Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Sebastián Chun**
Este artículo analiza el carácter espectral del hambre, en tanto resto incontenible de conflictividad social que no puede ser confesado por el orden liberal ni aplacado por el aparato represivo del Estado. Decidir quién come y quién no, es propio de lo político, instancia sacrificial que no se agota en el mundo gobernado por el mercado. Derrida nos invita a dejar de lado la pretendida inocencia, reconocer que somos responsables ante el hambre de cualquier/absolutamente otro, para hacer lugar a la llegada de esa “democracia por venir”, que sueña con sacrificar el sacrificio.
Palabras clave: hambre, política, deconstrucción, liberalismo, Estado, democracia.
Este artigo analisa a natureza espectral da fome, como um incontável conflito social que não pode ser confessado pela ordem liberal ou apaziguado pelo aparato repressivo do Estado. Decidir quem come e quem não o faz é típico da política, uma instância sacrificial que não termina no mundo governado pelo mercado. Derrida nos convida a deixar de lado a suposta inocência, reconhecer que somos responsáveis pela fome de qualquer um/absolutamente outro, abrir espaço para a chegada daquela “democracia por vir”, que sonha em sacrificar o sacrifício.
Palavras-chave: fome, política, desconstrução, liberalismo, Estado, democracia.
This article analyzes the spectral nature of hunger as an uncontainable remnant of social conflict that cannot be attributed to the liberal order or appeased by the repressive system of the State. Choosing who eats and who does not is inherent to politics, a sacrificial occurrence that does not end in the world governed by the market. Derrida invites us to set aside the desired innocence and acknowledge our responsibility for the hunger of another, in order to make way for the “democracy to come,” a democracy that dreams of sacrificing sacrifice.
Key words: hunger, politics, deconstruction, liberalism, State, democracy.
* El presente artículo es el resultado de la investigación en curso “Jacques Derrida: la democracia por venir como indisociable heterogeneidad entre soberanía e incondicionalidad”, realizada en el Instituto de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, gracias a una beca posdoctoral del Conicet iniciada en abril de 2017.
** Becario Posdoctoral del Conicet, Instituto de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires (Argentina). Doctor en Filosofía. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
La consigna “los espectros de El capital” hace referencia a múltiples fantasmas, los cuales no se dejan distinguir con claridad, individualizar ni mucho menos atrapar. Tan sólo nos permiten separarlos, muy esquemáticamente, en tres grandes grupos, cuyos límites serán frágiles y fugaces, barreras inútiles a la hora de enfrentarnos a espectros que no renuncian a su unidad dentro de la heterogeneidad.
El primer grupo está conformado por aquellos espectros de la obra de Marx que hoy en día nos asedian, en una infatigable coreografía que vuelve toda aparición una re-aparición. La potencia, vigencia y urgencia de El capital reclama una lectura atenta de sus páginas, cargadas de conceptos que todavía hoy permiten echar luz sobre nuestras sociedades.
Si tomamos en cuenta la segunda colección de fantasmas, la fórmula que nos convoca podría orientarnos hacia una lectura de El capital que haga justicia con aquellos espectros que asedian ese inagotable texto, muchos de los cuales el propio Marx quisiera conjurar. Como bien señala Derrida, no existe una herencia de Marx porque su letra está atravesada por fantasmas, los cuales diseminan el sentido y ponen en crisis toda interpretación última de la obra marxiana. El legado de Marx, quien es al mismo tiempo filósofo, humanista, metafísico, economista y cientificista, consiste en la tarea de “filtrar, cribar, criticar, hay que escoger entre los varios posibles que habitan la misma inyunción (Derrida, 1995: 30)”.
El tercer grupo nos invita a hacer caso omiso de las cursivas que destacan el título de la insoslayable obra marxiana y re-escribir la consigna. Los espectros del capital podrían ser entonces aquellos que habitan el “nuevo orden mundial”, construido sobre la lógica mercantil-capitalista y su expresión política: las democracias liberales occidentales. Espectros contra los que se levanta siempre una Santa Alianza que busca conjurarlos para negar la existencia de fantasmas como condición de posibilidad de su propia cruzada1. Para combatir a los fantasmas, los aliados juran bajo una fe común, pero los espectros vuelven una y otra vez a pesar de sus esfuerzos por exorcizarlos.
