Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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• El otro mundo, 2009 | Miguel Brieva | Ramdom House Mondadori S.A
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Daniel Inclán*
Este texto intenta presentar una lectura multidimensional para el estudio de las violencias contemporáneas, centrando la atención en lo que estas producen en el contexto de la crisis civilizatoria: abyecciones como centro articulador de la existencia. La crítica de la violencia se piensa en el marco de su historicidad, partiendo de la caracterización del tiempo colectivo y de las necesidades de la reproducción de la cultura material capitalista. El texto concluye con la apuesta por la vida colectiva como lugar de desobediencia ante la violencia del capital.
Palabras clave: violencia, abyección, historia, crisis civilizatoria, crueldad, guerra social.
Este texto tenta apresentar uma leitura multidimensional para o estudo das violências contemporâneas, centrando a atenção no que estas produzem no contexto da crise civilizatória: abjeções como centro articulador da existência. A crítica da violência está pensada no marco de sua historicidade, partindo da caracterização do tempo coletivo e das necessidades da reprodução da cultura material capitalista. O texto conclui com a aposta pela vida coletiva como lugar de desobediência ante a violência do capital.
Palavras-chave: violência, abjeção, história, crise civilizatória, crueldade, guerra social.
This text attempts to present a multidimensional interpretation of the study of contemporary violence, focusing on what it produces in the context of the crisis of civilization: abominations are the articulating core of existence. The critique of violence is viewed from its historicity, beginning with the characterization of collective time, and the necessity to reproduce the material capitalist culture. The text concludes with a proposal for collective life as a scenario of disobedience against the violence of capitalism.
Key words: violence, abomination, history, crisis of civilization, cruelty, social warfare.
* Investigador del Observatorio Latinoamericano de Geopolítica, Instituto de Investigaciones Económicas, UNAM, México D.F. (México). Doctor en Estudios Latinoamericanos; Maestro y Licenciado en Historia. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Cuanto más breve el tiempo de formación del obrero industrial, más largo se hace el que corresponde al militar. Tal vez forme parte de la preparación de la sociedad para la guerra total que hoy el ejercicio esté pasando de la praxis de la producción a la praxis de la destrucción.
Walter Benjamin
Mis amigos me miran al través de sus lágrimas; mis deudos vuelven el rostro hacia otra parte. Porque la desgracia es espectáculo que algunos no deben contemplar. Ah, sería preferible morir. Pero yo sé que para mí no hay muerte. Porque el dolor — ¿y qué otra cosa soy más que dolor?— me ha hecho eterna.
Rosario Castellanos
La violencia es uno de los temas más urgentes de nuestra época, se intenta explicarla para frenarla o para conjurarla, pero no para entenderla; se le interroga y se le caracteriza, pero no se le analiza como relación clave de la vida del siglo XXI. La manera en la cual se le ha abordado no permite pensar su reiteración y su funcionamiento contemporáneo. No estamos ante un desajuste de la vida civilizada, tampoco ante una anomia social. La violencia es constitutiva del presente histórico. Por eso, más importante que la pregunta que intenta definirla (¿qué es la violencia?) es la pregunta que intenta pensar en sus procesos y sus producciones, en sus efectos y sus afectos (¿qué produce la violencia?, ¿qué realiza la violencia?).
La premura de la lectura pacifista y atemorizada ha tendido un velo sobre el carácter estructurante de la violencia en el siglo XXI. Para salir de esta trampa hay que caracterizar el tiempo colectivo en el cual la violencia se despliega, para entender entonces su carácter productor de materialidad y de significación. La violencia produce relaciones y corporalidades que la soportan, causa sentidos negativos de la vida colectiva. La violencia no es una amenaza, es la condición de la vida contemporánea, por eso es importante seguir formulando preguntas que ayuden a desentrañar su función en el marco de la reproducción del capitalismo en tiempos de crisis.
Este texto intenta entrelazar cuatro facetas de las violencias contemporáneas para superar la lectura "asustadiza" o moralizante. Primero, piensa su función en el contexto de la crisis, para hacer, en un segundo momento, una caracterización de las formas específicas de la violencia, con la intención de superar su homologación con la ira. En la tercera parte se expone el carácter comunicativo y punitivo de las violencias. Finalmente, se piensa en sus efectos, en la producción de presentes colectivos articulados en torno a la abyección.
La condición del tiempo presente es la emergencia. Esta condición es dual: emergencia como momento límite y emergencia como aparición. Como límite presupone dos procesos: 1) la imposición de una fuerza sobre otras, para suspender todo orden vigente y establecer uno contingente (el estado de excepción); 2) un peligro que sobreviene y que requiere atención inmediata. Por otro lado, la emergencia presupone una súbita aparición de potencias soterradas, de fuerzas creativas acumuladas en el tiempo.
