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The future is broken: lecturas heterotópicas de Black Mirror*

The future is broken: leituras heterotópicas de Black Mirror

The future is broken: heterotopic readings of Black Mirror

DOI: 10.30578/nomadas.n47a4

 

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Carlos Tutivén Román**

Héctor Bujanda***

María Mercedes Zerega****

Resumen

El artículo realiza una interpretación de Black Mirror, serie televisiva de anticipación que plantea una distopía tecnológica. El trabajo analiza, desde un enfoque filosófico-crítico, la crisis de la subjetivación en la era de la técnica. La serie permite pensar cómo la vida digital afecta el mundo de lo político, la memoria, el cuerpo, la sociabilidad. El texto concluye que Black Mirror deja abierta la pregunta por las posibilidades de resistencia y otros modos de subjetividad posibles.

Palabras clave: dispositivo, distopía, subjetivación, técnica, vida digital, memoria.

Resumo

O artigo faz uma interpretação de Black Mirror, uma série de televisão de antecipação que levanta uma distopia tecnológica. O trabalho analisa, a partir de uma abordagem filosófica crítica, a crise da subjetivação na era da tecnologia. A série nos permite pensar sobre como a vida digital afeta o mundo da política, da memória, do corpo e da sociabilidade. O texto conclui que o Black Mirror deixa a questão sobre as possibilidades de resistência e outros possíveis modos de subjetividade.

Palavras-chave: dispositivo, distopia, subjetivação, técnica, vida digital, memória.

Abstract

The text makes an interpretation of Black Mirror, a futuristic television series that reveals a technological dystopia. The article analyzes, from a philosophical-critical approach, the crisis of subjectivation in the technology era. The television series Black Mirror forces the audience to think about how digital life affects the world of politics, our memory, our corporeal area and sociability. The text concludes that Black Mirror leaves open-ended questions about the possibilities of resistance and other possible methods of subjectivity.

Key words: electronic device, dystopia, subjectification, technique, digital life, memory.

*Este artículo es producto de la reflexión del grupo de investigación “Digitalidades y comunicación contemporáneas” de la línea de investigación Culturas, estéticas y comunicación en la Sociedad de la Información y el Conocimiento, de la Universidad Casa Grande, Guayaquil.
** Docente-investigador de las áreas de comunicación de la Facultad de Comunicación Mónica Herrera (El Salvador). Estudiante de Maestría en Comunicación Digital de la Universidad Casa Grande, Guayaquil (Ecuador) y del Certificado en Teoría Crítica del 17, Instituto de Estudios Críticos (México). E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
*** Docente-investigador de las áreas de comunicación de la Facultad de Comunicación Mónica Herrera (El Salvador). Estudiante de Maestría en Comunicación Digital de la Universidad Casa Grande, Guayaquil (Ecuador) y del Certificado en Teoría Crítica del 17, Instituto de Estudios Críticos (México). E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
**** Docente-investigador de las áreas de comunicación de la Facultad de Comunicación Mónica Herrera (El Salvador). Estudiante de Maestría en Comunicación Digital de la Universidad Casa Grande, Guayaquil (Ecuador) y del Certificado en Teoría Crítica del 17, Instituto de Estudios Críticos (México). E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.

Introducción

Arrinconados como vetustos restos en el almacén de la historia11, los arruinados proyectos políticos e ideológicos de la modernidad han dado paso, sin embargo, a una última promesa, a una última utopía, que al filo de la extinción del planeta con su contrastante mezcla de sobreabundancia y miseria, se afirma en la praxis diaria: la utopía de una vida realizada tecnológicamente.

El mundo contemporáneo es hoy un mundo tecnológico2 que ha devenido, para todos sus fines, en una vida digital. A partir de un complejo proceso de desarrollo postindustrial responsable del predomino del capitalismo cognitivo sobre otros modos de capitalismo, la ideología tecnocientífica se ha convertido en el amo supremo de los modelos de desarrollo social de la globalización. Un complejo cuyo despliegue institucional, mediático y comercial absorbe nuestras vidas en esferas3, envolventes y flexibles, que penetran casi todos los intersticios de la vida social ultramoderna. A tal punto llega esta envoltura constituyente de nuestro hábitat tecnológico, que lo que la antropología filosófica denominaba naturaleza humana está siendo hoy transmutada en una “espiritualidad maquínica”44 (Kurzweil, 1999; Sibilia, 2012) que reta y desafía tanto a la filosofía de la tecnología como al pensamiento ético centrado en las “consecuencias” que para la condición humana conlleva el accionar tecnológico, realidades que no dejan de ostentar una nueva hybris5 contemporánea.

•  Mahakala, importante divinidad protectora dentro del budismo Vajrayana

Black Mirror es una exitosa serie británica de ciencia ficción (del género distópico y especulativo) que fue lanzada al mercado mundial en el 2011. En el 2015 la plataforma Netflix adquiere sus derechos, lo que permite verla en streaming. A partir del 2016, la plataforma amplía su cobertura a América Latina (Wikipedia, s. f. a). Su creador, Charlie Brooker (2015), afirmaba que empezó a escribirla pensando en los efectos secundarios de la adicción tecnológica global, por lo que cada episodio nos hace pendular siempre entre el placer y la incomodidad que ésta provoca. Nos interesa interpretar grosso modo dos dimensiones presentes: a) la modalidad de sociedad digital en la que se desarrollan las historias de los episodios seleccionados; y b) los desenlaces distópicos que la caracterizan, especialmente cuando la homeostasis tecnológica en la que están envueltos sus personajes —resultado de la simbiosis entre la interfaz, los sistemas nerviosos humanos y sus entornos cotidianos— falla, se quiebra, para dar lugar a un evento traumático que no sólo es del orden clínico, sino, y sobre todo, del orden de un dilema ético-filosófico sobre las formas de subjetivación digital que están enfilando una mutación transhumanista.

En definitiva, pensamos que las historias de Black Mirror señalan, cual oráculo, la consumación de un proyecto tecnocientífico de corte “fáustico”6 (Sibilia, 2012) que se propone intervenir directamente sobre “lo real” de la vida, los cuerpos y las subjetividades. Mutaciones de orden ontológico y no sólo histórico, que repercuten en los planos estético-culturales, ético-políticos de la vida humana del futuro, de sus memorias y cuerpos. Un futuro que vemos reflejado en el espejo trizado de nuestra condición tecnocientífica y de la cual debemos despertar.

Abordaremos nuestro análisis, por una parte, desde la filosofía de la tecnología centrada en el pensamiento de Heidegger sobre la esencia de la técnica, y, por otra, desde las reflexiones que el psicoanálisis aporta al tema de la subjetivación, la memoria, los dispositivos y la sociedad digital.

