Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
Correo electrónico: nomadas@ucentral.edu.co
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Ana Gabriela Buquet Corleto**
Este artículo establece las bases conceptuales para explicar el funcionamiento del orden de género en tres de sus dimensiones centrales —simbólica, imaginaria y subjetiva—, y pone de relieve que esta compleja y extraordinaria maquinaria de organización social que actúa en los distintos terrenos sociales, se expresa de maneras específicas en el ámbito de la educación superior, de manera que delimita, obstaculiza y dificulta la participación de las mujeres en la vida universitaria y, particularmente, el avance en sus trayectorias académicas.
Palabras clave: género, educación superior, trayectorias académicas, identidades de género.
Este artigo estabelece as bases conceituais para explicar o funcionamento da ordem de gênero em três de suas dimensões centrais —simbólica, imaginária e subjetiva—, e evidencia que esta complexa e extraordinária maquinária de organização social que atua nos diferentes terrenos sociais, se expressa de maneiras específicas no âmbito da educação superior, de maneira que delimita, obstaculiza e dificulta a participação das mulheres na vida universitária e, particularmente, o avanço em suas trajetórias acadêmicas.
Palavras-chave: gênero, educação superior, trajetórias acadêmicas, identidades de gênero.
This article provides the conceptual basis of explaining how gender equality works in three of its primary dimensions – symbolic, imaginary and subjective – and emphasizes this complex and extraordinary mechanism of social organization which operates in various social fields. It is expressed in specific ways within the field of higher education and it determines, obstructs and hinders the participation of women in university life and, specifically, the progress in their academic careers.
Key words: gender, higher education, academic careers, gender identities.
* Este artículo es producto de la investigación doctoral concluida “Sesgos de género en las trayectorias académicas universitarias: orden cultural y estructura social en la división sexual del trabajo”, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
**Investigadora titular y Directora del Programa Universitario de Estudios de Género (PUEG) de la UNAM (México). Coordinadora de la Red Nacional de Instituciones de Educación Superior: Caminos para la Equidad de Género (Renies-Equidad) (2012-2015). Doctora en Ciencias Políticas y Sociales con orientación en Sociología; Maestra y Licenciada en Psicología, Especializada en Género, Sexualidad y Educación. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
La participación de las mujeres en la educación superior ha transitado por diversas etapas a lo largo de la historia. Durante varios siglos permanecieron excluidas de estas instituciones y sólo a partir del siglo XIX algunas pocas lograron incorporarse, primero como estudiantes y tiempo después, ya bien entrado el siglo XX, como académicas (Alvarado, 2010; Anderson y Zinsser, 2007; Palermo, 2006).
Apenas a partir de la década de los cincuenta, las universidades empezaron a recibir mujeres de manera masiva, pero sólo se logró la paridad en la población estudiantil hacia finales del siglo XX, y todavía no se consigue, hacia la segunda década del siglo XXI, una participación equitativa entre académicas y académicos (PUEG, 2014).
La incorporación de las mujeres en las universidades y el incremento paulatino de su presencia a lo largo de los últimos siglos —sobre todo en las últimas décadas— es, sin duda, un gran avance en cuanto a los derechos de las mujeres y al desarrollo de la sociedad en su conjunto. Sin embargo, la participación de las mujeres en las universidades, más allá de la proporción en que se encuentren, está atravesada por condiciones de desigualdad que dificultan su acceso, permanencia y movilidad.
Estas condiciones de desventaja responden a un sistema de organización social —en adelante denominadoorden de género— que subordina a las mujeres como colectivo frente al colectivo de los hombres y que construye diferencias arbitrarias cuyo resultado es el desempeño de papeles sociales diferenciados y jerarquizados que se reproducen en todos los ámbitos del ser y del quehacer humano. Esta diferenciación es producto y, a la vez, productora de las distinciones de género.
La conceptualización del género que discuto en este trabajo establece tres dimensiones complejas —lo simbólico, lo imaginario y lo subjetivo— que actúan desde distintos lugares, pero se concatenan y encarnan en las personas e instituciones, de forma que preservan una lógica que privilegia lo masculino sobre lo femenino, a los hombres sobre las mujeres y a las identidades masculinas sobre las femeninas.
El planteamiento de este marco conceptual pretende brindar elementos para profundizar sobre la intervención de cada una de estas dimensiones y su interacción para producir fenómenos específicos de desigualdad en la educación superior.
La información contenida en este artículo es producto de una investigación (Buquet, 2013) cuyo objetivo fue identificar las condiciones en que las académicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) realizan su trayectoria académica en el Subsistema de la Investigación Científica1. La articulación del trabajo conceptual con el desarrollo de metodologías cuantitativas y cualitativas permitió ahondar en las circunstancias culturales y estructurales —propias de las instituciones—, así como personales, que determinan las posibilidades de las mujeres de lograr o no carreras académicas exitosas.
En los cuatro primeros apartados –“El orden de género”, “Lo simbólico”, “Imaginario colectivo” e “Identidades de género”– se busca que la discusión de carácter teórico se articule con ejemplos de los efectos que estas dimensiones tienen en distintas esferas de la vida universitaria y que han sido documentados por diferentes estudios.
En el último apartado —“El orden de género en la educación superior: el caso de la Universidad Autónoma”— se plantean algunos de los hallazgos de la investigación en la que se basa este artículo, organizados en cuatro ejes: segregación, discriminación, responsabilidades familiares e identidades de género.
Utilizo orden de género para referirme a un sistema de organización social que produce de manera sistemática relaciones de jerarquía y subordinación entre hombres y mujeres en el que convergen todas las dimensiones de la vida humana a través de interacciones muy complejas. Es la manera en la cual se ordena la sociedad a través del género.
Esta forma de organización social ha perdurado a lo largo de la historia manteniendo el núcleo sustantivo de su función de dominación masculina a través de mecanismos que se transforman y que producen diferentes manifestaciones y efectos sobre las relaciones de género en contextos históricos, políticos, económicos y sociales determinados.
Jill Matthews define orden de género como la construcción histórica de un patrón de relaciones de poder entre hombres y mujeres y la consecuente delimitación de la feminidad y la masculinidad (citado en Connell, 1987: 98-99). Connell retoma esta definición para referirse al “inventario estructural” que participa en la reproducción de este sistema en una sociedad entera, y lo diferencia de regímenes de género como el inventario estructural de una institución específica (1987: 99). De esta manera se puede analizar el “inventario estructural” completo de una sociedad a través de las interrelaciones que se producen entre los distintos regímenes de género. Esto implica que el concepto de estructura única en las relaciones de género debe ser dividido en los distintos componentes de las estructuras o subestructuras que participan en éste (1987: 91-92).
