Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Eduardo Restrepo**
* Este texto es producto de la investigación terminada “Eventualising Blackness in Colombia”, financiada y ejecutada por el doctorado en Antropología de la Universidad de Carolina del Norte, Chapel Hill.
** Doctor en Antropología, Universidad de Carolina del Norte, Capel Hill. Director de la Especialización en Estudios Culturales e Investigador del Instituto Pensar – Pontificia Universidad Javeriana. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
En este artículo se examinan las imágenes del negro y sus asociaciones con las nociones de raza y progreso que aparecen en los pasajes de las obras de dos destacados miembros de la Comisión Corográfica, Agustín Codazzi y Felipe Pérez. El autor argumenta que es necesario hacer una lectura detenida de estos pasajes para desatar ciertos supuestos sobre el pensamiento racial de la época.
Palabras clave: articulaciones raciales, imágenes del negro, Agustín Codazzi, Felipe Pérez, Comisión Corográfica, Pacífico colombiano.
Neste artigo são examinadas as imagens do negro e suas associações com a noção de raça e progresso que aparecem nas passagens das obras de dois destacados membros da Comissão Corográfica, Agustín Codazzi e Felipe Pérez. O autor argumenta que é necessário fazer uma leitura minuciosa destas passagens para desatar certas suposições sobre o pensamento racial da época.
Palavras-chaves: Articulações raciais, imagens do negro, Agustín Codazzi, Felipe Pérez, Comissão Corográfica, Pacífico colombiano.
In this article the images of the black are examined, as well as tehir associations with the notion of race and progress that are present in the landscapes of the works of two prominent members of the Corographic Commission, Agustín Codazzi and Felipe Pérez. The author arguments that it is necessary to make a detailed reading of these landscapes to untie certain assumption about the racial thinking of that time.
Key words: racial articulations, images of the black, Agustín Codazzi, Felipe Pérez, Corographic Commission, Colombian Pacific Coast.
Mediante el examen de algunos pasajes de las obras de Agustín Codazzi y Felipe Pérez, miembros de la Comisión Corográfica1, en este artículo2 pretendo subrayar que ciertas nociones como las de raza que circulan en sus textos pueden ser más complejas de lo que a primera vista parecen. Si se hace una lectura cuidadosa, es posible evidenciar las especificidades conceptuales de las articulaciones raciales que operan en sus descripciones y argumentaciones sobre lo que algunas veces denominan la raza africana, sus mezclas y descendientes. Me interesa resaltar estas particularidades, ya que nos conducen a establecer ciertas distancias de nuestros propios supuestos e historicidad, como condición de posibilidad de una interpretación densa de las problemáticas que les interpelaban y, por tanto, nos permiten comprender las peculiaridades de las tecnologías políticas sugeridas para la intervención de ciertas poblaciones.
Lo que está en juego al subrayar estas singularidades no es un “saber ostentoso” paralizado con la minucia erudita de las notas a pie de página, sino lo que Marisol de la Cadena (2005) denomina las políticas conceptuales de la historia del pensamiento racial. Refiriéndose a la inconmensurabilidad de las categorías raciales locales en el Perú y la de los “expertos” europeos que las percibían como “erradas”, Marisol de la Cadena argumenta que: “Un análisis de las políticas conceptuales puede revelar significados suprimidos y mostrar lo que es autoevidente (es decir la ‘definición’) desde un ángulo distinto. A medida que se develan las relaciones sociales que establecieron la ‘definición’, se la desnaturaliza y, de esta forma, se hace posible una legítima re-significación” (2005: 262, énfasis mío). De la Cadena no sólo indica que las categorías no son entidades epistémicas abstractas por fuera de las relaciones sociales que las producen, sino también señala los procesos de naturalización que imponen unos significados sobre otros. Poner en evidencia esta historicidad y procesos hace que las múltiples sedimientaciones y aristas sobre las que operan hoy en día las diferentes modalidades del pensamiento racial, dejen de ser imperturbablemente reproducidas en el imaginario teórico y político que constituye nuestro presente y horizonte de futuro.
Este artículo contiene tres partes. En la primera, se examinan con cierto detenimiento las diferentes imágenes del negro que explícitamente se hallan en pasajes de los escritos de Codazzi y de Pérez. En la segunda parte se aborda la terminología asociada con la noción de raza, y también se exploran los alcances de ésta, cuestionando que supongan una simple articulación racial de corte biologicista y determinista. Las narrativas sobre el “progreso” esgrimidas por Codazzi y Pérez constituyen el objeto de la tercera parte del artículo. Estas narrativas evidencian una serie de sugerencias sobre tecnologías políticas de intervención de las poblaciones en aras de hacerlas laborar, comerciar y consumir en nombre del futuro de la nación.
Tanto Agustín Codazzi como Felipe Pérez se refieren con cierto detenimiento al negro o a la raza africana en sus descripciones de las provincias o países del Estado del Cauca que corresponden en cierta medida a lo que hoy se considera como “región del Pacífico colombiano”. En su informe al gobernador de la provincia de Barbacoas, fechado el 24 de junio de 1853, Codazzi describe en los siguientes términos a los individuos de la raza africana que habitan la provincia:
Los individuos de esta última [la ‘raza africana’], antes se dedicaban a la explotación de las minas; pero en el día, haciendo mal uso de la libertad recién adquirida, han dejado en su mayor parte este trabajo por vivir en absoluta independencia, en las orillas de los ríos, sembrando unas pocas matas de plátano, algunas de maíz y otras de cañas, cuyos productos, unidos a los peces abundantes en los ríos, y a los zaínos y cerdos de monte, que pueblan las selvas no inundadas, les dan un grosero, pero seguro alimento. Como viven casi desnudos; con un simple guayuco los hombres, y las mujeres con una vara de bayeta sujeta a la cintura, si quieren hacerse una muda de ropa para presentarse en el pueblo, van a las playas de los ríos a lavar las arenas auríferas, y en pocas horas tienen lo necesario para sus compras (Codazzi, [1853b] 1959: 333-334).
En diferentes pasajes Codazzi y Pérez insisten, casi con las mismas palabras, en la escasez de necesidades de la raza africana o del negro habitante de estas regiones (provincias, comarcas o países, como también suelen llamarles)3. Con respecto a su comida, se limitan al “grosero pero seguro alimento” proveniente de sus pocas “matas de platano, caña, yuca, cacao i algo de maíz” así como a la abundancia de tatabros i sainos (maranos de monte) que recorren las selvas no inundadas y la de peces que se da en los ríos. En cuanto al trabajo, “la verdad es que [el negro] no tiene por qué trabajar”. Sus cultivos son mínimos y el sistema de siembra del maíz, propio de la región, se limita a regarlo en el monte que ha sido tumbado. Únicamente “por gusto o diversion se dedica a la caceria i a la pesca”. A pesar de que la principal “ocupación” es la “explotacion de los rios i quebradas, para sacar de en medio de la arena i las piedras la particulas de oro i platina”; esto lo hacen en unas “pocas horas” cuando una familia quiere tener una “muda de ropa y presentarse en el pueblo” o porque a las mujeres “les gusta tener collares, zarcillos i algunas varas de zaraza con que presentarse engalanadas los días de fiesta en sus pueblos”. Así, antes que dedicados al trabajo, para Codazzi “los descendientes de la raza africana” en el Chocó se encuentran más disfrutando “[…] del dulce far niente, fumando, conversando, durmiendo y por placer el hombre a veces recorre el monte en busca del zaino o del tatabro, mientras que la mujer en su canoa va a visitar a las comadres” ([1853a] 1959: 324).
La “voluntad” para laborar en la minería dependía más de su amo o mayordomo, pero “desde que éste faltó, no conoció ya ninguna otra, i no es perseverante en la fatiga” y “haciendo mal uso de su libertad recien adquirida” abandonó la explotación de minas para “vivir en absoluta independencia”. En cuanto al vestido, “no tienen ningunas aspiraciones” y la desnudez de hombres, mujeres y niños no es la excepción. Desnudos se encuentran los hombres o “cuando más” se cubren con una paruma o guayuco. Igual sucede con las mujeres y sus “numerosos hijos”. Los vestidos propiamente dichos se utilizan sólo para presentarse en el pueblo. El establecimiento de una nueva familia no demanda “otro capital que el machete, la canoa i el hacha”. Y las mujeres lo son ya a una edad tan temprana como los doce.
Así, antes que una lectura rousseauniana en una línea confluyente con una apología al “estado de naturaleza” o al “buen salvaje”, esta escasez de necesidades de la raza africana o del negro de estas regiones es claramente asociada en Codazzi y Pérez con términos como los de indolencia, ignorancia y atraso. En un informe al gobernador del Chocó, Codazzi era enfático: “Una raza que casi en su totalidad pasa sus días en una indolencia semejante, no es la que está llamada a hacer progresar al país [se refiere al país del Chocó]. La ignorancia por una parte, la desidia por otra, un orgullo mal entendido porque hoy son libres, hacen que siempre sean (y lo son en realidad) esclavos de sus pocas necesidades para vivir como los indios que llamamos bárbaros” ([1853a] 1959: 324).
A los ojos de Codazzi, las “pocas necesidades” no los hace realmente libres (a la Rosseau) sino que los somete a una esclavitud que los condena a “vivir como los indios llamados bárbaros”4. En la misma vena, Pérez los percibe entregados al baile, a la conversación y a los licores fuertes, en medio de la ignorancia y la uniformidad de vida, y la mala comida. De ahí que se encuentren lejos del amor al trabajo, de la ambición por las comodidades de la vida civilizada y de las riquezas resultantes:
Si esta raza fuerte i robusta tuviese amor al trabajo i ambicionase las comodidades de la vida civilizada, podría enriquecerse brevemente i trocar sus miserables chozas por casas cómodas i abrigadas, los trozos de palo que usa para sentarse, por buenos i blandos muebles; su fea desnudez por elegantes vestidos, i su ignorancia, o al ménos la de sus hijos, por los primeros i mas indispensables rudimientos de la enseñanza. Mas para esto sería preciso trabajar constantemente en los minerales, estraer el rico metal, amontonar en fin oro (que no falta) para poder después gozar de una vida menos salvaje i mas agradable; i esto es cosa difícil en el estado actual en que se encuentran aquellas poblaciones, esentas del ejemplo saludable” (Pérez, 1862: 293).
En el mismo sentido, Codazzi escribía que la forma en que se explotaban las minas del Chocó no producía sino lo poco que sacaban: “[…] algunas personas aisladas, ignorantes y sin pretensiones mayores, y lo que es peor todavía, sin el noble estímulo de enriquecerse para gozar de la vida, instruir a sus hijos y dejarles un porvenir […]” ([1853a] 1959: 325). El haz de contrastes que estructura las narrativas de Codazzi y Pérez es explícito: amor al trabajo / indolencia, comodidades de la vida civilizada / miseria de la vida salvaje, riqueza / pobreza, casas cómodas y abrigadas / miserables chozas, buenos y blandos muebles / trozos de palo que usan para sentarse, elegantes vestidos / fea desnudez, indispensables rudimentos de la enseñanza (al menos para sus hijos) / perpetuación de las próximas generaciones en su ignorancia. Volveré luego sobre este haz de relaciones y sus estrechas imbricaciones con la narrativa de progreso. Pero antes de continuar en esta dirección, se hace necesario puntualizar la noción de raza con la cual estos autores operan, para evitar proyectar sobre ellos los supuestos de una lectura presentista que acarrea el término y que se tiende a tomar por sentada.
Codazzi y Pérez recurren frecuentemente al término raza (como raza africana, varias veces el primer autor y como raza negra o raza robusta y fuerte en una ocasión el segundo). Pérez utiliza más el término negro, mientras que Codazzi lo hace esporádicamente (ver por ejemplo, Codazzi, [1853a] 1959: 328). De la misma manera, Felipe Pérez recurre igualmente al término de la raza africana (véase, por ejemplo, 1862: 317, 327 y 330). Además, en varias ocasiones se refieren ambos a la raza africana y sus mezclas (Codazzi, [1853a] 1959: 324; Pérez, 1862: 327) o a la raza africana y sus ramificaciones (Codazzi, [1853b] 1959: 336).
No obstante, estas no son las únicas formas en las que aparece el término raza en los textos objeto de nuestro análisis sobre estos autores. Bien frecuente es que ambos recurran al término raza en otras articulaciones como raza caucana (Codazzi, [1853a] 1959: 328), raza blanca (Codazzi, [1853a] 1959: 328, [1853b] 1959: 332, 337; Pérez, 1862: 293, 296, 313, 321, 327), la [raza] criolla (Codazzi, [1853a] 1959: 328), raza pura de indio (Codazzi, [1853b] 1959: 337), raza indígena (Codazzi, [1853b] 1959: 340), raza caribe (Pérez, 1862: 284), razas civilizadas (Pérez, 1862: 294), antigua raza (Pérez, 1862: 296), raza cáucasa (Pérez, 1862: 296), raza aborijinal (Pérez, 1862: 296), raza española (Pérez, 1862: 302), raza europea (Pérez, 1862: 309, 313). Sin mencionar las variaciones del término en el resto de los cuatro tomos publicados de Codazzi ni en los capítulos que no se refieren al Estado del Cauca de los dos volúmenes de Pérez, es relevante resaltar cómo en unas decenas de páginas aparezca tal multiplicidad y, más interesante aún, una aparente falta de consistencia. Y eso sólo limitándose a los términos en donde la palabra raza es seguida o antecedida inmediatamente de una adjetivación.
Ahora bien, esta multiplicidad de términos no se puede subsumir fácilmente en lo que me gustaría llamar la “trilogía racial” (negroafricano, blanco-europeo, indioamericano). Esta matriz de lectura de la “trilogía racial” que tendemos a imponer es uno de los más poderosos mecanismos de presentismo que proyectamos sobre los textos escritos a mediados del siglo XIX en donde aparece el término de raza. Quizás un pasaje concreto ilustre mejor este punto. En el informe para el gobernador de la provincia de Barbacoas ya citado, Codazzi describe lo extremadamente malsanos que son sus manglares que “[…] dan desprendimiento a una cantidad enorme de gases nocivos para la salud, los que unidos a las exhalaciones dimanadas de los lodazales sujetos a los mismos ardores, forman una admosfera pestilencial […] haciendo que los lugares existentes en el medio de los manglares, o cerca de ellos, sean sobre manera malsanos” ([1853b] 1959: 332). Esto hace que sean “[…] solo son un sepulcro para la raza blanca, un hospital para la criolla y un lugar salubre para la africana. Constraste singular, nacido de las diferentes constituciones de las razas expresadas” (Codazzi, [1853b] 1959: 332). Sobre el aspecto de las diferentes constituciones de las razas mencionadas y su relación con las condiciones ambientales volveré enseguida. Por ahora, lo que pretendo resaltar es que en este pasaje Codazzi está haciendo una distinción, que pasa por diferentes constituciones entre la raza blanca y la raza criolla. En este pasaje, la raza criolla no se superpone con la raza blanca, problematizando la matriz de lectura de la “trilogía racial” que las colapsa.
Como ya se introduce en el último pasaje, las características (de salubridad) del lugar constituyen una pista para escudriñar las especificidades del concepto raza y sus relaciones con la imagen del negro en las descripciones de las provincias del Estado del Cauca. Sobre la región del Chocó, Felipe Pérez escribía:
La atmósfera de estos países es tan húmeda, que los vestidos i los zapatos quedan impregnados de agua, i el viajero se encuentra en un baño de vapor permanente, el cual por razon natural debe debilitar todo el sistema i dar orijen a las fiebres intermitentes. Nadie podrá habitar estas rejiones sin ser acometido de los frios i calenturas; i el hombre blanco, por aclimatado que esté, tendrá una vida mas corta que la que tuviera en otros lugares; sus fibras se debilitarán i llevará una existencia débil i enfermiza, por poco que se esponga al agua i al sol. No sucede así a la raza africana, acostumbrada ya a estos climas, ni a los indios que desde tiempo inmemorial viven en ellos. El negro traído a estos lugares desde su suelo abrazador del África, donde llueve durante seis meses tanta cantidad de agua como aquí, se encuentra en una atmósfera igual a la de su país natal en la época de las lluvias, i no sufre nada su naturaleza. Nacidos de esta raza, criados en medio de este baño de vapores i estando desnudos siempre, no sufren las impresiones del sol ni de la lluvia; nutriéndose de plátano, pescado i cerdos de monte; usando licores epirituosos ordinariamente, viven fuertes i robustos, aumentándose considerablemente por la fecundidad de las mujeres i el uso continuo del pescado. Dicha fecundidad es tal, que las mujeres paren a los 13 años, o cuando mas tarde a los 14 (Pérez, 1862: 329-330).
Por su parte, Codazzi anotaba: “El clima cálido extremadamente húmedo y lluvioso, no permite sino a esa raza [la africana] y sus mezclas ocuparse de los trabajos del campo y de la mineria […]” ([1853a] 1959: 324). Clima que imposibilita introducir otros habitantes (estos sí activos e industriosos): “Si pudieran traerse a las minas otros habitantes activos e industriosos, habría esperanzas de que el estímulo y la envidia los hiciese caer [a los individuos de la raza africana] en la tentación de imitarlos; pero esto lo creo difícil, por la razón poderosa del clima” (Ibíd.: 325). En su informe sobre la provincia del Casanare, Codazzi refuerza estas imágenes sobre la raza negra y sus mezclas:
Se observa que los de la raza negra y sus mezclas gozan de mejor salud y están menos expuestos que los blancos a la muerte por los miasmas5 que allí predominan. No debe sorprender esto, cuando se sabe que en el Chocó, la raza blanca apenas puede vivir, y moriría si quisiese dedicarse a los trabajos que hacen los negros, al paso que estos gozan de buena salud, expuestos desnudos al sol y al agua, y se propagan prodigiosamente, duplicándose el número de ellos cada veinte años, cuando en Europa se necesitan ciento para el mismo efecto. Si una raza semejante habitase las sabanas del Casanare, pronto aumentaría, y delante de su aumento retrocederían los indios bárbaros […] ([1856] 1956: 378-379).
En estos pasajes, las comarcas, países y provincias del Estado del Cauca, hoy identificados como las tierras bajas de la región del Pacífico, son retratados entonces en los textos de Codazzi y Pérez como lugares de clima cálido y de una humedad y lluviosidad proverbial6. Como si esto fuese poco, los manglares de las líneas costeras, con sus gases y lodazales, constituían una “atmósfera pestilencial” y eran extremadamente “malsanos”7. La raza africana (y sus mezclas) o el negro están acostumbrados a estas condiciones, ni el clima de estos países ni su “atmósfera tan húmeda” les debilita el sistema, lo que da origen a las fiebres intermitentes, les representa entonces una “existencia débil i enfermiza”. Ante la influencia malsana de los vapores desprendidos de los manglares y sus lodazales (a veces referidos como miasmas), no encuentran un sepulcro ni siquiera en el hospital. Al contrario, dado que la gente se encuentra “ya acostumbrada a estos climas”, “viven fuertes i robustos” aumentando su número ante la gran y temprana fecundidad de las mujeres y el uso continuo del pescado.
El contraste entre las diferentes constituciones de las razas no puede ser más explícito: lo que para unas significan condiciones en las cuales se aumenta su número gozando de buena salud, “fuertes y robustos”, para otras significan la pérdida de su vida, o cuando menos, su súbita abreviación sumidos en la irremediable debilidad y enfermedad: “Ni los de raza blanca ni sus descendientes (unos i otros acostumbrados a los ardores del sol en otros climas) pueden sin embargo venir a estas tierras riquísimas en oro i terrenos cultivables, sino bajo pena irremisible de la vida” (Pérez, 1862: 293). La raza africana y sus mezclas y los indios de un lado, la raza blanca y sus descendientes del otro, en un espectro derivado del clima de los países de las llanuras con ríos auríferos.
No todas las comarcas, los países y provincias del Estado del Cauca correspondientes a lo que hoy se considera las tierras bajas del Pacífico colombiano, están sometidos a estas extremas condiciones del clima ni todos sus habitantes pertenecen a la raza africana o sus descendientes. Además de los indios, tanto Codazzi como Pérez describen la presencia de una “raza de blancos, descendientes de españoles y de indios, o de españoles y de mulatos” (en palabras de Codazzi, [1853b] 1959: 333) o de “cuarterones” (según Pérez, 1862: 289) que habitan los islotes o “playas” en la línea costera de la región de Barbacoas. Estas “playas” y sus habitantes son descritos en términos que contrastan con los utilizados para los “negros”. Codazzi, por ejemplo, anota: “A pesar de que los manglares están cerca de sus huertos, gozan de perfecta salud, porque los vientos alisios en este mar soplan del S.O. y les proporcionan aire puro, llevando las emanaciones de los manglares a las tierras habitadas por la raza africana” (Codazzi, [1853b] 1959: 333). De ahí, que las playas sean “salubres”. Por su parte, estos habitantes son descritos como “activos”, “industriosos”, “inteligentes”, “visten regularmente”, “muy amigos de viajar”, excelentes “marinos” y claramente organizados en torno a la figura de un “patriarca”. Igualmente anotan que poseen “ganado”, “sementeras” (áreas de cultivo) y sus casas rodeadas de multitud de “cocales”, “jardines” y “árboles útiles” ofrecen una “vista alegre i variada” (Codazzi, [1853b] 1959: 333; Pérez, 1862: 288-289).
De la misma manera, cuando Felipe Pérez describe puntos concretos las poblaciones no aparecen ya consideradas de forma homogénea como “raza africana” o “negros”, sino que emergen no sólo algunos “blancos”, sino también diferentes mezclas y los indios. Así, por ejemplo, escribe: “Muy pocos hombres blancos viven en el Baudó; el resto es de zambos, negros e indios medio civilizados, esto es, desnudos como los demás; pero que tienen un vestido para el domingo i que medio hablan el español, escepto las mujeres, que no lo comprenden o no quieren hablarlo” (1862: 324). Y añade, “Pocos son los negros que habitan las orillas del Baudó; pero cerca de sus cabeceras i en las cabeceras mismas, están los antiguos chocoes, que conservan sus usos i constumbres. Estos mismos ocupan los ríos que vierten al mar i tienen algunas sementeras, viviendo con ellos varios negros o zambos fujitivos, cuyos hijos participan en su color i en sus instintos de las condiciones de ambas razas” (Ibíd.: 324). Para el poblado de Sipí, “[…] Una raza mesclada de indios, zambos i negros, habita este pueblo minero i agricultor […]” (Ibíd.: 325). O para el de Noanamá: “Compónese de indios con algunos zambos i multatos; sus habitaciones están, como todas las de por ahí, levantadas sobre estantillos, i muchas de ellas a punto de caerse. Los indígenas viven mas comunmente esparcidos por las orillas del San Juan i de sus tributarios” (Ibíd.: 326). Hablando de la “sección de selvas y minas” de la “región de Buenaventura”, Felipe Pérez anota “[…] está apenas habitada por los descendientes de los primeros negros esclavos […] i por las mezclas que desde entonces comenzaron a hacerse entre éstos, los indios i la raza española. Los colores que dominan son el negro, el mulato i el zambo, esepto algunas pocas familias desdendientes de blancos, aunque mezclados, i mui pocos verdaderos blancos criollos que viven en la Buenaventura […]” (Pérez, 1862: 302).
