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El trabajo infantil en clave colonial: consideraciones histórico-antropológicas

O trabalho infantil na tecla colonial: considerações históricas e antropológicas

Colonial child labor: historical-anthropological considerations

Zandra Pedraza Gómez*


* Antropóloga. Doctora en Ciencias de la Educación y Antropología Histórica de la Universidad Libre de Berlín. Profesora asociada del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.


Resumen

El artículo discute la noción moderna de infancia en el contexto del sistema-mundo desde una perspectiva postcolonial y post-occidental. Teniendo en cuenta la división racial e internacional de trabajo, se indaga la noción de infancia en los países del Tercer Mundo, particularmente en los sectores populares, campesinos e indígenas. Mientras los hijos de los obreros europeos fueron sustraídos de los trabajos industriales en el término de medio siglo y protegidos por el sistema escolar y social, los hijos de indígenas, esclavos y mestizos en América, África y Asia, continuaron participando en las formas de producción propias de la periferia del sistema-mundo capitalista, las modalidades de la informalidad, el servilismo, la esclavitud y la producción artesanal.

Palabras clave: infancia, postcolonialidad, postmodernidad, sistema-mundo, división internacional del trabajo.

Resumo

O artigo discute a noção moderna de infância no contexto do sistema-mundo desde uma perspectiva pós-colonial e pós-ocidental. Levando em conta a divisão racial e internacional de trabalho, é indagada a noção de infância nos países do Terceiro Mundo, particularmente nos setores populares, camponeses e indígenas. Enquanto que os filhos dos operários europeus foram subtraídos dos trabalhos industriais no término de meio século e protegidos pelo sistema escolar e social, os filhos de indígenas, escravos e mestiços na América, África e Ásia, continuaram participando nas formas de produção próprias da periferia do sistema-mundo capitalista, nas modalidades da informalidade, no servilismo, na escravidão e na produção artesanal.

Palavras-chaves: infância, pós-colonialidade, pós-modernidade, sistema-mundo, divisão internacional do trabalho.

Abstract

This work discusses the modern notion of childhood in the context of the world-system and from a post-colonial and post-occidental perspective. Considering the racial and international division of labor, the possibility to sustain the same notion of childhood in countries of the Third World have to be discussed, particularly between popular, indigenous and farmer sectors. While the children of European workers were removed from industrial work in a span of a half a century and put under protection by the scholar and social system, children of natives, slaves and mestizos in America, Africa and Asia continued to take part in production relationships characteristic of the world-system periphery: informality, servility, slavery and craftsman production.

Key words: childhood, postcoloniality, postmodernity, world-system, international division of labor.


La afirmación acerca del carácter histórico y construido de la noción moderna de infancia, en la que los niños se consideran individuos con características particulares que los hacen objeto de protección y se piensan fundamentalmente ocupados con el juego y el aprendizaje escolar, se formuló sobre la base de una revisión de la historia europea a partir del siglo XVI. El trabajo de Philippe Ariès (1987), pese a las limitaciones y a las críticas, sigue siendo canónico y un punto de referencia obligado para conocer el desenvolvimiento de las ideas relativas a la infancia desde el Renacimiento. La noción que ha ido consolidándose a lo largo de los siglos, ha permitido que la infancia se comprenda como una edad que combina la fragilidad física, la vulnerabilidad emocional y el desarrollo intelectual en proceso. Esta comprensión ha sido el fundamento para que haya ganado terreno la perspectiva que considera que los niños requieren protección y que culmina con la Convención de los Derechos del Niño en 1989.

La orientación que sigo al proponer la revisión histórica del concepto de niñez, considera este desenvolvimiento, no en el marco de la historia centroeuropea, sino en el contexto del sistema-mundo y con una perspectiva poscolonial; más particularmente, pos-occidental. Con este propósito vinculo el surgimiento de los sentimientos de particular consideración y atención por la infancia, y el fortalecimiento de una sensibilidad de cuidado y afecto por los niños, asuntos que tendieron a desligarlos de los circuitos productivos, con el carácter colonial de la economía y las políticas europeas transatlánticas a partir del siglo XVI.

La evolución de esta visión de la infancia y de los principios concomitantes derivados de ella para el diseño y ejecución de políticas sociales y públicas, las cuales protegen tales cambios, es parte de un proceso más amplio, que ha sido particularmente descrito y analizado respecto de las sociedades europeas. Algunos de los principales elementos enumerados y considerados sustanciales para estas transformaciones, son la formación de la familia moderna (Shorter, 1975); el surgimiento del individuo; la universalización de la educación formal, es decir, la educación escolar como recurso fundamental para la socialización y el empleo del uso del tiempo del niño; y la especialización del conocimiento, esto es, el desarrollo de conocimiento experto y de disciplinas especializadas, en este caso concreto, en el niño (Gélis, 1985; Iglesias et. al., 1992).

Disciplinas como la pedagogía, la pediatría, la psicología infantil y del desarrollo y el psicoanálisis son los principales pilares para la moderna concepción, descripción y conocimiento de la infancia. Como resultado de todos estos procesos, los derechos humanos evolucionaron de forma que los niños merecieron una versión específica de ellos. Tal versión adquiere forma en la Convención de los Derechos del Niño, en la cual, se expone como fenómeno simbólico sobresaliente, la percepción cultural de la infancia producto de los fenómenos arriba mencionados. Así, la infancia como la comprende la sensibilidad contemporánea, es también un ingrediente de la modernidad.

Es imposible aislar la evolución de esta sensibilidad del hecho de que el conocimiento experto expresado en las disciplinas encargadas de conocer al niño, han tenido una notable influencia en ella. Pero este saber, como lo reconocen destacados autores (Ariès, 1987; De Mause, 1974; Delgado, 1998; Giddens, 1991; Gurevich, 1997; Foucault 1982 y 1988), se circunscribe a la así llamada sociedad industrial occidental u occidente, que comprende, ante todo, los países de Europa occidental y los de Norte América, excluyendo México (Mignolo, 2000). Ahora bien, la Convención expresa y garantiza los derechos de los niños con independencia de la estructura familiar, las condiciones laborales, las oportunidades de educación y las políticas públicas que se encuentran en diferentes países, sociedades y comunidades o entre diferentes grupos y clases sociales.

La adherencia mundial a este convenio ilustra el alcance del acuerdo oficial sobre la percepción actual de la infancia. Este consenso mundial y oficial arroja un velo sobre la forma como se ha producido la comprensión acerca de la infancia, por cuanto la naturaleza esencialista que la recubre, es ella también resultado de ese consenso global. Este interés es el de una concepción antropológica específica acerca de la infancia, de la educación, del trabajo y del bienestar, y contiene los principios para discutir la relación entre trabajo infantil y derechos del niño; más particularmente, la de cómo comprender el trabajo de los niños tanto en el contexto familiar como en el económico y laboral. Y este interés es también consubstancial a la “cultura” de la civilización occidental, la cual se reconoce actualmente como un campo de batalla ideológica (Wallerstein, 1999).

Pero este debate debe sostenerse considerando los diversos hechos sociales y culturales que condujeron históricamente a la percepción de la infancia representada hoy en día en la Convención de los Derechos del Niño. Debe también hacerlo reconociendo que la infancia moderna y contemporánea, como lo proclama la Convención, sólo se realiza plenamente si se cumplen determinadas condiciones sociales, educativas, laborales y familiares, las cuales están lejos de ser universales. Los Derechos del Niño son la expresión última y la culminación de una forma de vida y de las concepciones de la familia burguesa y la sociedad capitalista como la han experimentado las sociedades industriales occidentales.

El objetivo de esta reflexión es entonces considerar el concepto de infancia en una perspectiva no eurocéntrica y que incorpore la reflexión sobre el desarrollo y las características de los niños, no en términos de la historia europea entendida como historia mundial (Dussel, 2000), sino en el contexto del sistema mundo moderno/colonial y con la perspectiva que sugiere el concepto de colonialidad del poder (Quijano, 2000).

Dussel (2000) subraya la necesidad de pensar acerca de la historia mundial a partir de la constitución del mundo en el siglo XVI, y como resultado de la construcción ideológica de la historia europea como una línea cronológica que hunde sus raíces en Grecia y Roma para convertirse en el meollo de la historia mundial. Por fuera de este núcleo, toda sociedad y toda historia se hacen apolíticas e inhumanas. Esta visión se funda y refuerza de manera permanente en una visión racista del mundo. La auto-proclamación de Europa como moderna e ilustrada nubla el hecho de que el mundo moderno y global fue posible y se constituyó con la expansión de Europa mediante la colonización de América, y debido a la subordinación de todos los territorios no europeos. Dicha subordinación y colonización se basó en el supuesto del carácter sub-humano de la población y de su naturaleza. La modernidad, afirma Dussel, emerge no con la realización de la mayoría de edad proclamada por Kant, sino en 1492, como una característica del sistema mundo. En ese momento se creó una determinación fundamental del mundo moderno, a saber, el surgimiento del capitalismo, en el cual los estados de Europa central, sus ejércitos, su economía y su filosofía se convirtieron en núcleo de la historia mundial y el mundo colonial se organizó de forma tal que sus víctimas pudieron ser explotadas tanto práctica como económicamente (Quijano, 2000).

En este mundo moderno/colonial, el colonialismo debe entenderse como su lado oscuro, es decir, constitutivo, y no como una mera consecuencia. El mundo moderno/ colonial descansa en un patrón de ejercicio del poder basado en la idea de raza y en el eurocentrismo. Una de sus principales características es el hecho de que tras superar el colonialismo como tal a través de las guerras de independencia y de la constitución de estados nacionales modernos en América, éste perdura en el carácter de la colonialidad expresada en la forma del ejercicio del poder. Con base en una estructura biológica que se proclama diferente y se muestra en rasgos fisonómicos y en el color de la piel, la raza se convirtió en el principal elemento que permitió a Europa explicar y clasificar la población mundial. Simultáneamente, todas las formas históricas de control del trabajo, de los recursos y de los productos se articularon alrededor del capital y del mercado mundial. Esto significa que la explotación de la fuerza de trabajo humana, a saber, la de indios y esclavos, fue posible debido a la proclamada superioridad de la raza blanca. El control sobre el trabajo, los recursos y el producto fue posible en el marco de las relaciones de producción moderno/coloniales, es decir, racistas.

La raza y la subsiguiente división del trabajo, quedaron estructuralmente asociadas, se reforzaron mutuamente y produjeron una división racial del trabajo (Quijano, 2000: 204) que se prolongó durante el periodo colonial como un rasgo fundamental del capitalismo moderno/colonial. El carácter racial de las relaciones de producción, hizo posible que el cuerpo y la reproducción quedaran involucrados como aspectos centrales de esta relación. Esto significa que como forma para dominar/explotar la población, los niños quedaron atrapados en este patrón de poder y convertidos en objetos de explotación hasta comienzos del siglo XIX.

A fin de reinterpretar el concepto de infancia teniendo en cuenta la condición moderno/colonial de la historia mundial, es importante comenzar por destacar que el origen de la tendencia a dar una especial consideración y atención a la niñez, y el fortalecimiento de una conciencia de cuidado y afecto hacia los niños, que tendió a liberarlos del ciclo productivo, es contemporánea del carácter colonial de la economía mundial y de la política de expansión europea desde el siglo XVI.

Mientras que en Europa los niños recibieron paulatinamente una creciente atención pedagógica y médica, familiar y escolar, los niños de las colonias europeas, convertidos como sus padres en subordinados, entraron en los circuitos productivos del servilismo y la esclavitud. Mientras que los niños europeos se vieron gradualmente liberados del trabajo y las familias europeas pasaron a convertirse en familias burguesas, la educación se hizo obligatoria y gratuita, y la higiene y los servicios médicos básicos fueron gradualmente puestos a disposición de las clases trabajadoras, los niños bajo los regímenes coloniales continuaron haciendo parte de los recursos de trabajo de una población mundial racialmente jerarquizada.

Desde este argumento debe señalarse el carácter de la organización internacional del trabajo que se produce en el siglo XVI, como resultado de la jerarquía propuesta en función de la noción de raza y de su feminización (Quijano, 2000), la cual sitúa a los pobladores colonizados, los indígenas de los pueblos de América, en condición de subordinación, y a los africanos en relación de esclavitud y pérdida absoluta de la libertad y el control sobre la reproducción y la crianza de sus hijos, al tiempo que obstaculiza su acceso a las formas de trabajo organizadas en torno de la relación trabajo–salario que comienza a consolidarse en Europa y cuya condición de posibilidad es la liberación de la fuerza de trabajo individual de la producción comunal y familiar.

Esta situación se prolongó en América a lo largo de tres siglos, periodo en el cual la infancia pasó a ser, en Europa, una edad de protección y objeto de formas especializadas de conocimiento. La lucha y el debate europeos por erradicar el trabajo infantil, en particular en el sector industrial a lo largo del siglo XIX, debe también interpretarse en relación con la pérdida del acceso europeo a los recursos preciosos de América, que acaso pudo inducir a la necesidad temporal de recurrir a la mano de obra infantil antes de consolidar formas económicas que equilibraran la relación trabajo–salario entre la población obrera.

En América Latina los hechos no se desenvolvieron de la misma forma, como tampoco probablemente sucedió en África y Asia. La condición poscolonial de las repúblicas latinoamericanas a partir de 1820 y las relaciones económicas establecidas con los países europeos y con los Estados Unidos, orientaron la producción económica hacia las formas extractivas, hacia los monocultivos y hacia una producción artesanal e industrial poco dinámica. En este contexto no se modificaron las formas de producción que generalizaran las relaciones de trabajo en función del salario y las pusieran a disposición del grueso de los trabajadores. Recordemos que son éstas las relaciones asociadas con el crecimiento y el enriquecimiento capaces de debilitar la participación de los niños en la producción y dar paso a la especialización del conocimiento y de la fuerza de trabajo.

Una faceta importante de la condición de la modernidad que se extiende después de la Independencia, es la colonialidad del poder. Esta conduce a la burguesía criolla que gobierna y conforma las elites de los nuevos Estados-nación, a percibir sus intereses como iguales a los de los antiguos gobernantes europeos, y a caracterizar a la población nacional con los mismos principios raciales empleados por los europeos para clasificar la población mundial tras la constitución del sistema mundo moderno. Este uso ideológico renovado, también renovó el carácter colonial de las nuevas naciones y estableció los mecanismos sociales para reproducir aquellas diferencias. Una de las más importantes fue el sistema educativo en su conjunto, así como el mercado laboral nacional. Los sistemas educativos han tenido enormes dificultades en muchos países del Tercer Mundo, para garantizar que el acceso a la educación sea obligatorio, gratuito y universal. Por otro lado, la colonialidad del poder impide incluir un porcentaje considerable de la fuerza de trabajo en relaciones capitalistas asalariadas. Con ello se la excluye de este tipo de relaciones y a sus familias e hijos de los sistemas de seguridad social. Muchos hijos de familias de bajos ingresos, que tienen, pese a todo, acceso a la educación formal, no asisten a escuelas que les garanticen la adquisición de un conocimiento igualmente legítimo y, por tanto, oportunidades de trabajo que les permitan establecer relaciones salariales estables y equitativas. Bajo tales circunstancias, el trabajo aparece como una posibilidad no solamente lógica, sino también a menudo como la única actividad disponible para los niños.

Desde la Independencia en el siglo XIX, la organización del trabajo en los países de la región, ha subsistido cimentada en relaciones laborales informales e inequitativas, y en la participación de los niños en la reproducción económica de su unidad doméstica y de la sociedad. Sobre esta base se consolidaron los Estados-nación en la región. La condición de los niños como agentes económicos sobre-explotados es consubstancial a las economías subalternas del sistema–mundo, tanto como lo son el trabajo informal y las condiciones salariales precarias de los adultos. No es fácil entender cómo en economías con más del 60% o 70% de informalidad e ingresos económicos diarios per cápita a menudo inferiores a un dólar, sea siquiera factible considerar la desaparición del trabajo infantil en los sectores deprimidos. La condición del niño como agente económico pone de presente la relación de subordinación económica que rige el sistema–mundo y la racialización de las relaciones laborales, que impiden a los trabajadores del Tercer Mundo establecer relaciones salariales como forma básica de remuneración.

Esta situación hiere la sensibilidad de sociedades cuyas economías lograron formas salariales inclusivas para el grueso de la población, así como robustos aparatos de protección social, y en las cuales los niños pasaron a ser comprendidos como sujetos de derecho, más que como personas con deberes (Lipovetsky, 1992). Pero este aspecto emocional no debe obstar para reconocer que estas economías se han podido fortalecer y han favorecido tal desarrollo afectivo, porque crecieron a la sombra de relaciones internacionales desiguales que les permitieron lograr una acelerada acumulación de capital, misma que impidió al otro lado de la balanza, en el lado oscuro de la modernidad, incluso el acceso a formas salariales básicas para los trabajadores del Tercer Mundo.

Sin duda alguna, esta situación también ofende la sensibilidad de los grupos sociales en posiciones hegemónicas en los países del Tercer Mundo, incluida la de miembros del gobierno, de la academia, de las agencias nacionales e internacionales y de las organizaciones no gubernamentales, así como la de la ciudadanía en general, que querría ver desaparecer esta situación. No obstante, el problema se trata con frecuencia de forma aislada de las condiciones generales de trabajo de las familias de los niños y de las condiciones subordinadas de los grupos sociales a los cuales pertenecen (campesinos, trabajadores informales, entres otros).