Es en este sentido que el concepto de orden de género permite considerar las diversas dimensiones y estructuras que interactúan en la producción de condiciones sociales específicas, atravesadas por relaciones de poder fundadas en el género. Sin pretender realizar un análisis exhaustivo de todos los elementos que entran en juego para producir el orden de género, me centraré en tres dimensiones que a mi juicio son centrales en la articulación de esta inmensa maquinaria productora de desigualdades. En primer lugar, considero la dimensión simbólica, en la que se funda la distinción de carácter dicotómica y jerarquizante entre los significados asociados con la pareja simbólica femenino/masculino; el imaginario colectivo —entendido como imágenes socialmente compartidas—, que se manifiesta de maneras específicas en los distintos colectivos humanos, pero que siempre produce prácticas sociales profundamente diferenciadas entre hombres y mujeres, organizadas y reforzadas a través de las instituciones; y la dimensión subjetiva como mecanismo de internalización de estas diferencias, cristalizadas en las identidades de género, que, con mayor o menor apego al modelo tradicional, participan activamente en la reproducción —y resistencia— frente a los mandatos del orden de género.
El funcionamiento del orden de género se funda en la creencia compartida en la “naturalidad” de las diferencias. Se considera “natural” que las mujeres tengan ciertos intereses y los hombres otros; por ejemplo, que la vocación profesional sin discusión es distinta entre unas y otros; que tengan distintas responsabilidades sociales, como las referidas al ámbito familiar sustancialmente atendidas por las mujeres; que tengan distintas capacidades intelectuales; y un sinfín de diferencias más que sitúan a las mujeres y a los hombres en distintos espacios sociales, que a su vez poseen valores simbólicos y económicos no equivalentes.
La construcción de estas diferencias, que es, a su vez, una poderosa hacedora de desigualdades, requiere ser entendida como el resultado de procesos de carácter histórico y cultural, y despojarla del manto de naturaleza con el que está significada. A esto se refiere Bourdieu cuando plantea la necesidad de “denunciar los procesos responsables de la transformación de la historia en naturaleza, y de la arbitrariedad cultural en natural” (2007, 12). Para el autor, estos procesos encargados de la naturalización de las desigualdades están anclados en lo que denomina el trabajo histórico de deshistorización (2007: 104).
Las diferencias producidas por el orden de género sobre las personas no se limitan a características de índole inmaterial —como son el desarrollo de capacidades, intereses, emociones o moralidades diferentes—, también actúan de manera insistente para producir cuerpos marcadamente distintos, con diferencias que van más allá de lo meramente biológico, para establecer marcas entre los sexos que “se inscriben así, de modo progresivo, en dos clases de hábitos diferentes, bajo la forma de hexeis corporales opuestos y complementarios” (Bourdieu, 2007: 45), y que se inscriben en los cuerpos no sólo para delimitar la apariencia de las personas de acuerdo con su género, sino las actividades que les son propias en un estricto sistema de oposiciones binarias: macho/hembra, hombre/mujer, masculino/femenino.
De esta manera, colijo que en el “escenario” del orden de género confluyen una gran cantidad de “actores” —materiales e inmateriales— que interactúan entre sí para producir la gran obra denominada desigualdad de género. En ésta participan las personas, con sus identidades y sus cuerpos marcados y regidos por el género; las instituciones estatales, religiosas, políticas, educativas, deportivas, comunicativas o familiares organizando y ratificando las diferencias a través de la división sexual del trabajo, de los espacios y de los saberes, que refrendan esas ideas socialmente compartidas, esas mentalidades ancladas a los significados tradicionales de la feminidad y la masculinidad.
• Poulain de La Barre, Francia 1647 - 1723 | Impulsó la reflexión sobre una verdadera educación
para las mujeres, de modo que les fueran abiertas las puertas de todas las carreras, incluidas las científicas.
Analizar el orden de género en las instituciones de educación superior permite comprender que las desigualdades que allí se producen no dependen exclusivamente de este ámbito o de la estructura específica de la institución, sino de su interacción con elementos del orden cultural que permean a las sociedades en su conjunto; de las identidades que confluyen a través de procesos intersubjetivos para recrear los imaginarios colectivos; y de las estructuras de otras instituciones —o regímenes de género de acuerdo con Connell— que se ensamblan cuidadosamente para producir fenómenos de carácter general dentro del orden de género, que no se refiere a la suma de los distintos regímenes de género, sino a la interacción entre éstos y a los resultados específicos que provocan en un ámbito determinado. De esta manera, también se hacen visibles las formas específicas en que el orden de género se manifiesta como un régimen en las instituciones de educación superior.
A continuación, presento las tres dimensiones consideradas en este texto para comprender la concurrencia del orden de género en las instituciones de educación superior: lo simbólico, el imaginario colectivo y las identidades de género.
Las mujeres fueron excluidas del campo de la educación superior durante siglos y su paulatina incorporación, primero en ciertos espacios y disciplinas, y en la actualidad —aunque de manera desigual—, en cualquier lugar y área del conocimiento, nos permite comprender que su posición ha variado significativamente a causa de transformaciones sociales y culturales —muchas de éstas promovidas por las luchas feministas— que impactan los significados y las prácticas con éstos últimos asociadas. Aunque muchas mujeres se concentren todavía en carreras consideradas “femeninas” —como enfermería, psicología, pedagogía o trabajo social—, bastantes más han logrado situarse en espacios tradicionalmente considerados propios del mundo masculino, tales como ingeniería, matemáticas, física, astronomía, y otras tantas ciencias exactas o “duras”. Para entender estas permanencias y estos cambios, como dice Bourdieu (2007), es necesario esbozar el funcionamiento de lo simbólico y su incidencia en la separación tajante entre lo femenino y lo masculino
Lo simbólico es la parte más abstracta del orden cultural, donde se construyen los significados, aquello que le da sentido a nuestro mundo, a los seres vivos, a las cosas, a las personas, a las acciones, a las actitudes y comportamientos, a la naturaleza y a todo lo que es comprensible para la mente humana. Esto implica que todo lo que es percibido por lo humano está atravesado por la cultura.