En suma, de los pasajes comentados se deriva que Codazzi y Pérez suponen que la raza africana y sus mezclas y descendientes poseen una constitución que les permite habitar y laborar en los climas insalubres para otras razas como las referidas como europea, española, blanca, antioqueña y criolla. Igualmente, de manera explícita para las comarcas, provincias y países de lo que hoy se considera la región del Pacífico colombiano, las imágenes del negro o de la raza africana (y sus mezclas y descendientes) se asocian con indolencia, ignorancia, desnudez y atraso, entre otras características. De esta diferencia de constituciones en relación con el clima y de esas imágenes del negro, ¿se puede afirmar que Codazzi y Pérez están argumentando la desigualdad inmanente entre las razas en términos de sus capacidades de civilización y de progreso? ¿Debe entenderse como pesimismo y determinismo racial expresiones como “[…] esta raza por naturaleza indolente y perezosa […]” (Codazzi, [1853b] 1959: 336)? ¿Qué sentido tiene el término naturaleza y cuál es su relación con la idea de raza?
En este punto, es pertinente introducir unos pasajes de Codazzi que se encuentran en su texto “Antigüedades Indígenas”, fechado el 28 de noviembre de 1857, ya que como en ningún otro arroja luces sobre estos interrogantes, sobre todo por sus referencias explícitas a las implicaciones de la mezcla entre razas. En este texto, Codazzi considera que los cruces del indígena con el europeo o el africano han implicado que el primero se torne: “[…] emprendedor, manifestando claro entendimiento, actividad e índole muy educable” ([1857] 1956: 435). No obstante, continúa Codazzi, “Donde la raza indígena se ha conservado pura, todo duerme, y en vez de haber mejorado su prístina condición, se ha barbarizado hasta el punto de no ser capaz de producir hoy lo que en sus obras de arte ejecutaron sus abuelos” (Ibíd.: 435). No obstante, para Codazzi esto no se deriva de la naturaleza de los indios ni supone adscribir a una suerte de determinismo racial: “Decir que esto se desprende de la naturaleza de los indios, sería proclamar la doctrina de la desigualdad cardinal de las razas y su predestinación, unas a la cultura y grandeza intelectual, otras a la barbarie y abatimiento perpetuos; doctrina opuesta a las ideas que tenemos de la justicia de Dios y de la unidad del linaje humano” (Ibíd.: 435). No hay una apelación a una “desigualdad cardinal entre las razas” que se afincaría en la naturaleza de las mismas. La barbarización de la raza indígena es explicada por una serie de causas morales y físicas (como detallaré más adelante), así como el enaltecimiento del mestizo no responde a una especie de mejoramiento en su naturaleza, sino a una emancipación moral frente a un proceso de envilecimiento social debido a la violencia y la brutalidad de la conquista:
Es que no basta poner en contacto una raza débil con otra fuerte en civilización, para que entrambas se nivelen perfeccionándose la ignorante. Si el contacto se establece benévolamente, sin que el fuerte ejerza contra el débil una opresión violenta que destruya en su alma todo resorte de actividad propia y todo estímulo para enaltecerse, producirá la civilización del ignorante; pero si, como en la conquista española, la raza fuerte persigue, despoja y aterra a la débil, si le arranca su nacionalidad, destruye sus tradiciones y abisma la persona moral de los individuos en lo mas profundo de la degradación y de la esclavitud, entonces el oprimido que ya no tienen patria, que no tiene ya nación, que ve aniquilada la dignidad de su raza, de su familia, de su individuo, pierde absolutamente todo estímulo toda voluntad de mejorarse, y se deja embrutecer. La nacionalidad vilependiada, es en tales casos, una especie de estigma que abate y degrada al hombre; aparte de esa nacionalidad es como regenerarse por cuanto el abatimiento de la raza deja de oprimir y amilangar al individuo, y el ser moral recupera su ingénita energía. Por eso el cruzamiento de la raza indígena, produciendo hombres que no son indios, emancipa al mestizo de la degradación original, y esto le da bríos para aspirar a igualarse con sus superiores; tan cierto es ello que durante el régimen colonial, los dominadores europeos calificaban de insolente y tenían por tal sustancialmente a todo mestizo. Era natural: toda cabeza no española que se irguiera entonces debía parecer muy insolente a los hidalgos improvisados por la conquista (Codazzi, [1857] 1956: 435- 436, énfasis en el original).
La figura del mestizo es aquí entonces una bien específica; una que da cuenta de más de una condición histórica donde está en juego la dominación y la violencia de una raza sobre otra, que señalan un mejoramiento en la naturaleza de la raza indígena.
Por su parte, la barbarización del indio, en el “daño y atraso de las tribus”, es el resultado de una serie de causas morales y causas físicas. Dentro de las primeras está el sojuzgamiento violento de las tribus que fueron sometidas, pero también de aquellos que como los guajiros han empleado “[…] todos sus desvelos, todas sus fuerzas de voluntad en precaverse de ser conquistados […]” recurriendo a “[…] la vida nómade como la más adecuada para conservar su independencia […]” (Codazzi, [1857] 1956: 437). Esta última estrategia deriva en un obstáculo ya que “[…] bien es sabido que la vida errante se opone al nacimiento y la práctica de las artes domésticas y a la perfección intelectual de los hombres. La vida sedentaria es la base de toda cultura” (Ibíd.: 437). Por su parte, las causas físicas son aquellas “nacidas del clima y de los accidentes del territorio que habitan” (Ibíd.: 437-438) al cual, como los andaquíes, se han visto empujados por el desalojo de la Conquista. En relación con estas circunstancias no hay muchas esperanzas, ni siquiera para el mismo europeo:
Colóquese al hombre en medio de esta potente y jamás domada naturaleza física, colóqueselo solitario y con una embotada hacha de piedra en las manos por único auxiliar de sus fuerzas, y exíjasele que domine ese mundo abrumador que lo rodea! En tal situación el hombre es el vencido, el mundo físico lo absorbe, y se hace bruto como los brutos, emigrante y sanguinario como las fieras, rudo y áspero como los troncos de los árboles que le rodean el espacio y la luz, y contra los cuales no puede el hacha de piedra […] el europeo mismo, en igualdad de circunstancias, perdería sus timbres intelectuales, se barbarizaría hasta ponerse a nivel con los caníbales, y vería completamente humillada su vanidad de raza y enteramente anulados sus supuestos privilegios naturales […] (Codazzi [1857]1956: 438, 439).
Si bien es cierto que en estos pasajes Codazzi establece una jerarquía en términos de civilización, lejos se encuentra de remitir esta jerarquía a una diferencia inmanente en la naturaleza de las razas. Que el indio o el africano remitan a “razas débiles en civilización” con respecto al mestizo o al europeo no se explica por sus características inmanentes o las desigualdades en su naturaleza, sino por causas morales y físicas, esto es, diría uno en un lenguaje contemporáneo, por razones históricas. Más aún, la civilización adquirida, como la de los antiguos andoquíes a los cuales Codazzi atribuye la estatuaria de San Agustín o la de un europeo, se puede revertir por estas mismas causas hasta descender al nivel más bajo representado por la figura del caníbal.
Codazzi concibe la civilización como un proceso que no sólo lleva a la emancipación del hombre de los constreñimientos impuestos por el mundo físico, sino que también conduce a la desaparición paulatina de las diferencias entre los pueblos o nacionalidades a medida que la “cultura crece y se universaliza”. La diferencia entre estos pueblos o nacionalidades es limpiada por las artes de la civilización en tanto esta última se convierte para el hombre en una “corteza material en que lo envuelven los climas”, para reencontrarse en una especie de familia única del linaje humano “[…] ligados sus miembros por los vínculos de filiación que los une a su Creador y Padre común” (Codazzi, [1857] 1956: 447). En esta concepción es donde encaja la noción de progreso que analizaré en el siguiente aparte, con base en los informes de Codazzi y en el texto de Pérez que he venido comentando para lo que hoy aparece como la región del Pacífico colombiano.
Una narrativa del progreso organiza y da sentido a las descripciones e interpretaciones que sobre estas regiones y sus pobladores hacen Codazzi y Pérez. Desde su perspectiva, parece no cabe duda de que la raza africana o el negro habitante de estas provincias, países o comarcas, encarna en su cuerpo actividades y actitudes muy distintas de lo que los autores consideran expresiones de las aspiraciones de la vida civilizada y los logros derivados del progreso.
Ante las imágenes de una raza africana indolente, no es de extrañar que Codazzi indique que el movimiento mercantil impulsado por dinámicas ligadas a poblaciones exógenas, permitiría que algunos de los más civilizados salieran primero de su letargo, a los cuales seguirían los más estúpidos, produciéndose una moralización de la raza africana en su conjunto:
La raza africana, indolente hoy, que vive de la pesca y plátano a la orilla de los ríos que llevan arenas con oro, sin querer extraerlo, desde que vea un movimiento mercantil por sus selvas, hoy apenas visitadas por algún indio, es posible que la envidia obre sobre su pereza y que por el deseo de hacer lo que los demás hagan, empiece alguno de los más civilizados a plantar grandes cantidades de árboles de cacao y a semprar arroz y fisoles para exportar juntamente con el maíz y la caña de azúcar, que, sembrada, da sin cesar como el plátano, y sería un fruto de especulación para licores, panela o azúcar que se transportaría a los mercados de las costas del Pacífico […] y el ejemplo de los que han comenzado con poco y se encuentran con bastantes medios para las comodidades de la vida, hará salir de su letargo a los más estúpidos, que apenas vegetan en una mala choza, contentándose con una torta de maíz o un pedazo de yuca o un par de plátanos. Entonces se moralizará la población, que, atraída por el deseo de enriquecerse, se dedicará al trabajo, y no estará como hoy, perezosa e indolente, sin hacer casi nada, segura de su miserable comida, y teniendo un triste vestido para concurrir el domingo al pueblo, a gastar un real en bebidas fermentadas que sirven para embrutecerla (Codazzi, [1855] 1959: 366-367).
Los atascos para el progreso de las tierras habitadas por el negro no radican en la pobreza de las mismas. Al contrario, ambos autores consideran que “[…] estas tierras [son] riquísimas en oro i terrenos cultivables” (Pérez, 1862: 293)8. Como se evidencia en los pasajes ya transcritos, las escasez de necesidades de la raza africana y sus mezclas y descendientes radica en la conjugación de sus limitadas aspiraciones y la riqueza de sus tierras no sólo en oro sino también en el cultivo, la pesca o la caza: “El plátano le da profusamente pan, los ríos pescado i las selvas tatabros i saínos” (Ibíd.: 291). Refiriéndose al río San Juan, Felipe Pérez (1862: 327) hace explícito que este país con tierras “riquísimas en aluviones de oro” no ha “progresado como debía” contrastándolo con el progreso que sí se ha dado en Antioquia donde la raza blanca cuenta con un clima propicio y no como el del Chocó que posee un “clima mui malo para la raza blanca” (Ibíd.: 327).
No es de extrañar, entonces, que Codazzi y Pérez se esfuercen en imaginar un futuro donde la prosperidad de estas regiones del Estado del Cauca descanse en parte en una especie de fuerza redentora de la raza blanca, la cual se asentará en las cordilleras de las selvas agrestes por entonces inhabitadas y con un clima más propicio para esta raza motivada por los aún desconocidos criaderos de oro que allí reposan a la espera del “minero inteligente y laborioso”. Así, para la región de Barbacoas, Pérez escribe:
[…] vendrá un día en sean reconocidos los criaderos de oro que están en las cordilleras […] entónces las altas cumbres serán visitadas i pobladas por el minero intelijente i laborioso, quien transformará las selvas agrestes en terrenos cultivados, llenos de pueblos i caserios; i los cerros, desconocidos hoy i que solo muestran a lo lejos sus elevadas crestas de un verde oscuro, empezarán a verse cruzados de caminos que bajarán por sus estribos, en busca de la llanura i de los ríos, que por su cantidad de agua i poco relieve facilitarán una navegacion pronta i segura hasta el mar. La raza negra saldrá entónces de su estupidez, i el bienestar del blanco en la serranía alta, la estimulará a imitarlo i a trabajar en la baja llanura, auxiliada por su rápida multiplicación i organización vigorosa. Entónces también se descuajarán las selvas seculares, se correjirá el clima i aparecerá la prosperidad hoi desterrada de tan pingües lugares (1862: 293).
Por su parte, refiriéndose al Chocó, Codazzi considera la futura construcción del canal interoceánico como el motivo por el cual “[…] el antioqueño siempre emprendedor y activo no se estará quieto y pasara a la cordillera […]” para cultivar y otros abrirán un camino. Esto llevará al descubrimiento de nuevas minas de oro con lo cual:
[…] es seguro que los antioqueños primero y los extranjeros después, vendrán a explotarlos por estar situados en alturas en que la raza caucana, puede consagrarse al trabajo sin temor de enfermarse. Una nueva era se presentará al Chocó: la serranía se verá cultivada y habitada, quedando en las bajas orillas del Atrato los negros indolentes, siempre desnudos, siempre pobres. Puede ser que el contacto con gente activa y que el progreso rápido que siempre hacen los lugares de ricos minerales, los haga salir de la estupidez, letargo y abandono en que viven y busquen con el trabajo el modo de imitarlos. Extendiéndose la raza blanca por las altas cordilleras del Atrato, Andágueda y sus afluentes, solo así tendrá Quibdó un porvenir halagueño, porque entonces será esta ciudad (casi abandonada a la apatía de los indolentes negros) un punto de escala para enviar víveres y mercancías a los que se hubieren establecido en las alturas y los vapores llegarían cargados hasta allí (Codazzi, [1853a] 1959: 328).
Como ya se sugiere en el anterior pasaje, la imitación sería una importante fuerza para abandonar la indolencia que según Codazzi y Pérez caracteriza al negro del Chocó. Pero la imitación no sólo se refería a la raza caucana o al antioqueño que se asentaría sobre las cordilleras, sino también de “hombres iguales a ellos” en el Golfo de San Miguel en Panamá con los cuales entrarían en contacto a través de la venta de maderas y provisiones, una vez construido el canal interoceánico, en el cual estaban interesados “todo el mundo comercial y las grandes naciones”: “Si el negro del Chocó sale de su indolencia podrá con sus canoas bajar el Atrato y pasar a Calcedonia, llevando maderas y provisiones al propio tiempo que por el San Juan y el Baudó bajarán también para llevarlos al Golfo de San Miguel. Puede ser que la vista de hombres iguales a ellos que trabajan sin cesar para ganar, los estimule a ocupar útilmente el tiempo y haga formar en ellos el deseo de gozar de las comodidades de aquéllos” (Codazzi, [1853a] 1959: 327).
Considerando la pronta colonización que Codazzi y Pérez presentían, entonces, en estas regiones se perfilaban tres zonas: “[…] la de los anegadizales i deltas; la de las llanuras con rios auriferos; i la de la serranía, totalmente desierta” (Pérez, 1862: 295). La primera, la de los “anegadizales i deltas”, para entonces comprendida por los malsanos manglares solo habitables por el negro y unas playas e islotes donde se encuentran los cuarterores, se convertirá en la “Holanda caucana” cuando estas “[…] tierras se hayan elevado i las selvas sean abatidas los vientos alisios refrescarán la costa, cesarán las miasmas pestilenciales, i se verán producir en ellas todos los frutos de la zona tórrida, tan apetecidos en los mercados estranjeros, al combinado i eficaz esfuerzo de una poblacion numerosa, agricultora, marina i comerciante.” (Ibíd.: 295). La segunda zona, constituida por los antiguos aluviones y cruzada por innumerables ríos, “país minero i agricultor” habitado por la raza africana, sus mezclas y descendientes en pocos i pequeños pueblos largamente distanciados entre sí “[…] serán reemplazados por una multitud de ciudades, haciendas i casas de campo, i toda la planicie, cruzada por caminos carreteros, ferrocarriles, canales, i ríos, tendrá medios fáciles i prontos de transportar a la costa las numerosas producciones de tierra tan feraz” (Ibíd.: 295). Finalmente, la de la “serranía”, por entonces inhabitada, pero que estaría destinada a ser poblada por industriosos mineros, agricultores y comerciantes de raza caucana o raza blanca como antioqueños y extranjeros. De esta zona desaparecerán las selvas agrestes para dar paso a los terrenos cultivados, a multitud de pueblos, caseríos y caminos: “Un clima templado, frío i sano es el mas apropósito para el asiento de la raza blanca, activa i emprendedora; en tanto que las riquezas allí encontradas serán las que sirvan para abrir caminos de acarreo por los cerros intransitables en el día, que comunicarán un impulso saludable a la raza africana, habitadora de las orillas de los ríos, por la enervación de la felicidad” (Ibíd.: 295-296).
Para la región de Buenaventura, Pérez parece considerar que el “progreso de la civilización” puede derivarse no sólo de las influencias externas agenciadas por la raza blanca, sino que también puede “[…] esperarlo del aumento progresivo de sus habitantes actuales, los que gozan de buena salud i robustez” (Pérez, 1862: 306). En este sentido, se reconocerían las dinámicas internas de la población misma de la región. Dadas las pocas necesidades para formar nuevas familias, Pérez considera que debe esperarse que estos habitantes se multipliquen considerablemente. Así, “Cuando su sociedad sea más numerosa i sus relaciones mas íntimas i multiplicadas, empezará el progreso de la civilización, i entónces las viejas selvas caerán bajo las hachas de una población vigorosa i nacida en la independencia de los bosques; entónces también sus ríos i caños navegables les servirán para llevar al mercado de la Buenaventura los cuantiosos productos de aquellas tierras vírgenes, en donde pueden cultivarse todos los frutos de los trópicos” (Ibíd.: 306-307). Entre las consecuencias estaría que, “[…] cuando el hombre haya podido estender allí su imperio, cambiará la naturaleza del clima, modificando los efectos de los pantanos i de la humedad ocasionada por las selvas” (Ibíd.: 307).
De los pasajes comentados no se desprende una especie de pesimismo racial ni ambiental, ya que tanto la raza africana, sus mezclas y descendientes como el clima pueden ser objeto de una serie de intervenciones concretas que pueden evitar que estas comarcas, países o regiones se atrasen más o bien se queden estacionarias9. Con base en los fragmentos citados, es evidente que ambos autores consideran que el influjo de pobladores industriosos asentados en las cordilleras vecinas redundaría, como consecuencia de la gradual emulación, en la transformación del estado de ignorancia, de indolencia, infelicidad y falta de bienestar de la raza africana o la raza negra10.
Pero no sólo en el impulso derivado del poblamiento de la zona de la serranía por activos e industriosos habitantes o en las dinámicas de crecimiento poblacional como lo sugiere Pérez para Buenaventura, radican las esperanzas de progreso de estas regiones. Además, ambos insisten en una serie de medidas que deben ser tomadas por los gobiernos para obligar a los pobladores indolentes al trabajo. Estas medidas demandan aplicación inmediata y atizan el patriotismo de quienes deseen el progreso, como lo recomienda Codazzi en su informe al gobernador del Chocó:
Así, pues, los que de un modo verdaderamente patriótico deseen el progreso de este país, deben desde ahora, antes que la vagancia se haga crónica, pensar en los medios para obligar a los hombres y mujeres a dedicarse al trabajo, pues que una familia que conste de tres o cuatro personas aptas para trabajar no necesita sino de una o dos para subsistir y las demás deberían alistarse como obreros, con salario correspondiente a su servicio, so pena de ser considerados como vagos ([1853a] 1959: 325).
En el mismo informe, Codazzi ya había sugerido unas páginas antes la necesidad de obligar a la clase jornalera a trabajar mediante una “bien combinada ley de policía” si la intención era que “[…] la provincia progrese con la velocidad con que marchan los países industriosos […] De lo contrario, el país puede de día en día atrasarse más por falta de brazos, o bien quedar estacionario, perjudicando así enormemente el desarrollo de la riqueza pública” ([1853a] 1959: 323). Para el caso de Barbacoas, Codazzi insiste en la urgencia de las medidas constituidas por reglamentos severos que los obliguen a trabajar so pena de ser considerados vagos como se hace en Europa con el hombre blanco, quien por lo demás no ha sido esclavo en un pasado reciente. Y para que esas ordenanzas no se queden escritas sin ninguna influencia, Codazzi sugiere la creación de un cuerpo de policía compuesto por algunos “[…] de los más inteligentes, activos y formales de entre los mismos negros […]” ([1853b] 1959: 336). Se esbozan así una serie de medidas para intervenir sobre determinadas poblaciones, para modificar sus comportamientos sobre lo que aparecía a los ojos de expertos como una ausencia de voluntad de trabajo. Estas medidas debían ser establecidas por los gobiernos de las provincias a partir de una legislación contra la vagancia que obligase al trabajo, y un cuerpo de policía que vele por su cabal cumplimiento.
El trabajo es la fuente de riqueza no sólo de los particulares, sino también de la nación. Del trabajo se desprende la riqueza y el bienestar personal, se accede a las comodidades y permite salir del estado de miseria: “[…] si quisiera trabajar, como lo hace todo hombre laborioso que tiene ambición de aprender y enriquecerse para proporcionarse algunos goces y salir del estado de miseria en que se encuentra” (Codazzi, [1853a] 1959: 325). El vestido, la habitación y el gozo de otras comodidades son fruto del trabajo: “Cuando el hombre nace, nace desnudo, y si llega a vestirse, a tener buenas habitaciones y a gozar de comodidades es a fuerza del trabajo” (Codazzi, [1853b] 1959: 336). De la misma manera, la riqueza de la nación se afinca en el trabajo de los particulares. En este punto Codazzi es explícito: “[…] desde que se rehúsen al trabajo, con el pretexto de ser libres, claro está que no hay trabajo ni riqueza pública, porque a mi modo de ver el conjunto de la riqueza de los particulares forma la riqueza de los Estados” ([1853a] 1959: 324).
