Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
Correo electrónico: nomadas@ucentral.edu.co
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Tim Ingold**
Traducción del inglés: Santiago Restrepo***
* Este artículo fue publicado por primera vez en Inglés en el Journal of the Royal Anthropological Institute (Wiley), Vol. 19, No. 4 (2013), pp. 734-752.NÓMADAS agradece al profesor César E. Giraldo por su amable mediación para lograr el contacto con el autor. Nota del autor: presenté un esbozo inicial de este artículo en la Tercera Conferencia Bianual del Foro Europeo para el Estudio de la Religión y el Medioambiente, Universidad de Chester, 21 al 24 de mayo del 2001, sobre "Animales como sujetos religiosos". Posteriormente lo escribí y lo presenté en la Conferencia Firth, con ocasión de la conferencia de la Asociación de Antropólogos Sociales en la Universidad de Gales Trinity Saint David en Lampeter, 13 al 16 de septiembre del 2011. También lo dí a conocer como conferencia en la Universidad Católica Pontiicia de Rio Grande do Sul, en Porto Alegre, Brasil, el 13 de octubre del 2011. El artículo ha seguido evolucionando y en las revisiones he contado con el consejo de numerosos colegas, entre ellos: Nat Barrett, Maan Barua, Brian Brock, Lieve Orye, Koen Stroeke y Bernd Wannenwetsch, así como Matthew Engelke, el editor, y dos pares anónimos del Journal of the Anthropological Institute. Agradezco también a Jan Peter Loovers, en cuya notable tesis doctoral me basé para la última sección.
** Profesor de Antropología Social de la Universidad de Aberdeen, Aberdeen (Escocia). E-mail:Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
*** Antropólogo con estudios de Filosofía y de Maestría en Economía. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Resumen
A partir de estudios sobre el monacato medieval y las ontologías indígenas del norte de Canadá, el texto muestra cómo superar la brecha entre el mundo real y la imaginación sobre éste, base de los procedimientos oficiales de la ciencia moderna. Se argumenta que el mandato de Bacon, "apelar a los hechos", asumido por esta ciencia, ha dejado la imaginación a la deriva, lejos de su anclaje terreno. Se muestran formas alternativas de leer y escribir, que podrían permitirnos escuchar los consejos tanto de las voces de las páginas como del mundo que nos rodea, y así sanar la ruptura entre mundo e imaginación.
Palabras clave: imaginación, ciencia moderna, saberes indígenas, Medioevo, lectura.
Resumo
A partir de estudos sobre o monacato medieval e as ontologias indígenas do norte do Canadá, o texto mostra como superar a brecha entre o mundo real e a imaginação sobre este, base dos procedimentos oficiais da ciência moderna. Argumenta-se que o mandato de Bacon, "apelar aos fatos", assumido por esta ciência, tem deixado a imaginação à deriva, longe de sua ancoragem terrena. Mostram-se formas alternativas de ler e escrever, que poderiam nos permitir escutar os conselhos tanto das vozes das páginas quanto do mundo que nos rodeia, e assim sanar a ruptura entre mundo e imaginação.
Palavras-chave: imaginação, ciência moderna, saberes indígenas, Medievo, leitura.
Abstract
Based on studies on medieval monasticism and native ontologies of northern Canada, this text shows how to overcome the gap between the real world and the imagination about it, foundation of the official science procedures. The paper argues that Bacon's maxim "appeal to the facts", assumed by this science, has left imagination adrift, far away from its anchoring ground. The article displays some alternative ways of reading and writing that could allow us to listen to the advice of the pages as well as the world around us, thus healing the rupture between world and imagination.
Key words: imagination, modern science, indigenous knowledge, Middle Ages, reading.
A partir de algunos estudios sobre el monacato medieval y las ontologías indígenas del norte de Canadá, este texto muestra cómo podríamos subsanar la brecha entre el mundo real y nuestra imaginación sobre éste, que está en la base de los procedimientos oficiales de la ciencia moderna. Aunque la ciencia no rechaza los sueños de la imaginación como fuentes potenciales de nuevas ideas, estos sueños están proscritos de la realidad que la ciencia pretende descubrir. Desde Bacon y Galileo, la naturaleza se ha concebido como un libro que no entrega voluntariamente sus secretos a los lectores. Sin embargo, la idea de la naturaleza como libro data del Medioevo. Para los lectores medievales, así como para los cazadores indígenas, las criaturas tenían la capacidad de hablar y ofrecer consejos. Pero en el tránsito a la modernidad el libro fue silenciado. Este artículo sugiere que al reconocer nuestra participación imaginativa en un mundo más-que-humano y los compromisos que esto conlleva, podemos reconciliar la investigación científica con la sensibilidad religiosa en tanto que formas de conocer siendo.
En 1620, Francis Bacon, filósofo y estadista inglés, trazó el plan de lo que habría de ser un enorme trabajo científico que se titularía La gran instauración. Bacon nunca terminó la obra, dedicada al rey Jaime I, quien lo había nombrado lord canciller. Sin embargo, en el prolegómeno Bacon atacaba las formas tradicionales de conocimiento, que mezclaban continuamente la realidad del mundo con sus configuraciones en las mentes humanas. Bacon argumentaba que si la mente fuera tan clara y perfecta como un espejo, entonces relejaría los rayos genuinos de las cosas (1858). Pero no lo es. La mente está fisurada y deformada por defectos innatos y adquiridos, por el instinto y el adoctrinamiento, y distorsiona las imágenes que se proyectan sobre su superficie a través de los sentidos, y no se puede confiar en que - por cuenta propia- pueda proporcionar información verdadera sobre las cosas tal como son. Bacon argumentó que solamente hay una salida para esta situación, que consiste en apelar a los hechos: "Aquellos que aspiren, no a adivinar sino a descubrir y conocer, que no se propongan diseñar mundos fantasiosos y fabulosos de su propia cosecha, sino examinar y diseccionar la naturaleza de este mundo, deben ir a los hechos mismos para todo" (1858: 27-28)1.
Las palabras de Bacon tienen una inconfundible resonancia contemporánea. La ciencia actual todavía se legitima apelando a los datos, que se verifican una y otra vez en una búsqueda interminable de la verdad a través de la eliminación del error. Y en su mayoría, las ciencias de la mente y la cultura (la psicología y la antropología) se han embarcado en la misma empresa. Es decir, han respaldado la división entre aquello que Bacon llamaba el mundo en sí mismo, la realidad de la naturaleza que sólo puede descubrirse a través de la investigación científica sistemática, y los distintos mundos imaginarios, que las personas de diferentes tiempos y lugares han conjurado y que -en su ignorancia de la ciencia y sus métodos- han considerado reales. Los antropólogos han analizado comparativamente estos mundos imaginarios y los psicólogos han estudiado los mecanismos, supuestamente universales, que gobiernan su construcción. Todos están de acuerdo en que por ningún motivo deben confundirse los espacios de lo real y lo imaginario, pues la autoridad misma de la ciencia se basa en su pretensión de ser capaz de develar los hechos que están detrás de las fantasías que la imaginación plasma ante nuestros ojos. Por supuesto, es posible estudiar los productos de la imaginación y los hechos para presentar lo que muchos antropólogos aún llaman recuentos émicos(en vez de éticos), pero mezclar ambos sería permitir que el error y la ilusión nublen nuestro juicio. Bacon lo expresó así: "Dios no nos permita tomar un sueño de nuestra imaginación por un patrón del mundo" (1858: 32-3).
En este artículo argumento que el mandato de Bacon, tomado a pecho por las ciencias modernas, ha tenido consecuencias funestas para la vida humana, lo que ha dejado a la imaginación a la deriva, lejos de su anclaje terreno, flotando como un espejismo sobre la carretera que transitamos en nuestra vida material2. Con nuestras esperanzas y sueños inmersos en el éter de la ilusión, la vida parece disminuida. Al recortársele su impulso creativo, ya no nos brinda motivos para el asombro o la sorpresa. De hecho, aquellos que hemos sido educados en los valores de una sociedad donde la autoridad del conocimiento científico es suprema, la división de la vida real y la imaginación en dos ámbitos mutuamente excluyentes de hechos y fábulas se ha arraigado tanto que parece una verdad evidente. Para nosotros el problema se ha convertido en cómo lograr cierto tipo de ajuste entre estos dos ámbitos. ¿Cómo hacerle espacio al arte y la literatura, a la religión, o a las creencias y prácticas de los pueblos indígenas, en una economía del conocimiento en la cual la búsqueda de la verdad de las cosas se ha convertido en una prerrogativa exclusiva de la ciencia racional? ¿Aguantamos la persistencia de la imaginación en nuestro medio o toleramos su inclinación hacia la fantasía debido a un deseo compensatorio de encantamiento en un mundo que de otro modo ha dejado de cautivar? ¿Mantenemos la imaginación como un signo de creatividad, como una señal de civilización, por respeto a la diversidad cultural o simplemente para entretenernos? Estas preguntas son endémicas, pero al formularlas olvidamos lo difícil que resulta, en nuestra experiencia, separar la realidad de nuestra vida en el mundo y del mundo en que vivimos, de las corrientes meditativas de nuestra imaginación. De hecho, el problema es justamente el opuesto al que suponemos: no consiste en cómo reconciliar los sueños de nuestra imaginación con los patrones del mundo, sino en cómo separarlos en primer lugar.