Los oscurecidos espejos de la vida digital

La vida digital la constituye no sólo una red de aparatos y dispositivos interconectados que nos “facilitan las tareas domésticas”, sino, y sobre todo, una “biósfera digital” en la que habitamos y actuamos diariamente. Esto está implicando la emergencia de procesos de mutación de lo que fue nuestra “piel humanista”, aquella que nos formó, recubrió y dio protección por siglos, tanto de la intemperie de los elementos naturales (fuente de la civilización), como de la soterrada animalidad pulsional (fuente de la cultura).

Ahora bien, cuando afirmamos que vivimos una “era tecnológica”, no debemos asumir esta afirmación como algo obvio y aproblemático, simplemente porque es evidente que vivimos en un mundo poblado de dispositivos electrónicos y sistemas cibernéticos de comunicación a distancia que regulan y administran nuestras “vidas digitales”. Todo lo contrario, la afirmación de que vivimos una “era tecnológica” quiere indicar —asumiendo toda una tradición filosófica que la sustenta7 y, especialmente, desde el sendero que dejó abierto Heidegger para pensar la “esencia de la técnica”—, que vivimos una etapa donde el estar-en-el-mundo se nos dispone de un modo técnico. Lo anterior implica que la era tecnocientífica se constituye a partir de una visión que, al tiempo que nos permite conocer y controlar los entes, ya sean estos naturales, sociales o subjetivos, también nos oscurece su fundamento último y, por ello mismo, la relación que debemos entablar con su esencia, la cual —según Heidegger— no es para nada un hecho técnico. Si el mundo se nos apertura y dispone sólo tecnológicamente8, se corre el peligro de que el hombre se conciba y se relacione consigo mismo también mediado por este mismo proceder.

La concepción que empleamos aquí de la técnica moderna no se limita a la de instrumentum. Más bien, atendiendo a su “esencialidad”, concebimos la técnica como un conjunto de procesos y lenguajes que históricamente condicionan la “producción de mundos” en los cuales “habitamos” artificialmente, nos autocomprendemos, actuamos y convivimos. Por medio de antropotécnicas9 domesticamos nuestro espacio habitable, nuestros cuerpos, la subjetividad, además de la “naturaleza externa” convertida en materia prima explotable y acumulable.

En la era de la técnica se viene consumando un “estar-en-el mundo” abierto por procesos tecnocientíficos autónomos, cualitativamente diferentes a los de la técnica antigua, caracterizada por un saber-hacer artesanal imbuido de sacralidad por la naturaleza, praxis y sentimientos que aún determinaban la compresión humana de la vida:

La tesis de la tecnología autónoma no niega que sigan existiendo una multiplicidad de instrumentos y herramientas que usamos a voluntad, que controlamos y cuya finalidad nosotros decidimos. Pero lo distintivo de la tecnología contemporánea es su carácter sistémico, el constituirse como un entramado o engranaje planetario del sistema imbricado de artefactos, en el que los usuarios tienen pocas posibilidades de elección y de orientación10 del desarrollo del sistema mismo. (Linares, 2008: 27)

La automatización tecnológica de estos procesos alcanza su paroxismo en la era digital cuando se anuncia la entrada en la vida social de sistemas tecnológicos que no dependerán del dominio humano directo, sino que se autonomizarán en redes de conectividad interdependientes (internet de las cosas), en protocolos algorítmicos de aprendizajes abiertos (inteligencia artificial), en sistemas de autorregulación cibernética ligados a ambientes productivos (robotización de la producción desde la Revolución Industrial 4.0) o en ambientes domésticos poblados por cuerpos postorgánicos, resultado de una alianza entre biotecnología e informática molecular.

Las narrativas de Black Mirror describen estas esferas biotecnológicas en las cuales las relaciones sociales están mediadas por sistemas cibernéticos autónomos, y donde el actor social, más que un individuo, es un actor-red (Latour, 2008) que se encuentra en un estado postsocial, es decir, en uno donde no priman las relaciones comunicativas corporizadas, sino las mediadas por interfaces inteligentes y pantallas virtuales.

Distopías estético-políticas del presente ultramoderno

La utopía moderna fue concebida desde un principio como desarrollo tecnológico: control de la naturaleza, vigilancia, ecología del miedo, sociedad del espectáculo, biopolítica. Su profunda ambigüedad y los temas asociados con ésta acapararon, como se sabe, buena parte del debate ideológico, las expresiones del arte y de la ciencia-ficción durante el siglo XX. Animada por trascender el presente, en todo caso por disolver su resistencia o su pesadez, la modernidad ancló sus bases políticas, técnicas, comunicacionales y estéticas en un proyecto de futuro que se soportaba en el progreso tecnológico —para materializar esos “emplazamientos sin lugar”, como definía Foucault (1999) a la utopía—, a partir del cual conseguía la energía y justificación necesarias para superar las ataduras de la tradición, la costumbre y lo contingente. Las primeras vanguardias artísticas del siglo XX tematizaron la tensión presente-futuro a través de intervenciones que desfiguraban la presencia y dejaban entrever el advenimiento de una sociedad radicalmente otra, poshistórica, aún a riesgo de auspiciar la solución totalitaria como horizonte último de la innovación: crear el hombre nuevo, descuajarlo de su hábitat, establecer una política de la inmortalidad (Groys, 2015).

El sueño de un futuro que aspiraba a convertir la vida en arte, a liberar todo el potencial de “ser, decir y hacer”, terminó, como se sabe, en la concreción de una distopía que articuló sin freno prácticas institucionales, dispositivos tecnológicos, estéticas al uso e ideologías totalitarias. Su reverso fue la experiencia de los campos de concentración y exterminio bajo el rigor de la eugenesia, las técnicas biométricas de identificación y la vigilancia panóptica, tal como ocurrió durante los grandes momentos totalitarios del siglo XX. Sin embargo, Agamben ha venido examinando en este siglo la relación entre los campos de concentración —que propone no como desviación totalitaria sino como nomos oculto de la modernidad— y el desarrollo de tecnologías biométricas de vigilancia, para indicar que el sueño moderno se soporta sobre la noción de un ciudadano-dato, potencialmente peligroso o fuente de terror. De allí que el reverso de la modernidad sea distópico in extremis: el advenimiento de la stasis o de la guerra civil mundial como nuevo reparto biopolítico de poder (Agamben, 2017). De manera que el daño colateral de la utopía moderna no ha sido la disolución del presente —que se sigue representando, duplicando, simulando sin término bajo el dictado de una nueva generación de dispositivos (la revolución digital)—, sino del futuro como fin último de la modernidad, convertida ahora en ultramodernidad sin destino, en mecanismo ciego capaz de mixturar todos los tiempos, las sospechas y conflictos en un continuum incesante.