De ahí que en las disposiciones al trabajo o a la indolencia de poblaciones específicas lo que se pone en juego es el futuro mismo de la nación. El trabajo deja de ser visto, entonces, como un asunto estrictamente individual, para ser considerado un asunto concerniente a la nación. De ahí que Codazzi se pregunta entonces “Si toda Nación granadina tuviese una población como la del Chocó, ¿de dónde sacaría contribuciones directas o indirectas, proporcionales y regresivas para conservar el tren de empleados? ¿Qué esperanzas tendría para progresar y enriquecerse en medio de sus ricos elementos?” ([1853a] 1959: 327). Cualquier disposición o acción que redunde en la obligación al trabajo, entonces, es percibido como un bien que se le hace a las poblaciones mismas que de otra forma se condenarían a la miseria: “Obligar, pues, a esta raza por naturaleza indolente y perezosa a trabajar para enriquecerse es hacerle un bien positivo, porque están poco más o menos como los indios semibárbaros que necesitan tutores” (Codazzi, [1853b] 1959: 336). Pero al mismo tiempo, “acostumbrar al trabajo” a estas poblaciones y erradicar su tendencia al libertinaje es necesario para el bien de la nación en su conjunto: “Es necesario estirpar esas ideas que confunden la libertad bien entendida con el libertinaje o el no hacer nada. Es la primera necesidad acostumbraros al trabajo, que remunerado, redunda en el provecho de ellos, de los particulares y de la nación entera. ¿Qué sería de este país si la gente trabajadora no sembrase sino lo necesario para comer? ¿Qué no habría nada que transportar, y la nación no vería llegar a sus costas ningún buque para comerciar?” ([1855] 1959: 367).
Pero el trabajo como fuente de riqueza requería del concurso del comercio para que se diera el progreso material. Y para que el comercio se diera se hacían indispensables las vías de comunicación que rompían el aislamiento: “Para que el progreso material de un país se desarrolle con prontitud, es indispensable poner en contacto los puntos de comercio, aún con aquellas partes del territorio que parecen por su naturaleza aisladas entre intransitables cordilleras. Rompiendo estas y destruyendo el aislamiento es que se favorece a los pueblos, pues no haciéndolo, quedan como presos, sin poder moverse” (Codazzi, [1853b] 1959: 347). Sobre este supuesto, Codazzi entendía no sólo la relevancia de los trabajos de la Comisión Corográfica “[…] que tienden a proporcionar bienes positivos, buscándoles vías de comercio, que se encuentran casi siempre, aún en las partes más altas y escarpadas de los Andes […]”, sino también una agenda para los gobernantes con “bienes positivos” para “[…] la Nación, a la clase pobre pero industriosa, así como también al rico y trabajador […]” (Ibíd.: 347). Ahora bien, según Codazzi, el comercio proporcionaba el dinero que se constituía en el móvil último del género humano porque con “[…] dinero hay agricultura, crías, manufacturas, artes, ciencias, riquezas, comodidades, gusto, consideraciones, goces y placeres positivos; en fin, en donde él está no hay pauperismo, ni se piensa en trastornos ni en revoluciones, y menos en las aspiraciones y en la empleomanía” ([1852] 1956: 312-313). Como el comercio es la fuente del dinero, Codazzi concluye que “[…] en resumidas cuentas, hoy está visto que el comercio es el amo del mundo” (Ibíd.: 313).
No se puede argumentar que la noción de raza que opera en las narrativas de Codazzi y de Pérez sea idéntica a otras articulaciones raciales como las que constituyen el racismo científico de finales del siglo XIX o aquellas de principios del siglo XX expresadas, por ejemplo, en el movimiento eugenésico. Por supuesto que, como toda articulación racial, comparte el hecho de establecer una jerarquía racializada donde la raza africana, sus mezclas y descendientes en lo que hoy se define como la ‘región del Pacífico colombiano’ se encuentran más o menos distantes de las actitudes, prácticas y concepciones de la civilización y el progreso. Sin embargo, y en este punto es donde difiere de otras articulaciones raciales, la relación entre diferencia y jerarquía no se piensa como una identidad ni, menos aun, como una constante. Me explico. Si bien es cierto que Codazzi y Pérez asumen que entre las distintas razas se hallan diferentes constituciones, lo que las hace más o menos aptas para habitar diferentes climas, de esta diferencia no se deriva necesariamente la jerarquía en cuanto a su lugar en el progreso o civilización o su capacidad de alcanzarlo.
Es evidente en las proyecciones y medidas que Codazzi y Pérez imaginan para los habitantes del Estado del Cauca, que raza africana, sus mezclas y descendientes son susceptibles de transformación hacia el progreso o civilización. No están planteando que esta transformación pasa por un cambio en la constitución a través de mezclas con la raza blanca, por ejemplo. Son influencias provenientes del movimiento mercantil o de la imitación de pobladores industriosos asentados en zonas vecinas, e incluso de dinámicas internas como el propio crecimiento demográfico o de las medidas gubernamentales, de donde provendrían estas transformaciones (definidas más con expresiones como moralización).
Así, para hablar de uno de los rasgos más reiterativos de las narrativas de Codazzi y Pérez, la indolencia de la raza africana de estas comarcas, regiones y países no se encuentra en el mismo plano que el de su constitución, la cual la hace apta para determinado clima. Colapsar estos dos planos es propio de las lecturas deseventualizantes, que al cruzarse con descripciones como las que he citado, donde aparece la palabra “raza” asociada con el establecimiento de diferencias y jerarquías, se borran de un trazo su singularidad y densidad. Al respecto, recordemos como Codazzi considera la noción de mestizo. No es debido a un cambio en la constitución de la raza indígena por el cruzamiento racial lo que eleva al mestizo por encima del indio, sino la emancipación de una degradación original producida por la Conquista y mantenida en el régimen colonial. Son singularidades como éstas las que no se pueden pasar por alto en la comprensión de las especificidades de las articulaciones raciales que operan en el pensamiento de autores como Codazzi y Pérez para mediados del siglo XIX.
1 Para estudios sobre la Comisión Corográfica ver Restrepo (1999) y Sánchez (1998).
2 Agradezco muy especialmente a Julio Arias por las apasionantes discusiones que hemos sostenido en los últimos meses sobre muchas de las ideas aquí escuetamente presentadas. Igualmente, agradezco los pertinentes y juiciosos comentarios de uno de los evaluadores asignados. Obviamente, los problemas que aún persisten son de mi entera responsabilidad.
3 Ver, por ejemplo, Codazzi ([1853a] 1959: 324) y Pérez (1862: 291-292, 302). Por espacio he suprimido las extensas transcripciones que hacían parte del primer borrador.
4 En un pasaje de otro texto, Codazzi es aún más explícito con respecto a este punto: “Los pueblos rudimentarios, que desconocen la industria inteligente subyugadora del mundo físico, son esclavos de la materia que los rodea y los amolda a sus exigencias […] Las artes de la civilización, dominando el mundo físico, emancipan al hombre […]” ( [1857] 1956: 446).
5 En el Diccionario de la Real Academia Española de 1817 se define de la siguiente manera: “MIASMA. s.m. Med. Efluvio maligno que exhalan algunos cuerpos enfermos y generalmente las aguas corrompidas ó estancadas. Usase comúnmente en plural, Miasmas.” (Real Academia Española, 1817: 572, 3).
6 Al respecto de las representaciones de la región del Pacífico para el siglo XIX, véase el excelente trabajo de Leal (2004). Igualmente puede consultarse a Rodríguez (2004).
7 Casi con los mismos términos, en Pérez (1862: 290).
8 Sobre los imaginarios de diferentes sectores de la elite del siglo XIX sobre la riqueza de las tierras bajas del Pacífico colombiano véase Leal (2004).
9 En este sentido, en un informe sobre la provincia del Casanare fechado en Bogotá el 28 de marzo de 1856, Codazzi se dirige al secretario de gobierno en los siguientes términos: “Dos grandes obstáculos se oponen en esa provincia a su desarrollo, que son: el clima y los indios. Ambos pueden con el tiempo modificarse, pero, entre tanto, será útil examinarlos para ver si desde ahora se puede hace algo para acelerar esa modificación” ([1856] 1956: 376).
10 En términos muy parecidos, ver la descripción de Pérez (1862: 320-321).
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Santiago Castro-Gómez**
* Este artículo es parte de la investigación en marcha “Capitalismo y biopolítica en Colombia (1900-1934)” que se inició el 15 de enero de 2006 con la financaición de la Universidad Central – IESCO-UC-.
** Doctor en Filosofía por la Johann Wolfgang Goethe Universität de Frankfurt. Coordinador de la línea de investigación de Conocimientos e Identidades Culturales del IESCO-UC. Profesor del Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana. Email: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Este artículo presenta el dilema de la intelectualidad hegemónica en Colombia (médicos, higienistas, abogados) durante las primeras décadas del siglo XX frente al problema de cómo gobernar la población. Mientras que unos creían que la población existente era ingobernable (por encontrarse sometida a un proceso de degeneración racial), otros pensaban que las falencias raciales podrían corregirse a través de medidas disciplinarias y biopolíticas aplicadas por el Estado. Unos y otros, sin embargo, reproducían el mismo imaginario colonial de la “limpieza de sangre” (blancura) que persistió durante todo el siglo XIX.
Palabras clave: intelectualidad, gubernamentalidad, colonialidad, biopolítica, Colombia, siglo XX.
Este artigo apresenta o dilema da intelectualidade hegemônica na Colômbia (médicos, higienistas, advogados) durante as primeiras décadas do século XX frente ao problema de como governar a população. Enquanto que alguns acreditavam que a população existente era ingovernável (por encontrar-se submetida a um processo de degeneração racial), outros pensavam que as falências raciais poderiam ser corrigidas através de medidas disciplinárias e biopolíticas aplicadas pelo Estado. Outros, no entanto, reproduziam o mesmo imaginário colonial da “limpeza de sangue” (brancura) que persistiu durante todo o século XIX.
Palavras-chaves: intelectualidade, governamentalidade, colonialidade, biopolítica, Colômbia, século XX.
This article presents the dilemma of hegemonic intellectuality in Colombia (physicians, hygienists, lawyers) had during early the 20 th Century facing the problem of how to govern the people. While some of them believed that the existent population was ungovernable (because it was subdue to a racial degeneration process), others believed that the racial failures could be corrected by disciplinary and biopolitical measures applied by the State. Both, however, reproduced the same colonial imaginary of “cleaning of the blood” (whitening) that lasted all along the 19 th Century.
Key words: intellectuality, governmentalily, coloniality, biopolitics, Colombia, 20 th Century.
En este artículo propondré que los intelectuales colombianos de comienzos del siglo XX se hallaban divididos entre dos lecturas muy distintas del bios: de un lado estaban los médicos y abogados formados en la escuela positivista del siglo XIX, para quienes la vida era el simple resultado de leyes biológicas previas a todo tipo de manifestación cultural o social y, por tanto, resistentes a la acción disciplinaria del Estado; del otro lado estaban aquellos que consideraban la vida como ligada directamente al trabajo y a la salud física, elementos que debían ser colocados como prioridad de las políticas de gobierno. De esta doble lectura se genera entre los intelectuales hegemónicos un doble entendimiento de la biopolítica: “gobernar para poblar” y “gobernar para disciplinar”.
La época elegida para esta lectura (1904-1934) es interesante por varias razones: 1) es el momento en que Colombia se conecta definitivamente con la economía mundial capitalista gracias a la exportación del café; 2) la industrialización del país requería, como consecuencia de esto, el despliegue estatal de una serie de políticas de control sobre la vida de la población; 3) tales biopolíticas hacían indispensable el concurso de las “ciencias de la vida” para el diagnóstico de los “males” poblacionales y para favorecer la emergencia de una clase obrera sana y en disposición de trabajar; 4) además, es el momento en el que se consolida entre la intelectualidad colombiana la hegemonía de los discursos de la medicina y la biología sobre los viejos discursos de la gramática y la literatura; 5) es también el momento en que se produce el primer debate académico y político entre las nacientes disciplinas sociales del país1. Asistimos, pues, a la gestación de un espacio propiamente disciplinario e institucional conocido luego como las “ciencias sociales”.
Desde mediados del siglo XIX el concepto de los médicos se hizo cada vez más necesario para el Estado colombiano, debido a que las epidemias frecuentes amenazaban la salud de los trabajadores, sobre todo en las áreas tropicales, lo cual hacía peligrar la incipiente economía de exportación. Poco a poco, y en la medida en que los gramáticos eran desplazados de la hegemonía del conocimiento (que habían conservado durante casi todo el siglo XIX), los médicos empezaron a verse a sí mismos como los nuevos apóstoles de la República, los herederos de Caldas, Mutis, Zea y Lozano. Ellos eran ahora los encargados de continuar la obra de aquellos mártires de la patria y de señalar a la nación el camino del progreso bio-social, ya que éste requería de un pueblo sano, trabajador y bien alimentado (Obregón, 1992: 70 y 84). No debemos olvidar que hacia comienzos del siglo XIX, la medicina social se hallaba muy influenciada por los modelos de análisis provenientes de la biología. En países como Brasil, Cuba, México y Argentina se empezó a considerar la herencia biológica –y en especial la herencia racial– como una de las causas que explicaban las “anormalidades” de la población. La nueva ciencia de la eugenesia, apoyándose en ideas médicas y biológicas, se centraba en buscar un control de las razas para lograr una “mejora” general de la población y prevenir la propagación de los “menos aptos” (García et al., 1992; Camargo, 1999).
En Colombia, la influencia del discurso biológico se revela de forma clara en la conferencia inaugural de la cátedra de Clínica de Patología Mental pronunciada el 11 de agosto de 1916 en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional por el médico Miguel Jiménez López. Allí se muestra la importancia de realizar un estudio socio-patológico sobre el aumento progresivo de las enfermedades mentales, los suicidios y el alcoholismo en Colombia. Según Jiménez López, la herencia racial es la causa principal que explica este incremento de las patologías mentales. Su tesis es muy similar a la defendida por el argentino Carlos Octavio Bunge en su libro Nuestra América de 1903, texto seguramente conocido por Jiménez López: la mezcla de razas se opone al proceso de selección natural y no es ventajosa para el perfeccionamiento físico y moral de la población, debido a que supone un cruce de elementos hereditarios dispares. Las “leyes de la biología” no favorecen el cruce de individuos de razas pertenecientes a especies distintas, porque en este proceso se pierden los caracteres originales de las razas que se mezclan. Bunge habla en este sentido del mestizaje como causante de una degeneración paulatina de la raza (Bunge, 1994: 117). Es el caso de América, escenario en donde se produjo el cruce de dos razas pertenecientes al mismo género (humano) pero no a la misma especie (pues descendían de diferentes “troncos”)2. De este modo, el cruce hispano-indio conlleva necesariamente una degeneración racial, pues todo mestizo físico es un mestizo moral y, por tanto, un degenerado desde el punto de vista mental y espiritual.
En su conferencia inaugural, Jiménez López señala que los caracteres originarios de las razas que se mezclaron en Colombia no favorecieron un “cruzamiento feliz” desde el punto de vista biológico. De un lado, las razas indígenas que poblaban el territorio se hallaban en un estado cultural de franca decadencia a la llegada de los españoles. En comparación con los aztecas en México y con los incas en el Perú, los chibchas –el pueblo más avanzado de la Colombia precolombina– eran un pueblo “degenerado precozmente” debido al uso ritual de bebidas fermentadas como la chicha. Esto hizo de ellos un “rebaño manso, envilecido y apocado”, incapaz de ofrecer resistencia alguna frente al conquistador europeo (Jiménez, 1916: 224-225). De otro lado, los españoles constituían una raza forjada en medio de las guerras de Reconquista en la península ibérica, psicológicamente abiertos a las acciones más violentas y abominables. Se trataba, pues, de una raza compuesta por “tipos anormales, de una emotividad enfermiza, pasionales y pervertidos morales” (226). No es de extrañar, entonces, que del cruce de estas dos “razas deficientes” haya nacido un pueblo marcado por la resignación, la impotencia y la impetuosidad reflexiva:
Persiste, en consecuencia, a través del cruce secular de nuestros progenitores, la viciación primordial de su psiquismo, la que reforzada por causas accidentales [como la falta de educación, el alcoholismo y la alimentación deficiente], surge con frecuencia en todas las esferas de nuestra población, ya bajo forma de locuras del gran grupo de las llamadas locuras constitucionales, ya bajo la forma de degeneraciones inferiores, ya con el carácter de neurosis, bien como enfermedades de la emotividad o de la voluntad (Jiménez, 1916: 227, énfasis mío).
A esto debe sumarse la nefasta influencia de la geografía colombiana en la psicología de sus habitantes. Los paisajes montañosos de los Andes, por el cuadro monótono que ofrecen, favorecen la depresión y la melancolía, en tanto que el fuerte calor de los climas tropicales despierta pasiones encendidas y formas expansivas de locura. A esto se debe también el incremento de la tasa de suicidios en todo el país, así como la tendencia a la criminalidad y a todo tipo de desequilibrios. Al final de su conferencia, Jiménez López llama la atención a los políticos sobre la tendencia degenerativa del pueblo colombiano. Basta comparar la estructura moral de los conquistadores y de los héroes de la Independencia con los colombianos de hoy para darse cuenta de que el “vigor y la fibra nacionales” se han venido apagando con el tiempo y que, de no tomarse los correctivos necesarios, al país le espera “el más sombrío de los destinos que un pueblo pueda confrontar” (Jiménez, 1916: 233).
Este juicio pesimista de Jiménez López sobre las tendencias degenerativas de la raza no era aislado ni exótico, sino compartido por una porción no despreciable de médicos y abogados del país. Muchos de ellos seguían las tesis de Lombroso, para quien el acto delictivo es efecto directo de un organismo anormal e incurablemente enfermo. Es el caso del doctor Martín Camacho, miembro de la Academia Nacional de Medicina, quien el 2 de septiembre de 1916 pronunció en Bogotá un discurso titulado “Criminología”. El propósito de esta intervención es presentar ante la comunidad científica las “nuevas teorías criminológicas” desarrolladas por Lombroso y sus discípulos. Tales teorías, dice Camacho, parten de un principio fundamental: el determinismo, es decir la ley de causa y efecto. En el universo físico no existe efecto sin causa, y esto vale también para el universo psíquico y social (Camacho, 1916: 266). Lo cual significa que un acto delictivo no se explica por el “libre albedrío” del criminal, sino que es producto de condicionamientos somáticos. Son irregularidades en la estructura orgánica lo que explica por qué alguien tiene tendencias criminales o manifiesta determinadas perversiones sexuales. Esto se ve claramente en los animales, por ejemplo cuando el cisne se aparea con la oca y el bisonte con la vaca. Sólo algún tipo de disfunción orgánica puede explicar que individuos pertenecientes a razas y especies diferentes se crucen entre sí, produciendo una prole degenerada.
De igual forma, la criminalidad pertenece al tipo de las anormalidades hereditarias, ya que es producto de una degeneración física y moral que se transmite de padres a hijos. “El delincuente nato –escribe Camacho– no es más que el delincuente por herencia […] La criminalidad se hereda, no solo de padres delincuentes, sino también de padres epilépticos, dipsómanos, dementes, etc.” (Camacho, 1916: 298-299). Por eso resulta importante saber cuál es la historia biológica de un criminal, para poder determinar qué tipo de disfunciones orgánicas recibe por herencia. Muchas de esas disfunciones son de carácter antropométrico, en especial deformaciones del cráneo que afectan su coeficiente intelectual. Personas con el cráneo demasiado pequeño, voluminoso, ovalado y oblicuo tienden a manifestar tendencias criminales. Camacho señala que “al clasificar las formas del cráneo, es preciso no perder de vista las modalidades étnicas, pues de otro modo pudiera uno llegar a conclusiones erróneas” (274). Esto debido a que algunas deformaciones craneanas suelen ser típicas de ciertas razas, como por ejemplo el progeneísmo, “que es una desviación del prognatismo característico de las razas negras” (275). Hasta la misma sabiduría popular reconoce que el comportamiento anormal de ciertas personas se relaciona con su origen étnico:
Las influencias etnológicas son de observación diaria y vulgar, así es que sólo las tocaré de paso. “Ese es un judío”, dicen las gentes para designar a un usurero; “negro no la hace limpia” es frase con que se expresa entre nosotros el mal concepto en que se tiene a los individuos de la raza africana; “es más desconfiado que un indio” dice quien desea ponderar la suspicacia de alguno; “serio como un inglés”, “parlanchín como un francés”, “sucio como un chino”, “embustero como un egipcio”, “ladrón como un gitano”, y otras cien frases por el estilo, dejan ver que aun el vulgo explica ciertos rasgos de carácter por meras influencias étnicas (Camacho, 1916: 292).
Pero no sólo es el factor étnico el que explica el comportamiento del criminal nato, sino también las influencias climáticas. Algunas razas degeneran rápidamente debido a su patológica adaptación a los condicionamientos geográficos, y de ellas cabe esperar una mayor frecuencia de los delitos violentos. Camacho piensa que “nuestro país se presta singularmente para estudiar la influencia de las condiciones geológicas y sobre todo orográficas” sobre la criminalidad. En países tropicales y montañosos como Colombia, donde no hay estaciones, abundan los delitos de sangre en las tierras cálidas y los delitos contra la propiedad en las zonas frías (Camacho, 1916: 292). Además, hay que tener en cuenta que Colombia se halla en un período bastante crítico de su evolución social, pues está saliendo apenas de la etapa “militar” de la civilización para ingresar en la etapa “industrial”, según la clasificación de Spencer (Ibíd., 293). Las sociedades que viven en la etapa militar son en extremo violentas, pues la guerra es su ocupación permanente; en ellas no se ha producido aún esa suavización de las costumbres propia de las sociedades industriales. Es la época del hombre-tigre y “en ella prevalecen los delitos de sangre, los que entrañan abuso de la fuerza y los que proceden de la cólera o de la venganza” (294).