Considerar esta división racial e internacional del trabajo pone en cuestión las condiciones de posibilidad de que esta noción de infancia se generalice como forma de representación de la vida de los niños en los países del Tercer Mundo, y más particularmente, entre los sectores populares, campesinos e indígenas. En tanto los hijos de los obreros europeos fueron sustraídos de los trabajos industriales en el término de medio siglo y protegidos por el sistema escolar y social, a la vez que sus padres se convirtieron en trabajadores calificados y mejor remunerados, los hijos de indígenas, esclavos y mestizos, y sus descendientes en América, África y Asia, continuaron participando en las formas de producción propias de la periferia del sistema-mundo, es decir, las modalidades de la informalidad, el servilismo, la esclavitud y la producción artesanal, tal como sus padres. Incluso, aunque se reportan a lo largo del siglo XX importantes incrementos en la matrícula escolar, la alfabetización y la atención básica en salud entre sectores populares, estas cifras no pueden empañar el hecho de que el permanente avance en el grado de especialización del conocimiento, no garantiza tampoco que la educación formal a la que tienen acceso muchos de los niños trabajadores, tenga una legitimidad tal que les permita, como adultos, ingresar a un mercado laboral más o menos estable. Como lo reportan varios estudios, los padres de muchos niños trabajadores tampoco consiguieron ingresar a ese mercado o fueron expulsados de él.

A estas formas de organización económica y social pertenece un conjunto de elementos que le otorgan a las economías periféricas, y en especial a las informales, características propias. Así como en estas formas económicas los niños participan en tipos de trabajo familiar o informal, no están inscritos en el sistema escolar como mecanismo privilegiado para obtener conocimiento y madurar. En contextos en los que el aprendizaje no se reduce o no se concentra de manera preferencial en las escuelas, y donde la adquisición de habilidades de lectura y escritura no es la única forma o la manera privilegiada de tener acceso al conocimiento, allí, donde la transmisión de saber se hace de forma oral y como un medio funcional y vital para ganar reconocimiento social, la socialización de los niños y los caminos hacia la adultez siguen otras rutas.

Por efecto de la colonialidad del poder propia de las sociedades latinoamericanas, ha echado raíces una sensibilidad moderna hacia la infancia entre los sectores asalariados, así como entre las clases medias y altas, que representan en su conjunto menos del 40% de los trabajadores de la región. Esta división interna hace que la discusión sobre el trabajo infantil y su erradicación sea liderada por entidades y personas que operan en un circuito de relación capital–salario y donde la fuerza de trabajo se ha liberado de la informalidad, así como los niños han sido sustraídos de la producción para ser situados exclusivamente en el consumo. Esta condición de servidores públicos, al igual que la situación del personal de muchas organizaciones no gubernamentales, agencias internacionales y de académicos, los hace inoperantes para transformar la condición de informalidad en la que la mayoría de los niños trabajadores de la región realizan su trabajo. La posibilidad de transformar esta situación no depende en su fundamento del diseño de políticas de intervención social, enfocadas exclusivamente en apoyar la escolarización del niño, darle una beca a la familia o en prohibir a través de las vías legales el trabajo infantil. Está, ante todo, en las manos de quienes definen y ejecutan las políticas laborales y, principalmente, aquellas políticas que afectan de manera sustancial las formas de empleo de los adultos y que pueden garantizar que el trabajo infantil se haga verdaderamente innecesario frente a las posibilidades que ofrece el futuro. Está también en las manos de quienes puedan garantizar que la escolarización sea una vía real para tener acceso a un conocimiento legítimo capaz de permitirle a quien lo obtiene, establecer relaciones equitativas en el mercado laboral.

En sus análisis e intervenciones, estos agentes a menudo aíslan al niño de su ambiente social, como sucede con las formas de intervención social en las cuales la persona es pensada y tratada como un individuo. Con todo, se encuentra uno con que los niños trabajadores son parte de redes familiares y productivas, donde las consideraciones estrictamente individuales y las proyecciones hacia el futuro no son la norma. Por el contrario, en tales condiciones sociales y culturales, suelen imponerse el apoyo, el bienestar común, los lazos de parentesco y la supervivencia en el presente.

Surge de esta reflexión la inquietud por la situación del niño en su condición de agente productivo: ¿es posible la niñez si los niños trabajan?, ¿son solamente niños aquellos insertos como consumidores en la economía?

Estas preguntas nos acercan al asunto de los criterios y los recursos que han servido para modelar el orden social de la modernidad, y al hecho de que cuestionar muchos de ellos señala el camino que ha puesto en evidencia el poder semántico con el que actúan para imponer un orden particular. Vale la pena recordar que el orden moderno se estructura en función de al menos cuatro elementos que desempeñan un papel central para la organización simbólica y práctica de la sociedad, según una distribución desigual y jerárquica del poder: el género, la raza, la clase y la edad. Tienen mucha acogida las críticas y han sido objeto de profundas discusiones las nociones de raza y etnia, de clase y de género. Es claro para las actuales ciencias sociales y, en muchos casos, para el grueso de la sociedad, que los esfuerzos culturales enfilados durante siglos a ordenar simbólica y prácticamente a los individuos y a los grupos en función de estas características han palidecido y han perdido poder argumentativo. Existe un consenso en torno al carácter constructivista de estas nociones y a la forma en que fueron empleadas retóricamente a lo largo de la modernidad en función de intereses específicos. Especialmente lúcido a este respecto ha sido el trabajo de la teoría feminista y de la teoría de género, en sus esfuerzos por develar el carácter patriarcal y opresivo de las definiciones acerca de esencias femeninas y masculinas, así como la crítica a las argumentaciones racistas.

En este mismo sentido, crece en la actualidad un consenso que pone en evidencia el carácter histórico, capitalista y constructivista de la noción de infancia. No tengo conocimiento de un trabajo que detalladamente incursione en el proceso simbólico y práctico mediante el cual la noción moderna de infancia no solamente define las posibilidades y limitaciones de los niños en torno del juego y la educación formal, sino en cómo esta misma noción esboza relaciones particulares entre padres e hijos, maestros y alumnos, y la sociedad, el Estado y el aparato social. Con todo, el tenor general de la Convención de los Derechos del Niño, guía fundamental para el diseño y la comprensión actual de la niñez, reposa tácitamente en estos postulados, y bajo la noción de protección reproduce los principios jerárquicos del mundo adulto sobre el infantil, de la misma forma como el siglo XVI argumentó acerca del disminuido poder de raciocinio de los indígenas americanos y la consecuente necesidad de encomendarlos a alguien, o como el siglo XVIII discutió la existencia o inexistencia del juicio femenino para dictaminar la necesidad de que las mujeres fueran protegidas y dirigidas por la razón e inteligencia masculinas, dada su naturaleza infantil. En ambos casos el tribunal capaz de discernir acerca de estos asuntos es uno masculino y también adulto, que se arroga el atributo de una madurez fuera de cuestión, de un conocimiento cierto acerca del devenir y la forma de acercarse a dichos sujetos, y emplea la noción de infantil para producir al otro por antonomasia de su razón: como niño.

La percepción cultural de la infancia como una etapa de preparación para la adultez, como una vía para adquirir el conocimiento propio del adulto, sus destrezas y habilidades, carece de todo acercamiento émico y se muestra indolente frente a las posibilidades de la alteridad cognitiva, de la diferencia de potencialidades en las que se desenvuelve el niño. La misma psicología del desarrollo se funda en una taxonomía orientada hacia el logro de la madurez entendida como adultez, como si hubiera alguna claridad acerca de lo que significa ser adulto y como si en esta noción no convivieran la falta de criterio, de responsabilidad, de conocimiento, de madurez, la ignorancia, la irracionalidad, la desesperación y la incertidumbre. Esa misma psicología del desarrollo también señala para la vida adulta un conjunto de etapas que marcan el crecimiento del individuo y lo encuentran transitando por un camino de errores, interpretaciones equívocas y crisis cuya superación marca el crecimiento. No obstante, no se considera allí que la inmadurez respecto de las etapas posteriores, sustraiga a los mayores de 18 años de la categoría de seres juiciosos y racionales, es decir, de adultos.

Por último, la similitud entre el trabajo infantil y el trabajo doméstico asombra en varios sentidos. Por una parte, tal como en muchos casos el trabajo doméstico se hizo invisible bajo el argumento de que no aportaba a la riqueza del hogar y de la nación, asimismo tiende a minimizarse el sentido económico del trabajo infantil derogándolo por su baja o nula productividad. El ejercicio de cuantificar uno y otro tiende a resultar en transformaciones importantes acerca de la dinámica microeconómica en las economías nacionales. Incluir ambas formas de trabajo en el PIB de cada nación, podría ser un útil intento por situar correctamente el peso económico de estas actividades.

En otro sentido, no obstante ligado con el anterior, se sitúa el tema del reconocimiento social y simbólico del trabajo infantil. En cuanto se denigran su utilidad social y su productividad económica, bajo el peso del daño que ocasiona al niño y con el argumento de que la niñez debe transcurrir en función del juego y del aprendizaje escolarizado, se devalúa el sentido de identidad del niño trabajador, como se menosprecia la dedicación del ama de casa al ignorar su aporte a la reproducción social mediante el trabajo doméstico. El hecho de que estos trabajos no sean incluidos en la contabilidad nacional, le resta el sentido de agencia a los sujetos que los realizan. Es en buena parte en función de estas reivindicaciones que se organizan los movimientos de mujeres y los más recientes de niños trabajadores.

El trabajo infantil y las exigencias de los niños trabajadores retan a las sociedades a encarar el modelo tradicional de infancia para pensar de formas alternativas las posibilidades de realización del mundo de la niñez, enfocando preferentemente las destrezas, las motivaciones, las experiencias y los conocimientos adquiridos en cambio de centrarse en el carácter deficitario de la infancia.

Los especialistas reconocen sin duda alguna que la infancia es una idea construida a lo largo de varios siglos y han identificado la manera como ha operado retóricamente durante la modernidad, en asocio con procesos sociales y económicos concretos, cuya plena realización sólo ha ocurrido en los países occidentales industrializados. También allí surgieron los conocimientos especializados que le dieron piso a la idea de la niñez como una etapa de la vida destinada al juego y a la escuela. Sobre esta base fue posible desvirtuar el valor del trabajo infantil, restarle eficacia simbólica y convertirlo en un indicador más de subdesarrollo. Mientras se continúe negando su utilidad social y su productividad económica, argumentando exclusivamente su efecto negativo sobre los niños y la necesidad social de que los niños asistan a la escuela y utilicen el tiempo libre en el consumo, no solamente se devalúa la identidad de los niños, sino que se desvía la atención de las verdaderas causas y del origen de la vergüenza que no le corresponde sentirla a las familias de los niños trabajadores.

En tanto las discusiones sobre el carácter histórico de la representación social de las mujeres y de los jóvenes ha permitido ampliar sus posibilidades, la discusión acerca de la forma como se ha arraigado la noción de infancia debe permitirle a los niños ampliar las posibilidades de sus vidas, más allá de las que les han impuesto a ellos y a sus familias el mundo moderno/colonial y los modelos de adultez occidental, que este mismo sistema mundo en realidad no ha puesto a su alcance.

Quienes se interesen en cuestionar el carácter abolicionista que tiñe las agendas para la erradicación del trabajo infantil, deben discutir el carácter de la noción moderna de infancia. Si bien se reconoce rápidamente su carácter histórico y constructivista, la voluntad de comprensión se estrecha cuando se trata de hacer lo mismo con las reflexiones económicas y sociales que hicieron posible la desaparición de las formas de explotación en el trabajo de los niños en otras regiones. Apoyar la erradicación del trabajo infantil a menudo supone ignorar las condiciones sociales de los niños que trabajan en los países del Tercer Mundo, al diseñar programas y estimular la adopción de políticas para retirar a los niños del trabajo sin considerar las condiciones familiares, sociales y culturales que los circundan. La Convención de los Derechos del Niño apenas menciona las características que deben encontrarse en la vida de los padres y de las familias para que la infancia moderna tome forma. La condición del niño como agente económico, y especialmente con carácter productivo, no se ajusta a la perspectiva de derechos que consigna la Convención. Este hecho cuestiona una de las más poderosas relaciones que dan sustento a la modernidad: el vínculo entre el Estado, la familia y el niño.


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Crítica poscolonial desde las prácticas políticas del feminismo antirracista

Crítica pós-colonial das práticas políticas do feminismo anti-racista

Postcolonial criticism from the political practices of anti-racist feminism

Ochy Curiel*


* Rosa Inés Curiel Pichardo (Ochy). Feminista dominicana. Teórica, militante, compositora y cantante. Docente en varias universidades de América Latina. Fue coordinadora del Proyecto Casa de África, (UNESCO), y de Casa por la Identidad de las Mujeres Afro. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.


Resumen

Este artículo señala que la teoría poscolonial hecha desde la academia conlleva una posición elitista y androcéntrica. La autora muestra que las prácticas y luchas del movimiento feminista, tanto en los Estados Unidos como en América Latina, han generado una forma de teorizar lo poscolonial que con frecuencia es ignorada por la academia. Trazando un recorrido que va desde los movimientos feministas negros en los Estados Unidos, pasando por el feminismo chicano, el feminismo afrolatino y el feminismo indígena, la autora muestra que la teoría poscolonial se beneficiaría mucho de los grandes aportes que estos movimientos políticos han hecho al pensamiento sobre la dominación colonial.

Palabras clave: feminismo, racismo, poscolonialismo.

Resumo

Este artigo mostra que a teoria pós-colonial feita desde a academia implica uma posição elitista e androcêntrica. A autora mostra que as práticas e lutas do movimento feminista, tanto nos Estados Unidos como na América Latina, têm gerado uma forma de teorizar o pós-colonial que com freqüência é ignorada pela academia. Traçando um percurso que vai desde os movimentos feministas negros nos Estados Unidos, passando pelo feminismo chicano, o feminismo afrolatino e o feminismo indígena, a autora mostra que a teoria pós-colonial se beneficiaria muito das grandes contribuições que estes movimentos políticos têm feito à dominação colonial.

Palavras chaves: feminismo, racismo, pós-colonialismo.

Abstract

This article shows that the postcolonial theory made in the academy has an elitist and androcentric position. The author shows that the practices and struggles of the feminist movement, both in United States of America as well as in Latin America, have generated a way of theorizing the postcolonial that most of the time is ignored by the academy. Drawing a way that comes from the black feminist movements in the United States, going through the Chicago feminism, African Latino feminism, and the indigenous feminism, the author shows that the postcolonial theory would be greatly benefited by the contributions that these political movements have done to the colonial domination.

Key words: feminism, racism, postcolonialism.


Una de las cuestiones que aprendí del feminismo fue a sospechar de todo, dado que los paradigmas que se asumen en muchos ámbitos académicos están sustentados en visiones y lógicas masculinas, clasistas, racistas y sexistas. A pesar de que nuevas tendencias como los estudios subalternos, los estudios culturales y los estudios poscoloniales, con sus diferencias y matices, han abierto la posibilidad de que voces silenciadas empiecen a convertirse en referentes y en propuestas de pensamientos cuestionando el sesgo elitista de la producción académica y literaria, no dejo de preguntarme ¿qué tanto los llamados estudios subalternos, poscoloniales o culturales realmente descentralizan “el” sujeto como pretenden? ¿No será que estos nuevos discursos apelan a lo que se asume como marginal o subalterno para lograr créditos intelectuales incorporando “lo diferente” como estrategia de legitimación? Tales preguntas me surgen porque estas nominaciones salen de académicos norteamericanos y británicos, aunque empujados en algunos casos por migrantes del sur. Por tanto, el sesgo colonial y androcéntrico sigue siendo característica de este pensamiento.

Uno de los temas por tratar en este número de Nómadas es la “colonialidad del poder”, concepto que en los últimos tiempos ha estado en boga en la teoría social contemporánea de América Latina. Si bien este concepto nos sirve para explicar las realidades sociopolíticas, económicas, culturales y de construcción de subjetividades, creo que el tema de los efectos del colonialismo en las sociedades contemporáneas no es un asunto nuevo. Las principales propuestas en ese sentido salen precisamente de las luchas concretas por la descolonización y la lucha contra el apartheid en África y Asia, en los años 50 y 60, de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos y desde un feminismo hecho por mujeres racializadas desde los años sesenta. Es decir, salen de los movimientos sociales y posteriormente se convierten en teorías.

Si hacemos una auténtica genealogía, dos pensadores han sido referentes importantes en el análisis de los efectos del colonialismo. Uno de ellos es Aimé Cesaire en los años treinta, iniciador del movimiento Negritud, quien sustentó su propuesta política con un análisis del colonialismo y el racismo como vectores fundamentales del capitalismo y de la modernidad occidental, lo que se extendería no sólo a las relaciones económicas sino al pensamiento y a los valores eurocéntricos (Cesaire, 2006). Posteriormente en los cincuenta, el martiniquence Frantz Fanon había hecho referencia al mundo cortado en dos, colonizados y colonizadores. Los primeros, explicaba Fanon, habían sido construidos a partir de un imaginario metropolitano, desde valores europeos universalistas que los consideraban un otro despojado, ajeno, que no sólo se expresaría en términos geopolíticos, sino también en el pensamiento y la acción política. Fanon insistió siempre en la deshumanización provocada por el colonialismo, que acarreaba fenómenos como el racismo, la violencia, la expropiación de tierras por parte de los colonizadores blancos europeos, convirtiendo a una parte de la población (indígenas, africanos) en los otros, los extranjeros, a través de diversos mecanismos de poder y dominación. Propuso la descolonización, no sólo de países frente a las metrópolis en búsqueda de la independencia y la autonomía económica y cultural, sino también la necesidad de un proceso de lucha política desde las personas colonizadas contra la negación de su identidad, de su cultura, contra la reducción de su autoestima. Para Fanon, la descolonización significaba la creación de solidaridad entre los pueblos en una lucha contra el imperialismo. En el nivel de pensamiento intelectual, la descolonización suponía combatir la visión etnocentrista y racista que reduce a las culturas no occidentales a objetos de estudio marginales y exóticos (Fanon, 2001).

