Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Monserrat Galcerán Huguet**
* Este trabajo surge de la investigación en torno a los cambios sufridos por las universidades contemporáneas, desarrollada por la autora en el marco del grupo de investigación de la UCM, Globalización y Movimientos Sociales (GMS), del que es co-directora, y se alimenta de las últimas reflexiones en torno al llamado Proceso de Bolonia.
** Catedrática de Filosofía de la Universidad Coplutense de Madrid, área de filosofía, Madrid, España. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Partiendo de una presentación de las tesis más interesantes del llamado capitalismo cognitivo, el artículo desarrolla las implicaciones del proceso de reforma de la enseñanza universitaria en los países de la Unión Europea. El tono crítico del texto se prolonga en el análisis del tipo de subjetividad propiciada por los procesos en curso, y auspiciada por las demandas del propio capitalismo cognitivo.
Palabras clave: capitalismo cognitivo, Universidad, subjetividad, Plan de Bolonia, posfordismo, trabajo inmaterial.
Partindo de uma apresentação das teses mais interessantes do chamado capitalismo cognitivo, o artículo desenvolve as implicações do processo de reforma do ensino universitário nos países da União Européia. O tom crítico do texto prolonga-se na análise do tipo de subjetividade propiciada pelos processos em curso e auspiciada pelas demandas do próprio capitalismo cognitivo.
Palavras-chaves: capitalismo cognitivo, Universidade, subjetividade, Plano de Bolonha, pós-fordismo, trabalho imaterial.
After an exposition of the most interesting theses on the so-called cognitive capitalism, the article develops the consequences of the reform process of college education on the UE countries. The analysis of the particular kind of subjectivity promoted by the oncoming processes and by the exigences of this same cognitive capitalism, expands the critical scope of the text.
Key words: cognitive capitalism, University, subjectivity, Bologna reforms, post-Fordism, immaterial work.
El término capitalismo cognitivo pretende conceptualizar el nuevo tipo de capitalismo surgido desde las últimas décadas del siglo pasado como respuesta a los movimientos de protesta de los años sesenta y setenta. En los medios de comunicación y en los textos de sociología académica se le suele denominar sociedad de la información y de la comunicación, pero a juicio de diversos investigadores, esa denominación es demasiado vaga para dar cuenta de los nuevos rasgos de los sistemas contemporáneos. Especialmente porque deja en la sombra el carácter capitalista de tales sistemas y, en consecuencia, genera la impresión de que se tratara de sociedades neutras desde el punto de vista de clase; sociedades (casi) sin dominación y sin explotación; sociedades “libres”, basadas en las circulación de la información y en la generalización de los circuitos de comunicación, que han surgido por simple evolución.
El sociólogo Manuel Castells las denomina sociedades informacionales, es decir, basadas en sistemas estructurados en red y apoyadas en la primacía de la generación, la transmisión y el reciclaje de la información. En ellas, “la fuente de productividad estriba en la tecnología de la generación del conocimiento, el procesamiento de la información y la comunicación de símbolos”, pues, aunque ciertamente la información siempre ha estado presente en los modelos de desarrollo, lo nuevo es que “el procesamiento de la información se centra en el perfeccionamiento de la tecnología de este procesamiento como fuente de productividad, en un círculo virtuoso de interacción de las fuentes del conocimiento de la tecnología y de la aplicación de ésta para mejorar la generación de conocimiento y el procesamiento de la información”. Este tratamiento se hace en gran parte por medio de los nuevos medios tecnológicos, y genera “un circuito de retroalimentación acumulativo entre la innovación y sus usos” (Castells, 2000: 47 y 62).
A pesar de sus múltiples méritos, una descripción como ésta, que resalta el aspecto tecnológico y funcionalista, no contribuye a develar el carácter económicamente productivo del conocimiento. No es evidente a primera vista que el conocimiento, la información y la comunicación sean bienes o servicios de valor económico, favorecedores de la acumulación. ¿Por qué razón un mayor o mejor conocimiento sería fuente de riqueza?, y ¿para quién? ¿Lo sería cualquier tipo de conocimiento o de información, o sólo algunos de ellos?, y ¿en qué condiciones? En muchos aspectos esta aseveración es incluso contra-intuitiva: la historia nos habla de innumerables sabios que murieron pobres como las ratas, increíbles inventores que no lograron vender a nadie sus inventos, eximios profesores universitarios a los que nadie prestó oídos. Luego, no es evidente por sí mismo que “el conocimiento”, “la información” o “la comunicación” generen riqueza, a no ser que puedan comprarse y venderse como ocurre con la tierra, o los innumerables bienes y servicios que se comercializan diariamente, y que puedan, además, utilizarse productivamente.