Históricamente, esta separación se consiguió de forma lenta y dolorosa, durante la agitación de la Reforma y los comienzos turbulentos de la ciencia moderna temprana, en los que Bacon y su contemporáneo Galileo desempeñaron un rol fundamental. Pero este proceso histórico se recapitula hoy en día en la educación de todos los niños, a quienes se les enseña, sobre el dolor de la falencia de sus propios análisis, a desconfiar de lo sensorial, a valorar más el intelecto que la intuición, a considerar la imaginación como un escape de la vida real, más que como su impulso mismo. Parece que casi por definición lo imaginario es irreal: es nuestra palabra para lo que no existe. Por ejemplo, como sabe todo padre moderno, los dragones no existen (Kent, 2009). Los adultos estamos convencidos de que los dragones son criaturas de la imaginación. Al haberlos visto en los dibujos de los libros que leíamos cuando niños, y que ahora les leemos a nuestros hijos, nos hemos familiarizado con su apariencia general: cuerpos verdes escamosos, colas largas bifurcadas, cejas anchas, dientes largos y bocas que escupen fuego. Estos monstruos deambulan en el terreno virtual de la literatura infantil junto con otras criaturas también de proveniencia ficticia. Algunos, por supuesto, tienen su contraparte zoológica. Aunque el siempre popular tiranosaurio está convenientemente extinto, otros animales -cobras y cocodrilos, osos y leones- aún merodean y de vez en cuando cobran vidas humanas3. Al encontrar esas criaturas en carne y hueso, hacemos bien en tenerles miedo.
Sin embargo, sus primos ficticios no nos alarman, pues las únicas personas que pueden devorar son tan imaginarias como ellos. Junto con la materia de las pesadillas, estas criaturas están aisladas en una zona de apariciones e ilusiones rigurosamente separada del ámbito de la vida real. De este modo, calmamos al durmiente que despierta aterrorizado porque iba a ser devorado por un monstruo: "Tranquilo, era sólo un sueño". Este límite entre hecho y fantasma, que parecía en duda al momento de despertar, se restaura de inmediato. Entonces, ¿qué debemos pensar de la siguiente historia tomada de La vida de san Benedicto de Nursia, libro escrito por Gregorio el Grande en el año 594 d. C.? Se nos cuenta la historia de un monje que encontró un dragón. El monje estaba inquieto: su mente tendía a divagar y él quería escapar del enclaustramiento de la vida monástica. Eventualmente, el venerable padre Benedicto, cansado de las quejas del monje, le ordenó que se fuera. Sin embargo, apenas el monje salió del monasterio encontró en su camino un dragón con una boca enorme. Temblando de miedo y convencido de que el dragón estaba a punto de devorarlo, el monje llamó a gritos a sus hermanos pidiéndoles ayuda. Ellos acudieron corriendo, pero ninguno vio un dragón. En todo caso, llevaron a su hermano, que aún temblaba por la experiencia, de regreso al monasterio. Desde ese día él nunca más se descarrió, ni pensó en desviarse de su camino. La historia concluye diciendo que fue gracias a las plegarias de Benedicto que el monje "vio en el camino el dragón que antes había seguido sin ver" (Carruthers, 1998: 18).
Quizás el monje de esta historia admonitoria simplemente sufría pesadillas. Sin embargo, las personas del Medioevo no se tranquilizarían tan fácilmente como nuestros contemporáneos al darse cuenta de que sus encuentros con dragones y otros monstruos no eran más que sueños. Por supuesto, no eran tan crédulos como para suponer que los dragones existían, en el sentido específico de existencia invocado por las personas modernas cuando afirman que los dragones no existen. No se trata de que el monje de nuestra historia hubiera encontrado otra criatura que, con el beneficio de la información científica posterior, nosotros los modernos hubiéramos reconocido como una especie de reptil, por ejemplo. Recuérdese que los hermanos que fueron a rescatarlo no vieron ningún dragón. Sin embargo, observaron que el monje temblaba y, sin duda, también notaron la mirada de terror en el rostro del monje. Pero cuando el monje gritaba que lo salvaran de las fauces del dragón, los hermanos entendieron su situación de inmediato. No reaccionaron ante su ataque de pánico de la misma forma en que el psiquiatra moderno reaccionaría a los desvaríos de un lunático que escapa del asilo, esto es, no lo consideraron consecuencia de las alucinaciones, quizás inducidas por drogas, de una mente febril y perturbada. Por el contrario, los monjes reconocieron de inmediato, en la visión del dragón, la forma de la agitación que el monje no podía articular de otro modo y se apresuraron a responder, afectiva y eficazmente, a su aflicción. El monje estaba a punto de ser consumido por el miedo y sentía los síntomas de la desintegración personal. El dragón no era la causa objetiva del miedo; era la forma del miedo mismo.
Para los hermanos de las comunidades monásticas, esta forma era bien conocida, pues se les inculcaba a través de una disciplina rigurosa de la mente y el cuerpo. En su formación, las historias y los dibujos de dragones y otros monstruos igualmente atemorizantes se utilizaban no como los usamos hoy en día, para crear una zona de tranquilidad y seguridad al consignar todo lo atemorizante en el ámbito de la fantasía, sino para infundirles miedo a los novatos, para que pudieran sentirlo, reconocer sus manifestaciones y vencerlo, a través de un irme régimen de ejercicio mental y corporal. En tanto que forma manifiesta de un sentimiento humano fundamental, el dragón era la encarnación palpable de lo que significaba "conocer" el miedo. Por ello, en la ontología medieval, el dragón existía como existía el miedo, es decir, no como una amenaza exterior, sino como una aflicción instalada en el núcleo del ser del sufriente. Como tal, el miedo era tan real como la expresión facial y la urgencia en la voz del monje. A diferencia de los gestos que evidenciaban el miedo, solamente quien tenía miedo podía ver o escuchar el dragón. Por eso quienes acudieron en ayuda del monje no vieron el dragón. Seguramente ellos actuaron guiados por un sentimiento de compasión, que para muchos -en el lenguaje de ese entonces- evocaba la imagen de una figura santa que irradiaba luz. En la imaginación monástica, tanto los santos como los dragones se construían a partir de los fragmentos de textos e imágenes que se les mostraban a los novicios a lo largo de su formación. En este sentido, para adoptar el término de la historiadora Mary Carruthers, eran "producidos por la imaginación" (1998: 187). Pero para los pensadores medievales, estos productos de la imaginación no estaban acordonados en un ámbito distinto al de la "vida real", sino que eran las formas externas de la experiencia humana visceral y habitaban en la brecha entre el cielo y el inierno4.
El monje de la historia estaba dividido entre ambos. Expulsado del monasterio por el santo Benedicto, se vio confrontado por el demonio -en forma de dragón- que lo esperaba afuera. Rescatado al instante, regresó al monasterio. Así pues, la historia sigue un camino de movimiento, del interior al exterior y luego de vuelta al interior. Desde el comienzo se nos dice que la mente del monje tendía a divagar. De hecho, en un giro intrigante al final de la historia, Gregorio cuenta que durante todo ese tiempo el monje había seguido al dragón sin verlo en realidad. Es como si hubiera estado sonámbulo. Cuando el monje salió, perdió su sentido de la ubicación, como cuando uno está en un entorno desconocido. Fue un despertar duro. Entró en pánico cuando el dragón apareció ante sus ojos bloqueando su camino. De este modo, la historia concluye diciendo que Benedicto en realidad le hizo un favor al monje al expulsarlo, pues esto lo llevó a ver -y por lo tanto a conocer- al dragón que había seguido ciegamente. Para los escritores de la tradición monástica, tal como lo ilustra claramente esta narrativa, conocer dependía de ver, y ambos transcurrían a lo largo de trayectorias de movimiento. Para entender esto tenemos que concebir la cognición, tal como lo explica Carruthers, "en términos de caminos o 'vías'" (1998: 70). El pensador medieval era un caminante que viajaba en su mente de un lugar a otro, componiendo sus pensamientos a medida que avanzaba (Ingold, 2007).