Estos dos autores, entre otros, nos ofrecen un profundo análisis del colonialismo desde lo que hoy se denomina “posiciones subalternas”. Como intelectuales negros desafiaron el eurocentrismo del pensamiento y de los análisis políticos, dejándonos un legado importante para la comprensión de la realidad latinoamericana. Pero a pesar de estos grandes aportes, ni Fanon ni Cesaire abordaron categorías como sexo y sexualidad. Tampoco lo hacen los contemporáneos latinoamericanos que escriben sobre estos temas (Mignolo, Quijano, Dussel). Si bien sitúan la raza como criterio de clasificación de poblaciones que determina posiciones en la división sexual del trabajo, solo mencionan de paso su relación con el sexo y la sexualidad, además de no referirse a los aportes de muchas feministas en la creación de este pensamiento.

Sin utilizar el concepto de “colonialidad”, las feministas racializadas, afrodescendientes e indígenas, han profundizado desde los años setenta en el entramado de poder patriarcal y capitalista, considerando la imbricación de diversos sistemas de dominación (racismo, sexismo, heteronormatividad, clasismo) desde donde han definido sus proyectos políticos, todo hecho a partir de una crítica poscolonial. Estas voces se conocen muy poco, pues a pesar del esfuerzo de ciertos sectores en el ámbito académico y político para tratar de abrir brechas a lo que se denomina “subalternidad”, la misma se hace desde posiciones también elitistas y, sobre todo, desde visiones masculinas y androcéntricas.

Mi intención en este artículo es recuperar algunas de las propuestas de feministas que han sido racializadas, no por su condición de mujeres racializadas (a fin de cuentas, eso no necesariamente garantiza una propuesta de transformación epistemológica y política), sino porque sus planteamientos teóricos y analíticos han enriquecido enormemente la práctica feminista y servirían para ampliar el tema de la colonialidad.

Los aportes del feminismo a una nueva visión de la colonialidad

Anibal Quijano define la colonialidad como un patrón mundial de dominación dentro del modelo capitalista, fundado en una clasificación racial y étnica de la población del planeta que opera en distintos ámbitos. Según el autor, la colonialidad es una estructura de dominación y explotación que se inicia con el colonialismo, pero que se extiende hasta hoy día como su secuela (Quijano, 2007). Quijano se centra en varios aspectos fundamentales para explicar las consecuencias de esta estructura de dominación: la racialización de ciertos grupos (africanos e indígenas) que dio lugar a clasificaciones sociales entre superiores/dominantes/ europeos e inferiores/dominados/no europeos; la naturalización del control eurocentrado de territorios y de sus recursos, dando lugar a una colonialidad de articulación política y geográfica; una relación colonial con base en el capital-trabajo que da lugar a clases sociales diferenciadas, racializadas y distribuidas por el planeta. Para Quijano, la colonialidad del poder también ha tenido impacto en las relaciones intersubjetivas y culturales: la producción del conocimiento y de medios de expresión fue colonizada, imponiéndose una hegemonía eurocentrada. Así mismo, destaca el cuerpo como espacio donde se ejerce la dominación y explotación y las relaciones de género que se impusieron desde esta visión: libertad sexual de los varones, fidelidad de las mujeres, prostitución no pagada, esquemas familiares burgueses, todo ello fundado en la clasificación racial (Ibíd.).

El concepto de colonialidad del poder de Quijano sin duda nos ofrece un esquema de explicación para entender las lógicas de dominación del mundo moderno y su relación con el capitalismo global, ligado al colonialismo histórico, al cuestionar de fondo las corrientes eurocéntricas y occidentalistas. Son rescatables también sus análisis en torno a la relación raza, clase, género y sexualidad que introduce en su concepto, pero esto no es novedad. Ya en los años setenta muchas feministas desde su condición de mujeres racializadas profundizaron en esta relación enmarcándola en procesos históricos como la colonización y la esclavitud. Si bien muchos de los cientistas sociales han reconocido en los últimos años los aportes del feminismo como teoría crítica y como propuesta de mundo, la mayoría solo se detiene a hacer una simple acotación de ello. Las producciones de las feministas en la mayoría de los casos no forman parte de las bibliografías consultadas, se siguen desconociendo los grandes aportes de esta teoría y práctica política para una nueva comprensión de la realidad social. A lo sumo, cuando lo hacen, las referencias son las mujeres blancas de países del Norte.

Desde que aparece el feminismo, las mujeres afrodescendientes e indígenas, entre muchas otras, han aportado significativamente la ampliación de esta perspectiva teórica y política. No obstante, han sido las más subalternizadas no sólo en las sociedades y en las ciencias sociales, sino también en el mismo feminismo, debido al carácter universalista y al sesgo racista que le ha traspasado. Son ellas (nosotras) las que no han respondido al paradigma de la modernidad universal: hombre–blanco–heterosexual; pero son también las que desde su subalternidad, desde su experiencia situada, han impulsado un nuevo discurso y una práctica política crítica y transformadora.

La crítica poscolonial de las mujeres de color en Estados Unidos1

Si bien el pensamiento feminista antirracista y poscolonial surgeen los años setenta en los Estados Unidos, retomo esta referencia como antecedente importante para lo que luego se desarrolló en América Latina y el Caribe. Asumiendo que descolonizar supone registrar producciones teóricas y prácticas subalternizadas, racializadas, sexualizadas, es importante reconocer a tantas mujeres cuyas luchas sirvieron para construir teorías. Por ello es necesario traer en esta genealogía a Maria Stewart, primera mujer negra que señaló en público el racismo y el sexismo en Estados Unidos, en una conferencia en 1831, así como también a Sojourner Truth que en su discurso “¡Acaso no soy una Mujer!”, emitido en la primera Convención Nacional de 1851 celebrada en Worcester, Massachussets, proponía a las mujeres (tanto blancas como negras) ser libres de la dominación no solo racista, sino también sexista. De igual modo se destaca la acción de Rosa Parks, quien con su negativa a cederle el asiento a un hombre blanco y moverse a la parte de atrás del autobús como era la ley de la época de la segregación racial en 1955 en el sur de los Estados Unidos, provocó miles de manifestaciones por parte de la población afronorteamericana que derivó posteriormente en el movimiento por los derechos civiles. Vale la pena recordar los aportes de Angela Davis, icono de la lucha por los derechos civiles, quien enriqueció la perspectiva feminista al articular la clase con el antirracismo y el antisexismo, no solo en sus contribuciones teóricas sino también en su práctica política.

Estas mujeres han sido antecedentes importantes de lo que hoy se conoce como el Black Feminism, propuesta que interrelaciona categorías como sexo, “raza”2, clase y sexualidad en el marco de sociedades poscoloniales, y que ha dado lugar a lo que actualmente se denomina feminismo tercermundista y, en muchos casos, feminismo poscolonial. Todas ellas han intervenido desde sus experiencias como mujeres racializadas, o lo que Chandra Mohanty denomina posiciones de ubicación (Mohanty, 1985). Por otro lado, la afronorteamericana Patricia Hill Collins ha sistematizado el pensamiento político intelectual del Black Feminism. Para ella, este pensamiento tiene dos componentes: su contenido temático y su enfoque epistemológico, que parte de experiencias concretas de las mujeres negras como conocedoras situadas. Dice la autora:

Para desarrollar definiciones adecuadas del pensamiento feminista negro es preciso enfrentarse al complejo nudo de las relaciones que une la clasificación biológica, la construcción social de la raza y el género como categorías de análisis, las condiciones materiales que acompañan estas construcciones sociales cambiantes y la conciencia de las mujeres negras acerca de estos temas. Una manera de ubicarse frente a las tensiones de definición en el pensamiento feminista negro es especificado en la relación entre la ubicación de las mujeres negras -aquellas experiencias e ideas compartidas por las afroamericanas y que les proporciona un enfoque singular de sí mismas, de la comunidad y de la sociedad- y las teorías que interpretan esas experiencias […] el pensamiento feminista negro comprende interpretaciones de la realidad de las mujeres negras hechas por las mujeres negras (Collins, 1998: 289).

El feminismo negro ha sido sin duda una de las propuestas más completas, a diferencia del sesgo racista del feminismo y del sesgo sexista del movimiento por los derechos civiles; ha contribuido a completar la teoría feminista y la teoría del racismo al explicitar cómo el racismo, junto con el sexismo y el clasismo, afectan a las mujeres. Es lo que Hill Collins denomina matriz de dominación (Ibíd.). Una de las expresiones organizativas de este feminismo lo fue el colectivo Combahee River, constituido por lesbianas, feministas de color y migrantes del “tercer mundo”. La primera Declaración de este colectivo, hecha en abril de 1977, planteaba claramente su propuesta política con base en múltiples opresiones, tomando como marco el capitalismo como sistema económico:

La declaración más general de nuestra política en este momento sería que estamos comprometidas a luchar contra la opresión racial, sexual, heterosexual y clasista, y que nuestra tarea específica es el desarrollo de un análisis y una práctica integrados basados en el hecho de que los sistemas mayores de opresión se eslabonan. La síntesis de estas opresiones crean las condiciones de nuestras vidas. Como Negras vemos el feminismo Negro como el lógico movimiento político para combatir las opresiones simultáneas y múltiples a las que enfrentan todas las mujeres de color… Una combinada posición antirracista y antisexista nos juntó inicialmente, y mientras nos desarrollábamos políticamente nos dirigimos al heterosexismo y la opresión económica del capitalismo (Combahee River Collective, 1988: 179).

Desde una visión socialista, el Combahee River Collective partió de una política de identidad, pero una identidad lejos de sesgos esencialistas, sustentada en la práctica de mujeres racializadas. Su propuesta planteaba una interseccionalidad de dominaciones, lo que le dio al colectivo su carácter radical. Barbara Smith, iniciadora del grupo, tanto en sus ensayos y artículos como a través de la docencia, acentuó la interseccionalidad de lo racial, del sexo, de la heterosexualidad en la vida y la opresión de las mujeres negras. Su insistencia sobre esta perspectiva fue tal, que para difundir este pensamiento fundó, junto con Audre Lorde, la editorial Kitchen Table: Women of Color Press. Para Smith la imbricación de estas múltiples opresiones significaba asumir una posición radical.

En esta misma época y desde este mismo colectivo, Cheryl Clarke, conjuntamente con Smith, introduce un análisis de la heterosexualidad como sistema político y ofrece así un nuevo significado de la descolonización de los cuerpos y la sexualidad de las mujeres, proponiendo el lesbianismo como un acto de resistencia:

Donde quiera que nosotras como lesbianas nos encontremos a lo largo de este muy generalizado continuo político/social, tenemos que saber que la institución de la heterosexualidad es una costumbre que difícilmente muere y que a través de ella las instituciones de hombres supermachistas asegura su propia perpetuidad y control sobre nosotras. Es provechoso para nuestros colonizadores confinar nuestros cuerpos y alienarnos de nuestros propios procesos vitales, así como fue provechoso para los europeos esclavizar al africano y destruir toda memoria de una previa libertad y autodeterminación. Así como la fundación del capitalismo occidental dependió del tráfico de esclavos en el Atlántico Norte, el sistema de dominación patriarcal se sostiene por la sujeción de las mujeres a través de una heterosexualidad obligada (Clarke, 1988: 100-101).

De forma paralela surge el feminismo que hoy se denomina chicano, en contra también de las diversas opresiones, proponiendo una política de identidad híbrida y mestiza. En articulación con un novedoso movimiento literario crítico, mujeres como Gloria Anzaldúa, Chela Sandoval, Cherrie Moraga y Norma Alarcón, entre otras, con un estilo bilingue (spanglish) rompen con el canon de “pureza gramatical” y rehacen a la vez un pensamiento político, cruzando así fronteras geopolíticas, literarias y conceptuales. Desde este feminismo Gloria Anzaldúa, en su concepto de la frontera (borderlands), cuestiona el nacionalismo chicano y el racismo norteamericano, a la vez que el racismo y el etnocentrismo del feminismo anglosajón, y el heterosexismo de ambos, tomando como marco el contexto global del capitalismo. Anzaldúa ha sido pionera de lo que hoy se denomina pensamiento fronterizo, que expresa las limitaciones de identidades esencialistas y auténticas. Para Anzaldúa, la new mestiza suponía romper con los binarismos sexuales, con la imposición de un culturalismo que definía roles y funciones para las mujeres con el fin de mantenerlas en la subordinación. Desde su posición de lesbiana y feminista, Anzaldúa fue crítica del imperialismo norteamericano, pero también de los usos y costumbres de su cultura originaria que la subordinaban. A través de sus poemas y narraciones la autora deja ver sus puntos de vista:

Lo que quiero es contar con las tres culturas -la blanca, la mexicana, la india-. Quiero la libertad de poder tallar y cincelar mi propio rostro, cortar la hemorragia con cenizas, modelar mis propios dioses desde mis entrañas. Y si ir a casa me es denegado entonces tendré que levantarme y reclamar mi espacio, creando una nueva cultura -una cultura mestiza- con mi propia madera, mis propios ladrillos y argamasa y mi propia arquitectura feminista. No fui yo quien vendió a mi gente sino ellos a mí. Me traicionaron por el color de mi piel. La mujer de piel oscura ha sido silenciada, burlada, enjaulada, atada a la servidumbre con el matrimonio, apaleada a lo largo de 300 años, esterilizada y castrada en el siglo XX. Durante 300 años ha sido una esclava, mano de obra barata, colonizada por los españoles, los anglo, por su propio pueblo -y en Mesoamérica su destino bajo los patriarcas indios no se ha librado de ser herido-. Durante 300 años fue invisible, no fue escuchada, muchas veces deseó hablar, actuar, protestar, desafiar. La suerte estuvo fuertemente en su contra. Ella escondió sus sentimientos; escondió sus verdades; ocultó su fuego; pero mantuvo ardiendo su llama interior. Se mantuvo sin rostro y sin voz, pero una luz brilló a través del velo de su silencio (Anzaldúa, 2004: 79).

Es interesante resaltar cómo la identidad mestiza que Anzaldúa defiende toma en el contexto norteamericano un significado diferente al que tiene en América Latina y el Caribe. En nuestra región ser mestiza responde a una ideología racista en la construcción del Estado- nación, es una identidad dominante. El mestizaje fue uno de los mecanismos ideológicos para lograr una nación homogénea, cuyos referentes legitimados eran una herencia fundamentalmente europea, en donde la genealogía indígena y africana desaparece. En Estados Unidos, en cambio, supone reconocerse subalterna y reivindicarse “latina”: es un acto de resistencia.

Muchas de estas voces se han recogido en una antología que ha sido histórica para el feminismo y el pensamiento antirracista y poscolonial. Se trata de un libro que reúne ensayos, narraciones y autobiografías titulado Esta puente, mi espalda: voces de mujeres tercermundistas (1988), escritos por mujeres chicanas, indígenas, afro y asiáticas, articuladas en la categoría de “mujeres de color” y/o “tercermundistas”, en un marco feminista desde el cual denuncian el racismo de la sociedad norteamericana, además del que se expresaba en el feminismo, y desde el que denuncian igualmente el sexismo de los movimientos políticos y etnoculturales de los cuales formaban parte.

El Black Feminism y el feminismo chicano en Estados Unidos han sido definitivamente dos de las propuestas más radicales que se han producido contra los efectos del colonialismo desde una visión materialista, antirracista y antisexista, que mucho ha aportado a las voces críticas en América Latina y el Caribe, y que deben convertirse en referencia importante para la teoría y práctica poscolonial.

Contribuciones de las mujeres racializadas en América Latina y el Caribe

Para hablar de la colonialidad del poder en América Latina y el Caribe y sus efectos en las mujeres, hay que remontarse a la época en la cual se inicia este proyecto. Una de las secuelas del colonialismo, no sólo como administración colonial, sino como proyecto inherente a la modernidad, fue la manera en que se constituyeron las naciones latinoamericanas y caribeñas: la homogeneización con una perspectiva eurocéntrica fue la propuesta nacional a través de la ideología del mestizaje, que aspiró a lo europeo como forma de “mejorar la raza”.

Si bien el discurso nacional se presentaba como algo híbrido, fundado sobre la base de la mezcla de “grupos raciales”, al ser impulsado por las élites políticas y económicas criollas no contempló de hecho a las poblaciones indígenas y afrodescendentes, poblaciones subalternas explotadas y racializadas, situación que fue decisiva en el racismo estructural de las repúblicas latinoamericanas y que se expresa hoy en el ámbito económico, político, social y cultural.

La supuesta democracia racial que muchos de los intelectuales de los años treinta instalaron como matriz civilizatoria, ha sido principalmente una ideología de dominación, una manera de mantener las desigualdades socioeconómicas entre blancos, indios y negros, encubriendo y silenciando la permanencia del prejuicio de color, de las discriminaciones raciales y del racismo como dominación. La democracia racial pasa a ser el mito fundador de la nacionalidad latinoamericana y caribeña, un mito que niega la existencia del racismo. Esta ideología del mestizaje se hizo con base en la explotación y violación de las mujeres indígenas y negras. Las mujeres fueron siempre instrumentalizadas para satisfacer el apetito sexual del hombre blanco y así asegurar la mezcla de sangres para mejorar la raza. Política de blanqueamiento, alimentada y promovida por los Estados incipientes.