El concepto sociedad informacional, por otra parte, no sólo da por supuesto el carácter mercantil de ese tipo de servicios, sino que pone el énfasis en que es la tecnología informática la vertebradora del nuevo ciclo económico, ya que se la considera vehículo privilegiado de la innovación, la cual, a su vez, lo es de los procesos de acumulación. De este modo, el tratamiento informático de los bienes y servicios cognitivos se colocaría en el centro de un (nuevo) ciclo virtuoso, capaz de multiplicar su valor, lo cual se debe, al menos en parte, a que la información transmitida no se deteriora con el uso y a que es reproducible casi infinitamente. El carácter eventualmente “inmortal” de los bienes inmateriales y de los saberes, o sea el hecho de que no se consuman por mucho que se usen, sino que permanezcan inalterados, y su reproductibilidad sea infinita, inclusive el propio hecho de que el uso sea “productivo” (en el sentido de que “aumenta su valor”), hace pensable la proliferación en una escala inimaginable:
Porque la información y el conocimiento son la fuente de otras formas de riqueza y se incluyen entre los mayores bienes económicos de nuestra época, podemos encarar la emergencia de una economía de la abundancia, en la que los conceptos, y sobre todo las prácticas, estarán en una profunda ruptura con el funcionamiento de la economía clásica. De hecho, vivimos ya más o menos bajo este régimen, pero continuamos sirviéndonos de los instrumentos, que resultan ahora inadecuados, de la economía de la escasez (Blondeau, 2004: 36).
A diferencia del mero descriptor sociedad de la información, los defensores de la denominación capitalismo cognitivo, presentan esa nueva forma de producción como la emergencia de un nuevo régimen de acumulación que “desborda la esfera productiva (…) pues define una nueva dinámica de las sociedades salariales. Pone en primer término la parte creativa y no simplemente reproductiva de la acción social, lo que permite caracterizar el nuevo régimen de acumulación partiendo de ella, pues es en ella que la sociedad se transforma y en la que manifiesta su creatividad” Lo llamamos cognitivo, insiste el mismo autor, porque “se enfrenta a la fuerza cognitiva colectiva, al trabajo vivo” (Moulier- Boutang, 2007: 56).
Su modelo comporta una redefinición del conocimiento. A diferencia de la mera información, aquél implica “una organización de la representación que permite transformar la acción (ya sea exterior o interiorizada en el pensar)” (Moulier- Boutang, 2001: s/p). Por consiguiente, la información sólo forma parte del conocimiento, pero éste no se reduce a la primera, ya que incorpora una dimensión activa, de reorientación de la acción, que incluye la dimensión comunicativa y auto-organizativa. Por tanto, la codificación y el tratamiento de la información, que es sin duda un elemento importante en la producción de conocimiento, sólo logra su objetivo en la medida en que es insertado en un proceso de apropiación y aprendizaje por parte de los propios consumidores-creadores o, a la inversa, productores-consumidores. La frontera entre ambos se desvanece, pues los productores incorporan las innovaciones sugeridas por los consumidores, y éstos las sostienen al consumir el producto y sugerir nuevos cambios. Se trata de “aprender haciendo”, no de “aprender cómo se hace” o “cómo se debe hacer”. En efecto, muchas de las innovaciones actuales son resultado de innovaciones inesperadas surgidas con los primeros usuarios y son muchas las empresas que recopilan las informaciones procedentes de los clientes para utilizarlas en la mejora de sus productos. Se genera entonces un proceso de ida-y-vuelta que retorna las mejoras sugeridas o introducidas por los usuarios, incorporándolas al diseño de las nuevas prestaciones. Este procedimiento puede estar codificado y potenciado, como ocurre con los círculos de diseñadores y probadores de juegos para ordenador, o puede ser más coyuntural, pero siempre transcurre a través de la informatización de los datos y la cooperación desinteresada del usuario. Y es justamente en captar y rentabilizar ese proceso en lo que el capitalismo cognitivo está interesado, no en la información en cuanto tal.
Pero por otra parte, el concepto de conocimiento se restringe. Como muy bien señala el mismo autor, los conocimientos relevantes o aquéllos a los que podemos aplicar el término de modo expreso, son: “1) aquéllos que pueden ser objeto de patente, 2) aquéllos que son necesarios para el desarrollo de las tareas y que incluyen determinadas competencias y 3) aquéllos que son necesarios para la gestión y la toma estratégica de decisiones, o sea que incluyen competencias y habilidades de tipo interactivo y comunicativo” (Moulier-Boutang, 2001: s/p). Como es obvio, parte de los saberes tradicionales quedan por fuera de esta definición, más bien por exceso que por defecto: no son obra de un autor o son resultado de una creatividad colectiva difusa con lo que la patente supone ya una operación violenta; en ocasiones exceden los saberes operativos o incluyen competencias disfuncionales; en fin, puede ocurrir que los circuitos de comunicación que pongan en marcha, traspasen las fronteras de lo rentabilizable, como ocurre, por ejemplo, en Internet, razón por la cual, los derechos de acceso se convierten en el dispositivo fundamental que protege una apropiación lábil.
