Revista Nómadas
Dirección de Investigación y Transferencia de Conocimiento
Carrera 5 No. 21-38
Bogotá, Colombia
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Magdalena León*
* Socióloga. Profesora Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Colombia. Premio nacional al mérito científico, categoría de Investigador de Excelencia de la Asociación para el Avance de la Ciencia. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Desde la segunda posguerra el enfoque liberal del desarrollo se caracterizó por la neutralidad de género; uno de los efectos fue que la política pública privilegió la familia nuclear. En el caso específico de las reformas agrarias llevadas a cabo en América Latina entre 1960 y 1980, la adopción de este enfoque excluyó a las mujeres rurales como beneficiarias directas del acceso a la tierra. Hoy en día se aprecian cambios en cuanto al género en la política pública, sin embargo la visión de la familia nuclear sigue siendo importante en las acciones dirigidas a las mujeres.
Palabras clave: políticas públicas, familia nuclear, mujer rural, reforma agraria.
O enfoque liberal do desenvolvimento do segundo pós-guerra caracterizou-se pela neutralidade de gênero. Isto trouxe para a política pública um privilégio da família nuclear. No caso específico das reformas agrárias realizadas na América Latina de 1960-1980 este enfoque serviu de marco para excluir as mulheres rurais como beneficiárias diretas do acesso à terra. Hoje em dia, apreciam-se mudanças quanto ao gênero na política pública, entretanto a visão da família nuclear segue tendo presença nas ações dirigidas para as mulheres.
Palavras-chaves: políticas públicas, família nuclear, mulher rural, reforma agrária.
The liberal perspective on development after World War II was gender neutral, which meant privileging the nuclear family in public policies. In agrarian reforms carried out in Latin America between 1960 and 1980, this approach excluded rural women from becoming direct beneficiaries and thus acquiring access to land. Today there are some public policies that take gender into account, yet the idea of the nuclear family is still present in actions directed towards women.
Key words: public policies, nuclear family, rural woman, agrarian reform.
En la segunda postguerra se adoptó un enfoque liberal que concebía el desarrollo como un proceso lineal al que se llegaba avanzando desde el subdesarrollo. Se supuso que con la ayuda adecuada y de manera gradual, el Tercer Mundo podría alcanzar sistemas políticos y económicos similares a los que tenían los países industrializados. Alcanzar el desarrollo se volvió la meta principal de los países pobres. En una primera etapa, años sesenta, el objetivo fue el crecimiento autosostenido, que confundió crecimiento con desarrollo. En los años setenta la idea de crecimiento económico se centró en los más necesitados lo que añadió una dimensión social con elementos redistributivos que antes no se habían planteado. El Estado asumió una participación activa y emprendió procesos de cambio planificado a través de la ejecución de políticas públicas. Sin embargo, en estas dos décadas el desarrollo se entendió como un proceso lineal hacia la modernización capitalista, que implicaba la filtración de los beneficios sociales y económicos del desarrollo a todos los grupos y actores sociales. La filtración, o trickle down, se basó en el supuesto de que por efecto de goteo los cambios a nivel macro pasan de arriba hacia abajo y de esta manera permean las diferentes estructuras y actores sociales. Este supuesto ha sido desvirtuado, en particular por la literatura sobre mujer y desarrollo que ha mostrado sus falacias en relación con los factores que afectan a las mujeres (León, 1993, 1996). Este modelo no consideraba a las mujeres como grupo objetivo de los programas de desarrollo macroeconómico, bajo el falso supuesto de que éstas se beneficiarían del efecto de goteo una vez que la política bajara a los actores sociales y beneficiara a todos ellos por igual.
En América Latina una de las políticas públicas más importantes, si no la más relevante, que se emprendió en el período desarrollista como estrategia para salir del subdesarrollo, fue el impulso a las reformas agrarias. Introducir cambios en los sistemas de tenencia de la tierra se pensó como pilar básico de la expansión del mercado interno, el cual, a su vez, era un prerrequisito para el éxito del modelo conocido como sustitución de importaciones, que se impulsó en la región entre 1960 y los primeros años de 1980. Este trabajo analiza las consecuencias que ha tenido la neutralidad de género en la política pública, en el caso específico de las reformas agrarias y el acceso de la mujer a la tierra en América Latina. En primer lugar se presenta el modelo de neutralidad de género y los efectos que genera en la política pública al privilegiar la familia nuclear. Después se plantean las consecuencias de la neutralidad de género en la intervención social a través de las reformas agrarias. Por último se señalan las lecciones aprendidas.
El corolario del modelo de la filtración fue la neutralidad de género1. Las categorías a través de las cuales se realizaría el efecto goteo fueron “la comunidad”, el “vecindario”, el “pobre” y, sobre todo, el “hogar y la familia”. El férreo supuesto de que los efectos de las políticas iban a sentirse de arriba hacia abajo ocultó la conveniencia de desagregar los intereses y las necesidades de los disímiles actores y sujetos sociales que conformaban dichas categorías. La neutralidad de género está basada en la idea de que existe una familia unitaria y complementaria, concepción que hace parte del ideario sociológico funcionalista2. Las teorías de la familia nuclear como tipo ideal surgieron del argumento según el cual este tipo de familia permitía el ajuste real a los cambios de la sociedad occidental industrial porque se acoplaba a las instituciones económicas de la sociedad moderna. Es, por lo tanto, una teoría de ajuste entre los sistemas familiar y económico.
El sistema nuclear familiar es una unidad que vive separada de sus familias de origen, se compone del matrimonio de esposo y esposa y de los hijos/as que aún no son independientes. La familia nuclear se constituye en el tipo ideal, con el padre como jefe del hogar, la madre y los hijos/as, todos formando una unidad cohesionada por lazos primarios emocionales de amor y cariño. Ser un sistema aislado y cerrado le permite adaptarse a la movilidad ocupacional y geográfica inherente a la sociedad industrial moderna. El hombre adulto en su rol de esposo y padre es quien brinda el ingreso familiar, por eso es el miembro de la familia que en las sociedades industriales se desplaza para participar en forma activa en el mercado de trabajo.
La economía neoclásica también integra a la familia unitaria; según este modelo el hogar es una unidad no diferenciada de consumo y producción en la que se comparten los recursos y los ingresos. Se supone que los recursos del hogar son asignados por un jefe de hogar altruista (el esposo), que representa los gustos y preferencias de la familia y procura maximizar la utilidad de todos los miembros del hogar (Agarwal, 1997: 4-5). Las economistas feministas3 cuestionaron la naturaleza contradictoria de tales supuestos; en efecto, si la economía neoclásica presume que los actores económicos racionales buscan elevar al máximo sus propios intereses, “¿por qué, entonces, iba el altruismo a gobernar el comportamiento en el seno de la familia?” (Deere y León, 2000: 33). La evidencia empírica también contradecía estos planteamientos no solo porque existían diferentes tipos de familias, sino porque las relaciones dentro de los hogares estaban impregnadas de múltiples formas de desigualdad y entre ellas la económica era muy importante.
El esquema de la familia nuclear, concebido para la sociedad industrial moderna, fue trasladado sin mediaciones a las sociedades agrarias, tanto para interpretarlas como para implementar políticas públicas, esto sucedió también en el caso de las reformas agrarias. A pesar de que una extensa bibliografía identifica una realidad social heterogénea en cuanto a los tipos de familias, el esquema de la familia nuclear no sólo influyó en la política pública de aquel periodo sino que en la actualidad se conserva y reproduce por medio del familismo. Una de las consecuencias no deseables de la implementación de políticas públicas orientadas por el esquema de familia nuclear y/o unitaria, es que las relaciones de poder en el ámbito de lo privado se apoyaron en la teoría de los roles y no en la de las relaciones sociales de género. La teoría de los roles se sustenta en la noción de familia nuclear que legitima un orden genérico de identidades hegemónicas y subordinadas según los roles asignados a hombres y mujeres. Desde una perspectiva más emancipadora de las mujeres resulta más adecuado asumir la familia como un conjunto de individuos con identidades particulares que establecen una estructura a partir del género, que suele subordinar a las mujeres, y no como la suma indiferenciada de individuos que comparten actividades en el seno familiar.
Las políticas públicas que no se piensan en un horizonte renovado del tema de la familia, corren el inmenso peligro de que ni siquiera cuestionen las divisiones de poder en lo privado y lo público entre los géneros y que solo alcancen a flexibilizar los roles, caso en el cual terminarían solicitándole a los hombres, casi como una gracia, que “ayuden” a las mujeres en el trabajo doméstico. Lo grave de las políticas neutrales que se basan en la familia nuclear unitaria es que aceptan el orden social que establece quién hace qué y cómo se organizan las jerarquías de los actores con roles supuestamente complementarios pero no afectan el orden de género, en particular en lo que respecta a la distribución sexual del trabajo y del poder material y político en el conjunto de la sociedad. Esa sería, en última instancia, la misión de una política pública en favor de las mujeres (Valdés, 2004).
El término familismo hace referencia a la construcción ideológica de la familia, es el concepto social e ideológico que se tiene del grupo familiar. El familismo es la idealización de la familia nuclear como modelo socialmente deseable que choca y se contrapone con la realidad que viven las personas en su cotidianidad (Barret y McIntosh, 1995), tal como lo han mostrado las estudiosas del feminismo. La idealización de un tipo de familia como deseable genera que esa estructura organizativa sea retomada por otros espacios del cuerpo social como modelo para la intervención social. En otras palabras, la estructura y los valores de la vida familiar idealizada impregnan y organizan otros espacios de las relaciones sociales. Desde la perspectiva del familismo las relaciones y funciones de los miembros de la familia se “materializan y cosifican” pues la autosuficiencia e independencia no es para el individuo, sino para la familia, concretamente para el jefe de hogar que la representa. “Las mujeres son simples apéndices de los hombres, el jefe de la familia determina sus necesidades como parte de las propias. Un hombre no sólo debe ser autosuficiente sino que debe cuidar también de quienes dependen de él…” (Barret y Mcintosh, 1995: 54).
Los conceptos de feminidad y masculinidad y la división sexual del trabajo apropiadas para cada sexo, así como su interrelación con las esferas pública y privada, también son aspectos de la realidad social marcados por las teorías de la familia nuclear y el familismo. En el marco de la familia nuclear y el familismo la mujer se identifica por su rol en la reproducción y es invisible en las actividades de producción. Al hombre, por el contrario, le corresponde el rol productivo como jefe del hogar por lo cual se le asigna el acceso y control de los recursos productivos, entre ellos, el más importante en las economías campesinas, la tierra.
La lógica de estas teorías aplicada a las sociedades agrarias oculta por completo el papel de productora que cumple la mujer rural. Según un supuesto de la teoría desarrollista, que resultó falso, la mujer estaba excluida de la producción y por lo tanto era un recurso humano desaprovechado en el proceso para alcanzar el desarrollo. En consecuencia, se planteó la necesidad de “integrarla”, desconociendo así el papel de productora que ya cumplía. De esta falacia se desprendieron consecuencias negativas para la política pública, entre ellas que en el diseño de políticas no se identificaron las asimetrías que caracterizan las relaciones entre hombres y mujeres y, segunda, que se invisibilizó el papel de la mujer en la producción. De esta manera, la supuesta neutralidad de las políticas sirvió para esconder la realidad y perpetuar las diferencias.
Las reformas agrarias del siglo XX en América Latina se llevaron a cabo bajo circunstancias y contextos diferentes. La primera se inició en México, en 1917. Con la excepción de Guatemala que la realizó en 1952, Bolivia en 1954 y Cuba en 1959, los demás países de la región emprendieron medidas de reforma agraria y/o proyectos de colonización impulsados por el reformismo desarrollista en el marco de la Alianza para el Progreso, programa que empezó en 1961. En la Declaración de los Pueblos de América que se firmó en Punta del Este, comienzo formal de la Alianza para el Progreso, se lee:
Impulsar de acuerdo con las características de cada país programas comprensivos de Reforma Agraria, que lleven a la transformación efectiva, donde ella se requiere, de sistemas y estructuras injustas de tenencia y uso de la tierra; con la mira de reemplazar los latifundios y propiedades muy pequeñas por un sistema de equidad en la propiedad de manera que tengan suplementos a tiempo y adecuados de crédito, asistencia técnica y mejoramiento de los arreglos de mercadeo, la tierra será para el hombre que la trabaja la base de su estabilidad económica, el fundamento del aumento de su bienestar y la garantía de su libertad y dignidad (OAS, 1961: 3; negrilla autora).
En las décadas de los sesenta y setenta los intentos de reforma agraria fueron bastante magros. La mayoría de los países se concentró en proyectos de colonización en tierras públicas en la frontera agrícola; otros avanzaron en la redistribución de tierras de propiedad privada y adelantaron reformas más ambiciosas, entre ellos Chile y Perú (Montgomery, 1984: 125 y Thiesenhausen, 1995: 87). El período revolucionario de Centroamérica en los años ochenta produjo reformas agrarias más bien amplias en Nicaragua y El Salvador.
Hasta la década del ochenta los datos señalan que las reformas agrarias beneficiaron en forma directa a los hombres y que gran parte de las mujeres fue excluida como beneficiaria de los programas de reforma agraria y colonización llevados a cabo en América Latina entre 1950 y 1980. La revisión de la información disponible para doce países latinoamericanos hasta el período de inicio de las reformas neoliberales, revela que en la mayoría de ellos, la tierra entregada a las mujeres como beneficiarias directas fue de alrededor del 10% o un porcentaje más bajo, sólo un país llegó al 15% y otro superó esta cifra (Ver tabla 1). La principal razón para los casos que alcanzaron mayor porcentaje fue de carácter demográfico. En efecto, la legislación agraria dio preferencia para heredar la tierra a las esposas y/o compañeras permanentes, eso, junto con la brecha de género en laesperanza de vida, significó que un grupo de mujeres que no fueron beneficiarias directas de los predios en el momento de la adjudicación aparecieran como beneficiarias en registros más recientes, una vez falleció al hombre al que heredaron.
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Tabla 1. Porcentaje de mujeres beneficiarias en los programas de Reforma Agraria y Colonización en América Latina
La exclusión de las mujeres en la distribución de la tierra se debió en gran parte a razones legales, culturales, estructurales e institucionales que están interrelacionadas y que se basan en ideologías patriarcales. Estas ideologías incluyen los conceptos de masculinidad y feminidad que provienen, a su vez, de las idealizaciones de familia nuclear y unitaria de las que ya se habló. Los factores ideológicos tienen un peso importante para explicar los sesgos de la legislación agraria en favor de los hombres, el efecto combinado fue que, a pesar de que estaba cubierta con el manto de la neutralidad, la política de reforma agraria benefició a los hombres.
La exclusión de las mujeres en la distribución de la tierra se debió en gran parte a razones legales, culturales, estructurales e institucionales que están interrelacionadas y que se basan en ideologías patriarcales. Estas ideologías incluyen los conceptos de masculinidad y feminidad que provienen, a su vez, de las idealizaciones de familia nuclear y unitaria de las que ya se habló. Los factores ideológicos tienen un peso importante para explicar los sesgos de la legislación agraria en favor de los hombres, el efecto combinado fue que, a pesar de que estaba cubierta con el manto de la neutralidad, la política de reforma agraria benefició a los hombres.
La mayoría de estas reformas favorecían a los jefes de hogar y sólo a una persona por hogar, la cual, por razones culturales, casi siempre resultaba ser el hombre. Si había un adulto hombre en el hogar, lo más probable es que para los propósitos de la reforma agraria él fuera nombrado jefe o representante de la familia nuclear. Siguiendo los principios de la teoría desarrollista de la filtración, tanto los gobiernos como las organizaciones campesinas asumieron que beneficiando a los hombres jefes de familia, se beneficiarían todos los miembros del hogar. Por otro lado, aunque en los años sesenta la mayoría de los códigos civiles latinoamericanos reconocía el derecho legal de las mujeres casadas a manejar sus patrimonios5, el esposo continuaba siendo el único o exclusivo representante de la familia y el responsable de administrar la propiedad y los asuntos económicos del hogar, tal como se había establecido en la legislación colonial y se mantenía en los códigos republicanos bajo el concepto de potestad marital6.
En síntesis, el marido tenía el poder legal de manejar el patrimonio conjunto de la sociedad marital y el patrimonio individual de la esposa. Así, las reformas agrarias privilegiaron a los jefes del hogar hombres como beneficiarios porque eso concordaba con los códigos civiles de la época, regidos por la norma patriarcal impregnada de la noción de familia nuclear.
Los estereotipos de género que consagra el familismo contribuyeron a la exclusión de las mujeres. En efecto, independientemente de la cantidad de trabajo que la mujer dedicara a la agricultura, como trabajadora familiar no remunerada o como trabajadora asalariada, según la visión estereotipada de género la agricultura es una actividad u ocupación del hombre. Como resultado, en general, el trabajo de la mujer en la agricultura ha sido invisible y cuando se le reconoce es considerado como una actividad complementaria y suplementaria a la del agricultor principal, es decir, la de su compañero hombre. Las reformas, en consecuencia, favorecieron a los hombres en su calidad de agricultores y beneficiarios.
A primera vista las reformas agrarias aparecen como neutrales ante el género en la medida que señalan como sus beneficiarios a ciertos grupos sociales como arrendatarios, inquilinos, trabajadores asalariados o campesinos sin tierra suficiente para mantener a su familia, es decir, grupos caracterizados como pobres. Pero, al mismo tiempo y sin excepción, las reformas agrarias fueron escritas en lenguaje sexista y para referirse a los beneficiarios se habla en masculino, como los campesinos, los agricultores y los trabajadores7. El patriarcado tiene sus marcas en la neutralidad de género8.