Dentro de la cartografía que trazamos, incierta no por incapacidad sino porque retrata un territorio habitado por espectros en el cual intentamos delimitar las fronteras entre grupos, “comunidades” o colecciones fantasmáticas, será el tercer punto el que analicemos, el cual necesariamente arrastrará consigo a los otros dos. Preguntarnos por los espectros que asedian al capitalismo en su versión actual reclama atender a la herencia que El capital nos impone, herencia siempre heterogénea consigo misma ya que viene acompañada de sus propios espectros. Y si existe un lugar privilegiado para este análisis, en el capítulo titulado “Desgastes (pintura de un mundo sin edad)”, de Espectros de Marx, donde Derrida señalará “de un plumazo lo que amenazaría con hacer que la euforia del capitalismo demócrata-liberal o socialdemócrata pareciese la más ciega y delirante de las alucinaciones, o incluso una hipocresía cada vez más chillona con su retórica formal o juridicista sobre los derechos humanos (Derrida, 1995: 94)”. Serán las tristemente célebres diez plagas del ‘nuevo orden mundial’ aquellos espectros que asedian al capital, reaparecidos que nos visitan desde un pasado inmemorial sin ser invitados y que hacen temblar la lógica imperante de nuestras sociedades liberales, intersticios desde donde el capital se auto-hetero-deconstruye. Entre estas diez plagas2, que obligan a reformular los conceptos marxianos por su “historicidad intrínsecamente irreductible” (Derrida, 1995: 27), nos interesa la quinta:
La agravación de la deuda externa y otros mecanismos conexos que conducen al hambre o a la desesperación a una gran parte de la humanidad. Tienden así a excluirla simultáneamente del mercado que, no obstante, esta lógica procuraría extender. Este tipo de contradicciones agita muchas fluctuaciones geopolíticas, por más que parezcan dictadas por el discurso de la democratización o de los derechos humanos. (Derrida, 1995: 96)
Existe una lógica capitalista que despliega ciertos recursos para incluir en el reino liberal a aquellos que, por ese mismo esfuerzo, excluye. En otras palabras, hay dentro del ‘nuevo orden mundial’ un resto que impide el cierre sobre sí de esta totalidad siempre fallida, intersticio que señala un más allá dentro del sistema capitalista, grieta indómita que hace temblar el edificio liberal demostrando su alucinación e hipocresía. Ese resto tiene un nombre: hambre. El hambre de aquellos excluidos del mercado, el hambre que es fruto del mismo despliegue de la ‘libre competencia’ en su intento por cobijar bajo su manto a los miserables de siempre. El hambre que sirve de condición de posibilidad del orden mercantil pero, a la vez, resulta ser su principio de ruina. El hambre que pone en el banquillo de los acusados a la tan preciada “teoría del derrame”
Y si el hambre será nuestro tema, nada mejor que visitar el Diccionario de la Real Academia Española para dilucidar la inscripción de esta problemática en los conceptos que estructuran nuestra relación mediata con el mundo circundante, gobierno silencioso de nuestra lengua y, por lo tanto, de nuestro pensamiento. Encontramos allí tres acepciones del sustantivo “hambre”: “1. f. Gana y necesidad de comer. 2. f. Escasez de alimentos básicos, que causa carestía y miseria generalizada. 3. f. Apetito o deseo ardiente de algo” (RAE, 2014: Hambre).
La primera hace referencia a un deseo acompañado de necesidad, eso que Epicuro llama “deseo natural necesario” (Epicuro, 1999: 413-414), un apetito que surge de un sustrato biológico que impele a todo ser vivo a obtener lo necesario para perseverar en el ser. Si seguimos la clasificación del filósofo hedonista, estaríamos ante un deseo que busca saciar una necesidad fisiológica, la de alimentarnos y nutrirnos, con un objeto indeterminado, una “x” cualquiera que pueda interrumpir este sufrimiento y abrirnos paso hacia el tan preciado placer. La tercera definición, por cierta analogía, traslada ese deseo / necesidad fisiológica a cualquier apetito ‘ardiente’ de algo. Entramos así en la esfera de los “deseos naturales innecesarios” o incluso “vanos”, desde el momento en que el “hambre de...” abarca a un objeto determinado de nuestro deseo, siempre que nuestra inclinación sea lo suficientemente potente como para asemejarse a la del estómago vacío. Pero hay algo más que comparten estas dos definiciones, y que las separa de la segunda: en ambos casos el acento está puesto en el “sujeto” del hambre. El deseo, apetito o necesidad está determinado por un fundamento individual: un ser vivo que vuelca su energía sobre un objeto en tanto satisfactor de ese anhelo. El hambre es algo propio, quizá lo propio del hombre desde el momento en que puede proyectarse más allá de la necesidad determinada naturalmente, pero algo que a su vez señala una falta, un vacío, una carencia. El hambre nos enfrenta al límite, sentenciando nuestra finitud, porque siempre es hambre del otro. En otras palabras, el hambre nos ex-apropia.
Así llegamos a la segunda acepción que nos ofrece el diccionario, la cual nos resulta más interesante. El hambre ya no es entendida como un deseo que responde a la intencionalidad de la carne, sino como la escasez de los alimentos necesarios para la vida. Como si el hambre se trasladara desde dentro del sujeto hacia afuera, como un condicionante externo para todo ser vivo, pasaje que corre en paralelo con un desplazamiento desde un enfoque biológico y psicológico hacia otro económico y político. El hambre nos ex-propia ya que nos resulta heterónoma, impuesta desde una instancia decisiva ajena a nosotros. Esta disminución de la oferta de alimentos en el mundo circundante causa “carestía y miseria generalizada”. Continuando con este devenir de los conceptos, encontramos que “carestía” significa escasez o falta de algo pero también el “precio alto de las cosas de uso común (RAE, 2014: Carestía)”. En otras palabras, cuando no podemos obtener los nutrientes necesarios para seguir vivos, no sólo es porque la comida falta sino también porque su precio sube y hay inflación. Las góndolas están vacías y no podemos saciar nuestro apetito, pero incluso cuando encontramos ese alimento fundamental para la vida, no tenemos acceso a él, ya que el precio resulta desproporcionado con relación a nuestra capacidad de compra.
Para seguir con esta velada argumentación, el Diccionario de la Real Academia Española nos señala que “miseria”, por lo tanto, no sólo será el estado de “estrechez o pobreza extrema” alcanzado por todas las víctimas de la falta y el sobreprecio de los alimentos, sino también la “tacañería o avaricia” de aquellos especuladores que no encuentran en el mercado más que mercancías y consumidores (RAE, 2014: Miseria). El hambre objetiva, el hambre que se nos impone desde la lógica mercantil imperante, puede ser tanto la ausencia como el precio elevado de los alimentos, y genera pobreza extrema en quienes no pueden obtener los nutrientes necesarios para la vida y estimulando al mismo tiempo la avaricia rapaz de los comerciantes de turno, causa y efecto de esta miseria generalizada.