Más adelante volveré al tema de pensar cómo recorrer un camino. Entretanto, déjenme dar otro ejemplo. Entre los ojibwa, cazadores y tramperos del norte de Canadá, se dice que existe un pájaro cuyo sonido, cuando atraviesa el cielo, es como el de un trueno. Pocos lo han visto y a quienes lo han hecho se les atribuyen poderes excepcionales de visiones reveladoras. Según el etnógrafo Alfred Irving Hallowell, una de esas personas era un niño de doce años aproximadamente. Hallowell cuenta que durante una gran tormenta, el niño salió de su carpa y vio un pájaro extraño sobre unas rocas. Volvió a la carpa para llamar a sus padres y cuando salieron el pájaro ya no estaba. El niño estaba seguro de que era el pinési, el pájaro trueno, pero los mayores no estaban convencidos. El asunto concluyó solamente cuando un hombre que había soñado con el pájaro verificó la descripción del niño (Hallowell, 1960: 32). Claramente el pinési no es un pájaro común y corriente, así como el dragón no es un reptil ordinario. Como el sonido del trueno mismo, el pájaro trueno hace sentir su presencia no como un objeto del mundo natural, sino, en un nivel más fundamental, como un fenómeno de la experiencia (Ingold, 2000). Es la forma encarnada de un sonido que reverbera a través de la atmósfera y abruma la conciencia de quienes lo escuchan. Así como los hermanos del monje salieron y no vieron ningún dragón, los padres del niño tampoco vieron ningún pinési. Pero en tanto que forma convencional de una sensación auditiva poderosa, también les resultaría enteramente familiar. El pájaro trueno puede ser un producto de la imaginación, pero es una imaginación que ha saturado la totalidad de la experiencia fenoménica.
El filósofo Gaston Bachelard (1988) ha escrito con elocuencia sobre cómo el pájaro de nuestros sueños que habita el ámbito de la imaginación poética no es una cosa de carne y plumas, sino una composición de aire y movimiento en la que el soñador mismo se eleva y se transporta. El pájaro, dice Bachelard, "es el ojo dinámico de la tormenta" (1988: 77); su cuerpo es el viento, su aliento la tempestad, sus alas el cielo. Para que aparezca en su acostumbrada forma aviaria, el soñador debe "escalar de regreso hacia el día" (1988: 73), pero la aparición solamente puede ser momentánea, pues el mismo ascenso hace que se eclipse a medida que se restaura la frontera cotidiana entre ver y soñar. Aunque las fuentes de Bachelard provienen de la literatura occidental -los escritos visionarios de William Blake, en particular-, el pueblo ojibwa hubiera entendido de inmediato el argumento, junto con su corolario, esto es, que el pájaro de carne-y-plumas no es más que una manifestación del pájaro real del sueño-tormenta, no al contrario, y que no podría existir sin éste. De la misma forma, el atemorizante dragón de la historia de Gregorio era la forma del terror incandescente que envolvía al sujeto que regresaba a la conciencia al despertar. Por ello, no debería sorprender que en el incidente relatado anteriormente, la observación del niño haya sido verificada por un sueño. Como lo expresa Bachelard, la dirección de la filiación "desciende del espíritu hacia los seres corporales" (1988: 71), lo que permite que los segundos sean traídos a la vida por los primeros. Si Bacon hubiera conocido este caso habría entrado en shock. Para nosotros, los modernos, la dirección de la filiación es justamente la contraria, de la realidad de las cosas vivientes a sus apariciones más o menos fantásticas. Por eso es más usual, y ciertamente más aceptable, requerir que los sueños sean verificados por medio de la observación, y no lo contrario.
Una instancia bien conocida es la del descubrimiento por parte del químico Friedrich August Kekulé de la estructura de la molécula del benceno, compuesta por un anillo de seis átomos de carbono. De acuerdo con la historia contada por el mismo Kekulé, claramente retrospectiva y quizás embellecida, el descubrimiento ocurrió durante una noche de 1865 en Gante, la ciudad belga. Esa noche se había quedado hasta tarde en su estudio trabajando en un libro de texto. Avanzaba poco, así que giró su silla hacia el fuego y se durmió. En su ensoñación, observó átomos que retozaban frente a sus ojos, retorciéndose y enroscándose con un movimiento similar al de una serpiente. "¡Pero miren! ¿Qué era eso? Una de las serpientes había mordido su propia cola y la giraba burlonamente ante mis ojos. Desperté como con el relámpago de un rayo… Pasé el resto de la noche extrayendo las conclusiones de la hipótesis" (Kekulé citado en Benfey, 1958: 22)5.
Podemos estar seguros de que sea lo que sea que Kekulé sintió cuando despertó, una vez se extinguió el flash que lo sacó de la duermevela, la serpiente giradora de su sueño dejó de ser una afectación de su visión y se convirtió en una figura abstracta del pensamiento -una serpiente "buena para pensar"-, peculiarmente apta para descifrar la estructura de una realidad dada. Así, la serpiente y el anillo de benceno caen inequívocamente en lados opuestos de una división ontológica impermeable entre la imaginación y la realidad. Esto es lo que permite que uno de ellos ocupe metafóricamente el lugar del otro. La congruencia entre la serpiente y el anillo refuerza la división, antes que romperla.
Sin embargo, la conjetura inducida por el sueño no es más que una quimera, hasta que supere las pruebas empíricas. Kekulé le hizo esa misma advertencia a su audiencia: "Señores, aprendamos a soñar y entonces quizás encontremos la verdad… Pero seamos precavidos y no publiquemos nuestros sueños antes de que el entendimiento consciente los verifique" (citado en Benfey, 1958: 22). De hecho, experimentos posteriores en el laboratorio comprobaron que la hipótesis de Kekulé era básicamente correcta y luego pasaría a ser una de las piedras angulares del emergente campo de la química orgánica. No ocurrió lo mismo con el sueño. A la luz del día, el sueño se desvaneció en el olvido. Así, la ciencia le concede a la imaginación el poder de conjetura -de pensar "por fuera del molde"-, pero sólo al proscribirla de la realidad misma a la que ofrece sus ideas. En cambio, para los ojibwa sería más bien al contrario. Para ellos, la verdad de las cosas no solamente se encuentra en la experiencia onírica personal, también se comprueba a través de ésta. Por eso el avistamiento del pinési por parte del niño pudo ser corroborado por el sueño de un adulto. En esta búsqueda del conocimiento a través de la experiencia, los poderosos seres más-que-humanos que habitan el cosmos de los ojibwa, incluyendo a los pájaros trueno, no son recursos analógicos, sino interlocutores vitales. Este cosmos es políglota, una mezcla de voces a través de las cuales diferentes seres, en sus propios idiomas, anuncian su presencia, se hacen sentir y producen efectos. Para vivir como un ojibwa, uno debe sintonizarse con esas voces, escucharlas y responderles.
Otra historia del pájaro trueno narrada por Hallowell -quien a su vez la escuchó de un informante- ilustra este punto a la perfección. Una tarde de tormenta, el informante de Hallowell, un hombre viejo, estaba sentado en una carpa. Un trueno sonó con fuerza. De inmediato el hombre se giró hacia su mujer: "¿Oíste lo que dijo?", preguntó. "No", respondió ella, "no alcancé a captarlo". Al comentar este intercambio, Hallowell hace énfasis en que el hombre "reaccionó al sonido de la misma forma en que lo haría ante un humano cuyas palabras no entendiera" (1960: 34). Esto no fue simplemente una falla en la traducción. El viejo no entendió el mensaje del pájaro trueno no porque no dominara bien ese idioma (Hymes, 1964). Hallowell observa que
[…] por lo general los ojibwa no están pensando en recibir mensajes cada vez que hay una tormenta. Resulta que este hombre en particular había conocido al pájaro trueno en su juventud a través de los sueños de su ayuno de pubertad, y había desarrollado una estrecha relación de tutelaje con el pinés (1976: 459).
En el contexto de esta relación, escuchar y responder al trueno no era un asunto de traducción, sino de empatía, de establecer una comunión de sentimiento y afecto o, en breve, de un abrirse de sí mismo al ser de otro6. Y esta apertura ocurre sobre todo en el soñar, donde se disuelven las fronteras que rodean al yo en la vigilia.