En resumen, el capitalismo cognitivo se define como “el desarrollo de una economía basada en la difusión del saber y en la que la producción de conocimiento pasa a ser la principal apuesta de la valorización del capital. En esta transición, la parte del capital inmaterial e intelectual, definida por la proporción de trabajadores del conocimiento –knowledge workers– y de las actividades de alta intensidad de saberes –servicios informáticos, I+D, enseñanza, formación, sanidad, multimedia, software– se afirma en lo sucesivo, como la variable clave del crecimiento y la competitividad de las naciones” (Blondeau, 2004: 66). Al presentarlo así, estos autores insisten en que estamos entrando en una nueva fase del capitalismo de alta tecnología que busca innovar constantemente y de modo creciente a través de la captura del conocimiento surgido del tratamiento de la información y la comunicación.
Pero a la vez, como en una nueva versión del aprendiz de brujo, el proceso parece salirse constantemente de las manos de quienes pretenden reducirlo a los marcos de la circulación mercantil, creando espacios propios de autovalorización que escapan al control de empresas y autoridades.
Los autores comprometidos con esta corriente de pensamiento, Yann Moulier-Boutang, Maurizio Lazzarato, Carlo Vercellone, Antonnella Corsani, etc., usan habitualmente la misma terminología, si bien con ciertas variaciones dignas de tenerse en cuenta. En primer lugar, por capitalismo cognitivo entienden un tipo nuevo de capitalismo y no tanto una fase; incluso si se quiere, un cierto proceso de transición, aquél que hace pasar de la crisis del capitalismo industrial de tipo fordista a la emergencia de lo que llamamos capitalismo cognitivo. Esto significa que en él, legiones de trabajadores se encargarán de procesar aquellos datos que permitan recoger, ensamblar y elaborar la información necesaria para los nuevos productos/servicios, pero a su vez, los datos provendrán de innumerables ciudadanos quienes, en su cotidianidad, estarán proporcionando con la mera gestión de su vida, aquella información. Todos los procesos de captura y tratamiento de la información, hechos posibles con los nuevos medios informáticos, serán puestos así, al servicio de un nuevo ciclo de acumulación.
Aunque tal vez lo más importante no sea el paso de la fase industrial fordista a la fase posfordista cognitiva o cuándo ocurre esto, sino más bien en qué medida todo el sistema social queda expuesto a una forma de apropiación-dominación de los flujos de informaciónconocimiento generados en la cotidianidad del vivir y que, circulando en red, sirven como materia prima de nuevos conocimientos e informaciones. Así, es el vivir en su conjunto y no sólo el trabajo el que queda sometido a los procesos de apropiación e intercambio que marcan el sistema. Como indican Corsani y Lazzarato:
“… nos enfrentamos a una acumulación capitalista que ya no se funda sólo en la explotación del trabajo, en el sentido industrial del término, sino en la del conocimiento, de lo vivo, de la salud, del tiempo libre, de la cultura, de los recursos relacionales entre los individuos (comunicación, socialización, sexo), del imaginario, de la formación, del habitat, etc. Lo que se produce y se vende no son solamente bienesmateriales o inmateriales, sino formas de vida, formas de comunicación, estándards de socialización, de educación, de percepción, de habitar, de moverse (…) La explosión de los servicios está ligada directamente a esta evolución, y no se trata solamente de servicios industriales sino de dispositivos que organizan y controlan “formas de vida”. Para la acumulación de capital, las diferencias étnicas, religiosas, culturales se convierten en mercancías del mismo modo que la reproducción biológica de la vida. La vida y sus diferencias se transforman en factores de valorización para un capital siempre más nómada. La globalización que estamos viviendo no es sólo extensiva (deslocalización) sino también intensiva y concierne tanto a los recursos cognitivos, culturales, afectivos, comunicativos (la vida de los individuos) como a los territorios, los patrimonios genéticos (humanos, vegetales, animales) o los recursos de la vida de las especies y del planeta (el agua, el aire, etc.). Este “poner a trabajar” a la vida por parte de un capital cada vez más globalizado, hecho posible por las lógicas neoliberales, genera inseguridad. Inseguridad y riesgos de la vida en su globalidad, y ya no del trabajo como ocurría en el fordismo: de la pobreza a las vacas locas, de la exclusión al SIDA, del problema de la vivienda a la “identidad sexual”. Son los fundamentos de la misma vida lo que se está rompiendo (2002: 178-9).