La condición del presente es la de un cuerpo no muerto (nada puede darse por extinto), que se sostiene gracias a los recursos de la repetición, la reproducción y la tautología, que brinda la tecnología digital. Esta crisis de horizonte (Seyerl, 2014) ha afectado no sólo el relato de lo político (ahora pospolítica del algoritmo y big data), también ha afectado la función misma del arte y de la literatura de ciencia ficción que, en cierto momento, mantuvieron un fuerte compromiso con la idea de futuro e incluso llegaron a prefigurar su consumación. Estas expresiones, encastradas hoy en el incesante flujo del presente, muestran un futuro que apenas se materializa como dispositivo-gadget a punto de expirar, como novedad que ya porta-presenta su propia muerte.

Como cuerpo no muerto en permanente exposición, el presente es la única experiencia temporal que nos queda: “Hoy estamos atascados en el presente tal como se reproduce a sí mismo, sin dirigirnos hacia ningún futuro” (Groys, 2015: 89). Por este motivo, Groys agrega que vivimos un tiempo de indecisión, percibimos la paradójica sensación del tiempo como un exceso imposible de procesar (por el volumen de datos, por las amenazas que desencadena su flujo) y, a su vez, como falta de tiempo para emprender la acción. En el presente ultramoderno se desiste y se declina para no quedar, precisamente, fuera del tiempo. Es toda una paradoja: mientras más herramientas tenemos para intervenir, más condenados estamos a ser espectadores (espías, vigilantes) de un presente que abruma y paraliza. El mundo digital es el terreno propicio, por tanto, para la explosión del afecto (una paleta de sentimientos que oscila entre la identificación y odio), lo que mejor se adapta, por su modulación y su capacidad de contagio, al incesante flujo de la información (Chul Han, 2014). En este sentido, la mejor representación del tiempo presente es el loop, un círculo que se abre y se cierra en el acto mismo del circular11. No resulta nada descabellado sostener que la ultramodernidad tiene características homólogas a la espera mesiánica12.

• Kali | Raja Ravi Varma

Con la revolución digital, el paradigma de la vigilancia cambió completamente de naturaleza. Vivimos el tiempo del panóptico subjetivista, los ojos de Dios están en cada uno de nosotros, por tanto cada ciudadano vive —desde su dispositivo— bajo el imperativo de visibilizar su Yo digital, así como la actividad que realizan los otros. En esta posibilidad de espectáculo que brinda lo digital subjetivizado, la mirada juega un rol fundamental puesto que el mundo es una experiencia que se registra, circula y consume a través de pantallas. El sujeto de la ultramodernidad, con posibilidades concretas y reales de visibilizar su estado y de vigilar el de los demás, se transforma en un medio de comunicación que participa en una compleja economía de la sospecha (Groys, 2008): vigila y es vigilado, es protagonista y observador, artista y espectador al mismo tiempo.

Black Mirror es hija directa de este desplazamiento o caída definitiva del futuro en el flujo del presente. Lejos de representar en pantalla cómo será el futuro mediado por tecnologías y paisajes ultramodernos que aún no llegamos a imaginar —un abordaje si se quiere convencional dentro del género de la ciencia ficción—, los distintos personajes de la serie lidian con un presente ambivalente, dominado por el uso de dispositivos que utilizamos en la vida real y que están transformando nuestro mundo cotidiano “aquí y ahora”. Si la ciencia ficción ha sido el género para representar, en un improbable escenario futuro, los miedos y temores que sentimos ahora mismo en el presente (Davies, 1991), Black Mirror hace, si se quiere, lo contrario: siembra la dimensión distópica aquí y ahora, en un ambiente que nos
resulta familiar por próximo, y con ello confirma que el futuro catastrófico es tan sólo una de las tantas soluciones que coexisten en la actualidad.

No resulta casual, por tanto, que los episodios Himno nacional y Oso blanco estén organizados como si fueran eventos estéticos concebidos por un artista-curador, que pretende transformar la mirada vigilante del espectador en un agente activo que construye el significado de la obra. Ambas instalaciones, podríamos llamarlas así, se estructuran en una modulación de espacios físicos, analógicos y digitales, y tematizan lo que hemos denominado, en el contexto de la descarnada economía de la sospecha que se funda en la mirada, expresiones carnavalescas (Himno nacional) y barbáricas (Oso blanco) de la sociedad ultramoderna. El primero de éstos (Himno nacional) cuenta la historia del primer ministro británico que debe tomar una decisión a contrarreloj para evitar que secuestradores no identificados le hagan daño a la princesa Susannah, sin que pueda imaginar que las redes sociales y la presión mediática arruinarán cualquier cálculo para resolver la situación. Oso blanco, en tanto, es la historia de una mujer que despierta sin recordar quién es, no sabe dónde se encuentra, por qué se le acerca gente para grabarla o fotografiarla con el teléfono celular y menos llegará a comprender por qué algunos sujetos enmascarados la buscan para matarla. El espectador se encuentra en la misma situación de la perseguida, sólo al final entenderá por qué las cosas ocurren de este modo y no de otro.

En Himno nacional, el efecto carnavalesco de la instalación se produce al documentar la impotencia que padecen las figuras del poder político, de la autoridad —la imposibilidad de actuar a pesar de contar con los medios— ante un evento planificado para que adquiera todo su poder en el enjambre digital (a través de la mirada generalizada y descentrada del panóptico subjetivizado), al punto de que presenciamos, a lo largo del capítulo, el desnudamiento progresivo de la autoridad protagónica (primer ministro), la pérdida de sus “máscaras” socialmente reconocidas (líder político, gobernante, esposo) hasta transformarse en nuda vida (Agamben, 1998).A medida que le resulta imposible descifrar la conspiración en ciernes, el personaje se ve obligado a ceder ante el pedido de los “presuntos terroristas” y a la presión de las redes sociales. Todo esto lo lleva, abrumado por la imposibilidad de actuar con eficacia en la coyuntura, a ofrecer, ya humillada su identidad simbólica y anulado el principio místico de la autoridad, el espectáculo de consumar sexo en vivo, cual animal, con un cerdo, tal como lo diseñó el artista que concibió el evento. Queda claro en Himno nacional que los dispositivos digitales no sólo socavan el principio de autoridad, invierten completamente la lógica de quién manda en determinados contextos, lo que habla del cambio de identidad como signo carnavalesco de estos tiempos (donde abundan las máscaras y los desenmascaramientos).