Al final, Camacho llega a una conclusión pesimista. Si tanto la herencia biológica como las influencias geográficas son tan adversas, no parece haber muchas razones para ser optimistas frente al futuro social, económico y moral del país: “Hay individuos que nacieron para el delito, como nacen los peces para el agua, y no existe poder humano capaz de torcer la ley a que los sometió la naturaleza” (Ibíd.: 299). Por desgracia, el número de “incurables” es bastante grande en Colombia y ello deja a la sociedad entera frente a un dilema pavoroso: “o los descarta brutalmente, como quien corta un miembro gangrenado, o se deja sacrificar por ellos. A los médicos sólo nos corresponde plantear la dificultad […] tócales a otros escoger entre los dos cuernos del dilema” (300). La tarea del “buen gobierno” es evaluar la situación con objetividad –es decir con ayuda de la ciencia– y tomar una decisión al respecto.
Como decíamos antes, el pesimismo de médicos como Jiménez López y Camacho frente a las posibilidades biológicas de la raza colombiana era compartido también por los juristas. Poco a poco se imponía en algunos círculos intelectuales la creencia de que los asesinatos violentos en Colombia se debían a la manifestación patológica de rasgos degenerativos de la raza. Es el caso, por ejemplo, del análisis que hace el abogado Felipe Paz sobre un homicidio perpetuado el 24 de octubre de 1920 en la ciudad de Montería, cuando un hombre en alto estado de embriaguez asesinó a machetazos a cuatro mujeres, entre ellas tres niñas, prendió fuego a su vivienda, hirió a un caballo, acuchilló a tres vacas, mató a dos burras y persiguió a varias personas que quisieron detenerlo. En su análisis, denominado “Un caso de criminalidad morbosa”, Paz afirma que el Derecho Penal ha experimentado una evolución significativa con respecto al modo en que antiguamente se consideraban los móviles de un crimen. Ahora, según Paz, los criminalistas consideran los aportes de ciencias como la biología y la psicología social para iluminar los aspectos raciales y psíquicos del criminal. Por esta razón, es preciso considerar cuál es la herencia biológica del asesino de Montería. Paz señala que se trataba de un hombre cuyo abuelo paterno era mulato y gran tomador de aguardiente, su abuela paterna “descendía derechamente de los aborígenes”, su bisabuelo paterno era indio puro y también gran bebedor, mientras que su madre “es hija natural de una mujer de color y de un rico propietario rural, de pura sangre española” (Paz, 1921: 79). Apoyándose en el juicio de renombrados médicos franceses, Paz llega a la siguiente conclusión:
Los antecedentes atávicos tienen una particular significación. Sin considerar lo impropicio de un cruzamiento de tres razas tan diferentes entre sí –indígena, blanca y negra–, encontramos, tanto en la rama paterna como en la materna, una tradición constante de alcoholismo, complicada con la neurosis […] Por poco observadores que seamos, todos podemos atestiguar que los vicios y estigmas patológicos de los individuos son determinante de la degeneración en su prole. El vulgo ha reconocido la fatalidad de la herencia en una pintoresca frase: “hijo de tigre – reza el adagio– sale pintado (Paz, 1921: 80-81).
En esta misma dirección se mueven los argumentos presentados varios años después por Julián Caballero en su tesis “Etiología del delito del hurto”, presentada para optar por el grado de Doctor en Derecho en la Universidad Nacional. Allí se afirma que la tendencia al robo, uno de los delitos más frecuentes en Colombia, puede examinarse desde la herencia biológica. En el capítulo VIII de la tesis titulado “Influencia racial en el delito del hurto”, Caballero dice que los pueblos chibchas que poblaron el actual territorio de Colombia, no conocían el robo antes de la llegada de los españoles. Este delito sólo se incorporó a su carácter durante la época de la Colonia, cuando asimilaron la tendencia delictiva de la psicología hispánica. El indio precolombino era un elemento sano y trabajador, pero su carácter empezó a corromperse debido al mestizaje biológico con el español. Es sólo entonces cuando prácticas como el robo y el alcoholismo aparecen como manifestaciones patológicas de la degeneración racial en Colombia (Caballero, 1939: 54-55).
Pero además de la influencia racial, la tendencia al hurto se explica también por la influencia perniciosa del medio ambiente en la “psicología nacional”. Según Caballero, las condiciones climatológicas del país (zonas montañosas con mucho frío, zonas bajas con mucho calor, zonas selváticas con mucha humedad) hacen que el movimiento orgánico de la vida se manifieste de forma patológica:
El clima influye en las determinaciones de la actividad delictiva, favoreciendo el desarrollo de los delitos de sangre en las partes calientes y de los delitos contra la propiedad en las regiones frías de este país […] El calor favorece las manifestaciones de la vida, desencadena las pasiones, da vigor y fuerza a todos los organismos, y aunque en muchísimo menor escala que en ningún otro ser, también atiza en lo interior del hombre los instintos de lucha y salvajismo. Entonces la carne se despierta, sobreviene el desbordamiento de las pasiones y pide a gritos que se le atienda y escuche. […] El frío hace consumir un gran número de calorías y como consecuencia de este fenómeno se produce un desgaste orgánico, de ahí el hambre que se hace sentir en las regiones frías. El individuo de estas regiones siente la necesidad de reparar esos desgastes y como muchos no tienen lo suficiente para conseguirlo, se dedican entonces al hurto y a los demás delitos contra la propiedad, como único medio para satisfacer sus necesidades primordiales (Caballero, 1939: 61).
Se hace necesario entonces aplicar ciertos correctivos que permitan, a lo sumo, desacelerar el proceso de la decadencia racial. En la memoria presentada dos años después al Congreso Médico Nacional reunido en Cartagena, Miguel Jiménez López desarrolla una terapéutica para contener la degeneración biológica del pueblo colombiano. Se trata de una serie de medidas de orden biopolítico, implementadas por el Estado y destinadas a levantar el nivel biológico y moral de la población. Algunas medidas buscan combatir las “causas accidentales”, es decir, los factores medioambientales del problema, como son la mala educación, los malos servicios de salud, la ausencia de una legislación laboral, etc., mientras que otras son más radicales, pues buscan combatir los factores hereditarios de la decadencia racial. Entre las primeras, el médico boyacense menciona las siguientes: implementar un sistema de higiene pública y privada que obligue a todos, pero en especial a las mujeres, a la adquisición de hábitos de aseo corporal. Un pueblo mugroso y sucio no puede aspirar a disfrutar de los beneficios de la industrialización. En segundo lugar, el Estado debe instruir a la población sobre el tipo de alimentación que más le conviene según el clima en que se encuentre. Un pueblo desnutrido no puede sino generar personas ociosas, con tendencia a la imbecilidad y el cretinismo. De igual forma, el Estado debe combatir con todos los medios represivos a su disposición el consumo de bebidas fermentadas, en especial la chicha. La lucha antialcohólica es tan importante como la lucha antisifilítica, antituberculosa y antileprosa. En cuarto lugar, se hace indispensable una reforma completa del sistema educativo en el país, pues los colegios se limitan a ofrecer una educación dirigida sólo hacia el intelecto pero que no tiene en cuenta el desarrollo corporal. Niños y adolescentes con una constitución física endeble serán toda la vida seres débiles, mentalmente subdesarrollados e incapaces de mostrar el temple que demanda el progreso económico del país. Finalmente, el Estado debe velar por crear mejores condiciones laborales para la clase trabajadora, pues su salud resulta clave para la creación de riqueza. El obrero industrial debe recibir garantías para su trabajo, pues sería un gran error tratarle de forma similar al agricultor y al jornalero, que destruyen su salud con largas jornadas de trabajo sin descanso (Jiménez, 1920: 36-38).
Todas estas medidas, como bien ha señalado Zandra Pedraza (1997: 117), estaban centradas en el control y gobierno sobre el cuerpo. El advenimiento de la sociedad industrial requería un aumento de la vitalidad corporal de la población, es decir, la adquisición de una serie de competencias físicas y mentales para funcionar en la sociedad del trabajo. Sin embargo, Jiménez López está convencido de que la degeneración biológica no puede ser contenida sólo por el disciplinamiento. Ni la erección de panópticos sociales ni la implementación de medidas represivas sobre el cuerpo podrán evitar la decadencia de la raza colombiana, ya que ésta se debe más a factores hereditarios que a factores medioambientales. Por eso, en opinión del médico, “todos los anteriores son medios que conspiran a retardar, cuando más, nuestra decadencia y a levantar temporalmente el nivel biológico y moral de nuestro pueblo. Son, pues, recursos puramente paliativos para el mal que nos aqueja” (Jiménez, 1920: 38, énfasis mío). Si se quiere atacar el mal de fondo, será necesario apelar a un recurso mucho más drástico y definitivo: la transfusión de sangres.
En efecto, Jiménez López dice que para levantar definitivamente el “vigor” del pueblo colombiano, es indispensable favorecer “una corriente copiosa de inmigración de razas sanas, fuertes y disciplinadas por hábitos seculares de trabajo y exentas, en cuanto sea posible, de las enfermedades sociales que están determinando nuestra regresión (Ibíd., 1920: 39). Esta es la consecuencia directa de una lectura mecanicista del bios: la herencia biológica determina la constitución mental de una raza, y estas características son virtualmente inalterables, pues se reproducen a través de esa misma herencia. El problema de Colombia no es entonces primariamente de orden social o económico, sino de carácter biológico. Por eso, la solución a este problema no puede ser otra que “rejuvenecer la raza” mediante su cruzamiento con razas superiores. Para poner fin al “agotamiento vital” de la población, se hace necesario importar sangre fresca. Para ello, el político debe asesorarse del científico con el fin de evitar fatales errores:
Considerada etnológicamente, la inmigración a nuestros países debe sujetarse, desde luego, a las tres condiciones en que ha resumido Le Bon la probabilidad de un buen cruzamiento: 1. que las razas sometidas al cruce no sean muy desiguales numéricamente; 2. que no difieran demasiado en sus caracteres; y 3. que estén sometidas por largo tiempo a idénticas condiciones ambientales. Se debe, a mi modo de ver, agregar, en nuestro caso, una cuarta condición: que una de las razas presente caracteres orgánicos y psicológicos capaces de compensar las deficiencias de aquella que se quiere mejorar (Jiménez, 1920: 40).
El médico, el biólogo, el sociólogo y el etnólogo se unen para reflexionar sobre la “química de las razas” y asesorar científicamente al estadista, creando así el “campo” de lo que luego serán las ciencias sociales. Por supuesto, la aplicación de estos criterios “científicos” conlleva una taxonomía eurocéntrica de las razas: en la cúspide de la jerarquía mundial se hallan las razas indoeuropeas, seguidas en orden descendente por las asiáticas, las americanas y las africanas. No es extraño entonces que las ciencias sociales hayan “nacido” en nuestro medio reproduciendo el eurocentrismo epistémico que marcará su trayectoria hasta finales del siglo XX. En el caso que estamos considerando, Jiménez López lo tiene bien claro: el Estado debe favorecer la inmigración de personas que permitan blanquear y europeizar la población. Estas personas deben reunir una serie de requisitos científicamente determinables:
Queda indicado con esto que el más deseable para regenerar nuestra población es un producto que reúna, en lo posible, estas condiciones: raza blanca, talla y peso un poco superiores al término medio entre nosotros; dolicocéfalo; de proporciones corporales armónicas; que en él domine un ángulo facial de ochenta y dos grados aproximadamente; de facciones proporcionadas para neutralizar nuestras tendencias al prognatismo y al excesivo desarrollo de los huesos malares; temperamento sanguíneo-nervioso, que es especialmente apto para habitar las alturas y las localidades tórridas; de reconocidas dotes prácticas; metódico para las diferentes actividades; apto en trabajos manuales; de un gran desarrollo en su poder voluntario; poco emotivo; poco refinado; de viejos hábitos de trabajo; templado en sus arranques por una larga disciplina de gobierno y de moral; raza en que el hogar y la institución de la familia conserven una organización sólida y respetada; apta y fuerte para la agricultura; sobria, económica, sufrida y constante en sus empresas […] Creo que las razas que más se aproximan a este desideratum son algunas de las que pueblan las regiones centrales de Europa, en las cuales se han mezclado y atemperado felizmente los caracteres de los pueblos meridionales y septentrionales del Viejo Continente. En Suiza, en Bélgica, en Holanda, en Baviera, en Wurtemberg, en el Tirol sería acertado buscar el personal de nuestra inmigración (Jiménez, 1920: 41).
De este modo, Jiménez López se aparta del modelo típico de las sociedades modernas (“gobernar es disciplinar”) para quedarse con un modelo adaptado a poblaciones mestizas y racialmente inferiores: “gobernar es poblar”, tal como lo formulase Alberdi casi un siglo antes. Pero poblar con razas europeas, ya que así lo exigen los cánones científicos de una “política biológica de la inmigración”3. Es por eso que cuando en 1929 el Ministro de Industrias solicitó a la Academia Nacional de Ciencias un concepto sobre los efectos que podría traer la colonización del Meta por un contingente de dos mil inmigrantes japoneses, Jiménez López responde con una extensa memoria titulada La inmigración amarilla a la América, en la cual desaconseja enfáticamente la medida. Las razas asiáticas no son aptas para mezclarse con las razas mestizas de América Latina, porque refuerzan elementos biológicos degenerativos que ya están presentes en éstas. Un buen ejemplo es el caso del Perú, donde el cruce entre inmigrados japoneses de sangre mongólica y razas nacionales (indios, cholos y negros) ha sido particularmente catastrófico. Los híbridos resultantes de estas mezclas “presentan deformidades físicas y morales que confinan ya con lo deforme” (Jiménez, 1929: 26). Pero la culpa de este experimento biopolítico fracasado no la tiene el Estado peruano sino las leyes de Mendel. Aunque a primera vista podría parecer que la laboriosidad del japonés, su gran inteligencia, su estoicismo sin igual y su fuerza de voluntad podrían inyectar un impulso vigoroso a la decaída y voluble moralidad tropical, las cosas no son tan fáciles como parecen. El poder secreto de las leyes de la herencia es mayor que el poder biopolítico del Estado. Y este poder de la naturaleza establece lo siguiente: dos razas con características biológicas defectuosas no deben ser mezcladas, porque tales características se transmiten degenerativamente a sus descendientes. Por eso, el concepto emitido por el médico boyacense y dirigido al Ministro de Industrias resulta categórico:
Muy deseables serían en nuestra población algunos de los excelentes atributos mentales y morales del pueblo japonés, como son la sobriedad, el espíritu de disciplina, la abnegación, la laboriosidad, la gran facultad asimilativa; pero en razón de la experiencia adquirida en la América y apoyados por consideraciones de biología general, tememos que tales condiciones no predominarían ni con mucho en un producto de cruce asiático- americano. Los hechos aquí señalados son suficientes para formular esta doctrina: no obstante las altas condiciones del pueblo japonés, que son un ejemplo y un motivo de admiración para el mundo civilizado, una inmigración en masa de colones japoneses no es aconsejable desde el punto de vista étnico para Colombia, ni en general para los países indo-ibéricos (Jiménez, 1929: 35).
Se necesitan entonces inmigrantes blancos, europeos, industriosos y honestos. Tal es la posición de algunos intelectuales que no obstante apartarse de la tesis de la degeneración de la raza, le dan luz verde a la política de transfusión de sangres. Es el caso del profesor Luis López de Mesa, cuyos argumentos están más cerca de la sociología que de la psicología social y la biología. Su intervención en el “debate sobre las razas” deja muy en claro que las influencias raciales del país son tan numerosas y el clima del territorio tan variado, que no es posible hacer generalizaciones como las presentadas por el médico Jiménez López. Al postulado general de la “degeneración de la raza”, López de Mesa responde con la pregunta: ¿cuáles razas y en qué climas? En su opinión, algunas razas en algunas regiones están degenerando en Colombia, mientras que otras razas en otras regiones manifiestan signos de vitalidad. Así, los pobladores que descienden de la raza blanca española y habitan en regiones ubicadas entre los mil quinientos y los tres mil metros de altura sobre el nivel del mar (como, por ejemplo, los antioqueños) son personas aptas para impulsar la industrialización del país, mientras que los pobladores que descienden de las razas aborígenes y/o habitan en regiones ubicadas por debajo de los mil quinientos metros de altura, han sufrido grande merma tanto en su psicología como en su fisonomía (López de Mesa, 1920a: 86-87). Es en estas regiones en particular donde se debe favorecer la entrada de inmigrantes blancos y europeos, especialmente de alemanes (aunque sean protestantes), pues ellos contribuirían a levantar el vigor decaído de la población en aquellos lugares. Si se logra aplicar esta política, estimulando al mismo tiempo la productividad de la población local racialmente más apta, el porvenir del país sería por completo brillante: “El capital extranjero va llegando, y va llegando nueva sangre de inmigración, sobre todo alemana, cuyas virtudes domésticas darían entre nosotros óptimos frutos de selección” (López de Mesa, 1920b: 86-87).
La intervención salomónica de López de Mesa es un camino intermedio entre la lectura determinista ofrecida por Jiménez López y otra lectura diferente, en la que la vida es considerada como fuerza expansiva, antes que como fruto de leyes biológicas y presociales. De acuerdo con esta segunda lectura, no es del todo cierto que la raza colombiana se halle en un proceso inevitable de degeneración. Una cosa es reconocer que Colombia se halla frente a una “tragedia biológica” de gravísimas consecuencias, otra muy distinta es afirmar que esa tragedia es como la de los griegos: un destino natural del que no podemos escaparnos. Desde este punto de vista, la repoblación del territorio por razas más vigorosas no es la solución al problema, sino el fortalecimiento biopolítico de la raza ya existente. Por eso, a pesar del título casi fatídico de su libro La tragedia biológica del pueblo colombiano, el médico liberal Laurentino Muñoz escribe lo siguiente:
No es que el colombiano sea étnicamente inferior, ni que el trópico inhiba la mente o consuma la energía: la influencia del sol ardiente no es causa de decadencia orgánica, pero sí lo son las enfermedades, los vicios, las condiciones antihigiénicas del suelo, la nutrición defectuosa o insuficiente. Un pueblo bloqueado por el paludismo, anemia tropical, pian, sífilis, blenorragia, tuberculosis, alcoholismo, intemperante y abandonado sentido común, no es precisamente promesa ni pequeña ni extraordinaria (Muñoz, 1934: 34).
Aquí se plantea ya la diferencia con la tesis biologicista de Jiménez López y sus colegas: no se trata de desconocer la miseria fisiológica en la que se encuentran la mayoría de los colombianos; se trata, más bien, de reconocer que la causa de estos problemas no es de orden biológico sino social y que el Estado puede intervenir por medio de dispositivos disciplinarios para mejorar la situación. Las fuerzas vitales del pueblo colombiano están agotadas, pero pueden ser reanimadas. Todo lo que se requiere es voluntad política por parte de las elites para implementar los correctivos necesarios. En opinión de Laurentino Muñoz, un pueblo enfermo e ignorante carece ciertamente de vitalidad y empuje, pero las campañas de educación e higiene podrían “redimir el conglomerado étnico en nuestro país; de otro modo, con la mediocridad racial, nunca llegará para nosotros la prosperidad ni la civilización” (Muñoz, 1934: 14).
También el educador Rafael Bernal Jiménez advierte que los devotos del determinismo geográfico y racial no consiguen explicar los graves problemas del país. Aunque es cierto que el pueblo colombiano presenta un evidente y escandaloso atraso civilizatorio con respecto a los países europeos, esta situación no se debe primordialmente a la herencia biológica sino al tipo diferente de evolución social. Mientras que en Europa el modo de civilización ha sido evolutivo, producto de un desarrollo interno de más de cuatro mil años, en América ha sido transpositivo, ya que aquí el factor impulsor del desarrollo ha sido externo: la importación de la cultura occidental. Es por eso que mientras la población colombiana vive todavía en un estadio neolítico, vencida por las enfermedades y las contingencias naturales, el campesino europeo –para no hablar de su elite ilustrada– ha aprendido a no ser inferior al medio ambiente sino que lo domina por medio del trabajo. Tal es el “vigor racial” que aquí necesitamos y que debe ser “inyectado” a la población a través de la educación y la higiene:
Tal como se presenta hoy el núcleo social colombiano, la primera necesidad consistiría en una gran cruzada de vigorización racial, desplegada hacia todos los frentes en que viene siendo atacada la vitalidad física de nuestra población. Debería llamarse a todo el cuerpo médico del país y ponerlo en orden de batalla para dirigir esta nueva conquista de la vida. El médico debe ocupar el papel central durante toda esta tambaleante adolescencia de nuestra República (Bernal, 1949 [1934]: 207, énfasis mío).
La vida es entonces el problema, pero no la vida entendida desde el punto de vista de la herencia biológica, sino la vida en tanto que acción creativa sobre la naturaleza. Una acción que se manifiesta, principalmente, a través del trabajo productivo. Por eso, el énfasis de los intelectuales vitalistas es el de crear las condiciones sociales para la emergencia y expansión de la clase obrera en el país, pues están convencidos de que el trabajo es el mejor correctivo para la supuesta “decadencia de la raza”. Laurentino Muñoz lo tiene claro: “El trabajo es una necesidad fisiológica: el músculo se atrofia en la quietud y en la inactividad se consume el organismo; no hay nada más agotador que no hacer nada; el holgazán, el individuo improductivo es por sí mismo un tipo inmoral” (Muñoz, 1934: 288). La función del Estado es inyectar vida a la población, capacitándola para desarrollar creativamente su fuerza productiva, ya que “la liberación económica es la base de la liberación espiritual” (Ibíd., 128):
Si contara el país con generaciones trabajadoras, de carácter, con la independencia del esfuerzo personal, si la masa, el tipo medio de la juventud tuviera un concepto claro y definido del trabajo, entonces nuestra nacionalidad sería un derrotero de la civilización, una esperanza de la especie, o al menos un grupo étnico en capacidad de lucha, de animación (Muñoz, 1934: 128, énfasis mío).