No obstante, la dimensión simbólica realiza su trabajo de significar al mundo a través de procesos imperceptibles para la mente humana que hacen aparecer los procesos históricos y culturales como cuestiones naturales.
El antropólogo Clifford Geertz (1989) da elementos muy claros para comprender cómo los seres humanos y la cultura se conformaron de manera simultánea en el proceso evolutivo. Los seres humanos son cultura y dependen de ésta para constituirse como tales. Su capacidad para simbolizar está relacionada con la flexibilidad del código genético de la especie. El código simbólico funciona como extrínseco y es más poderoso que el genético. La fuerza de la significación es más potente que la fuerza instintiva (Geertz, 1989).
La potencia y la capacidad de estructuración que tiene la cultura en los seres humanos y en su sistema de organización son más determinantes de la forma en que se ha ido configurando la civilización que la propia naturaleza. “La transformación de los hechos socioculturales resulta frecuentemente mucho más ardua que la de los hechos naturales; sin embargo, la ideología asimila lo biológico a lo inmutable y lo sociocultural a lo transformable” (Lamas, 1996: 18).
El origen de las dinámicas del género, esto es, la subordinación de las mujeres, se encuentra en el orden simbólico, desde donde se construyen “los referentes a los que habrán de remitirse todas las imágenes que las colectividades humanas sancionan como parte de su propia realidad” (Serret, 2011: 93). El sistema simbólico funciona a través de un esquema de oposiciones que define la lógica de la estructura simbólica a través de parejas en oposición, todas éstas asociadas con una pareja central: femenino-masculino, el eje desde el cual opera el ordenamiento de género y establece formas binarias y dicotómicas entre estos dos registros (Serret, 2001, 2002).
La caracterización que el orden simbólico hace de la oposición entre lo masculino y lo femenino sitúa lo masculino en el centro, vinculado con las nociones de cultura, de civilización y de razón; con la capacidad de discernimiento entre el bien y el mal, entre la verdad y la falsedad; con la posibilidad de constituirse como individuos, como seres autónomos, mientras que lo femenino se sitúa al margen y está definido por su vínculo con lo natural (cuerpo, menstruación, embarazo, lactancia), con lo instintivo, con lo irracional. De esta forma, lo femenino se configura como el límite de lo masculino, como la alteridad, la otredad, lo marginal por excelencia (Serret, 2001: 60).
Lo femenino y lo masculino son los referentes culturales a los cuales las mujeres y los hombres se adscriben respectivamente para pertenecer y circular por los modelos hegemónicos de las distintas sociedades; estos referentes dan sentido y orden al lugar simbólico que tienen las mujeres y los hombres en cualquier organización social. La pareja simbólica hace funcionar los “principios de visión y de división que conducen a clasificar todas las cosas del mundo y todas las prácticas según unas distinciones reducibles a la oposición entre lo masculino y lo femenino” (Bourdieu, 2007: 45).
El orden simbólico tiene un carácter prácticamente universal y funciona como paraguas referencial para todas las sociedades conocidas; cada una de éstas traduce los significados de la pareja dicotómica femenino-masculino y desarrolla prácticas colectivas en función de estos significados, que valoran lo masculino sobre lo femenino en todos los aspectos de la vida humana, y producen un sistema de relaciones basado en la dominación de lo masculino sobre lo femenino tan arraigado en la cultura que se vive como natural, y cuyo funcionamiento es reconocido y reproducido tanto por el sexo subordinado como por el sexo que subordina.
Esta relación social extraordinariamente común ofrece por tanto una ocasión privilegiada de entender la lógica de la dominación ejercida en nombre de un principio simbólico conocido y admitido tanto por el dominador como por el dominado, un idioma (o una manera de modularlo), un estilo de vida (o una manera de pensar, de hablar o de comportarse) y, más habitualmente, una característica distintiva, emblema o estigma, cuya mayor eficacia simbólica es la característica corporal absolutamente arbitraria e imprevisible. (Bourdieu, 2007: 12)
La cultura institucional de las universidades tiene profundamente anclados los significados tradicionales que aún oponen lo masculino a lo femenino a través de las disciplinas del conocimiento, de las jerarquías, de los espacios, de las capacidades y las responsabilidades.
La Escuela […] sigue transmitiendo los presupuestos de la representación patriarcal […] los inscritos en sus propias estructuras jerárquicas, todas ellas con connotaciones sexuales, entre las diferentes escuelas o las distintas facultades, entre las disciplinas (“blandas” o “duras” […]). (Bourdieu, 2007: 108)
La efectividad del orden simbólico se refleja en la traducción de esos símbolos y sus significados, en prácticas sociales que constituyen el imaginario colectivo, en donde lo abstracto se vuelve concreto y tangible en la vida cotidiana de los seres humanos. El imaginario es el resultado de imágenes socialmente compartidas, organizadas por códigos que la sociedad reproduce, sanciona y acepta, pero que están en constante transformación a partir de las prácticas sociales que transgreden las imágenes codificadas y ponen en tensión las identidades de género. “El imaginario colectivo entra en contradicción con la simbólica a que está referido y con el carácter sustantivo del orden en que está inscrito” (Serret, 2002: 38).
Los mecanismos sociales para que hombres y mujeres encarnen los significados de lo masculino y lo femenino son innumerables. La maquinaria que garantiza la internalización adecuada de esta pareja simbólica se compone de diversos dispositivos. Bourdieu pone en evidencia una gran cantidad de estos mecanismos y los separa, en primera instancia, entre “estructuras objetivas y subjetivas de la dominación masculina” (2007: 105).
Dentro de las estructuras objetivas están las “instituciones que concurren permanentemente a asegurar esas permanencias, Iglesia, Estado, Escuela, etc.” (Bourdieu, 2007: 105). Esto es lo que ocurre, precisamente, en las universidades, donde se mantiene una organización interna en la que aparece como natural que los hombres y las mujeres desarrollen funciones claramente diferenciadas. Las instituciones de educación superior son reproductoras de una organización jerárquica donde los hombres se posicionan por encima de las mujeres, y ésta se sostiene en la división sexual del trabajo, en la valoración diferenciada de las disciplinas según sean consideradas “femeninas” o “masculinas”, en la marginación de las mujeres de los espacios de poder y de reconocimiento, y muchas otras situaciones que obstaculizan y dificultan la participación de las mujeres en condiciones de igualdad.