Este exponerse a otro no era algo que un científico serio como Kekulé hubiera podido llegar a contemplar. Para él, el camino hacia el conocimiento verdadero no consistía en entablar un diálogo con seres de un mundo más-que-humano, sino en una lectura exacta y literal de los hechos. El mismo Kekulé aconsejaba que el investigador que quiera
[…] seguir el camino de los exploradores debe notar cada huella, cada rama torcida, cada hoja caída. Después, de pie en el punto más alejado al que hayan llegado sus predecesores, le resultará fácil percibir el lugar donde el pie de un pionero posterior podrá encontrar suelo irme (citado en Benfey, 1958: 23).
El propósito era, como lo formuló Bacon, escribir una "visión verdadera de las pisadas del creador" (1858: 33), inscritas en la obra de su creación. Se trataba de quitarle el cerrojo a los secretos de la naturaleza. Pero estos secretos no se descubrirían a través de la percepción sensorial inmediata o del involucramiento afectivo, ni la naturaleza los entregaría por voluntad propia. En vez de dejar que criaturas distintas-a-las-humanas hablaran por sí mismas y escucharlas, el filósofo natural debía penetrar en su funcionamiento oculto por medios próximos a la tortura: "[…] torcerle la cola al león" (Eamon, 1944: 285) hasta que grite. Tal como Bacon lo escribió en su Novum organum (la segunda parte de su inconclusa La gran instauración), "los secretos de la naturaleza se revelan con más facilidad bajo las vejaciones del arte que cuando siguen su propio camino" (1858: 95). Galileo opinaba lo mismo. Decía que a la naturaleza "no le importa si sus abstrusos métodos y razones de funcionamiento son comprensibles para el ser humano" (Galilei, 1957: 183). Para todo propósito práctico, la naturaleza le había dado la espalda a la humanidad. En un pasaje ahora celebrado de su libro El ensayador, de 1623, Galileo comparó el universo natural con un "gran libro" que, a pesar de ser accesible a todos, no podía leerse sin un conocimiento del lenguaje y los caracteres en que estaba escrito. Galileo argumentó que ese lenguaje eran las matemáticas y que los caracteres eran "los triángulos, círculos y otras figuras geométricas sin las cuales es humanamente imposible entender una sola palabra" (Galilei, 1957: 237). Para Kekulé, el anillo sinuoso se convirtió en el equivalente de los triángulos y círculos de Galileo: un signo del pensamiento racional.
La idea del libro del universo o la naturaleza tiene una antigüedad considerable, y era tan corriente entre los estudiosos medievales, como lo sería luego con el surgimiento de la ciencia moderna. Peter Harrison, historiador de la religión, rastrea el origen de esta idea hasta llegar a varias fuentes eclesiásticas del siglo XII, entre éstas, al filósofo-teólogo parisino Hugo de San Víctor, quien, en su De tribus diebus, declaró que "la totalidad del mundo sensible es como un libro escrito por el dedo de Dios" (citado en Harrison, 1998: 44). En sus raíces, la idea se basaba en una homología entre la palabra de Dios (verbum Dei), tal cual aparecía en la composición de las escrituras, y la obra de Dios, esto es, la creación del mundo y sus criaturas. La pregunta era: "¿Cómo podemos los humanos leer esos libros gemelos?" (Bono, 1995: 11). Con esto, podemos volver a los monjes medievales, para quienes -como ya he observado- la práctica meditativa de la lectura litúrgica era equivalente a recorrer un camino. Una y otra vez comparaban sus textos con un terreno que debían atravesar como cazadores siguiendo una huella, tomando o basándose en las cosas que encontraban, o en los eventos que presenciaban, sobre los caminos que recorrían. La palabra latina para este tomar o basarse era tractare, de la cual se deriva la palabra tratado en el sentido de una composición escrita. A medida que avanzaban por el camino, los personajes que encontraban, y cuyas historias estaban plasmadas en las páginas, les hablaban con palabras de sabiduría y orientación, que ellos escuchaban para aprender. Éstas se conocían como las voces paginarum, "las voces de las páginas" (Leclercq, 1961: 19-20; Olson, 1994: 184-185). De hecho, la lectura en sí misma era una práctica vocal: en las bibliotecas monásticas típicas se escuchaba el murmullo constante de los monjes, que pronunciaban las voces de las páginas y se relacionaban con éstas como si estuvieran presentes y fueran audibles (Cavallo y Chartier, 1999)7. Leer, en el sentido medieval original, era recibir el consejo de esas voces, de la misma forma en que el viejo ojibwa hubiera recibido el consejo de la voz de su mentor, el pájaro trueno, si hubiera captado lo que dijo8.
Así como el cazador está rodeado por las voces de la tierra, el lector medieval estaba rodeado por las voces de las páginas y era seguidor de una tradición (traditio). Esta palabra, derivada del latín tradere, entregar, significaba algo distinto a lo que suele significar hoy en día. No era de ningún modo un cuerpo de enseñanzas o conocimiento codificado que pasaba de generación en generación. Más bien, esta palabra se usaba para denotar una actividad o representación, gracias a la cual era posible -como en un relevo- continuar. Las escrituras, antes que darle contenido a la tradición, establecían los caminos sobre los cuales este movimiento era factible. Cada camino -cada historia- llevaba al lector hasta cierto punto antes de entregarlo al siguiente. El parecido de la palabra latina tradere con el término inglés antiguo trade (oicio), de donde se deriva track (pista), es accidental; sin embargo, como lo sugiere el teólogo Peter Candler (2006) en un comentario a los escritos de Tomás de Aquino, el llamado de los monjes tenía tanto de profesión (trade) como de oficio (craft). En su investigación enciclopédica sobre los animales en los mitos, las leyendas y la literatura, Boria Sax anota que "estudiar una tradición es seguir la pista de una criatura, como si uno fuera un cazador que regresa en el tiempo" (2001: x). Cada criatura es su historia, su tradición, y seguirla es realizar un acto de recordación y, al mismo tiempo, proseguir, en continuidad con los valores del pasado.
Con frecuencia, el nombre de la criatura es en sí mismo una historia condensada, de manera que solamente al pronunciarlo la historia se despliega. Pero también se extiende en los llamados o vocalizaciones de las criaturas mismas -si tienen una voz-, así como en su presencia y actividad manifiesta, visible9. Como un nodo o nudo en una madeja de imágenes, historias, llamados, avistamientos y observaciones, ninguno más "real" que otros, toda criatura no es tanto una cosa viviente, sino más bien una manifestación de una instancia de cierta forma de estar vivo, que para la mente medieval, abría un camino a la experiencia de Dios. En el siglo VII, Isidora de Sevilla escribió que lo mismo ocurría con las letras e imágenes de los manuscritos, pues les permitían a los lectores escuchar de nuevo y memorizar las voces de los que ya no estaban presentes (Carruthers, 1990). Así, el libro de la naturaleza, escrito por el dedo de Dios, se relejaba en la naturaleza del libro, leído por el dedo del hombre -una segunda naturaleza compuesta no por obras sino por palabras (Clingerman, 2009)-.
Para Isidora, la lectura debía realizarse en voz baja, pero no podía ser del todo silenciosa, pues dependía de los gestos de la garganta y la boca (Saenger, 1982). Los manuscritos de la época normalmente se copiaban en scripto continua, esto es, sin espacios entre las palabras. Entonces, la única forma de leer era en voz alta, siguiendo la línea de las letras con los dedos mientras se murmuraba con los labios, como uno seguiría una línea de notación musical, y permitiendo que las palabras emergieran o "se desprendieran" de la acción misma (Cavallo 1999)10. Sin embargo, durante el siglo XII y comienzos del XIII, se dio un cambio gradual hacia una lectura que se realizaba únicamente con los ojos, sin un acompañamiento de la voz o de los gestos. Esto fue posible gracias a la división de la línea del texto en segmentos del tamaño de una palabra, cada uno de los cuales podía captarse de un vistazo, gracias a los espacios. Esto removió la necesidad de pronunciar las palabras en voz alta o de seguir la línea con los dedos. El medievalista y paleógrafo Paul Saenger (1982, 1999) ha mostrado cómo, con esta lectura visual, se silenciaron las voces de las páginas. Cuando todos leían en voz alta en la biblioteca de un monasterio, la voz de cada uno tapaba el ruido de las demás. Pero cuando uno trata de leer en silencio, el sonido más leve puede ser una distracción. Fue así como el silencio llegó a reinar dentro de los monasterios. Sin embargo, en el mundo exterior al monasterio, en la sociedad laica, la lectura oral siguió predominando, incluso durante los siglos XIV y XV. Como lo ha señalado David Olson (1994), psicólogo de la cognición, la Reforma propagó la transición fundamental en las formas de leer, pues se pasó de leer entre líneas a leer lo que había en éstas, o de la búsqueda de revelaciones o "epifanías" al descubrimiento del verdadero significado alojado en el texto, disponible para todo aquel que tuviera la llave necesaria para extraerlo.