Un buen ejemplo de esta lectura vitalista del bios es la tesis para optar por el grado de Doctor en Derecho y Ciencias Políticas escrita en 1922 por Humberto Videla Jara, en la que reflexiona sobre la disolución de la familia en Colombia. Examinando la tendencia del pueblo colombiano a practicar la unión libre y a tener relaciones sexuales antes del matrimonio, Videla Jara dice que tales tendencias son contraproducentes para los intereses económicos de la nación. Apoyado en la autoridad de Malthus, nuestro flamante candidato al doctorado recomienda la creación de un estatuto jurídico que favorezca los matrimonios tardíos y castigue la promiscuidad sexual con el fin de promover la selección de los más aptos para trabajar. La prohibición estatal del matrimonio antes de los veinte años y el castigo ejemplar de las relaciones extramatrimoniales después de esa edad permitiría que los obreros no se casaran tan jóvenes y concentraran sus mejores fuerzas vitales en la producción de riquezas, aun después de consumado el matrimonio (Videla, 1922: 10-29). Es decir que la política del Estado debe concentrarse en crear las condiciones jurídicas y sanitarias para la reproducción de obreros antes de que estos nazcan. Una biopolítica estatal que ayude a la naturaleza en su proceso de selección natural. Por eso recomienda la implementación de un código sanitario semejante al que rige en Chile, en el que se castiga con altísimas multas la contaminación venérea, pues esto ayudaría a “proteger la reproducción de nuestra raza contra toda causa de contaminación” (Ibíd.: 45). Como conclusión de su tesis, Videla Jara hace suya la opinión del médico argentino Augusto Orrego Luco publicada en el diario La Nación de Buenos Aires:
Conservar el vigor natural de la raza es la mejor manera de combatir los contagios, ya que es preferible evitar una afección que atacarla. Nuestro pueblo ha sido abandonado a su propia suerte y en él han echado raíces todos los males; pero aún no puede decirse que haya entrado en decadencia […] La acción profiláctica contra la degeneración de la especie debe ser auxiliada por una amplia difusión de los conocimientos útiles a este objeto: se debe llamar la atención del pueblo sobre la influencia ejercida por el estado físico y mental de los padres en el momento de la concepción […] Es necesidad vital para el porvenir de la raza que los Estados provean con urgencia a mejorar el medio de vida obrero, con objeto de suprimir todas las causas que obran extrínsecamente sobre el organismo de los padres, debilitándolo o empobreciéndolo (Videla, 1922: 45-46, énfasis mío).
También Laurentino Muñoz se pronuncia a favor de una intervención activa del Estado en la vida íntima de la población. Cuando se trata de prevenir la difusión de enfermedades y otras dolencias que minen la vitalidad del pueblo trabajador, es deber del Estado “intervenir en la vida de los sexos” para “impedir las uniones antieugenésicas” (Muñoz, 1934: 284). Esto significa, por ejemplo, que el Estado benefactor puede proclamar una ley que prohíba que los enfermos de sífilis o de tuberculosis contraigan matrimonio y tengan relaciones sexuales, con el fin de evitar la propagación de la enfermedad al resto de la población. El nacimiento de personas enfermas debe ser evitado, como forma de abrir el camino a la procreación de los más aptos para el trabajo corporal. El juicio de Muñoz es tajante a este respecto: “un alcohólico, un sifilítico o un blenorrágico en estado de contaminación, no tienen derecho alguno para la procreación; por el contrario, los más elementales deberes sociales les prohíben toda unión sexual” (285). El supremo deber del Estado es proteger la salud física de la clase obrera, pues “un pueblo enfermo está incapacitado para el trabajo redentor, en cualquier sentido que se le considere, de modo que debe principiarse por una gigantesca campaña de higienización” (33).
El disciplinamiento de la población debe ser organizado estatalmente como un “plan de vida nacional” que sirva para despertar el vigor de nuestra raza. Tal es la conclusión a la que llegan los intelectuales que rechazan el determinismo biológico de Jiménez López y contemplan el futuro con optimismo. Las cosechas no se pierden por falta de trabajo sino por ausencia de estímulos y garantías estatales para el campesino; los obreros no producen por causa de alguna degeneración racial, sino por hambre y falta de servicios de salud; las capacidades intelectuales de la población no se desarrollan por efectos de la inferioridad biológica, sino por la ausencia de un sistema eficaz de educación pública. No es la biología sino el trabajo y la cultura los elementos que forjan el carácter de una raza. Por eso, es necesario fortalecer el Estado y convertirlo en una máquina productora de “sujetos modernos”, capaces de afrontar el reto de la industrialización. Tal sería la misión que se impondría el gobierno liberal de la “revolución en marcha”. Los saberes tradicionales y todos los conocimientos producidos por “sujetos premodernos” serían vistos desde entonces como pertenecientes a la prehistoria de la ciencia occidental; como “obstáculos epistemológicos” que impedían el acceso de la población a los nuevos conocimientos y experticias demandados por la nueva sociedad del trabajo. Y en esta tarea de expropiación estatal y de “limpieza epistémica”, los nuevos saberes expertos de las ciencias sociales deberían cumplir un papel fundamental.
Pero los titulares de estos nuevos saberes no eran todos los “intelectuales” que actuaban en Colombia durante aquella época. Existían también pensadores subalternos que no estaban involucrados en la lucha por el capital simbólico vigente en el campo intelectual, y que no fueron invitados por los estudiantes de la capital a participar en el “debate sobre las razas”. Personajes como el intelectual indígena Quintín Lame, quien planteó la necesidad de que la clase dirigente del país reconociera la existencia de epistemes alternativas. Para Lame, la modernidad a la que debía encaminarse Colombia era una que en lugar de promulgar la asimilación de los indígenas al modo de vida hegemónico (la “inclusión del otro”), fuera capaz de reconocer la legitimidad de los resguardos indígenas y de sus autoridades, así como la validez de sus formas de producción de conocimientos (Espinosa, 2004). Sin embargo, la modernidad que triunfó en el país fue aquella que arrastraba consigo las viejas herencias coloniales. Por eso, tal como había ocurrido en la Colonia, el movimiento encabezado por Lame fue descalificado por los medios periodísticos y perseguido brutalmente por las fuerzas estatales. Incriminado por estar promoviendo una “guerra de las razas”, Lame fue acusado de sedición en 1917 y permaneció en la cárcel hasta 1921, mientras que los intelectuales de la capital continuaban debatiendo sobre la degeneración de la raza.
1 Me refiero al debate sobre las razas en los años veinte, un tema bien estudiado en la academia colombiana durante las últimas dos décadas (Holguín, 1984; Helg, 1989; Sáenz / Saldarriaga / Ospina, 1997; Pedraza, 1997; Camargo, 1999; Calvo et al., 2002; y Noguera, 2003).
2 Bunge sigue aquí las tesis del paleontólogo argentino Florentino Ameghino, para quien el continente americano, durante la era mesozoica, fue una gran masa de tierra ubicada en el hemisferio sur, que se prolongaba hasta lo que hoy es Australia. De ahí nace un “tronco” del género humano que permaneció aislado del tronco que evolucionó en África, Asia y Europa. Tanto Ameghino como Bunge rechazaban la teoría de la emigración hacia América por el estrecho de Bering.
3 Jiménez López se inspira en la Ley Johnson de 1924 promulgada por el gobierno de los Estados Unidos, en la que se limita la entrada de extranjeros con carácter de inmigrantes a aquellas personas que, por sus atributos morfológicos y funcionales, puedan ser asimilables por la población nativa y contribuir al perfeccionamiento de la raza. También se inspira en el caso de Sudáfrica: “Las jóvenes nacionalidades del África del Sur, aunque invadidas de tiempo atrás por una porción no escasa de sangre africana e indostánica, han adoptado a su turno para el futuro una política de selección, a base de exclusión de todo elemento de color” (Jiménez, 1929: 7).
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Oscar Hernández Salgar**
* Este artículo es producto de la investigación “Material didáctico para abordar el estudio de la música de las costas colombianas, Vol. 2. La música del conjunto de marimba del sur del Pacífico colombiano”, financiada por la Universidad Javeriana y ejecutada por el grupo de investigación de músicas autóctonas colombianas, Departamento de Música, Facultad de Artes - Universidad Javeriana, Bogotá.
** Maestro en Música, Especialista en Estudios Culturales. Profesor del Departamento de Música de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Este artículo rastrea la manera en que los imaginarios coloniales de lo musical, entre los cuales se cuentan el “blanqueamiento” sonoro y las visiones científicas de la música, sentaron las bases para la construcción de las diversas formas en que los colombianos se relacionan hoy con la música. La cara poscolonial de estos imaginarios se encuentra en discursos como el multiculturalismo y la world music que obligan a las músicas tradicionales a debatirse entre la inclusión y la exclusión, el deseo y el rechazo.
Palabras clave: música en Colombia, blanqueamiento musical, poscolonialidad musical, world music, etnomusicología, marimba de chonta.
Este artigo rastreia a maneira em que os imaginários coloniais do musical, entre os quais se incluem o “branqueamento” sonoro e as visões científicas da música, assentaram as bases para a construção das diversas formas em que os colombianos se relacionam hoje com a música. A cara pós-colonial destes imaginários se encontra em discursos como o multiculturalismo e a world music que obrigam às músicas tradicionais a debater-se entre a inclusão e a exclusão, o desejo e a rejeição.
Palavras-chaves: Música na Colômbia, Branqueamento musical, Pós-colonialidade musical, World Music, Etnomusicologia, Marimba de chonta.
This article traces the way the colonial imaginaries of musical, among them the “whitening” of sound and the scientific visions of the music, were the bases to the construction of the different ways in which Colombian people relate with music today. The postcolonial face of these imaginaries is found in several discourses such as multiculturalism and the world music that make traditional music to debate among inclusion and exclusion, desire and rejection.
Key words: Colombian music, musical whitening, musical postcoloniality, Word Music, ethnomusicology, marimba of chonta.
En los últimos años se ha venido consolidando en Latinoamérica una red de estudiosos de las ciencias sociales conocida como teoría poscolonial latinoamericana. Esta red, de la que hacen parte autores como Walter Mignolo, Enrique Dussel, Aníbal Quijano y Santiago Castro-Gómez, toma algunos referentes de la teoría poscolonial desarrollada en la academia estadounidense por teóricos como Homi Bhabha, Gayatri Spivak y Edward Said, pero se diferencia de ésta última en varios aspectos, especialmente relacionados con la forma en que se entiende el inicio de la modernidad y su relación con la expansión colonial europea (Castro- Gómez, 2005a).
El primer objetivo de este artículo es describir, a la luz de los principales aportes de la teoría poscolonial latinoamericana, la manera como operó la colonialidad musical en Colombia. La tesis que trataré de defender en las páginas siguientes es que dicha colonialidad, entendida en términos de dominación racial y epistémica, sentó las bases para las diversas y conflictivas maneras en que los colombianos se relacionan actualmente con la música, sea esta tradicional, popular o académica. Para ello, haré en primer lugar un breve recorrido por la teoría poscolonial latinoamericana y utilizaré algunos de sus aportes más importantes para identificar los imaginarios sobre lo musical que fueron incorporados por la elite criolla ilustrada en la Colonia. En segundo lugar, explicaré cómo dichos imaginarios se perpetuaron durante los siglos XIX y XX hasta la aparición del discurso del multiculturalismo en la década de los 90, momento en el cual se comenzó a vivir un retorno de lo reprimido musical que ha marcado la relación de las músicas locales colombianas con la dinámica de la world music y la industria discográfica global. Por último, intentaré mostrar –a través del ejemplo de la música del conjunto de marimba de chonta– cómo este cruce de discursos constituye lo que podría denominarse la poscolonialidad musical colombiana.
Uno de los principales aportes de la red latinoamericana de estudios poscoloniales está en la crítica al mito según el cual la modernidad sería un “fenómeno exclusivamente europeo”, basado en las “cualidades internas únicas” de la civilización allí desarrollada (Castro-Gómez, 2005a). Por el contrario, los rasgos que caracterizan el proyecto moderno a nivel político, social y epistémico tuvieron como condición de posibilidad la creación, administración y control de un otro constitutivo que le permitiera a Europa identificarse a sí misma1. Así, sólo a partir del encuentro con América se hizo necesario que las potencias europeas empezaran a racionalizar el manejo de los recursos humanos, técnicos y financieros destinados al proyecto colonizador, tanto como los provenientes de las colonias. Lo anterior tuvo un gran impacto económico pues “generó la apertura de nuevos mercados, la incorporación de fuentes inéditas de materia prima y de fuerza de trabajo que permitió lo que Marx denominó «acumulación originaria de capital »” (Castro-Gómez, 2005a: 47). Desde enfoques como el liberalismo hobbesiano o el materialismo histórico, esta serie de cambios en las relaciones de producción es el aspecto más importante del proceso colonizador. Sin embargo, según Aníbal Quijano, estos análisis cometen el error de asumir que los ámbitos de existencia social diferentes al trabajo –como el sexo, la raza, las tradiciones culturales, etc.– son homogéneos y/ o se dan como resultado de la intervención de factores ahistóricos, es decir, se piensan como dados y naturales2. Para este autor es entonces necesario buscar una instancia que permita entender de qué manera un conjunto de elementos, que son históricamente heterogéneos, llegaron a comportarse como una totalidad social histórica en la experiencia de poder del mundo eurocentrado. La respuesta está en el uso de la raza como un medio para la clasificación social a partir del descubrimiento de América. En palabras de Aníbal Quijano:
La “racialización” de las relaciones de poder entre las nuevas identidades sociales y geo-culturales, fue el sustento y la referencia legitimatoria fundamental del carácter eurocentrado del patrón de poder, material e intersubjetivo. Es decir, de su colonialidad. Se convirtió, así, en el más específico de los elementos del patrón mundial de poder capitalista eurocentrado y colonial/moderno y pervadió cada una de las áreas de la existencia social del patrón de poder mundial, eurocentrado, colonial/moderno (Quijano, 2000: 374).
La colonialidad del poder es entonces una noción que explica la centralidad de la raza y de la clasificación social en el patrón de poder mundial. Según esta propuesta teórica, los diferentes ámbitos de la existencia social están permeados por la racialización como eje articulador de las relaciones de poder. Esto incluye, por supuesto, las distintas formas de pensamiento, subjetividad y creación artística. La noción de colonialidad del poder explica además cómo la dominación europea tuvo un componente epistemológico, consistente en “imponer una imagen mistificada de sus propios patrones de producción de conocimientos y significaciones” (Quijano, citado por Castro- Gómez, 2005b: 63). En este tipo de dominación se hace evidente una forma de violencia epistémica que el filósofo Santiago Castro-Gómez ha abordado a través del concepto del punto cero. Esta noción hace referencia a la incorporación de la perspectiva geométrica en la cartografía. Antes de este fenómeno que empezó a darse en el siglo XVI, en los mapas sistemáticamente coincidían el centro étnico y el centro geométrico. Es decir, el dominador se situaba a sí mismo como centro de la representación visual. A partir de la llegada de los españoles a América, el uso del punto cero de la perspectiva geométrica facilitó la postulación de “una mirada soberana que se encuentra fuera de la representación” y permitió a los europeos “adoptar un punto de vista sobre el cual no es posible adoptar ningún punto de vista” (Castro-Gómez, 2005b: 59). Al estar ubicados en un punto cero epistemológico, los europeos veían a las sociedades nativas americanas ancladas en el pasado, en el punto más bajo de una escala imaginaria en la que Europa estaría en el punto más alto. Según Castro, “Observadas desde el punto cero, estas dos sociedades coexisten en el espacio, pero no coexisten en el tiempo, porque sus modos de producción económica y cognitiva difieren en términos evolutivos” (Ibíd., 37).
En resumen, la modernidad, que ha sido caracterizada tradicionalmente como un fenómeno europeo, sólo se hizo posible como proyecto con el inicio de la colonización española. Esto implicó el ejercicio de una serie de violencias sobre los nativos americanos, entre las cuales las más importantes para este artículo son la violencia racial y la violencia epistémica, pues son las que ocupan un lugar central en la noción de colonialidad del poder desarrollada por Quijano. Dicha colonialidad se construyó a partir de la situación privilegiada que permitió a los españoles ubicarse en un punto cero de observación e imponer a los dominados unas formas de pensamiento que éstos naturalizaron en sus costumbres, en las relaciones sociales y políticas y en la producción de conocimientos y formas artísticas en general. Lo anterior sirve también para recordar que la colonialidad – entendida aquí como una compleja relación de poder entre colonizadores y colonizados cuyo principal sustento es la diferencia de razas y de saberes– es un fenómeno constitutivo de la modernidad y no una consecuencia de ésta como se ha pensado tradicionalmente. Esta última idea ha provocado que autores como Hardt y Negri concluyan que el tránsito de la modernidad a la posmodernidad significa el fin del colonialismo (2001), pues se asume que en la última etapa del capitalismo globalizado ya no existe un “afuera” del Imperio. Sin embargo, Walter Mignolo critica esta postura señalando que “la poscolonialidad es la cara oculta de la posmodernidad” y que “lo que la poscolonialidad indica no es el fin de la colonialidad sino su reorganización” (Mignolo, 2002: 228). En este sentido, la poscolonialidad, más allá de ser un aparato teórico, es un término que hace referencia a las nuevas y sofisticadas formas de colonialidad que operan en el mundo posmoderno, legitimando representaciones que tienen efectos reales en la construcción de sujetos y permitiendo la perpetuación de las relaciones de poder establecidas por el aparato de dominación colonial.
Lo anterior conduce a las dos preguntas que constituyen el centro de este artículo. En primer lugar: ¿qué imaginarios sobre lo musical se construyeron en Colombia con base en las relaciones coloniales? Para este punto me apoyaré en las nociones de punto cero y de colonialidad del poder, con el fin de mostrar que el ideal de limpieza de sangre de la elite criolla letrada no se limitó a un asunto de color de piel, sino que, partiendo de la clasificación racial, se ancló en una serie de manifestaciones culturales, incluida la música. En segundo lugar: ¿cómo se han sofisticado y reorganizado estos mismos imaginarios en la última etapa del capitalismo globalizado? En este punto discutiré las repercusiones que los discursos del multiculturalismo, la biodiversidad y la world music han tenido sobre las prácticas musicales obligándolas a debatirse entre una pureza exótica y una flexibilidad de estilo que se acerque lo suficiente a los lenguajes musicales occidentales como para producir resultados comerciales.
En el año de 1834, Antonio Margallo, quien había sido organista y último maestro de capilla de la Catedral de Bogotá antes de la Independencia, publicó un panfleto en el que calificaba de “herejes” y “serpientes protestantes” a los responsables de haber traído el piano y otros instrumentos a la ciudad, “en contra de la cultura basada en la religión «pura e intacta» defendida por el «pontífice romano»” (Bermúdez, 2000: 54). Este episodio es un ejemplo del papel que jugaba la música polifónica católica en el panorama musical de Santa fe de Bogotá en el siglo XVIII y principios del XIX. En la actualidad, cuando se utiliza el término “música colonial en Colombia”, a pesar de la multiplicidad de prácticas musicales que sin duda se dieron en esta época, la mayoría entiende “música religiosa de la capital durante el período colonial”. Una prueba de ello la constituye el texto La música colonial en Colombia de Robert Stevenson (1964), que se limita casi exclusivamente a hacer un recorrido por la historia de la música de la Catedral de Bogotá y de sus maestros de capilla. Encontrar documentación sobre otras prácticas musicales, especialmente aquellas de los indígenas o de los esclavos africanos, es algo virtualmente imposible. La pregunta que surge entonces es, ¿por qué, incluso en medios académicos, la música de catedral se volvió sinónimo de música colonial en Colombia, al punto de invisibilizar cualquier otra manifestación musical de ese período?
Una respuesta se puede encontrar en el papel que tuvo la música en la evangelización de los nativos americanos. Si bien en algunas crónicas se deja entrever algo de admiración por el aspecto rítmico de la música indígena, es reiterativa la idea de que para los religiosos españoles la música de los indios no era más que un pretexto para “idolatrar”, consumir bebidas como la chicha y adoptar comportamientos alejados de la moral cristiana3. Por ejemplo, el padre Juan Rivero escribía:
Son grandes borrachos estos Giraras; ocho días con sus noches se llevan de una sentada en sus borracheras, y en ellas usan también de sus instrumentos músicos, y señalan por horas a los ministriles que los han de tocar (…) y tocando con violencia veinte ó treinta juntos, ya se deja entender qué horrorosa confusión causará, y cómo les quedarán las cabezas, y más cuando al mismo tiempo les llevan el compás los atambores, tan horribles en el estruendo, que se oyen sus ecos y porrazos á cuatro y seis leguas de distancia (…) van descargando golpes, con cuyo estruendo se les sube más presto la bebida a los cascos. El moderar estas borracheras, el estorbar las riñas y pendencias que á ellas se subsiguen cuesta infinito trabajo á los Padres (1956: 118).
En este comentario, al igual que en muchos otros escritos de la época, se puede observar que para los cronistas, lo negativo de la música de los indígenas radicaba más en el uso social de ésta que en alguna característica sonora. Si la música estaba ligada a la “barbarie” de los indios y servía para dar rienda suelta a su condición de “salvajes”, entonces parte de la labor evangelizadora debía consistir en erradicar este tipo de expresiones musicales sustituyéndolas por otras que sirvieran para adorar al Dios “verdadero”, es decir, por la polifonía católica europea. En la Nueva Granada, los primeros indios que aprendieron a leer por nota el canto “llano y de órgano” fueron los del pueblo de Cajicá, provocando gran admiración entre los visitantes europeos4. La actividad musical de la Iglesia católica logró entonces marcar a las músicas tradicionales de los pueblos indígenas y negros como inmorales y “bárbaras” por estar relacionadas con contextos sociales totalmente distintos de los que se consideraban adecuados para la enseñanza de la fe. Esta valoración de las distintas manifestaciones musicales en los siglos XVI al XVIII estaba basada en un aspecto eminentemente religioso, pero en el imaginario de la época debió servir como argumento para legitimar y reforzar la escala social que se construyó con base en el ideal de pureza de sangre de los criollos. CastroGómez explica cómo, en la sociedad neogranadina de la Colonia, la posesión de un certificado de limpieza de sangre (blancura) llegaba a ser mucho más importante que la posesión de riquezas. En los “cuadros de castas” se establecían claramente los dieciséis tipos de sangre que se podían encontrar, clasificándolos del más puro al más impuro. Sin embargo, “ser «blancos » no tenía que ver tanto con el color de la piel, como con la escenificación personal de un imaginario cultural tejido por creencias religiosas, tipos de vestimenta, certificados de nobleza, modos de comportamiento y (…) formas de producir y transmitir conocimientos” (Castro- Gómez, 2005b: 64). Desde este punto de vista, los argumentos religiosos en contra de las prácticas musicales negras e indígenas y sus usos sociales, podían ser usados fácilmente para marcar a alguien como más o menos “blanco” y afectar de esta forma su posición en las jerarquías de poder. Lo importante es que esta clasificación no dependía de la raza en un sentido fenotípico, sino de la raza en un sentido epistémico y social: “El capital simbólico de la blancura se hacía patente mediante la ostentación de signos exteriores que debían ser exhibidos públicamente y que «demostraban» públicamente la categoría social y étnica de quien los llevaba” (Ibíd., 84). De acuerdo con lo anterior, es probable que la sociedad en su conjunto, administrada por una elite criolla cuyo poder estaba basado en la blancura, se preocupara por esconder cualquier sonido musical que se relacionara directamente con las “malas razas” (indios, negros, o lo que era peor, alguna mezcla entre ambos).