Aunque pudiera suponerse que las/os universitarias/os —sobre todo quienes pertenecen a la población académica— escaparían a este tipo de creencias gracias a su trabajo intelectual, a su alto nivel de preparación y una posible visión crítica de la sociedad, normalmente no sucede así; diversas investigaciones han mostrado que, incluso, científicas/os de primer nivel reproducen el orden de género en el ámbito académico. Un estudio interesante en este sentido es el realizado por Schiebinger et al. (2008) con respecto a la prioridad que hombres y mujeres le dan a su carrera académica en relación con la de su esposa/o, en el cual se puede constatar que la trayectoria intelectual de los hombres aún aparece como prioritaria tanto para ellos como para ellas.
La incorporación de las mujeres al mercado de trabajo no ha significado una redistribución equitativa de las tareas en el seno del espacio doméstico con los hombres, y éste es un fenómeno claramente apreciable en los ámbitos académicos. En particular, esta situación se puede constatar en matrimonios o parejas en los que ambos integrantes pertenecen a la academia, pero destinan tiempos desiguales para atender las necesidades de su familia y, por ende, el que pueden destinar al trabajo intelectual (Colbeck, 2006).
• Sor Juana Inés de la Cruz, México 1651 - 1695 | Fue una de las grandes exponentes de la literatura en español.
Abogó por la igualdad de los sexos y por el derecho de la mujer a adquirir conocimientos.
Las transformaciones sociodemográficas han provocado un trastrocamiento en la forma en la que se componen los grupos familiares, en las dinámicas internas, incluso en las tareas y funciones que desempeña cada uno de sus integrantes, pero lo que no ha cambiado es el trasfondo cultural que sujeta a las mujeres a los significados más tradicionales de la feminidad virtuosa, la madre-esposa, la mujer abnegada al servicio de sus seres queridos, que cobra y sostiene su significado en la concatenación con el “otro lado de la moneda”: la masculinidad investida de virilidad.
Aparentemente, los problemas de distribución desigual del trabajo doméstico entre hombres y mujeres y de cuidados que requieren las familias son ajenos a las instituciones educativas y habría que resolverlos en el seno del hogar. Sin embargo, son muchas las señales que emiten las universidades en favor de preservar la desigual división de tareas, y van desde la propia distribución de su población en puestos y disciplinas —las mujeres se concentran mayoritariamente en carreras o actividades de servicio y menor valoración, como secretarias, edecanes, etcétera—, reglamentos que otorgan prestaciones como el servicio de guarderías infantiles sólo a las mujeres, o la propia concepción de personal de tiempo completo, pensada por y para los hombres, que no considera la dedicación a otras responsabilidades, porque normalmente son resueltas por las mujeres.
Este modelo, que inicia en el espacio familiar —núcleo desde el cual se sostiene la división sexual del trabajo y los roles diferenciados entre las mujeres y los hombres—, es reforzado sistemáticamente por las demás instituciones sociales: las iglesias, los medios de comunicación, el lenguaje, las artes, las ciencias y, por supuesto, las instituciones educativas. Estas últimas son una pieza clave para el reforzamiento cotidiano de los roles y los estereotipos de género. Su eficacia radica en la articulación de diversos mecanismos que van desde la reproducción de las diferencias de género por parte del personal docente en su interacción cotidiana con el alumnado y los contenidos de los libros de texto, hasta la propia estructura de las instituciones escolares que, como lo plantea Bourdieu (2007: 108), reproduce las relaciones de oposición y jerárquicas provenientes del principio simbólico de la dominación masculina.
Esta “inmensa máquina simbólica” y su efecto en el orden social intervienen de manera directa, aunque silenciosa, en el plano de lo individual, en la conformación de las identidades de los sujetos. Los individuos se constituyen como tales a través de la internalización subjetiva del orden simbólico y de su traducción a las prácticas sociales que delinean el modelo por seguir para constituirse como un sujeto femenino (mujer) o un sujeto masculino (hombre) deseable en el plano de lo social y de lo individual. De esta manera, nos encontramos con individuos que cumplen o tratan de cumplir con las expectativas sociales depositadas en ellos.
• Juan Bautista de la Salle Moet, Francia 1651 - 1719 | Considerado el “trono de los Educadores”. Fundó el primer establecimiento
educativo para preparar a los profesores de las escuelas rurales, incentivándolos a transmitir a los infantes una educación humana.
En el ámbito de lo subjetivo se encuentra la inscripción en los cuerpos y en las mentes del principio simbólico de la dominación masculina, y también la eficacia de la acción de las estructuras objetivas, que se apoyan en la subjetividad de los esquemas cognitivos, de percepción y de apreciación (Bourdieu, 2007). Los integrantes de las comunidades universitarias perciben estas estructuras como propias y cuando una mujer —o un hombre— transgrede esta organización al incursionar en un espacio marcado para el otro sexo, inmediatamente aparece como un caso extraño, alguien que perdió la brújula de su identidad y se situó en el lugar equivocado, que no podrá desarrollar esa actividad adecuadamente o que sufrió un proceso de pérdida de su “esencia” femenina o masculina. Así, se pondrán en cuestión los aportes o capacidades de una matemática o una ingeniera, se confiará menos en su trabajo o será descrita como masculina, como una mujer que no logró desarrollar adecuadamente las características propias y adecuadas para su sexo. Lo mismo ocurre con los hombres que eligen carreras consideradas femeninas: su masculinidad estará en duda.
Las prácticas sociales y las identidades de género se ponen en tensión con el orden simbólico al que están referidas: las expectativas sociales y las individuales se transforman junto con otros procesos de cambio social y van resquebrajando los “muros imaginarios” que impiden u obstaculizan el paso de mujeres y hombres a ciertos terrenos sociales, reservados para “el otro sexo”. Estas mutaciones no son, sin embargo, suficientes para el trastrocamiento del orden de género, aunque representan avances importantes.