En ambas dimensiones la emergencia se presenta como umbral, como una zona de indistinción, un emplazamiento en el cual el tiempo y el espacio se dislocan. La época de emergencia es un periodo de contradicciones radicales que expresan un desajuste estructural de la vida moderna: la crisis civilizatoria. No estamos sólo ante un desarreglo económico (que acelera la exclusión y la concentración de la riqueza). La crisis contemporánea es sobre todo cualitativa,
[...] es una crisis de la calidad misma de la vida civilizada, una crisis que no sólo es económica y política, no es sólo una crisis de los estados nacionales y sus soberanías sino que está afectando y que lleva afectando mucho tiempo a los usos y costumbres de todos órdenes: sexuales, culinarios, habitacionales, cohabitacionales (Echeverría, 2010a: 5).
La crisis civilizatoria manifiesta una larga historia de las formas modernas de vida, no es un resultado imprevisto, es una relación que acompaña invariablemente el modo de producción capitalista y que en el presente produce resultados catastróicos.
La peculiaridad de la crisis cualitativa de las formas de vida es su carácter multidimensional (Bartra, 2013): crisis ecológica, crisis alimentaria, crisis sanitaria, crisis urbana, crisis política, crisis económica, etcétera. Su dimensión múltiple no es resultado de una conspiración, ni tampoco es una relación unívoca; la crisis civilizatoria expresa conflictos políticos, es resultado de relaciones de fuerza y de distribuciones disímiles de los efectos de las disputas por definir las formas de vida colectiva.
Una de las formas por excelencia a través de la cual se ha intentado gobernar la crisis civilizatoria por parte del bloque dominante es el establecimiento de una guerra social generalizada, que en algunas geografías se presenta como una guerra salvaje o el paraíso de la crueldad (Sofsky, 2004). La guerra social intenta controlar lo aleatorio e impredecible de las vidas colectivas. El caos es su condición de posibilidad, al mismo tiempo que su resultado. El caos alimenta la guerra social. No se persigue el orden, es más funcional y rentable el desorden, sin importar que se acumulen ruinas sobre ruinas, porque la reconstrucción ha demostrado ser una actividad muy lucrativa1. El caos es la amenaza que está incluida dentro del orden mismo, presupone una relación centrífuga, que permite concentración de fuerzas y de riquezas materiales. La guerra social no persigue una victoria final, se instala como tiempo de larga duración (Segato, 2014).
Empero, por generalizada que sea, no es arbitraria ni homogénea, es selectiva y sistemática, no opera de la misma manera porque su objetivo final es la clasificación social de los cuerpos, la producción artiicial de diferencias, estableciendo un orden de reparto policiaco-militar2. La policialización y militarización de la vida cotidiana son la marca de época. Las acciones (para)policiales y (para)militares se expresan como actos legislativos; están presentes o están representadas allí donde haya fuerza de ley para producir y conservar un orden3. Por eso las acciones (para)policiales y (para)militares no son sólo actos de los cuerpos uniformados, son figuras sin figura que ejercitan violencias sin formas unívocas, volviéndose inaprehensibles como tales, porque están diseminadas en la mayoría de las relaciones colectivas (Derrida, 1997). Esto produce una emergencia de mircrosoberanías y formas indirectas de gobierno, en las cuales pequeñas o medianas regiones funcionan bajo el mando de los señores de la guerra social (Mbembe, 2011a).
No todo se puede explicar por sus acciones, lo marcial y lo policiaco de la vida cotidiana son un vehículo de articulación que intenta reducir el antagonismo político. No está en todas partes, sólo ahí donde es necesaria la despolitización, sea como medida profiláctica o como castigo.
Se trata de un poder que se ejerce en contra de la comunidad como posible asociación de individuos libres, pero a través de ella misma en lo que tiene de colectividad que sólo puede percibir el aspecto temerario de un proyecto propio; que reniega de su libertad, se instala en el pragmatismo de la Realpolitiky entrega su obediencia a cualquier gestión o cualquier caudillo capaz de asegurarle la supervivencia a corto plazo (Echeverría, 1995: 173).
La reducción de la política en el siglo XXI es posible porque se modifica la concepción y función del Estado y del monopolio de la violencia, no porque esté en condiciones fallidas o porque no realice sus tareas adecuadamente (como tanto gusta señalar a los liberales y socialdemócratas)4. El Estado del siglo XXI es uno de emergencia, que se caracteriza por una simbiosis entre formas criminales de gubernamentabilidad y los restos de la gobernanza moderna. La imbricación es dual, no es el crimen el que infiltra las formas estatales, ni el Estado el que se convierte en criminal; hay una mímesis delincuencial y una mímesis estatal, su operación depende de los tiempos y las mediaciones. En esta reconfiguración global del orden estatal se materializan zonas de indistinción: entre administración y gobierno, entre derecho y hecho, entre legal e ilegal, entre legítimo e ilegítimo, entre verdad y justicia.