• Serpiente precolombina

El episodio Oso blanco, por el contrario, gira en torno a las nuevas prácticas espectaculares de hacer justicia expedita a partir de la modulación permanente del panóptico subjetivizado. Es bueno recordar aquella observación premonitoria que hizo Gilles Deleuze a comienzos de los años noventa, en la que advierte que mientras se termina de implantar la sociedad de control en la que vivimos actualmente, “es posible que, tras las adaptaciones correspondientes, reaparezcan algunos mecanismos tomados de las antiguas sociedades de soberanía” (Deleuze, 1996: 285). El capítulo Oso blanco recuerda cómo hemos retornado a prácticas del suplicio público que fueron comunes durante el siglo XVIII (donde primaba el principio de “hacer morir”). Foucault documentó exhaustivamente estas prácticas, y las tipificó como un espectáculo de justicia, de castigo, que tenía una fuerte dosis de “intensidad visible”, de “teatro abominable” llamado a generar efectos de compasión o admiración en el público que asistía al desmembramiento del delincuente. Lo interesante es que, a pesar de los mecanismos modernos de justicia que se instauraron posteriormente, siempre quedó un “fondo de suplicio” en la economía del castigo que nunca pudo dominarse y que se configuró modernamente como una “penalidad de lo no-corporal” (Foucault, 1987: 11-37). En este sentido, el único dispositivo en Oso blanco que parece llegar desde un futuro distópico del que aún no tenemos referencia, es el que se usa en el pequeño teatro de la crueldad para borrar la memoria de la “delincuente” e iniciar, a partir de allí, el performance de una mujer extraviada que desconoce por qué es perseguida masivamente por una horda de mirones y gavilleros que la convierten, como dicen los artífices de la obra, en un “león acorralado” que debe ser conducido por la multitud al cadalso (el escenario de una sala de teatro en el que el público le grita, una vez que llega allí y se abre el telón: “¡Asesina!”). Todo parece indicar que en los tiempos ultramodernos el barbárico espectáculo del suplicio opera precisamente sobre esa “penalidad no corporal” a la que aludía Foucault —la instancia moral o de la dignidad— que es asediada y humillada por una comunidad pasajera de justicieros. El tiempo de la obra (Oso blanco se realiza como un espectáculo de parque temático) es similar al Time Based Art: un loop que permite reafirmar el espectáculo barbárico como cárcel del presente, donde apenas queda tiempo para recordar vagamente de dónde venimos, quiénes son los que nos rodean, quiénes nos atacan y qué podemos esperar, a manera de salvación mesiánica, del vertiginoso devenir.

• La Asunción de la Virgen con San Miguel Arcángel que vence al diablo, 1533 | Giovanni di Niccolò de Luteri

Estas representaciones dan cuenta de los nuevos poderes del espectador, convertido en artista-curador, que diseña el espectáculo, produce contenido, lo hace circular y lo visibiliza a partir de una economía de la sospecha que incita a reaccionar, defensiva u ofensivamente, ante el entorno que se nos presenta. Groys ha definido el giro que permite hoy que eventos de este tipo, como los relatados en clave irónica en Black Mirror, se valoren por su diseño y su poder estético. Los presupuestos que definían al artista han sido adoptados por la sociedad vía cultura digital, al punto de que el arte es simplemente un subproducto de la cultura de masas y, por tanto, cada vez es más difícil distinguir la diferencia entre el rol del artista contemporáneo y el del espectador (Groys, 2015).

Los creadores de Black Mirror parecen estar conscientes de que no sólo el arte se ha vuelto un subproducto de la sociedad del espectáculo, sino que el espectáculo mismo, para tener éxito, debe tomar en cuenta presupuestos provenientes del campo del arte: un curador del performance, una política de la instalación que defina roles e itinerarios en el espacio, cierta ambigüedad del evento (entre lo real y el simulacro), un esfuerzo colaborativo con el espectador-actor, una necesidad de tomar partido ante la naturaleza del evento. Lo que tiene sentido es movilizar el panóptico subjetivizado, activar la sospecha para discernir lo real de lo ficticio, para descubrir la verdad oculta. En este contexto donde artista y usuario comparten prácticas y recursos, el filósofo del arte propone un regreso a la concepción clásica de la libertad, asociada con la responsabilidad, entendiendo que todo cuanto ocurre en Internet y deviene en situación distópica remite a actores y a sujetos concretos (rastreables digitalmente) que deben hacerse cargo de sus intervenciones.

•  Rey Minos | Gustave Doré

La interfaz: entre el automatón y la tyché

En los desenlaces de los capítulos de Black Mirror podemos observar cómo la disfuncionalidad de la interfaz proviene de un suceso contingente y azaroso, de un encuentro, de un evento o de una circunstancia no calculable. Observamos cómo los sujetos de las historias quedan bloqueados, interrumpidos, desalojados de la homeostasis tecnológica. Los personajes no pueden responder ni despertar subjetivamente a la contingencia. ¿Por qué esta aparente discapacidad?

Lacan reinterpreta los conceptos aristotélicos de automatón y tyché, —que establecen la diferencia entre lo causado con regularidad en la naturaleza de las cosas, y el accionar azaroso de la “diosa fortuna”—, para discernir con más precisión el concepto freudiano de repetición. Postula que el automatón corresponde a la cuasi maquínica “insistencia de los signos” (Lacan, 1987), a la remisión y empuje de la cadena significante en la subjetividad. Un proceso que se da a “espaldas” del sujeto, pero cuya reiteración le produce, sin embargo, placer.

En cambio, la tyché se refiere a la incursión de “lo real” en el orden simbólico, al acontecimiento súbito, inesperado, sorpresivo, que proviene de lo “otro” inasimilable e irrepresentable, es decir, a la contingencia. Tanto el trauma como las experiencias místicas son experiencias de este encuentro “azaroso” o epifantico con “lo real”. Gracias a la tyché, un sujeto es conmovido e impelido a desviarse de la norma, de lo normal. La tyché viene a romper la cadena determinista y emocionalmente confortable del orden significante. Cuando “lo real” irrumpe en la vida humana civilizada, el automatón hedonista se fractura y el sujeto ve que la existencia que tenía hasta ese entonces orden y sentido, se desmorona, se “desrealiza”.

La tyché ofrece la oportunidad para un sujeto de pasar de una subjetividad alienada en los significantes que la regulan a una “subjetivación”abierta, dionisiaca, deseante.En este contexto, la tyché posibilita la pregunta existencial, pues el desconcierto moral, el extravío del sinsentido exigirá por parte de la subjetividad sufriente, un trabajo de elaboración, de respuesta, en definitiva, de contemplación activa e íntima de ese suceso en su vida. Para que esto sea así, se debe esperar de parte del sujeto que se “activen” ciertos recursos psíquicos-espirituales que estén a su disponibilidad, que una vez “despertados” por las circunstancias del encuentro imposible con “lo real” de “lo otro”, lo lancen a un trabajo personal para que se labre una existencia habitable en un mundo repleto de vicisitudes.