Otro problema estructural fue que muchas reformas agrarias beneficiaron sólo a los agricultores que trabajaban a cambio de un salario como empleados permanentes en el momento mismo de la expropiación de las propiedades, lo cual excluyó a la extensa fuerza laboral estacional. En Chile, Perú y El Salvador, por ejemplo, los asalariados agrícolas permanentes por lo general eran hombres y, con frecuencia, las mujeres eran un componente importante de la fuerza laboral estacional. La incapacidad de las reformas agrarias para incorporar la enorme cantidad de trabajadores agrícolas estacionales resultó perjudicial tanto para los hombres como para las mujeres. No obstante, si bien los hombres estaban entre los trabajadores permanentes y los estacionales, las características estructurales de la participación de la fuerza laboral femenina acarrearon la exclusión de las mujeres como grupo social. Las pocas mujeres asalariadas permanentes, y por tanto beneficiarias potenciales, debían cumplir con un requisito adicional: ser jefas de hogar. Este requisito, desde luego, reducía aún más su posible participación.
Las reformas agrarias de Brasil, Chile, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México y Perú eran explícitas en designar al jefe de hogar como beneficiario; las que no lo hicieron estipulaban que solo una persona por hogar podría ser el beneficiario. En ambos casos, como ya se indicó, por las nociones de familia nuclear y el familismo, el hombre adulto de la familia fue designado como jefe del hogar o representante de la familia para propósitos de la reforma agraria.
Las barreras institucionales que excluyeron a las mujeres fueron de varios tipos. El extensionismo rural del período de las reformas agrarias fue un bastión masculino por excelencia. Los hombres agrónomos, veterinarios, sociólogos y demás trabajadores de la comunidad, tenían interiorizado en su propia masculinidad el modelo que había instaurado la neutralidad de género y que campeaba como esquema de intervención en sus instituciones, por eso sólo vieron al hombre como el agricultor y potencial receptor de tierras, créditos, asistencia técnica y facilidades de mercadeo. Las mujeres que trabajaron en las instituciones del sector agropecuario lo hicieron como mejoradoras del hogar aplicando diferentes programas dirigidos al bienestar de la familia campesina y del lado de lo doméstico- social.
Las organizaciones campesinas también tuvieron un peso importante como factor institucional para la selección de los beneficiarios de las reformas agrarias. En el período reformista desarrollista y tanto en su membresía como en su liderazgo, dichas organizaciones fueron exclusividad masculina, a pesar de que muchas veces las mujeres participaban de modo activo en tomas de tierras y movilizaciones del campesinado. La demanda de las organizaciones se centró en “tierra para quien la trabaja” y se asumió que si la tierra se adjudicaba al hombre jefe de hogar, se beneficiarían por igual todos los miembros del hogar. Entonces, como lo establecía el modelo de neutralidad de género, la mujer adulta del hogar quedó incluida en el paquete familiar de beneficiarios.
En suma, los criterios de género estuvieron ausentes en las reformas agrarias. La cita tomada del documento de Punta del Este, que iluminó las reformas agrarias desarrollistas, ilustra la exclusión explícita de las mujeres. Lo importante en este punto es preguntarse si los hombres que impulsaron estas políticas así se lo propusieron desde un comienzo o si fue el resultado no previsto del modelo de neutralidad de género en el que se basó la política pública de las reformas agrarias. Sin duda ambas posibilidades tienen una estrecha relación. Las relaciones de género de la sociedad agropecuaria resultaron ser el ordenador más importante de la política pública. Y al mismo tiempo, la política de neutralidad de género, bajo el supuesto de la familia nuclear, normatizó la intervención con sesgos de género que discriminó, en la norma y en la práctica, la participación de la mujer. El ejemplo de las reformas agrarias en América Latina, que cubre un período muy importante de la historia reciente de la región, deja una enseñanza fundamental para la política pública: no desagregar las categorías que orientan la intervención –como hogar y familia– sobre la base del género lleva a la discriminación de unos sujetos sociales en favor de otros. En el caso de las reformas agrarias fueron las mujeres adultas las discriminadas negativamente en favor de los hombres jefes de hogar. Los roles, las responsabilidades, los intereses, las necesidades y el acceso a recursos, al poder y la partición en la toma de decisiones de mujeres y hombres son diferentes y es indispensable tener eso en cuenta para la formulación de las políticas y la planificación de la intervención social. No desagregar los actores de la familia trae como consecuencia para las mujeres la reproducción del mandato genérico que las vincula al grupo familiar y las ata a las tareas reproductivas con la función de mantenerlo. La intervención social así pensada se constituye en reproducción de las desigualdades genéricas. Por consiguiente, es necesario asumir a la mujer como individuo, como persona, es decir como sujeto de derechos. Eso fue lo que no pasó en las reformas agrarias.
La agenda política feminista logró insertarse en la agenda de los gobiernos y dar origen a la formulación de políticas públicas. Hoy en día, y gracias en parte a la movilización del movimiento de mujeres a nivel internacional, regional, nacional y local y a las acciones de organismos de la ONU9, los gobiernos de la región le dan entrada a las políticas públicas para las mujeres. A partir de la década de los ochenta se instalan diferentes versiones de oficinas, institutos, secretarias o instancias para la mujer en el interior de los gobiernos, se busca así alcanzar la “equidad de género” y la “igualdad de oportunidades”.
Hay dos posturas paralelas respecto a las políticas públicas para la mujer. En las políticas macro se conserva el principio de neutralidad, pero, al mismo tiempo, y a raíz de la instalación de la agenda contra la discriminación contra la mujer (CEDAW) y de que el movimiento de mujeres en diversos países presiona a los gobiernos para que den respuestas a sus intereses y necesidades, se aprecia un proceso de distensión que permite que las políticas públicas contemplen medidas especificas para las mujeres10. La distensión se ha canalizado a través de algunas preocupaciones sectoriales, pero sobre todo de numerosos proyectos específicos que han visibilizado a la mujer como objeto dentro de la política social11 la cual, en el marco del modelo neoliberal vigente, pierde espacio.
Cambiar los códigos agrarios fue una de las preocupaciones sectoriales que tomaron fuerza entre los gobiernos neoliberales de la región en la década de los noventa, esta coyuntura abrió el espacio para formular normas más inclusivas para las mujeres rurales en el acceso a la tierra. En buena parte de los países estudiados los nuevos códigos finalizaron los procesos de reforma agraria y en un número significativo de países la nueva política pública de tierras privilegió la estrategia del mercado de tierras12. Pero, simultáneamente, en el mismo período en el que aparecen los nuevos códigos se configuran una serie de elementos básicos13 para asegurar que las nuevas normas garanticen el derecho formal de las mujeres en repartos de tierras, si es que se dan, en proyectos de titulación de tierras o en los bancos de tierras de varios tipos. Entre dichos cambios están la desaparición del jefe del hogar como el único beneficiario; en algunos países se señala a las personas naturales y jurídicas, en otros se reconoce en forma explícita a hombres y mujeres como beneficiarios de manera independiente de su estado civil y en los más avanzados se estipula que el título de tierras debe ser obligatorio para el hombre y la mujer que forman una pareja14. De esa forma se reconoce la doble jefatura del hogar, o sea que el hogar está representado por el hombre y la mujer, y el derecho a manejar el patrimonio familiar en conjunto. Este cambio implica una ruptura con el concepto de familia nuclear que designaba al hombre como jefe del hogar y representante de la familia ante el Estado y la sociedad.
Pero las relaciones de género no siempre se han tenido en cuenta en las políticas públicas que se impulsan para las mujeres. El abultado grupo de proyectos específicos para las mujeres, tanto rurales como urbanas, mantiene la tendencia a explicar las inequidades de género a partir de los roles que cumplen hombres y mujeres en la familia nuclear. Si bien es cierto que se ha avanzado en aceptar el rol productivo de la mujer, en especial en la sociedad industrial más moderna, en otras áreas y entre ellas la vida sexual, la fecundidad y la paternidad, los avances en el desmonte de los roles tradicionales de género son menos notables. Las relaciones de género no han pasado a ser el prisma para entender y explicar el devenir cotidiano de las familias. En otras palabras, no se incorporan las cuotas diferenciadas de poder que caracterizan las relaciones familiares. Aún se tiende a preservar el orden social que organiza las jerarquías entre hombres y mujeres y que, en cierta medida, se concibe invariable aunque se considere injusto. El análisis de roles permite hacer visibles las inequidades, pero su superación queda ligada a la flexibilización de los roles y no al cambio del orden de género. Esto último implica cuestionar y romper la división sexual del trabajo y la distribución del poder económico y político en el conjunto de la sociedad. En suma, a nivel global y de cada país asistimos a una serie de procesos que han multiplicado las formas de familia, dejando atrás la visión de la familia nuclear que quiere legitimar e imponer el familismo en las políticas públicas. Las políticas enmarcadas en la visión tradicional de los roles de la familia nuclear quedan en cuestión y se requieren otras visiones para problematizar las relaciones entre hombres y mujeres e impulsar políticas publicas con un signo más acorde a las realidades del siglo XXI.
1 Una política neutral o ciega al género es aquella que presume que no va a tener ningún impacto sobre las relaciones entre hombres y mujeres; una política sesgada con respecto al género es aquella en que los beneficios y/o costos recaen indebidamente en uno u otro sexo. Algunas de las consecuencias más importantes de la neutralidad que ha caracterizado las políticas macroeconómicas es que se desconozca el encadenamiento que hay entre la forma como funciona lo macro y el orden doméstico, que no se reconozca el valor económico del trabajo doméstico y que se responsabilice a las mujeres de la sobrevivencia familiar lo cual aumenta su carga de trabajo y reemplaza al Estado que, a su vez, se reduce y cumple cada vez menos con las diferentes tareas que tienen que ver con la reproducción.
2 Una parte de este tema está basado en el trabajo de Magdalena León, “La familia nuclear: origen de las identidades hegemónicas femenina y masculina” (1995).
3 Una de las primeras economistas feministas en cuestionar este modelo fue Nancy Folbre (1986a y 1986b).
4 Esta parte está basada en investigación secundaria y de campo del proyecto “Género, Tierra y Equidad: de la Reforma Agraria a la Contrarreforma en América Latina” de Carmen Diana Deere y Magdalena León. Esta investigación se adelantó en Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua y Perú. Para la compresión en extenso del trabajo ver la publicación del mismo que se utiliza en este aparte: Deere y León (2000).
5 En este caso México fue una excepción.
6 Deere y León (2000, Cap. 2); Deere y León (2005).
7 Las normas de herencia hacen explicita la expectativa que los beneficiarios fueran hombres en cuanto designaban a la viuda y no al viudo como heredera potencial si fallecía el beneficiario.
8 Ver Thomas (1997).
9 En 1972 la Comisión del Estatus de la Mujer de ONU abogó por declarar el año internacional de la mujer, lo cual se logró finalmente en 1975; y se realizó la conferencia Desarrollo, Igualdad y Paz en México, la cual fue seguida por la década de la mujer (1976-1985). En 1979 se instaló la agenda internacional contra la discriminación (CEDAW). Esta agenda estuvo presente en la conferencia de Nairobi (1985) y en las conferencias mundiales de los noventa de derechos humanos, Viena/92; Población y Desarrollo, El Cairo/93; Cumbre de Desarrollo Social, Conpenhagen/95 y Bejing/95.
10 Para el análisis del concepto de distensión de género ver León, 1993.
11 Está por evaluar hasta qué punto los diferentes proyectos, ya sean de generación de ingresos o de bienestar y servicios, han permitido alterar o, por el contrario, reproducir la subordinación de la mujer y si han logrado conciliar la tensión entre los enfoques de la productividad (ayuda en crédito, salir de la pobreza., etc.) y los del empoderamiento (autonomía económica, política, reproductiva y social).
12 Para un análisis completo del periodo neoliberal ver: Deere y León (2000: Cap. 5 y 9); Deere y León (2003).
13 Los países ratifican la Convención contra la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer de 1979 y a partir de allí se dan una serie de reformas de los Códigos Civiles y de Familia que discriminaban a las mujeres en la familia. También es fundamental el crecimiento y consolidación del movimiento feminista y de mujeres a nivel regional, nacional y local.
14 En este grupo se encuentran Colombia, Costa Rica y Nicaragua, la obligatorie dad es opcional en Brasil y Honduras. Desde 1995 este requisito también rige en Perú, República Dominicana, Ecuador y Guatemala. Estos cambios se pueden consultar en Deere y León (2000: Cap. 5 y 6); Deere y León (2004: 204- 210); Deere y León (2006).
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Sandra Liliana Osses Rivera*
Mercedes Barquet Montané**
* Master en Ciencias Sociales de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO – Sede México). Cursa el Doctorado en Ciencias de la Comunicación en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
** Antropóloga, Investigadora. Coordinadora de la Maestría en Género, procesos políticos y transformaciones culturales del programa interdisciplinario de estudios de género de El Colegio de México. Miembro de la Junta de Gobierno del Instituto Nacional de las Mujeres de México. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
En el artículo se analizan –sobre el trasfondo de la transición democrática que vive México– algunas de las estrategias claves en el proceso de ciudadanización de las mujeres, fundamentalmente: las alianzas con legisladoras; la representación, entendida como la incursión de las mujeres en espacios de decisión política; y la institucionalización que ha permitido la generación de políticas públicas con perspectiva de género.
Palabras clave: mujeres y ciudadanía; institucionalización de género; ley de cuotas; México: mujeres y política.
No marco da transição democrática que vive o México neste artigo se analisa algumas das estratégias chaves no processo de obtenção da cidadania das mulheres que são fundamentalmente: as alianças com as legisladoras; a representação, entendida como a inclusão das mulheres na decisão política; e a institucionalização que tem permitido a geração de políticas públicas com perspectiva de gênero.
Palavras-chaves: mulheres e cidadania; institucionalização de gênero; lei de cotas; México: mulheres e política.
Related to Mexico’s democratic transition, this article analyzes women’s strategies in the process of building a citizenship of their own. It deals with three fundamental strategies followed by organized women: links with women legislators, political representation and agenda-building, and gender mainstreaming.
Key words: women and citizenship; gender mainstreaming; quota law; Mexico: women and politics.
Un elemento que subyace en cualquier análisis de la historia política contemporánea de México es que durante más de 70 años fue gobernado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), las prácticas corporativistas y clientelares que monopolizaron el discurso de la agenda pública, el quehacer gubernamental, el ejercicio del poder y el acceso a los puestos de gobierno y de representación política fueron usuales en ese periodo. O'Donnell y Schmitter (1994: 20) definen la transición como “el intervalo que se extiende entre un régimen político y otro”, ese es un término muy usado en el caso del paso a la democracia, en particular en los regímenes autoritarios latinoamericanos. Sin embargo, en México la transición no fue tan clara, por eso los investigadores disienten sobre su punto de partida, su naturaleza e implicaciones; aún así hay acuerdo en el hecho de que se trata de un proceso de cambio orientado a construir un sistema democrático que no existía. La democracia mexicana estaba asentada en el presidencialismo y en lo que para muchos constituyó una dictadura de partido que concluyó en el año 2000 con la elección del actual presidente Vicente Fox del Partido Acción Nacional (PAN).
Esta situación es el contexto y la marca del limitado desarrollo de una ciudadanía política en el país y la convierte en un asunto estrictamente acotado y sometido a lo permisible por las prácticas institucionales del Estado. Si bien estas condiciones atañen al total de la población, en el caso de las mujeres tuvieron efectos más notables. El proceso de ciudadanización, entendido como el camino hacia el ejercicio pleno de derechos y deberes de las mujeres en el contexto democrático en condiciones de equidad, fue inhibido de tal modo que las mujeres –tradicionalmente ajenas al mundo de lo público/político– se vieron tratadas de manera excluyente en cuanto a sus derechos de participación y representación. Durante la segunda mitad del siglo XX la presencia y visibilidad de las mujeres en México fue lenta a pesar de que accedieron al voto en 1953; es indudable que su participación activa en el quehacer público está asociada al lento proceso de apertura y democratización de las instituciones y los procedimientos políticos hasta el día de hoy. En este proceso de transición se ha evidenciado el papel protagónico de las mujeres (Lamas, Martínez, Tarrés y Tuñón, 1994; Espinosa, 2004; Massolo, 1994; Tuñón, 1997), que ha sido afectado positivamente por ciertos acontecimientos tales como el movimiento estudiantil de 1968; la Primera Conferencia Mundial de la Mujer, de Naciones Unidas, en la Ciudad de México en 1975; las primeras reformas políticoelectorales de 1977 que dieron pie al fin de la proscripción de partidos de oposición; las sucesivas reformas al Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE) de 1996 y 20021; así como la adopción de instrumentos internacionales por parte del gobierno mexicano a partir de 19542 y las luchas de los movimientos feministas y de mujeres en el panorama internacional.
El año de 1988 marcó una ruptura en la vida política del país. Se vivió una crisis de legitimidad del sistema político que se hizo evidente en elecciones presidenciales altamente cuestionadas, en grandes cambios en la distribución del poder político, la emergencia de partidos de oposición viables y una mayor división entre los tres Poderes de la Unión –antes casi inexistente–. Los mecanismos institucionales que perpetuaban el partido en el poder sufrieron fisuras que permitieron la generación de una estructura de oportunidades políticas para la emergencia o consolidación de actores sociales que ampliaron el escenario político de ese momento en adelante. Lo que podemos denominar transición en México es un proceso complejo en el que no se da un cambio radical hacia una rápida apertura democrática en el país, sino más bien un proceso gradual de acercamiento y constante negociación entre múltiples actores, que aún continúa.
Tal como lo muestra la abundante bibliografía –reciente para la región latinoamericana3– sobre la emergencia de las mujeres como sujeto de consideración sociopolítica, resulta indudable que éstas se incorporan paulatinamente a los procesos, mecanismos e instituciones propios de las democracias liberales, con una creciente organización y participación. Aunque las características de este proceso varían entre países, es notable la búsqueda de estrategias adecuadas para el logro de un ejercicio de la ciudadanía política plena, pero que a la vez les permita incidir en la agenda pública imprimiendo formas particulares al quehacer político, con la pretensión de garantizar ciertos intereses de género. En el presente artículo examinaremos algunas de las estrategias que han priorizado las mujeres en México en la construcción de su ciudadanía, en el marco novedoso de una transición democrática en marcha.