Se dirá que es el propio escenario en el que se desarrolla el vivir contemporáneo el que está cambiando, pues ese proceso renueva viejas formas de “apropiación por desposesión”, es decir, captura en un proceso complejo caudales de información y de conocimiento que las poblaciones han heredado de sus ancestros o que producen en su vivir diario, intentando drenarlos hacia la rentabilización mercantil- capitalista. Se trata de un tipo de “cercamiento” cuyas formas son el reforzamiento de los derechos de propiedad intelectual, las patentes sobre la vida y la biopiratería de los saberes tradicionales, así como la proliferación mercantilmente normada de las diferencias.
A su vez, la inclusión de la producción de conocimiento en ese sistema de capitalización del vivir, genera incongruencias que ponen de relieve el carácter superpuesto y coercitivo del sistema de apropiación. El proceso de creación de conocimiento es constitutivamente social, lo que hace difícil, sino imposible, determinar “el valor-coste de referencia” que pueda servir de índice de su valor de mercado.
El coste de producción del conocimiento es enormemente incierto –el proceso de aprendizaje es, por su naturaleza misma, aleatorio– y, sobre todo, es radicalmente diferente del coste de reproducción. Una vez que una primera unidad ha sido producida, el coste necesario para reproducir las demás unidades tiende a cero –si el conocimiento es digitalizado–. En ningún caso ese coste tiene que ver con el coste de producción inicial (Blondeau, 2004: 102).
En consecuencia, si bien la producción de las primeras unidades y, por tanto, los gastos en formación, investigación y aprendizaje pueden ser astrónomicos, los gastos de explotación tienden a decrecer vertiginosamente. Esto último hace que la financiación resulte difícil y que se centre en los beneficios de la explotación, intentando descargarse de los costes, duraderos e imprecisos, de las fases iniciales. Por eso mismo, las empresas radicadas en estos sectores recurren mayoritariamente a fondos de capital riesgo, con lo cual aumenta la vinculación entre los nuevos campos tecnológicos y las redes financieras.
Pero además, dado lo exigüo de su coste de reproducción, su valor mercantil tiende a cero, y sólo puede reforzarse por medio de mecanismos de control de acceso. Como sostiene Enzo Rullani:
El valor del conocimiento no es el fruto de su escasez –natural– sino que se desprende únicamente de limitaciones estables, institucionalmente o de hecho, del acceso. Sin embargo estas limitaciones no llegan a frenar, más que temporalmente, la imitación, la “reinvención” o el aprendizaje sustitutivo por parte de otros productores potenciales. La escasez del conocimiento, eso que le da valor, tiene, de esta suerte, una naturaleza artificial: deriva de la capacidad de un “poder”, cualquiera que sea su género, para limitar temporalmente su difusión y para reglamentar el acceso (Rulliani, 2004: 103).
Queda, sin embargo, el problema de la dirección que toma la transición. Al parecer de Yann Moulier-Boutang, puede muy bien tratarse de una “transición en el interior del capitalismo”, aunque de tal naturaleza, que bien podría alterar las formas del trabajo y con ellas, el régimen salarial en su conjunto. El carácter constitutivamente social de su producción y el nulo coste de su reproducción, dificultan la apropiación según las leyes tradicionales de la propiedad, que derivan hacia leyes garantes del acceso restringido a servicios privatizados y, en muchos casos, también mercantilizados. Según esa lógica, la forma de apropiación privada basada en el rendimiento medio del capital invertido tal como ha podido funcionar en el capitalismo industrial, queda fuera de juego en un capitalismo centrado, por una parte, en el capital financiero –cuyas cuotas de apropiación no siguen la pauta del valor de lo producido– y, por otra, en el capital cognitivo -que, como vemos, tampoco la sigue-. En cierta medida, así se explica que los ajustados mecanismos de regulación del capitalismo clásico estén saltando por los aires.
Para otros, como Maurizio Lazzarato y Antonnella Corsani (2002), el reforzado carácter de cooperación social que está en la base de la producción “cognitiva”, permite pensar en sociedades con formas de renta social que rebasen el estrecho marco del salario y que se orienten hacia una mayor socialización de la riqueza de lo que permite la sociedad capitalista.
Recurriendo de nuevo a la explicativa síntesis de Manuel Castells, podemos decir que la reestructuración capitalista que está dando lugar a los sistemas del capitalismo cognitivo se basa primordialmente en:
Este marco de análisis nos permite entender con mayor claridad los procesos de transformación de la Universidad en curso. En efecto, desde hace casi un decenio, la Unión Europea ha puesto en marcha un ambicioso proyecto de reforma universitaria, conocida bajo las siglas EEEU (Espacio Europeo de Educación Universitaria). Se trata de un proyecto con múltiples dimensiones que en ningún momento ha sido sometido a procesos de consulta popular, sino que las autoridades están introduciendo con el pretexto de responder adecuadamente a los retos que los nuevos desarrollos de la sociedad de la información y el conocimiento plantean a la institución universitaria.