La tesis de que la era de la técnica se realiza plenamente como vida digital, que se impone como procesos tecnológicos autónomos, dando como resultado una vida subjetivada en el discurso tecnocientífico, se realiza en esta serie. Nos advierte el riesgo constante de poner en crisis los recursos de la subjetivación que permitirían una relación no técnica con la técnica.

La vida digital implica vivir en las esferas de la digitalidad y la hiperconectividad; implica una familiaridad cotidiana con la racionalidad técnica del ecosistema comunicativo, por lo cual estos personajes carecen de las capacidades necesarias para comparecer ante el estrago que representa un encuentro con “lo real”, diríamos, con ironía, con la verdad de “lo real” analógico. Debido al debilitamiento de los recursos psíquicos-espirituales de corte humanista que permitirían que aflore una subjetividad activada por la tyché, los sujetos de Black Mirror están despotenciados éticamente, desprovistos de los recursos que podrían poner diques y barreras porosas a los modos de goce tecnológico que cierran o están cerrando las posibilidades de abrirse a otras variables de la experiencia humana.

Por ejemplo, en el episodio Toda tu historia, vemos cómo todas las personas que viven en esa sociedad digitalizada tienen una cápsula en miniatura13 implantada en la parte posterior de la oreja, la cual les permite grabar o registrar lo que viven y perciben a diario. Esta grabación les da la posibilidad de “revisar” una y otra vez lo que hacen, ven o escuchan a lo largo de sus relaciones y existencias personales. Los recuerdos pueden ser vistos por medio de lentes de contacto inteligentes, acoplados al globo ocular, o proyectados en una pantalla exterior. Tanto la cápsula como el lente de contacto son interfaces que se implantan en la corporalidad del sujeto funcionando eficientemente como una mediación inconsciente entre el medio ambiente y la subjetividad. Recordemos, como bien lo señalaba Manovich (2005), que la mejor interfaz es la que no se siente, la que se “borra” para permitir la experiencia (in)directa.

Aunque parece ficción, existen una serie de tecnologías similares que están en proceso de desarrollo y experimentación: a) el Google Glass, en prueba desde el 2012; se trata de unas gafas de realidad aumentada que permiten al usuario visualizar proyecciones en las pantallas de los lentes y que funciona con órdenes de voz (Wikipedia, s/fb); b) los Smart Contacts, en producción desde el 2014, tienen la función de “captura de imagen”, que puede ser proyectada en otro dispositivo (MentePost, 2017). Con estas tecnologías en prueba o en venta de sus primeros prototipos, dispositivos-memoria, como los que plantea la serie, ya están entre nosotros.

El personaje principal de la historia padece un rasgo obsesivo que se agrava a partir de una escena en la cual ve a su esposa en una actitud sospechosa con un “amigo”. A raíz de ello, se pone a “revisar” compulsivamente toda la memoria virtual de la relación marital depositada en su cápsula, y a medida que avanza y retrocede imágenes —contempladas con ansiedad creciente en la micropantalla de su lente inteligente—, la “interfaz invisible” se va volviendo ominosamente consciente y dolorosamente visible. La interfaz se vuelve “presente” en la subjetividad porque el sujeto va tomando conciencia de lo que éste permite recordar. Al reconocer cómo las escenas virtuales revelan la continua infidelidad de su esposa, el sujeto, exasperado, termina extirpándose con sus propias manos la cápsula de memoria digital, al tiempo que sus ojos se nublan fruto de un colapso “tecno-nervioso” que lo deja paralizado de horror y estupor.

Esta escenificación traumática de la vida digital del personaje representa un quiebre en la homeostasis tecno-ecológica en la que viven los habitantes de la serie. El episodio nos enseña cómo ese mundo tecnológico se caracteriza por un empuje que conmina a los sujetos a vivirlo sin más voluntad que la de ser “pacientes” de un despliegue (algorítmico) de información. Cada paso que damos por el vientre de la tecno-utopía nos vuelve prisioneros de sus encantamientos y maravillas, sin más reacción —y he aquí lo siniestro— que la de ser testigos pasivos de sus avances y consecuencias, con poca o ninguna capacidad de respuesta subjetiva, y menos sociopolítica. El quiebre de la experiencia ecosistémica que produce la interfaz en los personajes de la serie nos introduce en la pregunta por la subjetivación humana y su capacidad para hacer frente o no a esta “voluntad de goce” tecnológico que, en los sujetos de la “era de la técnica”, se presenta como un automatón14 lacaniano que persiste e insiste en cada momento de la vida digital
contemporánea.

En otro episodio titulado El arte de matar, un soldado encuentra gran placer al entrar en batalla para matar “cucarachas”, una especie peligrosa de humanoides mutantes que, como plagas inmundas, amenazan a la raza humana. Su oficio lo lleva con destreza, eficiencia y orgullo. Los soldados portan en sus cabezas implantes muy sofisticados tecnológicamente que les permiten tener visión nocturna, geolocalización y percepción térmica. A cambio de sus proezas militares, los soldados reciben en sus sueños fantasías oníricas gratificantes. Lo que ignoran los soldados es que la interfaz conectada a sus cerebros modifica la percepción de la “verdadera” realidad, pues lo que ellos perciben como cucarachas son en realidad seres humanos perseguidos por un Estado totalitario que quiere exterminarlos por alguna razón xenófoba. Cuando un humanoide mutante, para defenderse, emplea un dispositivo que desactiva la interfaz de los soldados, éstos despiertan a la cruda realidad de sus asesinatos. Cuestionado y afectado notablemente por esta revelación, el soldado protagonista pide al psiquiatra que atendía su traumatismo emocional, que le devuelva al estado mental anterior, aquél en el que vivía como héroe en una realidad programada por el software, en vez de aceptar su responsabilidad y la culpa. Otro desenlace que nos enseña, una vez más, cómo el personaje de la historia se quiebra cuando la mediación técnica de la interfaz se interrumpe y deja de ser transparente para el sujeto. Así mismo, el soldado tampoco tiene las capacidades éticas y reflexivas para habérselas con el dolor de la verdad y la responsabilidad para hacerse cargo de lo que ha hecho. Acostumbrado a la ensoñación que le proveía la tecno-militancia, perdió toda habilidad subjetiva de resarcimiento emocional. Ningún recurso ético, moral o intelectual estaba a su disposición, sólo tenía en su haber el empuje de una pulsión mortífera guiada técnicamente, pero compensada con la fantasía onírica digitalmente diseñada. Cuando le toca decidir por su destino, lo hace orientado desde el principio del placer homeostático que le provee la interfaz.