Con la presencia de la primera diputada feminista de izquierda, Amalia García, en 1988 se inauguró “un periodo de cooperación parlamentaria entre las mujeres” (Tuñón, 1997: 78); se estableció así una relación de apoyo entre las organizaciones feministas y de mujeres y las legisladoras de los diferentes partidos políticos en la Cámara.
A la par que se inauguraba un estilo singular para avanzar y concretar logros a nivel legislativo, la experiencia demostraba que se requería de instancias reconocidas como parte de las estructuras políticas formales, para que los esfuerzos realizados en este campo contaran con el marco político, legal normativo y operativo que ameritan las acciones de propuesta, discusión, votación y aprobación de reformas legislativas a favor de las mujeres (Tapia, 1999: 56).
Los años 90 comienzan con un triunfo para el movimiento de mujeres enmarcado en un contexto en el que se da una escalada positiva de hechos orientados a democratizar el país, que bien pueden identificarse como constituyentes de la transición. Tras una larga cadena de intentos reiterados para integrar el tema de la violencia sexual –elemento clave de la agenda feminista en México– a una normatividad justa, en 1991 se logra una reforma del Código Penal respecto de delitos sexuales. Si bien al comienzo se trató de un trabajo centrado en la fuerza de un pequeño grupo mixto, el llamado “Grupo Plural”, y la capacidad personal de negociación y de convicción de cada una de las integrantes, el resultado fue la aprobación de la iniciativa gracias a la participación decidida de las mujeres parlamentarias de todos los partidos, sin excepción. Esta experiencia consolidó la estrategia que sigue siendo usada en el marco de las luchas de género y que se refiere a la construcción de alianzas entre mujeres políticas, especialmente legisladoras, en torno a temas comunes para trascender las opciones partidarias y a favor de demandas de género plurales: demandas básicas, que convocan al consenso. Al igual que en todas las estrategias adoptadas por las mujeres en la lucha por la democratización, ésta se cristalizó gracias a un ambiente político que abrió oportunidades y que fue aprovechado con éxito.
En este caso, la oportunidad se presentó por la necesidad de legitimación del nuevo gobierno tras las cuestionadas elecciones de 1988 y su campaña decidida por mejorar la imagen tanto del entonces Presidente Salinas de Gortari, como del propio partido gobernante (PRI), en un clima ciudadano que empezaba a exigir la democratización de los procesos. Como resultado de este panorama, se dieron algunos sucesos definitivos que marcaron transformaciones en términos electorales dentro de los que destacan: la creación del Instituto Federal Electoral, el aumento del número de Senadores, la emisión de la credencial para votar con fotografía, la incorporación de la figura de los Delitos Electorales en el Código Penal, el reconocimiento legal de las agrupaciones nacionales e internacionales de observadores electorales y, finalmente, la pérdida de la mayoría absoluta del PRI en la Cámara de Diputados durante las elecciones federales de julio de 1997 (Hurtado y Valdez, 2004). Estos cambios favorecieron la consolidación de la estrategia de cabildeo de género a través de iniciativas como la campaña de acciones afirmativas “Ganando Espacios” planteada por el movimiento amplio de mujeres en 1992 y cuyos objetivos principales fueron, en primer término, la consecución de una ley de cuotas tras la derrota sufrida por las candidatas propuestas por el movimiento feminista en las elecciones intermedias de 1991, y dentro de esto, la denuncia de la discriminación electoral sufrida por mujeres de diversas procedencias, develando las prácticas discriminatorias en todos los partidos políticos.
El contexto está caracterizado por el ingreso de las reformas estructurales en el país que incluyeron desregulación, apertura económica, desmonte del Estado de bienestar, ruptura de los acuerdos corporativos que mantuvieron durante años al PRI en el poder y una nueva estrategia de relaciones internacionales que incorpora a México en el Tratado de Libre Comercio. Por otra parte, los movimientos sociales se consolidan y pasan de ser salidas de urgencia o alternativas de supervivencia, a contar como actores sociales e interlocutores del Estado y su presencia se impone hasta que son considerados en la definición del quehacer gubernamental. En enero de 1994 se hace visible el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), poniendo sobre el tapete demandas que en el terreno público se convirtieron en la reconfiguración de formas de interlocución política y el motivo de lucha para muchos sectores acallados durante años en el país, dentro del que se cuentan las mujeres y no sólo las indígenas, sino todas las mexicanas.
En 1997 se suscribió el acuerdo “Avancemos un trecho” que buscaba un compromiso de las representantes y candidatas a legisladoras de los diferentes partidos políticos para promover reformas legislativas en favor de las mujeres. Este proceso fue liderado sobre todo por diversa, una Agrupación Política Feminista4 avalada por numerosas mujeres de muy distintas procedencias. En este mismo año se pudo establecer la Comisión de Equidad y Género en las Cámaras con el fin de contar con una instancia responsable de dar curso a las propuestas legislativas del movimiento de mujeres. Este mecanismo se ha convertido en una actividad clave para el avance de cuestiones tan importantes como la etiquetación del presupuesto o la definición de políticas sociales. Otro logro se obtuvo en 1998, cuando se celebró la primera reunión de la Comisión Bicameral Parlamento de Mujeres de México, con el objetivo de
que esta instancia lleve a cabo una revisión puntual de las normas legislativas y de los presupuestos gubernamentales anuales, a fin de que la perspectiva de género esté presente en todos los ámbitos de la vida nacional para que finalmente, las decisiones que se tomen en la aprobación del marco legislativo nacional y en la propia Constitución General de la República, sienten las bases para que existan la igualdad, la equidad y la paridad entre mujeres y hombres de México (Junta de Mujeres Políticas, 2004: 2).
La institucionalización de esta estrategia de cabildeo de género, como la hemos llamado, es fundamental en dos ejes: la rendición de cuentas y el proceso de deliberación que son claves en la fundamentación de una ciudadanía de las mujeres que trascienda la práctica limitada y mecánica del voto.
En cuanto a la consecución de productos legislativos, entre 1990 y 2000 se logró la aprobación de algunas –muy pocas– iniciativas a favor de las mujeres5, pero que significaron avances en códigos civil, penal y electoral, en la institucionalización de mecanismos de atención, en la adopción o ratificación de instrumentos internacionales, entre otros.
La mayor limitación de la estrategia es la dificultad de traducir las alianzas en concreciones legales con perspectiva de género. De hecho, el escaso número de iniciativas presentadas –apenas alrededor de cuarenta– y aprobadas desde 1990 hasta el 2004 muestra un espacio muy limitado frente al total de la actividad legislativa. Es probable que las causas de ello radiquen en la baja sensibilización de los legisladores respecto de la importancia de abordar algunos temas específicos, o bien de hacerlo con una perspectiva de género, frente a la priorización de temas económicos y de la ‘alta política’ en las agendas legislativas e, incluso, la falta de iniciativas que contemplen dicha perspectiva. Asimismo, la Comisión de Equidad y Género no es prioritaria para ningún partido –sin importar la ideología– ni para sus integrantes, quienes dejan hasta el final su adscripción a dicha Comisión durante el reparto de las actividades parlamentarias. Hay que señalar que existen limitaciones de tipo ideológico, en especial en temas que pueden atentar contra la conservación de estructuras jerárquicas que garantizan ciertos nichos de poder o desestabilizan equilibrios éticos y culturales en el conjunto del sistema social, como sería el caso paradigmático de la discusión alrededor de la despenalización del aborto.
En resumen, la estrategia de las alianzas dentro del poder legislativo y a partir de vínculos directos con las demandas de la sociedad civil organizada, nos habla de una acción concertada de posiciones políticas divergentes frente a temas de interés común. Como mecanismo, opta por adecuaciones o modificaciones dentro del marco de la ley, y como tal se puede identificar como un procedimiento de estricto corte liberal. En el caso de México, la estrategia de alianzas representa un avance enorme debido a la inexistencia de mecanismos institucionales para la rendición de cuentas –accountability– del poder legislativo (no existe la reelección), y por la muy escasa práctica histórica de incidencia en la elaboración de leyes, así como en la priorización de los temas de la agenda y de la hacienda públicas. Hoy en día el seguimiento a la actividad legislativa ha tomado dimensiones que hasta hace muy poco tiempo eran insospechadas: no sólo existen varias organizaciones no gubernamentales dedicadas a incidir, vigilar y cuestionar a los poderes Ejecutivo y Legislativo, sino que la relación del movimiento feminista y de mujeres con diputadas y senadoras, especialmente a través de la Comisión de Equidad y Género de la Cámara, aunque con limitaciones prácticas, es permanente.
Un elemento fundamental de la democratización en México parte, inicialmente al menos, de elecciones formales y confiables que, sin ser suficientes, abren las puertas a la participación legítima de los votantes y la valoración de su voto en el proceso de apertura e institucionalización de procedimientos transparentes.
Un primer antecedente fundamental en esta estrategia lo constituyó la experiencia de la Convención Nacional de Mujeres por la Democracia (CNMD) en 1991. Integrantes del movimiento amplio de mujeres, militantes de partidos políticos, feministas y representantes de organizaciones civiles, se unieron con el propósito de constituir un frente común para ingresar a la contienda electoral de ese año. Con base en una lista que incluía a destacadas militantes políticas y feministas, y con un programa de acción que exigía el cumplimiento de los compromisos contraídos por el gobierno de México a favor de la equidad de género, la CNMD reclamó a los partidos políticos la inscripción oficial de estas candidaturas. El objetivo era “incorporar la problemática de la mujer a las agendas partidarias y negociar la postulación de sus candidatas a través de sus registros legales” (Tuñón, 1997: 88). En términos de los resultados, la contienda electoral de 1991 fue un fracaso, ya que de las 59 diputadas que hacían parte de la legislatura anterior, equivalente al 11,8% del total, se pasó a 44, lo que correspondía a 8,8% en la LV Legislatura. Este hecho se explica por la forma como se construye y ejerce el poder en el sistema político, el cual se resiste a la participación femenina; otro hecho innegable es la debilidad en la construcción de bases electorales sobre todo en el caso de las mujeres. Pese a los obstáculos del proceso, se constata la inminencia de un nuevo actor político que exige su inclusión en los espacios de representación, frente a esa exigencia el sistema político tradicional y patriarcal buscó su propio cauce: si bien los partidos políticos que aumentaron las candidaturas femeninas lo hicieron en las suplencias o postularon a las mujeres en distritos de poca incidencia electoral. Sin embargo, “aun cuando la iniciativa no estuvo exenta de problemas y conflictos derivados de la propia lógica partidaria, la experiencia se constituye en un primer intento de formación de liderazgos femeninos, de incorporar las demandas de género a la política formal y de aprender la lógica del poder político” (Barquet y Cerva, 2005: 465).
El tema de equidad en la representación ha penetrado el discurso y en buena medida también la práctica de los órganos políticos, aunque con mucha dificultad. La política –y sus prácticas cotidianas– sigue siendo un reducto privilegiado del orden masculino aunque las reivindicaciones sobre igualdad y participación han permeado en cierta medida los documentos y algunas de las prácticas de los partidos políticos, lo han hecho más en la forma y el discurso que en las acciones. Para ilustrar esta situación se puede ver que el PRI –en el Estado de Sinaloa, Estado norteño, moderno– fue el primero que incluyó el tema en sus documentos como propuesta normativa, pero no la cumplió. Por su parte, el Partido de la Revolución Democrática (PRD), que se identifica con la izquierda política mexicana, fue el primero en establecerlo en sus estatutos para todas sus contiendas electorales, pero no lo consiguió debido a las intensas pugnas internas entre corrientes ideológicas que buscan sus propias cuotas de representación. Por el contrario, el PAN –un partido de cuño conservador– que originalmente se resistió a votar a favor de una Ley de Cuotas o a incluirla en su reglamentación interna es, sin embargo, el que más mujeres tiene hoy en día en la LIX Legislatura.
En México, la discusión alrededor de las cuotas de representación no es exclusividad del feminismo, sino también de un sector amplio de mujeres –contagiado por la práctica norteamericana de las acciones afirmativas– que han participado en el escenario público de muy diversas maneras, en partidos políticos, en el movimiento urbano, o mujeres de clase media incorporadas al sector laboral y que reclaman un sitio avalado formalmente en la nueva correlación de fuerzas de una democratización incipiente. De esta manera, en 1996 se logra un punto favorable cuando en el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE) se incorpora, a título de artículo transitorio, una recomendación a los partidos políticos para incluir al menos un treinta por ciento de candidaturas femeninas en sus listas. Es un primer triunfo, aunque limitado, que el feminismo sustentó en el texto de Drude Dahlerup (1986) que alude a la pertinencia y necesidad de una masa crítica de mujeres en los puestos de representación política en los sistemas parlamentarios, para conseguir cambios legislativos a su favor. Esta postura defiende la idea de que una mayor cantidad de mujeres en la Cámara permitirá mayor cantidad de actos legislativos favorables a las mujeres y ha sido un argumento fuerte usado en México6, aunque aún no se ha comprobado su eficacia. Los resultados de la LVIII Legislatura son favorables, pero todavía no marcan una tendencia.
Por otro lado, el tema presenta una segunda argumentación que procede del feminismo de la diferencia en una operación retórica sin mayor problematización acerca de sus raíces e implicaciones esencialistas: subyace la idea de que las mujeres somos diferentes y por lo tanto requerimos de un espacio de defensa de nuestros intereses propios. Poco se cuestiona la diversidad de intereses o la suposición de que la presencia numérica conllevaría mecánicamente un compromiso con los asuntos de género. Se esgrime también el argumento de la democracia representativa –que con frecuencia mezcla los dos anteriores– y que presupone la presencia y la voz ciudadana en todas sus manifestaciones. Desde esta vertiente parece predominar una concepción liberal individualista de los derechos políticos, con su consecuente reivindicación colectiva, que se vería reflejada en articulaciones ad hoc.
Es bastante obvio que con la Ley de Cuotas, aprobada por fin en el 2002, parece haberse conseguido una gran parte de lo demandado sobre representación electoral. Sin embargo, según Diego Reynoso, los resultados electorales numéricos no pueden atribuirse directamente al efecto de la nueva ley:
Los indicadores de cambio en el porcentaje de representación de mujeres en la legislatura federal, después de la implementación de la legislación nos sugieren que ésta tiene un impacto incremental en la medida que mayor especificidad adquiere la legislación. Pero los cambios acaecidos en el sistema político mexicano tanto en términos institucionales, partidarios, como en el ámbito de la cultura política, impiden asignarle directamente a la legislación el efecto producido (Reynoso, 2004: 25-26).
A diferencia de este argumento, Line Bareiro (2004) habla sobre la relación directa en la experiencia latinoamericana entre las medidas afirmativas de este tipo y el acceso de las mujeres a los espacios de representación política.
En México, las mujeres son mayoría en el padrón electoral y participan en mayor número durante la realización de las elecciones y, sin embargo, el avance en su representación en cargos públicos ha sido muy lento. Tanto en las elecciones de julio de 2000 como en las de 2003 –cuando ya existía la mencionada Ley– las mujeres participaron en proporciones significativas durante el proceso electoral en contradicción con una percepción común dentro de la cultura política mexicana según la cual las mujeres tienen una menor presencia y efectividad en el desempeño de las funciones públicas. En este mismo sentido se aprecia una paulatina apertura del sistema político a la incorporación de las mujeres, cuya representación en la Cámara baja ha pasado de un 2,5% en 1955, al 23% en la actual legislatura 2003-2006 (Barquet y Cerva, 2005: 464). No obstante, el proceso no ha sido solo de logros, también se ha enfrentado con resistencias, en especial de los partidos políticos. En el ámbito legislativo parecen predominar –con la actual radicalización de las posiciones entre los partidos políticos y entre los Poderes del Estado– los compromisos y las disciplinas partidarias por encima de la sensibilidad hacia cuestiones de género. Claro está que el proceso hacia la consolidación democrática en México es muy reciente y sobre el tamiz de la transición apenas se inicia la práctica de la negociación, de la que en gran medida se desconocen sus mecanismos y alcances.
Desde 1975, y a raíz de la Primera Conferencia Mundial de la Mujer de Naciones Unidas en la propia Ciudad de México, se han hecho reiterados esfuerzos por incluir el tema de la mujer en las políticas públicas. Los primeros estuvieron enfocados principalmente a reformas de carácter poblacional con énfasis en el control de natalidad. Bajo constantes cambios de nombre y naturaleza, durante más de veinte años, se intentó incorporar el tema en las instituciones y en la agenda pública. Sin embargo, no fue sino hasta la IV Conferencia – Beijing 1995– que el gobierno asumió el reto con decisión. En 1996 se creó el Programa Nacional de la Mujer adscrito a la Secretaría de Gobernación, que dos años después se consolidó interinstitucionalmente en la Comisión Nacional de la Mujer para articular programas y acciones del ejecutivo federal. Para el año 2000, este mecanismo había permitido incluir criterios de equidad de género en las estructuras y programas de varias instituciones e incluso en la asignación específica de sus presupuestos sectoriales.
Aunque desde muchos años atrás era una demanda del movimiento organizado de mujeres, apenas en el 2001 se avanzó en el mecanismo a través de la creación del Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres) “como un organismo público descentralizado de la Administración Pública Federal, con personalidad jurídica, patrimonio propio y autonomía técnica y de gestión para el cumplimiento de sus atribuciones, objetivos y fines” (Inmujeres, 2001). Se trata del organismo rector en materia de equidad de género, que en el mismo año de su creación emitió el Programa Nacional de Igualdad de Oportunidades y No Discriminación Contra las Mujeres y mantuvo una relación de preeminencia con más de sesenta oficinas de enlace de la Administración Pública Federal. Así mismo, en todos los estados y numerosos municipios del país se han creado institutos, programas o coordinaciones que actúan de manera autónoma, con mayor o menor enlace con el mecanismo federal.