Uno de los aportes importantes de las feministas afrodescendientes latinoamericanas y caribeñas ha sido evidenciar esta secuela del colonialismo, este mestizaje que supuso violencia y violaciones para las mujeres. Estos análisis han salido fundamentalmente de las mujeres racializadas en nuestro continente, que desde un enfoque feminista han introducido la variable sexo/género para entender el patriarcado desde la instalación de los Estados nacionales. Pero las afrolatinas y caribeñas también han analizado cómo la visión de los estudios de las mujeres en la época colonial ha estado atravesada por una mirada colonialista y occidental, al ser las mujeres reducidas a sus roles de reproductoras de esclavos, madres de leche o como objeto sexual de los amos, o a lo sumo, estudiadas como fuerza de trabajo en el sistema esclavista. Gracias a la producción feminista contamos hoy con estudios que muestran las diversas formas en que las mujeres se resistieron a la esclavitud. Lo que se ha llamado “operaciones tortuga” en las Casas Grandes de los amos, el desperdicio de productos domésticos, los abortos autoinducidos para evitar que sus hijos e hijas fueran esclavizados, fueron formas cotidianas de protesta y resistencia de las mujeres que la dominicana Celsa Albert denomina cimarronaje doméstico (Albert, 2003). Pero también las feministas afro han mostrado las formas radicales y arriesgadas que tenían las mujeres para salirse de la lógica y de la realidad esclavista, como por ejemplo, las diversas fugas de mujeres de diversas edades y naciones, como lo demostró Sonia Giacomini en un estudio realizado en Brasil (Giacomini, 1988).

Aportes importantes como los de Lélia González han permitido trazar la genealogía indígena y africana. A partir de su concepto de amefricanidad, González denunció la latinidad como una nueva forma de eurocentrismo, pues subestima o descarta las dimensiones indígenas y negras en la construcción de las Américas. La amefricanidad es entendida por la autora como un proceso histórico de resistencia, de reinterpretación, de creación de nuevas formas culturales, que tiene referencias en modelos africanos pero que rescata otras experiencias históricas y culturales. Desde aquí se genera una construcción de identidad particular, una mezcla de muchos elementos a la vez (Barrios, 2000: 54-55). Situada en una perspectiva feminista, Lélia González fue de las primeras en la región en colocar la importancia de la interrelación entre racismo, sexismo y clasismo en la vida de las mujeres negras.

Jurema Wernerk, haciendo un análisis de las luchas políticas de las afrobrasileñas, elabora una genealogía que recupera la historia de las Ialodês3, mujeres líderes africanas que resistieron a cualquier pretensión de dominio y sumisión. Esta herencia es reconocida en las mujeres de la diáspora, y coloca la lucha política de las mujeres mucho antes de haber nacido el feminismo como teoría (Wernerk, 2005). Por su parte, Sueli Carneiro ha aportado un análisis de la división del trabajo al evidenciar cómo en el caso de las mujeres negras, las esferas pública y privada nunca fueron separadas, ya que desde los tiempos de la esclavitud siempre trabajaron en las calles y en las casas. Carneiro ha propuesto ennegrecer al feminismo para entender la relación entre racismo y sexismo y feminizar la lucha antirracista para entender los efectos del racismo en las mujeres (Carneiro, 2005).

Pero la ardua tarea que han tenido las afrodescendientes en América Latina y el Caribe ha sido la visibilización del racismo y sus efectos sobre las mujeres. Precisamente por la ideología del mestizaje, en nuestros países el racismo se relaciona con experiencias lejanas como el apartheid de África del Sur o el segregacionismo racial de Estados Unidos, lo que ha llevado a negar su existencia en nuestro medio. En ese sentido, las feministas afrodescendientes han denunciado la ausencia de diferenciación poblacional por cuestiones de raza y sexo; la segregación racial existente en los servicios públicos; el carácter racial de la violencia hacia las mujeres; la imagen estereotipada y violenta de las mujeres afro en los medios de comunicación; han enfatizado en los análisis de la división sexual y racial del trabajo que las ubica en esferas laborales menos valoradas y peor remuneradas como el trabajo doméstico, las maquilas, el trabajo informal y el trabajo sexual; han denunciado cómo la “buena presencia” es un marcador racista y sexista que les impide entrar a ciertos trabajos; todo ello visto como secuelas del colonialismo y la esclavitud. A pesar de que no se ha profundizado lo suficiente, también en Latinoamérica las lesbianas y afrodescendientes han relacionado el racismo y el sexismo con la heterosexualidad como sistema normativo y obligatorio, uniendo esta visión a sus prácticas políticas (Curiel, 2005). En fin, las afrodescendientes en nuestra región han aportado significativamente a una crítica poscolonial, elaborando un pensamiento político y teórico cada vez más sistemático y profundo que se ha hecho desde las prácticas políticas. Un proceso de descolonización en el ámbito académico, como el que proponen los teóricos poscoloniales latinoamericanos, debe reconocer estas voces y propuestas.

Aportando desde el incipiente feminismo indígena

A pesar del debate sobre la existencia de un feminismo indígena en Latinoamérica, las mujeres indígenas desde sus prácticas han tenido también en los últimos tiempos una posición crítica poscolonial. Surgen como movimiento dentro de los movimientos mixtos de los años setenta, fortaleciéndose en las décadas posteriores. La campaña continental de resistencia indígena, negra y popular que se llevó a cabo en 1992 frente a la conmemoración de los 500 años del llamado “Descubrimiento de América”, fue uno de los escenarios que permitió la emergencia de este movimiento, aunque ya antes había experiencias políticas en esta dirección.

El feminismo indígena ha cuestionado las relaciones patriarcales, racistas y sexistas de las sociedades latinoamericanas, al mismo tiempo que cuestiona los usos y costumbres de sus propias comunidades y pueblos que mantienen subordinadas a las mujeres. El contexto cultural, económico y político en torno a las comunidades indígenas ha marcado sus propios puntos de vista y sus maneras de hacer política descentrando y cuestionando el sesgo racista y etnocéntrico del feminismo. Sus luchas políticas se dirigen hacia varias direcciones: la lucha por el reconocimiento de una historia de colonización, por el reconocimiento de su cultura, por la redistribución económica, así como el cuestionamiento a un Estado racista y segregacionista, el cuestionamiento al patriarcado indígena y la búsqueda de autodeterminación como mujeres y como pueblos (Masson, 2006). Marta Sánchez Néstor, indígena amuga de México, señala su posicionamiento desde el feminismo indígena:

Quizás sea nuestra propia forma de pensar en el feminismo, pues si bien estamos de acuerdo en que el sistema en sí ha sido patriarcal, vemos también que en nuestra cosmovisión y concepción de estos temas polémicos, no ha sido una tarea absorber todo lo que se genera en el mundo mestizo. Nosotras vamos retomando todo lo que nutre nuestra lucha, y vamos dando a las otras mujeres todo lo que pudiera nutrir su propia lucha, en algunos momentos nos unimos en voces, en eventos, en exigencias a quienes corresponde en este país o fuera de él, pero con nuestra propia estrategia para seguir luchando adentro de las comunidades y organizaciones por hacer de nuestra lucha, una historia realmente de hombres y mujeres indígenas (Sánchez, 2005: 48).

Estas perspectivas han abierto la posibilidad de ubicar culturalmente las experiencias de las mujeres y entender que el género no es una categoría universal, estable y descontextualizada. A pesar de que en los espacios académicos se representa a las mujeres indígenas sólo como víctimas del patriarcado y la fuerza del capital, como actoras políticas han tenido posiciones poscoloniales críticas y radicales.

Conclusión

Uno de los problemas que se mantiene en torno al tema de lo poscolonial es la tensión que existe entre la producción teórica, puramente académica, y lo que se genera desde los movimientos sociales que posteriormente se convierte en teoría. Si bien desde la producción académica se han abierto vías para un pensamiento crítico, este no deja de ser elitista y, sobre todo, androcéntrico. Tal situación se complejiza en tiempos de globalización, donde las relaciones de poder no solo se extienden a los mercados capitalistas, sino también a todas las relaciones sociales. Hoy la alteridad, lo que se considera diferente, subalterno, es también potable para el mercado y sigue siendo “materia prima” para el colonialismo occidental, un colonialismo que no es asexuado sino que sigue siendo patriarcal, además de racista.

Hoy la diferencia cultural ha producido un neoracismo, un racismo sin razas (Stolcke, 1992) que mantiene a la otra y al otro fuera de todo paradigma válido. Si lo subalterno se traduce en un discurso de multiculturalidad, entonces sigue manteniendo relaciones de poder colonialistas. El otro, la otra, se naturaliza, se homogeniza en función de un modelo modernizador para dar continuidad al control no solo de territorios, sino también de saberes, cuerpos, producciones, imaginarios y todo ello se basa en una visión patriarcal en donde los saberes de las mujeres son relegados a meros testimonios, no aptos para la producción académica.

Descolonizar entonces supone entender la complejidad de relaciones y subordinaciones que se ejercen sobre aquellos/as considerados “otros”. El Black Feminism, el feminismo chicano y el feminismo afro e indígena en Latinoamérica son propuestas que complejizan el entramado de poder en las sociedades poscoloniales, articulando categorías como la raza, la clase, el sexo y la sexualidad desde las prácticas políticas donde han emergido interesantes teorías no sólo en el feminismo sino en las ciencias sociales en su conjunto. Son propuestas que han hecho frente a la colonialidad del poder y del saber y hay que reconocerlas para lograr realmente una descolonización.


Citas

1 Utilizo mujeres de color como categoría de autodefinición que se asignaron mujeres afronorteamericanas.

2 Coloco “raza” entre comillas para denotar su construcción social y política y, sobre todo, como categoría de poder, no porque asuma que exista como criterio natural de clasificación de grupos humanos.

3 Ialodê es la forma brasileña para la palabra en lengua iorubá Ìyálóòde. Se refiere a la representante de las mujeres y algunos tipos de mujeres emblemáticas y líderes políticas.


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¿Son posibles unas ciencias sociales/culturales otras? Reflexiones en torno a las epistemologías decoloniales

São possíveis outras ciências sociais/culturais? Reflexões sobre epistemologias decoloniais

Are other social/cultural sciences possible? Reflections on decolonial epistemologies

Catherine Walsh*


* Doctora en Lingüística. Profesora titular y Directora del Doctorado en Estudios Culturales Latinoamericanos, Coordinadora del Taller Intercultural, Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.


Resumen

El artículo se pregunta por la posibilidad de refutar los supuestos epistemológicos que localizan la producción de conocimiento solo en la academia y dentro de los cánones y paradigmas establecidos por el cientificismo occidental. La autora argumenta que las ciencias sociales pueden y deben ser repensadas desde una pluri-versalidad epistemológica que tenga en cuenta y dialogue con las formas de producción de conocimientos que se generan en ámbitos extra-académicos y extra-científicos. Concretamente se refiere al pensamiento producido por comunidades indígenas y afro-andinas, que ha sido sistemáticamente invisibilizado por lo que Leopoldo Zea llamó el “Pensamiento latinoamericano”.

Palabras clave: Diálogo de saberes, interculturalidad, colonialidad, eurocentrismo.

Resumo

O artigo se pergunta pela possibilidade de refutar os supostos epistemológicos que localizam a produção de conhecimento unicamente na academia e dentro dos cânones e paradigmas estabelecidos pelo cientificismo ocidental. A autora argumenta que as ciências sociais podem e devem ser repensadas desde uma pluri-versalidade epistemológica que leve em conta e dialogue com as formas de produção de conhecimentos que são geradas em âmbitos extra-acadêmicos e extracientíficos. Concretamente se refere ao pensamento produzido por comunidades indígenas e afro-andinas, que tem sido sistematicamente invisibilizado pelo que Leopoldo Zea chamou de o “Pensamento latino-americano”.

Palavras chaves: Diálogo de saberes, interculturalidade, colonialidade, eurocentrismo.

Abstract

The article asks for the possibility of refuting the epistemological assumptions that place the knowledge production only in the academy and inside canons and paradigms established by the Western scientificism. The author argues that the social sciences can and must be thought from an epistemological pluriversality that takes into account and dialogues with the forms of knowledge production that are generated in both extra- academic and extra-scientific milieus. In concrete, she makes reference to the thought produced by indigenous and African Andean communities, though that has been systematically made invisible by what Leopoldo Zea called the “Latin American thought”.

Key words: dialogue among knowledges, interculturality, coloniality, eurocentrism.


[…] Es necesario ‘deconstruir’ lo pensado para pensar lo por pensar. Para desentrañar lo más entrañable de nuestros saberes y para dar curso a lo inédito, arriesgándonos a desbarrancar nuestras últimas certezas y a cuestionar el edificio de la ciencia.
Enrique Leff

En América Latina, como en otras partes del mundo, el campo de las ciencias sociales ha sido parte de las tendencias neoliberales, imperiales y globalizantes del capitalismo y de la modernidad. Son tendencias que suplen la localidad histórica por formulaciones teóricas monolíticas, monoculturales y “universales” y que posicionan el conocimiento científico occidental como central, negando así o relegando al estatus de no conocimiento, a los saberes derivados de lugar y producidos a partir de racionalidades sociales y culturales distintas. Claro es que en esta jerarquización, existen ciertos supuestos como la universalidad, la neutralidad y el nolugar del conocimiento científico hegemónico y la superioridad del logocentrismo occidental como única racionalidad capaz de ordenar el mundo.

Son estos supuestos asumidos como verdad los que han venido organizando y orientando las ciencias sociales hegemónicas desde su origen. No obstante, y desde los años 90, se observa en Latinoamérica un fortalecimiento de estos supuestos como parte de la globalización neoliberal extendida a los campos de la ciencia y el conocimiento. A partir de este fortalecimiento, evidente en la mayoría de las universidades de la región, la escisión cartesiana entre el ser, hacer y conocer, entre ciencia y práctica humana, se mantiene firme; el canon eurocéntrico-occidental se reposiciona como marco principal de interpretación teórico: y el borramiento del lugar (incluyendo la importancia de las experiencias basadas-en-lugar) se asume sin mayor cuestionamiento. Las consecuencias, como argumenta Arturo Escobar (2005), se encuentran, por un lado, en las asimetrías promovidas por la globalización (en donde lo local se equipara al lugar y a la tradición y lo global al espacio, al capital y a la historia) y, por el otro, en las concepciones de conocimiento, cultura, naturaleza, política y economía y la relación entre ellas.

Cierto es que en los últimos años la ciencia, el conocimiento especializado de la academia en general y de las ciencias sociales en particular y las posturas políticas, sociales y culturales dominantes en torno a sus formas de teorización han sido temas de debate global1 . Sin embargo, y al parecer, el impacto de estos debates en el pensamiento y la ciencia social latinoamericana y su práctica ha sido casi nulo. En contraste con las iniciativas de los años 60 a 70 para construir unas ciencias sociales propias y críticas, promover diálogos Sur-Sur e impulsar una praxis y un pensamiento de América Latina desde adentro2 , actualmente se evidencia en la región un regreso a los paradigmas liberales del siglo XIX, incluyendo las metanarrativas universales de modernidad y progreso y una posición de no involucramiento (Lander, 2000). Pero también se evidencia la instalación de una nueva racionalidad científica que “niega el carácter racional a todas las formas de conocimiento que no parten de sus principios epistemológicos y sus reglas metodológicas” (Sousa Santos, 1987: 10-11).

Por lo tanto, el problema no descansa simplemente en abrir, impensar o reestructurar las ciencias sociales como algunos estudios sugieren, sino más bien en poner en cuestión sus propias bases. Es decir, refutar los supuestos que localizan la producción de conocimiento únicamente en la academia, entre académicos y dentro del cientificismo, los cánones y los paradigmas establecidos. También refutar los conceptos de racionalidad que rigen el conocimiento mal llamado “experto”3 , negador y detractor de las prácticas, agentes y saberes que no caben dentro de la racionalidad hegemónica y dominante. Tal refutación no implica descartar por completo esta racionalidad, sino hacer ver sus pretensiones coloniales e imperiales y disputar su posicionamiento como única, de esta manera cuestionan también la supuesta universalidad del conocimiento científico que preside las ciencias sociales, en la medida en que no capta la diversidad y riqueza de la experiencia social ni tampoco las alternativas epistemológicas contra-hegemónicas y decoloniales que emergen de esta experiencia.

¿Pueden las ciencias sociales hegemónicas ser reconcebidas y reconstruidas desde la perspectiva de la pluri-versalidad epistemológica y la creación de vínculos dialógicos dentro de esta pluri-versalidad? ¿Qué implicaría considerar con seriedad las epistemologías que encuentran sus bases en filosofías, cosmovisiones y racionalidades distintas, incluyendo en ellas las relacionadas con la experiencia social, con el territorio y la naturaleza, las luchas políticas y epistémicas vividas y con lo que Escobar (2005) llama prácticas-en-lugar? ¿Es posible la construcción de ciencias sociales/ culturales “otras” que no reproduzcan la subalternización de subjetividades y de saberes, ni el eurocentrismo, el colonialismo y la racialización de las ciencias hegemónicas, sino que apunten a una mayor proyección e intervención epistémica y social de-coloniales? Son estas preguntas las que guían la presente discusión.

La modernidad/colonialidad y la relación raza-saber-sernaturaleza

Un punto de partida para esta indagación se encuentra en los orígenes y el desarrollo de la modernidad y en el colonialismo y el capitalismo como sus partes constitutivas. Entendemos modernidad no como fenómeno intra-europeo sino desde su dimensión global, vinculada con la hegemonía, periferización y subalternización geopolítica, racial, cultural y epistémica que la modernidad ha establecido desde la posición de Europa como centro. La colonialidad es el lado oculto de la modernidad, lo que articula desde la Conquista los patrones de poder desde la raza, el saber, el ser y la naturaleza de acuerdo con las necesidades del capital y para el beneficio blanco-europeo como también de la elite criolla. La modernidad/ colonialidad entonces sirve, por un lado, como perspectiva para analizar y comprender los procesos, las formaciones y el ordenamiento hegemónicos del proyecto universal del sistema-mundo (a la vez moderno y colonial) y, por el otro, para visibilizar, desde la diferencia colonial, las historias, subjetividades, conocimientos y lógicas de pensamiento y vida que desafían esta hegemonía.

