión-exclusión; los procesos de subjetivación, que ya no son la mera incorporación del acervo histórico cultural, sino que se convierten en el lugar de entrada y de salida de determinados dispositivos de poder.
Estos aportes nos ubican frente a una reflexión obligada respecto a las formas de tratamiento de las experiencias límite asociadas con la violencia política y la crisis institucional generalizada. Pensar un ciencia social no dominada por la normalización, implica evitar la naturalización hecha del discurso de las crisis, al tiempo que nos pone en la necesidad de dislocar las posturas que justifican lo incierto, fragmentado y desestructurado, bajo supuestos culturalistas de una especie de lugares endógenamente caóticos.
Cuando hablo de los supuestos culturalistas, me refiero a la generalizada y simplista explicación de que dada la prolongada presencia del conflicto y de la mediación violenta en muchas de las sociedades objeto de estudios similares, la única explicación posible es que se ha construido una cultura de la violencia. Para justificar tal argumento abundan los estudios de caso esencializados a través de crónicas y biografías que terminan legitimando la idea de que la violencia es de carácter ontológico y que de allí surge la capacidad de coexistencia con tan "anómalas" condiciones de vida.
Este argumento se asume desde el tipo de análisis que Palti (2007) critica como "tipos culturales ideales", que para él no son en definitiva sino la contraparte necesaria de los "tipos ideales" de la historiografía de las ideas políticas. De ahí que Palti afirma que no es suficiente con cuestionar las aproximaciones culturalistas para desprenderse efectivamente de las apelaciones escencialistas a la tradición y a las culturas locales como principio explicativo último. Continuando con Palti, es necesario penetrar y minar los supuestos epistemológicos en que tales apelaciones se fundan, es decir, estructurar de manera crítica aquellos "modelos" que en la historia de las ideas funcionan simplemente como una premisa, como algo dado (Palti, 2007: 39).
Así, la etnografía, en un sentido relacional, permite que los casos y las experiencias particulares den cuenta no sólo de su inscripción o distanciamiento de determinados tipos ideales, si no que se convierten en la evidencia de los límites conceptuales, discursivos y materiales de los tipos ideales con los que esperamos establecer las conexiones entre Estado y sujeto, o entre agencia y estructura.
En conclusión, la etnografía de la crisis y las experiencias límite, permite balancear el peso epistemológico y político de muchas de las historias sociales y de las trayectorias de vida, que en otras perspectivas no pasarían de meras anomalías, reducidas al mundo concreto del día a día ordinario, para ser entonces resituadas como fuentes fundamentales de saber para la comprensión de los mecanismos de respuesta y de transformación de los escenarios más desestructurantes de la acción y entendimiento humanos.
1 Esta posición se inspira en el caso de la violencia en Colombia, la cual en una lectura del autor de este texto hace evidente que el argumento responde a una tendencia en las ciencias sociales y no sólo o una manifestaciónsui generis del caso en mención.
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