Este breve recorrido señala el punto de partida de la exposición, pues nos permite acercarnos a la concepción levinasiana según la cual “pensar en el hambre de los hombres es la principal función del político (Lévinas, 2006a: 44)”. El “hambre” no incumbe sólo al nutricionista, al médico clínico, al estadista o al psicoanalista, sino que constituye la preocupación específica del quehacer político. ¿Por qué? Porque la economía, la administración y distribución de los bienes del hogar, principalmente de aquellos bienes escasos como los alimentos, sería para el pensador lituano el problema político fundamental. La falta de comida, la inflación, la pobreza y la especulación son los cuatro puntos cardinales que orientan la política, una que en el “nuevo orden mundial” gobernado por la lógica del capital se devela como política del hambre, pero que puede entenderse de distintos modos.
Más arriba hemos utilizado precozmente la fórmula “nuevo orden mundial”, cuya definición la encontramos principalmente en el capítulo titulado “Conjurar – el marxismo” de Espectros de Marx:
Nadie, me parece, puede discutirlo: una dogmática intenta instalar su hegemonía mundial bajo unas condiciones paradójicas y sospechosas. Hay, hoy en día, en el mundo, un discurso dominante, o más bien en trance de hacerse dominante, respecto a la obra y al pensamiento de Marx, respecto al marxismo (que es, quizás, otra cosa), respecto a todos los rostros pasados de la Internacional socialista y de la revolución universal, respecto de la destrucción más o menos lenta del modelo revolucionario de inspiración marxista, respecto al derrumbamiento rápido, precipitado, reciente, de las sociedades que han intentado ponerlo en marcha [...] La incantación se repite y se ritualiza, mantiene y se mantiene con fórmulas [...] Al ritmo de un paso cadencioso, clama: Marx ha muerto, el comunismo está muerto, bien muerto, con sus esperanzas, su discurso, sus teorías y sus prácticas, ¡viva el capitalismo, viva el mercado, sobreviva el liberalismo económico y político. (Derrida, 1995: 65)
Este discurso dominante, hegemónico en tanto que “organiza y controla por todas partes la manifestación pública, el testimonio en el espacio público (Derrida, 1995: 66)”, es un discurso que rechaza con mano firme la lógica espectral, entendiendo por ésta a una forma de pensamiento que pone en crisis las oposiciones binarias y resulta sensible ante los espectros que nos habitan más allá de toda presencia y ausencia. Este “nuevo orden mundial” se construye sobre las ruinas identificadas, clasificadas y enterradas de Marx, el marxismo y la historia. No hay supervivencia, asedio ni retorno de los fantasmas del pasado, ya que el trabajo de duelo ha sido realizado eficazmente y los restos re-ontologizados. La caída del muro funciona, junto a otros sucesos, como certificado de defunción del marxismo, anunciando al mismo tiempo una buena nueva: la alianza entre la democracia liberal y el libre mercado (Fukuyama, 1992). Dicho de otro modo, este discurso dominante afirma no sólo que los espectros de El capital han sido conjurados para siempre, sino que el responsable de dicha clausura ha sido el matrimonio inquebrantable entre los liberalismos político y económico.
¿Cuál es la relación entre esta Santa Alianza, conjurada para invocar los espectros de Marx, y el hambre? ¿Por qué Derrida plantea que el hambre resulta ser un resto que no se deja reducir por la lógica hegemónica de la democracia liberal y el libre mercado? Para empezar a responder, volvamos a Lévinas, quien en un principio parece adoptar también esta perspectiva liberal. En el estado de naturaleza o dentro de un régimen totalitario, los individuos atomizados se encuentran gobernados por sus intereses egoístas y el hambre busca saciarse hasta llegar al punto extremo del canibalismo (Lévinas, 2006b: 89). Cuando falta el alimento, si no existe un Estado que resguarde los derechos y libertades de cada uno de sus miembros, la carestía y miseria generalizadas nos conducirían a la antropofagia. El Estado liberal sirve entonces para limitar tanto el imperio del ego pre-político como del Estado total, que en última instancia redundan en una guerra de todos contra todos donde la posibilidad de comerse al otro se haya latente. Aunque la distribución y administración de los bienes no serán reguladas, por supuesto, dejando así que el inefable “orden de las cosas” sea el encargado de proveer, cuando el mercado muestre su límite y el hambre se vuelva un problema, allí aparecerá la política.
• El niño analfabeto es una vergüenza para la madre, 1930 | Losif Ivanovich Gromitsky
Desde esta perspectiva, el orden liberal instrumentaliza al Estado, porque no lo asume como un “protector” de los más necesitados, sino como un garante de la “normalidad”, es decir, de un espacio social disciplinado que permita el mecánico funcionamiento de la norma y su consecuente despliegue tecno-científico. El liberalismo se resume así como el imperio de la técnica, del cálculo racional y de la aplicación automática de reglas preestablecidas para la resolución de cualquier conflictividad, mecanismo que subordina lo político y lo reduce a una esfera social más. El pasaje del estado de naturaleza a la sociedad civil, como bien señala Locke ([1689] 1990), garantiza que el derecho natural a obtener lo necesario para seguir vivos, lo cual incluye la libertad de intercambiar bienes mediante el dinero, se conserve, declinando únicamente la libertad de juzgar y castigar las infracciones a la norma. La transgresión es peligrosa ya que podría desatar un estado de guerra, por eso debe existir un juez imparcial encargado de hacer cumplir el derecho positivo y proteger la propiedad privada. Cada uno es libre de hacer todo lo que considere necesario para su propio beneficio, sin dañar los bienes del otro. Si uno necesita comer, basta con que no le quite la comida de la boca a otro ni atente contra su corporalidad para considerarse libre de toda falta y, por lo tanto, merecedor del lugar que le han asignado la providencia y su propio esfuerzo.