Las zonas de indistinción multiplican las escalas de reproducción del capitalismo. Al mismo tiempo que se consolida la integración e internacionalización del capital, Estados, se consolida también la creación de economías entre sombras que internacionalizan sus procesos al margen de los acuerdos institucionales. En ambos casos se verifican procesos de modernización autoritaria, que a diferencia de las modernizaciones del siglo XX, no pretenden construir una imagen de mejoría compartida por todos los miembros de las comunidades artificiales de los Estados-naciones. Las modernizaciones autoritarias del siglo XXI llevan la marca de la exclusión, son sólo para un selecto grupo de ciudadanos, para los que puedan pagar por éstas. Los costos son generalizados, no así los beneficios. La modernización autoritaria del siglo XXI lleva la marca de una economía de muerte, que produce vidas precarizadas y residuos no asimilables, dos expresiones de la abyección contemporánea.
• Ana, 1991 | Francisco y Gabriel Solano Lopez | Fantagraphics Books Inc.
A pesar del agotamiento de las formas estatales modernas, y de la gran crisis de representación y legitimidad que les acompaña, hay un fetiche global por la ley, que además de funciones punitivas (propias de la modernización autoritaria), expresa deseos y demandas colectivas, que encuentran en los canales legales las formas más adecuadas para ser resueltos (Comarof y Comarof, 2009). La legalización de la vida expresa un desplazamiento de la política y la dominación de las formas marciales y policiales para garantizar el control económico de la vida, que es el telos de la guerra social5.
El estado de emergencia también se desea por parte de las vidas colectivas, que aceptan como propio o como realizable el mundo de fantasmagorías de las mercancías globalizadas, que intentan encarnar las icciones del mundo artiicial de abundancia. Una configuración de la vida colectiva que toma como molde el proyecto estadounidense,
[...] que promueve necesariamente el fenómeno del "consumismo", es decir, de una compensación cuantitativa por la imposibilidad tantálica de alcanzar un disfrute cualitativo en medio de la satisfacción; consumismo ejemplificado claramente en el "¡Give me more!" de la industria de la pornografía, en la precariedad del disfrute sexual en medio de la sobreproducción de orgasmos (Echeverría, 2010b: 114).
La guerra social es el escenario en el que se produce
[...] un valor de uso estructuralmente monstruoso: útil, sin duda, pero no para alimentar la vida sino para lograr —unas veces de manera discreta, otras sangrientamente escandalosa— el suicidio sistemático del ser humano y el arrasamiento de la naturaleza en la que éste desenvuelve su vida (Echeverría, 2010b: 100).
La monstruosidad de las configuraciones de los valores de uso pasa por los cuerpos, modificando lo que éstos pueden hacer en tanto relaciones colectivas; como todo valor de uso, su utilidad última produce efectos y afectos encarnados.
Para que la clasificación social de los cuerpos, su control de efectos y afectos sea posible, la violencia cumple un papel central, al incorporar abusos por medio de fuerzas físicas y a través de diseños de relaciones colectivas por medio de fuerzas simbólicas. En la guerra social del siglo XXI las violencias producen cuerpos en emergencia, en estado permanente de excepción y de exclusión, marcados simbólica o físicamente por las batallas cotidianas que se libran para poder reproducir la vida, sea como sobrevivientes, sea como combatientes.
La vida cotidiana militarizada divide al mundo en dos, entre amigos y enemigos. Los segundos, a su vez, se subdividen en asimilables (enemigos internos, inimicus) y en exterminables (enemigos externos, hostis); aquellos que pueden incorporarse en condiciones de precariedad al "modo correcto" de vida colectiva y aquellos a los que es necesario eliminar, porque representan una amenaza absoluta al orden vigente. La definición del asimilable y el exterminable no es cualidad exclusiva de un poder visible (generalmente identificado con los aparatos de Estado), hay relaciones difusas que sirven también para legislar sobre la condición del enemigo (las microsoberanías), en escalas diferenciales y con procedimientos particulares. En ambos casos se producen abyecciones, excresencia de las relaciones colectivas que son inasimilables, que existen como muertes manifiestas o como muertes efectivas. No hay una sola operación para la producción de abyecciones, aunque sí una articulación, que no hace de las violencias un archipiélago (difícil de enumerar), sino una red cuyo objetivo es garantizar la reproducción del sistema capitalista.
Para entender la complejidad del proceso no hay que confundir la violencia con la ira o la agresividad. La ira es un acto que manifiesta una pasión, en la cual se limita la autodeterminación y la relexividad; es un quehacer ambivalente, que al tiempo que manifiesta la vulnerabilidad de los sujetos, expresa un deseo de asertividad, de autoafirmación por el ejercicio de una fuerza hacia otros (Boedi, 2013). La ira expresa un tipo de resentimiento hostil, artificial o concreto, de una persona hacia una situación (conformada por personas u objetos, o ambas). Expone una fuerza desmesurada en un quehacer cuyo objetivo es sólo la desestructuración inmediata de cuerpos y de valores de uso. Por otra parte, la agresividad es una disposición a actuar con coraje. Su manifestación embiste la realidad sobre la cual se opera, acomete con fuerza. Es una actividad que puede manifestarse con intensidades variables, pero siempre se verifica en actos.