Dos elementos se destacan en lo que respecta a las políticas públicas sobre la mujer en el área social. En primer lugar, la orientación directa de recursos específicos a la atención de las necesidades de las mujeres7 y, en segundo lugar, la constitución de Consejos Consultivos Ciudadanos en las instancias gubernamentales, como mesas de trabajo plural en las que miembros de la sociedad civil y la academia, principalmente, hacen seguimiento y evaluación de las iniciativas mencionadas. A pesar de tratarse de un logro legislativo, en la etiquetación presupuestal Programas de mujeres, con perspectiva de género se advierten limitaciones en la comprensión, aplicación y seguimiento del concepto, con frecuencia meramente cuantitativo, lo que dice poco de su impacto y por lo tanto, de los éxitos o fracasos de su implementación.
Los dilemas y dificultades implícitos en la incorporación del género en las políticas públicas y su impacto real en el entorno social y cultural de México se convierten en retos tanto para las instituciones ejecutoras como para la sociedad en general y para las mujeres en particular. Desde el ejercicio de su ciudadanía, éstas han de ser, más que receptoras, vigilantes e interlocutoras de dichas políticas. Además de la indiscutible necesidad de transformaciones macroeconómicas y sociales, la aplicación de políticas con enfoque de género requiere, antes que nada, asumir una decisión para trascender las desigualdades institucionalizadas y esto, a su vez, requiere la convicción de funcionarios y de quienes toman las decisiones, cuestión que no está garantizada a pesar de las campañas de sensibilización emprendidas por las instituciones y las organizaciones de mujeres.
En general se han dado avances importantes, aunque todavía quedan grandes saldos en el proceso de institucionalización en México:
…Buena parte de las acciones que se promocionan como derivadas de un enfoque de género son las mismas que se realizaban bajo el modelo MED. El conocido mimetismo y la capacidad de simulación del aparato público mexicano obliga por ello a poner en tela de duda buena parte de los programas de política, pero eso no resta importancia al hecho de que, al menos en el terreno discursivo, los intereses de las mujeres en México están ganando terreno en la arena pública” (Incháustegui, 1999: 120).
El Inmujeres enfrenta retos de esta misma magnitud por su carácter prioritariamente normativo: no ha incidido lo suficiente en la transversalización que se le demanda, por la resistencia propia de las instituciones a transformar su quehacer en razón de los intereses de género. Por su parte, las mujeres organizadas –sobre todo aquéllas que provienen del movimiento feminista– no han podido, o más bien han rechazado, establecer vínculos estratégicos con la instancia oficial, de esa forma han desperdiciado la oportunidad de incidencia: en ellas prevalece la resistencia ideológica sobre la capacidad de negociación para construir consensos, que parecía haberse establecido como mecanismo tras los éxitos legislativos anteriores, como sucediera en 1991 y 2002.
La construcción de una ciudadanía propia de las mujeres en la que converjan los objetivos de las estrategias presentadas, esto es el ingreso a puestos de decisión, la incorporación de los temas álgidos del género en el diseño de las políticas públicas y el desafío de permear la estructura institucional con un enfoque de género –sin perder de vista el bien común y el interés público– implica un gran reto: encarar la ciudadanización como un proceso. El momento de la transición, que implica reformas del Estado, puede considerarse un momento propicio para afrontar el reto y asumir la tarea. Desde un análisis, que puede parecer demasiado optimista, podríamos aventurar que el propio proceso de transición constituye en sí mismo la estructura de oportunidades que requiere la inserción de las mujeres mexicanas en la vida política de forma activa y deliberante. Cabría preguntarse si los diversos actores convocados a ello se encuentran en la capacidad y la disponibilidad de afrontarlo.
La visibilización bien lograda por las mujeres, como se demostró a lo largo del texto, da paso a esta etapa aún incipiente de articulación concreta con los entramados de la vida pública política en México. El paso a una participación política que no se quede en el ámbito contestatario sino que permita a las mujeres incidir en los espacios en que se gestan las políticas públicas y se decide sobre la vida de los y las mexicanas en el marco de un sistema democrático, es en definitiva el proceso de maduración de una ciudadanía que requiere salir del rezago.
No obstante, pese a que las estrategias presentadas han sido claves en la participación de la sociedad civil organizada en el país y se han traducido en muchos de los resultados aquí examinados, en la actualidad se vive una especie de desencanto por parte de las organizaciones y mujeres activistas de la sociedad civil que expresan una sensación de pérdida frente a la institucionalización de lo que se consideraron durante décadas “su” lucha. La amenaza de la cooptación y la reubicación de los temas en lugares tradicionales del poder –en especial el Estado y los partidos políticos– históricamente criticados, han impulsado a muchas de las protagonistas de estos procesos a mantenerse al margen o a adoptar posiciones de crítica, no siempre sustentada que, en últimas, han obstaculizado el proceso.
Lo anterior es evidente, por ejemplo, en algunos de los mecanismos generados como los Consejos de los Institutos –nacional o estatales–, el Parlamento de Mujeres e, incluso la Comisión de Equidad de Género. Elementos como éste obligan a mirar el proceso desde la óptica de la construcción diferenciada de identidades y expresiones por parte de las mujeres involucradas en los procesos, así como desde las percepciones y discursos predominantes en el contexto social particular en que se gestan y desarrollan las estrategias. Ese análisis es fundamental si se quieren generar procesos en los que sea factible participar sin perder la capacidad crítica, el derecho de oposición e, incluso, la potencialidad de la impugnación y la disrupción como mecanismos que permiten presionar los temas que deben ser tenidos en cuenta en la agenda pública. En este ámbito, la interlocución de actores de diversa naturaleza: sociedad civil, partidos políticos, instituciones del Estado y organismos internacionales, ha de construirse de forma flexible y sin que ninguno de ellos asuma posturas estáticas y esencialistas. En gran medida a esto nos referimos cuando apuntamos el reto de asumir la ciudadanización con una lógica de proceso, de negociación y construcción.
Por otra parte, y sin intentar establecer una relación causal con el punto anterior, consideramos necesario aclarar una percepción generalizada en torno a la experiencia de la ciudadanización femenina en México, y en otros países de América Latina, en lo que respecta a su nexo con las formas políticas de la izquierda como lugares que privilegian –o se podría esperar que lo hicieran– la inclusión de las mujeres en la vida política. Es cierto que el feminismo –o una parte mayoritaria de las diversas expresiones feministas en México– proviene de una trayectoria de la izquierda ilustrada y es desde este ámbito que se han hecho las propuestas más cercanas a los procesos de ciudadanización de las mujeres. Sin embargo, esto dista mucho de significar que sea exclusivamente desde los partidos de izquierda donde se promueven estos procesos. Se trata más bien de mujeres dentro de dichos órganos políticos que logran impulsar y gestionar –en alianza y en consenso con otras mujeres– acciones en pro de su incidencia y participación política. Más que la presión de la izquierda, son las reformas de corte liberal las que atraen el consenso y la posibilidad de avances concretos –una “agenda de mínimos”– sobre las condiciones prácticas y materiales de las mujeres, pero también sobre las jerarquías de poder. Es este tipo de enfoque el que ha convocado a título identitario la solidaridad y apoyo de sectores de mujeres y sectores mixtos modernizantes de la sociedad, apoyados por un discurso internacional y su adecuación nacional. La argumentación efectiva y convincente con frecuencia es de orden normativo, así como de evidencia empírica acerca de las desigualdades o discriminación en perjuicio de las mujeres. De hecho, la gran mayoría de las mujeres autoidentificadas con el feminismo provienen del movimiento ciudadano y de las distintas corrientes de la izquierda más o menos radicales. Y si bien el feminismo es un movimiento inherentemente contestatario, de ninguna manera ha enfrentado al Estado con la radicalidad de planteamientos transgresores en términos del poder político establecido. Por otra parte, a pesar de diferencias conceptuales sobre la política social, los tres partidos políticos mayoritarios, PRI, PAN o PRD promueven la igualdad de oportunidades (educación, salud, trabajo y participación política) pero en algún momento caen en la tentación asistencialista y clientelar y evaden –de hecho– los temas de mayor controversia en términos de política pública con connotaciones de género tales como el aborto o el matrimonio homosexual.
No cabe duda de la impronta cultural que pone trabas a las mujeres en el ejercicio de su ciudadanía:
la política se encuentra afectada por el modelo cultural tradicional que erige al hombre como protagonista en la conformación de los principios y prácticas que constituyen la lógica de las relaciones de poder político. (…) Es frecuente encontrar a las mujeres en espacios “propios” o “reservados”, en el sentido de que son utilizadas en campañas, como activistas sociales y en el mercado electoral a cambio de dádivas y promesas – una práctica muy común en México–, pero no acceden, en esa misma proporción, a cargos con poder de decisión, ni en el seno del gobierno ni en los cuadros dirigentes de los partidos políticos (Barquet y Cerva, 2005: 466).
A este factor se suman las dinámicas propias del ejercicio del poder en el escenario político que implican un núcleo duro que en muchos casos contradice las opciones valorativas de las mujeres en el ejercicio de su ciudadanía; o bien las ubica en la disputa de poder cerrando espacios para la inclusión de temas difíciles de cabildear y que pueden implicar costos muy altos en sus propias trayectorias políticas. Aquí encontramos contrapuntos tanto con la mirada de corte esencialista, ya mencionada, de la necesidad de la participación femenina para asegurar niveles de sensibilidad de género, como aquella de la masa crítica que indica que a mayor presencia de mujeres mayor inclusión del tema de género en las políticas públicas. Y se puede agregar un factor de mayor complejidad aún: el que hace alusión a la diversidad propia de la población femenina la cual no constituye una agrupación homogénea y por ende no responde a una sola inscripción identitaria. En la mayoría de los casos esta diversidad no alcanza a ser incorporada en los términos de universalidad que implican las políticas públicas.
Evaluar el proceso de ciudadanización de las mujeres en México a la luz de los procesos contemporáneos de transición democrática, resulta una tarea compleja que exige abordar temas que van desde la construcción histórica de identidades, hasta el notable cambio que la sociedad mexicana ha vivido en el término de dos décadas. Las consecuencias de la participación de las mujeres en la vida pública y sus efectos en sus propias vidas privadas, es una de las vetas que aún se deben seguir investigando en el país. Por lo pronto, esbozar algunas de las estrategias asumidas por el movimiento amplio de mujeres en México constituye un primer balance de los avances hechos por las mexicanas en pro de su ciudadanía y propone una lectura diferente del tema que ha sido afrontado en general desde lo concreto. Asimismo, esperamos que este trabajo constituya una contribución a la reflexión sobre procesos análogos en marcha en otros países del continente.
1 Lo relevante de este recuento es que expresa por un lado los “candados” que garantizaron durante tantísimos años la pervivencia del PRI como partido casi único –se le llegó a llamar Partido de Estado– y que tuvieron que ser removidos poco a poco; y por otro lado, las constantes y necesarias aproximaciones contemporáneas hacia formas más democráticas de expresión de la pluralidad política del país y su representación; la presencia ciudadana se eleva a rango político.
2 Convención sobre los derechos políticos de la mujer en 1954; Convención americana sobre derechos humanos “Pactos de San José de Costa Rica” y Convención para la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW) en 1981; Plataforma de Acción de Beijing, en 1995, Convención interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer (Belem do Pará) en 1998; la Declaración del Milenio-ONU en el 2000.
3 Como una breve muestra del enorme interés, sobresalen ciertos textos, algunos de los cuales podrían considerarse clásicos en el abordaje que ha suscitado el asunto: León (1994), Alvarez (1998), Craske y Molyneux (2001), Márques- Pereira (2001), Martínez Fernández (2001), Rodríguez (2003), Tarrés (2004), Barquet y Osses (2004).
4 En 1997 se crearon las Agrupaciones Políticas Nacionales como forma organizativa análoga a un partido político pero de dimensiones y alcances más reducidos. A esta estructura se acogen varias organizaciones feministas, como fueron Mujeres en Lucha por la Democracia, Mujeres y Punto, así como diVersa, y más adelante la Junta de Mujeres Políticas.
5 Entre las iniciativas a favor de las mujeres aprobadas desde 1990 hasta 2000 se encuentran:
6 El trabajo de Linda Stevenson es pionero en este campo al abordar actores y procedimientos en el quehacer legislativo. Cabe resaltar cómo esta autora enfatiza la estrecha relación entre la consecución exitosa de demandas del movimiento feminista y las legisladoras procedentes de la izquierda: Stevenson (1998 y 1999: passim) habla de un proceso de ósmosis por el cual la capacidad de gestión y la ubicación ideológica de dichas legisladoras permitirá permear el contexto en la aprobación de legislación favorable para las mujeres. Falta probarlo en nuevos casos, y discutir la imposibilidad que se ve hasta el momento para abordar ampliamente dos temas fundamentales para el feminismo: la despenalización del aborto y la conceptualización y política pública sobre las familias, aun desde perspectivas ideológicas que parecerían afines.
7 Desde el Instituto Nacional de las Mujeres, el mandato se dirige principalmente –mediante mecanismos de transversalización– a la promoción sectorial de la incidencia del género en el diseño de políticas públicas.
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Silvia Arriola Medellín*
* Psicóloga, Universidad Nacional Autónoma de México; candidata a Maestra en Sociología, Universidad Iberoamericana; Especialista en Género y políticas públicas, PRIGEPPFLACSO y coordinadora del Área Movimientos Sociales y Equidad de Género en la Fundación para la Cultura del Maestro, México, D.F. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
Este artículo tiene como objetivo hacer una breve revisión de las iniciativas de presupuestos sensibles al género, tanto gubernamentales como las provenientes de las Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC), desarrolladas en México durante el período comprendido entre el 2000 y el 2005, tomando como punto de partida el cuestionamiento de la supuesta neutralidad de las políticas macroeconómicas, particularmente, la política fiscal.
Palabras clave: presupuestos públicos, equidad de género, México, economía y género.
Este articulo tem como objetivo fazer uma breve revisão das iniciativas de orçamentos sensíveis ao gênero, tanto governamentais como as provenientes das Organizações da Sociedade Civil (OSC), desenvolvidas em México durante 2000-2005, tomando como ponto de partida o questionamento à suposta neutralidade nas políticas macroeconomicas, particularmente, a política fiscal.
Palabras-chaves: orçamentos públicos, equidade de gênero, México, economia y gênero.
The purpose of this article is to review the gender budget initiatives, which comes from both the government and the Civil Society Organizations (CSO), developed in Mexico during 2000-2005, taking as starting point the so-called neutrality of the macroeconomics policies, specially, the fiscal policy.
Key words: public budgets, gender equity, Mexico, economy and gender
Pocas decisiones públicas tienen tanta influencia en la vida diaria de las personas como los presupuestos públicos. Éstos son cruciales para la provisión de los bienes públicos y de los servicios esenciales, como la educación, la salud y la infraestructura básica, que los mercados no proveen de forma adecuada. Samuels (citado en Shultz, 2002: 31) señala que “los presupuestos no son documentos financieros, sino documentos políticos”, reflejan la visión que los gobiernos tienen del desarrollo social y económico y, más generalmente, “los valores y prioridades de una sociedad y las relaciones de poder que subyacen a ésta” (Cagatay, 2000: 12). Sin embargo, estos instrumentos de la política fiscal no impactan en hombres y mujeres de igual forma, en su lugar, resultan “ciegos” al género. De ahí que, en años recientes, más de cuarenta países del mundo, incluido México, han desarrollado diversas iniciativas para generizar1 los presupuestos públicos, estrategia a la que se le ha denominado “presupuestos sensibles al género”, “presupuestos de género”, o “presupuestos de las mujeres” y que refiere a procedimientos y herramientas orientadas a facilitar la evaluación del impacto del género en los presupuestos gubernamentales (Todaro, 2004: 10).
Desde esta perspectiva, este artículo tiene como objetivo hacer una breve revisión de las iniciativas de presupuestos sensibles al género, que se han instrumentado en México durante el período comprendido entre el 2000 y el 2005. En la primera parte se aborda el punto de partida de dichas iniciativas: el cuestionamiento de la supuesta neutralidad de las políticas macroeconómicas; en la segunda parte, se describe el punto de llegada: qué se entiende por presupuestos sensibles al género, sus características y contribuciones; y, en la tercera y última parte, se exponen las iniciativas promovidas por las Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC), las acciones gubernamentales y las de organismos internacionales.
La macroeconomía tiene que ver con una serie de agregados de bienes y servicios, tales como el Producto Interno Bruto (PIB), las exportaciones, las importaciones, el ahorro, la inversión, el gasto y los ingresos públicos. El análisis macroeconómico permite identificar las políticas que pueden ser formuladas para establecer condiciones de crecimiento, de manera que se pueda lograr un incremento estable en los niveles de ingreso per cápita. En general, para los macroeconomistas, esto implica la búsqueda de tres tipos de objetivos, a saber: estabilidad de precios, pleno empleo y balance del sector externo (Todaro, 2004: 3).
Para lograr estos objetivos, se usan tres instrumentos tradicionales de la política macroeconómica: política fiscal (ingresos y egresos públicos), política monetaria (oferta monetaria y tasas de interés) y política de la tasa de cambio (devaluación y apreciación de la moneda). Sin embargo, para las economistas feministas, desde los objetivos hasta los instrumentos que utilizan los/as macroeconomistas parten del supuesto de que estas políticas son neutrales frente al género (Cagatay, 1998). Ellas sostienen que hombres y mujeres ocupan posiciones sistemáticamente diferentes dentro de la economía, por lo que el impacto del género en las políticas económicas (y de las políticas económicas sobre el género) no es accidental, sino estructural. Lo anterior cuestiona uno de los fundamentos de la economía neoclásica, el “individuo económico racional y egoísta, que si bien no tiene sexo ni género, clase ni raza, historia ni contexto geográfico, en realidad toma como suyas características identificadas tradicionalmente como propiamente masculinas” (Cagatay, 1998: 4). Así, el individuo económico no reconoce ni valora las diferencias y, en consecuencia, los objetivos e instrumentos de política que lo tomen como punto de partida serán diseñados de manera aparentemente “neutral”.