A comienzos del siglo XVI, Martín Lutero urgió a los lectores a abandonar los sueños y fantasías que sus predecesores habían encontrado escuchando las voces que ellos creían que les hablaban a través de las páginas del manuscrito, y trazó un límite entre los significados dados de las palabras y sus interpretaciones posteriores (Olson, 1994). Para los reformadores, las escrituras no debían leerse de forma figurada o alegórica, sino como un registro acreditado de la verdad histórica (Harrison, 1998). Este registro tampoco debía alterarse. De este modo, el libro que había permanecido abierto en las manos de los académicos medievales o sobre sus escritorios, permitiendo relecturas y recuentos interminables, y siempre receptivo a la inserción de glosas entre líneas o en sus márgenes, quedó empacado como un objeto completo, encuadernado entre cubiertas, y pasó a reposar cerrado en el estante (Candler, 2006). De manera semejante, la naturaleza también pasaría a observarse como un libro cerrado: un libro escrito de principio a in, cuyos secretos sólo podían obtenerse a través de una investigación rigurosa en la que cada descubrimiento representaba más un avance que una revelación. Fue en este sentido que Bacon insistió en la distinción absoluta entre los sueños de la imaginación y los patrones del mundo. La naturaleza también debía leerse literalmente, apelando únicamente a los hechos. Aunque se asumía que se descubriría que los intrincados patrones y mecanismos eran obra de Dios y una señal de su omnipotencia, nunca se sugirió que podrían abrirse a una experiencia de la revelación divina. Tampoco se habría de ver a Dios en el rostro de la naturaleza, sino solamente el mudo testimonio de su inteligencia y obra (Bono, 1995). Tal como lo señala Harrison, para Bacon y sus contemporáneos,
[…] la naturaleza ya no es un texto autobiográfico en el que se encuentran referencias directas al autor. Más bien, se asemeja a un tratado matemático, que no tiene significado como tal y tampoco habla directamente de su autor, sino que a partir de él se pueden realizar inferencias sobre ciertas cualidades de la persona que lo elaboró (1998: 203).
Quiero llamar la atención especialmente sobre dos corolarios de este cambio en las formas de leer el mundo natural. El primero se refiere a la lectura y el conocimiento como acción representativa. He mostrado cómo para los lectores medievales el significado se generaba en una actividad vocal-gestual de leer en voz alta (read out) (Cavallo 1999). En este caso, hacer y conocer estaban tan unidos como el mascar y la digestión -una analogía plasmada explícitamente en la caracterización del pensar como rumiar-. Aún decimos que rumiar es mascar un poco más las cosas -como el ganado masca el bolo alimenticio- y digerir su significado (Carruthers, 1990; Hamesse, 1999; Ingold, 2007). Adicionalmente, como hemos visto, las personas del Medioevo habían leído el libro de la naturaleza de la misma forma, mediante su práctica de recorrer un camino. Al leer las voces de la naturaleza, del mundo más-que-humano, la gente obtenía consejos y los seguía al recorrer el camino de su experiencia. Con una sensibilidad sintonizada gracias a un compromiso perceptual íntimo con sus alrededores, ellos podían decir no solamente lo que había sido, sino lo que vendría. Así, el conocimiento de la naturaleza se forjaba en movimiento, al desplazarse en ésta. Este conocimiento se generaba en la acción en la medida en que se formaba a través de los ires y venires de los habitantes. En resumen, la lectura como acción representativa formaba las palabras mismas y el mundo. Como lo demuestra el caso de los ojibwa y el pájaro trueno, en una forma de conocimiento que es activa -que transcurre- en las fronteras entre el yo y lo otro, o entre la mente y el mundo; son provisionales y fundamentalmente inseguras, en vez de estar dibujadas en piedra.
Por el contrario, en una ciencia construida bajo el espíritu de Bacon, conocer no es unirse al mundo en la actividad, sino obtener información de lo que allí ya está establecido. Cabe notar que la analogía con la caza persistió desde la lectura del viejo libro de la naturaleza hasta la del nuevo. De hecho, el mismo Bacon proporcionó una de las elaboraciones más detalladas de la metáfora de la caza, al comparar su método experimental con la forma en que el cazador sigue a su presa, guiado por huellas y señales (Eamon, 1994). La reaparición de la metáfora, más de dos siglos después, en el consejo de Kekulé al aspirante a investigador científico para que "se ije en toda huella, rama doblada y hoja caída" (citado en Benfey, 1958: 23), es una señal de su resiliencia. Sin embargo, la imagen del cazador cambia sutilmente: ya no se trata de un seguidor de huellas y pistas tradicionales, sino que se convierte en un explorador de territorios salvajes sin mapear, un civilizador que busca controlar esos territorios y las criaturas que los habitan. En resumen, en vez de avanzar por un terreno familiar que se despliega continuamente, en el que ni las palabras ni las obras se repiten, el científico se propone mapear una terra incognita ya existente, esto es, descubrir, a través de un procedimiento de decodificación o desciframiento, lo que ya existe de facto e in toto. Dado que el creador inscribió el libro de la naturaleza en el lenguaje de las cosas, la tarea del científico -tanto para Bacon, como para Galileo- era desinscribir o, en una palabra, "describir" lo que allí estaba escrito11. Es decir, obtener conocimiento no al leer en voz alta, sino al leer del texto. Como lo señala Candler, esto implica un cambio, pues se pasa "de una historia contada y representada con todo el cuerpo, a un texto visto e interpretado" (2006: 10). Y desde el momento en que se dio ese cambio, el mundo dejó de ofrecer consejos y se convirtió más bien en un depósito de datos que, en sí mismos, no ofrecían ninguna guía sobre lo que debía hacerse con éstos. Los hechos son una cosa, los valores, otra muy distinta, y estos últimos provenían no de la naturaleza, sino de la sociedad humana. Por esto, de allí en adelante la sabiduría quedó relegada a un segundo plano, después de la información.
El segundo corolario nos lleva de vuelta a la idea de que en la época medieval los animales y otros seres del mundo más-que-humano se conocían por sus tradiciones, como conjuntos de historias, imágenes y observaciones. Rastrear un animal en el libro de la naturaleza se asemejaba a seguir la línea de un texto. Pero, así como la introducción de los espacios entre las palabras dividió la línea en segmentos, de la misma forma -en el libro de la naturaleza-, las criaturas comenzaron a aparecer como entidades discretas, limitadas, más que como líneas de un devenir en continua expansión. De esta forma, la naturaleza se volvió apta no para un proyecto de seguir pistas, sino para uno de clasificación (Clough, 2013). Las líneas se rompieron y los objetos resultantes podían ordenarse y organizarse, sobre la base de las semejanzas o diferencias percibidas en los compartimientos de una taxonomía. Por primera vez, era posible hablar de los bloques fundamentales de la naturaleza, y no de su tejido y arquitectura. En resumen, la naturaleza se percibía compuesta por elementos, antes que tejida a partir de líneas. Y las criaturas de este mundo natural ya no se conocían como tradiciones sino como taxones. Sin embargo, las entidades que se conocían únicamente por sus tradiciones, y para las cuales no podía encontrarse evidencia corroborativa en los hechos de la naturaleza, se escurrieron por las grietas de las taxonomías. En las taxonomías científicas no hay dragones o pájaros trueno. No se trata simplemente de que no existan en el nuevo libro de la naturaleza, sino de que no pueden existir, pues su constitución ligada a una historia está fundamentalmente en desacuerdo con el proyecto de clasificación. Los dragones, junto con otros seres que se asoman o hacen sentir su presencia en los caminos del mundo, pueden narrarse pero no pueden categorizarse. Y tampoco pueden localizarse con precisión, como en un mapa cartográfico. Tal como lo explica Michel de Certeau (1984), así como estos seres cayeron por las grietas de la taxonomía, también fueron "desplazados hacia los costados" de una cartografía científica que no tenía cabida para los movimientos e itinerarios de la vida. Lo mismo ocurre con las experiencias del miedo y los sonidos del trueno: tampoco pueden clasificarse o mapearse. Pero eso no hace que sean menos reales para una persona asustada o atrapada en una tormenta.