Dentro de la colonialidad podemos distinguir cuatro esferas o dimensiones de operación que, a partir de su articulación, contribuyen a mantener la diferencia colonial y la subalternización. La primera la constituye lo que Aníbal Quijano (1999) ha llamado la colonialidad del poder, entendida como los patrones del poder moderno que vinculan la raza, el control del trabajo, el Estado y la producción de conocimiento. Esta colonialidad del poder instauró en América Latina una estratificación social que ubica al blanco europeo en la cima mientras el indio y el negro ocupan los últimos peldaños –estos dos grupos son construidos como identidades homogéneas y negativas–. Fue este uso e institucionalización de la raza como sistema y estructura de clasificación el que sirvió como base para posicionar jerárquicamente ciertos grupos sobre otros en los campos del saber. Esta segunda dimensión es la de la colonialidad del saber que no sólo estableció el eurocentrismo como perspectiva única de conocimiento, sino que al mismo tiempo, descartó por completo la producción intelectual indígena y afro como “conocimiento” y, consecuentemente, su capacidad intelectual.

La promoción de este enlace entre raza y saber, a lo que Eze (2001) se refiere como “el color de la razón”, se encuentra claramente en el pensamiento que, desde el siglo XVIII ha venido orientando la filosofía occidental y la teoría social. Tal vez el ejemplo más descarado es del Immanuel Kant, quien en su antropología filosófica señala que “La humanidad existe en su mayor perfección en la raza blanca… Los negros son inferiores y los más inferiores son parte de los pueblos [nativos] americanos” (Kant citado por Eze, 2001: 231).

Esta perspectiva también se encuentra en el pensamiento latinoamericano. Para Sarmiento, por ejemplo, el indio representa “la barbarie y, por tanto, hay que eliminarle para abrir paso al progreso y la civilización… definitivamente existe la superioridad de unas razas sobre otras; entre ellas, de la raza anglosajona” (citado por Sacoto, 1994: 9). El mismo José Carlos Mariátegui, conocido como uno de los pensadores latinoamericanos más progresistas del siglo XX, fue impulsor de esta colonialidad que propagó la idea de una jerarquía racial y epistémica, en este caso, en torno a los pueblos negros, justificando su exclusión social, cultural, política y económica, como también su silenciamiento dentro de la construcción teórica y discursiva de la modernidad. Para Mariátegui, mientras que los indígenas sí podrían hacer una contribución social y cultural a la sociedad moderna, los negros no estaban en condiciones de contribuir a la creación de ninguna cultura “por la influencia cruda y viviente de su barbarie” (Walsh, 2004: 336). Hasta el antropólogo Fernando Ortiz, quien hizo mucho por visibilizar las prácticas culturales de los afrocubanos, tuvo en su trabajo temprano un pensamiento negativo sobre los pueblos negros: “una raza que bajo muchos aspectos ha conseguido marcar característicamente la mala vida cubana comunicándole sus supersticiones, sus organizaciones, sus lenguajes, sus danzas, etc.” (Ortiz, 1917: 38).

Es a partir de esta racialización moderno-colonial que se forjó la idea de que los indios y negros por sí mismos no piensan; cualquier saber viene simplemente de la práctica de/con la naturaleza, así clasificado y nombrado como “tradición”, nunca como ciencia o conocimiento. De hecho, para Kant, la “raza” se basaba en un principio no histórico de la razón. Es decir, la razón (el pensamiento y el conocimiento) estaba directamente ligada al estatus humano; los considerados menos humanos –los indios y negros– no tenían razón o capacidad de pensar.

Es en esta ligazón entre humanidad y razón la que apunta a una tercera dimensión de carácter ontológico, la colonialidad del ser, que ocurre cuando algunos seres se imponen sobre otros, ejerciendo así un control y persecución de diferentes subjetividades como una dimensión más de los patrones de racialización, colonialismo y dominación que hemos discutido. En este sentido, lo que señala la colonialidad del ser no es la violencia ontológica en sí, sino el carácter preferencial de la violencia que está claramente explicado por la colonialidad del poder; es decir, la cuestión del ser colonizado tiene un arraigamiento en la historia y el espacio: “La concepción del espacio invita a la reflexión no solamente sobre el Ser, sino más específicamente sobre su aspecto colonial, el que hace que los seres humanos sientan que el mundo es como un infierno ineludible” (Maldonado-Torres, 2006: 103). Esta atención al espacio es importante por evidenciar cómo la supuesta neutralidad de las ideas filosóficas y las teorías sociales esconde “una cartografía imperial implícita que fusiona la raza y el espacio […] en las formas de olvido de la condenación, racismo epistémico y muchas otras […] en la cartografía de lo que se suele considerar como trabajo filosófico y pensamiento crítico” (Ibíd.:128- 129). Pero también es importante por lo que sugiere en términos de estrategia opuesta. Escobar (2005) lo aclara cuando argumenta que la mejor manera de contrarrestar estas tendencias imperializantes del espacio propio –las que producen la mirada desituada y desprendida propia del cartesianismo y la ciencia moderna– es activar la especificidad del lugar como noción contextualizada y situada de la práctica humana.

Esta localización de seres y de sus conocimientos no sólo desafía la noción del vacío y no-lugar del conocimiento científico, sino que también lleva a la discusión la cuarta dimensión de la colonialidad (no identificada o considerada por Quijano), la que refiero aquí como la colonialidad de la naturaleza. Con esta dimensión de la colonialidad, hago referencia a la división binaria cartesiana entre naturaleza y sociedad, una división que descarta por completo la relación milenaria entre seres, plantas y animales como también entre ellos, los mundos espirituales y los ancestros (como seres también vivos). De hecho, esta colonialidad de la naturaleza ha intentado eliminar la relacionalidad que es base de la vida, de la cosmología y del pensamiento en muchas comunidades indígenas y afros de Abya Yala4 y América Latina. Es esta lógica racionalista, como sostiene Noboa (2006), la que niega la noción de la tierra como “el cuerpo de la naturaleza”, como ser vivo con sus propias formas de inteligencia, sentimientos y espiritualidad, como también la noción de que los seres humanos son elementos de la tierra-naturaleza.

Por lo tanto, la colonialidad de la naturaleza añade un elemento fundamental a los patrones del poder discutidos (partiendo así de ellos y constantemente conectándoseles): el dominio sobre las racionalidades culturales, las que en esencia forman los cimentos del ser y del saber. Es la relación continua del ser con el pensar, con el saber y el conocer, que parte de un enlace fluido entre tres mundos: el mundo biofísico de abajo, el mundo supranatural de arriba y el mundo humano de ahora, así como las formas y condiciones tanto del ser como del estar en ellos. El control que ejerce la colonialidad de la naturaleza es el de “mitoizar” esta relación, es decir, convertirla en mito, leyenda y folclor y, a la vez, posicionarla como no racional, como invención de seres no modernos. De esta manera, intenta eliminar y controlar los sustentos, los sentidos y las comprensiones de la vida misma que parten de lugar territorio-pacha mama, reemplazándolos con una racionalidad moderna-occidental deslocalizada que desde las escuelas, los proyectos de desarrollo y hasta la universidad procura gobernar a todos. En forma similar, Leff (2004) pone en discusión el problema del logos científico que intenta regir la racionalidad ambiental desde las condiciones del ser –el ser constituido por su cultura en los diferentes contextos en los que significa a la naturaleza–. Por ambiente se entiende,

El campo de relaciones entre la naturaleza y la cultura, de lo material y lo simbólico, de la complejidad del ser y del pensamiento; es un saber sobre las estrategias de apropiación del mundo y la naturaleza a través de las relaciones de poder que se han inscrito en las formas dominantes de conocimiento. [Es] el saber ambiental que entreteje en una trama compleja de conocimientos, pensamientos, cosmovisiones y formaciones discursivas que desborda el campo del logos científico, abriendo un diálogo de saberes en donde se confrontan diversas racionalidades y tradiciones (Leff, 2004, 4-5)

Tanto el saber ambiental del que habla Leff como la naturaleza como la entendemos aquí, abren otras vías para entender y enfrentar el problema del conocimiento construido por la modernidad/colonialidad; plantean perspectivas distintas de comprensión y apropiación del mundo que encuentran sus bases en la experiencia social y las epistemologías que se construyen a partir de ella. En estas perspectivas la experiencia humana no queda subsumida bajo la aplicación práctica, instrumental y utilitarista del conocimiento objetivo, como ocurre en las ciencias sociales hegemónicas. Tampoco quedan fijados estos elementos dentro del proyecto epistémico de la modernidad: la representación de lo real a través del concepto, la voluntad de unificación del ser y la objetivación y transparencia del mundo a través del conocimiento (Leff, 2004). Mas bien, estos campos de saber marcan una “apertura” (en contraste con el cierre que hace el “conocimiento científico”), donde la creencia y el precepto epistémico-vivencial central es que se llega al conocimiento desde el mundo –desde la experiencia, pero también desde la cosmología ancestral y la filosofía de existencia que da comprensión a esta experiencia y a la vida5 –. En cambio, la perspectiva moderno-occidental asume que se llega al mundo desde el conocimiento. Y es ésta última perspectiva ya asumida y naturalizada como abstracto universal, que se puede observar tanto en la esfera política (incluyendo en la relación civilización-progreso-mercado) como en la universidad, particularmente en su tendencia actual neoliberal corporativa, donde la localidad histórica es suplida por formulaciones teóricas monolíticas, monoculturales y “universales”.

En esencia, lo que está en juego entonces, son sistemas distintos de pensar y de construir conocimiento. ¿Qué implicaría para las ciencias sociales no limitarse a un sistema –mal posicionado como universal– sino poner en consideración una pluri-versalidad de perspectivas epistemológicas, buscando de este modo un diálogo entre ellas? ¿Qué ofrecería dar visibilidad y credibilidad a la experiencia social, a las prácticas y a los agentes y saberes no tenidos en cuenta por la racionalidad hegemónica? ¿Son estas consideraciones suficientes o, más bien, necesitamos ser más radicales, contemplando la construcción de ciencias sociales/ culturales “otras”, que apunten hacia una mayor proyección e intervención epistémica, sociopolítica y cultural de-coloniales?

Reflexiones en torno a epistemologías de-coloniales y ciencias sociales y culturales “otras”

Existen distintas perspectivas desde las cuales podemos empezar a pensar la epistemología y las ciencias sociales de otra manera. Una perspectiva propuesta por Boaventura de Sousa Santos (2005) en el marco de la experiencia del Foro Social Mundial y desde la operación epistemológica y ontológica efectuada por los movimientos y organizaciones sociales, apunta la necesidad de “una epistemología del sur” que de credibilidad a las nuevas experiencias sociales contrahegemónicas y a los supuestos epistemológicos alternativos que estas experiencias construyen y marcan. Para Santos, esta operación epistemológica consiste en dos procesos que podrían enfrentar el sentido común de las ciencias sociales hegemónicas, lo que él llama la “sociología de las ausencias” y la “sociología de las emergencias”. Mientras la primera se basa en el reconocimiento y la valorización de diferentes racionalidades, conocimientos, prácticas y actores sociales moviéndose así en el campo de las experiencias sociales, la segunda pretende “identificar y ampliar los indicios de las posibles experiencias futuras, bajo la apariencia de tendencias y latencias que son activamente ignoradas por la racionalidad y el conocimiento hegemónicos” (Ibíd., 38), actuando de esta manera en el campo de las expectativas sociales a partir de posibilidades radicales y concretas6 . Conjuntamente, estas dos sociologías por su inconformismo y sus dimensiones sociales, políticas, éticas, subjetivas y de porvenir, permiten comprender, actuar e imaginar el mundo de otra manera, lo que no hacen las ciencias sociales tradicionales. Además, sugieren otras formas de involucramiento, de análisis e investigación como también de elaboración y producción de teoría.

Claramente, la perspectiva anterior pone sobre el tapete el rol de la universidad tradicional, tanto por su aislamiento de las nuevas prácticas de los actores emergentes –lo que resulta en conceptos y teorías que no se adecuan a las realidades actuales– como por su academicismo, elitismo, falta de interés y de capacidad de apoyar procesos de teorización y reflexión con los movimientos y otros actores sociales. Es a partir de esta realidad que se ha venido planeando la Universidad Popular de los Movimientos Sociales como una red de conocimiento con dos argumentos centrales: (1) promover el encuentro entre gente dedicada predominantemente a las prácticas de transformación social y otros dedicados principalmente a la producción teórica, y (2) avanzar en el desarrollo de un espacio para la formación de activistas y líderes de los movimientos sociales y de cientistas sociales dedicados al estudio de la transformación social (Santos, 2003).

Otra perspectiva está reflejada en los procesos políticos y epistémicos de las comunidades y organizaciones indígenas y afros de la región, procesos que parten de la racialización, el colonialismo y la dominación con la exigencia de enfrentar lo que Manuel Zapata Olivella ha denominado como las cadenas que ya no están en los pies sino en las mentes. Con este objetivo, se pueden presenciar iniciativas emergentes enfocadas en la construcción y fortalecimiento de pensamientos y epistemologías propias. Estas iniciativas “casa adentro” ponen en debate y discusión la producción de saber local y ancestral, incluyendo sus consecuencias filosóficas, identitarias, ontológicas (subjetivas) y políticas (Cfr. Cric, 2004; Walsh, 2004; Walsh y García, 2002 y Walsh y León, en prensa). Estas iniciativas también han venido poniendo en consideración la producción intelectual-activista de personajes rara vez incluidos en las ciencias sociales nacionales y latinoamericanas, como Zapata Olivella y Manuel Quintín Lame en Colombia, Fausto Reinaga en Bolivia, Dolores Cuacuango y Juan García en Ecuador, entre otros, cuyos actos, discursos y escritos se dirigen a los procesos de liberación de su propia gente. Como he argumentado en otra parte (Walsh, 2004), buscar la manera de que estos conocimientos y perspectivas epistemológicas penetren los espacios académicos de la universidad, rompiendo así los silencios e ingresando en el diálogo de pensamiento, tanto de las ciencias sociales como de otros campos disciplinares, es un reto enorme.

Un ejemplo de llevar las epistemologías propias no sólo a casa adentro sino casa afuera y en el contexto de la educación superior, se encuentra en la propuesta de la Universidad Intercultural Amawtay Wasi de las Nacionalidades y Pueblos Indígenas del Ecuador, conceptualizada y pensada desde la filosofía y cosmología de Abya Yala. Amawtay Wasi considera su tarea central de la siguiente manera:

Responder desde la epistemología, la ética y la política a la descolonialización del conocimiento […], un espacio de reflexión que proponga nuevas formas de concebir la construcción de conocimiento […] potenciar los saberes locales y construir las ciencias del conocimiento, como requisito indispensable para trabajar no desde las respuestas al orden colonial epistemológico, filosófico, ético, político y económico; sino desde la propuesta construida sobre la base de principios filosóficos [andinos]. (Amawtay Wasi, 2004: 165)

A partir del ejemplo de Amawtay Wasi, podemos empezar a visualizar “un proyecto-otro” de educación universitaria que toma como punto de partida una lógica y pensamiento enraizados en el entendimiento y uso renovados de la cosmovisión y teoría filosófica de Abya Yala, cuyo principio clave es la relacionalidad: la integración, articulación e interconexión entre todos los elementos de la Pachamama. Esta relacionalidad vivencial simbólica implica asumir una perspectiva epistémica y sociocultural que dé cuenta de la unidad en la diversidad, la dualidad complementaria y la reciprocidad o Ayni que apunta al rol fundamental del intercambio de saberes y la construcción colectiva del conocimiento como responsabilidad compartida.

Es a partir de esta perspectiva epistémico-filosófica que Amawtay Wasi construye su propuesta intercultural basada en la necesidad de reconocer e interrelacionar diversas racionalidades que articulan y responden a cosmovisiones, experiencias colectivas, “mitos fundantes”, lógicas y axiomas distintos, “de acuerdo a los cuales dan respuestas reflexivas y prácticas a preguntas claves relacionadas con la naturaleza de la realidad (pregunta ontológica), las relaciones y posibilidades de conocimiento de esa realidad (pregunta epistemológica) y el o los caminos posibles de conocimiento (pregunta metodológica)” (173). Es a partir de tal perspectiva que la Amawtay Wasi intenta retar la fragmentación entre saber-ser-naturaleza característica de la racionalidad científica occidental (enfocando en sentido colectivo de pertenencia la propia racionalidad y sabiduría como bases necesarias para el encuentro con el otro), buscando la complementariedad, la decolonialidad y la promoción de un diálogo intercultural permanente entre racionalidades distintas7 . El hecho de que Amawtay Wasi haya sido concebida como parte del proyecto político del movimiento indígena y como respuesta a los legados coloniales, evidencia una comprensión y práctica de la interculturalidad que radicalmente se diferencia de la que está asociada al Estado y sus políticas sociales y educativas. Aquí la interculturalidad es un paradigma de disrupción, pensado por medio de la praxis política y la construcción de un mundo más justo (Walsh, 2004).

Una última perspectiva por mencionar en esta construcción de ciencias sociales/culturales de otro modo es la que orienta el Doctorado de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador, cuyo enfoque central se orienta alrededor de la problemática de las geopolíticas del conocimiento, es decir, de la relación entre conocimiento, modernidad y colonialidad.

A diferencia de la mayoría de programas de posgrados, este doctorado tiene características muy especiales, tal vez por el perfil de los alumnos –la mayoría con una larga trayectoria de trabajo comprometido con movimientos y procesos sociales– y tal vez por el perfil de los profesores –algunos vinculados con el proyecto colectivo de modernidad/colonialidad latinoamericano y otros más ampliamente con las luchas de transformación social–. Por eso y casi desde su inicio, el programa se convirtió en un espacio de reflexión colectiva tanto sobre la problemática de la supuesta universalidad de las ciencias sociales y humanas, como sobre la realidad latinoamericana en tiempos de capitalismo transnacional, imperialismo neoliberal y global, y de lo que Frei Betto recientemente ha llamado la “globocolonialización” 8 . Buscar y trabajar hacia la configuración de espacios-otros de análisis, intervención y de producción de conocimientos ha sido, entonces, parte central de la praxis del programa.