El presupuesto público es el componente crucial del marco de la política macroeconómica y el instrumento más importante de política fiscal con que un gobierno cuenta. En él se detalla la política del gasto público definida con base en los ingresos esperados, las necesidades de la población, los compromisos del gobierno y el entorno macroeconómico. Así, los presupuestos son un medio para “alcanzar determinados objetivos planteados en las políticas, mediante la asignación de recursos a las acciones necesarias para cumplir con los compromisos del gobierno frente a la sociedad” (Hofbauer y Vinay, 2002: 7). Las iniciativas para desarrollar presupuestos sensibles al género se enmarcan dentro de la política fiscal y parten de la relación mutuamente influyente entre el género y la economía: por un lado, los impactos macroeconómicos no son neutrales frente al género y, por otro, la estructuración de las relaciones de género afecta de manera determinante a la macroeconomía.
Tradicionalmente los presupuestos gubernamentales no han sido diseñados ni implementados de modo que promuevan la equidad de género, ya que el hecho de que se presenten sin mencionar específicamente a las mujeres, pero tampoco a los hombres, crea la impresión de que son sólo un instrumento técnico que tiene un impacto similar en todos los grupos sociales (Elson, 2001: 2). Pérez Fragoso (2004) afirma que un presupuesto que ignore las desigualdades entre hombres y mujeres, trasmitirá y reproducirá los sesgos de género2 existentes dentro de la sociedad. No obstante, también tendrá el potencial para disminuir las brechas existentes entre hombres y mujeres, si las acciones, programas y políticas gubernamentales orientados a la equidad de género tienen expresión formal en él. De modo que, generizar los presupuestos públicos, significa cuestionar su supuesta neutralidad y evidenciar los impactos diferenciados entre mujeres y hombres, esto es, analizar cómo la recolección de impuestos y su distribución a través del gasto público los afecta de forma distinta.
Los presupuestos sensibles al género forman parte de una serie de iniciativas que la sociedad civil y los gobiernos de diversos países han comenzado a instrumentar con los siguientes propósitos: determinar si el gasto público obstruye o promueve el desarrollo de oportunidades equitativas para hombres y mujeres, y si los compromisos gubernamentales con la equidad se traducen en compromisos monetarios; examinar la posibilidad de reorganizar las prioridades de los recursos públicos hacia patrones más equitativos y eficientes de recolección de ingresos y uso de recursos, con el objetivo de incentivar el desarrollo; y determinar cómo las asignaciones presupuestales afectan las oportunidades sociales y económicas de hombres y mujeres, mediante la desagregación del gasto público. Surgieron como respuesta a la necesidad de estrategias más efectivas para monitorear e impulsar la igualdad social y económica entre hombres y mujeres (Sharp, 2001: 46). No son presupuestos específicamente formulados para las mujeres, sino que se refieren al análisis desagregado por sexo de los presupuestos (tanto en su componente de gastos como en su componente de ingresos) mediante un lente de género. También se refieren a la elaboración misma de los presupuestos tomando en cuenta y valorando su impacto sobre la vida de los hombres y las mujeres, lo que no significa una “elaboración por separado de presupuestos para mujeres” (Elson, 2002: 2).
Según el modelo propuesto por Sharp (Budlender y Sharp, 1998), los presupuestos de género implican la referencia a tres categorías: a) gastos específicamente dirigidos hacia asuntos de género o de las mujeres; b) gastos relacionados con igualdad de oportunidades; y c) gastos generales o principales disponibles tanto para mujeres como para hombres, pero analizados en su impacto diferencial. El fin último es introducir la perspectiva de género3 a lo largo de todas las etapas de los programas, proyectos o estrategias gubernamentales (conceptualización, diseño, presupuestación, instrumentación y evaluación), preguntando si los intereses, necesidades y prioridades de hombres y mujeres están realmente incluidos en los presupuestos, tratando a estas últimas como participantes integrales de la sociedad y no como “excepciones” (Fraser, 1997: 49). No obstante, la perspectiva de género puede centrarse en una etapa particular del ciclo de presupuesto, ya sea en la planificación para identificar objetivos, en la estimación para identificar asignaciones financieras para lograr los objetivos, las auditorías para identificar malversación de fondos, o en la evaluación del alcance en el cumplimiento de los objetivos (Elson, 2002: 3).
En los últimos años, varios países han puesto en marcha iniciativas de presupuestos sensibles al género4, incluido México. La experiencia en más de cuarenta países en el mundo, muestra una amplia variedad de contribuciones, que se pueden resumir bajo las siguientes características:
Equidad: en tanto visibilizan los diferentes efectos de las políticas sobre hombres y mujeres, poniendo particular atención en no subsumir en los hogares los efectos individuales del gasto público, con el objeto de que sus impactos sean más equitativos para ambos sexos (Hofbauer, 2002a). Es relevante dado que el género es uno de los ejes persistentes de la desigualdad y la equidad es una de las principales metas de la política fiscal, en términos de reducir las brechas existentes en la distribución de la riqueza y los recursos (Commonwealth Secretariat, 1999).
Eficiencia: en la medida en que reconocen que la inequidad de género conlleva grandes pérdidas económicas, no sólo para las mujeres, sino también para los hombres y los niños, por lo que ninguna política podrá alcanzar sus metas si los impactos género-específicos no se toman en cuenta (Himmelweit, citado por Zebadúa, 2002). También permiten una mayor eficiencia en la provisión de bienes y servicios públicos, es decir, una mejor focalización del gasto al identificar cabalmente a las/os beneficiarios del mismo, diseñar políticas y asignar recursos de manera correspondiente (Hofbauer, 2002a).
Transparencia, rendición de cuentas y participación ciudadana: visibilizan la falta de información desagregada por sexo, necesaria para la rendición de cuentas y la identificación de quiénes son los beneficiarios reales de las acciones gubernamentales (Hofbauer, 2002). Promueven la rendición de cuentas sobre el uso de recursos públicos ante la ciudadanía y facilitan la identificación de resultados y beneficios desprendidos de las acciones gubernamentales (Elson, 2002). Favorecen la transparencia al implicar un esfuerzo consciente por identificar el camino que los recursos recorren para llegar a su destino final (Hofbauer, 2002b).
Buena gobernabilidad: implican la entrega de bienes y servicios públicos de manera justa, equitativa, efectiva y responsable, y permiten evaluar si los compromisos sociales y de equidad de género expresados por el gobierno se traducen en resultados tangibles y se corresponden con el gasto y la obtención de recursos (Hewitt y Mukhopadhyay, citado por Zebadúa, 2002). Favorecen la “eliminación de la brecha entre las políticas y los modos en los cuales los gobiernos recaudan y gastan el dinero, asegurando que los fondos públicos sean recaudados y gastados de manera más efectiva” (Elson, 2002: 1).
Empoderamiento: aseguran el logro de los objetivos de igualdad de género (Elson, 2002: 1), ya que se pueden evaluar los resultados de acciones relacionadas con los compromisos gubernamentales internacionales, como la Plataforma de Acción de Pekín o la implementación de la CEDAW (GRBI, s/f).
En general, las iniciativas de presupuestos sensibles al género no han seguido un modelo único y los resultados dependen de los criterios adoptados en cada país. De acuerdo con Budlender y Sharp (1998), algunos de estos criterios son:
a) Localización, según si la iniciativa parte de gobiernos, grupos de personas miembros del Parlamento, organizaciones no gubernamentales u otros actores de la sociedad civil. b) Amplitud, depende de si se ejecuta en el nivel local, municipal o nacional; si cubre el presupuesto en su totalidad o sólo en partes; o si se enfoca en el gasto o los ingresos5. c) Política, según se trate de actores involucrados en el proceso, de fuentes de financiamiento o de colectivos beneficiarios. d) Estructura del informe, dependiendo de si la iniciativa se presenta integrada en el presupuesto o como un documento aparte.
Las iniciativas de presupuestos sensibles al género en México son recientes, han sido promovidas tanto dentro como fuera del gobierno, en los niveles nacional, estatal y municipal. Hasta la fecha se cuenta con seis iniciativas, las cuales pueden organizarse para fines expositivos en iniciativas de las Organizaciones de la Sociedad Civil, iniciativas gubernamentales y de organismos internacionales.
La primera iniciativa surgió a finales de la década de los noventa ante la necesidad de sustentar las demandas de las mujeres, fortalecer su participación ciudadana y contribuir a la construcción de su ciudadanía. Fue el resultado de una coalición entre distintas redes y OSC: Foro Nacional de Mujeres y Políticas de Población; Equidad de Género, Ciudadanía, Trabajo y Familia6 –miembro del Foro Nacional de Mujeres y Políticas de Población–; y Fundar –Centro de Análisis e Investigación, A.C.–7. Bajo el escenario de cambio político en México, el trabajo realizado por estas organizaciones logró tener eco en el gobierno, específicamente en la Secretaría de Salud (SS), lo cual significó el primer esfuerzo concreto por parte de una Secretaría para integrar en sus políticas la perspectiva de género de manera transversal.
Principalmente se orienta al análisis del gasto público en materia de pobreza y salud a través de una estrategia metodológica que combina el gasto etiquetado para mujeres, el que se destina a la igualdad de oportunidades en el empleo y un reporte presupuestario sectorial con perspectiva de género. También se dirige al fortalecimiento de las capacidades de funcionarios/as del sector salud (recientemente también del sector económico) y de líderes de OSC, por medio de talleres de sensibilización y capacitación, e igualmente se enfoca a la gestión política (advocacy).
Los antecedentes de esta iniciativa datan de 1996. Bajo el marco de la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo, diversas investigadoras8 iniciaron la primera revisión de las tendencias de gasto de los programas gubernamentales dirigidos a la salud reproductiva. Estos estudios sirvieron de precedente para otros proyectos, como el que adelantaron en 1999 de manera conjunta Equidad de Género y Fundar, con el apoyo de la Fundación Ford. Se destacan como sus ejes de trabajo la investigación y el fortalecimiento de las capacidades de las mujeres líderes en el monitoreo de los presupuestos públicos. En el marco de este último eje, se capacitó a mujeres líderes en el tema de finanzas públicas y manejo de herramientas para el análisis de presupuestos con perspectiva de género, situadas en el proceso presupuestal en México. Este hecho es especialmente relevante, ya que en este país el tema del presupuesto era considerado hasta hace muy poco tiempo como una “caja negra” impenetrable para los no especialistas.
Por otro lado, desde el eje de investigación se analizaron distintos programas gubernamentales de combate a la pobreza (Programa de Ampliación de Cobertura y “Progresa”), cruzando las variables clase y género, con el objetivo de identificar la manera en que estos programas resolvían o no las dificultades estructurales que enfrentan las mujeres y determinar la forma en la que la política pública integraba a las mujeres en los programas (Vinay, 2001). Los hallazgos mostraron que del total del Presupuesto de Egresos de la Federación para el año 2000, 0.030% se asignó directamente a las mujeres y dicho gasto representó 0.70% respecto del total del gasto social de ese mismo año.
De acuerdo con Cooper (2003: 17), esta investigación arrojó datos de gran importancia para los estudios sobre presupuestos sensibles al género: los porcentajes menores a 1% de gastos dirigidos a las mujeres en el total del presupuesto y en el gasto social, así como la reducida proporción de programas de combate a la pobreza etiquetados para las mujeres y el desconocimiento de sus necesidades en la mayoría de estos programas, revelan que la formulación del presupuesto no es neutral frente al género. Además, en la mayor parte de los programas analizados, la mujer es considerada dentro de su papel tradicional de madre y responsable del bienestar de la familia y se ignora, en términos generales, su aportación económica.
En el 2002 las organizaciones ya mencionadas iniciaron un nuevo proyecto junto con Unifem, la Organización Mundial de la Salud y la Organización Panamericana de la Salud, con la finalidad de buscar espacios para incidir sobre la política de salud. La estrategia utilizada para que la administración que recién llegaba al poder en el 2000 acogiera la iniciativa en sus programas de gobierno, consistió en la organización de un foro. En este espacio el gobierno anunció la creación del programa “Mujer y Salud”, dedicado a transversalizar la perspectiva de género en el sector, incluyendo los procesos presupuestarios.
Paralelamente, se realizó una revisión de la estructura programática de la Secretaría para encontrar formas de introducir criterios de género. Entre las principales dificultades para realizar cambios en las estructuras programáticas se destacó la inexperiencia de la nueva administración, la falta de tiempo y la tendencia de los/as funcionarios/as encargados de la planeación a apegarse a formatos de presupuestos ya “probados” (Zebadúa, 2002: 9).
Posteriormente, Equidad de Género, Fundar y el Programa Mujer y Salud organizaron un Seminario- Taller con funcionarios/as del Programa de Ampliación de Cobertura en el que se demostró mediante casos concretos que la asignación presupuestal y el diseño aparentemente neutral de los programas afectan de manera diferenciada a hombres y mujeres. Con base en los casos y el análisis de los mismos se elaboró una guía acerca de cómo introducir la perspectiva de género en los presupuestos. A partir del 2003, los esfuerzos de esta iniciativa se orientaron a replicar la experiencia en la Secretaría de Economía, con el apoyo del Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres), organismo que representa la institucionalidad de género en el Estado. El propósito es avanzar por sectores gubernamentales utilizando la metodología diseñada por las organizaciones autoras de la iniciativa.
Cabe destacar la investigación realizada por Cooper (2003), en la que se adelantó un proceso de monitoreo del gasto público desde una perspectiva de género y se examinó en qué medida el Presupuesto de Egresos de la Federación valora las necesidades e intereses de las mujeres. El monitoreo se realizó examinando la clasificación del gasto público desde una perspectiva de género, el impacto diferenciado por sexo que reveló la evaluación del gasto público desde los beneficiarios y el análisis del presupuesto en el uso del tiempo9. Se demostró que el Presupuesto no es neutral frente al género.
El balance positivo de los resultados de esta primera iniciativa se refleja en el posicionamiento del tema de los presupuestos sensibles al género en la agenda nacional, el reconocimiento de la importancia de la desagregación de datos por sexo y edad en los presupuestos públicos10 y los avances en la participación ciudadana, la transparencia y la rendición de cuentas.
De otro lado, la segunda iniciativa ha sido promovida por Modemmujer, una OSC cuyas acciones están estrechamente vinculadas con la transparencia, la rendición de cuentas y la construcción de ciudadanía. A finales del año 2004 inició un proyecto financiado por el Indesol, en el que utiliza como estrategia la capacitación virtual destinada a noventa mujeres que trabajan en OSC de ocho estados de la República mexicana. La capacitación tiene la finalidad de enseñar el uso del Sistema de Solicitudes de Información, mecanismo establecido a raíz de la Ley Federal del Acceso a la Información Pública. Como resultado de esta experiencia, Modemmujer creó una página Web llamada “La Bola del Cristal”, en la que se encuentran documentos relacionados con el acceso a la información, la transparencia y la rendición de cuentas, entre otros. Las experiencias de estas dos iniciativas muestran que los ejercicios externos al gobierno involucran a las ciudadanas en la política presupuestaria, un área de la que mucha gente ha sido excluida por largo tiempo, en particular quienes están en desventaja.
La tercera iniciativa mexicana está encabezada por el Inmujeres y tiene como antecedente el monitoreo del Presupuesto de Egresos en el periodo comprendido entre 1996 y 1998 desarrollado por la Comisión Nacional de la Mujer (Conmujer). El monitoreo examinó las inequidades existentes en el proceso de programación y presupuestación, así como en la inversión de los recursos financieros en programas y proyectos que benefician a la población femenina (Conmujer, 2000). Además, evidenció que a pesar de que el gobierno expresaba compromisos adquiridos en la Cuarta Conferencia Mundial de la Mujer celebrada en Beijing, no existía un aparato público con sensibilidad al género ni un cuadro normativo que obligara a las dependencias a entregar los reportes, por lo que la meta planteada no se alcanzó totalmente. No obstante, esta experiencia representó un avance en los monitoreos del gasto público con perspectiva de género en el país, al mismo tiempo que abrió nuevas líneas de investigación en esta temática. El Inmujeres dio el primer impulso a su propia iniciativa bajo condiciones políticas caracterizadas por un relativo pluralismo y una democracia medianamente consolidada. Momento histórico privilegiado que propició que los derechos de las mujeres y la perspectiva de género comenzaran a tomar importancia institucional. La iniciativa se orientó básicamente a promover que las políticas públicas fueran equitativas desde su planeación y presupuestación a través de la sensibilización y capacitación metodológica a funcionarios/ as de la Administración Pública Federal y a ofrecer una herramienta que permitiera introducir criterios de género en el Presupuesto de Egresos de la Federación (Inmujeres, 2004a). En efecto, buscó identificar e incorporar la perspectiva de género en los programas que atienden de manera específica las necesidades de las mujeres y analizar su asignación presupuestaria como proporción del gasto total de la dependencia o entidad a lo largo de varios años, para crear una serie de indicadores que pudieran medir el progreso de la equidad de género, la normatividad que rige la aplicación de los recursos y la medida en la que éstos influyen en las mujeres, bajo el siguiente esquema:
Si bien esta iniciativa constituye un paso previo necesario para alcanzar la meta de elaborar presupuestos sensibles al género, presenta limitaciones en su aplicación práctica debido a que aún persisten resistencias culturales (machismo) por parte de los diseñadores de los presupuestos públicos y a las confusiones que generan las diversas interpretaciones sobre la categoría género, asociada frecuentemente con mujeres.
Adicionalmente y como parte de la estrategia diseñada por el Inmujeres para fortalecer la iniciativa, durante el 2004 y el 2005 se realizaron diversas acciones: organización de un ciclo académico de conferencias sobre Economía de Género en la Universidad Nacional Autónoma de México, elaboración de una propuesta de modificaciones a leyes y reglamentos vinculados con el diseño y ejecución del Presupuesto de Egresos (Inmujeres, 2004) y desarrollo del estudio “Propuestas de cambios legislativos para la elaboración e integración de presupuestos públicos con perspectiva de género”, en convenio con la universidad mencionada. Este estudio presenta una evaluación con perspectiva de género como eje rector desde la planeación, programación, asignación, ejecución y evaluación de la legislación y normatividad que rige los presupuestos públicos (Inmujeres, 2005).