En cambio, la violencia es un proceso, una voluntad materializada que intenta imponer una situación y las formas de su valoración a través del uso de una fuerza o de un conjunto de fuerzas (materiales, simbólicas, cognitivas, afectivas). La violencia, a diferencia de la ira, es una operación de cálculo, no es sólo un sentimiento, es una intención programática que excede los hechos mismos. La violencia no es un acto singular, es un conjunto articulado de prácticas cuyo fin es la producción artificial de diferencias expresadas en los cuerpos (en la violencia no se persigue la igualdad, sino la distinción, la ruptura de la identidad mediante la fuerza). El sentido de la violencia está en la relación dialéctica entre el hacer y el padecer, entre el acto y el afecto, entre el cuerpo que ejecuta y la corporalidad que recibe. Por ello no hay violencias irracionales, porque toda violencia tiene la fuerza para generar una razón y sus procesos de entendimiento, morales o cognitivos, tanto en el cuerpo afectado como en las relaciones colectivas que sintetiza.
El entendimiento de la violencia supera los patrones morales para calificar lo bueno o malo. La violencia no es mala o buena por sí misma6. Su entendimiento y valoración sólo es posible en el marco de politicidad en el que trabaja, en el marco de historicidad en el que se realiza y en la corporalidad que produce. Por eso, Walter Benjamin (2010 [1921]) puede reconocer dos grandes polos de organización de las violencias: el mítico, en el cual la violencia funda derecho y las estrategias de su conservación (donde el estado de excepción es la norma), y el divino, cuando la violencia opera en favor de las fuerzas redentoras (la violencia de la débil fuerza mesiánica). Toda crítica de la violencia presupone una crítica de su historicidad, para salir de la trampa de la autorreferencialidad y pensarla en su dimensión contextual.
La crítica histórica de la violencia recupera el conjunto de articulaciones colectivas que le acompañan, que la hacen posible y que la necesitan. En el caso contemporáneo hay que pensar el contexto de la crisis civilizatoria como el marco en el cual las violencias se reproducen. Como ya se señaló, como respuesta a la crisis civilizatoria se produce una guerra social extendida, que instala una violencia militarizada y, como acompañante, un derecho militarizado, con dos procedimientos centrales: 1) el establecimiento del estado de excepción permanente, en el cual se suspenden aleatoriamente los derechos para la "conservación" del derecho (Agamben, 1999); 2) la organización del tiempo colectivo bajo los principios del estado de sitio, para "defender" la vida digna de una amenaza no identificable (Mbembe, 2011b). En el estado generalizado de excepción y de sitio se producen umbrales, relaciones espaciotemporales en las cuales aparentemente todo es posible y cuyos resultados son excresencias del sistema: vidas irrecuperables, existencias precarizadas, muertes masivas. "Asistimos al nacimiento de una forma inédita de gubernamentabilidad que consiste en la gestión de multitudes" (Mbembe, 2011b: 62).
En el caso de las violencias contemporáneas hay que mirar su extenso carácter comunicativo, no sólo las posibilidades de su interpretación (su semiosis), sino su carácter estructurador de sentidos y significados (su semántica). No es importante sólo su reconocimiento (en tanto signo), sino su comprensión al percibir las significaciones del proceso (la enunciación). Las violencias no sólo producen signos, elaboran complejas estructuras semánticas. Por eso la comparación entre violencias debe ir más allá de la valoración de los actos singulares, donde la crueldad es siempre inconmensurable.
Así podemos salir de las trampas de los neomalthusianos que piensan las violencias contemporáneas como formas de exterminio generalizado de poblaciones excedentes o supernumerarias, ya que la violencia en tanto estructura de significación se dirige a poblaciones vivas, "su función consiste en mantener a la vista de la víctima y de la gente de su alrededor el mórbido espectáculo que ha tenido lugar" (Mbembe, 2011b: 65). Se necesita agredir y matar para comunicar a los vivos. De ahí una diferencia radical con las violencias de los campos de concentración y las violencias genocidas; el escenario contemporáneo es más perverso, prolonga la crueldad que antes era clandestina o semiclandestina para comunicar a las colectividades que existe el poder soberano (en su configuración estatal o paraestatal).
Las semánticas de las violencias comparten procedimientos con un acto comunicativo, aparentemente neutral y ajeno a toda crueldad: el consumo voraz de mercancías. La semántica de la violencia tiene en el estado de cosas su punto de partida7. Son las modernas mercancías las que sintetizan la violencia fundante de la vida capitalista, aquellas realidades que primero convierten a la vida en una mercancía (fuerza de trabajo) para después volverla objeto.
Esa furia del ingerir satisfactores, esa violencia contra las cosas —que consiste en pasar sobre ellas sin descifrarlas, dejándolas como pequeños montones de residuos, destinados a incrementar una sola inmensa montaña de basura—, puede ser vista como una reacción compensatoria ante la incapacidad de disfrutar el valor de uso del que se es propietario, ante la condena a permanecer en la escasez estando sin embargo en la abundancia (Echeverría, 2006: 74).