Dos son las líneas que siguen los discursos apologéticos de la reforma: 1) la necesidad de homologar los títulos en los diversos países europeos con el objetivo de crear una sola titulación en todos ellos y unificar por consiguiente el “mercado de trabajo”, y 2) renovar la institución, volviéndola capaz de competir con las universidades de los países dominantes, especialmente EEUU y Japón, con el objetivo de atraer estudiantes de todo el globo y de aumentar la calidad de la investigación producida. Según la expresión literal de los documentos oficiales: “hacer de la Unión Europea la economía (y la sociedad) basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo”, “destino favorito de los estudiantes, eruditos e investigadores de otras zonas del mundo” (Comisión Europea, 2003: 3 y 5). En este sentido, el proyecto de reforma del campo de la educación superior coincide, casi punto por punto, con el interés estratégico de las elites europeas por hacer del continente una potencia mundial, capaz de competir internacionalmente en el campo del conocimiento y de los recursos humanos.
No está totalmente definido el momento de inicio de esta reforma. Pueden encontrarse precedentes en la “Carta Magna de las Universidades Europeas”, firmada en 1988, pero el ritmo se aceleró extraordinariamente al compás de la propia creación y ampliación de la Unión Europea. Incluidos algunos reveses. El fracaso de la Constitución al ser rechazada en Francia y en Holanda en 2005, no sólo hizo más lento el proceso constituyente sino que afectó también espacios particulares como el universitario. Esto último, unido a las múltiples resistencias que el proyecto provocó, ha frenado el entusiasmo inicial aunque el proyecto sigue lentamente a través de la aprobación de las medidas legislativas pertinentes.
Un inicio claro puede situarse con la firma de la “Declaración de la Sorbona” (1998) y la de Bolonia (1999), en las que los ministros de los países de la Unión instan a sus Gobiernos para que desarrollen el proceso que debe culminar con la unificación de las enseñanzas universitarias en toda Europa. El lenguaje de las declaraciones así como el del documento de la Comisión Europea de 2003, es inequívoco: la enseñanza universitaria se presenta como un espacio de inversión (deja de hablarse de “gasto público”, para hablar de “inversión”) y se insiste en la necesidad de rentabilizar los recursos en el marco de lo que se conoce como “Estrategia de Lisboa”, por referencia a la reunión mantenida en aquella ciudad en 2002. Según aquel programa, y dadas las especiales condiciones de la región, los esfuerzos debían concentrarse en el ámbito de la investigación y la formación, convirtiendo a Europa en centro privilegiado de educación permanente y de investigación puntera en el plano global. Se trata de un cambio drástico de perspectiva: “es preciso [dice el documento] considerar el gasto en educación y en formación una verdadera inversión con efectos beneficiosos y duraderos (…) y no un simple gasto de consumo recurrente” (Comisión Europea, 2003: 11).
Ahora bien, eso supone, como se ha puesto de relieve repetidamente, considerar la Universidad como un espacio económico y someterla a los códigos y procedimientos de rentabilidad propios de la empresa, incluso si se trata de la nueva empresa “red”. Sin duda, esto es congruente con la importancia de la institución en el capitalismo cognitivo y la primacía de los recursos humanos en toda economía de la comunicación, pero no está dicho que sus efectos vayan a suponer una mejora económica y social para sus poblaciones de referencia, a no ser en el sentido, demasiado genérico, de que una mejor posición de Europa en el concierto global pueda generar una mejoría en la situación de sus ciudadanos.
El talón de Aquiles del nuevo proyecto se encuentra en el problema de la financiación. No parece posible que el gasto público, especialmente en administraciones completamente endeudadas como muchas de las europeas, sea capaz de proveer una financiación suficiente, por lo que el centro de interés se desplaza a la búsqueda de medios alternativos de pago: el pago de los usuarios directos, lo que supone un alza en los precios de los estudios; un aporte mayor de las empresas concernidas por las investigaciones, lo que abre la posibilidad a formas novedosas de contratos, colaboraciones, etc.; una mayor intervención del sector financiero que, a través de convenios específicos, se compromete a costear programas de becas, cursos especiales, aulas de informática, en último término, un mayor protagonismo de las entidades financieras que con sus créditos sostienen las endeudadas instituciones. En el campo de la educación, estos sectores están especialmente interesados en las posibilidades de la enseñanza virtual que tiende a convertirse en un sector prometedor de nuevos negocios (un ejemplo podría ser universia, una red en gran parte financiada por el Banco Santander Central Hispano que goza de un amplio acuerdo con la Universidad Complutense para grabar los actos organizados en colaboración y difundirlos en su página web o utilizarlos en sus actividades formativas).