Los retos que actualmente enfrenta esta tercera iniciativa para asegurar que los presupuestos anuales de la federación sean diseñados desde la perspectiva de género, son los siguientes: a) realizar el análisis de la incidencia del ingreso desagregada por sexo; b) calcular la distribución de recursos presupuestarios asignados, o recortes de estos recursos, entre hombres y mujeres y realizar una evaluación desagregada por sexo del beneficio de los programas y sus impactos; c) incluir el reconocimiento de las contribuciones que las mujeres hacen de manera no remunerada a la economía del país, incluido el trabajo doméstico y comunitario; d) promover que el presupuesto público responda a un diagnóstico elaborado desde la perspectiva de género de los programas gubernamentales; e) diseñar las reglas de operación de los programas sociales desde la perspectiva de género; f) los programas gubernamentales para el campo deben considerar además de las desigualdades de género, las diferencias regionales del país (Inmujeres y Senado de la República, 2005: 11).
De otro lado, la cuarta y quinta iniciativas se desarrollaron en el ámbito local del Distrito Federal. La cuarta iniciativa es impulsada por el Instituto de Desarrollo Social (Indesol), cuya estrategia principal es un curso de capacitación a distancia (teleconferencia) sobre equidad de género dirigido a los principales actores sociales del nivel municipal, en el que se incluye una guía metodológica para incorporar la perspectiva de género en el presupuesto municipal. Entre tanto, la quinta iniciativa fue promovida en el 2004 por la Asamblea Legislativa y la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), en el marco del proyecto de “Política Fiscal Pro- Equidad de Género en América Latina y el Caribe de la Cooperación Técnica Alemana, GTZ”. La iniciativa vinculó a la academia, el personal técnico del sector público y las personas clave en la toma de decisiones y se concretó en la realización de un diplomado destinado a diputados/as y asesores/as de la Asamblea de diversos partidos políticos, con un temario específico sobre los presupuestos del Distrito Federal y sus implicaciones de género. Como consideraciones resultantes del proceso se destacan: la inclusión del enfoque de género en el presupuesto estaría encaminada a evaluar y rediseñar los programas, lo que implicaría disponer de información desagregada por sexo y desarrollar una estrategia con la finalidad de que los funcionarios/ as del poder ejecutivo, dentro del marco normativo vigente, rediseñen los formatos utilizados en la elaboración de los programas operativos desde la perspectiva de género, para lograr un presupuesto más equitativo. El poder legislativo tendría un papel fundamental en dicha estrategia y, sobre todo, los/as asesores/as de diputados/as. Sin embargo, también se señaló que existe el riesgo de que estos esfuerzos se debiliten, pues las instituciones organizadoras no cuentan con un espacio formalizado para el seguimiento. Con la intención de avanzar en la estrategia los diputados del PAN y del Partido Verde Ecologista recomendaron al jefe de gobierno del Distrito Federal que solicite a las diferentes dependencias que integran la administración pública presentar información desagregada por sexo tanto en medios escritos como electrónicos, además de publicar en Internet las reglas generales de operación de los programas a su cargo, con sus respectivos padrones de beneficiarios.
La iniciativa Presupuesto Municipal con Perspectiva de Género es parte del proyecto regional “Política Fiscal Pro- Equidad de Género en América Latina y el Caribe”11 de la Cooperación Técnica Alemana, GTZ.
El objetivo es institucionalizar el enfoque de género y profundizar la participación ciudadana en los procesos presupuestarios de ocho municipios de dos países de la región. Mediante redes horizontales de comunicación temática se entrelazarán los municipios piloto de los diferentes países, en este caso México y la República Dominicana.
A mediados del 2005 en México se inició una serie de talleres en el estado de Morelos con objeto de capacitar a líderes comunitarias de 33 municipios sobre presupuestos pro-equidad de género, acceso a la información y gestión social municipal. Con esto se buscó fortalecer los conocimientos técnicos de las participantes para hacer el seguimiento de los presupuestos municipales y su impacto para la equidad y facilitar la creación de una red ciudadana de trabajo, desde la sociedad civil, en materia de transparencia y presupuestación pro-equidad de género, que empiece a reflejar esta capacidad e interés en el ejercicio presupuestario del año 2006. La iniciativa se desarrolla en conjunto con la Academia Morelense de Derechos Humanos y el Indesol. Asimismo, la Comisión de Equidad de Género del Congreso del Estado de Morelos y el Espacio de Interlocución Ciudadana (EIC) se han involucrado de lleno con este proceso y están acompañando cada fase de esta línea de trabajo (Unfpa, Unifem y GTZ).
Las iniciativas de presupuestos sensibles al género en México, lejos de caminar entre el empirismo ciego y la teoría sin datos, han podido demostrar con evidencias empíricas que los presupuestos públicos no son neutrales frente al género, contrario a lo que afirman muchos de los expertos dedicados a la planeación y asignación de recursos. Esto significa que el impacto del gasto público en la población no es igual para mujeres y hombres debido a que en el proceso de formulación e implementación de los presupuestos no se consideran los roles, las responsabilidades y las capacidades socialmente determinadas para mujeres y hombres. Las iniciativas evidencian que los presupuestos públicos como toda política pública no ocurren en el vacío, sino que dependen en gran medida de las oportunidades políticas, del financiamiento gubernamental y de agencias internacionales, de la voluntad y compromiso del gobierno con la equidad de género y de la capacidad técnica y alto nivel de conocimiento sobre los presupuestos públicos. Cabe destacar que las iniciativas señaladas han logrado consolidar un equipo interdisciplinario que conoce y maneja el proceso presupuestal en México, sus tiempos, actores, dinámica institucional y responsables finales; que es capaz de elaborar diagnósticos teórica y técnicamente confiables que evidencian la magnitud de la desigualdad entre los géneros; y que da seguimiento a los temas de interés particular como salud y combate a la pobreza. Por otro lado, se destaca que la gran ausente, no porque no esté involucrada en el proceso sino porque no se le menciona en las iniciativas, es la Comisión de Equidad y Género de la Cámara de Diputados, pieza fundamental para concretar las iniciativas en el poder legislativo. Resulta importante señalar que desde la LVIII Legislatura las diputadas retomaron como uno de sus ejes rectores de trabajo impulsar el gasto etiquetado para las mujeres, eje en el que continúa trabajando la actual Legislatura.
Si bien en general las decisiones de las autoridades en materia de políticas gubernamentales son expresión de un poder público de la autoridad, en casos particulares como el aquí revisado se observa que las fronteras entre el espacio público y el privado no son tajantes y las decisiones son habitualmente el producto de la interacción de distintos actores con el Estado. Lo que significa que los presupuestos, como toda política pública, son más que una colección de acciones y decisiones gubernamentales, son el resultado de procesos sociales que se inician en distintos espacios de la sociedad, donde se construyen y definen los problemas que se consideran objeto de estas intervenciones (Guzmán, 2003). Las iniciativas de las OSC dan cuenta de ello.
De otro lado, la demanda de participación ciudadana con la que surge la iniciativa promovida desde las OSC, redefine el contexto en el que los procesos de formulación, ejecución y evaluación de los presupuestos se llevan a cabo en nuestro país, fomentado la creación de nuevas institucionalidades de intermediación entre la sociedad y el Estado. En efecto, las iniciativas permiten que las mujeres tengan conocimiento, en mayor o menor grado, de que mediante el presupuesto público se pueden realizar acciones que mejoren sus condiciones de vida e impulsen la equidad de género.
Las iniciativas, como vías para impulsar la equidad entre hombres y mujeres, representan un avance en materia de gasto gubernamental y política pública, así como en la generación de estrategias para mejorar la situación de las mujeres.
Las debilidades: las iniciativas de presupuestos sensibles al género se enfocan en las políticas redistributivas dejando de lado la dimensión del reconocimiento. Fraser (2002) indica que para que sea posible incidir sobre las desigualdades de género deben satisfacerse al menos dos condiciones que no son suficientes por separado. La primera de estas condiciones consiste en que la redistribución material de los recursos debe ser tal que asegure a los participantes independencia y voz. La segunda condición consiste en la promoción de patrones institucionalizados de valores culturales que expresen igual respeto para todos los participantes y aseguren igualdad de oportunidades para obtener estima social. Una política pública que pretenda incidir en las desigualdades de género debe incluir acciones de redistribución y de reconocimiento enlazadas. Los esfuerzos dirigidos hacia la construcción de la equidad de género son insuficientes cuando éstos se abocan a igualar la distribución y acceso a los recursos entre mujeres y hombres sin entretejer otros dirigidos a generar condiciones que permitan a las mujeres y a los hombres participar en sus interacciones como pares, en igualdad de condiciones, con libertad de elegir (Tepichín, 2005: 229).
Las tareas pendientes: a) generar información desagregada por sexo con el fin de visibilizar las diferencias entre mujeres y hombres, niñas y niños, particularmente en el acceso a los recursos, las oportunidades y la seguridad; b) evaluar la metodologías propuestas por Budlender y Sharp e institucionalizar dichas herramientas; c) realizar evaluaciones integrales de las políticas públicas, considerando la articulación entre la dimensión redistributiva y la de reconocimiento; y d) pasar del análisis a la elaboración de presupuestos públicos con enfoque de género.
1 Se entiende por generizar, incorporar la perspectiva de género.
2 Por sesgos de género se alude a la actitud discriminatoria a causa del sexo. Se manifiesta a través de la adscripción de características psicológicas, formas de comportamiento y la asignación de roles sociales fijos a las personas por el solo hecho de pertenecer a determinado sexo, restringiendo y condicionando de este modo la posibilidad de un desarrollo pleno para todos los sujetos sociales, sean estos hombres o mujeres (Cfr. Todaro, 2004).
3 Se entiende por género, la construcción cultural de la diferencia sexual, lo que significa que cada sociedad y cada cultura manifiestan una forma de relación entre mujeres y hombres, que conlleva una determinada distribución del poder (Lamas, 1996).
4 En la actualidad hay más de cuarenta países con iniciativas de presupuestos sensibles al género en los cinco continentes. En el caso de América Latina hay iniciativas en Brasil, Bolivia, Chile, Colombia, Guatemala, Ecuador, El Salvador, México, Nicaragua y Perú (Hofbauer, 2002b:5)
5 La mayoría de los análisis se han abocado al gasto público, poco se ha explorado en torno a los ingresos. Canadá, Gran Bretaña y España son algunos de los países donde se ha incursionado en este segundo rubro (Cooper, 2003: 14).
6 Equidad de Género, Ciudadanía, Trabajo y Familia, A.C. es una organización no gubernamental que surgió a partir de 1996 ante la urgente necesidad de formar y fortalecer a mujeres con habilidades en gestión, negociación y liderazgo para elaborar, analizar y evaluar las políticas públicas en México desde la perspectiva de género. Realizan acciones de negociación, defensa y promoción; alianzas estratégicas y eventos de sensibilización, información y capacitación con diferentes sectores incluyendo sociedad civil organizada, gobiernos, instituciones y prestadores de servicios de salud, profesionistas, académicos, universitarios, estudiantes, medios de comunicación, personal de sector justicia, y población en general. Sus tres acciones principales son: a) promoción y defensa de los derechos sexuales y reproductivos; b) acceso al derecho al aborto legal; y c) análisis y evaluación de presupuestos públicos con perspectiva de género.
7 Fundar fue creada en enero de 1999 por un grupo de personas con trayectorias en diferentes disciplinas, con el objetivo de desarrollar mecanismos para la participación ciudadana, identificar modelos de acción que hayan tenido éxito en otros países y experimentar con nuevos modelos que puedan contribuir a resolver problemas sociales específicos. Es una institución plural, independiente, sin afiliación partidista y horizontal que busca avanzar hacia la democracia sustantiva. Se dedica a la incidencia y monitoreo de políticas e instituciones públicas por medio de la investigación aplicada, la reflexión crítica y propositiva, la experimentación y la vinculación con actores civiles, sociales y gubernamentales. El trabajo de la organización está enfocado principalmente en la investigación, capacitación, diseminación de la información y en la acción directa para mejorar la participación ciudadana en áreas tales como los presupuestos públicos.
8 El trabajo pionero en análisis presupuestario con enfoque de género fue desarrollado por Espinosa y Paz (2000), el cual tuvo como fin evaluar el gasto público en salud reproductiva de 1993 a 1996, bajo los acuerdos de la Conferencia Internacional de Población y Desarrollo desarrollada en el Cairo en 1991. Estas autoras encontraron que, durante el periodo de análisis, el gasto destinado a salud reproductiva disminuyó 33% y la cobertura de los servicios se amplió, lo cual supone la eficiencia del gasto en salud reproductiva, tónica que constituye el eje rector del ejercicio del gasto público a partir del ajuste en las finanzas públicas en nuestro país. En relación con el análisis con enfoque de género, el impacto por sexo de esta política no pudo ser visualizado en su totalidad debido a la dificultad que tuvieron las autoras con la disponibilidad de información desglosada por sexo (Cooper, 2003: 19).
9 Para mayor información véase Cooper (2003).
10 “Las dependencias al elaborar los proyectos de reglas o modificaciones deberán observar, en su caso, las disposiciones de la Ley General de Desarrollo Social, este Decreto, los criterios generales establecidos por la Secretaría y la Función Pública, y aquéllos establecidos por la Comisión Federal de Mejora Regulatoria, recabando la opinión, en su caso, de las entidades federativas en dichos proyectos. A dichos criterios se adicionará la obligación de presentar indicadores de resultados desagregados por sexo y por grupo de edad, y la de garantizar un acceso equitativo y no discriminatorio de las mujeres e indígenas a los beneficios de los programas” (Secretaría de Hacienda y Crédito Público, 2005: 39).
11 “Política Fiscal Pro-Equidad de Género en América Latina y el Caribe” de la Cooperación Técnica Alemana (GTZ) es un proyecto regional cuya contraparte principal es la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales de México, quien realiza algunas de sus líneas de trabajo con agencias de la familia ONU y con instituciones gubernamentales así como de la sociedad civil. Su objetivo apunta a conseguir la integración de los criterios de género en los procesos presupuestarios públicos en países y municipios seleccionados (Cfr. GTZ, 2005).
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Laura Susana Duque-Arrazola**
* Trabalho revisado e ampliado, originalmente apresentado no I Seminário Internacional: Enfoques Feministas e o Século XXI: Feminismo e Universidade na América Latina e no 12° Encontro da Rede feminista norte e nordeste de estudos e pesquisas sobre mulher e relações de gênero-REDOR, realizado entre 6 a 9 de Dezembro de 2005, em Salvador, Bahia, Brasil.
** Socióloga, Universidad Javeriana de Bogotá, Colombia; mestrado em Sociologia Rural pela Universidade Federal da Paraíba e doutorado em Serviço Social pela Universidade Federal de Pernambuco-UFPE, ambas no Brasil. Coordenadora da Capacitação da REDOR. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
El objetivo del presente artículo es tratar del lugar de las mujeres en los programas de asistencia social de combate de la pobreza, en los cuales el Estado patriarcal y sexista utiliza la participación de las mujeres mediante el usufructo gratuito de los tiempos sociales femeninos de la reproducción, una otra mediación de la opresión y dominación de género de las mujeres.
Palabras clave: género, tiempos sociales sexuados, políticas sociales públicas, reestructuración capitalista, reformadel Estado.
O objetivo deste artigo é expor sobre o lugar das mulheres nos programas de assistência social de combate à pobreza, nos quais o Estado patriarcal e sexista utiliza a participação das mulheres mediante o usufruto gratuito dos tempos sociais femininos da reprodução, uma outra mediação da opressão e dominação de gênero das mulheres.
Palavras-chaves: gênero, tempos sociais sexuados, políticas sociais públicas, reestruturação capitalista, reforma do Estado.
The main purpose of this article is to deal about the place women have in social assistance programs against poverty, where the patriarchal and sexist State utilizes women’s participation by the free benefit of the feminine social times of reproduction, another way of oppression and gender domination on women.
Key words: gender, sexualized social times, social political policies, capitalist re-structuration, reform of the State.
O propósito desta exposição é tratar da relação entre a implementação da política de assistência social pública e os tempos sociais femininos enquanto componente de gênero do lugar das mulheres em sua relação com o Estado contemporâneo. Para tal retomo a problemática da minha tese de doutorado, O Lugar das Mulheres nas Políticas de Assistência Social1.
Abordar desde uma perspectiva feminista de gênero a condição do sujeito feminino na política social pública representa um desafio teórico-epistemológico e político. A teorização sobre gênero ainda é “um campo epistêmico em construção” (Almeida, 1998) enquanto que a produção científica androcêntrica das ciências sociais tem uma história, ainda que polêmica, de consolidação e reconhecimento em suas diversas abordagens, não sendo bem assim com os enfoques feministas. Essa produção teórica, como no restante das ciências, é uma produção gender-blinded; suas categorias de análise não contemplam as mulheres, nem as relações sociais de gênero. Porém, nos últimos anos a produção teórica e científica feminista começa a ser mais aceita por alguns setores da academia. Esse desafio se configura numa teorização que ainda se realiza entre acordes e compassos, (Harding, 1993), posto que os referenciais teóricos que a embasam se sustentam em categorias explicativas ao mesmo tempo aplicáveis e não aplicáveis às mulheres e às relações de gênero.
Parto de uma concepção de gênero que, além de categoria relacional de análise, o concebe como relação social e identidade subjetiva. Relação que é subjetivada, compondo as identidades subjetivas de mulheres e de homens2. Enquanto relação social é constitutiva e estruturante da totalidade social e imbricada dialeticamente às diferentes relações sociais, dentre elas as relações de produção, de parentesco, de classe, raciais, étnicas e de geração, entre outras. Como relação social estruturada a partir das diferenças biológicas dos corpos sexuados de mulheres e de homens e da ideologia patriarcal que lhe dá sustento, as relações de gênero exprimem hierarquias, dominação e opressão; direitos, permissões, proibições e interdições diferentes e opostas para mulheres e homens, em base a uma naturalização e essencialização da superioridade masculina e da inferioridade e dependência feminina. São relações contraditórias e conflitantes que sexualizam os espaços societários e as atividades e práticas sociais desenvolvidas neles: o público como masculino e o privado ou doméstico-familiar como feminino. A partir dessas diferenças biológicas, e o que as simboliza, as relações de gênero distribuem diferente e desigualmente o poder, a autoridade, o prestígio, estabelecendo uma divisão sexuada e hierárquica do trabalho e do poder. Gênero é, portanto, relação de poder que, no entanto, se transgride e resiste; é o campo primário dentro do qual e por meio do qual se articula e se significa primariamente o poder (Scott, 1995).