El universo de las mercancías lleva la marca de la violencia de la producción capitalista, de la enajenación de las capacidades creativas y de la imposibilidad del disfrute pleno de la vida colectiva. El estado de cosas, de existencias mercantilizadas, demanda para su efectiva realización un tipo de comportamiento, un uso adecuado, acorde con las maneras correctas de la vida de consumo.
Las maneras apropiadas de consumo pasan por las corporalidades, relaciones colectivas en las cuales se soporta toda realización de valores de uso. La violencia que en el siglo XXI amolda los cuerpos, dista mucho de los procesos de civilización y disciplinamiento ilustrados, que exigían comportamientos "educados". Las maneras correctas del consumo contemporáneo tienden al indisciplinamiento, a la multiplicación de las diferencias artificialmente construidas, como marcas de época; aparentemente ya no existen patrones únicos de conductas, todo es posible en el universo de las mercancías.
El control sobre los cuerpos ya no pasa por las maneras civilizadas, sino por las intenciones, deseos y afectos excedidos. Del deber de la sociedad disciplinar se transita al poder de la sociedad del rendimiento, el sujeto consumista es el empresario (o el microempresario) de sí mismo, el explotador y el explotado al mismo tiempo (Han, 2014). Hay una mudanza del cuidado de sí a la autodestrucción gozosa. Mirar la destrucción como un acto estético placentero ya no es una operación de masas, es un acto solipsista.
Para soldar las violencias del consumismo se requiere de violencias encarnadas, que producen cuerpos desde los sentidos y las significaciones. En este nivel, la semántica de las violencias conlleva una sanción, un tipo de axiología que premia o castiga los comportamientos. La inexistencia de un modelo único de maneras de hacer no presupone la falta de sanción. El código comunicativo juega un papel de imperativo moral, preventivo o punitivo. La violencia cumple la función de un mandato, de una operación restitutiva del "orden perdido" o la creación de un nuevo orden, el único espacio en el cual impera el deber por sobre el poder: se violenta porque se debe, no porque se puede8.
Como parte del mandato, la violencia cumple una función deshistorizante de los procesos comunicativos, sea por su eterna reiteración o por su letalidad, que hace imposible las articulaciones y las operaciones para ubicarla en una temporalidad colectiva. Su repetición incesante no sólo disloca el principio de realidad, sino que impide fijarla en una estructura temporal, porque siempre está pasando, no termina de suceder. Parece imposible contar la historia de las violencias, sólo son posibles relatos en primera persona, como operaciones divergentes, porque la experiencia última de las violencias es imposible.
• Transmetropolitan, 1998 | Warren Ellis, Darick Robertson y Rodney Ramos | DC Comics
Aquí hay dos ejes articuladores de la significación de los hechos violentos, como actos discursivos (Segato, 2013). El primero es el vertical, que se despliega a través de la ejecución de la violencia hacia al padecimiento de sus efectos, en el cual se produce una relación punitiva que materializa un poder de decisión sobre la vida (sea para conservarla, después de la sanción, o para cancelarla como forma extrema del castigo). El segundo eje es el horizontal o dialógico, en éste el ejecutor de las violencias se dirige a sus pares de diversas maneras: les solicita ingreso en su cofradía (desde esa perspectiva, los afectados por la violencia se comportan como víctimas sacrificiales); reitera su pertenencia por su agresividad y su poder de muerte (lo que le permite ocupar un lugar en la cofradía necropolítica y garantizar su ascenso en la jerarquía gracias a la multiplicación de la letalidad de sus actos).
• El Libro Del Genesis, 2011 | Robert Crumb | Ediciones La Cúpula
En la semántica de la violencia el castigo no es proporcional al acto, se mide por la necesidad de instituir o conservar un orden, refunda la ley y la violencia que la hizo posible, para garantizar su conservación dentro de un grupo delimitado. Por eso nunca se está ante la racionalidad del acto violento, sino ante el porvenir de la racionalidad que se manifiesta en el ejercicio de la fuerza. De ahí la importancia del proceso, institucional o ficticio, en el cual se monta la representación de la violencia, como escenificación de una ley punitiva9.
Finalmente, hay que reconocer que la semántica de la violencia contemporánea reorganiza los criterios de clasificación social en al menos tres ejes. El primero, que sirve de base, es el que divide a la sociedad en polos masculinos y femeninos, entre ejecutores de la violencia y afectados por la violencia (los hombres y mujeres no son signos fijos, sino significantes móviles en la relación entre lo masculino y lo femenino). Esta diferencia de base opera como una gramática que organiza las diferencias a partir de proyecciones, deseos e imaginarios socioculturales (Silverman, 2009). En ocasiones coinciden los signos con los significantes, lo masculino con los hombres y lo femenino con las mujeres, pero no de manera exclusiva. La construcción del significante masculino-violento presupone un significante femenino- violentado.
El segundo eje para organizar las significaciones es el que separa la valorización del valor del valor uso:
Allí donde rige la economía mercantil de corte capitalista, es decir, centrada en torno a un sujeto absolutamente creador —el valor que crea ex nihilo más valor, el capital o dinero que se autoincrementa milagrosamente—, sólo allí aparece esta idea de que efectivamente el valor de uso, y con él las formas históricas concretas de la vida social que lo constituyen como tal, pueden ser algo subordinado a una sujetidad fundamental, la del Hombre abstracto que produce y reproduce el valor económico. Ser creador consiste en poner valor; todo lo demás es secundario (Echeverría, 1998b: 72).