Donde alguien no respeta la propiedad ajena, allí llega el Estado y su aparato represivo para garantizar un espacio social homogéneo y despojado de cualquier conflictividad que obstaculice la acción de la “mano invisible” del mercado. Luego, el modelo liberal presupone lo político, en tanto ordenador del caos natural que vuelve toda ‘empresa’ no imposible pero sí insegura, por lo que es viable para un inversionista asumir el riesgo de situar sus divisas en el mercado de un Estado-nación particular. El hambre pone en crisis la lógica liberal porque alienta la transgresión, pues se descubre como el resultado de normas y técnicas que buscan reducirla hipócritamente al mismo tiempo que la producen. Abandonar la satisfacción de las necesidades básicas a la libre competencia y la voluntaria realización de contratos en el gran escenario del mercado mundial implica, necesariamente, la desprotección de aquellos que resultan ‘menos capaces’ a la hora de acumular propiedades. Esta desventaja redunda en una situación desigual a la hora de establecer esa supuesta equivalencia entre contratantes y competidores, inequidad que puede desembocar en un grito hambriento que haga temblar el orden mercantil.
La política se vuelve lugarteniente del mercado desde que impide el devenir caníbal del hambre, es decir, protege la propiedad privada por sobre todas las cosas. El hambre es entonces ese espectro que asedia el sueño meritocrático o la teoría del derrame, pues declara que, dentro de nuestras democracias liberales, existe un lugar para el afuera de la norma que las rige. El hambre rompe el conjunto de reglas que demarcan el espacio público, pone en entredicho la hegemonía que el “nuevo orden mundial” quisiera instaurar. Por esta razón, la realidad efectiva de la buena nueva democrático-liberal inmediatamente se vuelve un ideal, desde que la empiria parece contradecirla indefectiblemente (Derrida, 1995: 77).
Entonces, si el Estado obedece los mandatos de ese espectro llamado “mercado”, fantasma que nos ve sin ser visto y que con su gran mano juega a ser Dios, la política se ocupa del hambre; mejor dicho, de los efectos desestabilizadores del hambre, para neutralizarlos con los aparatos represivos del Estado, cuando los ideológicos ya han dejado de operar efectivamente. Y así llegamos al límite que el propio Lévinas señala para el mundo liberal: ¿cómo seguir considerándonos inocentes desde el momento en que se da muerte a otro mediante la propia lógica del mercado? Si el orden de las cosas librado de toda regulación externa deja a un otro sin la posibilidad de obtener los nutrientes necesarios para la vida, el liberalismo se confunde con el estado de naturaleza, donde el “comerse al otro” es una posibilidad latente.
Si bien el Estado penaría un canibalismo de hecho, el comerse al otro efectivo, el canibalismo simbólico-económico-cultural sigue operando bajo esta mascarada, devorando toda alteridad por otros medios. El soberano, convertido en juez imparcial, protege el cuerpo de algunos ante el hambre ciega de otros, cuyos cuerpos parecen ser despojados de la condición de “propiedad privada”. Reformular leyes previsionales o laborales, por ejemplo, no sólo son acciones parlamentarias donde se gestionan recursos a partir de un derecho positivo, sino que se vuelven instancias dónde los más fuertes deciden qué comer y cómo, mientras que los más débiles son comidos, cuando los recursos que les estaban destinados cambian de rumbo y llenan otras arcas. Por esta razón, para Lévinas el liberalismo no es todo lo que necesitamos, ya que debe venir otra política, la del “Estado mesiánico”, que no caiga en el derrotero de los estados totalitarios, pero tampoco en la inocencia con las manos sucias propia de los individuos liberales.
En su artículo titulado Hambre3, Leiser Madanes hace una lectura teológico-política del siguiente pasaje bíblico:
Tiempo después, Ben Hadad, rey de Aram, movilizó todo su ejército y sitió Samaría. Hubo entonces mucha hambre en Samaría, y el asedio era tan duro que una cabeza de asno valía ochenta siclos de plata, y unos puñados de cebollas silvestres, cinco siclos de plata. Mientras el rey de Israel pasaba sobre la muralla, una mujer le gritó: «¡Socorro, majestad!». Él respondió: «¡No, que te socorra el Señor! ¿Con qué podría socorrerte yo? ¿Con los productos de la era o del lagar?». Luego añadió: «¿Qué te pasa?». Ella respondió: «Esta mujer me dijo: Trae a tu hijo; lo comeremos hoy, y mañana comeremos el mío. Entonces cocinamos a mi hijo y lo comimos. Al día siguiente, yo le dije: Trae a tu hijo para que lo comamos. Pero ella lo había escondido». Al oír las palabras de aquella mujer, el rey rasgó sus vestiduras; y como pasaba sobre el muro, la gente vio el cilicio que llevaba sobre su carne. El rey dijo: «Que Dios me castigue si Eliseo, hijo de Safat, queda hoy con la cabeza sobre el cuello» (II Reyes 6: 24 y ss.). (Madanes, 2003: 10)
• Un sistema de ilustración partidista sin teoría revolucionaria no puede existir, 1927| Gustav Klutsis"
El canibalismo no es presentado aquí como una transgresión que merece un castigo, sino como el castigo divino mismo ante la desobediencia. En su versión secularizada, Madanes afirma que la antropofagia es el riesgo latente para quien vive en estado de naturaleza. Rechazar la ley divina o el derecho positivo implica un castigo: ser arrojado al reino de la pura individualidad, dispuesta a todo para satisfacer su hambre. Ante una ciudad sitiada, cuya consecuencia inmediata es un despiadado proceso inflacionario ante la escasez de alimentos, el hambre se impone y el soberano pierde sus funciones tanto de protector como de juez imparcial. El hambre sirve entonces, para la tradición de la filosofía política que comienza con Maquiavelo y Hobbes, como fuente de temor para afirmar la necesidad de un Estado que ofrezca protección a sus súbditos a cambio de obediencia. El soberano hobbesiano es el último bastión que nos separa del Infierno, ya sea entendido como el Estado de naturaleza donde el hombre se vuelve un depredador para el hombre o como el orden liberal auto-regulado donde átomos pre-sociales persiguen la satisfacción de sus deseos, conociendo, pero siendo incapaces de obedecer a las leyes naturales.