Para los últimos años del período colonial, el paradigma de lo blanco musical para los criollos de la Nueva Granada ya no era la polifonía católica ni la “música artística urbana” europea. Los primeros años de la época republicana se caracterizaron por un descenso en la producción de música litúrgica y un aumento en el consumo de danzas como el vals, la polka y la mazurca que se adaptaban fácilmente a los músicos e instrumentos disponibles en ciudades como Santa fe de Bogotá y, a la vez, permitían a los criollos exponer públicamente algún rasgo cultural de origen europeo. Durante la primera mitad del siglo XIX, el bambuco (una danza de origen triétnico), fue el primer género en ser reconocido específicamente como música nacional. Esto sucedió en parte gracias al papel que varias fuentes le otorgan como un importante motivador para las tropas en la lucha independentista que se dio entre 1810 y 18305. Sin embargo, su procedencia campesina y mestiza hizo que los bambucos siguieran siendo vistos como músicas marginales para la elite letrada6. La preferencia de las clases altas por algunas danzas de procedencia europea se puede observar en la música que salía publicada en los periódicos de las principales ciudades. El libro La música en las publicaciones periódicas colombianas del siglo XIX (1848- 1860) de la investigadora Ellie Anne Duque, recoge piezas publicadas en varios medios impresos como El Neogranadino, El Mosaico y El Pasatiempo. En esta compilación se encuentran mazurcas, valses y polkas pero no hay un solo bambuco, pasillo o torbellino (Duque, 1998). Estos últimos géneros, sin embargo, eran los únicos con el potencial para convertirse en la música representativa del país. Pero, para cumplir ese papel era necesario reducir al mínimo sus características indígenas y mestizas, que probablemente se hacían evidentes en el uso de instrumentos nativos como flautas de caña y tambores. Una muestra de ello es la publicación aislada en 1852 del “Bambuco – aire nacional neogranadino” para piano a cuatro manos, de los compositores Francisco Boada y Manuel Rueda. Según Egberto Bermúdez, sólo a partir de este punto el bambuco “se desarrollaría como género vocal e instrumental, y sería el principal componente en el proceso de búsqueda de una música nacional” (Bermúdez, 2000: 170). La escogencia del bambuco como estandarte de la nación estaba mediada entonces por la necesidad de dotar al género de una sonoridad menos indígena o negra, y más ligada a la tradición musical europea, es decir, más blanca7.
Además de la escala valorativa musical que se construyó como correlato de la limpieza de sangre, durante los siglos XVII y XVIII se gestó en Europa un nuevo punto cero basado en la influencia que tuvo el racionalismo en los procesos de producción musical. Uno de los personajes centrales de este movimiento es René Descartes, quien en 1618 escribía en su Compendium musicae: “La cualidad de cada nota en sí misma (de qué cuerpo y por qué medios ésta emana en la manera más placentera al oído) se encuentra en el campo del físico” (Descarte, citado por Weiss, 1984: 189; traducción libre). Un siglo más tarde, Jean-Philippe Rameau escribió el primer tratado musical que recogía el racionalismo del barroco: Traité de l´harmonie, reduite a ses principes natureles. Su primer capítulo es una densa explicación físico-matemática de las consonancias y disonancias basadas en las proporciones de la serie de armónicos. En el prefacio del libro, Rameau escribe: “La música es una ciencia que debería tener reglas definidas; estas reglas deberían ser deducidas de un principio evidente y dicho principio no puede ser realmente conocido por nosotros sin la ayuda de las matemáticas” (1971: xxxv; traducción libre).
Esta legitimación de una música europea ubicada en el punto cero de la observación científica, contribuye a la creación de una nueva escala valorativa para las otras músicas, que ya no depende de su uso social sino de las características mismas del sonido. En este sentido, las músicas indígenas, negras o mestizas ya no sólo son inferiores por estar relacionadas con “malas razas”, “malos climas” o costumbres “inmorales”, sino porque su producción no está mediada por un cuerpo de conocimientos científicos que las legitime. En su libro Vida de un músico colombiano, publicado en 1941, el compositor bogotano Guillermo Uribe Holguín declara que el lema del Conservatorio fundado por él sería el mismo que tenía la antigua Academia Nacional de Música: “volver a lo antiguo”, pero aclara que la nueva idea es “edificar sobre las bases de lo viejo, mas de lo viejo bueno; tomar el arte desde sus raíces, para recorrer el camino completo hasta los descubrimientos del modernismo” (Uribe, 1941: 89, cursivas añadidas). En este comentario queda claro que la escala evolutiva de las músicas es un imaginario que no solamente es asimilado y administrado por las elites criollas desde el siglo XVIII, sino que se incorpora, en pleno siglo XX a las instituciones de formación musical alcanzando una materialidad objetiva. El efecto concreto fue la exclusión radical de cualquier tipo de música que no fuera artística-urbana-europea, de los programas del Conservatorio Nacional de Música8. El punto cero de lo científico musical aparece entonces como un nuevo argumento para la legitimación de la actividad musical formal y para la exclusión, al menos en los círculos académicos, de cualquier tipo de música que no estuviera basada en los parámetros teóricos de la música urbana-artística-europea, especialmente en lo referente al uso de la armonía9. Así como la limpieza de sangre determina la posibilidad de ascenso social, el cumplimiento de los cánones europeos en el manejo de la armonía podía llegar a determinar el grado de evolución de un género musical.
Resumiendo los argumentos anteriores, se puede decir que la colonialidad musical en Colombia operó a través de dos imaginarios. El primero está basado inicialmente en el punto de vista religioso que marca a las otras músicas por estar relacionadas con un uso social que se aparta de la moral cristiana. Este imaginario se complementó con el ideal de limpieza de sangre, que poco a poco fue construyendo a las distintas prácticas musicales como índices de un determinado lugar, una determinada raza o mezcla racial y unas costumbres inmorales y/ o abiertamente sexuales (particularmente en el caso de la población negra). Esto llevó a un imperativo de blanqueamiento en las músicas que se puede observar en el uso de instrumentos musicales europeos y la incorporación de recursos armónicos y texturales similares a los de las danzas europeas de salón que estuvieron de moda en Bogotá durante la segunda mitad del siglo XIX. El segundo gran imaginario a través del cual opera la colonialidad musical en Colombia es el que se desprende de la consolidación de una ciencia musical, encarnada específicamente en las reglas de la armonía tonal, legitimada científicamente por tratadistas como Rameau. Según este imaginario, un género musical podía alcanzar cierto nivel de legitimidad si hacía uso de progresiones armónicas complejas (ojalá modulantes) y se apegaba a reglas básicas de conducción de voces. Por el contrario, una música que se basara enteramente en la reiteración de uno o dos acordes “mal construidos” y “mal conducidos” no podía ser otra cosa que música primitiva. Otro elemento musical que también estaba mediado por la forma europea de entender el discurso tonal era la relación entre ritmo y métrica. El uso de síncopas y acentuaciones que “amenazaran” la claridad de una organización métrica uniforme era percibido como una particularidad excesivamente local que podía dificultar la comprensión de la música, y reforzaba la idea de que los géneros mestizos podían ser artesanales, pero no artísticos10. Lo importante de los imaginarios coloniales sobre lo musical caracterizados arriba, es que fueron naturalizados por la elite criolla de los centros urbanos durante los siglos XVIII al XX, quedando de esta manera incorporados en la cultura musical del país como verdades “no susceptibles de ser cuestionadas”, ya que estaban determinadas por la naturaleza misma de la música y de la gente que la hacía. Esto produjo todo un sistema de condiciones de inteligibilidad musical, que está basado en primera instancia en los parámetros de la música urbana artística europea, y que aún hoy se hace presente en la forma como se determinan los grados de cercanía y familiaridad con que se perciben las músicas locales, especialmente en las ciudades. Un ejemplo bien estudiado de este tipo de proceso lo constituye la música de la Costa Atlántica colombiana que, a finales del siglo XIX y principios del XX, cumplía con todas las condiciones para ser excluida por primitiva e ininteligible. El baile de la cumbia, por ejemplo, se asociaba con la mezcla racial entre negros e indios.
Los instrumentos utilizados eran por lo general una flauta de millo, dos gaitas acompañadas por tambores, guache y maracas, y su estructura melódica se basaba en la reiteración de una melodía simple (Wade, 2002: 80-81). Ante estas condiciones sociales y musicales es evidente que la cumbia no podía gozar de una muy buena reputación en el interior del país, al igual que el porro, el vallenato y otros géneros tradicionales de la Costa Atlántica. Sin embargo, durante las primeras décadas del siglo XX tuvieron lugar algunos eventos que iban a modificar este esquema jerárquico: la Primera Guerra Mundial (que generó un claro desplazamiento del lugar de lo blanco dominante, de Europa hacia el norte de América), la invención del crédito y la formación de la primera sociedad de consumo (Bell, 1977) y la invención del fonógrafo junto con la popularización de la radio en el mundo (a partir de la década del 30), que contribuyeron a la difusión de músicas que habían sido tradicionalmente locales. En medio de este panorama, durante la década del 20 la música cubana tuvo un gran auge internacional, influyendo notoriamente en Norteamérica y los países del Caribe. Todos estos acontecimientos hicieron que Barranquilla, una ciudad que para entonces era más cosmopolita que Bogotá, se convirtiera en la puerta de entrada de la industria fonográfica a Colombia. La elite costeña, “orgullosa de su blancura, en contraste con la negritud y la indianidad de los sectores populares”, propició entonces la rearticulación de elementos musicales y no musicales para “resignificar a la música costeña como un producto auténticamente regional pero también moderno, como un ritmo con raíces negras, sólo que ahora vestido de frac, es decir, respetable y blanqueado” (Wade, 2002: 135-136).
En el caso de la música de la Costa Atlántica se puede apreciar que, a pesar de las profundas transformaciones de principios del siglo XX, los imaginarios coloniales de lo musical no desaparecieron, sino que se adaptaron a las nuevas condiciones sociales, económicas y políticas. A medida que los medios de comunicación adoptaron una dinámica global, las músicas que se volvían hegemónicas fueron las que alcanzaron una mayor exposición mediática en el país, como el tango, el son y las rancheras. Estos sonidos desplazaron a las viejas danzas europeas como referentes inmediatos de lo musical. Lo anterior, sumado al auge de las orquestas de música caribeña con formato de big band durante los años 40 y 50, ayudó a facilitar el ingreso de algunos géneros musicales de la Costa Atlántica a ciudades como Medellín y Bogotá. Sin embargo, el hecho de que la música europea de salón perdiera fuerza no significa que se acabaran los imperativos de blanqueamiento o de mediación de conocimientos expertos en la producción musical. Por el contrario, se podría decir que la esencia misma de la colonialidad musical (es decir, su carácter racial y epistémico) fue reutilizada por un nuevo agente colonizador: la industria musical transnacional. En adelante, los procesos de blanqueamiento estarían acompañados por otro tipo de transformaciones musicales necesarias para adaptarse a los parámetros de la industria: tener olfato comercial, conseguir un manager, organizar giras y conciertos dirigiendo la atención al aspecto escénico y el vestuario, sonar en emisoras de radio y grabar.
Durante todo el siglo XX muchas músicas mestizas, negras e indígenas colombianas se mantuvieron al margen del aparato industrial porque no atravesaron procesos de blanqueamiento y mediación experta. En muchos casos, esto se debió al aislamiento geográfico, pero en otros se debió a la popularización de los discursos que oponían tradición y modernidad, y veían el folclor como una forma de resistencia a los desbordamientos del progreso. La creación de unas tradiciones musicales que sirvieran para representar románticamente a las clases populares campesinas, llevó a establecer una conexión positiva con un pasado estático: “los portadores del folclore fueron reducidos a un tiempo sin historia” (Ochoa, 2003: 95). Así, autores como Guillermo Abadía Morales (1973, 1977) o Delia Zapata Olivella (2002, 2003) ayudaron a consolidar un catálogo imaginario de culturas regionales que debían ser defendidas contra el avance amenazador de lo foráneo.
Esta postura reproduce el imaginario colonial, según el cual, las músicas folclóricas coexisten espacialmente, pero no temporalmente con las músicas hegemónicas11. Las músicas regionales se siguen asumiendo como el pasado inferior de las músicas más “artísticas” y menos “artesanales”, pero se busca caracterizar ese pasado como positivo en términos de identidad. Al hacer esto se le niega cualquier posibilidad de cambio a las expresiones locales que se convierten en una pieza de museo condenada al más estricto purismo. En Colombia, son los festivales como el Mono Núñez, o el Festival de la Leyenda Vallenata, entre otros, los que se van a convertir en guardianes de la pureza de las expresiones musicales regionales.
Este panorama cambia en la década del 90, cuando la aparición del discurso global del multiculturalismo empieza a tener un fuerte impacto en la formulación e implementación de políticas culturales. El reconocimiento positivo de las etnias minoritarias a nivel político, coincide con el auge de las músicas locales en el mercado discográfico global que venía en ascenso desde la década anterior. Según Steven Feld, fue precisamente en los años ochenta cuando el discurso sobre las “otras” músicas dejó de ser exclusivo de la etnomusicología y pasó a ser del dominio de la industria (1995: 101). De hecho, fueron los representantes de la industria los que crearon la categoría de world music en el verano de 1987 en Inglaterra (Ochoa, 2003: 30). A partir de este punto, empieza a darse a nivel global un movimiento sin precedentes en la grabación y comercialización de músicas “no occidentales” (y/o no anglófonas), en medio del cual los músicos “tradicionales” descubren que es posible acceder al mercado discográfico y, al mismo tiempo, algunos músicos “blancos” inician una búsqueda incesante de sonoridades nuevas y exóticas que puedan tener algún resultado comercial. Esta dinámica ha hecho que las músicas tradicionales experimenten un estímulo para salir del purismo folclórico. Ahora pueden ser escuchadas en cualquier momento y en cualquier ciudad del primer mundo, pero para ello deben estar dispuestas a modificarse (blanquearse) y acceder a unos rasgos musicales determinados por la industria (a través de una mediación experta)12.
Esta relación conflictiva muestra un funcionamiento similar al que se produce con la red mundial de la biodiversidad. Según Arturo Escobar, esta red está atravesada por una permanente tensión entre intereses “globalocéntricos”, y aquellos de los movimientos sociales y las comunidades locales. Las multinacionales farmacéuticas intentan acceder a los conocimientos tradicionales indígenas con el fin de ahorrar costos en investigación, pero al mismo tiempo hacen gala de una vocación conservacionista y de protección del medio ambiente. Por otro lado, las comunidades locales intentan resignificar el imaginario de la biodiversidad con el fin de defender “todo un proyecto de vida”, y no solamente los “recursos” biológicos (Escobar, 1999: 245). En medio de esta dinámica, los indígenas y los negros dejan de ser vistos como “sujetos coloniales salvajes” y se convierten en “actores políticos ecológicos”, responsables de salvar el mundo (Ulloa, 2001). Sin embargo, es claro que a pesar de esta nueva valoración positiva, la relación colonial se mantiene a través de una modificación en el discurso, es decir, se convierte en una forma poscolonial de construcción de sujetos que ya no está basada en la exclusión, sino en la inclusión/exaltación de lo otro. En el caso de las músicas locales, esta relación incluyente se manifiesta, por ejemplo, en la creación de una categoría estética abierta (lo “étnico”) que resume un discurso globalizado y pacificado de la otredad musical promovido por la world music (Hernández, 2004)13. Pero el punto que quiero resaltar aquí es que esta relación de inclusión/exaltación se enfrenta con un conjunto de condicionamientos impuestos por varios siglos de colonialidad musical. El hecho de que las músicas excluidas sean repentinamente valoradas como un recurso de explotación por parte de músicos blancos del “centro” (Richard Blair, Peter Gabriel), no quiere decir que también sean repentinamente comprendidas y apreciadas por un público de la periferia que ha naturalizado su rechazo (habitantes promedio de ciudades como Bogotá o Medellín).
La música más tradicional del sur de la Costa Pacífica colombiana es la que se interpreta con el conjunto de marimba de chonta, conformado por los siguientes instrumentos: una marimba, dos cununos, dos bombos y uno o varios guasás. Además de estos instrumentos el conjunto cuenta con una voz principal (glosador o glosadora) y varias voces que alternan con ésta (respondedoras) (Arango 2006: 7). Los géneros más comúnmente interpretados por este formato son el currulao, la juga y el bunde. Durante muchos años la música del conjunto de marimba fue prácticamente desconocida para la mayoría de la población colombiana. Todavía en Colombia, cuando se habla de música de la costa, por lo general se piensa en algunos de los géneros populares de la Costa Atlántica (no Pacífica) que ingresaron al interior del país, como el vallenato, el porro y la cumbia. Sin embargo, en el mes de agosto de 1997, por iniciativa de Germán Patiño, un funcionario de la Gobernación del Departamento del Valle, se convocó el primer festival de música del Pacífico “Petronio Álvarez”. Uno de los propósitos del festival, según se comentaba en una revista universitaria de ese año, era “vincular el [Departamento del] Valle al Pacífico, no sólo en su infraestructura vial y económica, sino también en el área cultural”. Pero también se buscaba, “lograr que los músicos consolidados en el país, tomen la riqueza de esta música y empiecen a trabajar y experimentar con ella” (Marín, 1997: 5). Como se puede ver, se trataba de una iniciativa gubernamental específicamente dirigida a utilizar la música como un recurso de explotación que podría traer beneficios para la región, pero apelando al mismo tiempo a un discurso de identidad. La ideología dominante del festival Petronio Álvarez contrasta claramente con el carácter conservacionista que tenían en sus inicios los otros festivales de músicas tradicionales del país:
El Pacífico, dicen los especialistas, es un mundo por descubrir. De igual manera sucede con su música. Es una alternativa para las mismas orquestas del Valle del Cauca y del País, que requieren de una propuesta para salir del marco de la balada-salsa, para renovar su repertorio, investigar sus raíces y crear una nueva sonoridad más allá de la reproducción folclórica (Valverde, 1997a: 3).
Sin embargo, aunque el festival sí ha generado un efecto a nivel nacional, éste ha sido más de tipo académico que comercial. Por ejemplo, el Departamento de Música de la Universidad Javeriana de Bogotá inició en el 2006 un proyecto de investigación que busca elaborar un material didáctico para el estudio de la marimba de chonta14. Adicionalmente, dentro del público que asiste al festival, proveniente de otras regiones del país diferentes al sur del Pacífico, se cuenta una gran cantidad de estudiantes de música de nivel universitario. A pesar de que ya se celebró la décima versión, los medios masivos nacionales no han hecho eco del impacto que el festival tiene en las comunidades negras del Pacífico. Al finalizar la primera versión, Umberto Valverde, uno de los jurados y director de la revista La Palabra de la Universidad del Valle, se quejaba así del comportamiento de los medios:
Lamentable que otros medios, sobre todo los nacionales, mantengan este desprecio por las manifestaciones culturales del Pacífico. Más que menosprecio, esa discriminación. (…) Es la hegemonía de la costa norte [Atlántica] en las manifestaciones musicales que privilegian en la televisión nacional y en las casas disqueras. Es la explotación fácil del vallenato. Sin embargo, la única vertiente musical que puede oponerse a la hegemonía de la música cubana dentro de la música latina bailable es la del Pacífico. Ahí está, intacta en sus raíces y sus instrumentos (Valverde, 1997b: 2, cursivas añadidas).
En este comentario se hace evidente que la música del Pacífico, y en particular la del conjunto de marimba, mantiene una relación conflictiva con la música de la Costa Atlántica colombiana que pertenece a la zona de influencia caribe. Esto se explica por el hecho de que en Colombia, el término música costeña se ha convertido en sinónimo de música de la Costa Atlántica. Pero además tiene que ver con la influencia real que las músicas caribeñas han ejercido sobre la cultura musical de los pueblos del Pacífico, especialmente en el Departamento del Chocó que, por cierto, está más conectado con el mar Caribe (a través del río Atrato) que con los pueblos del sur del litoral. Para los músicos de ciudades como Cali o Bogotá que se dedican al repertorio de la Costa Pacífica, es difícil interpretar esta música (especialmente los géneros de subdivisión binaria) sin hacer sentir alguna influencia de la salsa u otros géneros caribeños. La antropóloga Ana María Arango, quien realizó un trabajo de campo con el grupo Bahía, primer ganador del festival Petronio Álvarez, comenta que el director de este grupo habla de la necesidad de “luchar contra la salsa, la cual está influenciando demasiado la interpretación de los ritmos tradicionales y arrasa con su sentido musical” (Arango, 2006: 4).
Ahora bien, si los músicos que hacen parte de las agrupaciones y participan en los festivales tienen este tipo de dificultades con la comprensión y asimilación de la organización métrica, es de esperar que los oyentes potenciales en otras regiones del país se resistan a sentir como música bailable, géneros y sonoridades que han sido excluidos y marcados durante siglos como locales, lejanos e incluso inferiores. La música del sur del Pacífico ha servido principalmente para aportar elementos de fusión a algunos grupos que promueven una nueva música colombiana, más incluyente, en oposición al imaginario que ha equiparado tradicionalmente el término música colombiana con los géneros andinos “blanqueados” del bambuco y el pasillo. Pero en los medios masivos de comunicación la música del Pacífico sigue siendo prácticamente invisible. Aunque críticos como Valverde se quejan de que esta exclusión obedece a una actitud supuestamente cosmopolita, la invisibilidad de estas músicas también obedece a un condicionamiento que tiene sus raíces en el mundo colonial, y que sigue operando en medio de los mecanismos posmodernos de la industria. La poscolonialidad consiste en la reorganización de las marcas raciales y epistémicas que constituyeron la base de las relaciones de poder coloniales. Tal reorganización consiste a su vez en un desplazamiento del punto cero racial (de la blancura europea a la blancura abstracta e invisible de quien consume la música en el mercado globalizado), y en un desplazamiento del punto cero epistémico (de las teorías científicas de la música a las nuevas mediaciones tecnológicas, económicas y sociales). Así, en el nuevo universo creado por la industria discográfica y los medios masivos, la escala valorativa de las músicas depende principalmente de su nivel de mediación y de su capacidad para interpelar a un público con suficiente poder adquisitivo15. Por otro lado, en los medios masivos generalmente se asocia lo bailable con géneros de la zona caribe como la salsa o el merengue. La música de marimba difícilmente aparecería en un comercial de televisión a menos que el mensaje tuviera que ver específicamente con una identidad étnica minoritaria.