De este modo, parece que a medida que las páginas perdían su voz al comienzo de la era moderna, el libro de la naturaleza también se silenciaba. Ya no nos habla o nos cuenta cosas. Y, sin embargo, esta naturaleza supuestamente silenciosa puede ser, y con frecuencia lo es, un lugar ruidoso y ensordecedor. Como lo observa el filósofo Stephen Vogel (2006), en el mundo de la naturaleza abundan los gestos y movimientos, que en buena medida se manifiestan como sonidos: piénsese en el retumbar del trueno o el aullido del viento, en el resquebrajamiento del hielo o el rugido de la cascada, en el crujir del follaje o los trinos de los pájaros. Adicionalmente, el habla humana puede entenderse en cierto nivel como un gesto vocal, y puede considerarse que la voz manifiesta la presencia humana, así como el trino manifiesta la presencia del pájaro y el trueno la del relámpago. En este nivel, la voz, el trino y el trueno son equivalentes ontológicamente: así como la voz es el ser humano en su manifestación sonora, así el trino es el pájaro y el trueno es el relámpago. Pero Vogel argumenta que nada de esto respalda la conclusión según la cual, las entidades naturales conversan con los seres humanos o entre sí. Esto por dos razones fundamentales. En primer lugar, la conversación requiere que los participantes se escuchen y respondan entre sí, por turnos. Los humanos escuchan y responden a los sonidos de la naturaleza: escuchan los trinos de los pájaros y los truenos los conmueven o incluso aterrorizan. ¿Pero la naturaleza nos responde?, se pregunta Vogel: "¿Las entidades parlantes que escuchamos y a las que hablamos en la naturaleza nos dedican en algún momento su atención completa […] se involucran con nosotros, responden a nuestras solicitudes?" (2006: 148). Vogel está convencido de que la respuesta es "no". Vogel sugiere que los sonidos de la naturaleza se parecen más a las órdenes de un monarca que no escucha a sus sujetos, pero los obliga a obedecer. En segundo lugar, una conversación necesariamente es sobre algo (Vogel, 2006), permite que los participantes comparen sus percepciones sobre el mundo en la tarea común de entender cómo es en realidad. Los interlocutores humanos hacen esto, a diferencia de los pájaros, árboles, ríos, truenos y vientos. No son interlocutores irresponsables, simplemente no son interlocutores (Vogel, 2006).
Entonces, para Vogel, el silencio de la naturaleza significa que por más ruido que haga, ésta no participa en las conversaciones que tenemos sobre ella misma. Puede parecernos como si la naturaleza hablara, pero es una ilusión. "He escuchado con detenimiento y no oigo nada", dice Vogel (2006: 167). Recuérdese al hombre ojibwa y al pájaro trueno. Él pensaba que el trueno le hablaba, pero no podía entender lo que decía. ¿Se trató de una falla en la traducción, como Hallowell parece sugerir? Yo argumenté que fue más bien una falla en la empatía. Sin embargo, para Vogel, si el hombre hubiera comprendido lo que decía el trueno, no hubiera logrado traducirlo ni hubiera podido sentir empatía. Más bien, hubiera realizado un acto de ventriloquía. Pues mientras que el traductor habla por otro en su propia lengua, el ventrílocuo proyecta sus propias palabras en un objeto mudo creando la ilusión de que este habla por sí mismo (Vogel, 2006). Esta acusación de ventriloquía es la base para el aborrecimiento científico del antropomorismo, donde se acusa a aquellos que pretenden tener empatía con criaturas no humanas o pretenden saber lo que sienten, de proyectar sus propios pensamientos y sentimientos en sujetos inconscientes. Sin embargo, esta acusación sigue teniendo detractores. Por ejemplo, en un debate realizado en las páginas de la revista Environmental Values, Nicole Klenk (2008) defendió la posición contraria. Ésta afirma que los no humanos pueden y de hecho, responden a la voz, los gestos y la presencia de los humanos en formas que son significativas para ambas partes.
Es verdad que quizás los no humanos no comparten sus percepciones del entorno con los humanos en un esfuerzo colaborativo con el in de establecer lo que realmente hay "allá afuera". Pero Klenk argumenta que insistir en que las conversaciones solamente pueden asumir esa forma es tener una visión tan estrecha de la conversación que excluiría lo que comúnmente llamamos conversación en el mundo humano. Para casi todas las personas, la mayor parte del tiempo, la conversación consiste en entender lo que otros nos cuentan, en "entender bien la historia", no en verificar su autenticidad (Klenk, 2008). Así, los seres humanos que asumen la tarea de convertir en palabras lo que la naturaleza dice son traductores y no ventrílocuos. Para Klenk, esto es justamente lo que ocurre en el trabajo científico. Si ése no fuera el caso, concluye, las interpretaciones científicas serían meras ficciones creadas a través del diálogo entre humanos, antes que el resultado de una interacción cuidadosa con (y una observación de) los componentes del mundo natural. Pero creo que Klenk se equivoca en este punto. Mejor dicho, se equivoca en la medida en que nos restrinjamos a los protocolos de la ciencia normal. Porque la ciencia pretende que en tanto práctica del conocimiento especializado, sí busca verificar la veracidad de la historia, y no solamente entenderla bien. Desde Bacon, la ciencia siempre ha insistido en descubrir la verdad de lo que está allí y, por lo tanto, en la estricta separación de hechos e interpretaciones. Al leer lo que está en las líneas del libro de la naturaleza, y no aquello está entre éstas, lo único en que los científicos insisten es en que no hacen lo que Klenk asume que es su prioridad número uno: "[…] escuchar las voces de los seres con los que interactúan" (2008: 334)12. De hecho, puede decirse que los científicos hacen todo lo posible por evitar escuchar, por temor a que ello comprometa o interfiera con la actividad de sus resultados.
Por lo tanto, en la constitución moderna existe un paralelo real entre el libro de la naturaleza y la naturaleza del libro, cada uno entendido como una obra completa cuyos contenidos pueden descifrar quienes tengan las llaves para hacerlo. El paralelo se basa en la idea de que ambos deben leerse en silencio: no en el transcurso de una conversación cuyos múltiples participantes se abren unos a otros y cuyas historias se entretejen, sino como un registro de los resultados que -al volverse inertes e impasibles, en formas objetivas y objetivadas- nos han dado la espalda, presentándonos solamente aquello que Mae-Wan Ho ha llamado una "superficie opaca, plana y helada de literalidad" (1991: 348). Para la ciencia los hechos están dados, éstos abarcan los "datos". Pero el mundo no se da de forma ostensible a la ciencia como parte de un ofrecimiento o compromiso. En la ciencia lo que está "dado" es lo que ha salido de circulación y se ha asentado como una especie de residuo, apartado del dar y recibir de la vida. Ese residuo -desenterrado, muestreado y purificado- es lo que se somete posteriormente a un proceso de análisis, cuyos resultados finales aparecen en las páginas escritas en forma de palabras, figuras y diagramas. Así, el conocimiento que se constituye de esta forma se crea como una superposición o envoltura en relación con la exterioridad del ser. Tras haber silenciado el mundo, encontramos el conocimiento en el silencio del libro.
El concepto mismo de lo humano, en su encarnación moderna, expresa el dilema de una criatura que solamente puede conocer el mundo, del cual es existencialmente una parte, cuando se aparta de éste. Sin embargo, en nuestra experiencia como habitantes, al movernos a través del mundo en vez de deambular sobre su superficie, nuestro conocimiento no se construye como una acumulación externa, sino que crece y se desarrolla desde el interior mismo de nuestro ser terreno. Crecemos en el mundo a medida que el mundo crece en nosotros (Ingold, 2011). Quizás esta fundamentación del conocimiento en el ser está en la base del tipo de sensibilidad que podríamos llamar religiosa. Entonces, resulta aún más irónico que los líderes de la Reforma hayan hecho campaña en nombre de la religión para invertir la relación entre conocer y ser. Al hacerlo, contribuyeron materialmente al nacimiento de la ciencia empírica. Como lo observa Harrison (1998), aunque el énfasis de los reformadores en la verdad ostensiva de las palabras y las obras provenía de los más puros motivos religiosos, sin quererlo pusieron en marcha un proceso que eventualmente debilitaría la autoridad bíblica que tanto querían promover. Inevitablemente, la misma ciencia que la religión reformista desató, terminó por superarla, pues en cualquier competencia sobre los hechos, la ciencia está destinada a ganar y la religión a perder, lo que deja abierta la pregunta sobre por qué las personas -incluidos muchos científicos- se adhieren con tenacidad a representaciones manifiestamente falsas de la realidad.