• Lenin y la electrificación, poder soviético más electricidad igual a Comunismo , 1924 | Sin autor
El hombre no es malo por naturaleza, sino que en el mundo regido por el mercado resulta ilógico, irracional, obedecer la ley dictada por la razón, cuando conduce a un perjuicio para quien la acata. Debemos abogar por nuestra supervivencia, la propia, y esto implica una subordinación del otro en tanto medio para mis fines. Entonces, comerse al otro es una posibilidad latente en el estado de naturaleza desde que el hambre se impone y la “ley de la selva” es la única vigente. Así queda convertido el hombre en lobo del hombre y la guerra de todos contra todos deja de ser una simple advertencia, situación remedada sólo por el soberano y el consecuente orden político.
Ahora bien, a partir del pasaje bíblico citado, encontramos que en el estado de naturaleza el soberano no puede abastecernos, satisfacer nuestros deseos naturales necesarios, pero tampoco puede, y aquí reside el mayor peso de la cuestión, actuar como juez imparcial ante un conflicto entre los súbditos. El problema quizás no sea la regulación de la esfera económica, sino la imposibilidad de mantener a raya el efecto revulsivo del hambre para el estado de derecho. Desde esta perspectiva, y siguiendo la reconstrucción que realiza Meier del diálogo entre Carl Schmitt y Leo Strauss, podemos dar otra interpretación a la historia de la madre caníbal:
Strauss muestra que Schmitt vuelve a poner en boga el concepto hobbesiano de estado de naturaleza: si Hobbes define el status naturalis como el status belli por antonomasia, esto significa, según Strauss y traducido a la terminología de Schmitt, que el status naturalis es “el verdadero estado político del hombre”. (Meier, 2008: 53)
Lo que caracteriza lo político en Schmitt es la conflictividad irresoluble a partir de la aplicación de normas pre-existentes. El derecho positivo resulta ineficaz ante una situación excepcional que reclama una decisión también excepcional para restaurar el imperio del derecho. La prerrogativa soberana, esencia de lo político, se vuelve así una exigencia de clausura de la conflictividad. En otras palabras, “la afirmación de lo político por parte de Schmitt es la afirmación del ‘estado de naturaleza’” (Meier, 2008: 63). Si el hambre ante un mundo de escasos recursos necesita un Estado que evite la antropofagia, se entiende que la posibilidad del canibalismo es propia de la conflictividad política y que Hobbes, entonces, también resulta ser un liberal que pretende neutralizar los efectos disruptivos del hambre mediante la fuerza estatal.
El germen liberal presente en Hobbes a partir de su distinción entre lo privado y lo público4 resultará letal en lo que respecta a su teoría del Estado (Schmitt, [1932] 2002: 55-56). El autor del Leviatán cae también en la “ficción deshonesta” que denunciara Schmitt ([1938] 2001: 186, 201), desde que la regulación liberal-capitalista continúa por otros medios sacrificando al otro. En otras palabras, lo político en Hobbes se encontraría así en el estado de naturaleza, donde la conflictividad irreductible se encuentra latente y la decisión soberana es solicitada5 por la situación excepcional. No hay norma ni cálculo que nos permita convertir esa irrupción de la alteridad en una expresión más de lo mismo. El estómago vacío del otro no puede ser transformado en una conflictividad de bajo impacto para el orden vigente y la ‘decisión’ proveniente del mercado ya no es suficiente para contener dicha situación. Por supuesto que queda aún la fuerza, es decir, el aparato represivo, pero este no deja de ser un súbdito más de la mano invisible del capital y allí encuentra su propio límite.
Entonces, el hambre es el problema político fundamental porque ya no se puede administrar, regular, distribuir entre los estómagos que conforman el cuerpo político. Cuando hay hambre no hay diálogo conciliador que permita hacer oídos sordos a esa llamada, ruidos y gritos de cuerpos amorfos que reclaman por un lugar entre los comensales y no en el menú. El hambre es la política y, por lo tanto, reclama una decisión; pero una vez que ésta acontece nos encontramos con un nuevo orden policial, donde impera la aplicación de la norma para la resolución de cualquier conflicto posible (Rancière, 1996).
Pero si hablamos de “ficción deshonesta” es porque el liberalismo nos impone un velo que oculta la amenaza constante del canibalismo. Decidir quién come y quién no, qué come cada uno de los que sí comen, quién se come a quién, es la prerrogativa soberana por excelencia, desde que tiene poder de decisión sobre la vida y la muerte de sus protegidos. Pero cuando esa decisión queda en manos del mercado, no deja de ser una aplicación técnica de normas previas, recetas decretadas por organismos internacionales (pero que responden a intereses particulares6) y que determinan esa otra ficción deshonesta llamada “democracia liberal”. Pretender que toda diferencia puede ser salvada mediante la neutralidad del derecho positivo o el diálogo racional oculta una enemistad mayor: la del enemigo de la humanidad. Aquel que no pueda ser incorporado como un elemento dócil más al orden vigente será in-humano, vida desnuda desprovista de todo aquello que lo convertiría en persona, en tanto se manifiesta irracional.