Lo cierto es que, si bien la música de marimba empieza a ser reconocida entre los músicos jóvenes de las ciudades, sus posibilidades de éxito en la cotidianidad de las emisoras de radio y los sitios de baile están enfrentadas a los imaginarios construidos de lo que en Colombia se considera urbano, moderno y bailable, es decir, géneros como la salsa, el merengue, el vallenato y, más recientemente, el reggaeton. Y todos estos géneros tienen en común aspectos como la subdivisión binaria, la cercanía cultural a la zona de influencia del Caribe y la pertenencia a circuitos específicos de la industria musical. Así, para poder volverse realmente masiva, como lo quieren los organizadores del festival Petronio Álvarez, la música de marimba tiene que recorrer un largo proceso de transformación que puede implicar distintos tipos de blanqueamiento, así como una mayor mediación tecnológica, social y económica. Esto con el fin de desprenderse de las marcas de otredad y localidad que los imaginarios coloniales han producido sobre su sonido particular. Este proyecto ya ha sido emprendido por grupos como Bahía, que utilizan elementos novedosos como el uso de la batería para sustituir el efecto rítmico del bombo y los cununos, o la inclusión de instrumentos ajenos a la tradición musical del sur del Pacífico como bajo y guitarra eléctricos, piano y cobres. Lo que ellos buscan con estos experimentos es, según Arango, “proyectarse fuertemente en la industria discográfica y de entretenimiento” (Arango, 2006: 4)16. Sin embargo, están enfrentándose a la misma disyuntiva que experimenta cualquier música local cuando intenta acceder al mercado discográfico: el exceso de mediación musical puede amenazar el sentido identitario de la música, pero al mismo tiempo, un exceso de identidad puede dificultar su asimilación por parte de un público masivo.
Lo interesante es que los procesos de transformación que serían necesarios para tener una circulación masiva a nivel nacional, no son un imperativo para acceder a mercados internacionales. Al fin y al cabo para eso están los circuitos de world music, que se basan en el valor que se otorga al “sabor local” de las músicas, y en el apetito que esta característica ha generado en públicos del primer mundo. Grupos como Bahía tienen sin duda un público asegurado (aunque no necesariamente masivo) en países de Europa, Asia o Norteamérica. Sin embargo, su agenda parece estar más dirigida a la transformación de las valoraciones y gustos musicales de los públicos urbanos del país. Para ello deben enfrentarse a la relación conflictiva que la sociedad colombiana aún tiene con las razas, regiones y músicas que negó durante gran parte de su historia. En esa dificultad, precisamente, reside la poscolonialidad musical.
1 Aunque esta noción ya había sido utilizada por Edward Said en Orientalismo, la diferencia radica en que, según los teóricos latinoamericanos, las Indias occidentales constituyen la primera gran diferencia con la que se encuentra el pueblo europeo y, si bien fueron asimiladas rápidamente como una prolongación de Occidente más que como su opuesto, el descubrimiento hizo posible que Europa se definiera como una unidad geopolítica antes de la expansión colonizadora del siglo XVIII. En palabras de Walter Mignolo, “sin occidentalismo, no hay orientalismo” (Mignolo, citado por Castro- Gómez, 2005b: 58).
2 Quijano dice específicamente que, según los principales enfoques de la tradición académica europea (anteriores al postmodernismo), todos los ámbitos de existencia social están determinados por algún principio organizador de la totalidad. Para el caso del liberalismo hobbesiano, dicho principio es la autoridad. Para el materialismo histórico en cambio, la totalidad está determinada por las relaciones de producción. Sin embargo, esto niega la heterogeneidad histórica de los diferentes ámbitos (Quijano, 2000: 347-351).
3 El padre Joseph Gumilla escribe: “Y fue cosa para mí muy rara, ver que ninguno de los muchos tonos que varían, sale de los términos del más ajustado compás, así en el juego de las voces, como en los golpes de los pies contra el suelo” (Gumilla, 1955:119). De la misma forma, en una de sus crónicas, Fernández de Piedrahita comenta: “son tan acompasados que no discrepan un solo punto en los visajes y movimientos, y de ordinario usan estos bailes en corro asidos de las manos y mezclados hombres y mujeres” (Fernández, citado por Perdomo, 1945: 8). Estos comentarios elogiosos en cuanto a la precisión rítmica, con frecuencia vienen acompañados de una censura en cuanto a la moral relajada de las celebraciones. Por otro lado, Phillip Bohlman comenta el caso del misionero francés Jean de Léry, quien narra en sus escritos cómo se fue acercando paulatinamente a la música de los tupinamba (que eran conocidos por su canibalismo) hasta lograr una verdadera afinidad emocional con ésta (Bohlman, 2002: 3). Este último caso, sin embargo, es una excepción dentro de una fuerte tendencia a asociar las músicas nativas con un salvajismo alejado de la verdadera fe.
4 Según la crónica del jesuita Mercado, un músico religioso que fue invitado a celebrar la misa en esta localidad comentaba: “Padre mío, yo voy muy consolado y he dado mil gracias a Nuestro Señor habiendo oído a estos niños porque tengo por cosa de milagro el haber salido con esta empresa de que sepan los indios cantar” (Mercado, citado por Perdomo, 1945: 19).
5 Según refiere Ignacio Perdomo, el general Manuel Antonio López en sus Recuerdos de la guerra de la Independencia, comenta que en la batalla de Ayacucho, al oírse el famoso grito de Córdoba ¡Armas a discreción, de frente!, ¡paso de vencedores!, “se lanzaron las huestes al combate y la banda del Voltígeros rompió el bambuco, aire nacional colombiano con que hacemos fiesta de la misma muerte” (Perdomo, 1945: 55).
6 En la novela Manuela, del escritor Eugenio Díaz, el protagonista (Demóstenes) defiende danzas como el vals, la varsoviana y la polca mientras que “desdeña los bailes de acerbo colonial practicados por los campesinos y habitantes del pueblo, como el torbellino, el bambuco, la caña de los mestizos y la manta de los indios los cuales considera «contrarios a la civilización»” (Bermúdez, 2000: 57, cursivas añadidas).
7 En primera instancia, puede parecer contradictorio que la misma elite que rechazaba las danzas de origen mestizo, buscara fórmulas para convertir a estas mismas danzas en música nacional. Sin embargo, en las músicas nacionalistas europeas de finales del siglo XIX se pueden advertir procesos similares. Lo que buscaban los músicos de elite o profesionales, en uno y otro caso, era absorber el espíritu y la esencia de lo popular pero al mismo tiempo adaptarlo a un lenguaje musical universal. Lo interesante es que en el caso de compositores como Smetana o Dvorák, lo musical universal estaba relacionado con las técnicas orquestales y compositivas características de la música artística urbana europea desde el clasicismo vienés, mientras que, en el caso de los compositores criollos colombianos, lo universal estaba más claramente representado por su referencia más inmediata a lo europeo, es decir, las pequeñas danzas de salón como el vals y la polka.
8 En un ejemplo similar, en 1894 el Director de la Academia de Música de Ibagué, don Temístocles Vargas, escribía así al Gobernador del Departamento del Tolima: “Debemos convencernos de que estudiar la música, es como estudiar una ciencia cualquiera. Hoy debido a don Jorge W. Price, Director de la Academia Musical Nacional de Bogotá se ha generalizado la verdadera enseñanza de la música entre nosotros; es decir, hoy se estudia verdaderamente la música como debe estudiarse; en esta ciencia, como en muchas otras, reina mucho el empirismo, y llevamos la pretensión hasta querer ocupar puestos sin los conocimientos necesarios; es decir, sin haber siquiera hojeado un libro elemental de Teoría y mucho menos tener nociones primarias de la Escuela de Alta Composición” (Citado por Villegas, 1962: 28, cursivas añadidas).
9 Esto incluye desde la técnica de composición hasta la construcción de los instrumentos. En una conferencia sobre la música nacional pronunciada el 3 de agosto de 1923, Uribe Holguín señalaba que “el tiple es rudimentario y deficiente” pues, “para poder dar la función de tónica en do, por ejemplo, se hace la combinación de dedeo que hace mi, sol, do, mi, fatal realización, por estar la tercera del acorde, nota modal, duplicada, cosa reprobada como lo sabe el estudiante de armonía en su primera lección” (Uribe, 1941: 138). En este comentario se advierte que lo científico musical, utilizado como un punto cero epistemológico, funciona como argumento válido para sancionar la ilegitimidad de las músicas mestizas. En este caso, la crítica a las limitaciones de un instrumento musical como el tiple pasa por la imposibilidad de ejecutar en éste, música que obedezca las reglas de la armonía legitimada científicamente. Y sin duda, a partir de este imaginario, el aspecto armónico es el que se va a volver más importante a la hora de clasificar cualquier música en algún estadio evolutivo.
10 Esto se puede apreciar en las polémicas que se han generado alrededor de la transcripción del bambuco y que aún hoy suelen conducir a la conclusión de que este género “a más de poderlo leer se debe saber, para poderlo tocar bien” (Davidson, citado por Bernal, 2004: 3). Sin embargo, es precisamente esa particularidad rítmica la que va a convertirse en un valor musical a finales del siglo XX.
11 Las músicas que aquí llamo hegemónicas son las que han sido consumidas preferencialmente por las elites en cada momento histórico, y que han servido para crear efectos de distinción racial y epistémica. Esto incluye tanto a las danzas europeas de salón en el siglo XIX y principios del XX, como a las múltiples músicas populares del siglo XX que han tenido un mayor nivel de mediación y de exposición mediática en el país (tango, bolero, salsa, rock, etc.). En esta lista también se puede incluir la música académica o clásica ligada a la tradición artística europea, que empezó a tener un creciente público entre las clases altas colombianas durante el siglo XX y que en círculos académicos todavía funciona como el paradigma de lo musical.
12 Incluso en aquellos casos en que el sonido musical no es alterado sustancialmente para su inclusión en un producto discográfico, el hecho de sacar a la música de su contexto funcional tradicional, constituye una modificación importante. Lo anterior está relacionado con el uso que Steven Feld hace del término esquizofonía refiriéndose al “rompimiento entre un sonido original y su reproducción o transmisión electroacústica” (1995: 97, traducción libre).
13 Con esto no quiero decir que la world music tenga como agenda explícita ofrecer una visión pacificada de la diferencia musical. Sin embargo, es inevitable que discursos como el multiculturalismo, la biodiversidad o la misma “música del mundo” conlleven una invisibilización de las tensiones que normalmente se presentan en cualquier situación de diferencia étnica. En otras palabras, el hecho de que este fenómeno no sea necesariamente el proyecto político de mentes perversas, no quiere decir que no esté relacionado con intereses económicos y políticos a escala global que se benefician directamente de esta celebración de la diversidad. Precisamente en esto radica la necesidad de abordar el problema desde el punto de vista de la teoría poscolonial.
14 No deja de ser diciente, en términos de colonialidad musical, que en la formulación inicial de este proyecto se señalara como uno de los objetivos el de “cualificar” la música tradicional del Pacífico para su ingreso al mercado. Esta postura se rectificó después de un acalorado debate académico entre los miembros del grupo de investigación.
15 Es evidente que en el caso de la música de marimba, los patrones tímbricos, rítmicos y armónicos de géneros como el currulao o la juga, hacen parte de un conjunto semiótico que se podría caracterizar a través de palabras como: negritud, aislamiento y atraso, pero también raíces, magia y tradición ancestral. Esta relación semántica es el resultado de un largo proceso de incorporación de imaginarios coloniales, pero también de la circulación de discursos que intentaron contestar esos mismos imaginarios, como el folclorismo
16 En la página electrónica de la Biblioteca Luis Ángel Arango es posible acceder a algunos fragmentos de canciones del grupo Bahía en formato mp3. La dirección específica es: http://www.lablaa.org/blaavirtual/musica/blaaaudio2/cdm/bahia/indice.htm
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Marta Cabrera**
* Este artículo se origina en los resultados de la investigación desarrollada por la autora como tesis doctoral, titulada “Writing civilisation: the historical novel in the Colombian national project”.
** Doctora en Comunicación y Estudios Culturales. Profesora e investigadora de la Universidad Externado de Colombia y de la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
La primera novela colombiana, Yngermina o la hija de Calamar (Juan José Nieto, 1844), re-escritura de la historia regional cartagenera como locus de civilización con elementos utópicos, delinea un cuerpo político ideal moldeado por dinámicas particulares de raza y género y es empleada en este artículo como espacio para observar las contradicciones del discurso liberal decimonónico desde la óptica de la biopolítica y la colonialidad del poder.
Palabras clave: novela histórica, Cartagena, Yngermina, Juan José Nieto, biopolítica, colonialidad del poder.
A primeira novela colombiana, Yngermina o la hija de Calamar (Yngermina ou a filha de Calamar) (Juan José Nieto, 1844), re-escritura da história regional cartagenera como lócus de civilização com elementos utópicos, delínea um corpo político ideal moldado por dinâmicas particulares de raça e gênero e é empregada neste artigo como espaço para observar as contradições do discurso liberal do século XIX desde a óptica da biopolítica e a colonialidade do poder.
Palavras-chaves: novela histórica, Cartagena, Yngermina, Juan José Nieto, biopolítica, colonialidade do poder.
The first Colombian novel, Yngermina or the daughter of Calamar (Juan José Nieto, 1844), rewriting of the regional Cartagenean history as the locus of civilization with utopic elements, draws an ideal political body shaped by particular dynamics of race and gender, and is used in this article as a space to browse the contradictions of the nineteenth liberal discourse from the optic of the biopolitics and the coloniality of the power.
Key words: historical novel, Cartagena, Yngermina, Juan José Nieto, biopolitics, coloniality of the power.
En fin, mi amigo, los diputados de esta Provincia que han ido al Congreso nos han acabado de desengañar. De la boca de ellos sabemos que en la legislatura donde hay una mayoría excesiva sobre la diputación de esta parte, es imposible poder conseguir nada en su favor, porque se encuentra un espíritu de oposición que degenera hasta el insulto y que allí encalla cuanto proyecto se proponga en utilidad de la Costa, con tal que se presuma siquiera que toque en algo los intereses del centro, aunque sea indirectamente, mientras para allá se consigue todo
Juan José Nieto
El epígrafe anterior dibuja la sombra del conflicto entre las elites letradas de la costa y las del interior bajo el cual vivió el militar y líder popular Juan José Nieto. Nacido en 1804 en el seno de una humilde familia triétnica, Nieto asciende socialmente gracias a sus dos matrimonios con mujeres de clase alta (Fals Borda, 2002: 37B) a pesar del rechazo inicial de la elite cartagenera (Lemaitre 1983: 14). El autodidacta Nieto es autor de la primera geografía regional Geografía histórica, estadística y local de la provincial de Cartagena (1839), de un Diccionario mercantil (1841), y de numerosos textos políticos, así como de tres novelas: Yngermina (1844), Los moriscos (1845) y Rosina o la prisión del Castillo de Chagres (1850). A lo largo de su exitosa carrera política, Nieto alcanzó numerosas posiciones, incluyendo la de Gobernador de la Provincia de Cartagena (1851- 1853) y Presidente de la Provincia de Bolívar (1859). En 1860 declara la secesión de esta última del territorio nacional, de forma que Nieto termina ocupando la Presidencia de la República de la Nueva Granada hasta 1862 (Fals Borda, 2002: 146B). Tras su paso por la presidencia, Nieto retorna a Cartagena pero una insurrección le saca del poder en 1864. Retirado ya de la vida pública, Nieto muere en 1866 en la región cuya historia intentó rescribir en Yngermina.
A pesar de ser la primera novela colombiana, Yngermina es una obra totalmente periférica dentro del canon literario debido básicamente a su imprecisión histórica y a su distancia de los parámetros estéticos vigentes en la historia literaria colombiana. Publicada en Jamaica y referida a un tema regional, la obra tuvo una pobre recepción crítica, siendo calificada sucesivamente como “poco atractiva” en un ensayo crítico de 1894 (Laverde: 79), como “embrión” de novela sin espíritu imaginativo en los años 50 (Curcio Altamar, 1957) o como una construcción simple y maniquea (McGrady, 1961). Para Curcio Altamar, la narrativa de Nieto es ingenua y sus recursos literarios, limitados. Su estilo es simple y monótono y la trama es inverosímil –atravesada además por digresiones históricas o moralizantes que acercan el texto al romance de caballería– (Ob. cit.: 72). Mc Grady, por su parte, afirma que Nieto no domina la técnica novelística, lo que termina en la construcción de personajes fácilmente encasillables como cobardes, valientes, ambiciosos, etc. De igual forma, critica la excesiva inclusión de personajes (1961, p. 74).
En consecuencia, Yngermina contó con una única edición por más de un siglo; sin embargo, el renovado interés académico que ha atraído en tiempos más recientes parece haberse visto reflejado en la reedición de su introducción en 1990 y 1993 y, finalmente, en la reedición de la obra completa en el 2001. A pesar del poco interés crítico que en general ha suscitado la obra de ficción de Juan José Nieto en su época y posteriormente, Yngermina resulta un texto fascinante cuando se le contempla en su calidad dual de documento histórico y literario, ambos creados por formaciones históricas particulares y maneras específicas de escritura –inmersos en el mismo mundo cultural–. En este sentido, la novela puede contemplarse de forma más amplia: como espacio en el cual la historia se revela y se produce, más que como un reflejo de las condiciones de una época dada (Fineman, 1994), como un sitio, en últimas, donde las condiciones culturales pueden ser reforzadas y contestadas de manera simultánea, dinamizando así la relación texto-contexto y evidenciando los signos ambivalentes, y con frecuencia contradictorios, de la formación nacional.
En el siglo XIX, la era del nacionalismo, de la emergencia de la disciplina histórica como campo de de estudio y como principio epistemológico capaz de hacer el mundo inteligible, emerge también la novela histórica como una forma literaria atractiva para las elites criollas al combinar un discurso que mantiene la ilusión de realidad y simultáneamente es susceptible de ser ordenado por ideas y valores criollos acerca del pasado (Gerassi- Navarro, 1999: 119). De manera similar, Doris Sommer afirma que el uso de este género está relacionado con las necesidades criollas de “llenar una historia que aumentaría la legitimidad de la nación emergente y [brindaría] una oportunidad de dirigir tal historia hacia un futuro ideal” (1990: p. 76). En este sentido, la novela histórica, situada entre la historia y la ficción, es un género que puede proporcionar una visión de las trayectorias de la modernidad en Colombia, en particular sobre la producción del cuerpo privado letrado y del cuerpo político así como documentar discursos hegemónicos sobre “gobierno”, cultura, cuerpo/espacio nacional y al mismo tiempo dar luces sobre la construcción de la colectividad social, la memoria y la tradición. En este caso particular, Yngermina describe la fundación pacífica y amigable de un orden moderno-colonial, articulado por la diferencia racial y cultural, aunque, sin embargo, es posible entrever una crítica al abuso de poder, a la esclavitud (indígena, en particular) y a la codicia presentes en la empresa colonial.
La discusión de Yngermina no puede desligarse de las condiciones históricas, socioculturales y políticas del Caribe. Tan prístino es el cuerpo social que se produce en este texto, que los temas de conquista violenta o esclavitud aparecen sólo de manera fragmentaria para no alterar la imagen más general de nobleza y amabilidad española o el poder seductor de dicha cultura. Igualmente se evita la mención del tráfico de esclavos negros o incluso de su mera presencia, lo cual resulta sorprendente para una historia sobre el principal puerto colonial, por donde entraron unos 150,000 esclavos (Gutiérrez, 1986: 16). Yngermina, a pesar de su condición de texto histórico, y de su uso de fuentes coloniales para crear verosimilitud1 , ignora simplemente las fuentes relativas a la historia de los esclavos negros, silenciando hechos como que Heredia los trajo consigo para saquear las tumbas indígenas (Friede, 1982: 137); que algunos se fugaron en 1533 (Palacios, 1982: 337); que el Badillo histórico, personaje que se menciona en Yngermina, los introdujo en Antioquia y finalmente, Juan de Castellanos los menciona también en relación con el Heredia histórico en su bien conocida crónica:
A fin de ranchear alguna alhaja Un negro del Heredia muy ladino, Que con favor del amo se aventaja A visitar las casas del vecino, Una múcura vio como tinaja Cubierta con chaguala de oro fino, La cual a su señor puso en las manos Y pesó cuatrocientos castellanos (III: 60)
El silencio acerca del legado africano en Cartagena por parte de un escritor mestizo –en una ciudad letrada mayoritariamente negra y mulata desde principios del siglo XVII (Múnera, 1995: 96) y dotada de un complejo sistema de estratificación social basado en la raza y el linaje–, bien puede deberse a la producción discursiva sobre negros y mestizos. Muy tempranamente, un texto como De Instauranda Aethiopum Salute (1627), de Alonso de Sandoval, articula la inferioridad “innata” de los africanos, convirtiéndose en instrumental para la producción de la institución de la esclavitud al influir, por ejemplo, en la determinación de las políticas de la Corona sobre el tráfico de esclavos y las poblaciones negras (Franklin, 1973: 359). La sustancia discursiva de este texto habría además de persistir en el tiempo más allá de la Independencia (Maya, 2001: 184-188).