De hecho, estos procesos han implicado la re-significación de lo que entendemos por “estudios culturales latinoamericanos”9 . Como he descrito en otra parte,

Es abrir un espacio de diálogo desde Latinoamérica y específicamente desde la región andina sobre la posibilidad de (re)pensar y (re)construir los ‘estudios culturales’ como espacio de encuentro político, crítico y de conocimientos diversos. Un espacio de encuentro entre disciplinas y proyectos intelectuales, políticos y éticos que provienen de distintos momentos históricos y de distintos lugares epistemológicos, que tiene como objetivo confrontar el empobrecimiento de pensamiento impulsado por las divisiones disciplinarias, epistemológicas, geográficas, etc. (Moreiras) y la fragmentación socio-política que cada vez más hace que la intervención cívica y el cambio social aparezcan como proyectos de fuerzas divididas (Walsh, 2003: 12)

En este sentido, “los estudios culturales” nombra un proyecto intelectual dirigido al (re)pensamiento crítico y transdisciplinar, a las relaciones íntimas entre cultura, poder, política y economía y a las problemáticas a la vez locales y globales reflejo de la actual lógica multicultural del capitalismo transnacional y tardío. También representa una fuerza para enfrentar las tendencias dominantes en las universidades latinoamericanas, especialmente en los últimos años, orientadas a la adopción y reinstalación de perspectivas eurocéntricas del saber (Lander, 2000b). Estudios culturales en este programa refleja entonces el interés de articular desde América Latina, en conversación con otras regiones del mundo, proyectos intelectuales y políticos que ponen en debate pensamientos críticos con el objetivo de pensar fuera de los límites definidos por el neoliberalismo y la modernidad, y con el propósito de construir mundos y modos de pensar y ser distintos.

Reflexiones finales

Al retomar la perspectiva de Santos, Escobar (2005) ha argumentado recientemente que la tarea no es la búsqueda de soluciones modernas a problemas modernos, sino imaginar soluciones realmente novedosas con base en la práctica de los actores sociales de mayor proyección epistemológica y social. En sí, la producción del saber tiene consecuencias políticas.

¿Es posible pensar unas ciencias sociales/culturales “otras”? Y, ¿qué implica este pensar en relación con epistemologías de-coloniales? Para terminar, propongo unas consideraciones e interrogantes críticas:

  1. Primero se debe considerar, tal como lo ha afirmado el intelectual-activista afroesmeraldeño Juan García (Walsh y García, 2002), los conocimientos que han sido considerados no-conocimientos. Es decir, poner en cuestión y tensión los significados mantenidos y reproducidos por las universidades en general y las ciencias sociales en particular, sobre qué es conocimiento, conocimiento de quiénes, y conocimiento para qué, es decir, con qué propósitos. También significa poner en cuestión y tensión la utilidad de teorías eurocéntricas para comprender la condición colonial, pasada y presente.
  2. Igualmente es necesario considerar el posicionamiento de pensamientos / conocimientos otros, entendidos no como un pensamiento o conocimiento más que podría ser sumado o añadido al conocimiento “universal” (una suerte de multiculturalismo epistémico), sino como un pensamiento/conocimiento plural desde la(s) diferencia( s) colonial(es), conectado por la experiencia común del colonialismo y marcado por el horizonte colonial de la modernidad. ¿Es posible posicionar seriamente estos conocimientos en las universidades en general y en las ciencias sociales/culturales en particular? De posicionarlos, ¿cómo podemos asegurar que no llegarán a ser simplemente un conocimiento más, un elemento de la foclorización y, peor aún, una herramienta de manipulación y control político?
  3. ¿Cómo pensar nuevos lugares de pensamiento dentro y fuera de la universidad? Lugares de pensamiento que permitan trascender, reconstruir y sobrepasar las limitaciones puestas por “la ciencia” y los sistemas de conocimiento (epistemología) de la modernidad. Lugares, que a la vez, pongan en debate, diálogo y discusión lógicas y racionalidades diversas.

Hace 35 años Rodolfo Stavenhagen publicó un texto con el título: “¿Cómo descolonizar las ciencias sociales?” Como antropólogo, el interés de Stavenhagen fue, sobre todo, pensar las ciencias sociales no sólo desde las formas dominantes de la organización social de su época (el pensamiento social y político de la Ilustración), sino también como un espacio de expresión de “contracorrientes radicales y de la conciencia crítica” (Stavenhagen, 1971: 39). Según argumenta él, el conocimiento que produce el científico social, “puede y debe volverse un instrumento para el cambio que, mediante el despertar y desarrollo de la conciencia crítica creativa, capacite a los que no tienen poder, a los oprimidos y colonizados, a cuestionar primero, luego a subvertir, y modificar el sistema existente”. (Ibíd., 39).

No obstante, lo que Stavenhagen no tomó en consideración es la existencia de estos modos “otros” de saber. En la lucha de la decolonialidad del poder, saber, naturaleza y ser, lo que los movimientos y grupos afrodescendientes e indígenas necesitan no es un “despertar y desarrollo de conciencia crítica creativa”, ni tampoco recibir capacitación por intelectuales “concientes” de la izquierda. Las ciencias sociales/culturales tampoco necesitan simplemente una nueva inyección de enfoques izquierdistas del posmarxismo o posmodernismo, aunque sean radicales. Lo que necesitamos todos/as, es un giro distinto, un giro que parta no de la lucha de clases, sino de la lucha de la decolonialidad, haciendo ver de este modo la complicidad modernidad- colonialidad como marco central que sigue organizando y orientando “las ciencias” y el pensamiento académico-intelectual.

En la filosofía y el pensamiento de los pueblos de Abya Yala, estamos entrando en una nueva era de Pachakutik, la era de la claridad. La entrada en esta era ya está evidenciándose, tanto en los proyectos políticos y epistémicos de los movimientos, como en los giros decoloniales que estos proyectos están moviendo. Por eso mismo, quiero terminar con las palabras de Evo Morales pronunciadas en su ponencia inaugural: “Estamos acá para decir, basta a la resistencia. De la resistencia de 500 años a la toma del poder para 500 años, indígenas, obreros, todos los sectores para acabar con esa injusticia, para acabar con esa desigualdad, para acabar sobre todo con la discriminación, opresión donde hemos sido sometidos […]” (Morales, 2006).


Citas

1 Estas discusiones empezaron a visibilizarse con la publicación del informe de la Comisión Gulbenkian en 1996 Abrir las ciencias sociales, aunque se evidenciaban anteriormente en algunos autores europeos como Foucault y Bourdieu, y autores latinoamericanos como Stavenhagen, González Cassanova y Quijano, entre otros. Para debates más recientes y partiendo del problema de la modernidad/ colonialidad, ver Castro-Gómez (2000), Lander (2000a), Walsh, Schiwy y Castro- Gómez (2002).

2 No obstante, y como argumenta Lander (2000b), esta producción teórica todavía permanecía dentro de las metanarrativas universales de modernidad y progreso; poco consideraba “las implicaciones enormes de la pluralidad de historias, sujetos y culturas que caracterizan América Latina” (521), como también los conocimientos de estos sujetos y culturas y su producción intelectual. Esto porque su locus central de atención fue enfocado en la economía como el lugar de dominación, pasando por alto otras formas de poder, particularmente la raza como base tanto de la clasificación social como del Estado-nación (Crf. Quijano, 2000).

3 Como argumenta Mignolo (2003), el conocimiento “experto” sirve como base no sólo de la epistemología y la “ciencia” sino también de la filosofía económicopolítica, incluyendo los conceptos de “democracia”, “libertad” y su conexión con el “desarrollo” y “progreso”, todos ligados al mercado.

4 Abya Yala es el nombre acuñado por los cunas de Panamá para referirse al territorio y las naciones indígenas de las Américas. Significa “tierra en plena madurez”. Para Muyulema (2001), esta forma de nombrar tiene un doble significado: como posicionamiento político y como lugar de enunciación, es decir, como manera de confrontar el peso colonial presente en “América Latina” entendida como proyecto cultural de occidentalización articulado ideológicamente en el mestizaje.

5 Un ejemplo concreto se encuentra en las luchas de los movimientos indígenas en contra del TLC. Más que simplemente un desacuerdo con las políticas del Estado y la imposición capitalista-imperial del control del mercado, estas luchas forman parte de una resistencia histórica en defensa de la existencia y de la vida en la cual el entretejido entre ser-naturaleza- saber tiene una posición clave.

6 Interesante anotar aquí el argumento del autor de que es la misma modernidad occidental la que ha creado la discrepancia entre experiencias y expectativas, principalmente, por medio del concepto de progreso.

7 Claro es que un problema central con la propuesta es la falta de atención que da a otras nacionalidades indígenas no kichwas, y a los pueblos afroecuatorianos. La Universidad misma acepta esta falencia pero hasta el momento no ha buscado una manera de resolverla.

8 Entrevista El Comercio, 1 de agosto del 2004.

9 Esta re-significación se diferencia de lo que muchas veces se ha denominado como la “primera generación” de los estudios culturales en América Latina reflejado en los trabajos de Néstor García Canclini, Jesús Martín Barbero y Renato Ortiz, entre otros, pero también de las trayectorias despolitizadas de los estudios culturales en los Estados Unidos.


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Neochamanismos y modernidad. Lecturas sobre la emancipación

Neochamanismos e modernidade. Leituras sobre a emancipação

Neochamanisms and modernity. Readings on emancipation

Alhena Caicedo**


* Este artículo es resultado de la investigación que la autora desarrolla desde octubre del 2004 como parte de la tesis doctoral “Los nuevos lugares del chamanismo en Colombia”, financiada por la EHESS, París.

* * Antropóloga. Doctorante en Antropología social y etnología de la EHESS, París. Profesora del Programa de Antropología de la Universidad del Magdalena, Santa Marta, y miembro del grupo de Investigación sobre Identidades Culturales del IESCO-UC, Bogotá. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.


Resumen

Este artículo se centra en los neochamanismos como fenómeno social emergente desde donde se están articulando discursos y prácticas que se proponen como modelos alternativos de bienestar. A través del análisis de ciertos aspectos fundamentales de los discursos neochamánicos, la autora propone analizar la reapropiación y resemantización de prácticas terapéuticas de origen indígena a la luz de las representaciones sociales que occidente construye sobre su alteridad y particularmente desde la antropología como resultado de estas.

Palabras clave: neochamanismos, Nueva Era, chamanismo, nuevas religiosidades, modernidad/colonialidad.

Resumo

Este artigo está centralizado nos neoxamanismos como fenômeno social emergente, desde o qual estão sendo articulados discursos e práticas que se propõem como modelos alternativos de bem-estar. Através da análise de certos aspectos fundamentais dos discursos neoxamânicos, a autora propõe analisar a reapropriação e ressemantização de práticas terapêuticas de origem indígena através das representações sociais que o ocidente constrói sobre sua alteridade e, particularmente, desde a antropologia como resultado das mesmas.

Palavras-chaves: neoxamanismos, Nova Era, xamanismo, novas religiosidades, modernidade/colonialidade.

Abstract

This article is focused on neo-shamanism as an emergent social phenomenon that articulates discourses and practices that are proposed as alternative models of wellbeing. Through the analysis of some fundamental aspects of neo-shamanic discourses, the author proposes to analyze the re-appropriation and re-semantization of therapy practices of indigenous origin in the light of the social representations that Western builds on its alterity and, particularly, from the anthropology as an outcome of these.

Keywords: neo-shamanism, New Age, shamanism, new religiosities, modernity/coloniality.


Hamlet le dice entonces: Hay más cosas en la tierra y en el cielo, Horacio, que las que caben en tu filosofía. Hay más cosas en la tierra y en el cielo que las que caben en nuestra filosofía. Y uno no puede descubrirlas porque nuestra cultura no las acepta, o si las acepta, lo hace a título de que son ficción o cuando más, ciencia ficción.
Guillermo Páramo

Por lo menos desde la segunda mitad del siglo XX han aparecido en diversos lugares del mundo manifestaciones de revitalización de tradiciones y prácticas chamánicas de origen indígena por parte de personas urbanas no indígenas, reconfiguradas bajo un ideal espiritual occidental. Este fenómeno complejo denominado “neochamanismo” (Vazeilles, 2003; Perrin, 1995) aparece en los márgenes de la ciencia, la antropología y las nuevas religiosidades reclamando un lugar propio desde donde se elaboran formas de ver y estar en el mundo que se fundan en una particular mirada sobre el ser y el mundo indígena, y se proponen como alternativas al modelo dominante.

Más allá del debate sobre qué tan auténticas son estas manifestaciones con respecto a sus referentes del chamanismo tradicional, lo que equivale en últimas a posicionar una noción de verdad, me interesa aquí mostrar desde dónde se está pensando este fenómeno en la actualidad y qué lógicas subyacen a sus discursos. En esta vía trataré de señalar algunos de los aspectos genealógicos más relevantes del concepto de chamanismo, así como su relación con la ciencia antropológica y los giros que dicha relación tiene en la época actual. Para dar cuenta de los fundamentos del neochamanismo como construcción ideológica, me concentraré en dos premisas que considero generales frente a las múltiples manifestaciones neochamánicas en la actualidad: la dicotomía enfermedad/ curación y la universalidad. Posteriormente me detendré en algunos de sus postulados más relevantes con el ánimo de dar cuenta del lugar desde donde se construye su ideal emancipatorio.

El universo neochamánico

El chamanismo está de moda. En años recientes vemos cómo las referencias a lo chamánico se multiplican en los estantes de las librerías, en las salas de cine, en los espectáculos artísticos, en las ofertas turísticas. Algo “chamánico” se identifica en los orígenes del arte y desde el ecologismo se reivindican ciertos valores etéreos de solidaridad social asociados a la práctica de los chamanes. Se habla de chamanismo desde tendencias y campos tan diversos como la medicina, el feminismo, la psicología transpersonal, la biología y el vegetarianismo, e incluso a través de él se están promocionando nuevas terapias1. De hecho, los internautas pueden dar fe de un buen número de cibersitios sobre esta temática que se conecta con diferentes ofertas y foros de discusión. Nadie se extraña de recibir invitaciones a conferencias, seminarios y talleres sobre chamanismo, y no son pocos los curiosos que hoy en día han pasado por el consultorio de algún “chamán”. En la actualidad, la gran cantidad de sentidos y significados convocados por el término chamanismo lo han convertido en una suerte de nebulosa inasible que nos interroga permanentemente por la imagen que construimos sobre el ser y los mundos indígenas.

Desde las ciencias sociales, estas manifestaciones no pasan desapercibidas. Reportadas entre otros lugares en Corea, Japón, Rusia y Europa, y con especial apogeo en el continente americano, la revitalización y apropiación de prácticas y elementos originarios de tradiciones chamánicas parece revelar un fenómeno social de envergadura mundial. Sin duda, la fascinación occidental por la figura del chamán proviene de larga data. Desde los primeros exploradores de la tundra siberiana –entre otras cosas, cuna del término original tungús xaman que llega hasta nuestros días– el papel del brujo, sacerdote, médico, místico, en las sociedades denominadas “primitivas” por la ciencia, ha sido un reto cognoscitivo para los occidentales. Es precisamente este reto el que ha llevado a la ciencia –y particularmente a la antropología– a intentar dar cuenta de fenómenos extremadamente complejos y heterogéneos, presentes en sociedades muy diferentes y distantes, a través de la categoría artificial de chamanismo. Creado en sus orígenes como una herramienta analítica para comparar realidades semejantes, este concepto se ha convertido en uno de los temas más polémicos para etnólogos y antropólogos. Su historia como concepto ha sido el vivo reflejo de la mirada occidental sobre aquellos Otros “exóticos”, que poblaban las nuevas geografías colonizadas. Así, de los adoradores demoníacos que registraron los cronistas, estos personajes pasaron a encarnar a los desadaptados y enfermos mentales que observaron los pensadores ilustrados, y hoy en día asistimos a una época de sublimación de los mundos indígenas donde los chamanes se convierten en paradigma de sabiduría y en modelos ejemplares del desarrollo sostenible.

La particularidad del fenómeno actual radica justamente en que lejos de convocar una percepción uniforme y hegemónica, el chamanismo enfrenta a las ciencias sociales a un concepto de su propio cuño, que de repente desbordó los límites del dominio disciplinar y comenzó a circular sin ningún control. Aunque no se ha cortado el cordón umbilical que lo une a la antropología (que sigue siendo fuente de legitimidad de sus referencias), el concepto de chamanismo se popularizó y actualmente es retomado por muchos actores sociales desde diversas posturas ideológicas2. Es precisamente la confirmación de este hecho lo que dio lugar a la noción de neochamanismo o chamanismo occidental moderno como fenómeno global a partir del cual se están convocando nuevas subjetividades, filosofías, éticas y estéticas de vida bajo el referente de la espiritualidad indígena como alternativa al modelo hegemónico.

A la búsqueda de nuevos paradigmas de bienestar

Cada orden descansa sobre un desorden. Cada cultura conjura el peligro de la arbitrariedad de su propio orden.
Carlos Pinzón, Rosa Suárez y Gloria Garay

En la actualidad, el neochamanismo (o mejor, los neochamanismos) representa solo una parte de las cientos de corrientes y movimientos que ponen en evidencia la crisis de la modernidad y la emergencia de nuevas formas de relatar la relación de las personas con su entorno: nuevas religiosidades, para las ciencias sociales, con toda la carga que el término implica. La falta de credibilidad en las instituciones producto de las crecientes desigualdades y exclusiones sociales, la aceleración y las rutinas de la vida moderna que restringen los espacios vitales a la lógica de la productividad y el consumo, el individualismo y la erosión de los lazos sociales, son sólo algunos de los factores que estimulan la inseguridad ontológica que vive una buena parte del mundo occidental. De esta forma, la búsqueda de nuevos espacios vitales, de experiencias colectivas que le den sentido a la existencia, alienta un sentimiento irrefrenable por encontrar nuevos paradigmas de bienestar (Giddens, 1999; Castells, 1999; Lipovetsky, 1996).