En el caso de las empresas privadas, se observa en toda Europa, en contraste con EEUU y Japón, un fuerte déficit en sus aportes a la investigación, que los defensores del proyecto intentan salvar haciendo la Universidad, y la investigación que en ella se realiza, atractiva para las primeras. Así se dice textualmente: “Se podría invitar a las empresas a que financien o cofinancien equipos, escuelas, becas, actividades de renovación curricular, cátedras o departamentos universitarios, unidades de investigación, cursos de formación para atraer a estudiantes y personas en formación hacia los ámbitos que adolecen de carencias de trabajadores cualificados, etc.” (Comisión Europea, 2003: 17). En ningún momento surge la sospecha de que estas actividades, financiadas directamente por las empresas, podrían provocar conflictos con la necesaria autonomía de la Universidad y el principio crítico que debe (o al menos puede) informar su práctica investigadora y docente, lo que implica que para los promotores del proyecto, el principio de rentabilidad económica es socialmente constitutivo y no vislumbran conflictos entre intereses en el campo social.
Estas características delatan que el proyecto forma parte de la reacción neoliberal que está propiciando en los últimos decenios la desestructuración del Estado de Bienestar y su sustitución por la mercantilización del espacio público. En particular, esta orientación se revela en el esfuerzo por centrar la formación en la cualificación de la fuerza de trabajo. Tal idea es coherente con el principio de atender las demandas del mercado de trabajo y de implicar a las empresas en la financiación de los estudios, y lo es también con la política de vincular a los beneficiarios en el coste de una formación que les permitirá mejores oportunidades laborales, pero choca con el objetivo de redistribución social de la riqueza que suponía la formación pública y con sus efectos de movilidad social. A la vez tiende a convertir todo el espacio formativo en un nicho de valorización del capital que en la investigación ligada al capital financiero –proyectos de investigación financiados con fondos de capital riesgo como ocurre, por ejemplo, en biotecnología y medicina– alcanza su máxima expresión. Dada esa inmersión en la racionalidad económica, deja de ser fundamental que la formación esté en manos del sector público o privado. Ciertamente, el sector privado introducirá nuevas restricciones derivadas de sus principios ideológicos o de sus estrategias empresariales pero, en cuanto a rentabilidad económica, ambos espacios, tanto el público como el privado, juegan ahora con los mismos principios.
Por último, el nuevo programa implica aprovechar al máximo los recursos, lo que significa introducir un mayor control de los curricula que quedan ligados a incentivos para los profesores; medidas de reasignación de los docentes; medidas de reducción de los tiempos de enseñanza magistral en beneficio de actividades que puedan desempeñar jóvenes profesores con contratos precarios; posibilidad de que los alumnos del último curso den tutorías, lo que aligera el peso de la plantilla; cambios en los programas docentes, etc., todas ellas medidas que tienden a racionalizar en términos de gasto el abultado volumen de los gastos fijos. Evidentemente, esas medidas no serían posibles sin el concurso de las administraciones públicas. Antes señalaba que el nuevo sistema productivo exige necesariamente la implicación del Estado en la implementación de todas aquellas medidas que lo faciliten. En la reforma universitaria tenemos su ejemplo paradigmático: si el Estado no hubiera dictado los decretos de reforma de las titulaciones, las normas que regulan los estudios, y no hubiera creado las agencias estatales, el proceso habría sido imposible. La cuestión está en que, pese al protagonismo que en él compete a las instancias políticas, no se presenta como un proceso político, ligado a determinadas opciones estratégicas, sino como una exigencia impuesta por el desarrollo tecnológico y por la globalización imperante, ante los cuales las autoridades políticas estarían inermes. Es ese funcionalismo economicista el que oculta las verdaderas opciones políticas y desarma los movimientos de resistencia.
Lo que ocurre es más bien lo contrario. Dicha transformación se inscribe, aunque no se explicite, en los cambios operados en el sistema económico, cambios que, como hemos visto, hacen de los servicios cognitivos el centro económico, privilegiándolos en términos de futuro por encima de la industria y la agricultura. El sector educativo precisa una mano de obra en general creativa y bien formada, lo que se da de bruces con la exigüidad de los salarios y con los problemas de inversión antes mencionados. De ahí que muchos pensemos que estamos ante una auténtica “reconversión industrial” de la Universidad, que destruirá las universidades clásicas, fragmentando los estudios en su esfuerzo por adaptarlos a las demandas del mercado, pero ignoramos si será capaz de construir en su lugar una Universidad duradera. Más bien, pensamos que la Universidad que hemos conocido, con todas sus carencias, está tocando su fin y que, en el mejor de los casos, será sustituida por una red compleja de ofertadores de servicios cognitivos, de servicios de formación y de investigación, cuyas potencialidades todavía desconocemos.