Cartagena fue en la época colonial un importante puerto con escaso control social, donde pululaban crímenes como el adulterio y la brujería, era: “la más viciosa y pecaminosa [ciudad] en los dominios españoles, [con] la fe al borde de la destrucción” (Lea citado por Taussig, 1980: 42, traducción mía), motivo por el cual se introduce la Inquisición en 1610. La imagen de la costa como lugar carente de civilización se transforma para dar cabida a una imagen de desorden y liminalidad a partir del cambio epistémico que introduce el discurso científico positivista del siglo XVIII, como lo muestran los escritos de prestigiosos científicos criollos de la talla de Francisco José de Caldas y Pedro Fermín de Vargas. Caldas, por ejemplo, escribió en Del influjo del clima en los seres organizados (1808) que el clima era una influencia fundamental en la determinación del grado de desarrollo de los seres humanos. El mejor adaptado era el habitante de las regiones templadas: “El hombre en sociedad, el pacífico cultivador de los Andes”. En contraste,
el africano de la vecindad del Ecuador, sano, bien proporcionado, vive desnudo bajo chozas miserables. Simple, sin talento, solo se ocupa con los objetos de la naturaleza conseguidos sin moderación y sin freno. Lascivo hasta la brutalidad, se entrega sin reserva al comercio de las mujeres. Estas, tal vez más licenciosas, hacen de rameras sin rubor y sin remordimientos. Ocioso, apenas conoce las comodidades de la vida, a pesar de poseer un país fértil […] Vengativo, cruel, celoso con sus compatriotas, permite al europeo el uso de su mujer y sus hijas (Caldas, 1966: 87).
La costa, con sus poblaciones salvajes e indisciplinadas, representaba así no sólo la ausencia de progreso, sino la imposibilidad de alcanzarlo, en contraste con el altiplano, sitio para la producción de un individuo moral e intelectualmente superior; discurso que según Alfonso Múnera (1998: 37), es una de las reflexiones inaugurales sobre la nación colombiana y marca la rivalidad entre las elites de la costa y del interior en la construcción de la nación.
Pero los negros no eran sólo incivilizados, sino también una amenaza política, un grupo capaz de disputarle el poder a la elite y penetrar así en la esfera pública. Como lo relata Alfonso Múnera, en 1811 en Cartagena un grupo de artesanos armados impone la independencia sobre una junta de gobierno criolla, acontecimiento descrito por el historiador Gabriel Jiménez Molinares como: “(…) coacción de la plebe armada sobre los organismos del gobierno [la cual] redujo la autoridad a una sombra” (1947: 287). El panorama de anarquía es reforzado en los escritos del historiador José Manuel Restrepo: “Como desde el principio fue llamada la plebe a tomar parte en los movimientos a fin de echar por tierra al partido real, ella se insolentó; y la gente de color, que era numerosa en la plaza, adquirió una preponderancia que con el tiempo vino a ser funesta a la tranquilidad pública” (1942-1950: 167). Tales eran las expresiones de los sentimientos de la clase dirigente en general, amenazada por el otro inferior que buscaba básicamente igualdad, como lo evidencia la Constitución de Cartagena de 1812 (Múnera, 1995: 239). Este primer laboratorio de vida republicana duró sólo hasta 1815, al ocupar los españoles Cartagena nuevamente y hasta 1821. El temor a una insurrección negra aumenta a partir de la década de los 20, por un número variado de razones. De una parte, la predicción bolivariana acerca de la inminencia de la “pardocracia”, resultado de las experiencias de Venezuela y Haití, aunada a movilizaciones negras en el Cauca (Safford, 1991: 30) y, de otra, el empleo del miedo y la amenaza de anarquía como argumentos en contra de la manumisión; argumentos en los cuales se subrayaba continuamente la “naturaleza criminal” del negro, reforzada mediante acusaciones de asesinato, infanticidio y aborto (Bierck, 1977).
Cartagena fue la última ciudad importante de la Nueva Granada en ser liberada, con sus líderes criollos, mulatos y negros muertos, presos o exiliados (Lemaitre, 1983: 192). Posteriormente entra en un periodo de decadencia que le deja en incapacidad para negociar activamente con Bogotá el proceso de creación de la nación (Múnera, 1998 y 1996; Helg, 2000), asunto que menciona el propio Nieto en una carta de 1835 dirigida al presidente Francisco de Paula Santander:
Ninguno podrá negar la oposición de intereses que hay entre las provincias de la Costa y el Centro […] Es voz general de todos nuestros patriarcas de la independencia, que cuando los españoles sitiaban esta plaza, que se pidieron auxilios a esta capital, se lo negaron al comisionado que los fue a solicitar […] diciendo que dejasen tomar a Cartagena para tener el gusto de venir de allá a recuperarla, prefiriendo la rivalidad al patriotismo, rivalidad que según el testimonio de los de aquella época, causó mil males a la república y espantosos desastres a nuestra tierra (1993: 21-22).
El silencio de Nieto con respecto a la herencia negra de la costa (posición típica en las elites de la costa y el interior, así como en algunos sectores populares de la misma costa) se podría explicar desde varios puntos de vista. De un lado, Yngermina puede verse como un esfuerzo por reivindicar la costa como locus de civilización y, de otro lado, como lo sugiere Álvaro Pineda, puede tratarse de una estrategia para hacer la novela más atractiva para un (reducidísimo) público criollo (1999: 105-106), opinión que comparte R. L. Williams al afirmar que Nieto aspiraba a ganar aceptación dentro de las clases altas mediante el uso de convenciones románticas y del lenguaje científico, que le identificarían con una cultura europea codificada positivamente (1991: 25). No resulta entonces exagerado afirmar que la suma de estos prejuicios puede haber influido en la estrategia de Nieto de reivindicar lo español como fuente de civilización en la re-escritura histórica de su región. Faltaría, desde luego, el marco más amplio del racismo propio de la colonialidad del poder, representado aquí en la meta-narrativa del liberalismo decimonónico, a consecuencia del cual, vastos sectores de la población quedarán excluidos de la construcción letrada de comunidad imaginada (Helg, 2000: 243, 245).
En contraste con el ocultamiento de lo negro, la subjetividad indígena aparece, como en gran parte del pensamiento criollo de mediados del siglo XIX, como aquel vínculo legitimador de la tierra que puede y debe ser civilizada en aras del progreso, visión muy extendida entre los escritores decimonónicos en la Nueva Granada (Safford, 1991; Rojas, 2001). Así, Yngermina, mediante la romantización del episodio fundacional de Cartagena, en el cual el conquistador Alonso de Heredia y una princesa nativa imaginaria, Yngermina, se enamoran y desafían un número de circunstancias adversas para hallar finalmente la felicidad en el matrimonio, re-crea la construcción del cuerpo político moderno, civilizado, en el cual los elementos culturales españoles se imponen sobre los nativos.
Raza y género se pliegan en la trama romántica y articulan lo que Peter Hulme llama en su texto sobre encuentros coloniales en el Caribe “el ideal de la armonía cultural a través del romance” (1986: 141, traducción mía) en su texto sobre encuentros coloniales en el Caribe. Tal ideal descansa, sin embargo, sobre un orden jerárquico racial/ cultural donde el otro indígena es discursivamente producido como inferior, meramente natural y dotado de una naturaleza “femenina” que requiere la cultura “masculina” europea. En Yngermina el proyecto de un Caribe blanco, civilizado, se funda simbólicamente en el triunfo de la relación entre el conquistador y la princesa nativa.
El orden jerárquico anteriormente mencionado –aparentemente natural– emerge tempranamente. Alonso, enamorado de Yngermina, descubre con alivio que “la joven Calamareña descendía de los soberanos de la tierra –Orgullo propio de casi todo Español que siempre quiere ser hijo de algo”– (Nieto: 21, mayúsculas en el original), salvándose así el primer obstáculo a su relación. Surgirán otros, aunque bastante menos amenazadores: el analfabetismo y el paganismo. El primero se superará gracias al empeño de Alonso por “educar” personalmente a Yngermina, y el segundo, mediante el bautismo. Sobra decir que Yngermina se somete diligentemente a ambos en su calidad de naturaleza “femenina”, bárbara, necesitada de una “cultura” (masculina). Yngermina representa aquí la otredad femenina que se pliega y se funde con la otredad de la cultura nativa; como afirma Helen Carr: “la incognoscible otredad de la mujer puede ser proyectada también sobre lo no europeo” (1985: 49, traducción mía). Es en este punto, en su tránsito hacia la civilización, cuando Yngermina termina por enamorarse de Heredia y olvida a su prometido nativo2 .
A pesar de la nobleza de Yngermina y su nueva educación, la pareja espera el rechazo por parte del gobernador y hermano mayor de Alonso, Pedro de Heredia. Aquel le confiesa a Pedro su amor, no obstante
la sospecha de que el orgullo Español pudiese obrar en su ánimo para persuadirlo a que desistiese de aspirar a una joven Indiana, que aunque descendiente de los soberanos de su país, por su condición de conquistada y colona, la tuviese como indigna de ser la esposa de un Castellano, y hermano del Gobernador (Nieto: 37).
Aunque noble, Yngermina es un sujeto colonial, “conquistado y colonizado”, que ocupa el extremo subordinado de las ecuaciones binarias articuladas por el discurso del orden moderno-colonial: masculino / femenino, cultura / naturaleza, conquistador / conquistado, europeo / nativo. Los sacerdotes de la colonia, por ejemplo, critican estas “íntimas relaciones con una mujer pagana” (26) y Pedro afirma que resultaría extraño
ver a un castellano unido a una Indiana con mengua de su dignidad: que los colonos con tales alianzas creyéndose iguales a sus señores, degenerarían del respeto a que debe tenérseles siempre acostumbrados: que estas naciones medio salvajes, destinadas por la naturaleza a la sumisión y la obediencia de sus conquistadores, irían poco a poco olvidándose de su humilde condición, si por medio de relaciones domésticas, adquiriesen confianza y amistad con sus señores (38).
Astutamente, Alonso dirige el argumento hacia el control de la población nativa, revelando dimensiones gubernamentales en la trama romántica:
esta alianza es de grande utilidad a nuestros mismos proyectos de conquista. Por ella, los indígenas se persuadirán de nuestras saludables intenciones, pues no reparamos en unirnos con sus hijas, como una prueba de que aun siendo colonos no tratamos de humillarlos y oprimirlos; y como mi escogida, es una princesa de su tribu, este motivo mas les hará respetar el dominio a que se les ha sometido […] [estos enlaces son] un medio muy eficaz e insensible, de atraer y conservar mas estos naturales en la obediencia (38).
Así, el matrimonio viene a sumarse a otros cambios impuestos por el nuevo orden colonial –la fundación de la ciudad (con su trazado espacial y arquitectónico característico), el aparato militar, la enseñanza religiosa y de la lengua española que los nativos reciben, según Nieto, con beneplácito–. Este tránsito a la ciudad letrada (Rama, 1984) se acerca a los lineamientos de la gubernamentalidad, que describiría Foucault más de un siglo después del texto de Nieto3 . La institución del matrimonio que liga raza y género (intersección fundamental en las organizaciones sociales basadas en el linaje y el parentesco), aparece como un medio que permite no sólo “atraer y conservar” la población, sino que emerge como un elemento legitimador del nuevo orden; como lo fuera en el de Francisco Pizarro con la viuda del inca Atahualpa “para quedar sin ninguna dificultad dueño absoluto de todo aquel imperio” (39) o en el de Pocahontas (39, pie de página).
De modo sugestivo, Pocahontas es también el caso analizado por Peter Hulme (1985) en su discusión sobre sexualidad y movilidad en el discurso colonial. Hulme introduce el término “hombre politrópico” (tomado de un epíteto aplicado a Ulises en la primera línea de La Odisea), y lo vincula con “por lo menos tres significados conexos: […] ‘muy viajado’, […] ‘astuto e inteligente’ e incluso ‘resbaladizo y tramposo’ […] y ‘muy dado al uso de tropos’” (Ibíd.: 20, traducción mía). En el caso de Yngermina, el personaje de Alonso parece cumplir la función de hombre politrópico, como lo hiciera John Smith en el de Pocahontas. Como conquistador y colono, Alonso es “muy viajado” y aunque no es engañoso, defiende su amor por una indígena mediante el uso de tropos, “lugares comunes” o “motivos recurrentes” donde aparece con claridad que Alonso, como Ulises y Smith, “codician la tierra cuyos habitantes confrontan” (Hulme, 1985: 22, traducción mía). En consecuencia, los “lugares comunes” o “motivos recurrentes” que aparecen como justificación del proyecto civilizatorio caribeño serían: 1) el matrimonio interracial como mecanismo de control de las poblaciones indígenas; 2) el providencialismo de España en el proceso de civilización; y 3) un rechazo humanista de la esclavitud, los cuales parecen resumirse en la cita siguiente:
¿Es culpa de los Indios, el que la providencia les haya hecho nacer en estas regiones? ¿Dejan por eso de ser hijos de Dios, y dignos como nosotros de todos sus beneficios? ¿Quién nos ha dado derecho, de reputar como esclavos nuestros a hombres que se nos asemejan, tan solo por la casualidad de haber descubierto sus países? La gloria que […] nos cabe como conquistadores, consiste en habernos tocado la dicha, de hacer un bien al género humano sacando a los conquistados de la ignorancia y la idolatría, para cultivar su entendimiento, y atraerlos al seno de la verdadera religión; y no, en clase de verdugos, sujetar enormes masas de hombres a la humillante condición de esclavos, contraviniendo a las leyes de la creación y la humanidad (Nieto: 39-40, énfasis mío).
El “hombre politrópico” personifica el individualismo y el humanismo y se emplea aquí como narrativa de éxito, y “las narrativas de éxito sólo pueden ser escritas a posteriori” (Hulme, 1985: 23). Por lo tanto, el empleo del “hombre politrópico” sirve a la función de articular una alegoría de sofisticación cultural y tecnológica masculina europea que se opone a la pasividad de la América femenina en una forma típica del discurso colonial. El ejemplo emblemático de esta situación lo constituye el grabado América (c. 1575-80) de Jan van der Straat (Stradanus), en el cual una mujer desnuda que representa al continente se expone a la mirada masculina, racional, del colonizador europeo (representada significativamente por el geógrafo Amerigo Vespucci), y cuyo eco parece resonar aún4. Espacio geográfico y género se superponen y la construcción es fijada en la trama del amor interracial armónico.
En efecto, Yngermina es construida en el texto como “respetuosa”, “modesta”, pero también “noble” y “elegante” (Nieto, 1844: 46-47), es decir, dignificada, pero no amenazante. Como afirma Ania Loomba: “La figura de la ‘otra mujer’ ronda la imaginación colonial en forma ambivalente y con frecuencia, contradictoria. Es un ejemplo de barbarie, que codifica también fantasías coloniales sobre el perfecto comportamiento femenino” (1998, traducción mía). En el pasaje donde ella y Pedro se conocen, Yngermina es consciente de su “natural” inferioridad como nativa y está temerosa de causar “alguna impresión desagradable […] pues aunque los hombres de este carácter, generalmente se extrañan de tratar con sus súbditos, esta cualidad era más inherente a los conquistadores, que reputaban a los Indios de condición inferior a la de los demás hombres” (Nieto: 47-48). Pedro encuentra a Yngermina “hermosa, respetuosa sin humillación, de noble y modesto aspecto, con los fundamentos de educación suficientes para sacar de ella la digna esposa de un jefe Castellano” (48). Junto a la opinión de Pedro, aparece un pie de página donde Nieto ofrece su apreciación personal sobre las características físicas de las nativas:
el autor ha conocido en la costa del Darién jóvenes Indianas de color muy claro y facciones bellas; y en los pueblos de sotavento de Cartagena, muchachas de la misma raza de figuras interesantes, que adornadas e introducidas en la sociedad de gran tono, harían muy bien el papel de una señorita. Sin hablar de los aborígenes de los lugares fríos, donde son tan comunes las bellas caras y hermosos colores, que se las puede disputar la bizarra Europa (49).
Indígenas con las características físicas adecuadas son admisibles en la sociedad tras ser disciplinadas y moldeadas como “señoritas” en un proyecto del que Yngermina será el prototipo. Ella, sin embargo, está destinada al conquistador al pertenecer a la nobleza, ser bella, educada, bautizada y, por lo tanto, distinguible: “Pedro notó la diferencia personal que había entre ella y sus compatriotas: que se aproximaba mas a la clase Europea que a la indígena; y que sus gracias y gentileza realzadas en gran manera, podían causar orgullo a la mas garbosa hija de la risueña Andalucía” (48-49, énfasis mío).
Yngermina es, en términos de Homi Bhabha, “sujeto de una diferencia que es casi igual, pero no del todo” (1984: 126, traducción mía). Encarna el sujeto de un proyecto disciplinario, regulatorio, al ser apropiada por la mirada masculina colonial de los conquistadores en un movimiento que implica tanto la representación de su diferencia como su desconocimiento (126). Es interesante resaltar la descripción de:
su tez casi blanca y sonrosada a que daban realce los rizos de su pelo color de azabache, su talle esbelto, sus maneras graciosas, sus facciones proporcionadas, y unos hermosos ojos negros intérpretes de la alegría y demás prendas de su alma; la hacían la reina de los amores, y el tormento de más de un joven Calamareño que suspiraba por ella sin esperanza (16, énfasis mío).
La proximidad de Yngermina a la blancura es una instancia de lo que Camilla Griggers (1997) ha llamado el “rostro despótico” de la feminidad blanca, definida como un significante redundante, “vacío de significado específico y por lo tanto, excesivo en su significación” (89, traducción mía) y cuya función es racionalizar distinciones de raza y clase y de niveles de modernización. Es así como la “tez casi blanca” de Yngermina la sitúa fuera del alcance de otros nativos (a excepción del príncipe) y la convierte en la contrapartida perfecta para el conquistador (el rostro despótico de la masculinidad blanca) –tras moldearla según los estándares modernos de belleza y decoro–. Más adelante se descubrirá el secreto de la blancura de Yngermina: su padre era un náufrago español. Gracias a la blancura original de Yngermina, ella y Alonso constituyen una pareja blanca; el orden social en el que la blancura y la europeidad son preponderantes no será transgredido sino reforzado y reproducido. Este proyecto biopolítico, colusión de conducta sexual individual y reproductiva y tema de política nacional y poder (Gordon, 1991: 5), queda asegurado: la población indígena está bajo control y el Caribe será poblado por una pareja arquetípica blanca, católica, civilizada, asegurando una fuente prístina para el cuerpo social.
Yngermina, en cuanto documento histórico-literario, aúna la revisión y empleo de fuentes históricas con la ficcionalización del episodio fundacional de Cartagena desde la perspectiva de las necesidades del contexto histórico a mediados del siglo XIX. En ese sentido, Yngermina puede ser vista como historia romantizada de la Costa que le responde a una historia “nacional” con epicentro en los Andes; así mismo, puede ser entendida como reflejo y defensa del ideario decimonónico sobre temas de raza y género –términos conexos y permeados por la colonialidad del poder– (Quijano, 2000: 375); o como defensa y celebración de la “civilización” europea, capitalista, frente al “atraso” representado en los grupos indígenas y negros; pero principalmente como sitio donde se revelan las contradicciones entre el discurso del liberalismo decimonónico y sus realidades. Yngermina, puesta en el tiempo presente, no significa sólo una maniobra de “rescate” de una obra poco conocida, sino un posicionamiento del pasado en el presente a través de una mirada a las rupturas y continuidades del orden moderno-colonial. En palabras de Beatriz Sarlo:
Lo que está en juego, me parece, no es la continuidad de una actividad especializada que opera con textos literarios, sino nuestros derechos, y los derechos de otros sectores de la sociedad donde figuran los sectores populares y las minorías de todo tipo, sobre el conjunto de la herencia cultural, que implica nuevas conexiones con los textos del pasado en un rico proceso de migración, en la medida en que los textos se mueven de sus épocas originales: viejos textos ocupan nuevos paisajes simbólicos (Sarlo, 1997: 37).
En términos generales, el llamado a revisar críticamente la persistencia de exclusiones reales y simbólicas posiblemente no implique alteraciones radicales en el contenido del discurso crítico o la lucha por ciertas reivindicaciones políticas, pero indudablemente sigue conservando mucho su urgencia.
1 La novela está precedida de un “Obsequio” (dedicatoria a la esposa del autor) seguido de una “Breve Noticia Histórica”, descripción detallada de la apariencia física y el vestido de los nativos, de sus jefes, formas de gobierno, ritos y hábitos. Se establece que el texto en cuestión proviene de fragmentos de la crónica inédita de Fray Alonso de la Cruz Paredes, fundador del Monasterio de la Popa (González, 1993: 211) aunque su destino final o la forma como se encontró no se mencionan. Esta estrategia del “texto hallado”, junto con el uso de pies de página con información adicional sobre eventos, fechas o personajes refuerzan el carácter “histórico” de la narración, y le brindan una voz autorial a Nieto, lo que convertiría a Yngermina en una novela-archivo en el sentido que le da González Echevarría (1990 y 1984). Según González, hay tres características básicas que definen una novela como archivo: el uso de documentos históricos en la narración; la existencia de un historiador interno, y la presencia de un manuscrito que el historiador intenta concluir. La calidad de archivo de Yngermina descansa sobre el uso de fuentes históricas, y de claves como el incluir el subtítulo “Novela histórica” y situar la trama en un periodo concreto (1533- 1537). El factor que hace falta es el historiador interno (lector, intérprete o reescritor del texto), función que es cumplida por el narrador (Williams, 1991: 95-99).
2 El personaje del prometido indígena de Yngermina, Catarpa, aunque secundario, emerge como una voz crítica frente a las ambivalencias de la “caridad cristiana”, que implica en el texto la pérdida de la libertad, la lengua y la religión y, en general, una completa reorganización de la vida indígena. Su comportamiento le separa de la comunidad, pero sus valores, la valentía y la lealtad, le permiten reintegrase a ésta hacia el final de la novela. Este personaje sirve entonces como articulador de una crítica al abuso del poder, en consonancia con la ideología liberal, romántica, de Nieto.
3 Este término alude al “conjunto formado por instituciones, procedimientos, análisis y reflexiones que permiten el ejercicio de esta muy específica, aunque compleja forma de poder cuyo objetivo es la población” (1979: 20, traducción mía).
4 Aparece, sin embargo, al fondo del grabado, en la esquina superior derecha, una escena de canibalismo que revela las codificaciones ambivalentes de esta imagen: de un lado, América es pasiva y accesible en su desnudez, pero de otro, es salvaje y caníbal, combinación que requiere una intervención civilizatoria, masculina, europea (McClintock, 1995: 27).
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