Sin embargo, las preguntas acerca de quién puede representar mejor al mundo, si la religión o la ciencia, están planteadas de forma equivocada, pues la competencia real se encuentra en otra parte. Gira en torno a determinar si nuestras formas de conocimiento e imaginación están consagradas en un compromiso existencial hacia el mundo en el que nos encontramos. En términos de Candler (2006), es una competencia entre la "gramática de la representación", que niega ese compromiso, y la "gramática de la participación", que depende de éste último. El filósofo Michel Serres (1995) llama nuestra atención sobre el origen de la palabra religión que, de acuerdo con una interpretación atribuida a Cicerón, provendría del latín relegere, releer, en el sentido de leer que hemos identificado con recibir consejos y ser receptivo a lo que los interlocutores textuales tienen para ofrecer. ¿Cuál es su opuesto? Es neglegere: no-leer. Es no hacer caso del consejo, desatender o apartar esos ofrecimientos, rehusar los compromisos que su aceptación conllevaría. Serres concluye: "Quien carece de religión, no debería llamarse ateo o no creyente, sino negligente" (1995: 48)13. Entonces, el opuesto de la religión es la negligencia. Pero si las relecturas o recuentos, que se realizan en la gramática representativa de la participación, se refractan a través del lente distorsionador de una gramática cognitiva de la representación que desatiende o niega, a priori, los compromisos mismos de los que depende la participación, entonces están destinados a ser desechados como un espectro de creencias aparentemente irracionales en entidades tales como los "espíritus" -y, por supuesto, los dragones-, que, si de hecho existieran, violarían principios obvios de la causalidad física o biológica14.
Ése fue justamente el destino de uno de los dragones más célebres de la literatura antropológica. Filate, un hombre viejo de la etnia dorze del sur de Etiopía, desafió a Dan Sperber (1985) a que matara ese dragón. Supuestamente era un dragón de oro, con un corazón de oro y un cuerno en la nuca, y no vivía muy lejos. Para el antropólogo racional -ajeno a la participación, el compromiso y la pasión que lo infunde o, en otras palabras, a la fe- el desafío de Filate evidenciaba "cierta creencia representacional de contenido semi-proposicional" (Sperber, 1985: 60), (lo que quiere decir que el contenido se entendía parcialmente y estaba abierto a múltiples interpretaciones). Pero, tal como lo mostró John Morton en una reseña crítica, descartar en esos términos la convicción "íntimamente sentida" de Fila-te sobre la existencia del dragón "claramente es ejercer cierto tipo de violencia sobre esa convicción, deshaciéndose en particular de sus cualidades afectivas", pues al igual que el dragón que el monje encontró en la historia de san Benedicto, la visión de Filate era, en la revaluación de Morton, la forma externa de su "estado emocional interno" (1986: 74-77). El dragón era un topos en el campo de la participación, no una proposición a medio hacer en el campo de la representación.
Como lo muestra este ejemplo, las comparaciones entre religión y ciencia en términos de la persistencia de creencias aparentemente irracionales construyen una posición de negación dentro de sus axiomas fundacionales -una negación, entre sus adherentes, al hecho de que en sus deliberaciones conscientes, sean científicas o espirituales, el mundo les deba algo o ellos le deban algo al mundo-. En otras palabras, la negligencia se ha convertido en la base para un debate sobre la racionalidad de las creencias sobre el mundo. Pero si, por el contrario, se admite que nosotros le debemos nuestra existencia al mundo, y que el mundo nos debe su existencia al menos en parte, entonces más bien debemos preguntarnos: ¿cuál es la naturaleza de esas deudas, de esos compromisos? Serres formula la siguiente pregunta: "¿Qué debemos devolver a los objetos de nuestra ciencia, de los cuales tomamos conocimiento?" (1995: 38). O, para plantear la misma pregunta de otra forma: ¿cómo pueden nuestras formas de conocimiento e imaginación permitirnos ser a nosotros y a las criaturas que nos rodean? Porque, ciertamente es en su liberación al ser donde se encuentra la base común entre la religión y la ciencia.
Aquí es donde, después de todo, Klenk podría estar en lo cierto. Toda ciencia depende de la observación y la observación depende a su vez de una asociación íntima, en la percepción y la acción, entre el observador y aquellos aspectos del mundo que son el foco que de su atención (Ingold, 2011). Quizás la característica más impresionante de la ciencia moderna radica en el esfuerzo que ha puesto en negar o tapar los compromisos prácticos, observacionales, de los que depende. Resaltar esos compromisos -poner atención a las prácticas de la ciencia antes que a sus prescripciones formales- significa recuperar esos compromisos de la acción y la experiencia que, no escritos y olvidados, han caído por entre las grietas o han sido desplazados hacia los extremos de las conceptualizaciones científicas. No olvidemos el consejo de August Kekulé, de seguir cada huella, rama y hoja caída. En la práctica, tanto los científicos como las personas de fe siguen caminos, y forzosamente deben pasar por donde otros han pasado antes, siempre atentos y receptivos a los crujidos y murmullos de sus alrededores. Los científicos, al unirse a las cosas durante los procesos de formación, en vez de simplemente informarse a partir de lo que ya se ha dado, no solamente recolectan sino que aceptan lo que el mundo tiene para ofrecerles. Ellos pueden, en deferencia con los protocolos oficiales, fingir que no escuchan las voces de los seres que están a su alrededor, pero deben escuchar si quieren ir más allá de la mera recolección de información y llegar a una comprensión real. Les guste o no, ellos también están en deuda con el mundo. Y es en esta profesión más humilde, más que en arrogarse la autoridad exclusiva de representar una realidad dada, que la investigación científica converge con la sensibilidad religiosa como una forma de conocer-siendo. Éste es el camino de la imaginación.
Es necesario dejar en claro que seguir este camino no quiere decir alcanzar un acuerdo entre ciencia y religión, ni crear un espacio en el que la religión pueda florecer junto a la ciencia en un acuerdo fácil, sus labores divididas claramente entre los aspectos espirituales y materiales de las cosas. En los debates contemporáneos sobre ciencia y religión, al menos en las sociedades occidentales, las declaraciones que defienden una unión tal se han vuelto casi rutinarias, ya sea por parte de científicos que dicen abrazar la fe religiosa o de religiosos ansiosos de mostrarse amistosos con la ciencia. Sin embargo, estas declaraciones invariablemente toman como punto de partida la misma separación que yo he intentado subsanar, entre la vida del espíritu y su matriz material, o entre la imaginación y la realidad. Yo sostengo justamente lo contrario, esto es, que si la ciencia se practica de forma ética -con cuidado, atención y compromiso, y reconociendo nuestra deuda con el mundo por lo que tiene para enseñarnos- entonces, la ciencia es religión en acción. A la inversa, la religión, en tanto que forma disciplinada, sistemática, pero abierta de conocer siendo, debe ser en el fondo una práctica de la ciencia.
Adicionalmente, allí donde convergen la ciencia y la religión también se unen la antropología y la teología. Esta conclusión apunta a un realineamiento entre ambas disciplinas. Tal como lo señala Joel Robbins (2006), hasta ahora la mayoría de antropólogos han considerado la teología de una de dos formas. O bien como una ayuda para la autorreflexión y la crítica disciplinaria, para esclarecer la forma en la cual conceptos como cultura, naturaleza, agencia e incluso religión se arraigan en la tradición judeocristiana, o bien han tratado a los teólogos como informantes y a sus escritos como una fuente más de datos etnográficos sobre la cultura cristiana que los fundamenta. Ninguno de estos enfoques ha afectado la división entre los datos (etnográficos) y la teoría (social) a la que sigue obedeciendo en gran medida la antropología contemporánea, al apegarse a los protocolos de la ciencia normal. Robbins -siguiendo a Milbank (1990)- sugiere que esta división es el producto sobrante de una teología venida a menos. Sin embargo, existe un tercer camino. Consiste en girarnos hacia los otros por lo que tienen que enseñarnos sobre conocer-en-el-mundo como forma de compromiso, de ser y dejar ser, y en encontrar en la fuerza ontológica y ética de este compromiso una base para la esperanza. Es en este espíritu que me alejo de las enseñanzas del monacato medieval para proporcionar un último ejemplo del Norte circumpolar.