La violencia del capital sirve para asegurar que la producción de significaciones no se desprenda de esta premisa, lo que permite dividir al mundo entre poseedores (de valor autovalorizado) y desposeídos (poseedores sólo de valores de uso).
El tercer eje, tal vez el menos atendido, es el del criterio etario. Las violencias tienen especial letalidad en los sectores juveniles, que paradójicamente encarnan la demanda del capitalismo neoliberal: la juventud eterna, la rebeldía incesante, la energía y la imaginación sin límites. Es tal vez su concreción en un mundo de simulaciones la que pone en peligro la estabilidad de la discursividad espectacular del capitalismo. A los jóvenes se les mata y se incentiva que sean ellos mismos los que se maten. Éste no es un componente menor en la semántica de la violencia, porque presenta una contradicción y una manera efectiva de superarla: controlar el significante juvenil tan demandado por medio del exterminio de la juventud concreta.
La semántica de la violencia produce una percepción de arbitrariedad del signo y los significantes, parece que todos los seres humanos son susceptibles de ser afectados por el ejercicio de las violencias. Las respuestas, paralelamente en el orden del discurso y en el de las prácticas, demandan seguridad ante la aparente universalidad del miedo. La universalización y vaciamiento del significante víctima produce explicaciones y demanda seguridades. Los que padecen la violencia "algo habrán hecho", son en parte responsables (por acciones o por distracciones). Para no caer en ese orden discursivo se reclama seguridad, por inacción o por acción de terceros, se dejan de hacer cosas "que llamen al peligro" o se pide la presencia de fuerzas externas para asegurar que nada extraordinario suceda10.
La semántica de la violencia no es impersonal, responde a relaciones de poder y repartos desiguales de las capacidades enunciativas. No opera de la misma manera en todos los niveles, aunque esté ahí presente. Un primer marco de diferencia es la capacidad material del ejercicio de fuerzas. Un segundo punto de diferencia es la capacidad de producción y manejo de efectos y afectos. Un tercer nivel es la diferencia de posición en el ejercicio de capacidades discursivas (una inscripción de las diferencias de clases en los procesos comunicativos). La violencia, por generalizada que sea, se experimenta de maneras desiguales.
La ética del capital, aquélla que en su versión decimonónica demanda comportamientos asépticos y sacrificiales, en el siglo XXI produce comportamientos desmesurados. La hybris (la demsesura) del capitalismo estalla destruyendo las fronteras, siempre que sea mediante actos despolitizados. En el fondo subyace una ética del capital, la estadounidense. "Todo está en saber llevar o portar esta otredad en estricto apego a las leyes del comportamiento ético puritano o 'realista' y a los mínimos requerimientos de una apariencia étnica blancoide o parecida a la nordeuropea" (Echeverría, 2011: 161). La desmesura tomó como molde la sociedad deshistorizante del eterno presentismo estadounidense, tan ideal y apto para la producción y consumo de mercancías. La diferencia se mide por su capacidad de generar dinámicas de consumo que ampliiquen las fronteras de la valorización del valor. Esto determina las diferencias tolerables, no siempre exentas de castigo por parte de grupos reaccionarios, pero con un lugar garantizado en el "Estado de derecho", opuestas a las diferencias que perturban, inasimilables por su comportamiento político e inadecuado.
La desmesura apolítica de la civilización material capitalista en el siglo XXI intenta garantizar tres pilares fundamentales. El primer cimiento es la creación de plusvalor a partir de la fuerza de trabajo, por medio de mecanismos de sobreexplotación y transferencia de valor de un cuerpo vivo a un conjunto de objetos inanimados, con el fin de asegurar una distribución desigual de la riqueza, aumentando la situación de exclusión. A pesar del tan proclamo fin de la era del trabajo, la producción de valores de uso sigue realizándose por trabajo humano, que ahora está en las sombras, en las geografías de la precariedad absoluta. El segundo pilar es la creación de una legalidad ambigua, que presupone una igualdad abstracta (acompañada de formas jerárquicas por estatus) para defender los resultados de la exclusión: la propiedad privada en manos de pocos y la demanda de seguridad ante la amenaza (más simbólica que real) del hurto; esta legalidad lleva la marca del estado de excepción. En este proceso hay una de las mayores contradicciones del siglo XXI, ya que, por un lado, se proclama la defensa universal y abstracta de la vida, al tiempo que se solapa y alienta el exterminio de vidas concretas. Lo que produce el estado de excepción es una organización de las vidas dignas y las vidas que no merecen ni el llanto (Butler, 2009). El tercer pilote es el diseño de una vida cotidiana de deseo y consumo, que actualiza la vigencia del universo de cosas producidas a la manera del capital, lo que genera una condición de anestesia colectiva, que reduce la sensibilidad y su correlativa politicidad a través de la voracidad del consumo. La anestesia permite contemplar la destrucción de las formas de articulación colectiva con cierto placer, reconociendo formas bellas para poder compartir las miserias del mundo (Buck-Morss, 2005).