Es justamente en esta perspectiva que el ideal espiritual, que persiguen corrientes como el neochamanismo, encuentra un sustrato pragmático en la Nueva Era. Para el común de la gente, el neochamanismo es, sin duda, una de las tantas corrientes Nueva Era de la actualidad. La dificultad comienza, sin embargo, en el intento de definir el fenómeno de la Nueva Era, como ideología, religión o como movimiento social. En efecto, lo que hace tan resbaloso este tema es, al menos desde el punto de vista académico, la incapacidad de la ciencia occidental, como lugar de legitimación de saberes, para nombrar aquello que no comprende completamente, sin impedirse juzgarlo de antemano. En este sentido, creo que es necesario adentrarse un poco más en la genealogía de la Nueva Era para entender mejor la perspectiva desde donde ha sido concebida.

Como fenómeno ideológico, la Nueva Era nace del movimiento de la contra-cultura surgido a partir de mayo del 68. El ideal de transformar el mundo a partir de la transformación de la propia conciencia es el principio fundacional de esta propuesta y el eje desde donde se irán articulando, con el paso del tiempo, diversos discursos y prácticas cuyo punto en común será reconocerse como propuestas alternativas al modelo dominante. Desde las tradiciones mistéricas medievales hasta las lecturas del aura, la Nueva Era viene simplemente a integrar todas aquellas cosmologías, saberes, tradiciones y prácticas desterradas por la racionalidad occidental, siendo ésta su principal condición (Von Stuckrad, 2003). Desde esta perspectiva, buscar una definición unívoca resulta un despropósito. La Nueva Era se define por negación, como un gran saco donde todo cabe: channeling, vegetarianismo, feng shui, yoga, comunicación con espíritus y extraterrestres, astrología, lectura del tarot, quiromancia, ayurveda, etc. Una categoría tan heterogénea y contradictoria difícilmente podría ser descrita de una mejor manera que la propuesta por Françoise Champion (1994): la nebulosa místico-esotérica. La metáfora hace gala de su ambigüedad, al tiempo que ratifica la imposibilidad de hablar del fenómeno sin caer en el prejuicio de la “falsa creencia” (falsa conciencia). En este sentido no es extraño que la producción de conocimiento científico sobre este tema oscile claramente entre dos polos: de un lado, las posturas más ortodoxas del objetivismo científico que sólo reconocen el valor del análisis sociológico del fenómeno y, de otro lado, la perspectiva “internalista” comprometida y experiencial que favorece lecturas fenomenológicas que además son consideradas “pseudo-científicas” (Fericgla, 2000).

Casi cuarenta años después de la emergencia del movimiento de la contra-cultura, el desarrollo insospechado de la Nueva Era pone de manifiesto tanto la apertura, circulación y reforzamiento de nuevos discursos alternativos como la elaboración de técnicas de consumo cada vez más sofisticadas. La globalización económica ha permitido poner al alcance de los consumidores un sin número de relatos, mitos y creencias que compiten con los cánones de vida establecidos por el sistema moderno capitalista. Retomando lo ya dicho por autores como Fernando Fuenzalida (1994) y Joseph Fericgla (2000), en la época contemporánea lo que existe en el mercado es una sobreoferta de creencias contradictorias. De hecho, el carácter de competencia, de todas maneras, no trasciende su condición de alternativa (así se las conoce) y quien las consume puede hacer uso de ellas a su antojo y en los grados que desee. La condición de dicha oferta de creencias está en el poder del sistema para crear mercancías dirigidas a la construcción “a la carta” de subjetividades. La oferta se convierte en oferta de sentidos que, puesta a disposición del consumidor, le permite armar y rearmar como un rompecabezas versiones de sí-mismo adaptadas al sistema. Como consumidor, puedo entonces dedicarme a practicar el yoga, asumir una dieta vegetariana, consultar regularmente el I Ching o consumir yajé, y sentir que he cambiado mi vida hasta el día que desee reconfigurar el esquema cotidiano por otro más sugestivo y tal vez, más acorde con las tendencias del momento. Parafraseando a Carlos Alberto Uribe, se trataría de convertir el yajé, el I Ching o el yoga en versiones posmodernas del Prozac (2002).

El efecto de decodificación que instaura el capital lleva a los consumidores a resignificar y a reinterpretar, de acuerdo con sus propias condiciones de existencia, elementos desterritorializados a los que se ha aislado de toda relación con el contexto geográfico, social y cultural originario (Deleuze y Guattari, 1974). La mercantilización del Otro y el consumo de la diferencia, son algunos de los efectos más complejos de los sofisticados dispositivos de auto-reproducción del sistema. El consumidor es libre de elegir y recombinar lo simbólico de otras culturas. Los saberes cosmológicos de las culturas subalternizadas, muchos de ellos vigentes en sus contextos, son convertidos en mercancías esotéricas. De esta forma, siguiendo a Pinzón, Suárez y Garay (2005), si bien todas las cosmologías han sufrido de alguna manera procesos de hibridación, de lo que estamos hablando aquí es de los procesos mediante los cuales el capitalismo logra transformar una cosmología en un saber-mercancía. Dentro de esta lógica, el chamanismo de consumo no da importancia al verdadero rol del chamán y lo que se busca es solo su aspecto utilitario.

La cuestión central radica entonces en que la axiomática del capital ha convertido la noción de bienestar en un asunto puramente individual. La premisa de “cambiar la realidad sólo para mí” neutraliza todo el potencial contestatario contenido en la propuesta contracultural.

La enfermedad y la cura

Para la mayoría de las personas seguidoras del neochamanismo, el sentido de esta propuesta está en curar el estado de enfermedad en que se encuentra la humanidad hoy en día. Frente a la avanzada nihilista del paradigma cultural occidental manifiesto en la caída de los grandes relatos y en el desgaste de la racionalidad moderna, estas corrientes ideológicas se apoyan en nociones sistémicas de la crisis de la modernidad, más abiertas y complejas. La crisis, el estado de emergencia generalizado, se reproduce a escala y en relación proporcional de lo macro a lo micro y viceversa, a la vez que revela el estado de descomposición de todas las relaciones que sustentan la unidad, el todo. Se parte así de una noción sistémica de la crisis; siguiendo la idea de Guattari (1996), la crisis de las tres ecologías: la ecología del medio ambiente, la ecología social y la ecología mental. Desde esta perspectiva es posible comprender el hecho de que muchos de los movimientos neochamánicos se encuentren articulados generalmente con diferentes vertientes radicales del movimiento ecologista a nivel mundial (Ulloa, 2004), con los movimientos anticapitalistas y con otras facciones de la Nueva Era.

De acuerdo con varios de los relatos de personas que se inscriben en este movimiento, las técnicas terapéuticas constituyen los nodos rituales a través de los cuales se busca acceder a otras dimensiones de la realidad que permitan la restitución de una unidad primordial. Este discurso aparece reiteradamente en el caso de ceremonias ampliamente extendidas en Colombia y seguidas por buena parte de los movimientos neochamánicos actuales: algunas tomas de enteógenos como el yajé, el peyote y el san pedro, los inipis y temascales (sweatlodge), las búsquedas de visión, los mambeaderos, etc. La mayoría de prácticas tienen como finalidad alcanzar un “estado de conciencia” a través del cual la persona se convierte en el propio agente de curación. Frente al malestar causado por la sociedad tecno-industrial, la figura del chamán es el modelo por seguir para reintegrar las dimensiones sagradas de la realidad y los niveles emocionales y no racionales del ser humano: la idea es devenir chamán por sí mismo. Pero, desde este ángulo, ¿cómo se concibe al chamán y su poder?

La relación enfermedad/curación como eje de la propuesta neochamánica sin duda encuentra su origen en la dimensión terapéutica que se le atribuye al chamanismo3. Esta dimensión ha sido descrita ampliamente en la literatura antropológica, lo que ha promovido su sobrestimación en relación con otras dimensiones también presentes en la mayoría de sistemas chamánicos, como la adivinación (Hamayon, 2003). No en vano, la redundancia de referencias de este tipo ha terminado por saturar la comprensión del fenómeno, imponiéndole incluso su propia terminología médica. Sin embargo, la función terapéutica es sólo una entre todas las funciones que cumple el chamán. En términos generales, su papel está en la regulación de los desequilibrios y el mantenimiento de las normas adaptativas que orientan las relaciones con los otros (del pasado, del presente, los parientes y los aliados) pero también con los animales, las plantas y demás componentes bióticos y abióticos del ecosistema (Reichel-Dolmatoff, 1993) Desde esta perspectiva, la enfermedad es entendida como disfunción en las relaciones en niveles diferentes: del ser humano consigo mismo, con los otros, o con el medio ambiente. Así, las concepciones de la enfermedad reúnen dimensiones que dentro de la racionalidad occidental moderna están separadas: físico/psíquico, individuo/ colectivo, social/medioambiental. Desde muchos ángulos ésta puede ser una lectura provocadora. Retomada por los chamanismos occidentales modernos, la experiencia terapéutica se convierte en una búsqueda de trascendencia que concibe la curación como una posibilidad de emancipación. De allí el giro de la dimensión terapéutica a la espiritual (Caicedo, 2004).

El chamanismo universal

Tal vez una de las consecuencias más interesantes de esta madeja de referencias, miradas, ideales, búsquedas, críticas y confusiones que componen la escena neochamánica en la actualidad, es que hoy en día el chamanismo es concebido como una filosofía de vida, una cosmología, una forma de pensamiento, un paradigma, una concepción del mundo enfilada a combatir la concepción occidental del mundo.

Esta ensoñación chamanística plantea una inversión profunda de los presupuestos más reaccionarios de la historia que dominan en occidente, por lo menos desde Grecia, y que postulan un mundo único, coherente, organizado formalmente y autorizado por el buen juicio y la razón (James y Jiménez, 2004: 13).

El pensamiento chamánico y el pensamiento moderno son considerados antagonistas4. Frente al disciplinamiento y la coerción biopolítica del sistema está la utopía de transformación, de conexión con el universo, la libertad, la creatividad, el retorno a lo orgánico, la esencia de lo vivo, representado en el chamanismo. El chamanismo es fuente de emancipación, es la “experimentación sagrada de la existencia (…) y chamán es quien vive esa experiencia”, dirá William Torres (James y Jiménez, 2004: 147).

Pero ¿por qué para los seguidores del neochamanismo, la potencia trasformadora y emancipadora de la experiencia vital está contenida en el chamanismo como significante? Tal vez las posibles respuestas puedan ser tan insatisfactorias, como desconcertante la pregunta. Cuando Roberte Hamayon (2003) afirmó que el chamanismo es una herramienta para pensar y apuntó a descubrir en el concepto un espejo de las relaciones entre Occidente y su alteridad, tal vez no había contemplado qué tan lejos se puede ir tras este argumento.

Desde este punto de vista, el carácter universal atribuido al chamanismo es un referente interesante. La idea de estar frente a un fenómeno que a pesar de la multiplicidad de sus manifestaciones cuenta con características comunes y comparables, fue el argumento de la antropología para inventar la noción de chamanismo. Ese efecto de generalización terminó por disolverse en un sentido de universalidad, y aparece ahora desde el chamanismo occidental contraponiéndose a la mirada antropológica clásica y abogando incluso por una refundación de la antropología como disciplina. La emergencia de una nueva antropología, como lo plantea Jeremy Narby, autor del controvertido libro Le serpent cosmique. L’ADN et les origines du savoir (1995), se funda en una aproximación derivada de la experiencia del chamanismo que va más allá de la dicotomía establecida entre el materialismo occidental y la capacidad de los grupos chamánicos de relacionarse con los espíritus. La experiencia como lugar privilegiado de legitimación se convierte en la prueba que reivindica el carácter universal del chamanismo. Desde esta perspectiva, el chamanismo entendido como conciencia chamánica, es decir, como dimensión existencial, es a su vez asumido como explícitamente fundamental, independiente de la cultura y autónomo frente al contexto. Cualquier persona, más allá de su condición cultural puede acceder a este tipo de experiencia y, en esa medida, puede convertirse en la versión de chamán que se desprende de este presupuesto5.

Pero paradójicamente para mucha gente encontrar un chamán original es un ideal imposible. Desde el medio académico muchos antropólogos se preguntan ¿hay chamanes en la actualidad? ¿Los que habría, siguen siendo chamanes? Los pueblos indígenas son vistos como pueblos aculturados, condenados a perecer, forzados a depender del capitalismo, obligados a desplazarse y a abandonar sus tradiciones. Estos pueblos son concebidos como rezagos moribundos producto del arrasamiento y la fragmentación que ha ejercido la modernidad en su inevitable expansión6. De esta forma, frente a la universalidad atribuida a la idea de chamanismo, especialmente en las resignificaciones hechas desde estas nuevas corrientes ideológicas, uno no puede evitar preguntarse en qué medida ésta se relaciona con la pretendida posición antagónica del neochamanismo en relación con el logocentrismo occidental moderno. Siguiendo a Stuckrad, el neochamanismo “debería ser comprendido como una reacción específica a las tendencias modernas tendientes a la exclusión o a la sublimación de lo “sagrado” (de la manera como se entienda). Siendo parte importante de una reacción religiosa específica a la modernidad, él convoca conceptos filosóficos y religiosos que han sido durante largo tiempo una corriente de la Geistesgeschichte occidental” (2003: 292 traducción mía).

Dicho de otro modo, si el chamanismo como proyecto universal (neochamanismo) es una reacción al proyecto moderno, ¿en qué medida la propuesta del neochamanismo se contrapone o antagoniza con el proyecto moderno? ¿Hablamos de una reacción a la modernidad o más bien de un resultado de ella?

Del chamanismo como cura y lo indígena como remedio

Frente al malestar de la época y la situación de crisis que experimenta el mundo occidental moderno urbano, el neochamanismo se ofrece como alternativa de curación y posiciona al indígena, y especialmente al chamán indígena, como fuente de alivio o de salud. El presupuesto último de la propuesta neochamánica es devenir chamán por sí mismo o convertirse en el propio agente de curación (Perrin, 1995). Partiendo de la idea de que ya no existen verdaderos chamanes o al menos no como los que hubo antes, la apuesta está para cada quien en recobrar su chamán interior, en descubrir las potencialidades internas del individuo. En esta vía se trata de un trabajo individual de búsqueda interior. Paradójicamente y contrario al chamanismo tradicional, el neochamanismo no parece buscar un efecto directo sobre el mundo exterior.

Como ya se ha dicho, esta búsqueda de sentido se reencuentra con el ideal de restituir ciertos valores que han sido rotos por la sociedad tecnoindustrial y que están asociados con las representaciones sociales sobre el ser y el mundo indígena. Siguiendo esta lógica, la modernidad en su ineluctabilidad se expande recortando los circuitos de sentido que relacionan al hombre con su entorno. La amenaza de su avance se acentúa con la reducción de dicha relación al manejo instrumental de la naturaleza como objeto y luego como capital. Desde esta perspectiva, el objetivo de restituir la relación ser humano/ naturaleza se convierte en una necesidad de supervivencia (Leff, 2000). La industrialización, el ideal moderno del progreso y el desarrollo, vigentes desde finales del XIX, pasan la cuenta de cobro del calentamiento global y la emergencia medioambiental mundial. Así, el impulso del progreso desarrollista en su expresión más evolucionista se ve confrontada por la inminencia de la catástrofe. El intento de desviar el final predestinado de la humanidad, recuerda con insistencia tiempos menos caóticos. Constata en el relato histórico la existencia de otras formas de habitar el mundo, anteriores a la inevitable y avasalladora imposición de la racionalidad occidental capitalista, y celebra que, a pesar de todo, persista aún la esperanza de encontrar vías alternativas, otras posibilidades desde donde refundar el sentido de la vida. Justamente, esta esperanza de emancipación es la que enfrenta al sujeto occidental contemporáneo con su legado antropocéntrico y, más allá, con el logocentrismo desde donde este último se define. Restaurar el sentido de complementariedad entre ser humano y naturaleza equivaldría, a escala, a reconquistar la unidad de la mente y el cuerpo, la razón y la no-razón.

En este sentido, el reto estaría en pararse en otro lugar, en reencontrar los territorios no colonizados de la existencia. Se trataría de encontrar el afuera, de restablecer la posibilidad de la exterioridad y en esa medida la figura del chamán indígena, dentro del imaginario occidental, responde a esa necesidad como alteridad radical. No sólo se plantea entonces la necesidad del Otro como contra-referencia a la saturación del Nosotros (el ego, la mismidad), sino que su condición radical lo ubica más allá de la frontera de lo conocido y reconocible. La imagen del chamán recupera todo el contenido no-racional que Occidente ha depositado históricamente en su mirada de fascinacióntemor sobre el indígena. El chamán es un inefable y buena parte de las representaciones que lo ubican como agente de curación radican en este hecho.

Construidas desde la sobrevaloración de la dimensión terapéutica de los chamanismos, estas representaciones se superponen aquí a una reducción de la figura del brujo como fetiche7. “Chamanizar” o el acto del poder chamánico sería, en este sentido, equivalente a redescubrir en sí mismo el sentido de la alteridad que cura. De esta forma, la necesidad de restituir la unidad esencial de las relaciones ser humano/naturaleza y mente/ cuerpo, mantiene presente, no sin nostalgia, la idea de una alteridad radical que, aunque difícilmente identificable hoy en día, es plenamente reconocible en un tiempo ancestral. La idea de que estas tres referencias, pilares centrales del neochamanismo como ideología,- sean valores asociados directamente al mundo indígena, abre grandes interrogantes para pensar el lugar desde el cual Occidente continúa produciendo y reproduciendo sus nociones de alteridad.