Entonces, a la hora de privilegiar la enemistad política por sobre la liberal, el problema se torna “moral”, y aquí radica la crítica que Strauss ([1932] 2008: 160) realiza a Schmitt, porque lo que separa al liberalismo de la teología-política es la “declaración” de enemistad, es decir, de conflictividad irresoluble, de hambre necesaria. El tecnócrata liberal pretende alcanzar la “igualdad social” sin reconocer que la puesta en escena parlamentaria propia de la democracia liberal en última instancia oculta una “decisión” previa que toma un otro determinado en su espectralidad: el mercado internacional. Aquél que no es alcanzado por el humanitarismo homogeneizador será un extranjero sin identidad reconocida dentro del mundo de los iguales. La mundialización capitalista borra toda instancia decisiva, es decir, lo político, para instaurar esta supra-estatalidad universal que sólo puede declarar la guerra total contra un enemigo de la humanidad. Pero no por eso desaparece la decisión, sino que se realiza por otros medios ya liberados del nomos de la tierra. Decisión activa pero libre de toda responsabilidad, inocente gracias a que la realiza un espectro que ve sin ser visto, pero que asedia y obsesiona toda presunta soberanía estatal.
El hambre asedia tanto al capital en su proyección liberal como a la cabeza (caput) soberana. ¿Qué significa esto? Que el hambre es el principio de ruina del orden regido por la lógica mercantil y del Estado en tanto expresión de lo político propiamente dicho. El cierre de los dos apartados previos confirma este proceso auto-hetero-deconstructivo en marcha, desde que se borran las fronteras entre ambas instancias. El mundo reglado por la mano invisible del mercado se monta sobre lo político, aunque la ficción deshonesta pretende obturar la decisión que se oculta detrás del “orden de las cosas”. Por otro lado, la soberanía hobbesiana se muestra como una posición liberal, en tanto el Estado busca también aplacar la conflictividad propia de la naturaleza.
• Vivir de manera civilizada significa trabajar con alta productividad, 1932 | Gustav Klutsis
El hambre deconstruye y hace temblar las fronteras, porque regresa a la instancia que nos permite alcanzar esta aporía en apariencia irresoluble. Lo propio de lo político es el hambre, con la posibilidad siempre latente de llevar esta falta al punto extremo del canibalismo. Pero inmediatamente el Estado busca distribuir el hambre, hacer economía de la ausencia de alimentos, con el fin de clausurar su carácter conflictivo y potencialmente desestabilizador. Al mismo tiempo, este orden técnico-económico esconde una instancia decisiva irreductible, en tanto la distribución del hambre implica siempre el sacrificio de un otro. Entonces, lo político redunda en un orden liberal, pero el liberalismo se configura como una instancia política.
Repitámoslo, el hambre nos conduce a una aporía, un camino intransitable desde la razón, que sólo acepta binomios conceptuales. Por un lado, el riesgo inminente del canibalismo caracteriza al estado de naturaleza, el cual quedó en una primera impresión ligado a la lógica liberal abandonada a su propio capricho. Si en el pasaje hacia la sociedad civil existe todo un orden mercantil que se traslada sin pérdida para ser acogido por el Estado, entonces el ordenamiento político no hace más que resguardar la guerra de todos contra todos. Lo político sería, así entendido, la continuidad de lo natural, la protección del depredador ante su presa. El liberalismo borra así, sin confesarlo, la frontera entre estado de naturaleza y orden político-estatal, cuando el último se vuelve un mandatario del capital. El Estado asegura que la relación entre comensales y sacrificados sea rígida y unidireccional; prohíbe el canibalismo, sí, pero sólo uno.
Por otro lado, la decisión sobre quién come y quién no, sobre la vida y la muerte, es propia de la soberanía, desde una perspectiva teológico-política. De este modo, habría política incluso en el ordenamiento liberal, es decir, en el estado de naturaleza. Pero si bien hay una decisión, la clave está en determinar quién decide. Si liberalismo y teología-política se confunden, es
precisamente porque la decisión sobre el hambre, en tanto pobreza extrema, está determinada por la miseria especulativa del mercado y su despliegue subalterno-estatal. La política del hambre se entiende no sólo como el disciplinamiento ejercido sobre los excluidos de siempre, sino también como la instancia decisiva sobre la-vida-la-muerte de los miembros del cuerpo político. El político distribuye el hambre, distribuye la escasez y la falta, y también protege el aumento de precios.
Así, el ordenamiento político replica el estado de naturaleza, en tanto la fuerza del capital será la única garante de la supervivencia, recinto último de la decisión excepcional. Entonces no hay contradicción, o sólo hay contradicción si estado de naturaleza y ordenamiento político se confunden, gracias a la lógica del sacrificio que opera en ambos, expresada en el segundo en la decisión soberana sobre la vida y la muerte de los ciudadanos. Pero, ¿puede el mercado ser soberano?
Unos años después de la publicación de Espectros de Marx, Derrida dedica parte de su trabajo titulado Dar la muerte al análisis del sacrificio de Isaac en manos de Abraham, tomando principalmente como fuente las distintas lecturas de esta historia bíblica que ofrece Kierkegaard en Temor y temblor (1958). Allí leemos, en referencia a un Abraham imaginario que habría efectivamente asesinado a su hijo:
[...] todo está organizado para que este hombre sea condenado sin remisión por el tribunal de cualquier sociedad civilizada. Mas, a su vez, el buen funcionamiento de dicha sociedad no resulta en absoluto perturbado —como tampoco el ronroneo de su discurso sobre la moral, la política y el derecho, ni el ejercicio mismo de su derecho (público, privado, nacional o internacional)— por el hecho de que
—debido a la estructura y a las leyes del mercado tal y como la sociedad lo ha instituido y lo regula, y debido a los mecanismos de la deuda exterior y otras disimetrías análogas— esa misma ‘sociedad’ haga morir o, diferencia secundaria en el caso de la no-asistencia a personas en peligro, deje morir de hambre y de enfermedades a centenares de millones de niños (de esos prójimos o de esos semejantes de los que habla la ética o el discurso de los derechos del hombre), sin que ningún tribunal moral o jurídico sea jamás competente para juzgar aquí sobre el sacrificio –sobre el sacrificio del otro con vistas a no sacrificarse a uno mismo–. Una sociedad así no sólo participa de este sacrificio incalculable, sino que lo organiza. El buen funcionamiento de su orden económico, político, jurídico, el buen funcionamiento de su discurso moral y de su buena conciencia suponen la operación permanente de este sacrificio (Derrida, 2000: 85).