La desmesura lleva la marca de lo grotesco, como expresión estetizante de las violencias contemporáneas, imágenes que incomodan y producen sensaciones que anestesian. Se purga el sentido y se administran las reacciones corporales. No alcanzan las palabras para poder dar cuenta de lo que sucede en las imágenes de la violencia, imágenes deshistorizadas y discursividades enmudecedoras. La sobreestimulación paraliza los sentidos, permitiendo la reproducción de una realidad fantasmagórica en la cual la corporalidad sólo tiene una estética de la supericie, cercana a la pura artiicialidad. Así, la destrucción (de uno mismo o de otros) puede mirarse con cierto placer distanciado y desinteresado. La guerra social sintetiza operaciones anestésicas de doble vía, para aquellos que la perciben (la indiferencia ante la vida excretada) y para aquellos que la padecen (incapacidad discursiva para explicar la contradicción política que les asigna un lugar degradado en la vida colectiva)11.
La violencia construye formas del sujeto y sus correlativas corporalidades. En el siglo XXI la virtud no es un sello de los cuerpos, como lo fue en la época ilustrada y sus versiones modernizantes en el siglo XX. La desmesura es la condición de la corporalidad, ya no se persigue el gobierno de los cuerpos como expresión de una actitud emancipadora. Los cuerpos "liberados" se desbordan. El poder y el control se sobreestetizan, los cuerpos se metamorfosean en imágenes no encarnadas, en representaciones sin presencias. La libertad se confunde con el deseo y con el confort evanescente, mientras el desagradable trabajo de la violencia se interioriza en los cuerpos.
La cualidad autárquica del sujeto moderno (aquel que puede hacerse a sí mismo mediante la configuración de su propia sustancia, construyéndose un cuerpo y un destino) se modifica en su temporalidad, no se persiguen corporalidades estables, sino eternamente mutables, intercambiables incesantemente. La cualidad prostética del cuerpo industrial (aquel que prolonga sus funciones y amplifica su espacio y su tiempo por la interacción con un sistema de aparatos ergonómicos), se sustituye por las prótesis virtuales, que prolongan el tiempo y el espacio hacia un interior no mesurable. La autonomía de los objetos, materialidades que están ahí por sí mismas no destinados a nadie en especíico, expulsa a los cuerpos y los subordina, su existencia es secundaria y tributaria de la presencia de los objetos modernos. La corporalidad rinde tributo a los artefactos. los cuerpos existen para éstos, nunca más los objetos para los cuerpos.
La inversión entre sujeto y objeto se acompaña de otro cambio. Hasta hace algunos lustros la abyección se percibía como la frontera en la que empezaba el sujeto (Kristeva, 1988)12; hoy la abyección es el centro del sujeto. No por la tendencial exclusión y concentración de la riqueza en manos de unos pocos, sino por la tendencial expulsión de la posibilidad de una vida cualitativa. La abyección expulsa no sólo cuerpos, lanza fuera del horizonte de existencia la potencia de las vidas históricas, formas concretas de humanidad. La tendencia generacional del mundo de la vida expulsa a la historia, y con ésta a los cuerpos que la hacen posible. Ésta es la operación previa para la construcción de parques humanos (Sloterdijk, 2000), que tienen como antecedentes los parques de animales con los cuales la modernidad ilustrada expulsaba a la naturaleza de su entorno, mediante operaciones de domesticación y exhibición. Se trata de los modernos espacios de pastoreo y crianza, en los que la humanidad debe estar dispuesta al consumo y no formularse nunca más preguntas sobre su existencia (condición básica de toda historicidad). Hoy las formas humanas existen como desbordes contenidos en espacios de cristal, objeto de observación y deseo.
La abyección expulsa de la de la historia a los sujetos, produce seres sin condiciones (Ogilvie, 2013), de experiencias degradadas, propias de vidas que no importan, que son irrelevantes. La abyección no divide al mundo en dos, los que no han sido arrogados y los que son excretados; es una condición generalizada que se distribuye de manera desigual, pero que afecta a todas las formas humanas. Se puede vivir la abyección en la abundancia artificial de bienes de consumo, como se puede vivir en la escasez absoluta de condiciones materiales para la sobrevivencia13. Esta diferencia no es menor, porque hace más letal la expulsión de todo horizonte de historicidad en los casos de la precariedad absoluta, pero no resuelve el problema en los casos en los cuales las condiciones materiales son más cómodas, simplemente lo enmascara. Pero en ambos casos la vida es una excresencia14.
• Economía para principiantes, 2002 | Alejandro N. Garviem, Héctor Sanguiliano (Sayú) | Era Naciente SRL
La modernización autoritaria, la que produce y reparte "progreso" en situaciones desiguales y desarticuladas, es la fuerza centrípeta de las abyecciones (expulsiones que se dirigen hacia el centro mismo de la vida colectiva). Al mismo tiempo que aumentan el número de usuarios de las redes sociales, aumentan la cifra de desplazados y de muertos por violencias letales. La perversión más obscena es que esta función de expulsión se desea, que el vaciamiento de la vida es convocado y realizado incluso por aquellos que más se ven afectados.