Las mujeres en la academia han transgredido el mandato social tradicional de género al incorporarse no sólo a la educación superior, sino a disciplinas consideradas “duras” en las que se requiere de aptitudes —como la concentración y la capacidad de abstracción— asociadas con lo masculino. Sin embargo, estas mujeres, transgresoras de algunos mandatos del ordenamiento de género, conservan otra serie de características propias de “lo femenino” que sin lugar a dudas interfieren de manera negativa en su trayectoria profesional. Muchas mostrarán una actitud de debilidad o menor fortaleza ante sus pares hombres, reconocerán la autoridad de la jerarquía masculina y seguirán asumiendo el papel de madres y esposas, aunque sea a expensas de su trabajo. Ilustro la permanencia de esta condición con el testimonio de una investigadora, casada con un investigador, ambos con los máximos niveles académicos: “Cuando los niños estaban pequeños yo salí muy poco del país, mi esposo salía más de trabajo, de congresos y yo me limité mucho, viajé muy poco, me limité bastante en esos años, precisamente porque había que estar supervisando a los niños” (Buquet, 2013: 168).
Estas características son parte de la identidad y están asociadas con lo femenino, de la misma forma en que otras se asocian con lo masculino, y los hombres las actúan en los espacios universitarios, igual que en otros ámbitos sociales, porque aparecen como naturales o propias de cada sexo. Sin embargo, los seres humanos no nacen con la identidad conformada o preconfigurada; no se trata de una “esencia” o una propiedad intrínseca de los sujetos. Es una dimensión subjetiva de las personas que se constituye con otras personas a través de relaciones en las que se pone en juego la subjetividad de los individuos que interactúan. Este proceso —que resulta de transformar un dato en valor— produce en el sujeto su concepción sobre sí mismo y sobre los otros a través de la mirada propia y de la externa. Estamos hablando de una dimensión que resulta de la confluencia entre
[…] autopercepción (nivel de identidad primaria) y percepción imaginaria social (nivel de identidad social o colectiva) que se constituye en un proceso incesante y contingente a través de imágenes entrecruzadas, frecuentemente contradictorias, y con referencia a diversos planos del orden simbólico. (Serret, 2002: 28)
La identidad es “un proceso lógico primordial en virtud del cual los individuos y los grupos humanos se auto-identifican siempre y en primer lugar por la afirmación de su diferencia con respecto a otros individuos y otros grupos” (Giménez, 1992: 189).
Aunque permanece en el tiempo y contiene un elemento sustancial de continuidad, la identidad no es una estructura acabada, está en permanente cambio y modificación, y a ésta se incorpora una gran cantidad de elementos que se van adquiriendo y significando a lo largo del transcurso de la vida del sujeto. Y, a pesar de que la identidad provoca la ilusión de coherencia interna y de estabilidad, en realidad es una dimensión profundamente maleable, con un alto grado de plasticidad, que contiene ambigüedades y contradicciones internas.
Cuando una mujer o un hombre actúan significados considerados en el imaginario social como pertenecientes al otro género, se enfrentan necesariamente a un escudriñamiento social que pone en juego su aceptación por parte del colectivo. Si las mujeres eligen espacios adecuados y socialmente aceptados para desarrollarse profesionalmente, evitan ser puestas en tela de juicio; pero cuando incursionan en espacios “no propios” para ellas, como es el caso de las estudiantes y las académicas que se incorporan a las disciplinas “duras”, se cuestiona una de las certezas identitarias más importantes de cualquier persona: su identidad de género. Para ello, probablemente reajusten otros componentes de su identidad que les permitan contrarrestar o compensar la percepción, por parte de su grupo, de ser mujeres que han perdido su feminidad o que se han masculinizado.
La tendencia general será la de no transgredir los valores socialmente aceptados de la feminidad, dando como resultado que las mujeres se ubiquen mayoritariamente en profesiones “adecuadas para su sexo”. No es casual que en las universidades las mujeres se concentren en las carreras consideradas femeninas o en áreas de conocimiento vinculadas con las ciencias sociales, las humanidades y las artes, mientras que los hombres son una indudable mayoría en las ciencias físico-matemáticas e ingenierías.
La identidad de género —núcleo básico de la conformación identitaria de los sujetos— representa el mecanismo por excelencia a través del cual los individuos responden al modelo de lo femenino o lo masculino. Este fenómeno se da a través de procesos de internalización del modelo de género, que configura el ordenamiento simbólico a nivel psíquico, constituyendo identidades que responden a una lógica dicotómica de exclusión, de complemento-oponente, de mejor y peor, de diferencias irreconciliables entre lo femenino y lo masculino.
La identidad de género es tan determinante en la vida de las personas, interviene de manera tan íntima en la imagen que tienen de sí mismas, que una serie de características relacionadas con la personalidad, las emociones y los intereses personales están modeladas desde los significados y las prácticas de género.
La afirmación de la diferencia individual y colectiva y el reajuste de la identidad para obtener la aceptación social son mecanismos que preservan las diferencias de género. La identidad de género produce la afirmación de la diferencia de los hombres con respecto a las mujeres y de las mujeres con respecto a los hombres.Unas y otros reajustarán su identidad a los modelos vigentes para permanecer y ser parte de uno u otro colectivo, o sea, del grupo de los hombres o del grupo de las mujeres. Los hombres que transgreden su identidad masculina y se deslizan hacia los significados de la feminidad podrán ser sancionados y poner en juego su aceptabilidad social, quedando al margen del colectivo de los hombres, o reajustarán su identidad para permanecer en el grupo identitario marcado por la virilidad y la superioridad masculina. Con las mujeres pasa algo semejante: aquellas que no se ajustan a los valores de la feminidad, encarnados en las tipificaciones sociales de muy diversas maneras, pagarán los costos de haberse masculinizado para entrometerse en espacios que no les corresponden y deslindarse de sus “responsabilidades naturales” y de sus características femeninas.
Cuando se habla de temas como la segregación disciplinaria —un fenómeno muy frecuente en las instituciones y, particularmente, en las de educación superior—, la cual consiste en que las mujeres se agrupan en ciertas disciplinas o carreras y los hombres en otras, la respuesta social recurre a la explicación, propia de la dominación masculina, de que son las mismas mujeres quienes eligen libremente, en obediencia a su vocación, en el entendido de que esta “elección” es producto de sus intereses naturales y, por lo tanto, las instituciones no pueden hacer nada al respecto.
La creencia —instalada no sólo en los hombres, sino también en las mujeres— de que las mujeres no son aptas para ciertas áreas del conocimiento, tiene efectos en las personas y en el desarrollo del conocimiento: se traduce en la desigual distribución de hombres y mujeres en carreras y disciplinas, y en la consecuencia inevitable de que las mujeres se incorporen a la fuerza de trabajo en los lugares más devaluados económica y simbólicamente.