Recuerda que no vas a morir: dispositivos y memoria

Asistimos a una transformación en la experiencia del tiempo anteriormente configurada en la modernidad. Transformación caracterizada por “el desvanecimiento del gran tema del tiempo, de la memoria y del pasado, la irrupción de un eterno presente de fascinación con su efecto alucinógeno, la deshistorización generalizada” (Pelbart, 2009: 70). Las nuevas tecnologías se han convertido en “máquinas de producir presente”, un presente que “dura cada vez menos” (Martín-Barbero, 2000: 5). Black Mirror también plantea la problemática relación entre dispositivos tecnológicos y memoria en episodios como Toda tu historia y Volveré pronto.

• Dorje Phurba

Volveré pronto presenta la historia de una pareja. El esposo, obsesionado con las redes sociales, muere en un accidente de tránsito y una amiga le comenta a la viuda de un programa capaz de generar la posibilidad de conversar con una persona muerta, a partir del análisis de las interacciones que ésta tenía en las redes. La viuda decide probarlo y empieza a interactuar por mail y mensajes de voz con la réplica de su esposo fallecido. La versión del esposo resulta muy convincente y se atreve a adquirir el siguiente nivel del “producto”, que implica que el programa se instale en un cuerpo réplica robot. La réplica no es un robot burdo: tiene una inteligencia que es capaz de buscar información, por ejemplo, cuando tiene sexo con la viuda, porque “no hay registro de la respuesta sexual” del esposo “original”. A diferencia de la versión virtual, el cuerpo réplica no la convence y en un momento ella le ordena saltar por un acantilado para deshacerse de él. La réplica suplica por su vida y la persuade de no liquidarlo. Años después puede verse a la hija pequeña de la viuda solicitarle permiso para subir al ático de su casa, donde ella ha ocultado la copia digital de su padre.

Las nuevas tecnologías permiten la configuración de una memoria-red digital, la utopía del archivo infinito (Brea, 2007; Melo, 2011; Turkle, 1997). Por supuesto, en las redes no está presente nuestra vida, sino lo que queremos que alguien vea o recuerde de ésta, pero el dispositivo de Toda tu historia es diferente: plantea la existencia de una memoria que denomina de “espectro total”. Braunstein ha entendido la memoria humana como “fundadora del ser” (2008: 10). La memoria no es repetición fiel: es distorsión, imaginación, representación, pero también tiene como núcleo al olvido (Braunstein, 2008). La memoria se presenta en forma de relato. Y en el relato —dice el psicoanalista— ni el registro ni la pérdida es total… hasta la llegada de los dispositivos.

Podemos entender como dispositivo “a todo lo que tiene de un modo u otro la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones, y los discursos de los seres vivientes” (Agamben, 2015: 23). La tecnología es un gadget que funciona como amo frente al que nos ubicamos en una “servidumbre voluntaria”, “maquínica” (Rolnik, 2007; Lazzarato, 2014). El dispositivo es un servomecanismo, en la medida en que nos ponemos a su servicio como si tuviese un carácter religioso (Braunstein, 2012). Esa “espiritualidad maquínica” se evidencia en el esposo fallecido en relación con las redes: éste responde a sus demandas durante todo el día como un automatón, incluso la historia insinúa que fue el uso obsesivo del celular el causante del accidente, de su muerte.

El dispositivo-memoria es aquél en que la memoria humana está exteriorizada, “puesta” en el artefacto externo, en la red (Brea, 2007; Echeverría, 2009). Delegamos en el dispositivo, en sus algoritmos, la función de archivar, ordenar e incluso recordar. Asistimos a la muerte del sujeto, a la desaparición del cuerpo, que hace soporte a la memoria (Braunstein, 2012; Brea, 2007). Black Mirror presenta el devenir de la memoria como dispositivo. El dispositivo-memoria, en la medida en que no es relato, sino el “registro total” de imágenes, hace que los sujetos deleguen y pierdan la capacidad, el ejercicio de recordar. Es la inscripción del recuerdo sin sujeto. Los personajes en Toda tu historia necesitan del soporte tecnológico para recordar y constatar lo sucedido. Y solicitan a otros “borrar” aquello que no los les parece que los otros tengan registrado de ellos o de otros, lo que no significa que se borrará el recuerdo. El esposo celoso puede ubicar exactamente un periodo, por ejemplo, algo que ocurrió hace “dieciocho meses”. El reclamo a su pareja se “sustenta” en las imágenes grabadas en el dispositivo que se revisan, proyectan y comentan una y otra vez. El esposo le dice a su esposa, mientras proyecta imágenes, que él ha grabado a ambos en una fiesta a la que acaban de asistir. “Ve cómo lo miras (adelanta la imagen)… ahora ve cómo me miras a mí (le pone pausa)… Dime que me ves a mí como lo ves a él. No puedes”. El esposo, cuando despierta ebrio, no es capaz de recordar sus acciones, recordar que ha golpeado al amante de la esposa, pero lo que hace es reproducir-revisar las imágenes de las últimas horas del dispositivo. No hay relato, reconstrucción, representación, olvido. La memoria no se “cuenta”, sino que “se muestra” ante sus mismos ojos o en pantallas a manera de espectáculo.

El dispositivo-memoria permite además controlar todos los procesos de la vida cotidiana. La esposa, por ejemplo, rastrea la cápsula de memoria de su hijo recién nacido para controlar las acciones de la niñera. No cuenta con el consentimiento de ésta para ser registrada a través del ojo del niño, como si la memoria producida en el contexto de horas laborales no nos perteneciera, sino a aquel para el cual trabajamos. El dispositivo naturaliza el registro de la vida de los otros a través de nuestra mirada, sin pensar en el uso de dichos archivos. Tampoco se presenta el dilema ético de colocar el dispositivo a un menor de edad.