El ejemplo proviene de un estudio reciente de Peter Loovers (2010) sobre el pueblo Teetl'it Gwich, que vive en y alrededor de Fort McPherson en los territorios del noroeste de Canadá. El estudio es excepcional dado que combina un recuento sensitivo de las formas en que los gwich'in se relacionan con su entorno cuando cazan, trampean y se desplazan por la tierra y el agua, con una historia detallada de la relación de la etnia con la palabra escrita, en particular con la traducción y recepción de la Biblia cristiana. El archidiácono Robert McDonald realizó el enorme trabajo de traducción. Mc-Donald nació en 1829 de un padre escocés -empleado de la Hudson's Bay Company- y una madre ojibwa, y se educó en la escuela de la misión anglicana en el asentamiento del río Rojo. Pasó una década trabajando como sacerdote en el pueblo ojibwa, antes de embarcarse en 1862 en una misión para llevar la fe anglicana a los pueblos del distrito del río Mackenzie. Durante los años siguientes, McDonald trabajó incansablemente introduciendo las enseñanzas cristianas en las comunidades nativas gwich'in, y muchos de los hombres y mujeres que encontró en sus viajes se convirtieron en asesores importantes para ayudarle a traducir los textos litúrgicos a su propio lenguaje, que entonces se conocía como tadukh. Para McDonald, la traducción de la Biblia al tadukh fue una empresa que abarcó toda su vida, y que finalmente concluyó en 1898.
Aunque la Biblia tadukh fue recibida calurosamente por los gwich'in, esta recepción no fue exactamente la que McDonald esperaba. A diferencia de sus rivales de la misión católica, que tenían una actitud más relajada, McDonald estaba impregnado por las tradiciones de la iglesia reformada y creía que el texto de la Biblia debía leerse literalmente, como el registro inalterable de una verdad singular que no admitía negociación. Sin embargo, para su desasosiego, muchos gwich'in, incluyendo a varios de sus pupilos, comenzaron a tener sueños y visiones en los que, al parecer, las páginas de la Biblia les hablaban, dándoles instrucciones y revelándoles profecías. Estas páginas hablaban con las voces de sus mayores, de las personas con las que McDonald había trabajado para transcribir el texto (y cuyas idiosincrasias dialectales particulares le habían incorporado) e incluso con la voz del mismo McDonald. Así, para los gwich'in, leer la Biblia era entablar una conversación con esos mayores, escuchar sus voces, recibir sus enseñanzas y aprender. Por su parte, McDonald estaba muy molesto y se sentía obligado a denunciar las "falsas profecías" de los gwich'in (citado en Loovers, 2010). Sin embargo, la discordancia entre estas formas de lectura no se limitaba a la Biblia.
Ha seguido apareciendo en otros contextos, en particular en la interpretación de los tratados y acuerdos sobre tierras elaborados con los funcionarios del gobierno canadiense. En ese caso la decepción fue para los gwich'in, que se sorprendieron al descubrir que los documentos que ellos suponían abiertos a un diálogo con aquéllos cuyas voces contenían, eran considerados por los funcionarios como escritos en piedra, silentes e inflexibles (Loovers, 2010).
Loovers muestra que es posible encontrar exactamente la misma discordancia en las formas de leer el territorio. Para los colonizadores, exploradores, científicos y otros que han llegado al territorio desde afuera, con la misión ya sea de civilizarlo, desarrollarlo, investigarlo o apreciar su belleza natural, no hay duda de que lo que está allí ya está fijado, y está esperando a ser descubierto, explicado y posiblemente transformado por las mentes y manos humanas. Para los gwich'in esto es muy distinto. Para ellos, leer el terreno es poner atención a las múltiples pistas que revelan las actividades e intenciones de sus múltiples habitantes humanos y más-que-humanos. Loovers nos dice que estas pistas "incluyen movimientos de animales, huellas, nuevos campamentos y cabañas, marcas en la tierra y la madera, las condiciones de la nieve y el hielo en invierno, las márgenes de los ríos y los lugares donde han ocurrido eventos" (2010: 300). Adonde quiera que vayan, los gwich'in están escuchando, recordando, aprendiendo, recibiendo consejos del territorio. Es su profesor y no solamente un repositorio del que pueden extraer materiales para la construcción del conocimiento proposicional. Así, el territorio les habla a los gwich'in con muchas voces, justamente como lo hace la Biblia.
¿Deberíamos alinearnos con el archidiácono McDonald y concluir que esa forma de leer el territorio es igualmente falsa, o bien, que se apoya en el tipo de ilusiones hacia las cuales los indígenas, primitivos para la mirada colonial de Occidente, supuestamente siempre han tendido? Incluso McDonald, criado con los ojibwa, habría sabido que el conocimiento indígena es más que eso. Y nosotros, a la luz de lo que he argumentado en este artículo, también lo sabemos. He mostrado cómo los estudios del monacato medieval y de las ontologías indígenas muestran formas alternativas de leer y escribir, que podrían permitirnos volver a escuchar los consejos tanto de las voces de las páginas como del mundo que nos rodea, escuchar y dejarnos guiar por lo que nos dicen, y así sanar la ruptura entre el mundo y nuestra imaginación sobre éste. Esta sanación debe ser un primer paso para establecer una forma de vida más abierta y sostenible.
1 Las citas de The Great Instauration: The Plan of Work y de Novum Organum se obtuvieron del volumen IV de la traducción estándar de James Spedding, Robert Leslie Ellis y Douglas Denon Heath (Bacon, 1858). Estos textos también están disponibles en: <http://www.constitution.org/bacon/instauration.htm> y <http://www.constitution.org/bacon/nov_org.htm>.
2 Aquí desarrollo un argumento inicialmente esbozado en Ingold (1997).
3 Cabría añadirle a esta lista el dragón de Komodo, la especie de lagarto más grande del mundo, que habita en las islas del sureste de Indonesia. Aunque raros, estos animales son muy peligrosos, y los ataques a humanos se han incrementado durante los últimos años.
4 Un recuento completo y balanceado de la cosmología y prácticas medievales sería mucho más extenso. Los estudios al respecto son muy amplios y desafían cualquier intento de resumirlos. Carruthers (1990, 1998) es una excelente guía a la literatura más importante. Me he inspirado al leer una selección claramente pequeña de esta literatura, y mi propósito en este momento no es proporcionar una reseña o compendio, sino solamente mostrar cómo algunas de las ideas que emergen de ésta nos ayudan a pensar los temas que giran en torno a la imaginación y la vida real.
5 La cita proviene de una traducción de la narración de Kekulé realizada por Otto Theodore Benfey (1958). Véase también Roberts (1989).
6 Con base en el ejemplo de Hallowell, he discutido la distinción entre traducción y empatía más ampliamente en otro lugar (Ingold, 2000). Para una exploración de la importancia de la empatía en las relaciones de tutelaje, véase Gieser (2008).
7 Por supuesto, había excepciones (Parkes, 1999), pero justamente en relación con la norma. Por ejemplo, cuando Agustín llegó a Milán en el siglo IV se asombró al notar que Ambrosio, el entonces obispo católico de la ciudad, leía sin hacer ruido. Aunque sus ojos seguían el texto, "su voz y lengua estaban en silencio". Agustín no supo explicar por qué, pero especuló que podría ser para preservar su voz para hablar en público (Agustine, 1991). Sin embargo, incluso Ambrosio escribió sobre el sonus litterarum, "el sonido de las letras" (Parkes, 1992: 116, nota al pie 6). Para una discusión más amplia de este y otros ejemplos, véase Ingold (2007).
8 Sobre el sentido medieval temprano de la lectura entendida como recibir consejo, véase Howe (1992).
9 He discutido en otras partes la forma en que los nombres y los sonidos de los animales representan sus propias historias (Ingold, 2011).
10 Para una discusión de las historias paralelas de la escritura y la notación musical, y de la lectura y el canto, véase Ingold (2007).
11 Sobre Bacon y la "nueva hermenéutica de-in-scriptiva de la naturaleza", véase Bono (1995).
12 Los defensores de la ciencia goetheana son la excepción, pues para ellos involucrarse en el estudio científico es "entrar en una conversación con la naturaleza [y] escuchar lo que la naturaleza tiene para decir" (Holdrege, 2005: 31-32). Sin embargo, el desdén con el que la corriente principal trata a este enfoque revela sus prioridades.
13 Desde hace mucho, la etimología precisa de religión ha sido un asunto de disputa. El escritor cristiano Lactantius desaió en el siglo IV la interpretación de Cicerón, al considerar que religare es un compuesto de re (volver a) y ligare(unir, ligar, conectar). Entonces, la religión sería un religar, más que un releer. Esta idea tuvo eco en Agustín y muchos estudiosos posteriores. Sin embargo, como para Serres la negligencia se refiere tanto a renegar sobre los vínculos que unen como a fallar en recibir consejos, el argumento se mantiene, independientemente de la etimología que se preiera.
14 Existe una literatura creciente dedicada a la pregunta de por qué la imaginación humana tiende a idear y creer en entidades de este tipo. Véase, por ejemplo, Boyer (2000). Desde la perspectiva que hemos defendido, esta literatura, al tratar la religión como un dominio de la ilusión cognitiva, se equivoca por completo.
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