Por ello, resulta particularmente interesante analizar qué sucede con las mujeres que han transgredido el mensaje social al no ser “atrapadas” —por lo menos, no completamente— por los significados y las prácticas de la feminidad. Las mujeres que han atravesado la frontera de la marca de la feminidad —que las posiciona en el margen— y han incursionado —algunas con mayor éxito que otras— como sujetos dentro de la categoría central, la de la masculinidad, no sólo son producto de transformaciones subjetivas, y, por tanto, individuales, sino también el resultado de procesos históricos que han ido modificando los códigos sociales y deconstruyendo el binarismo simbólico de género.
Desde luego, estas imágenes, que encarnan la propia identidad de las personas, también se encuentran en un proceso de constante transformación en la medida en que los propios códigos sociales se van modificando […]; la deconstrucción del orden simbólico que ha sido producto de la racionalización, ha impactado severamente la traducción del binarismo simbólico de género en identidades imaginarias claramente delimitadas. (Serret, 2011: 92 y 94)
De la misma manera que el orden simbólico y el imaginario colectivo, las identidades en general y las de género en particular tienen fugas y filtraciones que permiten que los sujetos opongan resistencia al mandato social para configurarse como sujetos, cuando ellos mismos entran en contradicción entre lo que deberían ser y lo que en realidad son.
Judith Butler plantea que hay géneros “inteligibles” —producidos por las normas socialmente instituidas y mantenidas— que apelan a una coherencia y continuidad de la persona entre su sexo, su género y su deseo. Traducido en términos coloquiales, esto significa que un hombre será masculino y heterosexual y que una mujer será femenina y heterosexual. Pero no todos los géneros son inteligibles, algo que simultáneamente es prohibido y producido por las propias leyes que establecen la inteligibilidad del género (Butler, 2001: 50).
Los planteamientos de Butler me permiten proponer que la correspondencia entre hombre masculino y mujer femenina es puesta en juego por la actuación de prácticas sociales de género que rompen la norma. Con esto me refiero a identidades que, sin fracturar la coherencia esperada entre sus tres componentes, actúan significados del “otro género”. Hombres actuando significados de la feminidad y mujeres actuando sentidos de masculinidad.
En el ámbito educativo concurren identidades inteligibles con identidades ininteligibles, aunque las primeras sean mayoría. Lo normal —lo esperado— de los hombres y de las mujeres en función del género es que se ubiquen en ciertos espacios, ciertas funciones y ciertas disciplinas. Cuando esto no ocurre, el género —y a veces el sexo— se pone en cuestión. Esto es, el hecho de que una mujer quiera dedicar su vida profesional a la investigación científica pone en duda los valores culturales de la feminidad al invadir los territorios asociados con la masculinidad, como la inteligencia, la concentración, la abstracción, en suma, la producción de conocimiento vinculada a la cultura y a la masculinidad.
• Jean Jaques Rousseau, Suiza 1712 - 1778 | Atacó al sistema educativo tradicional afirmando
que todo ser humano es bueno, y por ello debe ser educado a través de sus intereses y no por estricta disciplina.
El orden simbólco de género se entreteje con el imaginario colectivo y ambos con la internalización subjetiva que cada individuo realiza de las figuras de lo femenino y lo masculino. Pero el funcionamiento de esta maquinaria no está exento de tensiones que, de manera paulatina, van trastocando los significados de los símbolos, las prácticas y las identidades de género de los sujetos. En ciertos momentos, el orden simbólico de género entra en contradicción con el imaginario colectivo, cuando los significados que el primero otorga a lo femenino y lo masculino se oponen a las prácticas de mujeres y hombres en el ámbito social.
Las condiciones de la vida cotidiana de mujeres y hombres en distintas sociedades muestran la maleabilidad de estas características, que se transfiguran y transforman con el propio movimiento de los actores dentro de los cambios sociales. La cada vez mayor cantidad de mujeres científicas —como una muestra de la incursión de las mujeres en territorios masculinos— es un claro ejemplo de los movimientos simbólicos, imaginarios y subjetivos que se traducen en identidades cambiantes y en la posibilidad de inserción de las mujeres en espacios antes “no disponibles” para ellas.
El impacto del orden de género en la vida universitaria se puede analizar desde distintas dimensiones. Aquí utilizaré un fenómeno de carácter transversal a toda la Universidad, que identifico como tendencias de segregación vertical y horizontal por sexo, que es la evidencia más nítida de las condiciones de desigualdad que enfrentan las mujeres en la vida universitaria. Este fenómeno será analizado a través de distintos ejes en los que confluyen esferas de carácter cultural, social e individual. En particular analizaré la discriminación, la tensión familia-trabajo y las identidades de género. Me centraré, a su vez, en un nombramiento académico específico de la UNAM: el de investigador/a, por ser el más privilegiado de los tres nombramientos académicos de tiempo completo que tenemos en la Universidad y, por tanto, el de más difícil acceso para las mujeres2.
A nivel global, las académicas en la UNAM tienen una participación del 43,4 %, su presencia se incrementa en el cargo técnico académico a 51,5 %, se mantiene en el de profesor de carrera (43 %) y pierde 10 puntos porcentuales en el nombramiento de investigador con tan solo 35,3 %. Así que la primera tendencia de segregación que se observa es en los nombramientos académicos (PUEG, 2014).
A su vez, dentro del propio nombramiento de investigador, las mujeres tienen mayor presencia en la categoría de asociado que en la de titular, y pierden presencia a medida que aumenta el nivel: en titular “A” hay un 39,1 %, en titular “B” un 35,3% y en titular “C”, el máximo nivel, un 27,2 %. Si realizamos un análisis en el que combinemos la segregación vertical en el nombramiento con la segregación horizontal que se presenta por áreas de conocimiento, las diferencias se agudizan. Así, encontraremos que las investigadoras titular “C” en el Subsistema de la Investigación Científica son tan sólo el 19,1 %, frente al 44 % en el Subsistema de Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades. Sin duda, ser investigadora y exitosa en ciertas áreas del conocimiento sigue siendo un logro difícil de alcanzar para las mujeres académicas. El caso de las mujeres eméritas en la UNAM representa el extremo de este desequilibrio en la participación, ni siquiera alcanzan el 18 % (PUEG, 2014).