Apreender o lugar das mulheres nas políticas sociais públicas, em particular nos programas de assistência social, requer situá-las no contexto das mudanças por que passa o capitalismo contemporâneo, tardio ou da maturidade (Mandel, 1982) desde os anos de 1970, ocasião em que se modifica o padrão de acumulação dominante para enfrentar a crise estrutural do capital na forma da reestruturação produtiva e a reforma do Estado. Processos que, além do caráter de classe, tomam, também, um caráter sexuado ou generizado, posto que atingem diferente e desigualmente a mulheres e homens, segundo sua classe social, raça, etnia e geração, em cada sociedade concreta3. Conseqüentemente, são processos que reproduzem a ordem patriarcal de gênero, a divisão social e sexuada hierárquica do trabalho, a exploração, a discriminação e a subordinação e opressão de gênero, entre outras. Nesse processo de reestruturação do mundo do trabalho a flexibilização, uma das mediações4 da reorganização da produção e do trabalho assalariado, tem tomado cada vez mais um rosto feminino, seja na forma da terceirização ou subcontratação através da externalização das atividades, como formas de descentralização das empresas; seja na forma do trabalho parcial e temporário e da informalização do mesmo. O processo de precarização do trabalho5, de deterioração salarial, de degradação das condições de trabalho e da proteção social resultantes dessa reestruturação, atingem sobretudo as mulheres, configurando-se dita flexibilização como uma flexibilidade sexuada (Hirata, 2002). Nos países em desenvolvimento ou periféricos é mais grave ainda essa situação posto que a grande maioria das mulheres trabalham na economia informal, a que está fora dos sistemas de seguridade social. Segundo as Nações Unidas o número de mulheres receptoras da proteção e previdência social é bastante reduzido. Conforme relatório sobre Desenvolvimento Humano no Brasil as mulheres integravam o 48% da força de trabalho do setor terciário e tão só 20% na agricultura e indústria. Diferentes estudos constatam a segmentação por gêneros das ocupações e o predomínio quase exclusivo de mulheres em muitas destas: costura 94%; magistério do 1º grau 90%; secretariado 89%; telefonia/ telegrafia 86%; enfermagem 84%, recepção 81%. E constatam a concentração da força de trabalho feminina nos postos de trabalho mais instáveis e pior remunerados (idem). É assim que a “flexibilidade no volume do emprego e do tempo de trabalho é garantida essencialmente pelas mulheres nos modelos de trabalho adotados atualmente no nível internacional” (Hirata, 2002: 342).
No Brasil, entre 1980 e 1990, deu-se uma elevação do emprego feminino, sobretudo entre as mulheres mais qualificadas. Em face de uma atividade masculina estável, a feminina elevou-se de 33.6% em 1979 para 39.2% em 1990, chegando a compor 40% da população economicamente ativa-PEA, a final da década de 1990. A despeito desse crescimento do emprego das mulheres, favorecido pela participação destas no mercado informal de trabalho, a grande maioria delas continuou recebendo em média 60% do salário masculino, situação extensiva aos países europeus (Duque- Arrazola, 2004).
A reestruturação no mundo do trabalho do setor privado da economia e estatal manteve e reorganizou a divisão sexuada do trabalho6, tanto no que tange às profissões, às ocupações, aos salários e aos tempos de trabalho, como aos cargos, às promoções e à qualificação, apesar da crescente escolarização e estudos universitários das mulheres. Dentre os indicadores desse processo temos os que se seguem: pesquisas realizadas pela Fundação SEADE na Região Metropolitana de São Paulo-RMSP (2002b) revelam que o crescimento em 20% da força de trabalho feminina no setor privado, deu-se acompanhada da redução de 3% da masculina. E o movimento oposto entre os sexos aumentou a proporção de mulheres assalariadas, tanto com carteira como sem carteira assinada: de 32.3% em 1989 para 37.1% em 2001. Nesse processo deu-se um aumento significativo de assalariados/as sem carteira (83.7%) associado à redução dos/as com carteira assinada. Ampliação que decorreu do aumento em 113.5% das mulheres sem carteira assinada e de 69.5% dos homens na mesma condição trabalhista. Uma análise mais aprofundada e detalhada das relações de trabalho e dos indicadores salientados revela que, tanto para os homens como para as mulheres empregadas no setor privado, o salário/hora diminui à medida que o contrato de trabalho é mais flexível. Revela também, que a reestruturação nesse setor concentrou- se entre os assalariados com contrato protegido pela legislação trabalhista, em favor dos vínculos mais flexíveis. Demitiram os trabalhadores com carteira assinada (15.5%) e contrataram a força de trabalho feminina sem carteira assinada (113.5%) (idem). Nesse mesmo período –1989 a 2001– a reforma administrativa e fiscal do estado com seu ajuste no mercado de trabalho do setor público da RMSP, reduziu os salários e o contingente dos/as servidores/as (3.2%): estudos da Seade (2002b: 15) mostram que o aumento da contratação feminina deu-se apenas entre aquelas que trabalhavam entre 21 a 30 horas, que passaram de 20% para 26.7%. Esses estudos também mostram que a diminuição das servidoras deu-se entre as que tinham maiores salários, passando de 30% em 1989, para 25.25% em 2001. E o salário médio por hora das mulheres passou de R$ 9,22 em 1989 para R$7,23 em 2001. Sendo a redução do salário estatal masculino de R$11,38 para R$8,60, mantendo-se menor o salário hora das trabalhadoras públicas do que o dos servidores, igualmente que no setor privado.
Entendo as políticas sociais como estratégias ou mecanismo de intervenção e de regulação do Estado em cumprimento de sua função burguesa (Mandel, 1982) de garantir as condições gerais de produção e de reprodução capitalista, compreendendo nelas a reprodução da força de trabalho masculina e feminina, o enfrentamento dos conflitos e a administração das crises7. Daí que, face à crise estrutural do capital, o Estado intervenha com políticas públicas como medidas anticrise. Estado que concebo como um Estado de classes, patriarcal, androcêntrico, sexista e racista. Por isso, como Saffioti (2000), falo de uma ordem burguesa patriarcal de gênero. Também concebo tais políticas públicas como parte integrante do sistema de proteção social.
As políticas sociais surgem no bojo das contradições do capitalismo monopolista e do reconhecimento pelo empresariado e pelo Estado da existência de uma questão social, resultado da politização das necessidades da classe trabalhadora ou subalterna e dos setores sociais subalternizados8. Entretanto, tais políticas se generalizam depois da II Guerra Mundial, no estádio tardio ou da maturidade do capital, até os dias de hoje. São, pois, expressão da insurreição das consciências e da organização das classes e dos setores sociais subalternos, o que revela o caráter político das mesmas. Dependem, portanto, das lutas organizadas dos subalternizados/as, quanto dos modos de absorção de suas reivindicações e demandas pelo Estado, porém desde o ponto de vista do capital. Nesse sentido, as políticas sociais públicas são expressões dos antagonismos, dos conflitos e das contradições de classe e de gênero, bem como das contradições entre a lógica do lucro ou da rentabilidade econômica e a lógica das necessidades sociais, segundo se trate de mulheres e de homens das classes subalternas.
Num começo, a ação social do Estado incidiu na formulação de leis trabalhistas, na regulação das condições e uso da força de trabalho de mulheres e de homens pelo capital; posteriormente, voltou-se para os sistemas de proteção social ou de seguridade social. Nesse processo o capital e o Estado são exigidos a incorporar algumas reivindicações e demandas dos trabalhadores/ as e dos/das subalternizados/ das, a exemplo dos movimentos operário, feminista e de mulheres, integrando-as a sua ordem “transformando o atendimento (dessas demandas) em respostas políticas, que contraditoriamente também atendam a suas necessidades” (Mota, 1995: 123). Mediando a reestruturação do capital, surge a reforma do Estado como uma necessidade do capitalismo contemporâneo, orientada pela burguesia sob o ideário neoliberal e as políticas de ajuste. Desse processo resulta: a redução da intervenção social do Estado (Estado Mínimo) com perda de direitos sociais conquistados na lei pela ação política organizada dos movimentos sociais; o redirecionamento das estratégias de gestão estatal da força de trabalho masculina e feminina, incluindo nelas as políticas de proteção social e os cortes nas políticas públicas em geral; a “desregulamentação” do mercado de trabalho, a privatização das empresas estatais, o fim das restrições ao capital externo e a abertura do sistema financeiro, entre outras, sob o argumento da necessidade da estabilização econômica e a redução dos gastos públicos. Decorre disso o crescimento global do desemprego estrutural, da miséria e pobreza estrutural, a que tem atingido sobremaneira às mulheres das classes subalternas, ao ponto de falar-se de uma feminização da pobreza.
No caso dos países latino-americanos, dentre eles o Brasil, esse processo tem provocado o desmonte dos incipientes aparatos estatais de proteção social, substituindo as políticas de assistência por programas emergenciais, originados na ajuda e benevolência (Yazbek, 2003), podendo dizer que as políticas neoliberais de ajuste têm inflexionado o frágil direito de cidadania que vinha sendo construído em tais países sendo substituído por “atestados de pobreza que permitem o acesso a precários e mal financiados serviços públicos” (Soares, 2001, p. 34), assim conduzido a uma política social residual e focalista. O que tem afetado sobremaneira às mulheres, sobretudo as das camadas mais empobrecidas das classes subalternas, que constituem mais do 70% do 1,3 bilhão de pobres do mundo, dentre os quais as famílias chefiadas por mulheres que, na América Latina, compõem 40% das famílias. Essa afetação desproporcionada se traduz em sobrecarga de trabalho para as mulheres, praticamente invisível para as análises macroeconômicas tradicionais e na formulação de políticas, posto que estas se centram na economia monetarizada e capitalizada (Çagatay, 2003). Nesse sentido, são as mulheres as que pagam grande parte da carga do ajuste neoliberal, arcando com o ônus da diminuição do gasto social do Estado.
Todavia, em face da crise fiscal e do ajuste, o Estado focaliza os gastos em algumas políticas de proteção e de combate à pobreza, voltadas para as camadas sociais mais vulneráveis ou em situação de risco, as mais pobres entre as pobres. Um exemplo brasileiro de tais políticas são as de assistência social de renda mínima e seus programas de combate à pobreza como o Programa de Erradicação do Trabalho Infantil- PETI. Nesse processo, o Estado imprime novas configurações a sua forma de intervenção e às próprias políticas sociais as quais se deslocam da esfera das políticas universais de proteção social para as ações focais, dirigidas apenas à extrema pobreza. Desse modo, o direito à assistência social se reduz ao princípio neoliberal da seletividade e da menor elegibilidade. Nesse processo o Estado materializa, também, um movimento de “volta” à esfera doméstica familiar de muitas das atividades da reprodução realizadas na esfera pública estatal como serviços e mediante as políticas sociais e realizadas predominantemente por mulheres (“profissões femininas”) como extensão de suas responsabilidades de gênero com a reprodução.
Em ambos os momentos desse processo regulado pelo Estado e da redução de seus gastos sociais, as mulheres foram atingidas diretamente: no primeiro momento –significado como de conquistas– porque parte do trabalho da reprodução/ maternagem saiu do espaço doméstico para o espaço público, responsabilizando-se o Estado por elas (ex: saúde, educação) e em um segundo momento, o contemporâneo, várias das atividades da proteção, da assistência social e da reprodução passaram a ser cada vez mais delegadas e assumidas pelas mulheres na esfera doméstica-familiar ou nos espaços ampliados desta –o bairro, a vizinhança– e mediante o trabalho voluntário e filantrópico ou em condições de subemprego. Com essa “volta”, diferentemente a seus maridos e pais, o trabalho de reprodução das mulheres, sobretudo as das camadas mais pobres, intensifica-se, dedicando mais tempo às responsabilidades com a reprodução: voltam para elas os cuidados com doentes, o atendimento às crianças e aos idosos/as, entre outras mais (Duque-Arrazola, 2004).
Com a referida re-configuração, desde início dos anos de 1990, a família ganha centralidade nas políticas sociais, principalmente nos programas de assistência social, passando a ser o foco da intervenção social pública ao ser concebida no discurso estatal como o lugar de proteção por excelência. Desse modo, a família passa a ser considerada pelos programas de combate à pobreza, como partícipe, co-responsável e sujeito destes e responsáveis pelo insucesso dos mesmos. Ora, o sentido de família no discurso oficial é mulher, de acordo com a representação da ideologia patriarcal de gênero a que a identifica e associa com mulher e feminino, podendo dizer que nessas políticas a mulher corporifica a família. Quem realiza predominantemente essa proteção e os cuidados com a reprodução e o bem estar do grupo doméstico, são as mulheres desde sua mais tenra idade, sobretudo as das camadas mais empobrecidas. Desde crianças, as meninas são socializadas numa divisão sexual e etária do trabalho, numa divisão sexuada do poder e dos tempos sociais sexuados: o tempo androcêntrico ou tempo de trabalho masculino, remunerado e valorizado e o tempo feminino da reprodução, simbolizado como tempo de não trabalho, conseqüentemente não valorizado, como se exprime no discurso das mães do PETI9. Suas falas são impregnadas de uma constante queixa sobre a sobrecarga de trabalho, o não reconhecimento do mesmo e o permanente cansaço e problema dos nervos, em que vivem. Seu dia é estruturado pelos ritmos das tarefas da reprodução com seus tempos específicos10 diferenciados do tempo do relógio, tempo dos outros (marido, filhos/ as, emprego), tempo que assim mesmo impõe-se a elas: o tempo do trabalho assalariado, do horário das repartições públicas e da escola, quando não o tempo de seu próprio horário de trabalho remunerado (Duque- Arrazola, 2004).
Essas divisões sexuadas também se exprimem nos programas de assistência como o PETI, na medida em que reproduzem as relações e ideologia de gênero: o trabalho doméstico e da reprodução das meninas, não constituem critério de elegibilidade para serem beneficiadas pelo PETI. Ditos trabalhos não são qualificados pelo Programa como trabalho precoce, penoso e perigoso, apesar do constante perigo que as meninas vivenciam ao realizar em suas casas o trabalho doméstico. Diferentemente, o trabalho dos meninos é considerado precoce, penoso e perigoso. Desse modo o trabalho doméstico das meninas mantémse invisível. Os trabalhos caracterizados e identificados como tais, são os trabalhos masculinos realizados por meninos/as (Duque- Arrazola, 2004)11.
Pelo exposto, observa-se que a estratégia do Estado fazer da família/ mulher um sujeito co-partícipe da política de assistência e seus programas de transferência de renda, dá-se de fato uma desresponsabilização do Estado neoliberal com ditas políticas, apesar de constituírem um direito conquistado e consagrado como um dever do Estado na Constituição Nacional de 1988. Dá-se, pois, uma desresponsabilização desse Estado burguês e patriarcal com a reprodução social e reposição da força de trabalho masculina e feminina. Os cortes nas políticas e serviços sociais públicos aumentam as funções, tarefas e responsabilidade das mulheres/mães com o trabalho doméstico da reprodução; intensificam e sobrecargam seu tempo de trabalho, criando tensões entre os tempos feminino da reprodução e do trabalho remunerado (bicos, faxinas, emprego e o tempo da eterna procura de trabalho remunerado), próprio e do marido ou tempo androcêntrico da produção ou do trabalho. O que se transforma em somatizações: problema dos nervos, desânimo, agonia, a fraqueza do corpo, cansaço, entre outros, como elas próprias afirmam. Todavia, a violência conjugal muitas vezes resulta das “implicâncias” dos maridos com os tempos sociais da mulher, conforme revelado por elas.
Os cortes nas políticas e programas sociais na área da saúde, saneamento, educação, previdência, forçam as mulheres a absorverem o ônus da desresponsabilização do Estado, intensificando seu trabalho reprodutivo. Isto significa para o Estado o consumo e usufruto gratuito, sem custo algum ou irrisório do tempo de trabalho das mulheres, materializando dessa forma a exploração e dominação de gênero de que as mulheres são objeto, dentro e fora do âmbito doméstico- familiar. Realidade que também se revela cada vez mais nos países centrais ou indutrializados, como os países do Estado-Previdência:
[…] A necessidade de encontrar uma solução para a crise financeira do regime de proteção social é tamanha que em muitos países europeus encara-se a hipótese de remeter para a família ou para as redes de integração primária um certo número de serviços e encargos que anteriormente eram parte coberta por despesas públicas (Martin, 1995: 55).
Não é por um acaso que o Estado brasileiro enfoca as mulheres como promotoras da saúde nas localidades rurais e urbanas pobres, a exemplo das agentes do Programa de Agentes Comunitárias de Saúde-PACS, as agentes populares de justiça e as diferentes “ações comunitárias” nos bairros, locais de moradia e Igrejas, sob a ideologia da participação, da solidariedade, do voluntariado, invocados como extensões do amor materno, da entrega, por parte das mulheres, conforme idealizados no processo sexuado de socialização para tornarem as mulheres esposas e donasde- casa exemplares. De modo geral podemos dizer que as mulheres envolvidas nos programas de assistência social, passam a ser vistas pelo Estado, como “mão-de-obra” ou “insumos” importantes; como figuras disponíveis para o êxito dos programas sociais. Além de beneficiárias diretas ou indiretas as mulheres passam a ser representadas como “agentes introdutores” dos programas. É o caso das agentes da Pastoral da Criança, do PETI, entre outros mais.