La abyección expresa una profunda crisis del sentido15, que no es sino una profunda crisis de la historia. La crisis del sentido manifiesta el gran desajuste cualitativo de la crisis civilizatoria; una afección de la significación de los quehaceres y su vínculo con el tiempo colectivo. No se arriba al modelo de sociedad esperado (en una perspectiva teleológica), estamos entrando en el abismo de las existencias (humanas y no humanas), no en un sentido apocalíptico. No es el fin del mundo y de la especie humana, es la época de la peor de las pesadillas: el reino de la barbarie con altas condiciones tecnológicas.
La trascendencia de la existencia se mide ahora por las afecciones que se padecen por vivir el progreso, de manera directa (afectados por las violencias) o indirectamente (como daños colaterales del mundo del confort). Parece entonces que el dolor es el único sentimiento tendencialmente universal, la huella de la dignidad perdida.
Las entonces fuerzas creativas, productoras del confort moderno, operan para la producción de existencias precarizadas y completamente dependientes. Las modernas máquinas de la destrucción no sólo avanzan sobre las cosas existentes, también destruyen las potencias aincadas en la historia. Esta operación es imposible sin una mudanza estructural de la función de la violencia en el marco de la guerra social. Un sujeto se impone como el articulador de las existencias: el capital como sujeto sustitutivo, sujeto automático, que en su devenir destruye las formas concretas de sujetos históricos.
Estamos ante un momento extraordinario, una época de crisis civilizatoria, ante todo, una crisis cualitativa que afecta las maneras y los usos de las prácticas cotidianas, los sentidos y las certezas. Al mismo tiempo, transitamos por un periodo de reorganización y de reinvención social para asegurar la reproducción de la valorización del valor. En este proceso se reconfiguran los patrones de clasificación social, se producen nuevos y se reciclan los viejos que siguen siendo eficientes. A las divisiones de base por género (masculino-femenino), por productividad (propietario- fuerza de trabajo), se agregan otras, por ejemplo, por edad (lo joven concreto-lo maduro artificial), por vulnerabilidad (víctima-victimario), por movilidad (residente legal-inmigrante ilegalizado), entre otras.
Para que esta mudanza sea posible la violencia cumple un papel central, al incorporar abusos de los cuerpos a través de fuerzas físicas y diseño de las relaciones colectivas por medio de fuerzas simbólicas y acciones comunicativas. La violencia del siglo XXI intenta ser el proceso para gobernar la crisis civilizatoria. Su efecto sobre las existencias es la construcción de subjetividades abyectas sobre las cuales se puede ejercer una crueldad desmesurada, por su doble condición: se agrede a lo bajo de la jerarquía social y, al mismo tiempo, se produce un excresencia del sistema, lo excluido y lo existente en excepción (seres sin condición histórica). Las subjetividades sobre las cuales la crueldad se ejerce se construyen bajo un principio selectivo, no hay formas universales de la violencia. Parece tendencialmente generalizable, pero lo que hay es una nueva clasificación de sujetos, una producción artificial de diferencias.
La producción de abyecciones es correlativa al fin de las formas históricas de existencia. La abyección contemporánea produce emplazamientos exiliados de toda condición de historicidad, de toda densidad temporal y de toda posibilidad de espacializar las existencias. La guerra social es contra la historia y contra la memoria, contra las formas cualitativas de la existencia.
Si bien el tiempo presente es de contradicciones radicales, de peligros catastróicos y de promesas germinadas por largos años. Algo está emergiendo en la medida en que grupos de personas deciden no seguir obedeciendo los mandatos de la violencia del capital, que han aprendido a reconocer en sus muertos y sus cadenas las relaciones de opresión. La guerra social no sólo produce víctimas. Entre las ruinas del progreso se construyen semilleros de vida colectiva plena, que recuperan la dignidad perdida de la vida. Semillas que se cultivan críticamente con el compromiso de redimir para la vida presente la posibilidad de la historia. Imaginando y viviendo formas colectivas que escapan a la trampa de la abundancia artificial del capitalismo. Sus escalas son de muy diversa naturaleza, se despliegan en los terrenos y las formas menos esperadas, están ahí donde el cuidado colectivo se despliega, donde las corporalidades se piensan como formas colectivas y no como agregados de individualidades. Están ahí donde la vida se arriesga (literal o metafóricamente) para poder garantizar la reproducción del valor de uso (promesas colectivas de historicidad). Esta vida entregada cumple una función distinta a la vida robada en la guerra social. "No es entonces una frase, afortunada o desafortunada, según se le vea desde arriba o desde abajo, la de 'aquí estamos los muertos de siempre, muriendo de nuevo, pero ahora para vivir'. Es la realidad" (Subcomandante Marcos, 2014).
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