El poder del silencio del otro

Retomando las ideas desarrolladas por Astrid Ulloa, sobre la construcción del nativo ecológico en el imaginario occidental (2004), vemos cómo el régimen de representación hegemónico, desde donde se construyen los ideales que evocan la ancestralidad, la reconexión con la naturaleza y la restauración de la unidad mente/cuerpo, reproduce estrategias coloniales de construcción de la diferencia y de representación de la alteridad que ignoran abiertamente a los indígenas como actores sociales. Como bien dice Ulloa “el pensamiento occidental ha usado la noción de diferencia como un mecanismo de poder para marcar, asignar y calificar al “otro” e imponer los regímenes coloniales” (2004: 261).

De acuerdo con las narrativas de varios seguidores del neochamanismo, la ancestralidad es un referente temporal fundamental. Ella evoca el vínculo de consanguinidad que nos une con un tiempo pasado edénico ajeno a los avatares de la historia. Un tiempo de relaciones de armonía y paz entre los seres humanos y el mundo. Esta evocación de una época a-histórica, pero ciertamente pasada, recuerda de alguna manera la construcción moderno/colonial del mundo indígena como un tiempo lejano y antiguo, a la vez que ubica a los indígenas actuales con referencia a esa edad de oro, como rezago nostálgico de algo que fue. Bajo esta premisa se mantiene viva la negación de la simultaneidad de su existencia en el tiempo (Castro- Gómez, 2005). De hecho, este tipo de imágenes actualiza las categorías más básicas de negación y sujeción de los pueblos subalternizados, al tiempo que reproduce los criterios evolucionistas con que la ciencia ha descrito estos pueblos como “primitivos”, “simples”, “salvajes”. A su vez, estas calificaciones están acentuando la imagen de los indios como prolongaciones de la naturaleza, como seres naturales, “nobles salvajes” o “incivilizados” desprovistos de razón y cultura8. Las imágenes del “hombre silvestre” se construyen desde la ambigüedad de las representaciones del indio en la mentalidad de los colonizadores quienes, desde la Conquista, identificaron a los pobladores de estas tierras inhóspitas con el medio en el que vivían, y conforme a la percepción negativa que tenían sobre el trópico terminaron por considerar a los indios como seres “necesitados de civilización”9. Las concepciones dualistas de la modernidad que contraponen la racionalidad de la cultura a lo irracional de la naturaleza, cobran toda su carga simbólica al separar ambos ámbitos. La naturaleza se convierte en objeto de manipulación del ser humano a la vez que asume un valor genérico como entidad femenina frente a la cultura asociada a lo masculino. Así, siguiendo a Ulloa, las imágenes que construye Occidente sobre los indígenas americanos como nativos ecológicos prefigura la idea de seres más cercanos al medio natural que capaces de racionalizar su particular relación con la naturaleza. De esta forma, mientras un halo de reverencia mística envuelve la imagen del indio como sabio conocedor de los secretos del mundo natural, la otra faceta de las representaciones concibe al indio como “víctima” incapaz de valerse por sí mismo y necesitado de ayuda10. Esta misma lógica puede aplicarse al ideal de reintegrar la unidad entre la mente y el cuerpo. Ambos ámbitos han sido territorios colonizados por la modernidad en diferentes formas y de manera jerárquica. El sentido asignado al cuerpo en el orden cultural reproduce la dicotomía razón/no razón y, en esa medida, le asigna al cuerpo un papel secundario de receptáculo de información dirigida al cerebro-razón.

Aunque resulta trillado volver una y otra vez sobre este tipo de dualidades inauguradas por la modernidad/ colonialidad, creo que la necesidad de releer estas categorías a la luz de las imágenes de la “otredad”, demuestra cómo el juego de representaciones de Occidente sobre los indígenas (sobra decir que se trata de categorías entendidas como homogeneizantes) se actualiza en la actualidad en buena medida a través de la revaloración de elementos, prácticas y saberes propios de los pueblos indígenas en términos de mercancía. Si bien dicha revaloración se relaciona directamente con las luchas incansables de estos pueblos por su reconocimiento, el poder semántico de la hegemonía cultural retiene sólo el carácter funcional adecuando esos elementos al orden. Como lo señalan Hardt y Negri:

[…] desde la perspectiva cultural las diferencias son celebradas. Como estas diferencias son consideradas ahora culturales y contingentes en lugar de biológicas y esenciales, no son vistas como incidentes en la banda central de comunalidad o consenso que caracteriza al mecanismo inclusivo del imperio. Son diferencias no-conflictivas, la clase de diferencias que podemos dejar de ser necesario (2000: 81).

La manipulación semántica del capital no está exenta de confrontaciones y creo que es en este punto donde podríamos encontrar posibilidades-otras de pensar el futuro y repensar el sentido de la diversidad cultural. El discurso neochamánico tal y como lo hemos descrito aquí, se sustenta sobre el poder del silencio del otro. La mayoría de aproximaciones subestiman, desconocen o ignoran aquello que tienen que decir los indios sobre la manera como son representados. Independientemente de la diversidad de respuestas a esta pregunta desde las identidades indígenas contemporáneas, hay que hacer visible la confrontación de estas posturas, las continuidades y discontinuidades y, sobre todo, los sentidos políticos implícitos. En esta vía, lejos de la intención de reificar la diferencia étnica, tal vez habría que proponer otros términos para la interlocución cultural.

Historias locales

Aunque el neochamanismo puede ser leído como un fenómeno de carácter global, el fortalecimiento de este tipo de prácticas en América Latina pone en evidencia particularidades que lo diferencian de las manifestaciones de estas corrientes en los países del Norte. Conformadas en la interacción directa de diversas culturas y grupos étnicos, las sociedades latinoamericanas han configurado versiones particulares alrededor de las relaciones interétnicas, que se presentan de manera alternativa a los conocimientos construidos por Occidente. En el caso colombiano, la presencia urbana de prácticas, elementos y saberes de origen indígena como las “tomas de yajé” o los “mambeaderos”, puede comprenderse desde una perspectiva que tenga en cuenta los procesos históricos en los que se inscriben las relaciones entre hegemonía y subalternidad. Por lo mismo, no podemos desconocer el contexto actual de dichas relaciones, así como las profundas transformaciones de las representaciones sociales sobre el indio y el mundo indígena que han tenido lugar en los últimos años, especialmente desde el campo socio-político nacional e internacional. Así, en estos casos, el desplazamiento de estas prácticas rituales desde sus lugares de origen hacia la ciudad y su apropiación en determinados contextos urbanos, no pueden ser ni descritos ni analizados solamente como una tendencia importada (Caicedo, 2004).

En esta dirección, el carácter multicultural histórico de América Latina abre un horizonte de análisis particular a la hora de comprender la manera como se representan y agencian las tradiciones indígenas, sus saberes y prácticas. Más allá, consideramos que cualquier referencia debe partir de la reflexión particular de la localidad. Así, si quisiéramos parafrasear a Walter Mignolo (2003), estaríamos apostando por un reconocimiento de las historias locales frente al diseño global del neochamanismo.

La emergencia y el auge actual del neochamanismo no es un fenómeno único ni uniforme11. De hecho, al menos en el caso colombiano, pone en evidencia la complejidad de este tipo de manifestaciones al hacer visibles nuevos espacios sociales desde donde se están construyendo lógicas alternativas para pensar, actuar y agenciar la diversidad cultural. La presencia de especialistas indígenas en la práctica de técnicas chamánicas en el interior de ciertos espacios neochamánicos, revela una nueva dimensión de visibilización urbana de la diferencia cultural, por fuera de los escenarios clásicos desde donde habían sido visibles hasta ahora (desde las investigaciones científicas, médicas, botánicas, antropológicas, y en el marco del reconocimiento socio-político de parte del Estado y sus instituciones, etc.). Este hecho confronta abiertamente las representaciones sociales que se construyen desde la institucionalidad: la etnización de la diferencia, su patrimonialización y consecuente momificación museográfica. Pero también interroga aquellas representaciones sociales que ubican este tipo de relaciones con el mundo indígena como una exclusividad de la cultura popular, categoría que se amplía y complejiza cuando deja de ser concebida sólo desde el componente socioeconómico. En este sentido, el campo del neochamanismo en lo local (prácticas, elementos, saberes) permite visualizar nuevas versiones y visiones de lo popular como campo de fuerzas en conflicto. El sujeto popular es un sujeto multidimensional en el que coexisten distintos ejes de referencia (Pinzón, Suárez y Garay, 2005). Como producto de las tensiones entre diversas formas de existencia y modalidades de memoria, el sujeto popular emerge como identidad de frontera. Lejos de concebir la hegemonía como disposición última e inevitable, la lectura local permite reconocer aquellos espacios intersticiales en los que el registro hegemónico y los registros subalternos desarrollan una disputa constante por imponerse. Como lo proponen Pinzón, Garay y Suárez en su autoetnografía por el poder mágico y la curación (2003), el análisis local del uso de técnicas chamánicas exige en este sentido la inmersión en las construcciones histórico- culturales de los cuerpos y sus registros de conocimiento. Si bien aquí sólo podemos enunciarla, esta dimensión resulta fundamental a la hora de comprender tanto los espacios de confrontación entre hegemonía-subalternidades y la pluralidad de registros que construyen las subjetividades populares, como para interrogar los agenciamientos biopolíticos que atraviesan los cuerpos.

Algunas reflexiones

Desde cierto ángulo, las lecturas del neochamanismo como propuesta contra-hegemónica o como reacción a la modernidad pueden resultar tramposas. A decir verdad, estaríamos frente una propuesta que surge menos como reacción al proyecto moderno que como su resultado. El chamanismo podría considerarse entonces como un paradigma de la dialéctica de la racionalidad, de la ciencia y de la fascinación por el “otro” irracional. Lo irracional, o mejor, lo no-racional “como fundamento de conocimiento es una consecuencia necesaria de la filosofía racional”, dirá Stuckrad (2003) siguiendo a Kant. De allí nace el romanticismo.

La reveladora afirmación de Carlos Pinzón, Rosa Suárez y Gloria Garay (2003) de que la cultura conjura permanentemente el peligro de la arbitrariedad de su propio orden, nos devuelve al punto de partida. El drama de la universalidad del proyecto moderno manifiesta los desesperados intentos de los individuos por redimensionar espacios colonizados por la modernidad. Sin embargo, cuando la necesidad ontológica de encontrar un espacio de exterioridad al referente moderno se banaliza por el efecto decodificante del capital y queda reducido al individualismo, este parece preferir volcarse hacia la búsqueda interior (lo autocontenido) donde la intención de transformación puede quedar reducida al simulacro, como si se tratara del cambio de perspectiva de alguien que se mira en un espejo.

Sin embargo, es igualmente peligroso considerar el detonante ontológico de las crisis de la modernidad como algo reducible a esta misma ecuación. La pregunta se mantiene. En esta vía, la finalidad continuará siendo la búsqueda de territorios donde se concentra el potencial contestatario que pueda confrontar el orden hegemónico. Desde esta óptica, creo que no sería un terreno estéril mirar con más detenimiento y menos recelo algunas de las tendencias denominadas Nueva Era. No sólo por el sentido vital que proponen para sus seguidores, sino por el tipo de prácticas concretas que alienta. Aunque no ha sido mi intención en este artículo profundizar en este tema, a mí parecer, lo más interesante del fenómeno transnacional de la Nueva Era es que un buen número de simpatizantes de estas tendencias, ni siquiera saben que son newagers.

La pretensión hegemónica de conjurar la arbitrariedad del orden nos confirma que es incompleta una crítica fundada en demostrar la enajenación del sentido antes que el sentido mismo. Así, más allá de si se construyen narrativas emancipatorias desde ideologías basadas en una resignificación del chamanismo, el problema es cómo y por qué estas narrativas tienen sentido para muchas personas. Esto nos confronta directamente con las prácticas, con formas de acción reales que cuenten con el potencial de quebrar el fantasma de la auto-consagración individualista y, sobre todo, de controvertir desde la reflexividad el poder del régimen de representaciones para refundar el sentido común. En esa medida, tal vez esté redescubriendo el agua tibia al decir que sólo desde la praxis se pueden proponer otros paradigmas, así como nuevos y diversos ideales de bienestar.


Citas

1 La amplitud de referencias en torno al chamanismo cobija diferentes campos y adquiere diferentes dimensiones de acuerdo a los intereses en cuestión. Así, en el ámbito de la investigación en medicina y botánica podemos nombrar entre otras las investigaciones del médico Germán Zuluaga sobre medicinas tradicionales indígenas en Colombia o el trabajo de la Fundación Zio’ai en este mismo tema. Otros ejemplos son el centro médico de rehabilitación Takiwasi dirigido por el doctor Jacques Mabit en Perú (www.takiwasi.com) y la Societat d’ethnopsicologia apliacada i estudis cognitius del antropólogo y psiquiatra Joseph Fericgla en Cataluña (www.etnopsico.org). Un espacio distinto lo constituyen las alternativas terapéuticas ligadas a tradiciones chamánicas tales como el taller Yagé Terapéutico (www.visionchamanica.com) y la escuela de formación humana y pensamiento orientado Chakra Vidya (www.chamanismoancestral.org) en Colombia, el centro de medicina tradicional wanamey en cuzco (www.wanamey.org), el círculo chamánico de Buenos Aires (www.circulochamanico.com.ar) o el centro ayahuasca wasi (www.ayahuascawasi.com) también en Perú quienes ofertan paquetes turísticos, consumo de plantas sagradas y talleres, entre otros. Por otro lado encontramos más de 20000 referencias de websites sobre esta temática, la argentina www.elvuelodelaguila.com.ar y la francesa www.terresacre.org son algunas de ellas.

2 La obra de Mircea Eliade El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis (1996) es un hito en este sentido. Este autor parte de enunciados que presuponen un compromiso ético-filosófico del chamanismo. Al comprenderlo como una técnica arcaica del éxtasis, introduce el concepto de lo sagrado como una realidad ontológica trascendente que se puede experimentar, y que sólo puede ser considerada como auténtica. Otra de las críticas que se hacen a Eliade tiene que ver con su comprensión de la praxis chamánica como esencialmente positiva. Esta tendencia se aleja de la realidad etnográfica que muestra el sentido ambivalente de los chamanes. De este modo, le inyecta un sentido místico al concepto ordinario de chamanismo. El caso de Carlos Castaneda parece ser más significativo en la difusión del chamanismo occidental. Después del enorme éxito de su primer libro publicado en 1968, este etnólogo norteamericano ha publicado más de diez libros sobre sus experiencias como aprendiz del chamán Yaqui Don Juan Matus. Castaneda desarrolla un discurso centrado en la idea de un estado que trasciende la existencia y que se sitúa más allá de los contextos sociales. Su influencia impregna el concepto de chamanismo de una referencia a la sabiduría universal inmanente, por fuera de las realidades culturales particulares (Caicedo, 2004).

3 Retomando el concepto estructuralista de la eficacia simbólica (Lévi-Strauss, 1994), la cura chamánica es entendida como un trabajo de reconfiguración del sentido (del orden, de la cultura) que se lleva a cabo entre el paciente y el especialista. Desde esta perspectiva, mientras la enfermedad se constituiría en la imposibilidad de resolver conflictos estructurales en la relación hombre-hombre, hombre-sociedad, hombre-medioambiente, el papel del especialista, en este caso del chamán, consistiría en restituir el orden gramatical del sentido para el paciente.

4 Si bien se acepta la existencia de una cierta racionalidad del chamanismo, las representaciones le asignan un claro sentido no-racional o contrario a la racionalidad.

5 Este es el caso de propuestas como la del etnólogo y neochamán Michael Harner, quien a partir de la nocion de core shamanism o chamanismo de base ha desarrollado toda una escuela donde se emplean diferentes técnicas para acceder a estados de “conciencia chamánica”. El Institute of Shamanic Studies, que dirige, incluso ofrece becas para los indígenas que han perdido sus tradiciones y quieren volver a recuperarlas.

6 Este tipo de posturas sobre el arrasamiento moderno de los indios y el final del chamanismo es desarrollado entre otros por Costa (2003).

7 Para Michael Taussig, el poder mágico de los chamanes del suroccidente colombiano se desprende de la confrontación de representaciones sociales activas en el proceso de colonización. En este contexto, el poder de la diferencia que actúa en el campo de la curación chamánica es constitutivo del tipo de relaciones que históricamente se han construido entre la sociedad hegemónica y las culturas indígenas del piedemonte amazónico, y que se organiza como una cartografía moral (2002).

8 Astrid Ulloa (2004) argumenta que estas representaciones han sido históricamente determinadas y responden a una cronología que va de la naturalización del indio durante la Colonia, la racionalización del indio durante la República y la renaturalización del indio en la época actual. Aunque no coincido con la periodización, si considero que la idea de unificar al indio con la naturaleza en el imaginario ha sido un efecto histórico del poder de la diferencia.

9 El determinismo ambiental es solo una de las lógicas a partir las cuales los colonizadores representaron a los pueblos americanos, pero la experiencia de la naturaleza constituyó una referencia fundamental para percibir y elaborar la noción de diferencia.

10 Astrid Ulloa plantea ocho referencias del tipo de representaciones de Occidente sobre los nativos americanos: el “otro” como silvestre, hijo de la naturaleza; el “otro” como entidad femenina; el “otro” como patrimonio de la Humanidad; el “otro” como mártir; el “otro” como nativo sostenible; el “otro” como necesitado de capacitación para el manejo de recursos; el “otro” como premoderno y el “otro” como hipermoderno (2004).

11 Para una aproximación general al tema de la emergencia de los movimientos neochamanicos ver Porras (2004). Referencias a caso particulares en Colombia y Brasil se encuentran en Ronderos (2001), Weiskopf (2002), Labate (2002), Labate y Araujo (1999).


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