Temos então que o Estado, mediante a participação das mulheres/ mães nos programas sociais de assistência usufrui dos tempos sociais do trabalho da reprodução das mulheres/mães e de suas capacidades e competências de gênero adquiridas desde sua infância, em troca de uma bolsa escola, bolsa família, cestas básicas, etc. Assim as mulheres viabilizam e garantem em grande parte ditos programas para os quais elas não são vistas pelo Estado como possíveis profissionais a serem remuneradas. O que, dadas as condições de pobreza e extrema pobreza das famílias dessas mulheres, uma remuneração monetária poderia contribuir com os processos de enfrentamento da pobreza, bem como com processos de independência econômica e de empoderamento destas mulheres.
Desse modo o Estado se apropria, usufrui e consome gratuitamente os tempos femininos da reprodução, ao mesmo tempo que naturaliza na esfera pública-política e do poder do Estado a disponibilidade das mulheres para com o outro. Noutras palavras, esses tempos sociais femininos se constituem em mediação da opressãoexploração- dominação de gênero das mulheres por parte do Estado patriarcal e de classe, e do uso e consumo gratuito das competências de gênero e dos tempos das mulheres. Igualmente o empresariado ou patronato em face à remuneração do trabalho das mesmas, cujo salário é mais baixo que o dos homens, conforme já vimos. O tempo é um elemento da realidade, tanto da natureza, quanto da sociedade e dos indivíduos. Nas sociedades capitalistas, é um componente fundamental do processo de produção e de criação de valor, posto que o tempo de trabalho socialmente necessário para produzir determinada mercadoria, é a fonte de valor da mercadoria (Marx, 1968:141) constitui-se pois, numa das mediações do processo de exploração do trabalho e de apropriação da mais valia. Todavia, o tempo é uma instituição social reguladora, (Elias,1998), mediação de relações sociais, como as constitutivas do processo de produção da vida material e do processo de trabalho para realizá-la12. Produção e trabalho androcentricamente reduzidos à produção dos bens materias, significada como masculina, desconhecendo-se o processo de produção e reprodução dos seres humanos, a antroprodução.
Embora o tempo não tenha sexo, exprime-se como processualidade sexuada segundo a classe social de homens e de mulheres, conseqüentemente os tempos sociais são, como diz Annette Longevin sexuados e de classe (Duque- Arrazola, 2004) os que condicionam o cotidiano dos/as mesmos/ as. Para as mulheres, o tempo de trabalho doméstico da reprodução permanece estruturante, trabalhe ou não fora de casa; ele toma conta da maior parte do seu dia-a-dia. Decorre daí que as vivências e significados do “tempo livre” de homens e de mulheres sejam diferentes e opostas. O tempo de descanso para as mães/donas-de-casa são as horas do sono da noite, no final do dia de trabalho ou, para muitas, o período em que as crianças estão na escola, podendo assim realizar com maior sossego o trabalho doméstico, como afirmam as mães dos meninos/as do PETI. Seu tempo de trabalho não tem, pois, um tempo fixo: seu dia começa na madrugada e só termina até bem entrada a noite. Nesse trabalho são auxiliadas pelas filhas, igualmente as que levam doentes aos hospitais e quando saem para fazer a feira ou mercado da semana no dia do pagamento do salário dos maridos, próprio ou da bolsa do PETI. As exigências do PETI com a boa apresentação dos meninos/as exige uma maior freqüência na lavagem de roupa, fazendo desta uma das atividades domésticas mais pesadas e intensivas para as mães, dificultada pela escassez de água na região e pela falta de um sistema de água encanada na maioria das casas dessas mulheres/mães.
Nesse processo diário, contínuo e repetitivo do trabalho doméstico da reprodução, o tempo livre do emprego é para as mulheres tempo de trabalho em casa –de noite, final de semana ou feriados– diferente dos maridos para quem representa folga, descanso, desobrigação. Quando não é um tempo dedicado aos projetos, aos programas, à solidariedade com a vizinhança, ao trabalho da igreja, entre outros. São esses tempos os que configuram a já reconhecida dupla e tripla jornada de trabalho das mulheres, sobretudo das mulheres das classes subalternas. Disso tudo decorre, parafraseando Ávila (2002, p. 39), que esses tempos são “retirados da vida das mulheres como parte das atribuições femininas, determinadas pelas relações de poder de gênero”. É tão normal e “natural” para a sociedade capitalista contemporânea, com sua ordem patriarcal de gênero, conceber o trabalho e os tempos de trabalho feminino como de não trabalho, mas de ajuda e complementação, de doação e gratuidade que as mulheres/ mães/donas-de-casa flexibilizam seu tempo de trabalho profissional em função do trabalho e dos tempos da reprodução, o que condiciona a subjetividade feminina.
A tendência das mulheres é de colocarem-se primeiramente como mãe/ dona-de-casa, depois como profissionais, trabalhadoras. Isto explica sua tendência a preferirem o trabalho flexibilizado, forma que se impõe na organização contemporânea do trabalho assalariado. Dessa forma, as mulheres asseguram sua profissionalização e atendem suas obrigações com a reprodução social da família, ao mesmo tempo em que garantem um ganho monetário, mesmo que inferior à de uma jornada regular.
Para efeitos do presente trabalho e dentre os resultados da pesquisa sobre o lugar da mulher nas políticas de assistência social, especificamente nos programas sociais de transferência de renda e de combate à pobreza, a exemplo do PETI, temos por parte do Estado (Duque- Arrazola, 2004): a) o usufruto de saberes e competências de gênero das mulheres/mães em benefício do Programa e relativas às diferentes objetivações com a reprodução cotidiana do grupo familiar e o manejo das crianças; b) aumento das funções e responsabilidades com a reprodução, tanto em termos dos cuidados domésticos com a alimentação, higiene, trato das roupas13, mudança na visão de mundo da família, em base às palestras da escola/ PETI, conseguido com o apoio socializador das mães; c) a eficácia da participação das mulheres/mães no controle e no uso das bolsas e da cesta básica desses programas de assistência. Elas garantem o consumo da bolsa para benefício dos/as meninos/as, não sendo bem assim no caso dos pais. É às mulheres/ mães que o Estado destina, para controlar, a bolsa escola e a bolsa família, dos programas de transferência de renda para combate da pobreza. A administração da renda e do orçamento familiar é uma das poucas competências das mulheres reconhecida e valorizada pela sociedade, pelo Estado patriarcal e sobretudo pelo mercado; d) Importância da presença das mães no Programa para: garantir a freqüência às aulas e a permanência na escola, na jornada ampliada do PETI, evitando assim a volta dos meninos/as ao trabalho precoce. Essa presença é fundamental para o recebimento da bolsa no banco. Participar das atividades do PETI (palestras, reuniões na escola, atividades festivas) visando com elas contribuir na mudança da visão de mundo, racionalidade e sociabilidade das famílias.
A pesquisa (Duque-Arrazola, 2004) revelou que o sujeito família do Programa está reduzido à figura da mulher/mãe. Como já dizia, é ela quem corporifica a família e são elas as responsáveis pelas crianças no PETI. Na Região Metrololitana de Recife, por exemplo, dentre as pessoas responsáveis pelos/ as meninos/as 88.5% são mães, 6.9% avós, 1.5% tias, enquanto os pais são apenas 2.3%. São elas as que predominantemente se fazem presentes no PETI/escola como a família das crianças. Também mostrou que as mulheres são partícipes do PETI, não por participar na tomada de decisões do mesmo ou dos re-encaminhamentos e avaliações, nem da re-orientação de sua dinâmica. São partícipes por permanecerem sempre à disposição do PETI e fazer-se presente sempre que solicitadas pelo Programa e pela Escola. Igualmente revelou que na contemporaneidade, “o poder e controle do Estado burguês e patriarcal sobre as mulheres não ocorre apenas sobre a sexualidade das mulheres, mas principalmente pelo controle que exerce sobre elas envolvendo o uso e consumo dos tempos femininos de trabalho, sobretudo os tempos da reprodução com sua capacidade de trabalho e competências de gênero” das mulheres. Para finalizar e retomando o exposto até aqui, fica uma advertência feminista de vigilância dos processos de participação das mulheres das classes subalternas em programas sociais públicos, a qual pode ser facilmente confundida com processos de empoderamento14 e autonomia das mulheres quando, pela mediação dos tempos sociais femininos, pode ser que se esteja processando uma outra forma de opressão e dominação sobre as mulheres.
Desde uma perspectiva feminista de gênero, a problemática exposta levanta questões de cunho político sobre o lugar das mulheres nas políticas sociais neoliberais, nos Programas e projetos de desenvolvimento e suas implicações com o empoderamento e luta política das mulheres pela transformação das relações de gênero e de classe que as subordinam.
Como pode observar-se, os tempos sociais sexuados são mediação das relações de gênero e de classe, das relações de poder e dominação, precisando ser ainda, mais estudado e aprofundado. As folclóricas queixas e problemas das mulheres com o tempo revelam-se não como questões pessoais e sim como expressão de relações cotidianas de subalternidade, dominação, opressão e exploração, mediadas pelas relações de serviço que configuram real e simbolicamente a prática cotidiana da maternagem e da reprodução social da família, consideradas socialmente como tarefa e responsabilidade “inquestionável” das mulheres.
O tempo da reprodução –tempo do corpo, dos cuidados, da vida– oposto e conflitante com o tempo androcêntrico e da produção, revela-se tempo estruturante do cotidiano das mulheres, em constante tensão com os tempos masculinos e do trabalho assalariado. Tempos esses controlados pelo capital e identificados pela ideologia patriarcal como tempo da produção e do trabalho do homem provedor. Mesmo assim, esse tempo androcêntrico se impõe no cotidiano das mulheres/ mães/donas-de-casa como tempo hegemônico na estruturação do cotidiano familiar. Isto porque os tempos sociais sexuados e de classe, exprimem modos de vida que se materializam na sociabilidade e nos modos de orientar, disciplinar e regulamentar a vida individual e coletiva, com as resistências, oposições e lutas por superar desigualdades sociais, a subordinação e exploração de classe e de gênero.
Face ao exposto temos também que tanto a reforma do Estado como as políticas sociais de assistência têm um caráter sexuado explicitado no modo como o feminino e o masculino se exprimem e/ou são silenciados no discurso e sentidos do mesmo, como ocorre com o PETI e o sentido dado ao sujeito família/mulher/feminino. É assim que o Estado neoliberal como forma de legitimação frente as demandas dos/as subalternizados/ as não só amplia institucionalmente a partilha de suas responsabilidades com as Ongs e organizações políticas, por exemplo, como insere a família, na figura da mulher, no desenvolvimento e responsabilização da reprodução ampliada da força de trabalho. Entretanto, tal inserção não se dá desde o ponto de vista da participação de um sujeito político constituído, mas de indivíduos que dificilmente se empoderam frente ao Estado, desenvolvendo uma ação organizada que inflexione o Estado patriarcal, sexista e de classes. Um exemplo disto é o questionado lugar das mulheres nos programas de assistência social, tal como aqui colocamos. O que, no entanto, contribui a desenvolver certos processos individuais de questionamento e de um possível empoderamento das mulheres no âmbito doméstico-familiar, como tem ocorrido com algumas mulheres/ mães do PETI, no que diz respeito: ao controle da bolsa escola dos/as filhos/as não permitindo aos pais e padrastos o uso indevido da mesma. Igualmente com o enfrentamento da violência paterna contra filhos/as e no que diz respeito a novos conhecimentos adquiridos nos contatos institucionais, com o programa PETI.
Entretanto, tal processo como a autonomia das mulheres, a conquista de direitos cidadãos e a inflexão do Estado patriarcal e de classe requerem de processos coletivos organizados que insurrecionem as consciências e trasnformem as relações de opressãoexploração e a discriminação de gênero, de classe e raciais.
1 Tese de doutorado em Serviço Social/ UFPE, defendida em 2004, onde analiso a posição das mulheres na política de assistência, tomando para tal, o Programa de Erradicação do Trabalho Infantil- PETI em Pernambuco, em particular no município pernambucano Cabo de Santo Agostino. O procedimento metodológico que embasou a pesquisa implicou: a) uma base de dados quantitativos, apurados pela pesquisa de Avaliação e Monitoramento do PETI no estado de Pernambuco e obtidos mediante a aplicação de questionários, em base a uma mostra aleatória simples. Esta foi realizada entre 2000 e 2002 pelo Departamento de Pós-Graduação de Serviço Social/ UFPE. Aplicaram-se 260 questionários a famílias do PETI da Região Metropolitana de Recife-RMR, dentre os quais 89 correspondiam a famílias do Cabo. b) Para efeitos da tese de doutorado, esses dados foram complementados e aprofundados a partir de uma abordagem qualitativa que implicou a análise de documentos do PETI, uma releitura das questões abertas dos questionários, relatórios de campo e entrevistas, além da realização de uma nova pesquisa de campo de caráter qualitativo. Nesta realizei novas entrevistas semi-estruturadas (08) com professoras, monitoras e Coordenadoras/ gerentes do PETI. Para a analise do discurso falado das mães do PETI do Cabo realizei 09 círculos de pesquisa, técnica/ instrumento da pesquisa-ação. Os círculos foram gravados e transcritos literalmente para serem analisados. Deles participaram um total de 35 mulheres/ mães, nem sempre presentes todas elas. Variava sua presença.
2 Homens e mulheres têm múltiplas identidades. São, por tanto, sujeitos contraditórios, mas não sujeitos fragmentados (Lauretis, 1994). Embora não trate aqui de questões do homossexualismo, lesbianismo e transgênicos estão presentes na minha reflexão.
3 Um indicador do caráter sexuado do processo de reestruturação do capital no mundo do trabalho reflete-se nas taxas de desemprego das mulheres, sempre superior à dos homens. Dados da OIT mostram que em 1998 o desemprego feminino na América Latina era superior em quase 50% à dos homens, sobretudo as de menor renda (OIT / Lima, citado por SEADE, 2001). No caso brasileiro da Região Metropolitana de São Paulo-RMSP em 1985 a taxa de desemprego das mulheres era de 15.5% e de 10.1% para os homens, aumentando em 2000 para 20.9% e 15.0%, respectivamente. Nesse período o indicador que mensura a entrada e saída das mulheres no mercado de trabalho passou de 44.7% para 52.7%. Mostram os dados que entre 1985 e 2000 o desemprego das mulheres da RMSP aumentou 34.8% e a participação ampliou-se em 17.9%. Em 1985 as desempregadas representavam o 48.8% do total de desempregados na RMSP, passando em 2000 para 52.5%.
4 Na tradição do pensamento marxista, as categorias totalidade concreta e mediação são centrais. A totalidade concreta é entendida como uma unidade complexa e contraditória, constituída de complexos dinâmicos cujas relações efetivam-se por processos de mediação. A totalidade concreta é um sistema dinâmico e movente de mediações. São estas as que viabilizam a totalidade concreta (Netto, 1989).
5 Dados da pesquisa “A mulher brasileira nos espaços público e privado”, realizada pela Fundação Perseu Abramo em 2001, mostram que entre as mulheres que trabalhavam 42% delas encontravam-se no setor formal, assalariadas com carteira assinada, funcionárias públicas e autônomas/ conta-própria, contribuintes da Previdência Social. No setor informal encontravam-se 57% das mulheres que trabalhavam como assalariadas sem carteira assinada, autônomas/contaprópia, trabalhadoras rurais/bóias-frias as que não contribuíam com a Previdência. Das mulheres que trabalhavam no setor informal, 59% ganhavam até um salário mínimo, enquanto que no setor formal, apenas 17% tinham igual rendimentos.( Sorj, Bila, 2004).
66 A jornada media semanal das mulheres subcontratadas (43 e 41 horas), era menor que a dos homens (51 e 48 horas) na mesma função. Igualmente a proporção das mulheres que trabalhavam mais de 44 horas (42.6% em 1989 e 36.8% em 2001) é inferior à dos homens. Estes também tiveram uma diminuição nesse tempo de horas trabalhadas (64.4% em 1989 para 57. 7% em 2001) (Seade, 2002 a: 12).
7 Para os/as seguidores/ras da escola Regulacionista a política social é um componente da relação salarial no fordismo (Behring, 1998), pactuada com os trabalhadores/as, visando regular o processo de reprodução da força de trabalho masculina e feminina. O que se dá tanto nos países de capitalismo avançado como nos chamados países periféricos.
8 Sempre que me refira aos setores sociais subalternizados, mesmo dando destaque à subalternidade de gênero, mantém-se presente as outras subalternidades como a de raça, a étnica, geracional, entre outras.
9 A grande maioria das mães dos meninos/ as do PETI da RMR procedem de famílias vinculadas ao trabalho nos engenhos de cana-de-açúcar. Em sua infância também trabalharam precocemente na cana e como domésticas na casa dos outros. A maioria é analfabeta, sem emprego, como os maridos. Muitas delas engravidaram e casaram (juntaram-se) precocemente. Atualmente 27.9% delas constituem famílias com renda familiar de até ½ salário mínimo. Sendo a renda per capita de ¼ de salário mínimo para 64% das famílias dessas mulheres/mães na RMR e a bolsa do PETI de R$25,oo para cada filho/a de 7 a 14 anos na escola, num máximo de 4 filhos/as.
10 A medição moderna do tempo, o “tempo do relógio”, tempo da produção e do trabalho para o capital, não é necessariamente o tempo dos ritmos da reprodução, freqüentemente marcados por momentos que escapam ao cronômetro. O que cria conflitos e tensões para as mulheres e os tempos sociais femininos.
11 Em alguns municípios como Recife, o PETI, começa desde dezembro de 2003, a contemplar o trabalho doméstico das meninas, graças à pressão de grupos feministas incluindo algumas Ongs.
12 Compreendo o processo de produção da vida material como uma unidade contraditória constituída pelo processo de produção dos bens materiais e pelo processo de produção e reprodução dos seres humanos ou processo de antroprodução. Implicando ambos os tempos sociais de trabalho e a reprodução das relações sociais que os constituem, conforme a sociedade histórica.
13 A boa presença dos meninos/as do PETI exige das mães mais esforço e trabalho com a roupa dos/as filhos/as, seja na lavagem e passada das mesmas, aumentando, segundo elas, o número de vezes em que as lavam.
14 Para aprofundar sobre empoderamento ver entre outras/os Magdalena León (1997); Jorge Romano e Marta Antunes (2003).
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