Este fenómeno de segregación de las universitarias en los niveles más altos de la academia y de ciertas áreas del conocimiento, se replica en todos los ámbitos universitarios y en todas sus poblaciones (Buquet et al., 2013). Para este análisis es importante destacar el desequilibrio que hay, además, en los cargos de toma de decisiones y en los cuerpos colegiados. Así, 3 sitios paradigmáticos en este sentido son, a saber: la Junta de Gobierno —5 mujeres y 10 hombres—, el Consejo Universitario —78 mujeres y 131 hombres— y las autoridades —18 mujeres y 35 hombres— (Buquet, 2013).
La desigualdad en el acceso a los nombramientos, niveles y cargos de mayor prestigio, en los que se puede incidir en la toma de decisiones y en los que el ingreso económico es superior, sitúa a las universitarias como colectivo con desventajas importantes frente a sus pares hombres.
Los datos son muy elocuentes, y esta no es una condición exclusiva de la UNAM, por el contrario, diversos estudios realizados en universidades de distintos países confirman que este es un fenómeno presente a nivel mundial3. Por lo que cabe preguntarse a qué factores responde la segregación vertical y horizontal de las mujeres universitarias.
• Johann Pestalozzi, Suiza 1746 - 1827 | Aplicó estrategias educativas con una formación integral,
generando en el estudiante iniciativas de observación e investigación.
En términos estrictamente normativos, la carrera académica es evaluada a través de un sistema meritocrático, por lo que no deberían presentarse condiciones de desigualdad para avanzar en ésta y poder obtener los logros que la acumulación de méritos permita. Sin embargo, esto no es así de sencillo.
La carrera académica de las mujeres está atravesada por una serie de factores vinculados al orden de género y anclados de una manera muy compleja a las distintas dimensiones analizadas en el apartado anterior. Uno de estos factores es la discriminación, que sin duda responde a los significados sobre la masculinidad y la feminidad, estos últimos a su vez actúan sobre el imaginario colectivo —en este caso universitario—, así como en la internalización individual de estas imágenes compartidas. Para ejemplificar este fenómeno me apoyaré en algunos testimonios de las investigadoras que fueron entrevistadas para el estudio en el que se sustenta esta reflexión. Cabe aclarar que las entrevistadas pertenecían a dos grupos diferentes definidos metodológicamente por el nivel alcanzado en su trayectoria académica. Las investigadoras DCIII son las que han alcanzado los máximos niveles posibles, o sea, las investigadoras top. Las investigadoras CAI son las que se ubican en la moda estadística de la UNAM, con una trayectoria “media”4. Y uno de los objetivos de esta división fue identificar qué condiciones facilitaron u obstaculizaron sus trayectorias académicas.
• Mary Wollstonecraft, Inglaterra 1759 - 1797 | Controvirtió el modelo de mujer que propuso Rousseau.
Afirmó que las leyes del Estado debían usarse para terminar la subordinación femenina y garantizar una enseñanza gratuita, universal e igualitaria para ambos sexos.
Una investigadora excepcional (DCIII) en el área de física, que a muy temprana edad alcanzó los máximos niveles académicos, contó algunas anécdotas que ocurren en su Instituto:
Estás platicando con alguna otra mujer [académica] en el pasillo [del Instituto] y… un colega dice: “Ay, qué chistoso… escuchar a dos mujeres hablando de física” y le digo: “Pues no estás en el salón de belleza estás en el Instituto de Física, ¿por qué va a ser extraño?…”. O por ejemplo, un colega dice: “Yo… siempre he podido publicar con mujeres conflictivas” […].
Otra investigadora excepcional (DCIII) por los niveles que ha alcanzado en la academia, en el área de astronomía, se expresó de la siguiente manera: “Hay elementos que son sutiles y que nunca se sabe… me hacen darme cuenta de que sí hubo, sí hay elementos de discriminación, no abiertos, no declarados, no todos los días, pero ahí estaban… es que son… sutilezas [que] no puedes cuantificar”.
Los comentarios, gestos, bromas o actitudes discriminatorias hacia las académicas les plantean un escenario hostil de trabajo, que las hace replegarse en sus actividades, tratando de pasar desapercibidas, así lo comenta la astrónoma DCIII:
Hay otro conjunto de mujeres en el área de física… que ellas más bien… quieren estarse quietecitas, y que no se note que están ahí, que no se note que son mujeres… trabajan como locas, hacen muy buen trabajo o malo o regular, según sus posibilidades, pero no quieren que se note que son mujeres, no quieren esa… esa presencia porque se sienten de alguna manera hostilizadas.
Pero hay otras investigadoras, y coincide con las que han alcanzado los niveles DCIII, que se sobreponen al ambiente hostil a través de características identitarias anteriores o desarrolladas como forma de adaptación a climas laborales masculinos.
Hay que tener cierta fortaleza para enfrentar ese mundo de hombres que es la ciencia, para enfrentar todo… muchos retos […]. (Diana DCIII)
Yo vivo en un mundo de hombres… lo que es las ciencias duras, entonces, bueno, sí necesitas un carácter fuerte, desafortunadamente, no es fácil. (Celia DCIII)
Soy de forma muy enérgica, hablo en forma muy enérgica y siempre me lo reclaman… He sido siempre muy contestataria… Soy diferente, existo, y soy fuerte, y no se metan conmigo… Yo creo que parte de eso ha sido porque ha sido necesario afirmarme… afirmarme que aquí estoy, estoy haciendo trabajo y mi trabajo vale lo que creo que vale […]. (Sonia DCIII)
Esto les permite hacerse respetar en el ambiente, pero al mismo tiempo, produce otras reacciones discriminatorias, en el sentido de que, si están allí y además son exitosas, en el fondo no son verdaderas mujeres, han perdido su feminidad, pues las mujeres que llegan al poder se masculinizan:
¡Claro, se dice eso mucho!, por supuesto… y se dice para demeritar… definitivamente, claro que se dice eso, y la respuesta es sí, en mi caso sí, si esas formas de ser enérgica, de ser clara, de ser directa, es masculinizarse, sí… yo creo que no lo son, no tienen que ser masculinas… nada más es ser enérgico, es decir las cosas por su nombre […]. (Sonia DCIII)
La identidad de género femenina se arraiga a concepciones de debilidad, docilidad, obediencia o sumisión que se contraponen a las de fuerza, agresividad, dominancia o independencia, asociadas con lo masculino (Bosch, 1999: 142-143). Este es uno de los sentidos en el cual las identidades de género, constituidas a través de procesos subjetivos, juegan un papel preponderante dentro de la interrelación de las dimensiones que intervienen en la producción y reproducción del orden de género. Pueden ser tanto uno de los bastiones que lo sustentan, como dispositivos de resistencia, transgresión y transformación.