El proceso de reforma ha encontrado diversas resistencias que, si bien no han sido capaces de dar al traste con él, cuando menos han permitido sacar a la luz algunas de sus omisiones y han supuesto una activa movilización de los implicados, tanto estudiantes como profesores. Los profesores alentaron actos de protesta en diversos países europeos en relación con la previsible desaparición de algunas especialidades y por el cambio en la estructura de las titulaciones, así como contra la introducción de métodos docentes muy discutibles. Como se observa, fueron respuestas más bien defensivas, que tendían a preservar campos de conocimiento de larga tradición pero de difícil inserción de sus titulados en el mercado de trabajo, lo cual chocaba con las directrices en curso que aconsejaban su anulación.
Por parte de los estudiantes, las movilizaciones han sido más amplias y han tendido a poner de relieve el carácter de “reestructuración mercantilizadora” de la reforma –“la Universidad no está en venta” o “la educación no es una mercancía” eran algunas de sus consignas–. Insistían en el previsible encarecimiento de las tasas, que iba a producirse como resultado de un aumento en el precio de los créditos, así como del número de créditos totales en los masters y doctorados. Éstos, al ser considerados estudios de posgrado, tenían libertad de precios. Ciertamente, el Ministerio ha puesto algunos límites a los aumentos pero algunos masters, sobre todo aquellos que gozan de mayor prestigio, han disparado sus precios en relación con los estudios anteriores. Los estudiantes insistían igualmente en que la dualización de los estudios universitarios en los dos ciclos: pregrado y posgrado, facilita la elitización de la Universidad, pues tiende a separar a los graduados, con una formación deficiente –por ser más corta y más centrada en habilidades tales como la alfabetización informática, el manejo de las nuevas tecnologías y los idiomas– de los magísteres y doctorados, cuyos estudios darían en trada a los contenidos propios de cada especialidad.
Los estudiantes señalaban, por otra parte, los procesos de precarización de la existencia que acompañan a todo el ajuste neoliberal, del que la reforma universitaria es parte. Como hemos visto en las tesis antes expuestas del denominado capitalismo cognitivo, estamos entrando en una era de “intelectualidad de masas”, cuyo trabajo no está protegido ni por las antiguas formas del “trabajo intelectual” ni, por supuesto, por las de los trabajadores de la industria. Si en la época moderna el intelectual era ese individuo destacado, capaz de poner en palabras los sentimientos y las vivencias, una especie de virtuoso de la palabra hábil en el arte de “nombrar las cosas”, o un científico ingenioso que en su laboratorio ponía a punto los experimentos, en nuestra época proliferan las actividades de tipo intelectual que emplean las palabras y los códigos culturales en el tratamiento habitual de los más diversos temas: grabadores, editores, traductores, desarrolladores de software, creadores de páginas web, diseñadores, publicistas, periodistas, trabajadores de la imagen, y un largo etc. que configuran ese nuevo intelectual de masas, difuso y precario.
Aunque tal vez lo más importante no sea la imponente proliferación de labores intelectuales sino el hecho de que la mente humana se haya transformado en agente productivo directo. El espejismo de la automatización hace olvidar que al otro lado del hilo telefónico o en una sala atestada de ordenadores, múltiples telefonistas atienden diariamente las consultas de los usuarios, comprueban los datos de sus ordenadores o verifican sus operaciones bancarias. Ese inacabable segmento de trabajo es el que está consumiendo en gran medida las fuerzas laborales de la “nueva intelectualidad”.
Eso no significa que la población del planeta en su totalidad se esté convirtiendo en “intelectuales”. Justamente ahí se centra una de las críticas al anteriormente mencionado paradigma del capitalismo cognitivo, al acusarle de sobrevalorar el papel de los trabajadores del conocimiento y de ignorar la nueva fragmentación, resultado de la división entre esa capa y los operarios inmersos en trabajos de ensamblaje de baja cualificación, repartidos por el globo y concentrados en países de bajos salarios. En consecuencia, el tipo de trabajador en el nuevo sistema productivo no es ni mucho menos un tipo homogéneo, sino que está atravesado por multiplicidad de diferencias que predeterminan su ubicación en las jerarquías sociales globales.
Por sus especiales condiciones, los estudiantes constituyen un modelo en estado puro de esa nueva constelación del trabajo llamado inmaterial, pues es en ellos donde esa capacidad se muestra antes de cualquier apropiación y subordinación al poder, lo que me anima a interpretar los esfuerzos de subordinación de la Universidad al capitalismo global como un intento de capturar in nuce esa productividad. Ciertamente, ese tipo de trabajo (trabajo inmaterial o general intellect, también llamado intelectualidad de masas) no es hegemónico todavía en las sociedades capitalistas actuales, pero es el sector más avanzado y aquél que posiblemente se instaurará en el futuro, aunque sin duda todos los problemas de la “división internacional del trabajo” deberían incorporarse a su análisis.