No queda claro a quién pertenecen los registros de la memoria, pero no son sólo los sujetos quienes “revisan” el dispositivo (el suyo y el de otros), sino también organismos de control, que los “revisan” en el aeropuerto para identificar las acciones de los pasajeros en días anteriores, todo en nombre de la seguridad. Otro ejemplo es cuando el dispositivo-memoria alerta al esposo cuando se sube al auto alcoholizado: “Advertencia del ‘grano’. El asistente del ‘grano’ indica que quizás usted no se encuentre en las condiciones físicas apropiadas para la actividad que pretende realizar. Si desea saltear la advertencia, continúe a su propio riesgo. La compañía de accidentes y seguros… (el personaje la apaga)”. Con la cápsula insertada en la piel, el sujeto no necesita del control externo. Lo controla un dispositivo que él ha insertado en su cuerpo voluntariamente y que puede ejercer una vigilancia panóptica continua. Como mencionamos, sus propios ojos son a la vez, ojos de Dios para sí mismo y para otros: vigila y es vigilado. Nuevamente parece ficción, sin embargo, en la actualidad: ¿no son las corporaciones-redes dueñas de nuestra memoria, en términos de lo que publicamos? ¿No las convierten en big data? ¿No tiene Facebook un algoritmo que nos sugiere qué recordar? ¿No revisa el Estado nuestras publicaciones en redes también en nombre de la seguridad? En Volveré pronto la compañía rastrea todas las redes sociales del esposo fallecido, incluyendo conversaciones públicas y privadas, “rastrea todas las cosas que haya dicho en línea”, “todas”, sin mayores discusiones éticas, ya que “cuanto más información, más se parecerá”.

La tecnología está deshaciendo la forma-hombre de la actualidad (Pelbart, 2009). Posibilita la superación de lo humano, la trascendencia de los límites del cuerpo. El abandono de la carne ha iniciado con el avatar, y se evidencia en cuerpos cada vez menos biológicos (Mejía, 2005; López-Pellisa, 2015; Sibilia, 2012). Estos cyborgs (Haraway, 1991), mezcla de lo orgánico y lo inorgánico, estos “seres de frontera”, como los denomina Broncano (citado en López-Pellisa, 2015) son el presente y el futuro.

Por un lado, estamos ante un cuerpo que se hace telepresente a través de un avatar (Sibilia, 2012). Por otro, estamos ante una “nueva carne” generada por la tecnología, una hecha de silicio u órganos impresos que permiten evadir la vejez y la muerte (López-Pellisa, 2015). Black Mirror plantea tanto la humanización de la máquina —el desarrollo de la inteligencia artificial es cada vez más parecida a lo humano— así como la maquinización del cuerpo a través de medios, artefactos o prótesis que se convierten en sus extensiones y permiten la expansión de los sentidos (McLuhan y Fiore, 1987). El episodio presenta la idea del dispositivo como expansión de los sentidos que permite no solamente volver a mirar el pasado, sino retroceder en cámara lenta, acercar la imagen o incluso leer los labios en conversaciones registradas.

El poshumano es un “ser humano con una capacidad física, intelectual y psicológica sin precedentes, autoprogramable, autoconfigurable, ilimitado y potencialmente inmortal” (Koval, 2008 citado en López-Pellisa, 2015: 151), donde hay cada vez menos rastro de lo orgánico. ¿Cuáles son los límites de creación, cuáles los derechos de estos nuevos seres?

Toda tu historia planea la posibilidad de realizar una telepresencia del pasado. En los encuentros sexuales de los personajes, la imagen del presente real es remplazada por imágenes sexuales del pasado, por una suerte de “pornografía nostálgica”, por esto que en algún momento el esposo llama repeticiones masturbatorias. El dispositivo permite evocar encuentros sexuales del pasado con esa misma persona u otra. Los dispositivos-memoria se presentan como gadgets que remplazan a la pareja en el encuentro sexual, lo que funciona como un placebo del malestar del vínculo.

La tecnología va en este momento de la mano de la digitalización de la vida (Echeverría, 2009). Se relaciona con este nuevo devenir de los humanos, del hombre como información, en el cual la carne molesta, para vivir, para recordar. Estamos cada vez más cercanos a procesos de uploading que permitirán escanear nuestra identidad, nuestra memoria, para transferirlos a soportes digitales (López-Pellisa, 2015) que podrían permitirnos ser inmortales. En Volveré pronto la réplica no es más que la concreción de la noción del ser humano como información que puede ser trasladada a esta nueva carne de silicio. La viuda está interactuando con la data de su esposo muerto. Pero es una data inteligente, capaz de aprender y buscar respuestas. La réplica se niega a lanzarse por el acantilado, ¿no es eso evidencia de potencia de vida? Aunque la viuda le dice al final “sólo eres una réplica sin historia”, ésta puede no tenerla, pero sí tener deseo de historia.

Black Mirror plantea la convivencia entre humanos y poshumanos en claves distópicas. Sin embargo, es ético y responsable preguntarse por las libertades y derechos de la réplica, condenada al encierro en el ático. ¿Es “humano” tratarla de esa manera? ¿Es “humano” solicitarle su autodestrucción? ¿Qué ética desarrollar frente a estos nuevos cuerpos artificiales habitados de inteligencia? Black Mirror deja abierto el planteamiento de un ciberracismo en ciernes en relación con las máquinas humanizadas.

Existe melancolía en el cyborg, en la medida en que no se puede volver (López-Pellisa, 2015). Una vez desarrollados los dispositivos-memoria, no se puede volver al recuerdo como pérdida. No se puede volver a la vida previa al dispositivo de registro total, que nos permitirá controlar, pero también que nos controlen. No se puede volver al cuerpo de carne, ese que nos permitía vivir en un solo espacio, en un solo tiempo.

Hacia una ética del despertar

En términos heideggerianos la tecnociencia ha hecho del “imperativo técnico” la “morada del ser”(Ge-stell),el lugar abierto (Lichtung) donde comparecemos ante la “esencia de la técnica” como camino y destino. En tanto provocación, el modo moderno del ser técnico lleva a la naturaleza a su presencia como representación y disponibilidad, a la vez que nos impele a relacionarnos con ésta como energías disponibles y objetos manipulables que pueden ser, además, acumulados y distribuidos (Heiddeger, 1994). En la cúspide de este proceso de desvelamiento técnico del ser, lo digital se presenta como la quintaesencia consumada de este camino. Sin embargo, en este proceso de progresiva desubjetivación debida a lo digital, lo que Heidegger veía como una oportunidad en la técnica moderna para pensarnos y retomarnos como entes (Da-sein), donde acontece la apertura del ser (Ereignis) y se interroga por su sentido, en las actuales condiciones transhumanistas esa oportunidad queda potencial y peligrosamente clausurada.

En la era digital se consumaría el peligro que el filósofo alemán advertía en relación con la técnica moderna: que nos sumerjamos tanto en ésta, que ya no podamos experimentar la apertura al ser como acontecimiento del acto poético: “Y el hombre se haya situado como una pieza más del ensamblaje; cuando parece que todo está en sus manos, es cuando más penuria se da. Pero lo que se da, no se advierte. La penuria es la ‘ausencia de penuria’ en la vasta extensión de lo disponible” (Esquirol, 2011: 64).