A pesar de sus múltiples detractores, que sueñan con que la deconstrucción no sea más que un caprichoso juego lingüístico ineficaz en la arena política, Derrida se encarga de dejar muy en claro, una y otra vez, que la tarea que nos lega es de carácter práctico. El orden estatal-político o liberal-mercantil está siempre fundado “sobre el no-fundamento de un caos (abismo y boca abierta)” (Derrida, 2000: 85). Es el hambre del otro, su miseria, la instancia excepcional que decide por nosotros pero, al mismo tiempo, nos hace responsables. El hambre del otro es soberana, ya que nos impele a responder ante su llamada. Aunque siempre se puede mantener oculta esta dimensión política inmemorial, desde que el gesto hipócrita declara inmoral o ilegal el sacrificio de la madre hambrienta o de un Abraham sin cordero, sin explicitar que estamos repitiendo ese mismo gesto a cada paso en nuestra vida cotidiana, desde que cualquier / absolutamente otro es cualquier / absolutamente otro (Derrida, 2000: 84-85).
Si el hambre asedia al capitalismo, en tanto resto incontenible de conflictividad social que no puede ser confesado por la “buena conciencia” liberal, la alternativa no puede venir de la misma administración de las cosas. La decisión por venir, siempre sacrificial, escapa al imperio del mercado. Es una decisión pasiva porque no responde a la libre discreción y voluntad de un sujeto, sino que le es impuesta por la alteridad, ese rostro hambriento que nos reclama dejar de lado la pretendida inocencia, reconocer que somos responsables ante el hambre de cualquier / absolutamente otro, para desde allí hacer lugar a la llegada de esa “democracia por venir” que ya se anuncia, desde el momento en que saco el pan de mi boca para saciar con mi ayuno el hambre del otro. Aunque Derrida comparte con Lévinas la crítica a la lógica liberal, dentro de la cual todos somos responsables por la muerte de cualquier / absolutamente otro, reconoce la economía del comer como necesaria. La “democracia por venir” puede confundirse con esa otra política augurada por Lévinas, siempre que no pensemos en una posible manifestación histórica de la misma.
La crítica a la democracia parlamentaria liberal tal como la conocemos no conduce a una posición reaccionaria, sino a una vigilancia constante sobre nuestras instituciones, desplegando un gesto hipercrítico que nos conduzca a entrar en guerra con nosotros mismos. El hambre es el problema fundamental de la política porque es la diferencia irreductible, resto indigerible que se resiste a nuestro comer, límite que se enfrenta al hambre egoísta y sentencia la imposibilidad del cierre absoluto sobre sí de cualquier mismidad (Derrida, 2009). Debemos ser honestos y confesar nuestra “insociable sociabilidad”, el diálogo imposible o el hambre irreductible, condiciones de posibilidad de lo político. Pero debemos comer, es decir, sacrificar al otro, aunque no todo puede ser comido. Por lo tanto, si bien hay que comer, debemos comer de la mejor manera posible (Derrida, 1989), manteniendo siempre en vistas esa dieta imposible signada por la hospitalidad incondicional hacia cualquier / absolutamente otro.
En un contexto determinado, esa economía del comer nos puede indicar la necesidad de un fortalecimiento del Estado para limitar la miseria mercantil que sacrifica sin confesarlo. Derrida no pretende borrar toda frontera, sino explicitar su contingencia, su porosidad, su multiplicidad, manteniéndonos vigilantes ante toda buena conciencia. No hay inocencia en el egoísmo liberal, pero sí hay egoísmo hiper-crítico, en constante auto-hetero-deconstrucción. Sacrificamos, sí, pero soñamos sacrificar el sacrificio. La política del hambre, entonces, no busca proteger a los comensales y domesticar a aquellos miserables que serán servidos como alimento, ocultando la decisión previa sobre la vida de unos y la muerte del otro. La política del hambre por venir es la explicitación de la conflictividad irresoluble propia de lo político, la declaración o confesión honesta del canibalismo irreductible, crisis que reclama una decisión imposible desde el momento en que ningún sujeto puede asumirla como propia. La decisión siempre es del otro, siempre está por venir, nuestra tarea es poner en crisis el estado vigente de las cosas, esa desobediencia civil de la que también nos habla Derrida (2001: 21), para así facilitar su llegada.
El camino llega a su fin, el cual consiste en un retorno al punto de partida, que no era nada más ni nada menos que la puesta en escena de esos fantasmas reaparecidos que asedian tanto el orden demócrata liberal imperante como la reflexión filosófico-política que de allí emerge. Entonces, retorno a las preguntas: ¿qué hay de los espectros de El capital?, ¿y de los espectros del capital?, ¿por qué el hambre y su asedio nos permiten reunir a los fantasmas que estamos conjurando?