Pero eso no desmiente el que, al convertirse la mente humana en fuerza productiva directa y al actuar la creatividad como fuente de riqueza, se produzcan cambios extraordinarios en la colocación de los agentes humanos en el proceso productivo. Dado el carácter biopolítico del nuevo capitalismo, es decir, el hecho de que aquello de lo que se apropia y explota es el “propio vivir” de las poblaciones, el núcleo del nuevo paradigma es el tratamiento de la subjetividad. Su productividad reposa en un “trabajo vivo intelectualizado”, que sólo es posible con la valorización de la subjetividad viva del trabajador, pues es con toda su vida que éste está trabajando y valorizando el capital. El/ la trabajador/a de un medio de comunicación que descubre nuevos temas, los documenta, los elabora, los presenta, no espera a que le digan lo que tiene que hacer sino que se adelanta a la empresa y ésta simplemente recoge el resultado de la creatividad personal que el comunicador le ofrece y lo inserta en su producción, pero, obviamente aquí el su plantea problemas pues ¿de quién es este trabajo?, ¿quién aporta la creatividad, o el interés? La apropiación capitalista del trabajo hunde sus raíces en la pre-configuración social, la única en la que puede insertarse el trabajo vivo que, sin embargo, no necesita del capital para materializarse y al que en consecuencia se le abren nuevas puertas para la cooperación productiva directa. La apropiación/ rentabilización capitalista discurre a través del control sobre las tecnologías y sobre los procesos de organización, así como sobre las redes de distribución. Por eso Internet introduce elementos de autogestión muy importantes situados en el centro de las disputas contemporáneas, como, por ejemplo, el tema de los derechos de reproducción.
El otro punto importante consiste en mostrar cómo ese trabajo sólo es posible porque parte de un alto nivel de “cooperación social”, es decir, porque la propia información, dada en tantos casos por los protagonistas, está “socialmente presente” y es accesible al trabajador. En el ejemplo anterior, el periodista encuentra la información ya elaborada en los medios de comunicación que consulta o, en su caso, accede a informantes que dominan la lengua lo suficiente para hacer un relato de lo sucedido. Cuenta con archivos, bibliotecas, buscadores de Internet, centros de documentación que permiten la realización del trabajo en un marco social. No es la empresa en sentido estricto sino la sociedad el marco del trabajo. De ahí que aquélla pueda ser considerada como “capacidad de activar y gestionar la cooperación productiva”, una cooperación que ya está dada socialmente, que forma el suelo del trabajo social y cuyo resultado es apropiado de modo capitalista pero sin que el capital ponga las condiciones de su realización.
Podemos decir entonces que el capitalismo se encuentra con un dilema: por una parte, promueve una subjetividad capaz de tomar decisiones rápidas, de mantener la fluidez del trabajo y la cooperación, de asegurar de modo independiente y autónomo el cometido de las tareas, pero a la vez, esa subjetividad debe estar enmarcada por los límites de la producción de capital, de tal manera que, “el problema de la producción y del control de la subjetividad que tanto ayuda hoy día al management capitalista en todos los sectores de la producción, tanto si son industriales como si no, no es un problema de control ideológico, sino más bien un problema que afecta a los fundamentos mismos de las relaciones de poder en la sociedad post-industrial [post-taylorista]” (Lazzarato, 1992: 60). Es decir, se trata de saber hasta qué punto esa subjetividad creativa que está en la base de los nuevos desarrollos, va a ser capaz de escapar a las constricciones que le impone el sistema, optando por formas de cooperación social y de organización de la producción de carácter solidario y cooperativo, en vez de dejarse agotar en los procesos de valorización y reproducción ampliada de un capitalismo renqueante.
Es en este marco que algunos jóvenes intelectuales, licenciados, graduados e incluso doctores, están optando por explorar las posibilidades abiertas por esa especie de desplome de la institución. Ya no se trataría de abrir la Universidad a la sociedad, sino de sacarla de su territorio, desterritorializarla y volverla a territorializar en otro sitio; de iniciar experimentos de cooperación intelectual productiva entre académicos y activistas, o miembros de organizaciones diversas, o simplemente interesados, para crear grupos de trabajo cooperativo, ya sea en editoriales, talleres de edición, investigaciones participativas, servicios informáticos, medios de comunicación, etc. Gentes que sean capaces de promover innovaciones conceptuales productivas desde el punto de vista social y no simplemente económico.
Porque a diferencia de lo que está ocurriendo en algunos países latinoamericanos, donde los procesos de transformación tienden a acercar la educación a las poblaciones, abordando programas de alfabetización y de formación para las capas populares y favoreciendo el acceso, en los países europeos, ésta pareciera dejar de tener cualquier valor social para mantener sólo un valor de mercado: no se está concibiendo como un derecho y se está restringiendo a sus efectos económicos. Con ello, la educación superior está entrando en caminos inéditos, muchos de los cuales están todavía por explorarse.
Revista Nómadas
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