No parece ser coincidencia que, de las investigadoras entrevistadas, las de mayor nivel académico compartan estas características identitarias consideradas masculinas. A estas investigadoras podríamos concebirlas, en cierta medida, transgresoras de la identidad de género femenina. Y es en este sentido que el desplazamiento de las identidades —o de las características femeninas y masculinas de las identidades— puede funcionar como mecanismo de resistencia ante la discriminación, y también como dispositivo de apertura en espacios tradicionalmente masculinos para la participación de las mujeres.
Otras formas de discriminación traspasan la violencia simbólica (Bourdieu, 2007) y se arraigan en las prácticas con consecuencias directas en la carrera académica de las mujeres. Una investigadora CAI en el área de ingeniería comentó:
De lo que me quejo es [de] que los estudiantes prefieren a los hombres, casi no a las mujeres, me cuesta mucho trabajo conseguir estudiantes. [Señalando los cubículos de sus colegas hombres] ahí tienen como veinte, treinta y yo tengo dos, tres… eso es muy serio… Me discriminan […]. (Mónica CAI)
Otro ejemplo que puede ubicarse en el fenómeno de sesgos de género en las evaluaciones académicas es el que comparte una investigadora DCIII: “Por ejemplo, en una de mis promociones me preguntaron que… cuántos artículos tenía yo con mi esposo, y yo les dije ‘y bueno ¿tú ya le preguntaste a él cuántos tiene conmigo?’. Y entonces ya no me dijeron nada pero no me promovieron […]” (Celia DCIII).
Con estos testimonios he pretendido mostrar la articulación entre formas de discriminación ancladas al orden simbólico —traducidas a un imaginario específico en la educación superior— y su interrelación con las identidades. Un elemento más de análisis que me interesa incorporar, este de carácter estructural, es la división sexual del trabajo. Todas las investigadoras —DCIII y CAI— sufren el impacto de las responsabilidades familiares en su trabajo académico. Las investigadoras invierten dieciséis horas semanales más que los investigadores en resolver las tareas domésticas y de cuidado (Buquet, 2013: 138).
De esta manera, las investigadoras deberán rendir a la par de sus colegas hombres, con cargas de trabajo adicionales provenientes del mundo familiar, así que tendrán que esforzarse más para alcanzar los mismos niveles, demorarán más tiempo en lograrlo o simplemente no llegarán. “Estoy segura [de] que a mí me costó mucho más trabajo todo que a quien fue mi marido […] yo me tardé mucho más, por decir algo, que mi compañero, que mi marido, en todo. Ya llegué, a todo, pero me tardé mucho más” (Diana DCIII).
En este tema las investigadoras coinciden: todas reconocen plenamente el impacto del ámbito familiar sobre su carrera académica. Las estrategias que utilizan las investigadoras de ambos grupos para conciliar sus actividades académicas con las responsabilidades familiares son diversas y dependen en buena medida de los recursos económicos y sociales de los que disponen, por lo que los efectos del ámbito doméstico sobre sus trayectorias tienen distintos matices (Buquet, 2013: 183).
¿Cómo hice para hacer la comida, cuidar niños, hacer la tesis de doctorado, barrer, sacudir, trapear?… y haber salido al trabajo de campo y haber publicado… No lo entiendo… pero lo hice” (Moira CAI). “Creo que dormía máximo cuatro horas al día. Hubo un mes que no dormía más que dos horas, sí, sí, sí fue un gran sacrificio. (Matilde CAI)
El ejemplo de Connell (1987: 134-135) para explicar la mayor presencia de mujeres en trabajos de tiempo parcial, con baja paga y menor estatus como producto de la relación entre el régimen de género familiar con el laboral, ocurre en la academia con sus propias características. Las investigadoras no tienen trabajos de tiempo parcial sino nombramientos de tiempo completo; sin embargo, no están exentas de ser las principales responsables de resolver las necesidades del ámbito familiar. Esta condición se vincula con el régimen de género familiar, pero también con el de la academia, ya que estas instituciones están estructuradas desde la lógica masculina: investigadores hombres full time que tendrán una “esposa-madre” que resuelva las necesidades del ámbito familiar.
A lo largo de este texto se ha buscado comprender las dimensiones que participan en la producción del orden de género y cómo éste se manifiesta de formas específicas en el ámbito de la educación superior.
Pudimos destacar un fenómeno de carácter transversal en las universidades referido a las tendencias de segregación por sexo, tanto verticales como horizontales, que se caracterizan por la distribución desigual de mujeres y hombres en disciplinas y áreas del conocimiento, en las categorías y niveles de los nombramientos académicos, en los puestos de toma de decisiones y en los cuerpos colegiados. Esto nos habla de que las mujeres, como colectivo, tienen en las universidades menor acceso al poder, al reconocimiento y al dinero.
Este fenómeno, fácil de corroborar a través de los números, no es fácil de explicar, menos de transformar. La discriminación, la división sexual del trabajo y las identidades de género analizadas en el texto como elementos que intervienen en el fenómeno de la segregación por sexo, se manifiestan de maneras específicas en el ámbito universitario, pero a su vez son parte de otros procesos y de otras estructuras.
Por ello, a pesar de que muchas instituciones de educación superior han iniciado procesos para institucionalizar y transversalizar la perspectiva de género y promover cambios en favor de la igualdad en las comunidades universitarias, las desigualdades permanecen, si no intactas, sí con una fuerte presencia. Con ello no planteo que la igualdad de género en la educación superior sea inalcanzable, pero su transformación no dependerá exclusivamente de las medidas y políticas institucionales, estará condicionada a otros procesos de transformación cultural y social.
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• Wilhelm von Humboldt, Alemán 1767 - 1835 | Sustituyó la educación corporativa por un sistema
general que estuviera disponible para todos, sin ningún tipo de exclusión. Fundador de la idea moderna de Universidad.
Revista Nómadas
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