Antes de intentar responder, insatisfactoriamente, a estos interrogantes, vale anticipar una crítica cotidiana. Siempre las “almas bellas” pueden solicitar conclusiones definitivas para cuestiones como éstas, reclamando a un análisis (como el aquí propuesto) su ineficacia a la hora de resolver, por ejemplo, el problema del hambre y su flagelo, que nos condena a la pre-historia de la humanidad. Pero esta deshonestidad es precisamente la que vincula el anhelo del “fin de la conflictividad” con el sueño liberal volcado sobre un espacio social homogéneo donde la norma resolvería toda crisis de bajo impacto. Por lo tanto, debemos dar lugar a la pregunta sobre cómo establecer conclusiones, cómo cerrar un diálogo que, por no haber comenzado aún, permanece necesariamente inconcluso, sin que esto nos condene al campo de la literatura o el “sin sentido”, reproche fácil que, en última instancia, surge siempre de una lectura desatenta de los trabajos derridianos. Dejar abierta una cuestión no es señal de incapacidad, sino que responde a un gesto político anti-liberal, pues siempre resta un otro que no se deja subsumir bajo el imperio de la mismidad.
De regreso a los espectros que aquí nos ocupan, recuperamos el recorrido que hemos seguido a lo largo de nuestro trabajo. En primer lugar analizamos cómo el orden liberal, a-político, esconde un posicionamiento político que queda subordinado a la mano invisible del mercado. Esta instancia estatal resulta ser guardiana de la normalidad necesaria para el correcto funcionamiento de la maquinaria liberal, protección desplegada contra el hambre y su fuerza disruptiva. Y si esta última, el hambre, es entendida como aquella situación excepcional que desborda los lineamientos del orden mercantil, lo político mismo escapa al dominio del capital, y crea al mismo tiempo su condición de posibilidad. Para el funcionamiento correcto de la norma es necesario un espacio normalizado donde la racionalidad técnica sea posible, pasado inmemorial que no es alcanzado por el espíritu liberal. El capitalismo se explicita entonces como una política apolítica que no reconoce al hambre como instancia constitutiva de sí, ya que en su ficción deshonesta pretende aniquilar este flagelo mediante la aplicación de normas positivas, las cuales siempre protegen al comensal y su propiedad en detrimento de ese otro, quien en última instancia se volverá un apetitoso bocado.
Pero desde el punto de partida opuesto llegamos al mismo destino, porque el estado de naturaleza es interpretado como una instancia donde el hambre puede conducir a la apropiación caníbal del otro, terror que sirve de fundamento para la constitución de la sociedad civil o el Estado. Según esta perspectiva, el soberano sirve de límite o contención para el hambre, pero ahora explicita dicha herencia. La conflictividad irresoluble de lo humano sólo puede encontrar alivio en el Leviatán, soberano que intercambia obediencia por seguridad, acallando mediante su decisión excepcional el grito del estómago hambriento.
Ahora bien, la lectura deconstructiva aquí propuesta pone en cuestión la frontera clara y distinta entre liberalismo y teología-política, disolución que no se traduce en la anulación de todo límite, sino en el explicitación de su carácter histórico, fugaz, frágil y contingente. Decidir sobre la vida y la muerte de una persona corre en paralelo con la decisión sobre quién come y quién no, quién es comensal y quién comido. Y este solapamiento entre posiciones es reafirmado por el hambre que asedia a ambas instancias y contra el cual éstas se levantan, pretendiendo conjurar el mal de todos los tiempos. Y es aquí donde todos los fantasmas encuentran su lugar de reunión, porque los espectros de El capital se muestran aún vigentes, gracias a la potencia que encierran como clave de acceso al problema del hambre dentro del orden liberal. Si bien algunos afirman que Marx ha muerto, expresión de un deseo inmemorial, es innegable su reaparición en el rostro de todos los desposeídos del mundo y su llamada, que nos invoca volviéndonos responsables ante su fragilidad.
Al mismo tiempo, eso que retorna una y otra vez no es una obra, una unidad monolítica significante, un sistema claro y distinto que busca ser aplicado sobre la particularidad del mundo de hoy. Los espectros que habitan El capital son parte de nuestra herencia convertida en una tarea, pues los conceptos marxianos muestran sus límites históricos y piden reinterpretarlos, reformularlos, porque el hambre de ayer no es idéntica al hambre actual. Ser justos con Marx implica traicionarlo: he aquí nuestra tarea.
Por último, El capital asedia al capital, dando lugar a espectros como el del hambre o el desempleo, que ponen en crisis ese “nuevo orden mundial” y su sueño de sepulturero. Marx, su espectro, está presente en aquellos intersticios cuya presencia se busca obturar, plagas que deconstruyen está Santa Alianza demócrata-liberal. Hay que volver a El capital, re-escribiéndolo, para dar lugar a esos otros que habitan el trasfondo oscuro del imperio del capital, mostrando desde su silencio las ruinas sobre las que este reinado se erige.
A modo de cierre provisorio, vale aclarar que cuando hablamos de “honestidad” en referencia a la política derridiana no recurrimos a una moral asentada en la buena voluntad, sino que apuntamos a la expresión necesaria de esta conflictividad irresoluble, diferencia constitutiva de todo orden que hace temblar los cimientos sobre los que se levanta esa débil institución. La democracia por venir es, entonces, la vigilancia constante sobre toda norma, sobre todo poder constituido; siempre implica el hambre de un otro. Desde este resto inagotable queda todavía por pensar lo imposible, a saber, una política sin sacrificio, la cual nunca será realizada en un presente sino bajo el gesto hiperbólico de la puesta en cuestión de la repartición vigente de lo sensible. Mesianicidad sin mesianismo es otro nombre para esta tarea, la cual expresa la innegable herencia de Marx en el pensamiento de Derrida. Para aquellos que creen que esto es poca cosa, sólo queda advertirles que el hambre y la posibilidad de comerse al otro son dos caras de una misma moneda con la que quisiéramos pagar el gran banquete que saciará los estómagos vacíos del mundo.
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