La fascinación digital nos inhabilita para reconocernos como el ente singular que somos al pensar lo que se abre por esa disposición, porque en el mismo acto en que nos constituye el disponer técnico, se cierra la posibilidad de asumirlo, al vernos proyectados en pantallas e interfaces biotecnológicas:

El acontecimiento del retiro o la ocultación va de la mano con un pensar desviado hacia lo ente o, ahora, las “existencias” (cosas acumuladas). No sabemos si acontecerá una nueva revelación, pero la vigilia es ya eficaz. Lo malo de nuestro presente es que ni siquiera se da esta expectativa. Que nuestro tiempo pueda ser considerado una penuria es debido a eso y a nada más: penuria por ausencia del pensar, penuria por ni siquiera experimentar la propia penuria y la propia indigencia. (Esquirol, 2011: 66)

Asumida como religión, la vida digital nos hace pensar que los sistemas informáticos ordenan el caos subjetivo, controlan la entropía de los cuerpos, empujan nuestra falta de voluntad y ayudan a domesticar y rediseñar la vida social. Disponen y articulan a los sujetos a partir de un “cálculo algorítmico”, que, transformado en big data, podríamos considerar que funge como el nuevo inconsciente contemporáneo. Poco espacio queda para la verdadera subjetivación, poco tiempo para una meditación que no sea fugacidad.

Los finales trágicos de estos episodios de Black Mirror nos hacen preguntarnos por el significado de la falta de una respuesta sensata en los sujetos. Debemos persistir en la necesidad de mantenernos en la dignidad de las preguntas abiertas, aquellas que desbrozan caminos para el pensar. Preguntas que se interroguen por una “ética de la responsabilidad” (Jonas, 2015), una ética que piense en el futuro de la especie y de la humanidad, pero también y, sobre todo, que no dejen de insistir en que lo que está en juego es nuestra capacidad de estar atentos a la “llamada del ser” (Heidegger, 1994) y, por ello, a una escucha que nos genere un despertar de los potenciales dormidos y renovados del espíritu humano. Por lo tanto, una ética del despertar que nos permita pensar que el futuro no está roto, y que nos vuelva a depositar la confianza en el sentir de aquel poeta romántico que escribió alguna vez: “Pero donde hay peligro, crece lo que salva” (Hölderlin, 1995: 395).

Notas

  1. Benjamin (2008) sostenía en su Tesis sobre la historia y otros fragmentos que son los restos de ese almacén los que despiertan en nosotros la nostalgia por el pasado, del tiempo consumado, pero también del contenido mesiánico presente en las promesas revolucionarias.

  2. Asumimos las distinciones conceptuales que Linares establece: técnica se referirá a la actividad humana de transformación de la naturaleza, tecnología a la técnica moderna que incorpora el conocimiento científico, tecnociencia al complejo ciencia-tecnología como motor del desarrollo y expansión del fenómeno técnico en la vida social y mundo tecnológico a la modalidad dominante que tiene la relación del ser humano con la naturaleza y que condiciona las formas de construirse mundos de sentidos desde los cuales opera y se autocomprende.

  3. Sloterdijk (2014) llama esferas a las morfologías que los hombres construyen para habitar, protegerse y domesticarse. Son incubadoras o invernaderos humanos donde se “cocina” la cultura y la civilización. La experiencia del espacio —nos dice Sloterdijk—, siempre es la experiencia primaria del existir. Siempre vivimos en espacios, en esferas, en atmósferas.

  4. Espiritualidad configurada por experimentos de laboratorio entre la biología digitalizada, los algoritmos matemáticos y nanobots inteligentes.

  5. Desde antiguo, toda hybris es exceso, apasionamiento, arrobo o locura; conlleva un castigo divino o una teleología trágica. Para nosotros, la hybris es el “goce técnico” y representa un desafío para el pensamiento ético y político.

  6. Sibilia define el carácter fáustico de la tecnología contemporánea, postorgánica y poshumanista, en el exceso manifestado en el “espíritu” de experimentación que rompe límites y fronteras en aras de un deseo intemperante de inmortalidad poshumana.

  7. Esta tradición ha sido notablemente resumida y asumida por Linares en su excelente libro Ética y mundo tecnológico (2008). Este autor ve en la tradición de la ontología fenomenológica su epicentro fundamental, junto con sus derivaciones de índole humanista y crítica.

  8. En la conferencia titulada “La pregunta por la técnica”, Heidegger señala que la esencia de la técnica es un acontecer o mostrarse del “Ser” en tanto modo técnico. Este mostrarse es un desocultamiento del “Ser” y, por lo tanto, atañe a la verdad en su sentido griego originario (Aletheia). Pero no debemos olvidar, a su vez, que este mostrarse técnico no impide que haya otros modos para los cuales el hombre, si se prepara, y en tanto Da-sein, esté vigilante a la escucha.

  9. En su obra Has de cambiar tu vida, Sloterdjk define las antropotécnicas como los modos que tiene el hombre de desocultar los potenciales latentes de su prehumanidad. Debido a su indigencia biológica el ser humano está conminado a desplegar su potencial técnico. El hombre no hace “uso” de la técnica, el hombre es, en sí mismo, un animal técnico.

  10. Las cursivas son de los autores.

  11. Vale la referencia que hace Groys (2015: 89-90) al artista David Hall (1972) que definió como Time-Based Media la práctica artística basada en la estructura de un loop, intenta reproducir el flujo del tiempo. Hoy convertido en un género, tematiza lo que discurre y de lo que no podemos escapar. Groys cita los happening, la improvisación, las instalaciones y videos, donde todo se repite sin cesar.

  12. Partiendo de Agamben, Groys subraya los rasgos mesiánicos que tipifican hoy la percepción del hombre ultramoderno: el mundo se va a terminar, el tiempo se contrae hasta el instante y, por tanto, sus signos se vacían o se hacen débiles, brevedad de la experiencia vivida, escasez de tiempo para la acción y anulación del ejercicio de la profesión-dominio acumulada en vida. Revocar toda vocación y entregarnos a la espera salvífica es, in extremis, la manifestación de las formas carnavalescas y barbáricas ultramodernas, generalmente asociadas con la degradación o la sobreestimación que adoptan las identidades en el mundo digital.

  13. La traducción literal del nombre del producto en español es grano, lo que también simboliza infección, putrefacción, pero a su vez, “piel”.

  14. Lacan toma de Aristóteles el término automatón. Se trata de la insistencia del significante en la determinación del sujeto, pero sin subjetivación, en la medida en que para que haya subjetivación se requerirá de la tyque, es decir, la incursión contingente de lo real en el orden simbólico

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